15. Trabajo y vida oculta

Autor
José Luis Illanes
Publicación
Octubre 2009

1. Valor cristiano de la vida ordinaria

“Jesús, creciendo y viviendo como uno de nosotros, nos revela que la existencia humana, el quehacer corriente y ordinario, tiene un sentido divino”, escribe san Josemaría Escrivá de Balaguer al inicio de una homilía de Navidad. Y enseguida añade: “Por mucho que hayamos considerado estas verdades, debemos llenarnos siempre de admiración al pensar en los treinta años de oscuridad, que constituyen la mayor parte del paso de Jesús entre sus hermanos los hombres. Años de sombra, pero para nosotros claros como la luz del sol. Mejor, resplandor que ilumina nuestros días y les da una auténtica proyección, porque somos cristianos corrientes, que llevamos una vida ordinaria, igual a la de tantos millones de personas en los más diversos lugares del mundo”[1].

Aunque en la vida, tanto en la de las personas singulares, como en la de las familias y en la de las naciones, hay acontecimientos llamativos, sucesos en una u otra medida extraordinarios, la realidad es que la existencia cotidiana está formada por el sucederse de días llenos, de ordinario, de sucesos menudos y con frecuencia muy parecidos a los de jornadas anteriores. Y todos esos sucesos tienen valor ante Dios. Las palabras de San Josemaría antes citadas ponen de manifiesto una de las verdades centrales del cristianismo, que encuentra en el espíritu del Opus Dei particular eco. Dios no es un ser lejano, que se limita a crear el mundo y a dotarlo de leyes, sino que es un Dios cercano, cuyas “delicias están entre los hijos de los hombres”[2], que ama a sus criaturas una a una, y que lleva su amor hasta el extremo de hacerse hombre, compartiendo, en Cristo Jesús, nuestro modo de vivir, en lo pequeño y en lo grande.

La luz de la fe manifiesta, en suma, que todos los hechos y situaciones que integran la existencia constituyen otras tantas llamadas que Dios dirige para que el hombre entre en relación con Él, se abra al cumplimiento de la voluntad divina y se disponga al servicio de los demás hombres, con actitud de confianza en Dios y de entrega. “Dios nos espera cada día. Sabedlo bien: hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir”[3].

De esa profunda verdad debe vivir el cristiano, todo cristiano, también aquél cuya existencia transcurre en medio del mundo, sin que en su vida acontezcan sucesos llamativos o espectaculares. En esa vida cotidiana y sencilla puede y debe:

a) tratar a Dios, saberse en su presencia, solicitar su ayuda, responder al amor divino con el propio, también en lo que puede parecer irrelevante, porque todo lo nuestro interesa a nuestro Padre Dios. “¿No se vende un par de pajarillos por un as?”, preguntó un día Jesús a sus discípulos. Y contestó: “Pues bien, ni uno solo de ellos caerá en tierra sin que lo permita vuestro Padre.(...) No tengáis miedo: vosotros valéis más que muchos pajarillos”[4];

b) contribuir mediante el desempeño de las propias ocupaciones y tareas al progreso de la sociedad humana y a la realización del gran designio divino de la salvación, en la media en que esas tareas, vividas con amor, en cumplimiento de la voluntad divina y acogiendo con docilidad las inspiraciones del Espíritu Santo, se unen al ofrecimiento que Cristo hizo de su propia vida y participan en consecuencia de su eficacia redentora;

c) participar mediante el ejemplo de una vida ordinaria y coherente, y el testimonio de una palabra sencilla y oportuna, en la misión que incumbe a la Iglesia entera de extender a lo largo de los siglos el mensaje del Evangelio hasta atraer hacia Cristo, y en Cristo hacia Dios Padre, a toda la humanidad.

 

 

2. Vida ordinaria y trabajo

La existencia ordinaria está formada por una amplia diversidad de realidades y tareas: trabajo, descanso, juego, cultura, vida familiar, relaciones sociales y de amistad, actividades económicas y políticas, salud, enfermedad, tristezas, alegrías... Estas realidades están presentes, en uno u otro grado, de una u otra forma, en cada concreta existencia, a cuya fisonomía contribuyen, aunque, como es lógico, no todas tengan la misma importancia. De entre ellas, cabe destacar una que reviste manifestaciones muy diversas, pero que siempre se da en la vida de todo hombre y de toda mujer: el trabajo.

Se trata, junto con la familia, de una de las realidades a las que hace referencia el relato bíblico sobre la creación del ser humano. “Bendijo Dios [a Adán y a Eva] y les dijo: Sed fecundos, y multiplicaos, y llenad al tierra y sometedla: dominad en los peces del mar, en la aves del cielo y en todo animal que serpea sobre la tierra”[5]. La historia humana pone de manifiesto la constante presencia del trabajo y su desarrollo mediante la progresiva utilización de una amplia variedad de instrumentos que han ido facilitando el dominio sobre la materia. Parte particularmente decisiva de ese desarrollo es el advenimiento de lo que suele designarse como división del trabajo; es decir, la orientación de los seres humanos hacia actividades diversas en las que se especializan obteniendo así mejores resultados, lo que, gracias al posterior intercambio de bienes, contribuye al progreso del conjunto de la sociedad. De ahí la aparición de las profesiones y la cualificación del trabajo como trabajo profesional, como trabajo al que la persona se dedica establemente y que define, en gran parte, su posición en la sociedad.

San Josemaría Escrivá de Balaguer ha resumido, en un texto particularmente denso, las dimensiones tanto naturales como religiosas y cristianas del trabajo humano. “El trabajo, todo trabajo, es testimonio de la dignidad del hombre, de su domino sobre la creación. Es ocasión de desarrollo de la propia personalidad. Es vínculo de unión con los demás seres, fuente de recursos para sostener a la propia familia; medio de contribuir a la mejora de la sociedad, en la que se vive, y al progreso de toda la Humanidad. Para un cristiano, esas perspectivas se alargan y se amplían. Porque el trabajo aparece como participación en la obra creadora de Dios [...]. Porque, además, al haber sido asumido por Cristo, el trabajo se nos presenta como realidad redimida y redentora: no sólo es el ámbito en el que el hombre vive, sino medio y camino de santidad, realidad santificable y santificadora” [6] .

Descomponiendo analíticamente ese párrafo podemos señalar que el trabajo –y más concretamente el trabajo entendido no como mera ocupación de las manos, sino como trabajo profesional– posee:

-una dimensión cósmica y de dominio, en cuanto expresión de la capacidad del hombre de dominar la naturaleza orientándola hacia los fines que concibe con su inteligencia y, por tanto, colocándola a su servicio;

-una dimensión antropológica, ya que el hombre adquiere madurez y conciencia de sí, y en consecuencia crece y se desarrolla como hombre, no sólo, pero sí muy especialmente, a través de la realización seria, continuada y responsable de la propia tarea;

-una dimensión socio-familiar, puesto que el trabajo, al aportar bienes, permite la constitución y el posterior mantenimiento de la familia;

-una dimensión social e histórica, ya que el trabajo, y más concretamente su progresiva división y desarrollo, es uno de los factores fundamentales que contribuyen a la estructuración y al progreso de las sociedades;

-una dimensión teológico-creacional, ya que presupone que Dios no ha querido dar vida a un universo plenamente hecho y cerrado, sino contar con la acción y la historia humanas como realidades que contribuyen a la plenitud final;

-una dimensión soteriológica, puesto que, unido a la entrega de Cristo, el trabajo contribuye a la obra salvadora, tanto en los momentos de satisfacción personal y de alegría, que pueden ser vivido en comunión con Dios, como en los de esfuerzo, fracaso o cansancio que, unidos a la Cruz de Cristo, adquieren valor de salvación.

La conexión entre estos aspectos se resume muy bien en otro texto de San Josemaría, referido al cristiano que se santifica en los afanes comunes de los hombres: “Vuestra vocación humana es parte, y parte importante de vuestra vocación divina[7]. Por tanto, el trabajo, que ocupa en la tierra los días de todos los hombres, confirmando su personalidad, y que es para cada uno la manera peculiar de estar en el mundo, no es ajeno a los planes de Dios[8]. De ahí que la vocación cristiana lleva a realizar el trabajo y todas las ocupaciones cotidianas por amor a Dios y con espíritu de servicio a los demás hombres[9].

Juan Pablo II en la encíclica que dedicó al trabajo, la Laborem exercens, analiza esta realidad humana distinguiendo entre lo que denomina “trabajo en sentido objetivo”, es decir, el trabajo en cuanto acto que, sometiendo la tierra y utilizando los recursos naturales, se objetiva en realizaciones, conocimientos, métodos y procedimientos, y el “trabajo en sentido subjetivo”, o desarrollo del hombre en cuanto persona en virtud del acto de trabajar[10].

El trabajo actúa sobre la naturaleza, y en consecuencia modifica el contexto en el que el ser humano vive. Pero su incidencia objetiva no termina ahí, ya que, el deseo de dominar la tierra, impulsa el crecimiento de las ciencias y de las técnicas que hacen posible ese dominio y, por tanto, el desarrollo del saber y de la inteligencia. Por eso el trabajo conlleva consigo un dinamismo como fuerza histórica. Esa realidad condujo a algunos autores -Karl Marx entre ellos- a ver en el trabajo el factor decisivo en orden a la humanización de la historia; sólo que, partiendo de presupuestos materialistas, se dio una interpretación unidimensional y determinista a ese proceso, olvidando que es el hombre, en cuanto ser espiritual, el que posibilita el trabajo. Esto hace que el verdadero progreso social no sea automático, sino que esté en dependencia de un adecuado desarrollo del hombre en cuanto hombre, es decir, en cuanto ser espiritual. El trabajo en sentido objetivo ha de estar, en suma, al servicio del trabajo en sentido subjetivo, o sea, del hombre fuente, sujeto y fin del trabajo[11].

Dicho con otras palabras, la técnica debe estar informada por la ética, y ésta a su vez por la espiritualidad. De ahí que Juan Pablo II pudiera concluir su encíclica señalando que la resolución de los problemas sociales, vinculados en su evolución histórica al desarrollo del trabajo, depende de que se viva una verdadera espiritualidad del trabajo[12]. Es decir, de que el hombre, sujeto del trabajo, sea consciente de sus dimensiones espirituales y las ponga en ejercicio, también –e incluso muy especialmente– en el acto de trabajar, contribuyendo de esa manera a que la conciencia de su personal dignidad –de su condición de criatura a imagen de Dios– redunde sobre el conjunto de la vida social.

 

3. Santificar el trabajo, santificarse en el trabajo, santificar con el trabajo

San Josemaría ha resumido el programa de una espiritualidad del trabajo en una frase sintética: “santificar el trabajo, santificarse en el trabajo, santificar con el trabajo”; o, en otros momentos y con otras palabras, pero en el mismo sentido: “santificar la profesión, santificarse en la profesión y santificar con la profesión”[13].

a) Santificarse en el trabajo

Todo cristiano está llamado a la santidad, es decir, a la plenitud de la caridad y del trato con Dios. Esa llamada es don divino, ofrecimiento que Dios hace de su propio amor. Es, a la vez, exigencia, invitación a la entrega de la propia vida en correspondencia a la entrega que Dios hace de Sí. Esa entrega a Dios, y el amor del que nace, no pueden ser confinados en los márgenes del vivir y actuar humanos: deben situarse en su centro y, desde ahí, irradiar a la entera existencia. Lo que, en el fiel cristiano —llamado por Dios a santificarse en el lugar que ocupa en el mundo—, implica la invitación a informar con ese amor la totalidad de las realidades y ocupaciones terrenas o seculares entre las que transcurre su vida. El trabajo adquiere así un horizonte nuevo: no es ya sólo tarea humana, sino, además e inseparablemente, parte de la vocación cristiana.

Las ocupaciones y tareas seculares se presentan, a la luz de la fe y bajo la acción del Espíritu Santo, como oportunidades para expresar con obras el amor, para hacer de la propia vida hostia grata y agradable a Dios[14]. Y, de esa forma, entrar en relación íntima y personal con Él. Porque la oración no debe estar reservada sólo a momentos aislados o a situaciones o lugares especiales, sino constituir una disposición de ánimo y un diálogo efectivo que informen la totalidad de la vida, y se alimenten, por tanto, de las incidencias del cotidiano vivir, del empeño que el trabajo reclama, de las alegrías que trae consigo, de los sinsabores que en ocasiones lo acompañan.

b) Santificar con el trabajo

La misión conferida por Cristo a la Iglesia en orden a la salvación del mundo, implica una amplia gama de tareas: la predicación de la palabra que anuncia el designio salvador de Dios; la administración de los sacramentos que comunican la gracia divina; la vivencia concreta de la caridad; el testimonio de vida, el existir coherente informado por el espíritu de Cristo, que pone de manifiesto la capacidad que ese espíritu tiene para vivificar todas las situaciones humanas; la animación cristiana del mundo, la impregnación de las estructuras temporales con el espíritu cristiano, de manera que la sociedad humana sea una sociedad digna del hombre y de su condición de hijo de Dios.

El trabajo profesional se presenta, desde esta perspectiva, como eje en torno al cual se desarrolla, o como canal a través del cual se expresa, la vocación apostólica del cristiano, y más concretamente la del laico, al que compete, por vocación específica, “buscar el Reino de Dios a través de la gestión, ordenada según Dios, de los asuntos temporales”[15]. El trabajo profesional es tarea que, en virtud de su propia dinámica, exige solidaridad y servicio, y, en el cristiano, caridad, amor que lleva esas actitudes humanas a su perfección o cumplimiento. Implica así un testimonio de vida ejemplar, que por su misma naturaleza —el hombre de fe ha de estar siempre pronto a dar razón de su amor y de su esperanza[16]—, aspira a prolongarse en palabra, que manifieste y desvele el fundamento del propio actuar, es decir que dé a conocer a Cristo e invite a acercarse a El, y por tanto se prolongue en un verdadero y propio apostolado. En un apostolado que se despliega a partir de las relaciones inter‑personales y de los vínculos de compañerismo y de amistad que el trabajar suscita, así como de las múltiples y variadas incidencias –felices, unas; difíciles, otras– que jalonan la jornada laboral.

c) Santificar el trabajo

La santificación personal y la acción apostólica a las que se acaba de hacer referencia, no se articulan y desarrollan meramente a partir del trabajo o tomando ocasión de él, sino —lo que es muy distinto, pues excluye toda exterioridad o instrumentalización— entrelazándose con él, formando una sola cosa con él: santificarse en el trabajo y santificar a los demás con el trabajo presuponen y connotan santificar el trabajo, hacer del trabajo mismo tarea profundamente humana y cristiana.

Esto reclama, en primer lugar, realización técnicamente acabada de la tarea laboral, con pleno conocimiento y respeto de las leyes propias de cada actividad, y en consecuencia no sólo dedicación y empeño, sino estudio, presupuesto indispensable para actuar con competencia y seriedad profesionales. Pero lo dicho, aun siendo mucho, no es todo: más aún, si nos quedáramos a ese nivel no habríamos captado lo que implica la santificación del trabajo, que reclama, junto a la eficacia técnica, sentido ético y espíritu cristiano.

La ciencia y la técnica no incluyen, en y por sí mismas, las normas para su propio uso. El trabajo, tarea llevada a cabo por un sujeto libre y llamada a contribuir al bien de los demás hombres, presupone, para su adecuado ejercicio, el recto juicio ético y, en consecuencia, una visión del hombre y del mundo, fundamento ese juicio. La reflexión sobre la propia tarea para percibir las exigencias e implicaciones éticas y espirituales que connota debe ocupar un lugar importante en la experiencia de quien está llamado a realizar su vocación cristiana en el entramado del mundo. Y, por tanto, en cuanto trasfondo doctrinal desde el que proceder a la reflexión, de la que brotarán las posteriores y libres decisiones concretas, un adecuado conocimiento del dogma, de la ética natural y cristiana y de la doctrina social de la Iglesia.

Santificar el trabajo, santificarse en el trabajo, santificar con el trabajo, se nos presentan no como tres finalidades o dimensiones paralelas, sino como tres aspectos de un fenómeno vital unitario: el vivir cristiano en el mundo, que tiene en el trabajo uno de sus ejes determinantes.

 

Bibliografía básica

Documentos del Magisterio

Concilio Vaticano II, Constitución Gaudium et spes, parte 1ª, cap. 3º: La actividad del hombre en el mundo

Juan Pablo II, Encíclica Laborem exercens, promulgada el 14-IX-1981, está publicada en AAS, 73, 1981, 577-647

Escritos de San Josemaría

En el taller de José, en Es Cristo que pasa, nn. 39-56

Trabajo de Dios, en Amigos de Dios, nn. 55-72

Otros escritos

A) Estudios de carácter general o sobre la doctrina de San Josemaría

Javier Echevarría, Santificación del trabajo, en Itinerarios de vida cristiana, Barcelona 2001, pp. 209-221

José Luis Illanes, La santificación del trabajo, 10ª edición revisada y actualizada, Madrid 2001

ID, Ante Dios y en el mundo. Apuntes para una teología del trabajo, Pamplona 1997

Fernando Ocáriz, El concepto de santificación del trabajo, en Naturaleza, gracia y gloria, Pamplona 2000, pp. 263-271

Pedro Rodríguez, Vocación, trabajo, contemplación, Pamplona 1986

B) Estudios sobre la doctrina sobre el trabajo en el Concilio Vaticano II y en el magisterio de Juan Pablo II

R. Buttiglione, El hombre y el trabajo, Madrid 1984

E. Colom y F. Wurmser, El trabajo en Juan Pablo II, Madrid 1995

C) Tratados de doctrina social de la Iglesia

José Luis Gutiérrez, Trabajo, en Conceptos fundamentales en la doctrina social de la Iglesia, Madrid l971, t. IV, pp. 373-386

J. M. Ibáñez-Langlois, Doctrina social de la Iglesia, Pamplona l987, pp. 163-176

J. M. Guix, El trabajo humano en A.A. Cuadron (dir.), Manual de Doctrina social de la Iglesia, Madrid 1993, pp. 425-448

 

© ISSRA, 2009

 

 


[1] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 14

[2]Pr 8, 31.

[3] San Josemaría, Conversaciones, n. 114.

[4]Mt 10, 29-31.

[5]Gn 1, 28.

[6] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 47.

[7] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 46.

[8] Cfr. ibid.

[9] Cfr. San Josemaría, Conversaciones, nn. 10 y 27.

[10] Juan Pablo II, Encíclica Laborem exercens, nn. 5-6.

[11] Sobre este mismo tema, aunque en relación con la técnica y la economía, ver también Benedicto XVI, Encíclica Caritas in veritate, nn. 68-69.

[12] Juan Pablo II, Encíclica Laborem exercens, n. 26.

[13] Cfr. San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 46 y Amigos de Dios, n. 9.

[14] Cfr. Rm 12, 1.

[15] Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen gentium, n. 31.

[16] Cfr. 1P 3, 15.

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