1. Formación

Autor
Guillaume Derville
Publicación
Agosto 2012

Después de rezar, Jesucristo eligió a sus apóstoles (cfr. Lc 6, 12-16), y se puede decir que les fue formando poco a poco para su misión. “Jesús comenzó a hacer y enseñar”, explica san Lucas en los Hechos, les dio “instrucciones por el Espíritu Santo” y, después de su Pasión, siguió enseñándoles durante cuarenta días “de lo referente al Reino de Dios” (Hch 1, 1-3), dándoles muchas pruebas de su pasión y de su resurrección (cfr. ibidem), hecho histórico que es el fundamento de nuestra fe (cfr. 1Co 15,14). En otras palabras, durante su vida pública, y también después de su resurrección, Jesús preparó a sus discípulos para que pudieran seguir su obra de evangelización. La Iglesia habría de ser la continuidad de Cristo hasta el fin del mundo.

¿Cuál es el núcleo de su mensaje? En su oración sacerdotal, Jesucristo alaba a su Padre Dios y resume en pocas palabras en qué consiste la vida a la cual está llamada la persona humana: “Esta es la vida eterna: que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo a quien Tú has enviado” (Jn 17, 3). Con esta síntesis, de algún modo el Señor da entonces cuenta del cumplimento de su misión entre los hombres y las mujeres de su tiempo: “Las palabras que me diste se las he dado, y ellos las han recibido” (Jn 17, 8). Afirma después: “Yo ruego por ellos” (Jn 17, 9), pues toda su enseñanza se fundamenta en su oración, es decir en su comunión con el Padre y el Espíritu Santo. El Verbo eterno comunicaba “las palabras de vida eterna” (Jn 6, 68), y esas palabras eran recibidas, con el impulso de la oración de Cristo, en la Iglesia.

Benedicto XVI señala la importancia del carácter social del hombre, quien “se realiza en las relaciones interpersonales. Cuanto más las vive de manera auténtica, tanto más madura también en la propia identidad personal. El hombre se valoriza no aislándose sino poniéndose en relación con los otros y con Dios”[1]. Esta realidad se verifica también en la vida de fe: en la Iglesia, “educadora de nuestra fe”[2]. ¿Qué es la Iglesia? La Iglesia es “el pueblo que Dios reúne en el mundo entero. La Iglesia de Dios existe en las comunidades locales y se realiza como asamblea litúrgica, sobre todo eucarística. La Iglesia vive de la Palabra y del Cuerpo de Cristo y de esta manera viene a ser ella misma Cuerpo de Cristo”[3]. El Concilio Vaticano II ha iluminado el misterio de la Iglesia: “La Iglesia es en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano”[4]. Cada bautizado lleva de algún modo consigo la Iglesia y está llamado a desempeñar la misión que Dios encomendó cumplir a la Iglesia en el mundo[5].

La Iglesia es “madre y educadora”[6]: “El cristiano realiza su vocación en la Iglesia, en comunión con todos los bautizados. De la Iglesia recibe la Palabra de Dios, que contiene las enseñanzas de la ‘ley de Cristo’ (Ga 6, 2). De la Iglesia recibe la gracia de los sacramentos que le sostienen en el camino. De la Iglesia aprende el ejemplo de la santidad; reconoce en la Bienaventurada Virgen María la figura y la fuente de esa santidad; la discierne en el testimonio auténtico de los que la viven; la descubre en la tradición espiritual y en la larga historia de los santos que le han precedido y que la liturgia celebra a lo largo del santoral”[7]. En su labor de formación, la Iglesia cuenta con sus fieles para ayudar a los demás: “En la obra de enseñanza y de aplicación de la moral cristiana, la Iglesia necesita la dedicación de los pastores, la ciencia de los teólogos, la contribución de todos los cristianos y de los hombres de buena voluntad. La fe y la práctica del Evangelio procuran a cada uno una experiencia de la vida ‘en Cristo’ que ilumina y da capacidad para estimar las realidades divinas y humanas según el Espíritu de Dios (cfr. 1Co 10-15). Así el Espíritu Santo puede servirse de los más humildes para iluminar a los sabios y los más elevados en dignidad”[8]. Los laicos participan activamente en este apostolado: “Los fieles laicos que sean capaces de ello y que se formen para ello también pueden prestar su colaboración en la formación catequética (cfr. CIC, can. 774, 776, 780), en la enseñanza de las ciencias sagradas (cfr. CIC, can. 229) […]”[9]. En la presente exposición sobre la formación en el Opus Dei, se explicará primero su necesidad (1) y su objeto (2), para desarrollar después los cinco aspectos que reviste y los medios que la vehiculan (3), contando siempre con las disposiciones de quienes participan de ella para que, con la gracia de Dios, sea verdaderamente fecunda (4).

 

1. La necesidad de la formación en el Opus Dei

Han pasado más de veinte siglos desde la encarnación del Salvador, y la Iglesia sigue proclamando sus palabras divinas. En el seno de la Iglesia, el Opus Dei imparte a sus fieles una formación que no es otra cosa que la prolongación en el tiempo y en el espacio de este anuncio del Evangelio. Pues hace falta una formación, con la intervención de otras personas, para conocer y encarnar el espíritu del Evangelio: llegar a ser plenamente cristiano “en medio del mundo” según el mensaje de san Josemaría Escrivá de Balaguer: “el objetivo único del Opus Dei ha sido siempre ése: contribuir a que haya en medio del mundo, de las realidades y afanes seculares, hombres y mujeres de todas las razas y condiciones sociales, que procuren amar y servir a Dios y a los demás hombres en y a través de su trabajo ordinario”[10]. Existe la necesidad de una formación intensa y peculiar, para llevar a la práctica el fin sobrenatural de la Obra.

Los fieles del Opus Dei saben que “la santidad no es cosa para privilegiados, sino que pueden ser divinos todos los caminos de la tierra, todos los estados, todas las profesiones, todas las tareas honestas”[11] y que “la finalidad, a la que el Opus Dei aspira, es favorecer la búsqueda de la santidad y el ejercicio del apostolado por parte de los cristianos que viven en medio del mundo, cualquiera que sea su estado o condición”[12]: “a quienes entienden este ideal de santidad, la Obra facilita los medios espirituales y la formación doctrinal, ascética y apostólica, necesaria para realizarlo en la propia vida”[13]. San Josemaría explica que “dentro de la llamada universal a la santidad, el miembro del Opus Dei recibe además una llamada especial, para dedicarse libre y responsablemente, a buscar la santidad y hacer apostolado en medio del mundo, comprometiéndose a vivir un espíritu específico y a recibir, a lo largo de toda su vida, una formación peculiar”[14].

El conjunto de textos para la formación personal que abrimos con estas páginas constituye, entre otros muchos, un posible material de apoyo para la preparación espiritual durante los meses que preceden la incorporación a la Obra. En el marco de una formación que se da oralmente, con ejemplos y testimonios personalizados, desarrolla unas ideas según un espíritu que, antes que teoría, es vida.

No es de extrañar que se necesite formarse con la ayuda de los demás. Como ya hemos señalado, la construcción de la propia identidad depende mucho de las relaciones interpersonales. Basta pensar en el don de la palabra, que es lo propio de la persona humana, y que no se puede adquirir sin un aprendizaje en el que es fundamental la ayuda de los demás[15]. El niño pequeño es precisamente infans, literalmente “el que no sabe hablar”. Este dato de hecho vale también para el desarrollo de la vida cristiana[16]. Se necesita la ayuda de otros, y la gracia de Dios. El “individualismo espiritual”, en cambio, aísla la persona e impide su apertura a los demás y el intercambio de dones[17].

¿Cuál es, por así decir, el centro de la formación que se imparte en el Opus Dei? El mismo Jesucristo. En efecto, Cristo “manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación”[18]. En este sentido, la formación más alta y completa del hombre le llevará a conocer, amar e imitar cada vez más a Cristo. “El Señor, cuando ruega al Padre que ‘todos sean uno, como nosotros también somos uno’ (Jn 17, 21-22), abriendo perspectivas cerradas a la razón humana, sugiere una cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad. Esta semejanza demuestra que el hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás”[19]. La formación que se imparte en el Opus Dei es una manifestación de esa entrega que se vive en la Iglesia, donde cada uno colabora a la formación de los demás.

Se trata de una formación progresiva, a imagen del modo de actuar de Dios con los hombres. Es famoso el comentario de san Ireneo de Lyon cuando “habla en varias ocasiones de esta pedagogía divina bajo la imagen de un mutuo acostumbrarse entre Dios y el hombre: ‘El Verbo de Dios ha habitado en el hombre y se ha hecho Hijo del hombre para acostumbrar al hombre a comprender a Dios y para acostumbrar a Dios a habitar en el hombre, según la voluntad del Padre’”[20].

Jesús es Hombre perfecto y Dios perfecto. “El Verbo de Dios, por quien fueron hechas todas las cosas, hecho El mismo carne y habitando en la tierra, entró como hombre perfecto en la historia del mundo, asumiéndola y recapitulándola en sí mismo. El es quien nos revela ‘que Dios es amor’ (1Jn 4, 8), a la vez que nos enseña que la ley fundamental de la perfección humana, es el mandamiento nuevo del amor”[21]. Al mismo tiempo que Jesucristo nos revela a Dios, nos muestra quién es el hombre. También indica cómo el hombre llega a ser plenamente sí mismo.

Fiunt, non nascuntur christiani”, afirma Tertuliano[22]: no se nace cristiano, sino que hay que llegar a serlo. El bautismo nos hace cristianos, pero es necesario aprender a conocer más a Dios y amarle. El fin del Opus Dei es hacernos amar a Dios y a los demás en Él en la vida cotidiana, especialmente en el trabajo profesional y en el cumplimiento de los deberes de estado. Esto se puede resumir en dos palabras: santidad personal y apostolado. El Opus Dei, decía san Josemaría, lleva a “descubrir que la vida normal en el mundo, el trabajo de todos los días, puede ser un encuentro con Dios”[23]: “es, en medio de las cosas más materiales de la tierra, donde debemos santificarnos, sirviendo a Dios y a todos los hombres”[24].

¿Cómo conseguirlo? San Josemaría afirmaba que un hombre, una mujer, “se va haciendo poco a poco, y nunca llega a hacerse del todo, a realizar en sí mismo toda la perfección humana de que la naturaleza es capaz. En un aspecto determinado, puede incluso llegar a ser el mejor, en relación con todos los demás, y quizá a ser insuperable en esa actividad concreta natural. Sin embargo, como cristiano su crecimiento no tiene límites”[25]. En este sentido, nuestra formación dura toda la vida. Esto es en particular la consecuencia de la condición secular de los fieles del Opus Dei, que viven en un mundo en constante cambio y son, a la vez, artesanos de ese cambio. Al mismo tiempo, todos los cristianos estamos en un camino que sube siempre hacia el Señor, camino donde, como decía san Agustín al hablar de la vida cristiana, “non progredi, regredi est[26]: quien no va adelante en su lucha espiritual, retrocede. “Hoy se trata no sólo de colonizar lo inculto, sino de intensificar el vigor productivo de lo cultivado; que lo fértil lo sea más; que los operarios piensen que también ellos son mies”[27].

La persona humana es naturalmente social, y su primer lugar de crecimiento es la familia. La formación que se da en el Opus Dei lleva a valorar la belleza de la familia, pues el hogar debe ser “la primera escuela de vida cristiana”[28]. A las personas casadas, san Josemaría enseñaba que primero está la familia, y el trabajo viene después. En los colegios, lo primero también son las familias: los padres. Estos han de hacer apostolado en su familia, desde su familia, a través de su familia. Los Centros del Opus Dei son como una prolongación de su familia.

Los medios de formación son medios de “transformación”, pues “el Espíritu Santo nos renueva interiormente por una transformación espiritual (cfr. Ef 4, 23)”[29]. Son “performativos”[30], para emplear un neologismo de Benedicto XVI: transforman la persona, la llevan a su perfección. San Josemaría, por ejemplo, al final de su vida, cuando en algún momento estuvo enfermo, manifestó que tenía necesidad de asistir a un Círculo —un medio de formación semanal que se da en la Obra—. “Nemo repente fit sanctus. Ut jumentum (Ps LXXII, 23,24) [es decir: nadie llega a ser santo de repente. Que yo sea como un burro]. El burro de noria…”[31], escribió un día. Un asno sirvió de montura al Señor en su entrada en Jerusalén. Los santos Padres han visto en el asna madre el judaísmo, sometido al yugo de la ley, mientras que el borriquillo sería la gentilidad (cfr. Mt 21, 2): Cristo introduce a todos en la Iglesia, la nueva Jerusalén. San Agustín, comentando el Salmo 34[33], 3, vio en este episodio una llamada a la humildad y a la mansedumbre. San Josemaría se fijó en el trabajo del borrico de noria y la fecundidad de su perseverancia. Nadie se hace santo de golpe, hay que caminar como un borrico. Aludía así a la necesidad de perseverar día tras día, con deseos de docilidad en las manos divinas, y aspirando a la unión definitiva con Dios con una referencia a estos versículos del Salmo 73[72], 23-24: “Pero yo estaré siempre contigo: me agarraste con la mano derecha. Me guías según tu designio y después me acogerás en tu gloria”.

 

2. El objeto de la formación en el Opus Dei

Esa transformación, lejos de quitar la personalidad de cada uno, habrá de hacerla más fuerte. Se trata de que fructifiquen los propios talentos —esas “monedas” que cada uno ha recibido de Dios (cfr. Mt 25, 30), y que son las cualidades y potencialidades personales—, a la vez que, paralelamente, se va quitando lo que pueda estropear la imagen de Cristo: lo que en realidad no es nuestro, sino una máscara que nos desfigura. El fin del Opus Dei se resume en dos palabras: santidad y apostolado; forman una unidad, como las dos caras de la misma moneda: “No es posible separar en Cristo su ser de Dios-Hombre y su función de redentor. El Verbo se hizo carne y vino a la tierra ‘ut omnes homines salvi fiant’ (1Tim 2, 4), para salvar a todos los hombres”[32]. La formación que imparte el Opus Dei tiene por objeto llevar a la práctica, con la gracia de Dios, ese fin sobrenatural, y por lo tanto:

a) mejorar la vida espiritual, que es la vida del Espíritu Santo en nosotros: la vida cristiana, la vida “en Cristo”;

b) comprender la Palabra de Dios, pues la familiaridad con la Escritura es esencial para llevar una vida cristiana, según estas palabras de san Josemaría: “Conocer a Jesucristo. Hacerlo conocer. Llevarlo a todos los sitios”[33]. La palabra “Evangelio” (Mc 1, 1) significa primero la buena noticia de la venida del Mesías. Pasó a designar a los cuatro libritos de Mateo, Marcos, Lucas y Juan, que fueron escritos, en primer lugar, para fortificar la fe de los creyentes en Jesucristo (cf. Lc 1, 4; Jn 20, 31). Un gran historiador del siglo XX ha denunciado lo que llama a la vez un “error” y un “engaño”: “la idea ingenua de que uno puede tener acceso a la Escritura Santa sin ninguna preparación, que basta con la buena voluntad[34]”; y explicaba. “ la Biblia no cesó de vivir en la Iglesia, de ser leída en la Iglesia, comentada, entendida, aplicada[35]”. La comprensión de la Sagrada Escritura está facilitada por las notas a pie de página en sus ediciones. Para esto san Josemaría impulsó una edición de la Sagrada Biblia —publicada por Eunsa (Pamplona 1997-2004) en cinco volúmenes— que ofrece abundantes notas, con textos del Magisterio, de Padres, de Doctores y de santos, e introducciones, siguiendo las orientaciones del Concilio Vaticano II[36]. La edición abreviada del Nuevo Testamento (1999) ayuda también a familiarizarse con los sagrados libros, a comprender su contenido y su estructura;

c) conocer la doctrina de la Iglesia. Para esto, los textos de referencia son el Catecismo de la Iglesia Católica (1997) y su Compendio (2005). El Catecismo ha sido escrito para los pastores de la Iglesia, para los fieles y para todo hombre que pida razón de la esperanza del católico[37]. Ha sido pensado y se ha afianzado como la expresión de la fe común de la Iglesia. Es “un verdadero instrumento de apoyo a la fe, especialmente para quienes se preocupan por la formación de los cristianos, tan importante en nuestro contexto cultural”[38]. Quienes hacen o han hecho estudios superiores no pueden excusarse con la idea de que se trata de un texto demasiado difícil para ellos: han de conseguir un nivel de formación teológica al menos equivalente al de su competencia profesional. Naturalmente, el estudio del Catecismo va acompañado por la lectura de la Biblia y el conocimiento de las enseñanzas de los Padres de la Iglesia y del Magisterio: aquí se debe señalar especialmente, en nuestra época, los textos del Concilio Vaticano II y las encíclicas de los Papas Juan Pablo II y Benedicto XVI. Precisamente en el Catecismo de la Iglesia Católica, explica Benedicto XVI, “se pone de manifiesto la riqueza de la enseñanza que la Iglesia ha recibido, custodiado y ofrecido en sus dos mil años de historia. Desde la Sagrada Escritura a los Padres de la Iglesia, de los Maestros de la teología a los Santos de todos los siglos, el Catecismo ofrece una memoria permanente de los diferentes modos en que la Iglesia ha meditado sobre la fe y ha progresado en la doctrina, para dar certeza a los creyentes en su vida de fe”[39]. Los “contenidos fundamentales de la fe” —dice el Papa— están “sintetizados sistemática y orgánicamente en el Catecismo[40]. Benedicto XVI explica que su estructura “presenta el desarrollo de la fe hasta abordar los grandes temas de la vida cotidiana. A través de sus páginas se descubre que todo lo que se presenta no es una teoría, sino el encuentro con una Persona que vive en la Iglesia. A la profesión de fe, de hecho, sigue la explicación de la vida sacramental, en la que Cristo está presente y actúa, y continúa la construcción de su Iglesia. Sin la liturgia y los sacramentos, la profesión de fe no tendría eficacia, pues carecería de la gracia que sostiene el testimonio de los cristianos. Del mismo modo, la enseñanza del Catecismo sobre la vida moral adquiere su pleno sentido cuando se pone en relación con la fe, la liturgia y la oración”[41].

Por otra parte, esos medios contribuyen a la formación de la conciencia: “Hay que formar la conciencia, y esclarecer el juicio moral. Una conciencia bien formada es recta y veraz. Formula sus juicios según la razón, conforme al bien verdadero querido por la sabiduría del Creador. La educación de la conciencia es indispensable a seres humanos sometidos a influencias negativas y tentados por el pecado de preferir su juicio propio y de rechazar las enseñanzas autorizadas”[42]. Esta educación de la conciencia, afirma el Catecismo, “garantiza la libertad y engendra la paz del corazón”. Y añade: “En la formación de la conciencia, la Palabra de Dios es la luz que nos ilumina; es preciso que la asimilemos en la fe y la oración, y la pongamos en práctica. Es preciso también que examinemos nuestra conciencia atendiendo a la cruz del Señor. Estamos asistidos por los dones del Espíritu Santo, ayudados por el testimonio o los consejos de otros y guiados por la enseñanza autorizada de la Iglesia”[43];

d) profundizar en el conocimiento del espíritu de la Obra. Tocamos aquí algo que es a la vez propio, por así decir, del Opus Dei, y a la vez está presente en el Evangelio. El espíritu del Opus Dei ha sido aprobado por la Iglesia, de modo especial con los Estatutos que le dio la Santa Sede[44]. La palabra “espíritu” evoca algo que lo vivifica todo, que irriga toda la vida y cada acción humana. Da una particular fisionomía espiritual, un parecido, como comentaba en una ocasión el entonces Prelado del Opus Dei, el Venerable Álvaro del Portillo, durante un viaje pastoral en Japón. El espíritu del Opus Dei comprende la unidad de vida, la secularidad, la libertad y la responsabilidad personales en los asuntos temporales, etc. Tiene dos aspectos esenciales:

— como fundamento, la filiación divina en Cristo. Se trata no solo de saber que Dios es un Padre misericordioso, sino de sentir y actualizar a lo largo de toda la jornada esta realidad;

— “el eje —el quicio— sobre el que gira toda la labor de santificación, propia y ajena, es el trabajo profesional realizado del mejor modo posible, en unión con Jesucristo y con el deseo de servir a los demás”[45];

e) aprender a hacer apostolado según el espíritu del Opus Dei. Hay muchos modos de transmitir el mensaje evangélico en la Iglesia. Los fieles del Opus Dei aprenden a vivir de nuevo lo que pasó con los primeros discípulos del Señor. Andrés encontró a Simón, su hermano, le habló de Cristo y lo llevó al Maestro. Felipe, que había encontrado a Jesús, le llevó a Natanael. Todo se hizo de modo natural. Así, san Josemaría enseñaba a hacer un apostolado de amistad y confidencia: se ennoblece la auténtica amistad humana, que supone una cierta mutua apertura del alma, llevándola al terreno sobrenatural. Muchas veces, este apostolado se hace de igual a igual, y van juntos el descubrimiento del Opus Dei con el crecimiento en intimidad con Jesús y en afán apostólico. Es Dios quien da el crecimiento (cfr. 1Co 3, 6). “La semilla nace y crece —dice el Señor— sin que el sembrador sepa cómo” (Mc 4, 28). El cristiano puede crecer en el ejercicio de las virtudes que facilitan el apostolado: por ejemplo, el don de gentes, la capacidad de empatía, el buen humor, la humildad, la generosidad en el empleo del tiempo.

 

3. Los cinco aspectos de la formación y sus medios

En cuanto a la formación que se imparte en el Opus Dei, san Josemaría consideraba cinco aspectos: humano, espiritual, doctrinal-religioso, apostólico y profesional[46]. ¿En qué consisten?

Formación humana: las virtudes humanas, empezando por las cuatro virtudes cardinales (prudencia, justicia, templanza, fortaleza), deben crecer a lo largo de la vida. Entre ellas, san Josemaría subrayaba con frecuencia la sencillez, la sinceridad y la laboriosidad.

Formación espiritual, que lleva a que cada uno se sienta en todo momento hijo de Dios. La filiación divina es, en efecto, el fundamento del espíritu del Opus Dei. Esa formación supone el aprendizaje de la oración, que es un encuentro con Dios, y acompaña la frecuentación de los sacramentos, especialmente la S. Eucaristía y la Penitencia.

Formación doctrinal-religiosa, para llegar a una inteligencia de la fe que satisfaga la invitación de san Pedro: estar “siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza; pero con mansedumbre y respeto, y teniendo limpia la conciencia” (1P 3, 15-16). Todo cristiano, por lo demás, ha de adquirir una formación doctrinal: “Entiendo por doctrina el suficiente conocimiento que cada fiel debe tener de la misión total de la Iglesia y de la peculiar participación, y consiguiente responsabilidad específica, que a él le corresponde en esa misión única”[47].

Formación apostólica: se trata de aprender a dar testimonio de la propia fe. San Josemaría invitaba a hacer un “apostolado de amistad y confidencia”.

Formación profesional, pues el trabajo es el eje de la santificación personal. El Opus Dei no imparte una determinada formación profesional (sí existen muchas actividades apostólicas que se dedican a eso[48]), sino que empuja a sus fieles a estudiar y trabajar bien, con competencia profesional, actualización permanente, espíritu de servicio, y a ofrecer ese trabajo a Dios.

San Josemaría se gastó siempre para formar a sus hijos e hijas espirituales. El Venerable Álvaro del Portillo recordaba: “nunca podré olvidar que, cuando pedí la admisión en la Obra, en el mes de julio de 1935, el Padre, aunque estaba agotado por la abundancia de trabajo, no dudó en empezar un ciclo de clases de formación solamente para mí: un nuevo peso que venía a añadirse a las ya numerosas actividades de que estaban repletas sus jornadas”[49].

Muy rápidamente, san Josemaría dejó de impartir personalmente todos los medios de formación. Andrés Vázquez de Prada explica, refiriéndose al año 1940, que tuvo que “apoyarse en los mayores de la Obra a fin de que colaboraran en las labores de formación apostólica y de dirección espiritual. Fue por esos mismos meses de 1940 cuando el Fundador, con visión amplia, reunió un día a sus hijos mayores y les anunció que de allí en adelante no daría más círculos de formación a los estudiantes sino que serían ellos los encargados de dárselos”[50].

Entre los medios de formación que san Josemaría recomendaba particularmente, y que se insertan todos en la experiencia vital de la Iglesia, es necesario distinguir los sacramentos, que recobran una importancia extraordinaria en razón de la acción de Dios ex opere operato. Entre ellos, se debe mencionar de modo especial, por ser los que se pueden recibir con más frecuencia, la Santa Misa y la Confesión.

La Santa Misa, fin de todos los sacramentos, puede ser considerada como un medio de formación, ya que “si la santa Misa se vive con atención y con fe, es formativa en el sentido más profundo de la palabra, pues promueve la configuración con Cristo”[51]. En efecto, la celebración sacramental del Misterio pascual va unida al culto existencial[52]. En la Misa, la Iglesia “pide al Padre que envíe el Espíritu Santo para que haga de la vida de los fieles una ofrenda viva a Dios mediante la transformación espiritual a imagen de Cristo, la preocupación por la unidad de la Iglesia y la participación en su misión por el testimonio y el servicio de la caridad”[53].

En las meditaciones, el predicador reza y trata de ayudar a rezar, a partir del Evangelio: “Es de Cristo de quien hemos de hablar, y no de nosotros mismos”[54]. Los participantes desean recibir lo que el Espíritu Santo quiera poner en su corazón.

Hay medios de formación personales: son necesarios, pues cada persona es única, libre y responsable. El Concilio Vaticano II suscitó un nuevo impulso para la práctica del Sacramento de la Penitencia, “hacia una mayor frecuencia del sacramento, que se percibe como lleno de amor misericordioso del Señor”[55]. Es llamado también “Sacramento de la Reconciliación” y puede incluir, además de los actos esenciales del sacramento —la confesión de los pecados, con contrición, la absolución y la penitencia impuesta por el sacerdote—, una verdadera dirección espiritual[56]: el confesor puede dar consejos, animar, manifestando siempre el poder infinito de la misericordia divina.

Un medio de formación personal importante es la charla fraterna o confidencia. Como lo dejan entender estos nombres, se trata de una breve conversación fraterna, semanal (quincenal para los Supernumerarios), de ayuda espiritual, que ha de estar llena de sinceridad y de confianza. La corrección fraterna, de raíces evangélicas, es otra ayuda a la cual uno tiene derecho.

Existen también medios de formación colectivos, que van dirigidos a varias personas a la vez.

El Círculo (llamado “breve” para los Numerarios y Agregados, “de estudio” para los Supernumerarios), no suele pasar de unos 30-45 minutos. Además de un breve comentario del Evangelio del día, hay una charla sobre un aspecto de la vida espiritual y un examen de conciencia.

El Curso de retiro, que dura varios días, se suele hacer una vez al año. Es un momento propicio para tomar distancia del ajetreo de la vida cotidiana, para volver a él con más fuerzas espirituales y grandes deseos de apostolado: es una oportunidad para una nueva conversión[57].

Los retiros mensuales, de algunas horas de duración, permiten ganar en perspectiva sobre la propia vida y recogerse más en el Señor.

El Curso anual para los Numerarios, y las Convivencias para los Agregados y los Supernumerarios, que son de más duración (de una a tres semanas), permiten unir descanso —por ejemplo gracias a la práctica más intensa de algún deporte, paseos, etc.— y profundización en la doctrina católica. Hay clases, por ejemplo de Filosofía y de Teología, y charlas de formación.

La formación no se limita a medios. Toda la vida, de algún modo, contribuye a forjar la personalidad, y particularmente el ejemplo personal, pues la formación cristiana se explaya en un contexto existencial: “Recuerda con constancia que tú colaboras en la formación espiritual y humana de los que te rodean, y de todas las almas —hasta ahí llega la bendita Comunión de los Santos—, en cualquier momento: cuando trabajas y cuando descansas; cuando se te ve alegre o preocupado; cuando en tu tarea o en medio de la calle haces tu oración de hijo de Dios, y trasciende al exterior la paz de tu alma; cuando se nota que has sufrido —que has llorado—, y sonríes”[58]. Un paradigma de la formación es la labor de la administración en los Centros: forma por sus obras.

 

4. Algunas disposiciones para participar en los medios de formación

Las disposiciones de una persona que ha sido admitida en el Opus Dei son de apertura del corazón a la gracia divina. La Obra se compromete precisamente a dar una formación que el fiel se compromete a recibir. Si uno ya es una persona mayor, con mucha experiencia de la vida y, en su caso, también de la vida cristiana, no por esto escucha como si ya lo supiera todo. Tiende más bien a renovarse por dentro, sabiendo que “para vino nuevo, odres nuevos” (Mc 2, 22). Esa juventud de espíritu no es ingenuidad forzada, sino más bien ilusión de la primera vez, actitud activa que lleva a confrontar lo que se escucha con la propia vida. No se trata solo, por ejemplo, de saber cómo ofrecer el trabajo a Dios, sino de ver cómo lo hacemos.

Esto vale también para quienes llevan ya años en la Obra. Aunque tal vez sepan “lo que nos van a decir”, al mismo tiempo no ignoran que la persona se mantiene joven cuando está siempre deseosa de aprender, no solo para mejorarse sino para ayudar quizá con más acierto a los demás en la nueva evangelización.

Al recibir los medios de formación, son importantes:

— la humildad, que lleva a reconocer en la verdad que uno no solo no lo sabe todo, sino que hay muchas cosas que no consigue vivir. “A veces, desearíamos ser los mejores en cualquier aspecto y a cualquier nivel. Y como no es posible, se origina un estado de desorientación y de ansiedad, o incluso de desánimo y de tedio”[59];

— la rectitud de intención, que impide el “aprender solo para saber más”, sino que invita a aprender para amar más a Dios y a los demás, ayudándoles, evitando la tentación de querer ser el mejor en todo, lo que no tiene sentido. Se trata de incorporar en la propia vida lo que se va oyendo: Santiago invitará así a los cristianos: “Recibid con mansedumbre la palabra sembrada en vosotros, capaz de salvar vuestras almas. Pero tenéis que ponerla en práctica y no sólo escucharla engañándoos a vosotros mismos” (St 1, 21-22). Solo de este modo se crece en filiación divina: “Mi madre y mis hermanos son los que oyen la palabra de Dios y la ponen por obra” (Lc 8,21); esto lleva a apuntar algunas ideas que más nos gusten y más puedan servirnos en nuestra vida cristiana;

— la sencillez, para, por ejemplo, preguntar lo que uno no entiende sin vergüenza;

— el abandono en las manos de Dios. El voluntarismo tiende a hacer la voluntad autónoma respecto a la inteligencia, y hace a la inteligencia dependiente de la voluntad. Es importante no caer en el sentimentalismo o en el voluntarismo, que dejan de lado la razón, mientras que Dios no es ajeno a la racionalidad: “in principio erat Verbum”, “en el principio existía el Verbo”, dice el prólogo de Juan; ese Verbo, el Logos en griego, es el Verbo divino, la Segunda persona de la Santísima Trinidad, cuyas palabras son racionales: el “discurso” cristiano es racional, logos, y habla de Dios y de sus obras. De aquí la importancia del esfuerzo de la inteligencia para asimilar bien lo que se oye y hacerlo propio. Cuando Pilatos preguntó a Jesús: “¿Eres tú el Rey de los judíos?”, el Señor le contestó: “¿Dices esto por ti mismo, o te lo han dicho otros de mí?” (Jn 18, 33-34). En un momento en que se plantea la cuestión esencial de la identidad de Jesucristo, el Señor manifiesta la importancia de una búsqueda y una respuesta personales. Al mismo tiempo, la razón ha de saber humillarse y dejarse iluminar por la fe y entender, como decía Pascal, que “conocemos la verdad no solo con la razón, sino también con el corazón”[60].

Junto con la responsabilidad personal, es esencial el ejercicio de la libertad. Cuando san Josemaría recuerda el carácter esencialmente espiritual del Opus Dei y de su labor de formación, enseguida viene a sus labios el concepto de libertad. Explica, en efecto, que la formación que imparte la Obra “no sólo respeta la libertad” de sus fieles, “sino que les hace tomar clara conciencia de ella”[61]. Añade que “para conseguir la perfección cristiana en la profesión o en el oficio que cada uno tenga”, los fieles del Opus Dei “necesitan estar formados de modo que sepan administrar la propia libertad: con presencia de Dios, con piedad sincera, con doctrina”[62]. Solo así pueden crecer en sus virtudes y hacer fructificar sus talentos, pues “los hombres necesitan ser y sentirse personas libres”[63].

En todo el esfuerzo de formación, es esencial no perder de vista la primacía de Dios: la exigencia se apoya en el amor y la gracia de Dios. Es bien conocido que Pelagio, monje irlandés del siglo V, negaba la transmisión del pecado original y por lo tanto minimizaba la necesidad de la gracia divina, como si fuese solo una luz sobre el fin y la coronación de los esfuerzos. De aquí su excesiva preocupación por el esfuerzo ascético, que le hizo perder de vista la importancia del don de Dios y llevó a la condenación de estos enfoques por la Iglesia[64]. En Dios mismo, el ser que la inteligencia aprehende es regla del querer. No todo en la vida es repetición de actos. Importa saber dar sentido a esta vida, descubrir el amor de Dios, amar a los demás en la lucha que llevan día a día.

Toda la formación, en definitiva, habla de Dios y enseña a amar a Dios y al prójimo: nos identifica con Cristo. A la hora de recibir la formación cristiana, es bueno acudir a la Virgen María que, en el misterio de la Visitación a su prima Isabel, llevando al Verbo en su seno, manifestó los sentimientos de su alma con ese canto de alabanza a Dios. “Magnificat anima mea Dominum” (Lc 1, 46): Santa María proclama las grandezas del Señor, la Virgen afirma que su alma se hace grande para el Señor. Acudimos a su intercesión para que la formación que recibimos ensanche nuestro corazón para recibir a Dios y, en Él, lo abra a la humanidad entera.

 

Bibliografía básica

San Josemaría Escrivá de Balaguer, Conversaciones. Edición crítico-histórica preparada bajo la dirección de José Luis Illanes, Rialp, Madrid 2012; en particular, los nn. 2, 10, 26, 34, 53-54, 60-61, 84, 88, 99.

Javier Echevarría, Prelado del Opus Dei, Carta pastoral, 2 de octubre de 2011, en Romana 53 (2011). En esta carta, el Prelado del Opus Dei considera sucesivamente los cinco aspectos de la formación que se imparte en la Prelatura: humano, espiritual, doctrinal-religioso, apostólico y profesional.

 


[1] Benedicto XVI, Enc. Caritas in veritate, n. 53.

[2]Catecismo de la Iglesia Católica, n. 169.

[3]Ibidem, n. 752.

[4] Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 1.

[5] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 871.

[6] Beato Juan XXIII, Enc. Mater et magistra. Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 2030-2051.

[7]Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2030.

[8]Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2038.

[9]Ibidem, n. 906.

[10] San Josemaría, Conversaciones, n. 10.

[11] San Josemaría, Conversaciones, n. 26.

[12]Ibidem, n. 60. Cfr. CIC, can. 211 (difundir la Palabra de Dios es un derecho jurídico y un deber moral del cristiano); Carlos J. Errázuriz M., Corso fondamentale sul diritto nella Chiesa, I. Introduzione. I soggetti ecclesiali di diritto, Giuffrè Ed., Milán 2009, pp. 215-216.

[13] San Josemaría, Conversaciones, n. 60.

[14]Ibidem, n. 61.

[15] Cfr. Joseph Ratzinger – Benedicto XVI, L’elogio della coscienza, Cantagalli, Siena 2009, p. 157, citando a R. Spaemann. La traducción es nuestra.

[16] Cfr. Juan Pablo II, Enc. Fides et ratio, n. 31; Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 12.

[17] Cfr. Congregación para la Doctrina de la Fe, Nota doctrinal sobre algunos aspectos de la evangelización, 3 de diciembre de 2007, n. 5.

[18] Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 22.

[19]Ibidem, n. 24.

[20]Catecismo de la Iglesia Católica, n. 53, citando san Ireneo de Lyon, Adversus haereses, 3, 20.

[21] Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 38.

[22]Apologeticum, XVIII.

[23] San Josemaría, Conversaciones, n. 70.

[24]Ibidem, n. 113.

[25] San Josemaría, Carta 24-III-1931, n. 9, citado en Javier Echevarría, Carta pastoral, 2 de octubre de 2010, n. 3.

[26] San Agustín, Sermo 69, 15.

[27] San Josemaría, Carta, 13 de enero de 1945, citado en Andrés Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, II. Dios y audacia, Rialp, Madrid 2002, p. 520.

[28]Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1657.

[29]Ibidem, n. 1695.

[30] Benedicto XVI, Enc. Spe salvi, nn. 2, 4, 10.

[31] San Josemaría, Plática en Vitoria, 22 de agosto de 1938, citado en Camino. Edición crítico-histórica preparada por Pedro Rodríguez, Rialp, Madrid 2004³, p. 1050.

[32] Idem, Es Cristo que pasa, n. 106.

[33] San Josemaría, nota manuscrita, facsímil publicado en Postulación General del Opus Dei, El beato Josemaría Escrivá, Fundador del Opus Dei, Roma 1992, p. 127. (Se trata del libro que acompañó la beatificación de Josemaría).

[34] Henri Irénée Marrou, Liminaire, en « Lectures actuelles de la Bible, « Les quatre fleuves » 7 (1977), Seuil, Paris, p. 4.

[35]Ibidem, p. 5.

[36] Cfr. Const. dogm. Dei Verbum, n. 22.

[37] Cfr. Juan Pablo II, Const. apost. Fidei Depositum, n. 4.

[38] Benedicto XVI, Carta apost. en forma de Motu proprio Porta fidei, 11 de octubre de 2011, n. 12.

[39]Ibidem, n. 11.

[40]Ibidem.

[41]Ibidem.

[42]Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1783.

[43]Ibidem, nn. 1784-1785.

[44] Cfr. Juan Pablo II, Const. apost. Ut sit, 28 de noviembre de 1982; Amadeo de Fuenmayor, Valentín Gómez-Iglesias, José Luis Illanes, El itinerario jurídico del Opus Dei. Historia y defensa de un carisma, Eunsa («Colección canónica»), Pamplona 1989, cap. X, §9.

[45] Javier Echevarría, Carta pastoral, 2 de octubre de 2011, n. 13.

[46] Cfr. Javier Echevarría, Carta pastoral, 2 de octubre de 2011.

[47] San Josemaría, Conversaciones, n. 2.

[48] Vid., en esta sección, Ernst Burkhart, Obras de apostolado corporativo.

[49] Álvaro del Portillo, Entrevista sobre el Fundador del Opus Dei, Rialp, Madrid 1993, pp. 102-103.

[50] Andrés Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, II. Dios y audacia, Rialp, Madrid 2002, p. 597.

[51] Benedicto XVI, Exhort. apost. Sacramentum caritatis, n. 80.

[52] Cfr. ibidem, nn. 70-71.

[53]Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1109.

[54] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 163.

[55] Juan Pablo II, Exhort. apost. Reconciliatio et pænitentia, n. 31.

[56] Cfr. ibidem, n. 32.

[57] Cfr. Concilio Vaticano II, Decr. Apostolicam actuositatem, n. 32.

[58] San Josemaría, Forja n. 846.

[59] Idem, Conversaciones, n. 88.

[60] Blaise Pascal, Pensées, in Œuvres complètes, présentation et notes de L. Lafuma, Seuil, Paris 1963, Lafuma-Brunschvicg, pp. 110-282.

[61] San Josemaría, Conversaciones, n. 53.

[62]Ibidem.

[63]Ibidem, n. 34.

[64] En los concilios de Cartago (418) y Orange (529), y en una carta del papa Celestino I (431).

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