Año de San José (serie de artículos en Palabra)

Autor
Alejandro Vázquez-Dodero
Publicación
Palabra

Palabra – Alejandro Vázquez-Dodero

Susecivamente se irán publicando los nuevos textos. 

San José, buen esposo Nos preguntamos en qué consiste la grandeza de san José, y concluímos que está en el hecho de ser esposo de María y padre de Jesús. 
San José, buen padre Nos preguntábamos en qué consistía la grandeza de san José, y concluíamos que está en el hecho de ser esposo de María y padre de Jesús. Su esponsalidad ya la comentamos, ahora pasamos a referirnos a su paternidad.

San José, buen trabajador Para San José, el trabajo era fundamental en su vida. Lo santificó, santificó a los demás por medio de él, y fue un medio magnífico de unión con Dios.

 

San José, buen esposo

En su carta apostólica del pasado 8 de diciembre –Patris Corde– el Papa Francisco nos invita a vivir un año dedicado al esposo de María y, por tanto, padre de Jesucristo: san José. Ello con motivo del 150 aniversario de su declaración como patrono de la Iglesia universal.Una esponsalidad y paternidad muy especiales, al tratarse de un hombre de una gran Fe y otras muchas virtudes, algunas de las cuales abordaremos en este primer fascículo y otros más.

Un hombre “normal”, un hombre ejemplar

Ante todo nos interesa caer en la cuenta de cuál sería la primera impresión de un hombre “normal”, uno más entre los suyos, que se encuentra enrolado en la gran misión de desempeñar esa doble vocación de esposo de la Madre de Dios y padre del Hijo de Dios. Pues una primera impresión sería el asombro y agradecimiento, seguro. Porque era un hombre de Dios, y solo desde esa condición entendemos que abrazara con generosidad el plan trazado desde lo Alto para él; pero asombrado ante tan excelsa misión, y en todo caso agradecido por la confianza que el Señor había depositado en él.

¿En qué consiste la grandeza de este santo? En que fue esposo de María y padre de Jesús.

Evidentemente su comportamiento es un ejemplo a seguir, y muy asequible, pues, como decíamos, se trata de un hombre normal, sencillo. Aunque el Señor le dotara de muchísimas virtudes, y en grado supremo, no contó con los dones divinos que sí recibieron su inmaculada esposa y su hijo redentor de la Humanidad.

Buen esposo, comprometido y libre

La tradición judaica de la época llevó a que Myriam –quien sería la Virgen Santísima– se desposara con José, el artesano de Nazaret. Los familiares con quienes viviera Myriam en ese momento se encargarían de los preparativos para la ceremonia del enlace, pues probablemente sus padres, Joaquín y Ana, habrían fallecido ya.

José pertenecía a la casa de David, y dice el santo Evangelio –Mt. 1, 19– que era un varón justo. Ese hombre le fue confiado a María como esposo, sin perjuicio de la firme determinación de la joven judía de permanecer siempre virgen, como podemos deducir de la respuesta que dio al Arcángel san Gabriel –Lc. 1, 34– cuando le ofrece ser Madre de Dios: ¿Cómo se hará esto? Porque no conozco varón. Así, José se uniría a su esposa sometiéndose a esa virginidad que ella le propondría, consagrándose de ese modo como su virginal esposo.

La castidad de san José, fruto de su corazón puro y generoso, hay que unirla, como nos sugiere el Papa Francisco en la Patris Corde, a su espíritu libre, pues la castidad “está en ser libres del afán de poseer en todos los ámbitos de la vida. Sólo cuando un amor es casto es un verdadero amor”. Amó porque quisó, y de ese modo, aceptando a María en y desde sus circunstancias.

Desde su pureza y libertad acepta plenamente a María, que quedó en estado en el espacio de tiempo transcurrido entre su unión esponsal y el momento en que, según la tradición judaica, el esposo debía tomar a la esposa y llevarla a su propia casa. Asumió humildemente ese embarazo de su esposa, aceptó el plan divino para con él y María, que pasaba porque él se limitara a ser el padre legal de Jesús, y no más.

Desde que recibió el encargo de cuidar de la Virgen, desposándose con Ella, José antepuso esa misión –libremente, porque quiso– a cualquier otro proyecto que tuviera entre manos, que hubiera planificado cara al futuro. Generoso, entregado, enamorado.

Un esposo bueno, un esposo comprometido, un esposo libre.

 

 

San José, buen padre

Reconocimiento y asunción, de su paternidad
El santo patriarca –como también se le denomina– fue absolutamente consciente de la condición divina de Jesús, pues sabía que era hijo de Dios, nacido de María por obra del Espíritu Santo. Obviamente san José fue conocedor de que Dios asumía la naturaleza humana, eligiendo a su esposa como madre, la cual fue siempre virgen: antes, durante y después del parto. 

Lejos de guardar distancias ante ese Niño engendrado por obra del Espíritu Santo, lo acogería como un buen padre, y le procuraría todo su cariño y enseñanzas. Tuvo la valentía, el coraje, de asumir su rol de padre –legal– de Jesús, una vez el ángel le reveló en sueños (Mt 1, 21) la procedencia divina del Niño y su misión salvadora.

Así pues, la paternidad de José tuvo su singularidad, pues tanto él como Jesús y María, sabían que se trataba del hijo de Dios. Pero ello no impidió que fuera auténtica paternidad –muy humana– y que para ser padre aprendiera “el oficio” –y beneficio– de serlo.

Jesús era reconocido por sus contemporáneos como el hijo de José, o del carpintero. Y no de cualquier otro modo. Así lo reflejan los santos Evangelios. Es decir, que lo relevante para los amigos y vecinos de la Sagrada Familia era esa relación paterno-filial, precisamente, como característica más evidente de ese Niño divino, hijo de sus conciudadanos Myriam y José.

Verdadero padre para su Hijo
¿Con qué amor amaría José a Jesús, sino con un amor pleno, como verdadero padre que se sabía de su hijo? 

Podemos entonces imaginar el dolor que supondría para José escuchar del ángel en sueños (Mt 2, 13) que Herodes buscaba al Niño, su hijo, para matarlo. Y, asimismo, el gozo que le produciría haberle salvado de ese asesinato refugiándose en Egipto hasta la muerte de aquel mandatario. O la desconsoladora búsqueda del Niño perdido (Lc 2, 44-45) hasta que lo hallaron, él y María, en el templo enseñando a los doctores de la ley. 

En todo caso, también como buen marido de María, iría con Ella contrastando todo lo que percibía de Dios y cuánto le afligiera. Una esposa como ninguna, en quien se apoyaría aquél que le fue confiado, a quien amaría incondicionalmente y de quien percibiría ese amor total. Una esposa en la que confiar, con la que caminar, para educar y amar ambos, bien unidos, al Hijo de Dios.

El amor que derrocharía José con su hijo estaría inspirado en las varias referencias a la ternura en la Sagrada Escritura (Sal 103, 13; Sal 145, 9) como pone de manifiesto el Santo Padre en la Patris Corde. La ternura propia de un padre, ésa es la que derrocharía José con Jesús. A la vez estaría, como se dice, “a las duras y a las maduras”, pues educar es gozoso y costoso al mismo tiempo, y ese gozo y coste no le serían ahorrados al santo patriarca.

La Sagrada Escritura (Lc 2, 52) destaca que Jesús crecía en estatura y sabiduría ante Dios y ante los hombres. Ello habría que agradecérselo a san José, quien ejerció responsablemente y a conciencia su paternidad, y enseñó al Niño todo cuanto estaba de su mano para formar ese Hombre que llevaría a cabo la misión del Hijo unigénito de Dios. Le introduciría en la experiencia de la vida; le formaría, a fin de cuentas, en libertad y responsabilidad.

Instrumento fiel
La “poquedad” que sentiría un sencillo carpintero o artesano ante la grandeza de la obra que Dios le confiaba –ser el padre legal de su Hijo, o sea ser el padre de Dios– haría que se confiase totalmente al Creador, quien había dispuesto que así fuera. 

Sólo abandonado en las manos de Dios podría llevar a cabo su misión. De ahí esa actitud suya de acogida generosa de la voluntad divina para cumplir el plan dispuesto; de ahí que en sueños escuchara atento lo que se le decía para poder desempeñarlo con la mayor fidelidad posible.

Un hombre humilde, casi ni mencionado en el Nuevo Testamento: en los pasajes de la Natividad del Señor y en la secuencia referida al momento en que Jesús se perdió y fue hallado por su padres en el templo predicando. Además, tampoco dejó rastro de su porvenir, pues no sabemos cuándo ni cómo murió.

No era rico, era uno más entre los suyos; sin duda con una personalidad fuerte y decidida para hacer lo que hizo, nada temoroso o asustado ante la vida, resolutivo ante las tareas que el Señor le iba encomendando.

Fiel y dedicado a su misión, no discutiría jamás la voluntad de Dios, que en ocasiones le llegó a través de los ángeles: obedeció. Y ello a pesar de lo costoso de los cambios de planes que implicaba, de la interrupción de lazos de amistad, del arraigo en distintos lugares, pues cada cambio de ciudad –Belén, Egipto, Nazaret…– supondría cortar con lo anterior y empezar todo de nuevo. ¡Pero siempre confiado en la providencia divina!

 

San José, buen trabajador

Buen trabajador sobre todo porque, como un ciudadano más entre los suyos, a quien elegiría Dios para confiarle a María y el Niño, procuraría emplearse para sostenerse económicamente, y, desde que le fuera encomendada la Sagrada Familia, también para sostenerla a ella. 

Podemos pensar, por qué no, que tanto la Virgen como Nuestro Señor ayudarían a José en su labor profesional, a modo de “empresa familiar”. Pero nuestro propósito en esta ocasión es centrarnos en el santo Patriarca como trabajador, y no tanto en ese aporte de su esposa e hijo.

Santificó el trabajo
El santo patriarca, desde su taller, trabajaría honestamente y sin olvidar la necesidad de lograr el sustento de su familia. Resaltaría la dignidad de aquello que hacía, y lo realizaría con la máxima perfección, porque querría así dar gloria a Dios. 

Desde que recibiera el encargo de sus clientes –un nuevo mueble, una reparación, un apaño…– se esmeraría por tratarles exquisitamente. Tomaría buena nota de lo que tendría que hacer, preguntando lo que necesitara con tal de completar perfectamente el encargo. Se comprometería a entregar el trabajo en una fecha determinada, la acordada. Una vez finalizado, lo entregaría con la alegría de quien ha trabajado bien, con afán de servicio y para contentar a sus clientes.

Ese trabajo bien hecho, y por tanto justamente retribuido, representaría para él –y para su familia y entorno– una auténtica satisfacción. Bien hecho porque sabría empezarlo bien y acabarlo con igual excelencia: las primeras y últimas piedras eran lo suyo.

De otro lado, san José conciliaría su condición de trabajador con la de esposo y padre. No podemos imaginar que, con motivo de su dedicación profesional, desatendiera a la Virgen y al Niño, pues atenderles era la principal misión de su vida.

Todos estos componentes harían que el trabajo de san José, en sí mismo, fuera objeto de santificación. El mismo trabajo sería algo santo. No sería, así, una pena, maldición o castigo, como quizá tantos lo entiendan, sino algo honroso y digno de santificación.

Se santificó a través del trabajo
De otro lado, esa actitud descrita, haría que él mismo lograra acercarse a Dios –al amor de Dios– a través de su trabajo profesional. Es decir, que esa labor, en definitiva, sería oración, y un modo cierto de encontrarse con Dios, de tratarle.

No es que durante su jornada laboral se dedicara a recitar oraciones, sino que el mismo trabajo, como decíamos, era su oración. O sea que oraba, sin mayor complejidad, trabajando “en presencia” de Dios. Por tanto, compartiendo con Él aquello que hacía; y no solo compartiéndolo, sino ofreciéndoselo.

En definitiva, su vida, a través de su condición de trabajador, cobraba un sentido: el sentido de comportarse como hijo de Dios también durante el desarrollo de su profesión. 

A fin de cuentas, consideraría el trabajo que tenía entre manos algo querido por Dios para él, parte integrante, por tanto, de su vocación o misión en la tierra.

Al respecto, san Josemaría Escrivá de Balaguer, en su homilía En el taller de José, recuerda que la vocación humana, y por tanto el trabajo profesional, es parte, y parte importante, de la vocación divina: “Esta es la razón por la cual os tenéis que santificar, contribuyendo al mismo tiempo a la santificación de los demás, de vuestros iguales, precisamente santificando vuestro trabajo y vuestro ambiente: esa es la profesión u oficio que lleva vuestros días (…)”.

Santificó al prójimo con ocasión del trabajo
El trabajo, a los ojos de la Fe, representa participar en la obra redentora de Dios, colaborar en la venida del Reino, poniendo las cualidades del trabajador al servicio de los demás por Dios.

San José sería plenamente consciente de ello, y la dignidad de contar con una ocupación remunerada para él y su familia supondría el motor de su desarrollo profesional. Pero no se quedaría en eso, sino que trascendería a su alrededor, con esa conciencia clara, según decíamos, de colaborar a través de su profesión a la obra redentora iniciada por su hijo y de la que ya él de algún modo se sentía “corresponsable”. 

Daría gracias a Dios por contar con ese medio para acercarle a quienes tratara con motivo de su profesión. Porque vería en su trabajo una ocasión de entrega a los demás, para conducirles al amor divino, enseñándoles que el trabajo no sólo procura el sustento para poder mantenerse, sino que también representa una ocasión única de encuentro con Dios, quien derrocha sus gracias en el alma con ocasión del trabajo profesional.