Otros textos: aquí
- Oración de Jesús: Que sean uno.
- Origen de la costumbre e importancia de la unidad.
- Reconocer a Cristo en los demás.
- La oración: centro de toda tarea ecuménica.
- Conversión personal para purificar la memoria.
- Vías del ecumenismo: diálogo y trabajo en común.
- La unidad dentro de la Iglesia.
- El orden de la caridad.
- Unidad en la variedad.
- La Iglesia es santa por su origen y fines.
- La lucha por la santidad en sus miembros.
- Los santos son un vínculo de unidad.
- La Iglesia es católica y universal por naturaleza.
- Signo de catolicidad es la diversidad en lo opinable.
- El afán de almas ha de llevarnos a hacernos todo para todos.
- Cristo quiso fundar la Iglesia sobre los apóstoles.
- Todos los cristianos estamos llamados a ser apóstoles.
- Apostolado ad fidem y ad gentes.
- Cristo elige a san Pedro y a sus sucesores.
- El Romano Pontífice afirma la catolicidad en la unidad.
- Unión al Papa también es unión a su magisterio.
Día 8. 25 de enero, conversión de san Pablo
- La gracia de Dios convierte a Pablo.
- El Señor cuenta con nosotros, como contó con san Pablo.
- San Pablo es un modelo para alcanzar la unidad.

Día 1. 18 de enero
- Oración de Jesús: Que sean uno.
- Origen de la costumbre e importancia de la unidad.
- Reconocer a Cristo en los demás.
COMIENZA hoy el octavario por la unidad de los cristianos. Durante estos días, con toda la Iglesia, meditaremos más profundamente algunas palabras pronunciadas por Jesús en la Última Cena y que animan estos deseos de unión. Cristo, después de haber compartido más de treinta años con los hombres, sabía que había «llegado su hora de pasar de este mundo al Padre» (Jn 13,1). Su corazón, ante la inminencia de la traición y del dolor, se conmueve de amor por sus discípulos: «Los amó hasta el fin». Por eso, pocas horas antes de su prendimiento, nos deja en herencia tres importantes regalos que son mucho más que una catequesis: el lavatorio de los pies, el don de la Eucaristía y las enseñanzas del discurso de la Cena.
En el largo discurso de Jesús durante la Última Cena, que recoge san Juan, suplica al Padre por la unidad de quienes, con el pasar de los siglos, llegaríamos también a ser sus discípulos: «Padre Santo, guarda en tu nombre a aquellos que me has dado, para que sean uno como nosotros» (Jn 17,11). La Iglesia nos impulsa, durante esta semana, a unirnos a su oración filial, a dar un paso más en la identificación de nuestros sentimientos con los de Cristo y a hacer propio ese ardiente anhelo.
Cuando el Señor pronuncia aquellas palabras –«guarda a aquellos que me has dado»–, sus seguidores no eran muy numerosos. El Evangelio estaba circunscrito a una zona geográfica y social determinada. Sin embargo, en ese momento el corazón de Jesús llega mucho más lejos, abarcando con su mirada a toda la Iglesia a lo largo de los siglos, con sus esperanzas y dificultades. Cristo reza por nuestra unidad porque prevé la importancia que esta tendrá para la transmisión de la fe y para nuestra propia credibilidad: «No ruego solo por estos, sino por los que han de creer en mí por su palabra: que todos sean uno; como Tú, Padre, en mí y yo en Ti, que así ellos estén en nosotros, para que el mundo crea que Tú me has enviado» (Jn 17,20-21).
El Concilio Vaticano II nos enseña que el deseo «de reconciliar a todos los cristianos en la unidad de la única Iglesia de Jesucristo excede las fuerzas y la capacidad humanas. Por eso pone toda su esperanza en la oración de Cristo por la Iglesia» [1-1]. La unidad es un don que recibimos de Dios. Por eso, Benedicto XVI nos recuerda que «no podemos “hacer” la unidad sólo con nuestras fuerzas. Podemos obtenerla solamente como don del Espíritu Santo» [1-2]. Queremos que resuene en nuestro interior, de manera especial durante la semana de oración por la unidad, esta intensa petición de Jesús al Padre. Todas las palabras del Hijo de Dios buscan mover nuestro corazón: tenemos una ocasión más para sorprendernos nuevamente por ellas. También san Josemaría, animado por este afán de unidad, quería que todos los fieles de la Obra pidiésemos en las Preces, diariamente, con las mismas palabras del Señor: «Ut omnes unum sint sicut tu Pater in me et ego in te!».
BENEDICTO XVI se refirió al origen de esta devoción cuando se cumplieron los cien años de existencia del octavario. «Desde sus inicios –explicó– se reveló una intuición verdaderamente fecunda. Fue en el año 1908: un anglicano estadounidense, que después entró en la comunión de la Iglesia católica, (…) lanzó la idea profética de un octavario de oraciones por la unidad de los cristianos» [1-3]. Esta iniciativa se difundió poco a poco hasta que, ocho años después, Benedicto XV quiso extenderla a toda la Iglesia católica [1-4].
Las fechas para vivir el octavario son las mismas desde el principio: del 18 al 25 de enero. Se estableció así por el simbolismo que tenían ambos días en el calendario de aquel momento: «El 18 de enero era la fiesta de la Cátedra de San Pedro, que es fundamento firme y garantía segura de unidad de todo el pueblo de Dios, mientras que el 25 de enero, tanto entonces como hoy, la liturgia celebra la fiesta de la Conversión de San Pablo» [1-5].
Por un lado, recordamos la misión que Cristo confió a Pedro y, a través de él, a sus sucesores: confirmar en la fe a todos sus discípulos. Y, por otro, la conversión de san Pablo nos sugiere que el modelo para alcanzar la unidad es la conversión personal, un movimiento que solo puede darse a partir del encuentro personal con Cristo resucitado. Ambas fiestas –la Cátedra de san Pedro y la Conversión de san Pablo– orientan nuestra mirada a la persona de Jesucristo que es, en definitiva, en quien todos nos uniremos en el futuro.
San Juan Pablo II recordaba que el ecumenismo –movimiento que busca la unidad de los cristianos– no es una tarea opcional ni se trata de «un mero “apéndice” que se añade a la actividad tradicional de la Iglesia» [1-6]; el ecumenismo, por el contrario, pertenece a su íntima naturaleza misionera y brota de una comprensión profunda de la tarea que nos dejó Cristo y por la cual rogó al Padre antes de su Pasión. «La unidad es nuestra misión común; es la condición para que la luz de Cristo se difunda más eficazmente en todo el mundo y los hombres se conviertan y se salven» [1-7]. Es un camino en el que, como buenos hijos, estamos invitados a participar poniéndonos a la escucha del Espíritu del Señor.
EL DISCURSO DE DESPEDIDA durante la Última Cena no es la primera vez que Jesús convoca a sus discípulos a la unidad. Aprovechando circunstancias distintas, les había ya advertido que están llamados a reconocerse como hermanos y a servirse unos a otros porque «solo uno es vuestro Maestro (…), solo uno es vuestro Padre (…), vuestro Doctor es uno solo: Cristo» (Mt 23,8-10). Efectivamente, señala el Papa Francisco, «por obra del Espíritu, nos hemos convertido en uno con Cristo, hijos en el Hijo, verdaderos adoradores del Padre. Este misterio de amor es la razón más profunda de unidad que une a todos los cristianos, y que es mucho más grande que las divisiones que se han producido a lo largo de la historia. Por esta razón, en la medida en que nos acercamos con humildad al Señor Jesucristo, nos acercamos también entre nosotros» [1-8].
El Concilio Vaticano II reconoce que, de entre los bienes con que la Iglesia se edifica y vive, muchos pueden encontrarse también fuera su recinto visible, como «la Palabra de Dios escrita, la vida de la gracia, la fe, la esperanza y la caridad, y algunos dones interiores del Espíritu Santo» [1-9]. En todos estos ámbitos es la misma fuerza operante de Cristo la que nos impulsa a todos hacia la unidad. El ecumenismo procura, precisamente, a través de diversos caminos, hacer crecer esta comunión hasta la unidad plena y visible de todos los seguidores de Jesús [1-10]. Por eso es un acto de justicia y de caridad reconocer las riquezas de Cristo que están presentes en todas las personas que –a veces incluso hasta llegar al derramamiento de la sangre– dan testimonio de él.
En esta semana por la unidad de los cristianos pedimos a Nuestro Señor Jesucristo que sepamos hacer propios sus anhelos de unidad para la Iglesia. Promovemos la unidad si nos dejamos convertir personalmente a Cristo resucitado, reproduciendo en nuestra vida su modo de ser y de obrar, su deseo de ser esclavo de todos (Mc 10,44) para emprender un diálogo de caridad con nuestros hermanos. «El ejemplo de Jesucristo nos lleva a dialogar; ese mismo ejemplo nos enseña cómo hemos de hablar con los hombres» [1-11]. A lo largo de este octavario perseveremos también en la invocación al Espíritu Santo durante la santa Misa, para que nos «congregue en la unidad» [1-12] y así todos «formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu» [1-13]. Con confianza filial dejamos los frutos espirituales de esta semana de oración en las manos de María, Madre de la Iglesia, Madre de todos los cristianos.
[1-1] Concilio Vaticano II, Decr. Unitatis redintegratio, n. 24.
[1-2] Benedicto XVI, Discurso, 19-VIII-2005.
[1-3] Benedicto XVI, Audiencia general, 23-I-2008.
[1-4] Cfr. Benedicto XV, Breve Romanorum Pontificum, 25-II-1916.
[1-5] Benedicto XVI, Audiencia general, 23-I-2008.
[1-6] San Juan Pablo II, Encíclica Ut unum sint, n. 20.
[1-7] Benedicto XVI, Homilía, 25-I-2006.
[1-8] Francisco, Homilía, 25-I-2015.
[1-9] Concilio Vaticano II, Decr. Unitatis redintegratio, n. 3.
[1-10] Cfr. Benedicto XVI, Discurso, 26-I-2006.
[1-11] San Josemaría, Carta 24-X-1965, n. 15.
[1-12] Plegaria eucarística II.
[1-13] Plegaria eucarística III.

Día 2. 19 de enero
- La oración: centro de toda tarea ecuménica.
- Conversión personal para purificar la memoria.
- Vías del ecumenismo: diálogo y trabajo en común.
JESÚS, en la víspera de la Pascua, se reúne con sus apóstoles en el Cenáculo. El Señor sabe que ha llegado su hora. Ya no volverá a sentarse a la mesa con ellos en la tierra sino que los esperará junto al Padre. El apóstol san Juan, presente en aquellos importantes momentos, antes de relatar los acontecimientos de esa noche, describe el ánimo de Jesús: «Amando a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin» (Jn 13,1). Es precisamente este amor de Cristo –también por cada uno de nosotros– lo que le llevó a pedir a su Padre, minutos más tarde, por la unidad de sus discípulos a lo largo de los siglos.
El ecumenismo –señalaba san Josemaría– supone ese «deseo de agrandar el corazón, de abrirlo a todos con las ansias redentoras de Cristo, que a todos busca y a todos acoge, porque a todos ha amado primero» [2-1]. La unidad es una manifestación de la caridad: nace de nuestra unión con Dios y se desborda en un amor que no crea fronteras con los demás ni sabe decir basta. Los cristianos «sentimos el corazón ensanchado –dirá san Juan Crisóstomo en una homilía–. Del mismo modo que el calor dilata los cuerpos, así también la caridad tiene un poder dilatador, pues se trata de una virtud cálida y ardiente»[2-2]. En consecuencia, como señala san Juan Pablo II, «se avanza en el camino que lleva a la conversión de los corazones según el amor que se tenga a Dios y, al mismo tiempo, a los hermanos: a todos los hermanos, incluso a los que no están en plena comunión con nosotros. Del amor nace el deseo de la unidad, también en aquellos que siempre han ignorado esta exigencia» [2-3].
Su unión íntima con el Padre y la sed de almas empujan a Jesús a orar: «Yo en ellos y Tú en mí, para que sean consumados en la unidad» (Jn 17,23). Pegados a la oración de Jesús, este deseo de unidad nos invita a rezar por todos los cristianos y con todos los cristianos. En el camino hacia la unidad, la primacía corresponde a la oración, que es, sin duda, el corazón de toda la tarea ecuménica. «Si los cristianos, a pesar de sus divisiones, saben unirse cada vez más en oración común en torno a Cristo, crecerá en ellos la conciencia de que es menos lo que los divide que lo que los une. Si se encuentran más frecuente y asiduamente delante de Cristo en la oración, hallarán fuerza para afrontar toda la dolorosa y humana realidad de las divisiones» [2-4]. Esta oración en común, como señala Benedicto XVI, «no es un acto voluntarista o meramente sociológico, sino que se trata de una verdadera expresión de la fe que une a todos los discípulos de Cristo» [2-5].
FRENTE a la tumba de san Pablo, el Papa Francisco señaló que una auténtica búsqueda de la unidad supone confiarnos, en sincera oración, a la misericordia del Padre. Con una actitud humilde pedimos perdón a Dios por nuestras divisiones, que son una herida abierta en el Cuerpo de Cristo. Este mismo desagravio se extiende hacia nuestros hermanos separados por cualquier comportamiento no evangélico de los católicos en el pasado. De la misma manera nosotros desagraviamos cuando, hoy o en el pasado, los católicos hayan sido ofendidos por otros cristianos. «No podemos borrar lo que ha sido –continuaba Francisco en aquella ocasión–, pero no queremos permitir que el peso de las culpas del pasado continúe contaminando nuestras relaciones» [2-6].
Es muy probable que, como señala el Concilio Vaticano II, a veces las separaciones entre cristianos hayan surgido con «responsabilidad de ambas partes, pero los que ahora nacen y se nutren de la fe de Jesucristo dentro de esas comunidades no pueden ser tenidos como responsables del pecado de la separación, y la Iglesia católica los abraza con fraterno respeto y amor» [2-7]. El fundamento del compromiso ecuménico está en la conversión de los corazones. De esta manera, con un corazón nuevo, contemplaremos el pasado con la mirada limpia de Cristo, y él nos concederá la gracia necesaria para purificar nuestra memoria, liberándola de malentendidos y prejuicios.
La vida de san Pablo es un buen ejemplo en este sentido. Su conversión «no fue un paso de la inmoralidad a la moralidad —su moralidad era elevada—, de una fe equivocada a una fe correcta —su fe era verdadera, aunque incompleta—, sino que fue ser conquistado por el amor de Cristo: la renuncia a la propia perfección; fue la humildad de quien se pone sin reserva al servicio de Cristo en favor de los hermanos. Y sólo en esta renuncia a nosotros mismos, en esta conformidad con Cristo podemos estar unidos también entre nosotros, podemos llegar a ser "uno" en Cristo» [2-8]. Ciertamente, el empeño y la oración por la unidad no está reservado a quienes viven en contextos de división; al contrario, en nuestro diálogo personal con Dios no podemos dejar de lado esta preocupación. Con la seguridad que nos da la comunión de los santos, pedimos al unísono con nuestros hermanos de toda la tierra: «Que todos seamos uno».
LA ORACIÓN y la conversión personal son nuestros principales medios para trabajar por la unidad de los cristianos. Incluso se podría decir que la mejor forma de ecumenismo consiste en luchar por vivir según el Evangelio, para poder hacer vida la imagen de ese Cristo en quien deseamos congregarnos. Pero, al mismo tiempo, debemos tener verdadero interés en dialogar con los hermanos separados. Para esto, en primer lugar, es bueno recordar que «la verdad no se impone sino por la fuerza de la misma verdad, que penetra, con suavidad y firmeza a la vez, en las almas» [2-9]. El diálogo ecuménico auténtico, que evita toda forma de reduccionismo, sincretismo o de un fácil estar de acuerdo, tiene su fundamento en el amor a la verdad [2-10]. Solo mirando a la otra persona con los ojos de Jesús quizá podremos, gracias a una atenta escucha, incluso descubrir personalmente aspectos de la riqueza del mensaje cristiano con nueva claridad.
Junto al diálogo, otra vía muy eficaz para impulsar la unidad de los cristianos es el trabajo en común. Cada vez son más los campos que abren espacios de colaboración ecuménica, especialmente en lo que se refiere a hacer presente el Evangelio en la sociedad. San Josemaría consideraba que el espíritu del Opus Dei, al impulsar la iniciativa personal en el apostolado y en el trabajo, puede ser fecundo en generar «puntos de fácil encuentro, donde los hermanos separados descubren —hecha vida, probada por los años— una buena parte de los presupuestos doctrinales en los que ellos y nosotros, los católicos, hemos puesto tantas fundadas esperanzas ecuménicas» [2-11].
Tenemos así dos caminos para trabajar por la unidad: por un lado, la oración y la conversión del corazón; y, por otro, el diálogo y la colaboración con otros cristianos. Confiados en la fuerza de la oración de toda la Iglesia durante esta semana, acudimos con sencillez a María. Su docilidad al Espíritu Santo es un precioso ejemplo para una verdadera actitud ecuménica.
[2-1] San Josemaría, Amar a la Iglesia, n. 28.
[2-2] San Juan Crisóstomo, Homilía sobre la segunda carta a los Corintios, 13, 1-2.
[2-3] San Juan Pablo II, Encíclica Ut unum sint, n. 21.
[2-4] Ibid.
[2-5] Benedicto XVI, Homilía, 23-I-2008.
[2-6] Francisco, Homilía, 25-I-2016.
[2-7] Concilio Vaticano II, Decr. Unitatis redintegratio, n. 3.
[2-8] Benedicto XVI, Homilía, 25-I-2009.
[2-9] Concilio Vaticano II, Decl. Dignitatis humanae, n. 1.
[2-10] Cfr. san Juan Pablo II, Encíclica Ut unum sint, nn. 36-38.
[2-11] San Josemaría, Conversaciones, n. 22.

Día 3. 20 de enero
- La unidad dentro de la Iglesia.
- El orden de la caridad.
- Unidad en la variedad.
AL INICIO de los Hechos de los Apóstoles se cuenta que los primeros cristianos, inmediatamente después de la Ascensión de Jesús, «perseveraban unánimes en la oración» (Hch 1,14). Y, un poco más adelante, al describir la vida de aquella primera comunidad, se dice también que «la multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma, y nadie consideraba como suyo lo que poseía, sino que tenían todas sus cosas en común» (Hch 4,32). En el tercer día del octavario por la unidad de los cristianos, al hilo de estas consideraciones de la Sagrada Escritura, queremos meditar sobre una de las notas de la Iglesia: su unidad.
Justamente pensando en esta unidad que vivían los primeros seguidores de Jesús, san Josemaría nos recordaba que «forma parte esencial del espíritu cristiano no sólo vivir en unión con la Jerarquía ordinaria —Romano Pontífice y Episcopado—, sino también sentir la unidad con los demás hermanos en la fe. (…). Es necesario actualizar esa fraternidad, que tan hondamente vivían los primeros cristianos. Así nos sentiremos unidos, amando al mismo tiempo la variedad de las vocaciones personales» [3-1]. Todos los bautizados estamos llamados a fomentar la unidad dentro de nuestra Madre la Iglesia y a evitar todo lo que conlleve división, porque «la unidad es síntoma de vida» [3-2]. Esta tarea se irradia en el Cuerpo de Cristo en círculos concéntricos: primero se aprende a amar y vivir la unidad en la propia familia, con los más cercanos; después la unidad dentro de la Iglesia, amando los diversos carismas suscitados por el Espíritu Santo; hasta desear y buscar la unidad también con los cristianos no católicos.
Esta cohesión interior es un don de Dios que se apoya también en nuestro esfuerzo personal por superar barreras y eliminar obstáculos que la dificulten. Con los ojos fijos en aquella unidad que vivían los primeros cristianos, pedimos al Señor la gracia de valorar la variedad que podemos encontrar dentro de la Iglesia, a través de la cual esta «se presenta como un organismo rico y vital, no uniforme, fruto del único Espíritu que lleva a todos a una unidad profunda, asumiendo las diversidades sin abolirlas y realizando un conjunto armonioso» [3-3].
EN LAS ESCENAS del Evangelio vemos a Cristo tratar con grupos muy distintos de personas: con maestros de la ley, con trabajadores, con gente que encontraba en medio de los eventos religiosos y sociales de su entorno o con grandes multitudes a quienes se dirigía su predicación. Sin embargo también somos testigos de que, por condiciones de espacio y de tiempo, no a todas las personas trata con la misma intensidad desde el punto de vista humano. «Con frecuencia –nos dice el Prelado del Opus Dei–, el Señor dedica más tiempo a sus amigos» [3-4]. Así vemos, por ejemplo, que pasa varias tardes en la casa de Betania o que se retira por momentos con sus discípulos más cercanos.
De una manera similar, en la añorada unidad entre todos los cristianos no podemos perder de vista lo que santo Tomás de Aquino llama ordo caritatis [3-5], el orden del amor, que nos lleva a preocuparnos en primer lugar por la unidad con quienes nos han sido confiados de manera más cercana en la Iglesia. San Josemaría señalaba que en la Obra «hemos querido siempre a los no católicos: ¡queremos a todas las almas del mundo! Pero con orden, con el orden de la caridad. Primero de todo, a los hermanos en la fe» [3-6]. Se apoyaba en la epístola de san Pablo a los Gálatas, cuando el apóstol exhorta, precisamente, a procurar hacer el bien a todos, pero especialmente a aquellos con quienes compartimos la misma fe (cfr. Gal 6,10).
La caridad auténtica es universal y, al mismo tiempo, ordenada. Al meditar sobre la unidad en la Iglesia es lógico que nuestro pensamiento se dirija en primer lugar a la comunión real que tenemos con nuestros hermanos en la Obra, con los que nos unen fuertes lazos de fraternidad, empezando por aquellos con los que convivimos en la misma casa. «Nada haya entre vosotros que pueda dividiros» [3-7], exhortaba con insistencia san Ignacio de Antioquía, consciente de que esta unidad, vivida según el ejemplo de Cristo, nos hace felices y atrae a las demás personas.
SAN PABLO, tras hablar a los de Corinto de la radical igualdad de todos los miembros del Cuerpo Místico de Cristo, continúa: «Ahora bien, Dios dispuso cada uno de los miembros en el cuerpo como quiso. Si todos fueran un solo miembro, ¿dónde estaría el cuerpo? (...). ¿Son todos apóstoles? ¿O todos profetas? ¿O todos doctores? ¿O tienen todos don de curación? ¿O hablan todos en lenguas?» (1Co 12,18-19.28-19). La Iglesia ejerce su misión por obra de todos sus hijos, aunque de diversas maneras; de todos necesita para llevar a cabo los planes divinos.
La gran variedad de vocaciones y carismas que existen «en la Iglesia es riqueza múltiple del Cuerpo Místico, dentro de su divina unidad: un solo Cuerpo, con una sola Alma; un solo pensar, un solo corazón, un solo sentir, una sola voluntad, un solo querer. Pero una multitud de órganos y miembros» [3-8]. Dentro de la pluralidad admirable que despliega la unidad de la Iglesia, el Señor ha querido incluir modos diversos de servir. El Concilio Vaticano II señala en concreto que «a los laicos corresponde, por propia vocación, tratar de obtener el reino de Dios gestionando los asuntos temporales» [3-9].
Por eso, «sería un gran error confundir la unidad con la uniformidad, e insistir —por ejemplo— en la unidad de la vocación cristiana, sin considerar al mismo tiempo la diversidad de vocaciones y misiones específicas, que caben dentro de aquella llamada general y que desarrollan sus múltiples aspectos para el servicio de Dios» [3-10]. «Es importante —insistía san Josemaría— que cada uno procure ser fiel a la propia llamada divina, de tal manera que no deje de aportar a la Iglesia lo que lleva consigo el carisma recibido de Dios» [3-11].
La primera comunidad cristiana en Jerusalén perseveraba unida en la oración y en la caridad «cum Maria, Matre Iesu» (Hch 1,14). En torno a la Virgen, también la Iglesia de nuestro tiempo crecerá en unidad si vivimos unidos a nuestros hermanos y cada uno procura vivir fielmente la misión recibida.
[3-1] San Josemaría, Conversaciones, n. 61.
[3-2] San Josemaría, Camino, n. 940.
[3-3] Benedicto XVI, Ángelus, 24-I-2010.
[3-4] Fernando Ocáriz, Carta, 1-XI-2019, n. 2.
[3-5] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 26.
[3-6] San Josemaría, Instrucción, mayo-1935 / 14-IX-1950, nota 151.
[3-7] San Ignacio de Antioquía, Epistola ad Magnesios, 6, 2.
[3-8] San Josemaría, Carta 15-VIII-1953, n. 3.
[3-9] Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 31.
[3-10] San Josemaría, Carta 15-VIII-1953, n. 4.
[3-11] San Josemaría, Conversaciones, n. 61

Día 4. 21 de enero
- La Iglesia es santa por su origen y fines.
- La lucha por la santidad en sus miembros.
- Los santos son un vínculo de unidad.
LA IGLESIA ha sido querida y fundada por Cristo, cumpliendo así la voluntad de su Padre. Además, está asistida continuamente por el Espíritu Santo. En definitiva, se trata de una obra constante de la Trinidad Santísima. Sobre esta realidad –su origen trinitario– se fundamenta la segunda nota de la Iglesia, que consideraremos en este cuarto día del octavario por la unidad de los cristianos: su santidad. El Papa Francisco señala que la confianza en la santidad de la Iglesia «es una característica que ha estado presente desde los inicios en la conciencia de los primeros cristianos, quienes se llamaban sencillamente los santos (cfr. Hch 9,13.32.41; Rm 8,27; 1Co 6,1), porque tenían la certeza de que es la acción de Dios, el Espíritu Santo quien santifica a la Iglesia» [4-1].
Efectivamente, la Iglesia es santa porque procede de Dios, que es santo. La Iglesia es santa porque santo es Jesucristo nuestro Señor, que por medio de su sacrificio en la cruz «amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla» (Ef 5,25-26). Es santa porque está guiada por el Espíritu Santo, fuente inagotable de su santidad, que fue enviado «el día de Pentecostés a fin de santificar indefinidamente la Iglesia» [4-2]. También decimos que es santa porque su fin es la gloria de Dios y busca la verdadera felicidad de los hombres. Y por último, la Iglesia es santa porque los medios que emplea para lograr su fin también lo son: la Palabra de Dios y los Sacramentos.
Toda esta alentadora realidad de la Iglesia no nos oculta, sin embargo, que a pesar de su origen trinitario y de sus medios salvíficos, su santidad visible puede quedar oscurecida por los pecados de sus hijos. Nos hacía notar también san Josemaría que la Sagrada Escritura «aplica a los cristianos el título de gens sancta (1P 2,9), pueblo santo, compuesto por criaturas con miserias: esta aparente contradicción marca un aspecto del misterio de la Iglesia» [4-3]. Considerar la belleza del Cuerpo Místico de Cristo que es la Iglesia, y de todas las razones por las que es santa, nos puede impulsar a renovar nuestros deseos por manifestar, en nuestra vida, esa luz de su santidad de origen, de medios y de fines.
ES NECESARIA una mirada de fe ante el misterio de la Iglesia. «Demostraría poca madurez –señalaba san Josemaría refiriéndose a esta esencial visión sobrenatural– el que, ante la presencia de defectos y de miserias, en cualquiera de los que pertenecen a la Iglesia —por alto que esté colocado en virtud de su función—, sintiese disminuida su fe en la Iglesia y en Cristo. La Iglesia no está gobernada ni por Pedro, ni por Juan, ni por Pablo; está gobernada por el Espíritu Santo, y el Señor ha prometido que permanecerá a su lado todos los días hasta la consumación de los siglos (Mt 28,20)» [4-4].
No es extraño, sin embargo, que las personas con anhelos de acercarse a la Iglesia se fijen en sus miembros, ya que son quienes están llamados a encarnar el mensaje de alegría que se nos ha confiado. Es cierto que muchas veces los mismos católicos no hemos sabido reflejar la santidad de nuestra Madre la Iglesia y hemos «velado más bien que revelado el genuino rostro de Dios» [4-5]. Nuestra fe en la santidad de la Iglesia nos lleva a pedirla con mayor insistencia al Señor para cada uno de nosotros, reconociéndonos profundamente necesitados de su ayuda. Como señalaba Benedicto XVI durante un encuentro ecuménico: nuestra santidad de vida debe ser el corazón del encuentro y del movimiento ecuménico [4-6].
En este sentido, los defectos de los miembros de la Iglesia –nuestras propias faltas y pecados– fomentan nuestros deseos de conversión personal, y nos llevan a reparar y a rezar con mayor insistencia. Todo ello sin perder de vista que la santidad de la Iglesia se encuentra, principalmente, en el mismo Cristo. «La Iglesia católica sabe que, en virtud del apoyo que le viene del Espíritu, las debilidades, las mediocridades, los pecados y a veces las traiciones de algunos de sus hijos, no pueden destruir lo que Dios ha infundido en ella en virtud de su designio de gracia» [4-7]. Por eso, con una firme confianza en los designios de Dios, san Josemaría nos recordaba que «nuestra Madre es Santa, porque ha nacido pura y continuará sin mácula por la eternidad. Si en ocasiones no sabemos descubrir su rostro hermoso, limpiémonos nosotros los ojos; si notamos que su voz no nos agrada, quitemos de nuestros oídos la dureza que nos impide oír, en su tono, los silbidos del Pastor amoroso» [4-8].
ES FUENTE de esperanza saber que «a lo largo de toda la historia, también en la actualidad, ha habido tantos católicos que se han santificado efectivamente: jóvenes y viejos, solteros y casados, sacerdotes y laicos, hombres y mujeres. Pero sucede que la santidad personal de tantos fieles –antes y ahora– no es algo aparatoso. Con frecuencia no reconocemos a la gente común, corriente y santa, que trabaja y convive en medio de nosotros» [4-9]. La santidad es el rostro más bello de la Iglesia y resplandece, discretamente, en muchas personas que nos rodean: en quienes se esfuerzan por servir y hacer la vida más agradable a los demás; en quienes trabajan infatigablemente por llevar lo imprescindible a sus casas; en quienes dan un importante testimonio de fe al sobrellevar con paz muchas dificultades, la enfermedad o la vejez. Todos estos esfuerzos, aunque permanecen invisibles, son verdadera fuerza de la Iglesia, también para impulsar su unidad.
Al mismo tiempo, muchos cristianos ya han sido beatificados o canonizados, y nos sirven de estímulo a quienes todavía estamos en camino. Al formar parte todos juntos de la misma Iglesia, miembros de un mismo Cuerpo, esa muchedumbre de santos nos protege, nos sostiene y nos conduce [4-10]. Entre ellos se encuentran muchos que, por inspiración divina, se empeñaron de distintos modos en impulsar la unidad entre todos los cristianos: san John Henry Newman que, antes de su conversión, fue anglicano; santa Elizabeth Hesselblad de Suecia que, perteneciente a una familia luterana, refundó la orden de las brigidinas; san Josafat, ucraniano, que murió buscando la unidad de los cristianos en tierras eslavas; la beata María Sagheddu, que ofreció su vida a Dios por la unidad de los cristianos muriendo a los veinticinco años cerca de Roma; san Juan Pablo II, que fue un infatigable luchador por el ecumenismo durante su pontificado; y tantos mártires católicos y no católicos que han testimoniado juntos su fe, como sucedió en Uganda con el catequista Carlos Lwanga y sus compañeros. El descubrimiento de ejemplos de santidad también entre nuestros hermanos separados será un inestimable impulso en la búsqueda de la unidad.
El Concilio Vaticano II, precisamente en su Constitución dogmática sobre la Iglesia, señala que sus miembros, al sentirse llamados a promover la unidad, «luchan todavía por crecer en santidad, venciendo enteramente al pecado, y por eso levantan sus ojos a María, que resplandece como modelo de virtudes para toda la comunidad de los elegidos» [4-11]. Amar a María, Mater Ecclesiae, nos encaminará a amar más a la Iglesia. Ella nos enseñará a sentirnos responsables de la santidad de todos los miembros del Cuerpo Místico de Cristo, camino imprescindible para alcanzar la unidad entre todos los cristianos.
[4-1] Francisco, Audiencia general, 2-X-2013.
[4-2] Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 4.
[4-3] San Josemaría, Lealtad a la Iglesia, 4-VI-1972.
[4-4] San Josemaría, Lealtad a la Iglesia, 4-VI-1972.
[4-5] Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 19.
[4-6] Cfr. Benedicto XVI, Discurso, 19-VIII-2005.
[4-7] San Juan Pablo II, Encíclica Ut unum sint, n. 11.
[4-8] San Josemaría, Lealtad a la Iglesia, 4-VI-1972.
[4-9] Ibid.
[4-10] Cfr. Benedicto XVI, Homilía, 24-IV-2005.
[4-11] Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 65.

- La Iglesia es católica y universal por naturaleza.
- Signo de catolicidad es la diversidad en lo opinable.
- El afán de almas ha de llevarnos a hacernos todo para todos.
SAN JOSEMARÍA tenía una especial devoción por el rezo del Credo, en el que paladeaba su pertenencia a la Iglesia y, por tanto, su relación con Dios. Cuando llegaba ese momento en la santa Misa, o al visitar la basílica de San Pedro, lo repetía con un particular recogimiento, lo que hace pensar en el carácter autobiográfico de aquel punto de Camino: «Et unam, sanctam, catholicam et apostolicam Ecclesiam!... —Me explico esa pausa tuya, cuando rezas, saboreando: creo en la Iglesia, Una, Santa, Católica y Apostólica...» [5-1]. En este quinto día del octavario meditaremos el carácter católico y universal de la Iglesia.
Jesús resucitado, cuando está a punto de culminar su paso por la tierra, reúne a los once antes de la Ascensión a los cielos y les dice: «Se me ha dado todo poder en el Cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo cuanto os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,16-20). Efectivamente, diez días después, al recibir el don del Espíritu Santo en Pentecostés, los apóstoles salen a las calles de Jerusalén, y más tarde a todos los caminos de la tierra, para anunciar el evangelio del Señor. Aquel día se escucharon en la ciudad de David las lenguas «de todas las naciones que hay bajo el cielo» (Hch 2,5).
La Iglesia es católica porque ha sido enviada por Nuestro Señor a todas las personas de la tierra; «la meta última de los enviados de Jesús es universal» [5-2]. El Concilio Vaticano II describe el mandato del Señor con estas palabras: «Todos los hombres están invitados al Pueblo de Dios. Por eso este pueblo, uno y único, ha de extenderse por todo el mundo a través de todos los siglos» [5-3].
En ese sentido, san Josemaría afirmaba que, aunque la extensión geográfica que ha alcanzado la Iglesia católica sea un signo visible de su universalidad, «la Iglesia era Católica ya en Pentecostés; nace Católica del Corazón llagado de Jesús, como un fuego que el Espíritu Santo inflama» [5-4]. Forma parte de nuestra vida de fe cuidar de nuestra propia catolicidad: rezar por nuestros hermanos en la fe de los cinco continentes; ilusionarnos con que el nombre de Jesús sea conocido y amado en todos los rincones de la tierra; experimentar como propias las dificultades que atraviesa la Iglesia en lugares muy distintos y quizá lejanos a nosotros. Todo esto también es parte de nuestra relación con Jesucristo «porque la santidad no admite fronteras» [5-5].
EN LOS AÑOS posteriores a Pentecostés el mensaje de Jesucristo comienza a difundirse por las naciones del Mediterráneo. Llegan en ese momento a la Iglesia los primeros cristianos procedentes del mundo pagano. Para garantizar la unidad, los apóstoles reunidos en el Concilio de Jerusalén nos legaron un criterio de libertad: a los conversos ajenos al pueblo judío decidieron no imponerles «más cargas que las necesarias» (Hch 15,28). Comprendieron que la vida de la Iglesia está, sobre todo, encaminada a ofrecer la sencillez del Evangelio y el encuentro personal con Jesús.
Justamente por su catolicidad, la Iglesia defiende y promueve la legítima variedad en todo lo que Dios ha dejado a la libre iniciativa de los hombres. En la Obra hemos aprendido desde el principio no solo a respetar la diversidad, sino a fomentarla de modo activo. «Como consecuencia del fin exclusivamente divino de la Obra, su espíritu es un espíritu de libertad, de amor a la libertad personal de todos los hombres. Y como ese amor a la libertad es sincero y no un mero enunciado teórico, nosotros amamos la necesaria consecuencia de la libertad: es decir, el pluralismo. En el Opus Dei el pluralismo es querido y amado, no sencillamente tolerado y en modo alguno dificultado» [5-6].
Este pluralismo será un rasgo característico del mensaje de san Josemaría, ya que impulsa a llevar al calor de Cristo a todos los rincones de la tierra y a todas las actividades humanas. Por eso, el Prelado del Opus Dei señala que «quien ama la libertad logra ver lo que tiene de positivo y amable lo que otros piensan» [5-7]; e insiste en que «valorar a quien es distinto o piensa de modo diverso es una actitud que denota libertad interior y apertura de miras» [5-8]. «De esa libertad –dice san Josemaría– nacerá un sano sentido de responsabilidad personal (…) y sabréis no sólo renunciar a vuestra opinión, cuando veáis que no respondía bien a la verdad, sino también aceptar otro criterio, sin sentiros humillados, por haber cambiado de parecer» [5-9].
CONTRIBUIR a la expansión de la Iglesia, difundir por todas partes la buena noticia de Cristo, es fruto de una entrega generosa. Sin embargo, sabemos que esos esfuerzos después se transformarán en la alegría de haber llevado la felicidad a los demás. Por eso, no nos conformamos con llegar a unos pocos, o solamente a aquellos que reúnan una serie de condiciones: nuestro afán apostólico nos lleva a hablar del Señor a todo el mundo. «Ayúdame a pedir una nueva Pentecostés –nos animaba san Josemaría– que abrase otra vez la tierra» [5-10].
San Pablo es considerado el apóstol de las gentes porque propagaba la fe entre personas muy diversas, sin excluir a nadie. Él mismo resume así su experiencia evangelizadora: «Siendo libre de todos, me hice siervo de todos para ganar los más que pueda. (...) Me hice débil con los débiles para ganar a los débiles. Me he hecho todo para todos, para salvar de cualquier manera a algunos» (1Co 9,19-23). En medio de las grandes persecuciones que afectaron la vida de la Iglesia en sus inicios, los cristianos aprovecharon la obligada dispersión para difundir la fe por todas las regiones vecinas, conscientes de la catolicidad del Evangelio. Como afirma el Papa Francisco, gracias al viento de la persecución «los discípulos fueron más allá con la semilla de la palabra y sembraron la palabra de Dios» [5-11]. De la misma manera, como hicieron los primeros cristianos, san Josemaría nos impulsaba a no dejarnos vencer por nuestra comodidad e ir al paso de las personas que nos rodean: «El cristiano ha de mostrarse siempre dispuesto a convivir con todos, a dar a todos —con su trato— la posibilidad de acercarse a Cristo Jesús. (…) No puede el cristiano separarse de los demás» [5-12].
Para extender la Iglesia por todos los ambientes es importante profundizar en los fundamentos de nuestra fe. Así aprenderemos a comunicarla en su integridad y, al mismo tiempo, sabremos llevarla a cada una de las personas teniendo en cuenta su propia manera de ser y su cultura. «Cuando el cristiano comprende y vive la catolicidad, cuando advierte la urgencia de anunciar la Buena Nueva de salvación a todas las criaturas, sabe que —como enseña el Apóstol— ha de hacerse "todo para todos, para salvarlos a todos"» [5-13]. Acabamos nuestra oración acudiendo a Santa María, que mira a todos como hijos, para que nos ayude a dar a conocer a Jesucristo por todos los ambientes en que nos encontremos. Le pedimos que nos enseñe a aprovechar las ocasiones que nos brindan el trabajo y las relaciones sociales y familiares para dejar la alegría de Dios en muchos corazones.
[5-1] San Josemaría, Camino, n. 517.
[5-2] Benedicto XVI, Jesús de Nazareth, Tomo II, p. 323.
[5-3] Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, n. 13.
[5-4] San Josemaría, Lealtad a la Iglesia, 4-VI-1972.
[5-5] Ibid, 4-VI-1972.
[5-6] San Josemaría, Conversaciones, n. 67.
[5-7] Fernando Ocáriz, Carta, 9-I-2018, n. 13.
[5-8] Fernando Ocáriz, Carta, 1-XI-2019, n. 13.
[5-9] San Josemaría, Carta 9-I-1951, nn. 23-25.
[5-10] San Josemaría, Surco, n. 213.
[5-11] Francisco, Homilía, 19-IV-2018.
[5-12] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 124.
[5-13] San Josemaría, Forja, n. 953.

Día 6. 23 de enero
- Cristo quiso fundar la Iglesia sobre los apóstoles.
- Todos los cristianos estamos llamados a ser apóstoles.
- Apostolado ad fidem y ad gentes.
EL LIBRO de los Hechos de los Apóstoles, después de narrar la venida del Espíritu Santo en forma de lenguas de fuego sobre los discípulos que estaban reunidos en Jerusalén, deja constancia de una característica que compartían los primeros cristianos: «Perseveraban asiduamente en la doctrina de los apóstoles» (Hch 2,42). Consideramos hoy en nuestra oración la última propiedad de la Iglesia: su apostolicidad.
San Josemaría nos hace notar que «la predicación del Evangelio no surge en Palestina por la iniciativa personal de unos cuantos fervorosos. ¿Qué podían hacer los Apóstoles? No contaban nada en su tiempo; no eran ni ricos, ni cultos, ni héroes a lo humano. Jesús echa sobre los hombros de este puñado de discípulos una tarea inmensa, divina. "No me elegisteis vosotros a mí, sino que soy yo el que os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto y vuestro fruto sea duradero, a fin de que cualquier cosa que pidiereis al Padre en mi nombre, os la conceda"» (Jn 15,16).
A través de dos mil años de historia, en la Iglesia se conserva la sucesión apostólica. Los obispos –declara el Concilio de Trento– han sucedido en el lugar de los Apóstoles y están puestos, como dice el mismo Apóstol (Pablo), por el Espíritu Santo para regir la Iglesia de Dios (Hch 20,28)» [6-1]. También san Pablo, escribiendo a los de Éfeso, un pueblo que adoraba a dioses que se fabrican con las manos, les recuerda que al haber sido bautizados en nombre de Cristo se transformaron en «conciudadanos de los santos y familiares de Dios, edificados sobre el cimiento de los apóstoles» (Ef 2,19).
Nosotros, al igual que los primeros cristianos, nos apoyamos en este mismo fundamento. A través de la sucesión apostólica se mantiene en el tiempo la seguridad de seguir trabajando por Dios, a la escucha del envío del mismo Jesucristo: «Id y haced discípulos a todas las naciones» (Mt 28,19). Además, esa es la manera de conservar y transmitir con seguridad las palabras oídas a los mismos apóstoles: «Ten por norma las palabras sanas que me escuchaste» (2Tim 1,13). Podemos agradecer hoy al Señor la apostolicidad de la Iglesia y rogar para que todos los cristianos nos lleguemos a reunir –en virtud de su origen divino– en el solo pueblo de Dios.
«SIEMPRE que leemos los Hechos de los Apóstoles –señalaba san Josemaría–, nos emocionan la audacia, la confianza en su misión y la sacrificada alegría de los discípulos de Cristo. No piden multitudes. Aunque las multitudes vengan, ellos se dirigen a cada alma en concreto, a cada hombre, uno a uno: Felipe, al etíope (cfr. Hch 8,26-40); Pedro, al centurión Cornelio (cfr. Hch 10,1-48); Pablo, a Sergio Paulo (cfr. Hch 13,6-12)» [6-2]. Para comprender la apostolicidad de la Iglesia es necesario participar de ese fervor de los primeros discípulos, que trabajaban con la conciencia de haber descubierto en Cristo lo más importante de su vida. San Pablo lo llega a decir con palabras que prenden fuego: «Por él lo perdí todo, y todo lo considero basura con tal de ganar a Cristo» (Flp 3,8).
El Papa Francisco subraya que «ser discípulo es tener la disposición permanente de llevar a otros el amor de Jesús y eso se produce espontáneamente en cualquier lugar: en la calle, en la plaza, en el trabajo, en un camino. En esta predicación, siempre respetuosa y amable, el primer momento es un diálogo personal, donde la otra persona se expresa y comparte sus alegrías, sus esperanzas, las inquietudes por sus seres queridos y tantas cosas que llenan el corazón» [6-3]. Cada cristiano, en el lugar en el que está, es la presencia de la misma Iglesia que quiere difundir su alegría y su luz en el mundo. Participar en la transmisión del Evangelio nos une a esa tarea de los primeros tiempos; nos hace experimentar la apostolicidad de la Iglesia, que se fundamenta en las palabras y en la vida de Jesucristo.
San Josemaría advierte que los apóstoles mantuvieron siempre ese afán misionero porque «habían aprendido del Maestro. Recordad aquella parábola de los obreros que esperaban trabajo, en medio de la plaza de la aldea. Cuando el dueño de la viña fue, ya bien entrado el día, descubrió aún que había peones mano sobre mano: "¿Cómo estáis aquí ociosos toda la jornada? Porque nadie nos ha contratado" (Mt 20,6-7), respondieron. No ha de suceder esto en la vida del cristiano; no debe encontrarse a su alrededor quien pueda asegurar que no ha oído hablar de Cristo, porque ninguno se lo ha anunciado» [6-4]. El apostolado para un cristiano no es una tarea circunscrita a un tiempo acotado, ni una actividad reservada solo para determinadas situaciones: un cristiano siempre es apóstol [6-5].
ESTE SENTIDO de misión, que nace del bautismo, fue también una característica de la labor de almas que san Josemaría impulsó desde el principio. Por eso afirmaba, con una verdad avalada por muchos años, que «la Obra ama con predilección el apostolado ad fidem (...) y dirige sus afanes ad gentes», es decir, a todos a quienes todavía no ha llegado el consuelo de Cristo. «Sabéis bien —nos decía en otro momento— la apertura de visión, la caridad que hemos mostrado siempre con los que no comparten nuestra fe, con quienes no están dentro de la Iglesia Una, Santa, Católica, Apostólica, Romana. Desde el principio hemos tenido a estas almas como amigas, y tantas veces como cooperadoras en nuestra labor apostólica» [6-6].
El modelo para abrirnos a todas las personas siempre ha sido la vida de los primeros cristianos. Partiendo desde Jerusalén se diseminaron por todas las culturas, naciones y lenguas conocidas, siguiendo el mandato que Jesucristo había dado a sus discípulos: «Id y haced discípulos» (Mt 28,19). De esta manera, con el pasar de los siglos, «muchas almas han llegado a la plenitud de la fe –decía san Josemaría–, por este suavísimo camino de la caridad. Agradecédselo a Dios, y pedidle fortaleza y humildad para que nunca estorbéis la acción de la gracia, para ser siempre buenos instrumentos suyos. Os repito: no juzguéis temerariamente jamás, sed buenos amigos de todos, respetad la libertad de los demás y la libertad de la gracia; y, al mismo tiempo, confesad vuestra fe con las obras y con las palabras» [6-7].
Con nuestra sincera amistad abierta a todos, «no existen tiempos compartidos que no sean apostólicos: todo es amistad y todo es apostolado, indistintamente» [6-8]. Confiando en la intercesión de los apóstoles queremos, como los primeros cristianos, perseverar en su doctrina y en sus anhelos de llevar la amistad de Cristo a quienes nos rodean. Le pedimos a María, Reina de los apóstoles, que nos ayude a agradecer y valorar, siempre de un modo nuevo, la apostolicidad de la Iglesia. Y, al mismo tiempo, que encienda nuestros corazones con el fuego de Cristo: «Fac ut ardeat cor meum in amando Christum Deum» [6-9].
[6-1] San Josemaría, Lealtad a la Iglesia, 4-VI-1972.
[6-2] Ibid.
[6-3] Francisco, Ex. ap. Evangelii gaudium, n. 128.
[6-4] San Josemaría, Lealtad a la Iglesia, 4-VI-1972.
[6-5] Cfr. Fernando Ocáriz, Carta, 14-II-2017, n. 9.
[6-6] San Josemaría, Instrucción, mayo-1935 / 14-IX-1950, n. 146.
[6-7] San Josemaría, Carta 24-X-1965, nn. 56 y 62.
[6-8] Fernando Ocáriz, Carta, 1-XI-2019, n. 19.
[6-9] Himno Stabat Mater.

Día 7. 24 de enero
- Cristo elige a san Pedro y a sus sucesores.
- El Romano Pontífice afirma la catolicidad en la unidad.
- Unión al Papa también es unión a su magisterio.
JESÚS dedica los tres años de su vida pública a anunciar por el territorio de Israel la llegada del Reino de los Cielos. Lo hace con su predicación, con sus milagros y con su misma presencia. En un determinado momento, ante el endurecimiento de algunos jefes del pueblo, decidió retirarse con sus apóstoles hacia las regiones limítrofes. Estos viajes son considerados un preludio de la universalidad del Evangelio. Es precisamente en Cesarea de Filipo donde el Señor públicamente, delante de los suyos, dice a Pedro: «Y yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella» (Mt 16,18). En aquel momento se trataba de una promesa futura; aún quedaba por delante la Pasión y Muerte, la traición de Pedro y la cobardía del resto de apóstoles. Jesús resucitado, en una conversación junto al lago después de la milagrosa pesca de ciento cincuenta y tres peces grandes, retoma lo que había incoado a Pedro tiempo atrás. Allí le encarga oficialmente una tarea especial dentro del grupo que había escogido: «Apacienta mis corderos. (…). Pastorea mis ovejas» (Jn 21,15-16).
Benedicto XVI recuerda que, efectivamente, san Pedro «comenzó su ministerio en Jerusalén, después de la Ascensión del Señor y de Pentecostés». Más tarde se dirigió a Antioquía, que era la tercera ciudad más importante del Imperio romano, y «desde allí la Providencia llevó a Pedro a Roma. (…). Por eso, la sede de Roma, que había recibido el mayor honor, recogió también el oficio encomendado por Cristo a Pedro de estar al servicio de todas las Iglesias particulares para la edificación y la unidad de todo el pueblo de Dios» [7-1].
La institución del Primado pone de manifiesto que el Reino fundado por Jesucristo no es una utopía sino una realidad presente ya en este mundo, bajo la forma de una sociedad visible, formada ciertamente por personas llenas de defectos. Sin embargo, Jesucristo prometió que su gracia no faltaría a quien hubiera de representarle en la tierra a lo largo de los siglos: «He aquí que Satanás os ha reclamado para cribaros como el trigo. Pero Yo he rogado por ti para que no desfallezca tu fe; y tú, cuando te conviertas, confirma a tus hermanos» (Lc 22,31-32). Al considerar esta realidad no nos sorprende la emoción filial de san Josemaría al llegar a Roma. El 23 de junio de 1946, al divisar desde el coche la cúpula de san Pedro se conmovió visiblemente y rezó el Credo en voz alta. También, en la pequeña terraza de la casa en la que se alojaban junto al Vaticano, pasó esa primera noche romana en vela de oración por la Iglesia y el Romano Pontífice. «Pensad con cuanta confianza recé por el Papa (...) contemplando las ventanas de las habitaciones pontificias». San Josemaría repetía continuamente que «el amor al Romano Pontífice ha de ser en nosotros una hermosa pasión, porque en él vemos a Cristo» [7-2].
UNO DE los episodios más importantes que se narran en los Hechos de los Apóstoles es el Bautismo de Cornelio, un militar romano, que se hace cristiano junto a su familia. San Pedro, invitado a la casa del soldado, en donde estaban reunidos muchos parientes y amigos, señaló: «Dios me ha enseñado a no llamar profano o impuro a ningún hombre» (Hch 10,28). Después de responder algunas preguntas, agregó: «En verdad comprendo que Dios no hace acepción de personas, sino que en cualquier pueblo le es agradable todo el que le teme y obra justicia» (Hch 10,43). Se trata del primer discurso de san Pedro dirigido a personas no judías. En medio de su explicación, para sorpresa de todos, descendió el Espíritu Santo sobre los que estaban allí reunidos. Comentando este pasaje señala san Jerónimo: «Bautizado aquel por el Apóstol, consagró la salvación de los gentiles» [7-3].
Desde los primeros momentos de la expansión del cristianismo, la misión de Pedro fue unir a sus hermanos, y afirmar la catolicidad de la Iglesia fundada por Jesucristo, encomendada a él como su principio visible. En este sentido Benedicto XVI indica que «el camino de san Pedro hacia Roma, como representante de los pueblos del mundo, se rige sobre todo por la palabra una: su tarea consiste en crear la unidad de la catholica, de la Iglesia formada por judíos y paganos, de la Iglesia de todos los pueblos. Esta es la misión permanente de san Pedro: hacer que la Iglesia no se identifique jamás con una sola nación, con una sola cultura o con un solo Estado. Que sea siempre la Iglesia de todos. Que reúna a la humanidad por encima de todas las fronteras y, en medio de las divisiones de este mundo, haga presente la paz de Dios, la fuerza reconciliadora de su amor» [7-4].
Jesús, al instituir una cabeza visible para su Iglesia peregrina en la tierra, no estaba encerrando a sus seguidores en un grupo ensimismado. Todo lo contrario. El Sumo Pontífice, sucesor de san Pedro, que preside a todos en la caridad, vela para que los llamados a seguir a Cristo tengan la certeza de escuchar su Palabra en cualquier lugar en el que se encuentren. Pedro y los demás apóstoles, el Papa y los obispos en comunión con él, constituyen una garantía para la transmisión de la verdadera Iglesia de Cristo. Al principio lo hacía con los gentiles del Imperio romano; hoy, con todas las naciones de la tierra. «Venero con todas mis fuerzas la Roma de Pedro y de Pablo —escribió san Josemaría—, bañada por la sangre de los mártires, centro de donde tantos han salido para propagar en el mundo entero la palabra salvadora de Cristo. Ser romano no entraña ninguna muestra de particularismo, sino de ecumenismo auténtico; supone el deseo de agrandar el corazón, de abrirlo a todos con las ansias redentoras de Cristo, que a todos busca y a todos acoge, porque a todos ha amado primero» [7-5].
SAN PABLO, en los meses y años posteriores a la revelación de Damasco, profundiza con audacia en el misterio de Cristo, hasta reconocerse a sí mismo como apóstol. Sin embargo, llama mucho la atención que al cabo de unos años de tarea apostólica viaja para ver a Pedro, cabeza de la Iglesia, y confrontar su doctrina con él: «Subí a Jerusalén para ver a Cefas —escribe a los Gálatas—, y permanecí a su lado quince días (...). Catorce años después, subí otra vez a Jerusalén con Bernabé, llevando conmigo a Tito. Subí movido por una revelación y les expuse, especialmente a los que gozaban de autoridad, el Evangelio que predico entre los gentiles, no fuera que corriese o hubiese corrido en vano» (Gal 1,18; 2,1-2). Desde los orígenes de la Iglesia, los cristianos vieron en Pedro –y en sus sucesores– la garantía de unidad, también en la articulación doctrinal del Evangelio que transmitían.
En ese sentido –señala san Josemaría–, «no cabe otra disposición en un católico: defender "siempre" la autoridad del Papa; y estar "siempre" dócilmente decidido a rectificar la opinión, ante el Magisterio de la Iglesia» [7-6]. Y, como es lógico, ese deseo de fidelidad ha de concretarse, entre otras cosas, en «conocer el pensamiento del Papa, manifestado en Encíclicas o en otros documentos, haciendo cuanto esté de nuestra parte para que todos los católicos atiendan al magisterio del Padre Santo, y acomoden a esas enseñanzas su actuación en la vida» [7-7]. Por eso, procuraremos que nuestra unión al sucesor de Pedro sea una unión afectiva y efectiva; no solo siguiendo con inteligencia sus indicaciones y su magisterio, sino procurando también desentrañar, con profundidad, lo que el Espíritu Santo quiere entregar al mundo a través de su persona.
«Ubi Petrus, ibi Ecclesia, ibi Deus» [7-8], solía repetir san Josemaría. «Queremos estar con Pedro, porque con él está la Iglesia, con él está Dios; y sin él no está Dios. Por eso yo he querido romanizar la Obra. Amad mucho al Padre Santo. Rezad mucho por el Papa. Queredlo mucho, ¡queredlo mucho! Porque necesita de todo el cariño de sus hijos» [7-9]. Parte importante y necesaria de nuestra labor apostólica es unir a los cristianos con quien el Espíritu Santo ha puesto en cada momento histórico al frente del Pueblo de Dios. Todos, con Pedro, llevaremos almas a Jesús, con la mediación maternal de María. Le pedimos a ella, Madre de la Iglesia, que, como en Pentecostés, nos reúna a su alrededor y acerque con lazos estrechos a todos los discípulos de su Hijo. En especial le rogamos el regalo de una comunión afectiva y efectiva con el Dulce Cristo en la tierra, expresión que empleaba santa Catalina de Siena para referirse al sucesor de Pedro.
[7-1] Benedicto XVI, Audiencia general, 22-II-2006.
[7-2] San Josemaría, Lealtad a la Iglesia, 4-VI-1972.
[7-3] San Jerónimo, Epístola 79,2.
[7-4] Benedicto XVI, Homilía, 29-VI-2008.
[7-5] San Josemaría, Lealtad a la Iglesia, 4-VI-1972.
[7-6] San Josemaría, Forja, n. 581.
[7-7] Ibid., n. 633.
[7-8] San Ambrosio, In Ps. 40, 30.
[7-9] San Josemaría, Notas tomadas en una reunión familiar, 11-V-1965.

Día 8. 25 de enero, conversión de san Pablo
- La gracia de Dios convierte a Pablo.
- El Señor cuenta con nosotros, como contó con san Pablo.
- San Pablo es un modelo para alcanzar la unidad.
CONCLUYE esta semana de oración por la unión de los cristianos conmemorando la conversión de san Pablo. «Saulo —se lee en la primera lectura de la Misa— respirando todavía amenazas y muerte contra los discípulos del Señor, se presentó ante el Sumo Sacerdote» (Hch 9,1-2). Pablo era un defensor a ultranza de la ley de Moisés y, a sus ojos, la doctrina de Cristo era un peligro para el judaísmo. Por eso no vacilaba en dedicar todos sus esfuerzos al exterminio de la comunidad cristiana. Había consentido en la muerte de Esteban y, no satisfecho aún, «hacía estragos en la Iglesia, iba de casa en casa, apresaba a hombres y mujeres y los metía en la cárcel» (Hch 8,3).
Se dirige a Damasco, donde ha prendido la semilla de la fe, con plenos poderes para «llevar detenidos a Jerusalén a quienes encontrara, hombres y mujeres, seguidores del Camino» (Hch 9,2). Pero el Señor tenía para él unos planes distintos. Cerca ya de Damasco «de repente le envolvió de resplandor una luz del cielo. Y cayendo en tierra oyó una voz que le decía: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Respondió: ¿Quién eres tú, Señor? Y él: Yo soy Jesús, a quien tú persigues» (Hch 9,3-5). Nunca olvidará san Pablo ese encuentro personal con Cristo resucitado. Muchos años después, convertido ya en testigo incansable de la fe, lo recordaba con frecuencia: «En último lugar —escribe a los Corintios—, como un abortivo, se me apareció a mí también. Porque yo soy el menor de los apóstoles, que no soy digno de ser llamado apóstol, ya que perseguí a la Iglesia de Dios. Pero por la gracia de Dios soy lo que soy» (1Co 15,8-10).
Pensando en estas escenas, comentaba san Josemaría: «¿Qué preparación tenía San Pablo cuando Cristo lo derriba del caballo, lo deja ciego y le llama al apostolado? ¡Ninguna! Sin embargo, cuando él responde y dice: Señor, ¿qué quieres que haga? (Hch 9,6), Jesucristo le escoge para Apóstol» [8-1]. Todo el afán que antes le llevaba a perseguir a los cristianos, le empuja ahora —con una fuerza nueva, más grande de lo que nunca soñó— a difundir por todos los rincones de la tierra la fe en Cristo. Nada habrá ya capaz de apartarle del cumplimiento de su tarea: su vida quedó marcada por aquel encuentro en el camino de Damasco, que fue el inicio de su vocación.
LA ANSIADA unión de los cristianos es un don que hemos de pedir insistentemente al Espíritu Santo. La gracia, si es gracia, recuerda san Agustín, «gratuitamente se da» [8-2]. Sabemos que «Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1Tm 2,4), y sabemos también que para esto cuenta con nuestra colaboración para que —mediante nuestra vida y nuestra palabra— demos testimonio de la alegría que da vivir con Cristo. En esta misión siempre está vigente lo que se preguntaba san Pablo pensando en las personas que le rodeaban: «¿Cómo invocarán a aquél en quien no creyeron? ¿O cómo creerán, si no oyeron hablar de él? ¿Cómo oirán sin alguien que predique? ¿Y cómo predicarán, si no son enviados?» (Rm 10,14-15).
El fundamento sobre el que san Pablo apoyó toda su incansable labor de transmitir el Evangelio es haber encontrado personalmente a Jesús: «¿No soy apóstol? ¿No he visto a Jesús el Señor nuestro?» (1Co 9,1). Solo regresando frecuentemente a ese momento, renovándolo a diario, pudo el apóstol de los gentiles atraer a tantas personas hacia el encuentro con quien había cambiado radicalmente el sentido de su propia vida. Y es también allí, en nuestro encuentro con Cristo, donde nosotros encontraremos el impulso para colaborar en reunir, otra vez, a todos los cristianos. Benedicto XVI, al advertir precisamente en la fuerza que movía a san Pablo, señalaba que, «en definitiva, es el Señor el que constituye a uno en apóstol, no la propia presunción. El apóstol no se hace a sí mismo; es el Señor quien lo hace; por tanto, necesita referirse constantemente al Señor. San Pablo dice claramente que es apóstol por vocación» [8-3].
San Josemaría solía imaginar las circunstancias en las que vivió san Pablo: un enorme imperio que rendía culto a falsos dioses y en el que las costumbres contrastaban con la vida de quienes seguían a Jesús. En aquel momento –decía san Josemaría– el mensaje del Evangelio era «todo lo contrario a lo que hay en el ambiente, pero San Pablo que sabe, que ha paladeado intensamente la alegría de ser de Dios, se lanza seguro a la predicación, y lo hace en todo instante, también desde la prisión» [8-4]. Consciente de que el auténtico encuentro con Cristo solo nos puede llevar a la felicidad, san Pablo explicaba a los Corintios las razones que le movían a evangelizar: «No porque pretendamos dominar sobre vuestra fe, sino que contribuimos a vuestro gozo» (2Co 1,24).
«APRENDE a orar, aprende a buscar, aprende a pedir, aprende a llamar: hasta que halles, hasta que recibas, hasta que te abran» [8-5]. El mejor camino para que el Señor conceda a su Iglesia la gracia de la unión de todos los cristianos será una perseverante oración. Nos lo enseña san Pablo: tan pronto le ayudaron a levantarse del suelo marchó a Damasco, «y permaneció tres días sin vista y sin comer ni beber» (Hch 9,9). Solo al cabo de ese tiempo dedicado a la plegaria y a la penitencia, manda Dios a su siervo Ananías: «Ve, porque éste es mi instrumento elegido para llevar mi nombre ante los gentiles, los reyes y los hijos de Israel. Yo le mostraré lo que habrá de sufrir a causa de mi nombre» (Hch 9,15).
Conscientes de que todo trabajo apostólico –también la ansiada unidad de los cristianos– no depende exclusivamente de nuestras fuerzas, lo más importante es disponernos adecuadamente para acoger los dones de Dios. Todo lo que nos lleve a fomentar esta disponibilidad interior, para que Cristo pueda desplegar en nosotros su voluntad, es una tarea eminentemente apostólica. Por eso podemos decir que la oración y el espíritu de penitencia son los principales caminos del ecumenismo: porque solo Jesús es quien puede mover los corazones.
En este sentido, el Papa Francisco se preguntaba: «¿Cómo anunciar el evangelio de la reconciliación después de siglos de divisiones? Es el mismo Pablo quien nos ayuda a encontrar el camino. Hace hincapié en que la reconciliación en Cristo no puede darse sin sacrificio. Jesús dio su vida, muriendo por todos. Del mismo modo, los embajadores de la reconciliación están llamados a dar la vida en su nombre, a no vivir para sí mismos, sino para aquel que murió y resucitó por ellos» [8-6]. La conversión de san Pablo es un modelo para dirigirnos hacia la unidad plena. La Iglesia, a través del ejemplo de la vida del apóstol, nos muestra el camino: encuentro con Cristo, conversión personal, oración, diálogo, trabajo en común.
Los discípulos de Jesús en los días posteriores a la Ascensión «se reunían asiduamente junto a María» (Hch 1,14). Confiamos en la intercesión de nuestra Madre para que, como sucedía entonces, alcancemos la unidad entre todos los cristianos: que un día nos volvamos a reunir, todos juntos, a su lado.
[8-1] San Josemaría, Notas tomadas en una reunión familiar, 9-IV-1971.
[8-2] San Agustín, Enarrationes in Psalmos 31, 2, 7.
[8-3] Benedicto XVI, Audiencia general, 10-X-2008.
[8-4] San Josemaría, Notas tomadas en una reunión familiar, 25-VIII-1968.
[8-5] San Bernardo, Sermo in Ascensione 5, 14.
[8-6] Francisco, Homilía, 25-I-2017.