En este recurso se van recogiendo los textos de las "meditaciones breves" de opusdei.org. La finalidad del mismo es disponer de un acceso rápido a los textos y a sus índices: puede servir como inspiración para la predicación o para recomendar en la dirección espiritual. Las notas de pie de página tiene una numerarión propia: el primer número corresponde a la semana, la siguiente letra al día de la semana y finalmente el número correspondiente a la numeración de la nota. Si no se hiciera de esta forma se debería introducir una numeración corrida propia de estas notas.
A modo de separador y de despertador (para encomendar...) se recogen fotos de casas de retiro y de convivencia de todo el mundo. Si alguno quisiera colocar "su foto" basta que nos la envíe...
- Dios nos llama a ser apóstoles.
- La misión de Zebedeo y de José como padres.
- Contamos con la ayuda de Dios.
- La gracia de Dios obra en nosotros.
- Jesús es más fuerte que nuestras debilidades.
- Admirarnos por los dones de Dios y compartirlos.
Miércoles I del tiempo ordinario
- Jesús cura a la suegra de Simón.
- En la oración descubrimos los deseos de Dios.
- Rezamos para preparar nuestra alma a la gracia divina.
- Dios sabe lo que es mejor para nosotros.
- También en las debilidades encontramos al Señor.
- El amor es gratuito, no busca poseer.
Viernes I del tiempo ordinario
- Llevan a su amigo junto a Jesús.
- Las consecuencias del perdón de los pecados.
- Todos necesitamos buenos amigos.
- El «sí» rápido y decidido de san Mateo.
- Las peticiones de Dios son dones.
- Agradecer en la santa Misa.
Domingo II del tiempo ordinario (ciclo A)
- La Iglesia y el cristiano, reflejos de la luz de Cristo.
- Conocer a Jesús siempre más.
- La salvación que trae el Cordero de Dios.
Domingo II del tiempo ordinario (C)
- Dios nos llama por nuestro nombre.
- La unidad surge de querer enriquecernos de los demás.
- María cuida la unidad.
- Jesús es el buen camino.
- La obediencia está en escuchar a Dios.
- La vida de oración es creativa.
Martes II del tiempo ordinario
- Movernos con soltura de hijos.
- Jesús es la plenitud del culto y de la moral.
- La virtud de la magnanimidad.
Miércoles II del tiempo ordinario
- La prioridad es la persona.
- Jesús manifiesta cómo es Dios.
- El domingo, día de Dios y del hombre.
Jueves II del tiempo ordinario
- La llamada de Dios es universal.
- Todos buscamos el rostro de Jesús.
- Descubrir su presencia alrededor nuestro.
Viernes II del tiempo ordinario
- El apostolado nace y vive de la oración.
- Sobreabundancia de vida interior.
- La caridad es manifestación de auténtico apostolado.
Sábado II del tiempo ordinario
- Jesús está siempre a nuestra disposición.
- Él es fuente de novedad.
- La Eucaristía alimenta nuestra sed de almas.
Domingo III del tiempo ordinario (ciclo A)
- Confiar en la luz de Cristo.
- Fijarse en lo que une.
- Jesús ilumina nuestra vida.
Domingo III del tiempo ordinario (C)
- Dios está cerca en la Sagrada Escritura.
- Jesús es la Palabra hecha carne.
- Abrir nuestra alma a la vida de Jesús.
Lunes III del tiempo ordinario
- El pecado contra el Espíritu Santo.
- La lucha es respuesta al amor.
- La santidad es siempre recomenzar.
Martes III del tiempo ordinario
- La llave para abrir la puerta de la santidad.
- Guía para una vida feliz.
- Un corazón dócil.
Jueves III del tiempo ordinario
- Somos portadores de la luz de Cristo.
- Difundir el Evangelio con el trabajo ordinario.
- La naturalidad del apostolado.
Viernes III del tiempo ordinario
- En Dios quien hace crecer su Reino.
- Sumar nuestra fuerza a la del Señor.
- Buscamos a Jesús como aquellos discípulos.
Sábado III del tiempo ordinario
- El cansancio de Jesús, perfecto hombre.
- Abandonarnos en Cristo para llegar a buen puerto.
- Ver a Jesús también en las dificultades.
Domingo – IV del tiempo ordinario (ciclo A)
- Dios escogió la necedad del mundo.
- Los caminos impensables del Señor.
- La debilidad es el mérito del cristiano.
Domingo IV del tiempo ordinario (ciclo C)
- Jesús se revela en la normalidad de lo cotidiano.
- La fe sincera obra milagros.
- Abrirse a la gratuidad de la gracia.
- Dios se ha encarnado para todos.
- Jesús nos libera del pecado.
- Encontrar fuerza en la confesión.
Martes IV del tiempo ordinario
- La fe humilde de la hemorroísa.
- El pecado y la muerte no tienen la última palabra.
- Sentirse necesitados de la curación de Cristo.
Miércoles IV del tiempo ordinario
- La sabiduría de Jesús.
- Fruto de la intimidad con Dios.
- La verdadera sabiduría.
Jueves IV del tiempo ordinario
- La llamada universal al apostolado.
- Siempre estamos acompañados en la misión.
- El estilo sencillo de la evangelización
Viernes IV del tiempo ordinario
- Juan Bautista es un mártir de la verdad.
- Un corazón limpio para amar a Dios.
- Buscar la gloria del Señor y no la propia.
Sábado IV del tiempo ordinario
- El descanso era importante para Jesús.
- Descansar con el Señor en la oración.
- Todos somos oveja y pastor.
Domingo – V del tiempo ordinario (ciclo A)
- Cuidar de los más necesitados.
- Dios enciende nuestra vida para entregarla.
- Salir al encuentro del mundo.
Domingo V del tiempo ordinario (ciclo C)
- Cristo puede cambiar nuestra vida.
- Muchos, como los apóstoles, han dejado su barca a Jesús.
- Amar a Dios como quiere ser amado.
- Jesús revoluciona los lugares por los que pasa.
- Descubrir la alegría más profunda.
- Una fe fundamentada en el amor de Dios.
- El verdadero sentido de la Ley.
- Dios nos pide la entrega del corazón.
- La caridad es la Ley del Espíritu Santo.
Miércoles V del tiempo ordinario
- El bien y el mal está dentro de nosotros.
- Para un cristiano, toda negación es una afirmación más grande.
- Examinar a fondo nuestro corazón.
- Jesús no rehúye la atención a las almas.
- Reconocernos necesitados de Dios.
- El poder de la fe de una madre.
Viernes V del tiempo ordinario
- Podemos llevar a la gente hacia Jesús.
- Dios actúa de distintas maneras.
- Los tiempos del obrar divino no siempre son los nuestros.
- Jesús mira con misericordia a la gente.
- Dios cuenta con nosotros para realizar sus milagros.
- Ofrecer al Señor nuestras cosas ordinarias.
Domingo VI semana tiempo ordinario (ciclo A)
- La novedad de la Ley
- Instrumento de libertad
- Raíz del pecado.
Domingo VI del tiempo ordinario (ciclo C)
- Las Bienaventuranzas ofrecen un nuevo sentido a nuestra vida.
- La alegría tiene raíces en forma de cruz.
- Las bienaventuranzas nos invitan a la confianza.
- El consuelo de escuchar a Jesús.
- La cercanía de Dios.
- Humildad y confianza.
Martes VI del tiempo ordinario
- Guardarse de la levadura que acusa a los otros.
- Ojos y oídos de misericordia.
- La mirada de la filiación divina.
Miércoles VI del tiempo ordinario
- Dios cuenta con quienes nos rodean.
- La oración ayuda a mirar la realidad.
- Felices en la tierra y en el cielo.
Jueves VI del tiempo ordinario
- Descubrir al verdadero Mesías.
- La cruz nos habla de quién es Jesucristo.
- El camino de la contrición.
Viernes VI del tiempo ordinario
- Jesús trae luz en el sufrimiento.
- Dios ha corrido el riesgo de nuestra libertad.
- Unir nuestra vida a la cruz de Cristo.
Sábado VI del tiempo ordinario
- La Transfiguración es un misterio que nos llena de luz.
- Descender del Tabor a la existencia diaria.
- Nos llenamos de luz en la Santa Misa.
Domingo – VII del tiempo ordinario (ciclo A)
- La santidad de Dios.
- Jesús es el camino.
- Amar a los enemigos.
Domingo VII del tiempo ordinario (ciclo C)
- Un programa de Cristo para agrandar el corazón.
- Ahogar los juicios con agradecimiento y alegría.
- Todos estamos llamados a amar a nuestros enemigos.
Lunes VII del tiempo ordinario
- Rezar con la confianza de que Dios sabe más.
- La generosidad de Dios es más grande que nuestros deseos.
- La oración de los hijos de Dios.
Martes VII del tiempo ordinario
- El auténtico Mesías.
- Las ambiciones de los apóstoles.
- Hacer agradable la convivencia.
Miércoles VII del tiempo ordinario
- Vivir en comunión con los demás..
- Apreciar lo que nos une a otras personas.
- La diversidad manifiesta la perfección divina.
Jueves VII del tiempo ordinario
- Llamados a ser un Evangelio viviente.
- Ser testimonios coherentes con nuestra fe.
- El pecado no puede llenar nuestro corazón.
Viernes VII del tiempo ordinario
- El matrimonio es una realidad natural.
- Los esposos reflejan el amor de Dios por los hombres.
- Dios está presente en las dificultades.
Sábado VII del tiempo ordinario
- El Reino de Dios es de quienes son como niños.
- Un camino de infancia espiritual.
- Hacerse como niños requiere madurez.
Domingo VIII del tiempo ordinario
- La importancia de la formación para el apostolado.
- Mirar primero los propios defectos.
- Purificar nuestro corazón para dar frutos buenos.
Lunes VIII del tiempo ordinario
- Los mandamientos son el camino hacia la felicidad.
- En Cristo, Dios sale a nuestro encuentro.
- Podemos aceptar o no la invitación de Jesús.
Martes VIII del tiempo ordinario
- Jesús llama al desprendimiento.
- Dejarlo «todo» incluye también aspectos interiores.
- Dios no se deja ganar en generosidad.
------
Martes X semana del tiempo ordinario
- Iluminar la oscuridad.
- Anclar nuestra tarea en Cristo.
- Sal que da sabor y conserva.
Miércoles X semana del tiempo ordinario
- Jesús revela la plenitud de la ley.
- La libertad como camino hacia el cielo.
- El Reino y las cosas pequeñas.
Jueves X semana del tiempo ordinario
- Reconciliarse con los demás.
- Aceptar las debilidades propias y ajenas.
- Mirar con comprensión maternal.
Viernes - X semana de tiempo ordinario
- La plenitud de las Bienaventuranzas.
- Buscar la pureza de corazón.
- Quitar lo que estorba.
------
- Colaborador de san Pablo.
- Una vida intensa y fecunda.
- Diversidad entre los primeros cristianos.
Solemnidad de la Santísima Trinidad - Domingo después de Pentecostés (ciclo C)
- La Trinidad está en nuestra alma.
- Amor del Padre, del Hijo y del Espíritu.
- El Espíritu Santo nos lleva a Cristo y al Padre.
Lunes - XI semana de tiempo ordinario
- El contraste entre Ajab y Nabot.
- Una verdadera y una falsa prudencia.
- La justicia de Cristo.
Martes - XI semana de tiempo ordinario
- El valor de reconocer el mal cometido.
- Buscar la justicia de Dios.
- La alegría de toda conversión.
Miércoles - XI semana de tiempo ordinario
- Muchos santos nos acompañan.
- El recuerdo de quienes conocieron a san Josemaría.
- Cada uno tiene su propio camino de santidad.
Jueves - XI semana de tiempo ordinario
- Una fuerza de bien en el mundo.
- Oración y santidad.
- Llegar al Padre por Cristo.
Viernes - XI semana de tiempo ordinario
- Todo es para bien.
- Un rey distinto a los de esta tierra.
- Llenar el corazón.
Sábado - XI semana de tiempo ordinario
- Un creador que es misericordia.
- Servir a un solo Señor.
- Dios es siempre fiel.
-----
Lunes - XII semana de tiempo ordinario
- No juzgar a los demás.
- La persona está en el centro.
- Amar a Dios es amar a los demás.
Martes - XII semana de tiempo ordinario
- El ansiado temor de Dios.
- El reino de Dios en la tierra.
- Magnanimidad para llegar a muchos.
-----
Lunes – XIII semana del Tiempo Ordinario
- Fidelidad en la búsqueda de Jesús.
- La vida impredecible del discípulo.
- Amor completo y libre.
Martes – XIII semana del Tiempo Ordinario
- El miedo de los apóstoles en la barca.
- Las tormentas que nos hacen crecer.
- El refugio de la cruz.
----
Jueves – XIII semana del Tiempo Ordinario
- Los amigos del paralítico.
- La verdadera amistad es un bien en sí mismo.
- Preparar el terreno de la amistad.
-----
Sábado – XIII semana del Tiempo Ordinario
- El alegre banquete entre Dios y su pueblo.
- Un ayuno que pasa oculto.
- El vino nuevo de Jesús.
------
------
Domingo – XXIII semana del Tiempo Ordinario
- Desprendimiento para seguir a Jesús.
- Acompañar al Señor con nuestras cruces.
- Espíritu de examen.
Lunes – XXIII semana del Tiempo Ordinario
- El formalismo de algunos fariseos.
- Rectitud de intención.
- Prioridad de la persona.
Martes – XXIII semana del Tiempo Ordinario
- Prioridad de la oración.
- Oración fraterna.
- Acoger a Jesús en la comunión
Miércoles – XXIII semana del Tiempo Ordinario
- Fiarse de la felicidad que viene de Dios.
- La promesa de la alegría recorre el Evangelio.
- Las penas y alegrías de un cristiano.
Jueves ---
Viernes – XXIII semana del Tiempo Ordinario
- Jesús vino a salvar, no a condenar.
- Reconocer la viga del propio ojo.
- Defender la manera de ser de los demás.
Sábado – XXIII semana del Tiempo Ordinario
- Ir a las raíces de nuestras acciones.
- Hablamos de lo que tenemos en el corazón.
- Construir sobre la roca que es Cristo.
Domingo– XXIV semana del Tiempo Ordinario
- El perdón es la alegría de Dios.
- Dios nos ha amado primero.
- Un Padre que sale al encuentro.
----
Martes – XXIV semana del Tiempo Ordinario
- Jesús actúa movido por su misericordia.
- La esperanza de sabernos acompañados.
- La vida como un don.
---
Viernes – XXIV semana del Tiempo Ordinario
- Un Evangelio destinado a todos.
- Compartir un tesoro.
- Las mujeres que acompañaban a Jesús.
Sábado – XXIV semana del Tiempo Ordinario
- Jesús enseña con parábolas.
- Acoger la palabra de Dios.
- El papel de las circunstancias externas.
Domingo – XXV semana del Tiempo Ordinario
- Llamados a vivir la lógica divina.
- El ingenio del administrador como ejemplo.
- La decisión de vivir con Dios.
Lunes – XXV semana del Tiempo Ordinario
- Cristo, luz de nuestras vidas.
- La misión de los discípulos.
- Responsabilidad de ser luz.
Martes – XXV semana del Tiempo Ordinario
- La Iglesia, familia de Jesús.
- María, mujer de la escucha.
- Con apertura de corazón.
_____
_____
Jueves – XXV semana del Tiempo Ordinario
- Desear ver a Jesús.
- Revestirse de Cristo.
- Santidad y apostolado.
Viernes – XXV semana del Tiempo Ordinario
- ¿Quién es Jesús para mí?
- La nueva lógica de la Cruz.
- Abrazar la Cruz con alegría.
Sábado – XXV semana del Tiempo Ordinario
- Admiración a Cristo y vida contemplativa.
- La Cruz siempre está cerca.
- La vida como un diálogo con Dios.
Domingo – XXVI semana del Tiempo Ordinario
- Sentir las necesidades de los demás.
- Abrirse a la misericordia de Dios.
- Más sensibles ante el sufrimiento.
Lunes – XXVI semana del Tiempo Ordinario
- La trampa de la soberbia.
- Admirar los dones de los demás.
- Conocerse a sí mismo.
Martes – XXVI semana del Tiempo Ordinario
- La libertad de Jesús para ir al Calvario.
- Las dificultades en el apostolado.
- Anhelar un corazón manso.
Miércoles – XXVI semana del Tiempo Ordinario
- Una vida enamorada, no cómoda.
- Jesús llama a todos.
- Las sorpresas de Dios.
-----
Viernes – XXVI semana del Tiempo Ordinario
- La conversión a la que nos llama Jesús.
- Volver siempre a Dios.
- Pedir el salto de la fe.
Sábado – XXVI semana del Tiempo Ordinario
- La alegría de los setenta y dos.
- Somos portadores de aquel gozo.
- Un fruto del Espíritu Santo.
------
Lunes – XXVII semana del Tiempo Ordinario
- La caridad nos abre los ojos.
- Jesús y los samaritanos.
- Amar con obras.
---
Miércoles – XXVII semana del Tiempo Ordinario
- Dios quiere que seamos santos.
- Ser hijos en el Padrenuestro.
- Ser perdonados y perdonar.
---
Sábado – XXVII semana del Tiempo Ordinario
- Jesús corrige siempre por amor.
- Querer los defectos de los demás.
- Un fruto de la amistad.
---
Domingo XXXI del tiempo ordinario
- Dios invita al hombre a participar de su amor
- Nuestra respuesta a toda esa grandeza es libre
- Amar a Dios y a los hombres van de la mano
Miércoles XXXI del tiempo ordinario
- Dejar todo por Cristo es un regalo
- Primero considerar los dones recibidos
- El fruto de llevar la Cruz
Jueves XXXI del tiempo ordinario
- El misterio de que Dios es misericordia.
- A Dios le alegra perdonarnos.
- El perdón que encontramos en la Confesión.
Viernes XXXI del tiempo ordinario
- Implicarse personalmente en las cosas de Dios
- La astucia del buen ladrón
- Tratar a Dios con una ambición de niños
Sábado XXXI del tiempo ordinario
- La libertad de no apegarse a los bienes terrenos.
- El desprendimiento nos recuerda que todo es de Dios.
- Agradecer lo que tenemos.
Domingo XXXII del tiempo ordinario
- La pobre viuda y su ofrenda en el Templo
- Entrega «todo lo que tenía para vivir»
- Darnos sin cálculos a Dios y a los demás
----
Miércoles XXXII del tiempo ordinario
- Hacer nuestro el grito de los leprosos.
- La curación más profunda proviene de una fe agradecida.
- Dar gracias en toda ocasión.
Jueves XXXII del tiempo ordinario
- El Reino de Dios está dentro de nosotros.
- Permanecer unidos a la vid para dar fruto.
- Dios reina también en nuestras relaciones con los demás.
Viernes XXXII del tiempo ordinario
- La realidad de la venida del Señor.
- La visión sobrenatural descubre vida en lo que parece muerte.
- El servicio es nuestro tesoro para la eternidad.
Sábado XXXII del tiempo ordinario
- Jesús nos impulsa a la oración de petición.
- Interceder por quienes nos rodean.
- Oración y fe se fortalecen mutuamente.
Domingo XXXIII del tiempo ordinario
- Jesús une presente y futuro.
- La Palabra de Dios no pasará.
- Nadie sabe el día ni la hora.
Lunes XXXIII del tiempo ordinario
- El grito del ciego de Jericó.
- La oración es manifestación de fe.
- Crecer en nuestro deseo de Dios.
Martes XXXIII del tiempo ordinario
- Dios entra en el corazón de Zaqueo.
- Aprender de su «santa desvergüenza».
- La conversión se manifiesta en la generosidad.
Miércoles XXXIII del tiempo ordinario
- Poner en juego los dones que nos ha dado Dios.
- Llamados a redimir el propio tiempo.
- No desconfiar del propio talento.
----
Viernes XXXIII del tiempo ordinario
- Purificar el templo para la oración.
- La Iglesia es el templo para el mundo.
- Junto a Cristo somos piedras vivas de la Iglesia.
Sábado XXXIII del tiempo ordinario
- Dios nos sorprenderá en la vida eterna con su amor y misericordia.
- El Señor ha establecido un pacto con nosotros.
- La vida futura ilumina nuestra vida terrena.
Domingo XXXIV semana de tiempo ordinario Solemnidad de Cristo Rey
- Jesús es el rey del Universo y de cada uno de nosotros.
- La aparente debilidad del reinado de Cristo.
- El servicio es el verdadero poder.
Lunes XXXIV del tiempo ordinario
- Mirar a Jesús, que es luz para nuestra vida.
- Dios nos pide todo para hacernos felices.
- La entrega a Dios se convierte en entrega a los demás.
Martes XXXIV del tiempo ordinario
- Poner la seguridad en Dios.
- Cristo en la Eucaristía.
- Dios habita también en cada cristiano.
Miércoles XXXIV del tiempo ordinario
- El testimonio del martirio.
- Mártires en lo ordinario.
- La fecundidad de la vida de un apóstol en el mundo.
Jueves XXXIV del tiempo ordinario
- La brevedad de nuestra vida.
- Dios nos acompañará al final del camino.
- La urgencia de hacer felices a los demás.
Viernes XXXIV del tiempo ordinario
- Las palabras de Jesús nos cambian.
- La Sagrada Escritura: cercanía de Dios que nos acerca a los demás.
- El Evangelio es siempre nuevo.
Sábado XXXIV del tiempo ordinario
- Una sana actitud de vigilancia.
- La libertad que nos dan las virtudes.
- Las virtudes nos unen a los demás.
Domingo – XXV semana del Tiempo Ordinario
- Llamados a vivir la lógica divina.
- El ingenio del administrador como ejemplo.
- La decisión de vivir con Dios.
Hohewand (cdr Austria)
Lunes I del tiempo ordinario
- Dios nos llama a ser apóstoles.
- La misión de Zebedeo y de José como padres.
- Contamos con la ayuda de Dios.
DESPUÉS DE CELEBRAR la fiesta del Bautismo del Señor, somos enviados, como Jesús, a anunciar la alegría que hemos recibido. Así comienza, nuevamente, el tiempo ordinario. «Convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1,15), dice el anuncio de Cristo. Para Simón, Andrés, Santiago y Juan, pescadores que habían sido llamados mientras trabajaban junto al lago o en la barca, esa conversión se ha concretado en una misión: ayudar a Jesús a llenar las redes de su Padre. Seguramente no olvidaron nunca ese instante. «No debemos olvidar nunca el tiempo y la forma en la que Dios ha entrado en nuestra vida: tener fijo en el corazón y en la mente ese encuentro con la gracia, cuando Dios ha cambiado nuestra existencia»[1-l-1].
No pretendemos entender por qué Dios nos elige, por qué decide contar con nosotros, por qué le atrae tanto nuestra compañía. Sin embargo, le escuchamos decir claramente que nos necesita en su barca, empeñados en sus faenas de pesca, surcando los mares, compartiendo la alegría de que el pecado ha sido vencido. «El apostolado –dice san Josemaría–, esa ansia que come las entrañas del cristiano corriente, no es algo diverso de la tarea de todos los días: se confunde con ese mismo trabajo, convertido en ocasión de un encuentro personal con Cristo. En esa labor, al esforzarnos codo con codo en los mismos afanes con nuestros compañeros, con nuestros amigos, con nuestros parientes, podremos ayudarles a llegar a Cristo, que nos espera en la orilla del lago. Antes de ser apóstol, pescador. Después de apóstol, pescador. La misma profesión que antes, después»[1-l-2].
Convertirnos y creer en el Evangelio, para ser apóstoles en medio del mundo, supone dejar entrar a Dios en nuestra vida diariamente, a pesar de nuestras claras debilidades. «Cuántas veces, delante de las grandes obras del Señor, surge de forma espontánea la pregunta: pero ¿cómo es posible que Dios se sirva de un pecador, de una persona frágil y débil, para realizar su voluntad? Sin embargo, no hay nada casual, porque todo ha sido preparado en el diseño de Dios. Él teje nuestra historia, la historia de cada uno de nosotros: él teje nuestra historia y, si nosotros correspondemos con confianza a su plan de salvación, nos damos cuenta»[1-l-3].
DIOS PADRE se complace en nosotros y, en el Evangelio de hoy, nos confía la misma misión que a su Hijo: «Seguidme y haré que seáis pescadores de hombres» (Mc 1,17). Nos gustaría decirle inmediatamente que sí, como lo hacen Andrés, Pedro, Santiago y Juan. Y también como Zebedeo, padre de estos dos últimos. Podría parecer que este pescador, que ha enseñado todo lo que sabe a sus hijos, queda al margen de la flota de Jesús. Pero nada está más lejos de la realidad. Es posible que él mismo haya animado a sus hijos, con una mirada, para que no dejasen pasar esa oportunidad. Es fácil imaginar la sorpresa que se llevó este buen padre al que sus hijos ayudaban en las faenas. Era grande el gozo de haber visto aquellos últimos años cómo sus hijos daban continuidad al negocio familiar. Sin embargo, Zebedeo está abierto a los planes de Dios, aunque se asomen de una forma inesperada. Intuye que, con la pesca que les ha anunciado Jesús, todos saldrán ganando.
Este padre, sencillo y orgulloso de sus hijos, cumple su misión. Le sucede algo parecido a lo que experimentaría José cuando Jesús se perdió en Jerusalén con los doctores de la ley. Cuando le encontraron sus padres, angustiados, Jesús respondió que tenía que estar en las cosas de Dios. Para José fue una señal clara. Eso no le sacaba de la escena; al contrario, daba todo el valor a lo que había logrado, era la confirmación de estar cumpliendo su misión admirablemente. «La paternidad que rehúsa la tentación de vivir la vida de los hijos está siempre abierta a nuevos espacios. Cada niño lleva siempre consigo un misterio, algo inédito que solo puede ser revelado con la ayuda de un padre que respete su libertad. Un padre que es consciente de que completa su acción educativa y de que vive plenamente su paternidad solo cuando (...) ve que el hijo ha logrado ser autónomo y camina solo por los senderos de la vida, cuando se pone en la situación de José, que siempre supo que el Niño no era suyo, sino que simplemente había sido confiado a su cuidado»[1-l-4].
ZEBEDEO conocía perfectamente a sus hijos: su carácter, su impulsividad, sus anhelos. Seguramente comprendió con rapidez por qué los empezaron a llamar «hijos del trueno» y quizás se reconoció en ese apelativo. Muchas noches rezaría por ellos en su hogar, junto con su mujer Salomé. Sabía que la misión a la que Jesús había invitado a sus hijos era grande, y ellos no habían salido fuera del entorno del pequeño lago de Galilea. Ellos afirmaban que podían beber el cáliz de Jesús, pero Zebedeo conocía bien sus capacidades.
Por eso confiaba en que la ayuda de Dios sería lo más importante. «La llamada conlleva siempre una misión a la que estamos destinados; por esto se nos pide que nos preparemos con seriedad, sabiendo que es Dios mismo quien nos envía, Dios mismo que nos sostiene con su gracia. El primado de la gracia transforma la existencia y la hace digna de ser puesta al servicio del Evangelio. El primado de la gracia cubre todos los pecados, cambia los corazones, cambia la vida, nos hace ver caminos nuevos. ¡No olvidemos esto!»[1-l-5]. ¡Cuántas gracias queremos dar a Dios por nuestros padres, a los que debemos –como le gustaba decir a San Josemaría– al menos «el noventa por ciento de nuestra vocación»[1-l-6].
Cuando Jesús murió en la Cruz, Salomé, la madre de Santiago y de Juan, estaba allí para acompañar a María. Escuchó como Jesús le decía a su hijo que María era su nueva madre. Quizá fue consciente, como Zebedeo aquel día en su barca, de que Juan se iría lejos, pero tampoco ella sintió que lo perdía. Por el contrario, se llenó de un orgullo santo porque su hijo era elegido para cuidar de la madre de Jesús. Aunque, en realidad, era muy consciente de quién iba a cuidar a quién.
[1-l-1] Francisco, Audiencia, 30-VI-2021.
[1-l-2]San Josemaría, Amigos de Dios, n. 264.
[1-l-3] Francisco, Audiencia, 30-VI-2021.
[1-l-4] Francisco, Patris corde, n. 7.
[1-l-5] Francisco, Audiencia, 30-VI-2021.
[1-l-6] San Josemaría, Conversaciones, n. 104
Hohewand (cdr Austria)
Martes I del tiempo ordinario
- La gracia de Dios obra en nosotros.
- Jesús es más fuerte que nuestras debilidades.
- Admirarnos por los dones de Dios y compartirlos.
«¿QUÉ TENEMOS que ver contigo, Jesús Nazareno? ¿Has venido a perdernos?» (Mc 1,24). Un hombre poseído por un espíritu impuro recibe con estas palabras a Jesús. Quizá sin expresarlo tan crudamente, alguna vez hemos sentido la tentación de pensar que Dios nos ha complicado la vida. Tal vez en momentos de contradicción ha surgido en nosotros algún sentimiento de queja o autocompasión. Nos inquieta que el bien no se imponga de forma más fácil, rápida y eficaz, en nuestras vidas. A veces no alcanzamos a ver que todo lo que Dios nos pide es, en realidad, un don que nos ofrece.
Pero no queremos que esos razonamientos oscurezcan nuestra profunda convicción de que Dios nos quiere felices y que, por eso, nos ha hecho libres. «No os maravilléis de que no podáis saltar, de que no podáis vencer: ¡si lo nuestro es la derrota! La victoria es de la gracia de Dios»[1-ma-1]. Por Cristo, con Cristo y en Cristo recorremos confiadamente este camino hacia la casa del Padre. Contrariamente a lo que expresa ese demonio, sabemos que Jesús, la segunda persona de la Trinidad, es más íntimo a nosotros que nosotros mismos.
No nos preocupan las dificultades externas ni las personales porque sabemos que, si las ponemos en manos de Cristo, actuará a través de ellas. ¡Cuántas veces hemos palpado la eficacia de la gracia! «Tampoco os podéis maravillar entonces –dice san Josemaría–: es que sois Cristo, y Cristo hace estas cosas por vuestro medio, como las hizo a través de los primeros discípulos. Esto es bueno, hijas e hijos míos, porque nos fundamenta en la humildad, nos quita la posibilidad de la soberbia, y nos ayuda a tener buena doctrina. El conocimiento de esas maravillas que Dios obra por vuestra labor os hace eficaces, fomenta vuestra lealtad y, por tanto, fortifica vuestra perseverancia»[1-ma-2].
JESÚS manda callar al espíritu impuro y le ordena salir inmediatamente de aquel hombre. El demonio tiene que ceder ante la fuerza y el poder de la gracia. «El Evangelio no puede ser negociado. No se puede llegar a acuerdos: la fe en Jesús no es una mercancía a negociar: es salvación, es encuentro, es redención. No se vende a bajo costo»[1-ma-3]. Dudar de la fuerza de Cristo es sucumbir. Confiar más en el poder de nuestra debilidad que en la gracia es cerrar el corazón a su acción.
«Y se quedaron todos estupefactos, de modo que se preguntaban entre ellos: ¿Qué es esto? Una enseñanza nueva con potestad. Manda incluso a los espíritus impuros y le obedecen» (Mc 1,27). ¿Por qué sorprende tanto que el pecado retroceda ante la presencia de Jesús? ¿Por qué a veces damos tanta importancia a nuestros defectos, por muy arraigados que estén? Basta una palabra de Jesús y serán cosa del pasado, una y otra vez. Quizá entonces descubriremos el papel que tienen esas miserias en nuestra vida: nos ayudan a agrandar el corazón para que la gracia habite en él.
En el sacramento de la confesión se cumple este milagro continuamente. El mal se repliega ante la potestad del Hijo de Dios. A través de este sacramento entra en el mundo una corriente que renueva el aire enrarecido por el pecado. Cada vez que nos confesamos, el demonio comprueba de nuevo que no tiene nada que hacer, se produce una victoria del bien sobre el mal. En ese tribunal de misericordia Jesús reafirma su compromiso con nosotros.
QUEREMOS hacernos testigos de este amor y llevarlo hasta nuestros amigos, nuestra familia, nuestros compañeros de trabajo. En muchos casos quizá no han tenido la misma suerte que nosotros. Esa cercanía con la bondad de Dios, esa naturalidad con la que la tocamos a diario, podría llevarnos al acostumbramiento. A nuestro ángel de la guarda le pedimos que nos llene siempre de asombro ante los prodigios de la gracia. El evangelio de hoy habla de la estupefacción de los habitantes de Cafarnaún ante la potestad de Jesús. Ojalá también nosotros seamos capaces de admirarnos día tras día por sus dones inmerecidos y constantes.
Qué mejor forma de valorarlos que compartirlos con los demás. En esa misión de evangelización, el apóstol nunca olvida que lo que transmite no es propio; eso le libera del miedo a fracasar, a importunar, a no acertar. Sabe que Dios cuenta con él para hacer felices a los demás y se lanza a anunciar esta buena noticia. Así les ha pasado a los apóstoles y a muchos cristianos que nos han transmitido la fe. «Cuando se trata del Evangelio y de la misión de evangelizar, Pablo se entusiasma, sale fuera de sí. Parece que no ve otra cosa que esta misión que el Señor le ha encomendado. Todo en él está dedicado a este anuncio, y no posee otro interés que no sea el Evangelio. Es el amor de Pablo, el interés de Pablo, el trabajo de Pablo: anunciar»[1-ma-4].
A la Virgen, Reina de los apóstoles, pedimos que nos haga buenos testigos de la fuerza de su Hijo. Le pedimos que nos recuerde, día tras día, que Dios es igual de poderoso (cfr. Is 59,1) y que su misericordia es capaz de borrar cualquier rastro de pecado y tristeza.
[1-ma-1] San Josemaría, En diálogo con el Señor, “Ahora que comienza el año”, n. 3.
[1-ma-2] Ibíd., n. 5
[1-ma-3] Francisco, Audiencia, 4-VIII-2021.
[1-ma-4] Ibíd.
Hohewand (cdr Austria)
Miércoles I del tiempo ordinario
- Jesús cura a la suegra de Simón.
- En la oración descubrimos los deseos de Dios.
- Rezamos para preparar nuestra alma a la gracia divina.
LA SUEGRA de Simón está con fiebre y no parece que sea pasajera. Por eso, san Marcos, que recoge la predicación de san Pedro, nos habla de la prisa que se dan para comunicárselo a Jesús y para pedirle que la fuera a visitar. Esa misma prisa es la que tiene esta buena mujer, una vez que ha sido curada, en ponerse a servir al Señor y a sus discípulos. La fiebre desaparece e inmediatamente se mete de lleno a colaborar en las tareas de Jesús.
En la misión de cada cristiano se conjuga la gracia con la libre correspondencia de cada uno, toda la iniciativa de Dios con nuestro pequeño grano de arena. «En nuestra vida espiritual es esencial cumplir los mandamientos, pero tampoco en esto podemos contar con nuestras fuerzas: es fundamental la gracia de Dios que recibimos en Cristo, esa gracia que nos viene de la justificación que nos ha dado Cristo, que ya ha pagado por nosotros. De él recibimos ese amor gratuito que nos permite, a su vez, amar de forma concreta»[1-mi-1]. Esta mujer se olvida enseguida de su situación y se dispone a compartir con alegría lo que ha recibido. Pero puede hacerlo solamente porque Cristo la ha curado. Para eso ha venido, para salvarnos, para hacer realidad nuestros deseos e ilusiones más profundos.
Este milagro es el primero de un conjunto de signos que Jesús realiza en esta población de la ribera del lago. La ciudad entera se agolpaba en la puerta de la casa de Simón. Jesús está devolviendo la ilusión y la esperanza a toda una generación. La suegra de Simón contribuye con su servicio y es fácil imaginar la ilusión de la anfitriona ante una visita del maestro de Nazaret. «Curó a muchos que padecían diversas enfermedades y expulsó a muchos demonios» (Mc 1,34), relata el Evangelio. A la suegra de Simón le hace feliz que tanta alegría sea repartida en su hogar, a la sombra de su techo.
EL EVANGELIO de hoy nos muestra cómo comienzan los días de Jesús: «De madrugada, todavía muy oscuro, se levantó, salió y se fue a un lugar solitario, y allí hacía oración» (Mc 1,35). Es una imagen también de lo que ocupa el lugar prioritario en su vida. Se puede percibir claramente el contraste cuando se dice que de madrugada sale a rezar y al atardecer tienen lugar las curaciones. La fuerza que sale de él, y que sana a todos, viene de ese contacto con su Padre. También en la oración nosotros aprendemos a identificarnos con los deseos de Dios. Procuramos que no nos sorprenda el día, no queremos perder la oportunidad de disfrutar de la misión de Jesús.
Como Cristo, buscar el primer momento del día para la oración es una forma de ejercer la libertad. Uno no se encuentra con Dios porque toca hacerlo, sino porque, entre las mil cosas de la jornada, no queremos que se nos escape lo importante. Quizá sorprende el afán de Jesús por retirarse si él ya estaba en contacto permanente con su Padre. Con este relato, el Hijo de Dios nos muestra que necesita de la oración para llevar a cabo su misión. También antes de la pasión en la que entregará su vida en rescate por nosotros lo veremos, otra vez, retirarse a rezar.
Cuando Simón sale en busca de su maestro, trata de convencerlo de que es necesario volver a encontrar a la gente. Se lo dice claramente: «Todos te buscan» (Mc 1,37). Pero Jesús le muestra que en ese momento deben ir a otras ciudades, quiere que todos tengan la posibilidad de encontrar a Dios. Rechaza quedarse allí, complacido con su obra, sino que le mueven las almas que le esperan. En esa madrugada Cristo, después de dialogar con su Padre, se pone inmediatamente en camino.
¿POR QUÉ Dios quiere que recemos? San Agustín también se lo preguntaba: «Puede resultar extraño que nos exhorte a orar aquel que conoce nuestras necesidades antes de que se las expongamos, si no comprendemos que nuestro Dios y Señor no pretende que le descubramos nuestros deseos, pues él ciertamente no puede desconocerlos, sino que pretende que, por la oración, se acreciente nuestra capacidad de desear, para que así nos hagamos más capaces de recibir los dones que nos prepara. Sus dones, en efecto, son muy grandes, y nuestra capacidad de recibir es pequeña»[1-mi-2]. A eso vamos a la oración: a aumentar la capacidad de nuestro corazón para recibir todos los regalos que Dios nos tiene preparados.
Recibe más, quien más desea y pide, porque Dios cuenta con ese espacio que abre en su corazón. El que sabe que no merece, y por eso se anima a pedir imposibles, ha hecho espacio en su alma a las gracias que Dios desea derramar a manos llenas. «Si estimamos en poco a Cristo, poco será también lo que esperamos recibir. Aquellos que, al escuchar sus promesas, creen que se trata de dones mediocres, pecan, y nosotros pecamos también si desconocemos de dónde fuimos llamados, quién nos llamó y a qué fin nos ha destinado»[1-mi-3].
San Josemaría estaba convencido de lo que era capaz de dar Dios a los que se lo piden: «La oración –¡aún la mía!– es omnipotente»[1-mi-4]. Orando, pidiendo sin desfallecer, hacemos eco a lo que Dios desea concedernos. Eso que le pedimos, lo tiene preparado desde hace mucho tiempo, pero quiere que se lo expongamos para no comprometer nuestra libertad. «Madre mía, que eres Madre de Dios, imploraba también el fundador del Opus Dei, queriendo renovar siempre las disposiciones de su oración– dime qué le tengo que decir, cómo se lo tengo que decir para que me escuche»[1-mi-5].
[1-mi-1] Francisco, Audiencia, 29-IX-2021.
[1-mi-2] San Agustín, Carta 130, n. 17.
[1-mi-3] Autor del siglo II, Liturgia de las horas, Domingo XXII del tiempo ordinario.
[1-mi-4] San Josemaría, Forja, n. 188.
[1-mi-5] San Josemaría, En diálogo con el Señor, “Rezar con más urgencia”, n. 5.
Hohewand (cdr Austria)
Jueves I del tiempo ordinario
- Dios sabe lo que es mejor para nosotros.
- También en las debilidades encontramos al Señor.
- El amor es gratuito, no busca poseer.
A LO LARGO de toda la Sagrada Escritura, Dios nos enseña a orar, nos sugiere palabras y disposiciones. En el Evangelio de hoy vemos a un leproso que se acerca a Jesús y, de rodillas, le ruega: «Si quieres, puedes limpiarme» (Mc 1,40). Este modo de pedir ayuda a Dios encierra mucha riqueza. El mismo hecho de rezar ya supone que estamos confiando en que Dios quiere ayudarnos; sin embargo, afirmarlo expresamente supone, además, el reconocimiento de que solo él sabe en realidad lo que es bueno para nosotros. Y por la rapidez de la respuesta de Jesús podemos intuir que esa actitud del leproso le ha conquistado: «Quiero, queda limpio» (Mc 1,41). Aunque apenas han intercambiado cuatro palabras, la comprensión entre Jesús y el leproso ha sido total, Dios ha encontrado la puerta abierta en su corazón.
Cuando no exigimos cosas a Dios, como si nuestros designios fueran más sabios que los suyos, nos hacemos capaces de descubrir con mayor profundidad su amor por nosotros. Además, confiados en sus manos y en su sabiduría, nos sentiremos más seguros, comprenderemos nuestra verdadera dignidad: la de ser amados y deseados por Dios, no por lo que hemos hecho, sino por quienes somos, porque hemos salido de sus manos. «La libertad guiada por el amor es la única que hace libres a los otros y a nosotros mismos; la libertad que sabe escuchar sin imponer, que sabe querer sin forzar, que edifica y no destruye»[1-j-1]. Nadie nos conoce tanto como Jesús, y nadie como él se hace cargo de lo que necesitamos en cada instante. Por eso merece la pena pedir su ayuda con la disposición humilde y totalmente confiada de aquel leproso.
SAN JOSEMARÍA comentaba así las palabras del leproso del Evangelio: «Señor, si quieres –y Tú quieres siempre–, puedes curarme. Tú conoces mi flaqueza; siento estos síntomas, padezco estas otras debilidades. Y le mostramos sencillamente las llagas; y el pus, si hay pus. Señor, Tú, que has curado a tantas almas, haz que, al tenerte en mi pecho o al contemplarte en el Sagrario, te reconozca como Médico divino»[1-j-2]. Y entonces, escuchamos que el Señor quiere. Nos limpia y nos reviste con su traje, con su anillo, convoca a los músicos y mata el ternero cebado. Nos recuerda nuestra dignidad de hijos: «Pronto, sacad el mejor traje y vestidle» (Lc 19,22), dice la Sagrada Escritura.
A pesar de todo, puede suceder que tengamos la tentación de querer curarnos nosotros mismos, de considerarnos ya mayores, adultos, que no deberíamos necesitar de otro que nos limpie. Incluso soñamos con no mancharnos y quizás nos molestamos cuando eso sucede. De esta manera, confundimos la verdadera naturaleza de nuestra correspondencia al amor de Dios. Nos llenamos de autosuficiencia, nuestro peor enemigo. «Es el amor de Cristo que nos ha liberado y también es el amor que nos libera de la peor esclavitud: la del nuestro yo»[1-j-3].
A veces podemos olvidar que el Señor nos espera pase lo que pase, no solo en las victorias. Quizá, confundidos por el desánimo, desaprovechamos esas oportunidades únicas: «¿Supe ofrecer al Señor, como expiación, el mismo dolor, que siento, de haberlo ofendido ¡tantas veces!? ¿Le ofrecí la vergüenza de mis interiores sonrojos y humillaciones, al considerar lo poco que adelanto en el camino de las virtudes?»[1-j-4]. Para Dios todo lo nuestro es importante, también nuestras derrotas. Él conoce lo grande y sincero que es nuestro deseo de amarle por encima de todo.
«SUS PALABRAS, “si quieres puedes curarme”, eran el testimonio de una voluntad dispuesta a aceptar lo que Jesús quisiera hacer con él. ¡Pero su fe en Jesús no quedó defraudada! Hermanos y hermanas –exhortaba san Juan Pablo II–: ¡que vuestra fe en Jesús no sea menos firme y constante que la de estos personajes de que nos hablan los Evangelios!»[1-j-5]. Le pedimos a Dios que nos de una fe así, queremos descubrir que todo lo recibimos continuamente de Dios.
«Mi pobre corazón está ansioso de ternura –decía san Josemaría– (...). Y esa ternura, que has puesto en el hombre, ¡cómo queda saciada, anegada, cuando el hombre te busca, por la ternura (que te llevó a la muerte) de tu divino Corazón!»[1-j-6]. Anhelamos el cariño de Dios, pero alguna vez puede suceder que tratemos de saciar esas ansias en sendas impuras, en donde se mira a los demás no como hijos de Dios que merecen un amor gratuito. Entonces, podemos buscar solo nuestro propio beneficio y nos quedamos todavía más vacíos.
Pidiendo perdón nos abrimos al verdadero amor incondicional de Dios. «Si quieres, puedes curarme». Ahí está la clave del amor puro. «La castidad está en ser libres del afán de poseer en todos los ámbitos de la vida. Solo cuando un amor es casto es un verdadero amor. El amor que quiere poseer, al final, siempre se vuelve peligroso, aprisiona, sofoca, hace infeliz. Dios mismo amó al hombre con amor casto, dejándolo libre incluso para equivocarse y ponerse en contra suya»[1-j-7]. Pidiendo perdón avanzamos por la senda de la santa pureza, que nos permite disfrutar del amor de Dios por cada uno. La Virgen Inmaculada nos ayuda a querer a todos con esa libertad que nos hará pregustar el amor de Cristo.
[1-j-1] Francisco, Audiencia, 20-X-2021.
[1-j-2] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 93.
[1-j-3] Francisco, Audiencia, 20-X-2021.
[1-j-4] San Josemaría, Forja, n. 153.
[v5] San Juan Pablo II, Discurso, 21-II-1981.
[1-j-6] San Josemaría, Apuntes íntimos, 9-X-1932.
[1-j-7] Francisco, Patris corde, n. 7.
Hohewand (cdr Austria)
Viernes I del tiempo ordinario
- Llevan a su amigo junto a Jesús.
- Las consecuencias del perdón de los pecados.
- Todos necesitamos buenos amigos.
LA ILUSIÓN de la gente por ver a Jesús va creciendo en la zona. El Evangelio nos dice que «ni siquiera ante la puerta había sitio» (Mc 2,2). Hace unos días veíamos cómo la gente se agolpaba fuera de la casa de Simón, pero ahora ya ni siquiera queda sitio allí. Se cumple lo que Pedro había dicho: todos buscan al maestro. Jesús ha caldeado sus corazones, ha hecho resurgir la esperanza en un pueblo ocupado y reprimido; pero esta vez se trata de una esperanza diferente, mucho más grande de lo que imaginaban. Las palabras y los milagros de Cristo han hecho que los sueños de un pueblo que lleva siglos esperando al Mesías parecieran, esta vez, posibles. ¿Y si es, de verdad, el Mesías?, se preguntan. ¿Y si tenemos la suerte de tenerlo en nuestra casa en Cafarnaún? Para la gente sencilla que rodeaba a Cristo, no cabe mayor privilegio que haber conocido quien les ha deslumbrado con la luz de su doctrina. Ellos, personajes secundarios en la sociedad de su tiempo, han encontrado el gran tesoro; los que siempre han sido los últimos han sido buscados para encabezar al pueblo de la promesa.
Entre toda esta multitud, hay cuatro amigos que han oído, o quizá visto, a Jesús. Tienen un quinto amigo que es paralítico y a uno de ellos se le ha ocurrido que, si consiguen llevarlo hasta Jesús, existen muchas posibilidades de que pueda ser curado. Sin embargo, al llegar a las inmediaciones, se encuentran con tanta gente agolpada allí que no saben qué hacer. En todos los grupos siempre hay alguno que suele tener ideas un poco más peregrinas, así que este sugiere descolgar a su amigo por el tejado de la casa. No ven otra forma de ponerlo frente a Jesús. Nosotros, en la oración, muchos siglos después, podemos seguir haciendo algo parecido con nuestros amigos. «No se puede comunicar la cercanía de Dios sin tener experiencia de ella, sin experimentarla cada día, sin dejarse contagiar por su ternura. Cada día, sin ahorrar tiempo, debemos estar frente a Jesús, llevarle las personas, las situaciones, como canales siempre abiertos entre él y nuestro pueblo»[1-v-1].
DESCUBRIR A JESÚS y contárselo a los demás son dos caras de una misma moneda. Cada cristiano tiene la suerte de compartir la misma misión de Cristo. «La luz de la fe nos permite reconocer cuánto es infinita la misericordia de Dios, la gracia que obra por nuestro bien. Pero esa misma luz nos hace también ver la responsabilidad que se nos ha encomendado para colaborar con Dios en su obra de salvación»[1-v-2].
Sin embargo, el apóstol no es mejor que los demás. Por eso se llena de agradecimiento y saberse elegido estimula su creatividad, como les sucede a estos amigos: «Levantaron la techumbre por el sitio en donde se encontraba y, después de hacer un agujero, descolgaron la camilla en la que yacía el paralítico» (Mc 2,4). Quieren poner a su amigo ante el Señor, piensan que eso bastará. «Al ver Jesús la fe de ellos, le dijo al paralítico: Hijo, tus pecados te son perdonados» (Mc 2,5). Desde arriba los amigos se sorprenden, se felicitan entre sí, y quizá Jesús los mira con complicidad porque se han salido con la suya. De alguna manera, han colado a su amigo en el corazón del maestro. Pueden ver la cara de alegría de su amigo, muy diferente a la angustia que seguramente contraía su rostro mientras era descolgado. Quizá también les sorprende que Jesús le perdone los pecados, pero la cara de su amigo lo dice todo: ahora se siente liberado.
De la misma manera quisiéramos sentirnos nosotros cada vez que somos curados por Jesús. «No os llevéis ningún chasco si hacéis una tontería, o doce seguidas –dice san Josemaría–. ¿Qué creéis? ¿Que sois impecables? Yo tengo sesenta y ocho años: bueno cuarenta y uno y un poco... Os voy a quitar la ilusión: no penséis que todo será calma cuando seáis viejos. Siguen las mismas pasiones, y quizá más retorcidas. Así, que toda la vida es lucha, ¡pero es fácil!»[1-v-3].
DESPUÉS DE QUE JESÚS pronuncia sus palabras de perdón, se produce un pequeño altercado. Algunos de los que están dentro se enfadan. Les inquieta que Jesús diga que él perdona los pecados del paralítico, porque eso solo le corresponde a Dios. Llama la atención la postura física en que se encuentran estos personajes, que el evangelista ha recogido, inspirado por el Espíritu Santo: «Estaban allí sentados algunos de los escribas» (Mc 2,6). Sabemos que quienes de verdad quieren al paralítico están mirando la escena encaramados en el tejado. Los que, al contrario, se quejan de que Jesús perdone los pecados, están cómodamente sentados. El apóstol, como estos amigos del Evangelio, no espera sentado a que las cosas sucedan. Su fe en Dios le lleva a fiarse del Espíritu, verdadero protagonista de su misión, y se pone en marcha cada día.
De hecho, ellos ni siquiera le piden a Jesús que lo cure, ni se enfadan porque al principio solo le perdona los pecados. No le marcan a Dios el paso, sino que se ajustan al ritmo de Jesús. La conversación sigue manteniendo la expectación. Jesús les pregunta: «¿Por qué pensáis estas cosas en vuestros corazones?» (Mc 2,8). Quizá todos se sintieron interpelados, aunque la pregunta iba dirigida a los escribas. Estos últimos sabían perfectamente a qué se refería, pero Jesús no les dejó responder: «A ti te digo –dijo, dirigiéndose al paralítico–: levántate, toma tu camilla y vete a tu casa» (Mc 2,11).
La alegría de los que miraban desde el agujero estalla en gozo y agradecimiento. Ven caminar a su amigo, tomar su camilla y salir por su propio pie. Seguramente corrieron a abrazarlo. ¿Cómo sería el agradecimiento de quien fuera paralítico hacia sus amigos? ¿Cómo abrazó a cada uno y quizá especialmente al que tuvo la atrevida idea de descolgarlo? Todos necesitamos buenos amigos que nos pongan delante de Jesús. Y nadie como la madre de Jesús para cumplir esa misión. Su imaginación y su simpatía siempre harán atractivo el camino de vuelta a su compañía. «Madre nuestra, te damos gracias por tu intercesión por nosotros delante de Jesús; sin ti, no hubiéramos podido ir a Él. ¡Qué verdad es que a Jesús siempre se va y se vuelve por María!»[1-v-4].
[1-v-1] Francisco, Discurso, 12-IX-2019.
[1-v-2] Francisco, Audiencia, 29-IX-2021.
[1-v-3] San Josemaría, Notas de una reunión familiar, 5-IV-1970.
[1-v-4] San Josemaría, Notas de una meditación, 10-IV-1937.
Hohewand (cdr Austria)
Sábado I del tiempo ordinario
- El «sí» rápido y decidido de san Mateo.
- Las peticiones de Dios son dones.
- Agradecer en la santa Misa.
JESÚS PASA por nuestras vidas y nos llama. Lo hacía ayer, lo hace hoy, y lo seguirá haciendo. De la misma manera como lo hizo con Mateo, el Señor viene a nuestro encuentro en medio de nuestro trabajo: «Sígueme» (Mc 2,14). Contemplamos la rápida respuesta de quien se convertiría en apóstol y evangelista. No vaciló en abandonar su seguridad, «conocer a Cristo y seguirle fue todo uno»[1-s-1]. Quizás la sola presencia de Jesús le transmitió la confianza suficiente para arriesgarse, ni siquiera necesitó tiempo para pensar en lo que dejaría atrás. Como es astuto, quizá huele un buen negocio desde lejos y sabe que esta vez su felicidad será la recompensa.
Tal vez en alguna ocasión nos asalte la duda de si seremos capaces de seguir a Jesús hasta el final, si podremos ser fieles, si no caeremos en la rutina y el desánimo. ¿Qué motivos suelen retrasar nuestra respuesta afirmativa hacia lo que Jesús nos pide? Obviamente, hace falta discernimiento para orientar nuestra vida. Habitualmente la vocación no aparece de manera evidente, así que no debe inquietarnos que nos entren dudas. «Te has asustado un poco al ver tanta luz... –dice san Josemaría–. Tanta que se te antoja difícil mirar, y aun ver. Cierra los ojos a tu evidente miseria; abre la mirada de tu alma a la fe, a la esperanza, al amor, y sigue adelante, dejándote guiar por Él, a través de quien dirige tu alma»[1-s-2].
Mateo no sabe qué va a ser de su vida, de su negocio, de sus posesiones; quizá no sabe dónde vivirá mañana, cómo reaccionarán sus compañeros de trabajo, ni si será capaz de permanecer siempre junto al Maestro. Para él todo es nuevo, pero tiene la suficiente amplitud de miras y humildad para no detenerse en lo ya conocido, en sus límites o en lo que pensarán los demás. Se deja ganar por la gratuidad de la oferta que el Señor le ha hecho. «Él, nuestro maestro, aguanta todo el peso de la cruz, dejándome a mí solamente la parte más pequeña e insignificante. Él, no sólo es espectador de mi combate, sino que toma parte de él, vence y lleva a feliz término toda la lucha»[1-s-3].
«UNA VEZ MÁS nos encontramos delante de la paradoja del Evangelio: somos libres en el servir, no en el hacer lo que queremos. Somos libres en el servir, y ahí viene la libertad. Nos encontramos plenamente a nosotros en la medida en que nos donamos; poseemos la vida si la perdemos (cfr. Mc 8,35). Esto es Evangelio puro»[1-s-4]. Cualquier petición que Dios nos dirige es, en realidad, un regalo. Contraponer libertad y entrega, voluntad de Dios y felicidad, es la gran mentira que nos susurra el demonio. El maligno tiene mucho interés en que no percibamos los dones que Dios desea regalarnos ni la belleza de la entrega.
Puede suceder que pensemos que los compromisos limitan nuestra libertad. A veces no confiamos en que seamos capaces de mantener la palabra dada si, en algún momento, cambian las circunstancias o cambian nuestros afectos, que ahora nos hacen ser felices en una determinada situación. Pero seremos capaces de responder con amor, de comprometer nuestra libertad sin miedo, solo si antes nos hemos dejado conquistar por él. Solo responderemos con el regalo de nuestra vida si hemos descubierto, primero, que hemos recibido mucho más de lo que se nos pide. Quien piensa, equivocadamente, que hace un don semejante al que ha recibido, no tardará en encontrar motivos para decir que no, que se equivocó, que quizás no vale la pena. Quien llega a ser consciente de la inmensidad de lo que ha recibido, no sale de su asombro y procura llenarse de agradecimiento sincero.
«EN VERDAD es justo y necesario darte gracias, siempre y en todo lugar», repetimos muchas veces en la santa Misa. Así comienzan muchos prefacios, y así queremos permanecer nosotros: en continua acción de gracias. Incluso antes de decirle a Dios que sí en tantas cosas que todavía no conocemos, nos puede ayudar dar gracias por adelantado. Habrá días en que el camino se haga un poco más cuesta arriba, en que nos toque subir hacia el Calvario. Podemos pensar, entonces, que Jesús adelantó la entrega de su cuerpo en la noche del Jueves Santo, y lo hizo en una celebración de acción de gracias. Cada vez que asistimos a la Eucaristía somos conscientes de esa actitud: «Dando gracias, te bendijo, lo partió y lo dio a sus discípulos diciendo...».
La acción de gracias es la mejor forma de acoger un don. Es reconocerlo como tal, es apreciar la gratuidad del amor de quien nos lo regala. Agradecer algo que nos cuesta tiene la gran ventaja de que nos ayuda a desprendernos del cálculo, de la renuncia que implica. Mateo agradeció a Jesús su llamada con un banquete. No le importó invitar a sus amigos, pecadores como él: era su regalo para Jesús. «Un día Dios, agradecido, exclamará: “Ahora me toca a mí”. Y, ¿qué veremos entonces? –escribía santa Teresita de Lisieux–. ¿Qué será esa vida que nunca tendrá fin? Dios será el alma de nuestra alma... ¡misterio insondable! El ojo del hombre no ha visto la luz increada, su oído no ha escuchado las incomparables armonías y su corazón no puede soñar lo que Dios tiene reservado a los que ama»[1-s-5].
No hay mejor momento que la Misa para dar gracias a Dios por nuestra vocación, incluso si todavía estamos tratando de discernir lo que el amor de Dios nos quiere regalar. Poner allí todos los días nuestra vocación, junto a la entrega de Jesús, para que Dios Padre las reciba unidas, formando un solo sacrificio, puede ser la mayor fuente de alegría. Y qué maravilla que nuestra madre, la Virgen María, sea quien nos ha enseñado a dar gracias desde el primer momento: «Proclama mi alma las grandezas del Señor, y se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador» (Lc 1,46-47).
[1-s-1] San Josemaría, Forja, n. 6.
[1-s-2] Ibíd., n. 1015.
[1-s-3] San Pablo Le-Bao-Tinh, Carta, 1843, citado enLiturgia de las Horas, 24 de noviembre.
[1-s-4] Francisco, Audiencia, 20-X-2021.
[1-s-5] Santa Teresa de Lisieux, Carta 94 a Celina, 14-VII-1889.
Cavabianca
Domingo II del tiempo ordinario (ciclo A)
- La Iglesia y el cristiano, reflejos de la luz de Cristo.
- Conocer a Jesús siempre más.
- La salvación que trae el Cordero de Dios.
«Tú eres mi siervo, Israel, en quien me glorío», dice Dios al profeta Isaías. «Te he puesto para ser luz de las naciones, para que mi salvación alcance hasta los extremos de la tierra» (Is 49,3.6). Estas palabras, aplicadas originariamente al pueblo de Israel, encuentran su cumplimiento pleno en Jesús y en su Iglesia. El nuevo pueblo de Dios no está circunscrito a una región, a una cultura o a una sociedad: el Señor extiende su salvación a todas las naciones y a todos los hombres.
Desde el tiempo de los primeros discípulos de Jesús, «la Iglesia está llamada a hacer que en el mundo resplandezca la luz de Cristo, reflejándola en sí misma como la luna refleja la luz del sol»[1-dA-1]. En ella se cumplen las profecías referidas a la ciudad de Jerusalén: «¡Levántate, resplandece, que llega tu luz. (...) Las naciones caminarán a tu luz, los reyes al resplandor de tu aurora» (Is 60,1-3). Por eso, la Iglesia, en su vocación de iluminar cada momento histórico concreto, interpreta los signos de los tiempos a la luz del Evangelio. Todo lo hace teniendo siempre presente su misión. De este modo, nunca dejará de «responder a los permanentes interrogantes de los hombres sobre el sentido de la vida presente y futura»[1-dA-2].
Todo creyente está llamado a acercar a los hombres la luz que Cristo ha encendido en su alma. «En la Iglesia hay diversidad de ministerios, pero uno solo es el fin: la santificación de los hombres. Y en esta tarea participan de algún modo todos los cristianos, por el carácter recibido con los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación. Todos hemos de sentirnos responsables de esa misión de la Iglesia, que es la misión de Cristo»[1-dA-3]. Todos somos apóstoles. Teniendo esto en mente, y con la convicción de que la unión personal con Jesús es lo más importante en una tarea que depende de Dios, san Josemaría apuntaba: «El mundo y Cristo. Nuestra misión. Somos pocos, ¿queremos ser más? ¡Seamos mejores!»[1-dA-4].
JUAN el Bautista era consciente de que su grandeza venía de aquel a quien precedía. Toda su vida giró en torno al Mesías. Su misión fue la de preparar los corazones de los hombres para su llegada. Por eso, cuando lo vio pasar, quiso que los allí presentes reconocieran a quien daba sentido a su existencia: «Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Este es de quien yo dije: “Después de mí viene un hombre que ha sido antepuesto a mí, porque existía antes que yo”. Yo no le conocía, pero he venido a bautizar en agua para que él sea manifestado a Israel» (Jn 1,29-31). De un modo análogo, el cristiano sabe que la luz que puede transmitir no es propia, sino del Señor.
Quizá llama la atención que el Bautista dijera «yo no le conocía», pues desde el seno de Isabel Juan había experimentado la cercanía de Cristo, cuando María visitó a su madre (cfr. Lc 1,41-42). Podemos suponer que en otros momentos, siendo niños y jóvenes, también se hubieran encontrado. Sin embargo, por muchas veces que Juan hubiese estado con Jesús, no sería suficiente para conocerle profundamente: siempre descubriría aspectos nuevos de su persona y de su misión.
«Aprendamos de Juan el Bautista a no dar por sentado que ya conocemos a Jesús, que ya lo conocemos todo de él. No es así. Detengámonos en el Evangelio, quizá incluso contemplando un icono de Cristo, un “Rostro Santo”. Contemplemos con los ojos y más aún con el corazón; y dejémonos instruir por el Espíritu Santo, que dentro de nosotros nos dice: ¡Es él! Es el Hijo de Dios hecho cordero, inmolado por amor»[1-dA-5]. Si miramos así a Jesús, como el Bautista, siempre con una apertura para conocer más y más al Señor, sin dar por hecho que ya le conocemos suficientemente, podremos transmitir mejor esa luz que viene de Dios, que no se apaga, y que tantas personas buscan a tientas.
JUAN presenta a Jesús como «el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29). Quizá los oyentes asociarían estas palabras al cordero pascual, cuya sangre había sido derramada la noche en que los judíos fueron liberados de la esclavitud de Egipto. Cada año se sacrificaba uno en el Templo para recordar la liberación que Dios había otorgado a su pueblo. Todo esto era, en realidad, una imagen de lo que sería Cristo, que con el sacrificio en el Calvario pediría perdón en nombre de toda la humanidad. «Él es el verdadero Cordero que quitó el pecado del mundo, muriendo destruyó nuestra muerte y resucitando restauró la vida»[1-dA-6].
Por tanto, Juan Bautista desde muy pronto presenta al Mesías como aquel que, con su muerte, salvará al mundo. Esta concepción del Salvador, sin embargo, no coincidía con la de la mayoría de sus contemporáneos. Muchos esperaban una liberación terrena, política, similar a la que Israel había conseguido de Yahvé respecto al pueblo de Egipto; esta vez podían esperar que el Mesías les despojara de la dominación romana. Por eso, la muerte del Salvador no podía concebirse como un triunfo. Sin embargo, esta no es la lógica de Dios. A lo largo de su vida, Jesús anunciará las armas a las que recurre, tan distintas de las de la guerra física, que marcarán su propuesta de salvación: misericordia, servicio, caridad, mansedumbre, paz…
Pasados los siglos, no obstante, a veces podemos tener una mentalidad parecida a la de los paisanos del Bautista; es decir, pensar que la victoria de Cristo sobre el mal pueda asegurarnos una vida segura y cómoda, o que se trata de una superioridad terrena de algún tipo, o que esta de algún modo debería estar a punto de llegar. San Josemaría, en cambio, decía: «No existen fracasos –convéncete–, si obras con rectitud de intención y con afán de cumplir la Voluntad de Dios. Entonces, con éxito o sin éxito, triunfarás siempre, porque habrás hecho el trabajo con Amor»[1-dA-7]. Podemos pedir a María que nos ayude a comprender cada vez mejor la verdadera victoria que nos trajo su hijo, el único Cordero de Dios..
[1-dA-1] Benedicto XVI, Homilía, 6-I-2006.
[1-dA-2] San Juan Pablo II, Veritatis Splendor, n. 2.
[1-dA-3] San Josemaría, Amar a la Iglesia, n. 32.
[1-dA-4] San Josemaría, anotaciones para una plática, diciembre 1935, citado en Camino, edición crítico-histórica preparada por Pedro Rodríguez, comentario al punto 984, Rialp 2004 (3a edición), p. 1041.
[1-dA-5] Francisco, Homilía, 19-I-2020.
[1-dA-6] Misal Romano, Prefacio Pascual I.
[7] San Josemaría, Forja, n. 199.
Domingo II del tiempo ordinario (C)
- Dios nos llama por nuestro nombre.
- La unidad surge de querer enriquecernos de los demás.
- María cuida la unidad.
CUANDO CONOCEMOS a alguien, lo primero que le preguntamos es cómo se llama. Todo nombre propio esconde dos dimensiones. Por una parte, es lo que le permite distinguirse como un individuo único e irrepetible. Y, al mismo tiempo, dar a conocer nuestro nombre nos permite entablar una relación con otra persona, nos permite formar una comunidad.
«Los pueblos verán tu justicia, y los reyes tu gloria; te pondrán un nombre nuevo, pronunciado por la boca del Señor» (Is 62,2). Estas palabras del profeta Isaías, dirigidas a Jerusalén, pueden ser también referidas a nuestras vidas. En el rito de acogida del Bautismo se pregunta por el nombre del que va a recibir el sacramento porque «Dios llama a cada uno por el nombre, amándonos individualmente, en la concreción de nuestra historia»[2-d-1]. Cada uno de nosotros es querido por Dios con un amor de predilección. Nuestro nombre está en su boca como el de un niño en los labios de su madre cuando quiere hacerlo sonreír o consolarlo por una caída. Sigue diciendo el profeta: «Ya no te llamarán “Abandonada”, ni a tu tierra “Devastada”; a ti te llamarán “Mi predilecta”, y a tu tierra “Desposada”, porque el Señor te prefiere a ti» (Is 62,4). ¿Sentimos habitualmente en nuestro interior las palabras de ánimo y de consuelo que nos dirige el Señor en todo momento?
En ocasiones podemos pensar que nuestra oración consiste sobre todo en dirigir palabras hacia Dios. Pero, antes, quizás nos haría bien escuchar cómo Dios pronuncia nuestro nombre y nos invita a que abramos nuestra vida a su presencia. Nuestra vocación está anclada en esa relación amorosa con Dios. Y así como cada uno de nosotros tiene un nombre personal que nos vuelve únicos ante los ojos de la Santísima Trinidad, también conocemos cómo se llama Dios: «Amor es el nombre propio de Dios»[2-d-2].
«HAY DIVERSIDAD de carismas, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de actuaciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos» (1 Co 12,4-5). Son conocidas estas palabras de san Pablo, de la segunda lectura de la Misa de hoy, con las que busca subrayar la unidad de la Iglesia que sostiene su rica pluralidad. Dios invita a cada uno a seguirlo en un camino personal, de íntima unión con él, y por eso nos llama por nuestros nombres. Le importan nuestras biografías, los talentos que nos ha regalado y las limitaciones que percibimos cuando intentamos poner por obra lo que nos sugiere. Pero, al mismo tiempo, la llamada de Dios tiene como uno de sus más sabrosos frutos la formación de una familia a la que pertenecen personas con distintos dones y sensibilidades. ¡Qué alegría podemos experimentar al sabernos parte de una familia con tanta riqueza!
«La legítima diversidad no se opone de ningún modo a la unidad de la Iglesia, sino que por el contrario aumenta su honor y contribuye no poco al cumplimiento de su misión»[2-d-3]. En la Iglesia existen diversos modos de anunciar el Evangelio porque su unidad se funda en un amor creativo. Nuestros nombres, que Dios pronuncia con tanto cariño, nos abren a los demás para que ellos también puedan llamarnos y, entre todos, llevemos el buen olor de Cristo a todos los rincones del mundo.
«No me he cansado de repetir desde 1928 –explicaba san Josemaría–, que la diversidad de opiniones y de actuaciones en lo temporal y en lo teológico opinable, no es para la Obra ningún problema: la diversidad que existe y existirá siempre entre los miembros del Opus Dei es, por el contrario, una manifestación de buen espíritu, de vida limpia, de respeto a la opción legítima de cada uno»[2-d-4]. También en esta partecica de la Iglesia –la Obra– queremos admirarnos ante la gran variedad de sensibilidades. Ser cada día una familia más unida consiste, precisamente, en fomentar nuestro propio modo de ser y de pensar; y, al mismo tiempo, manifestar un interés real por querer enriquecernos con las visiones y las actitudes de quienes nos rodean.
EL EVANGELIO DE la Misa de hoy nos introduce en el pintoresco ambiente de una boda judía en Caná de Galilea. Llama la atención que, poco después de escoger a sus primeros discípulos, Jesús los invita a participar en una celebración con un tan hondo significado comunitario. También a cada uno de nosotros, al mismo tiempo que nos impulsa a sentir una profunda responsabilidad personal en nuestra familia y en nuestra vida profesional, nos recuerda esa otra dimensión: el sentido de comunidad. Ser parte de la Iglesia, de la familia de Dios, consiste también en saber disfrutar en compañía de los demás.
En medio de la animada celebración se acaba el vino. Solo una mujer discreta y delicada se da cuenta de la gran angustia que están experimentando los organizadores del evento. En un breve instante, el ambiente distendido y alegre podría haberse convertido en una gran decepción. Pero María intercede ante su Hijo y le dice: «No tienen vino» (Jn 2,3). En una fiesta, el vino puede ser una imagen de unidad, de concordia, y nuestra Madre, que cuida a la Iglesia con preocupación infatigable, no quiere que se acabe. Ella siempre intercede para que nuestra diversidad sea fuente de comprensión y admiración mutua, en lugar de dificultarla.
«Haced lo que él os diga» (Jn 2,5). Con estas palabras, María nos regala una frase que podría condensar toda nuestra vida. Nuestra llamada de Dios –ese nombre que nos ha regalado– nos lleva a construir la Iglesia con nuestras vidas entregadas. «La vocación divina nos da una misión, nos invita a participar en la tarea única de la Iglesia, para ser así testimonio de Cristo ante nuestros iguales los hombres y llevar todas las cosas hacia Dios»[2-d-5]. Podemos pedir a nuestra Madre, la del dulce nombre, que también nosotros queramos cuidar la unidad de la Iglesia, en la medida en que vivimos con alegría y cariño nuestra propia vocación.
[2-d-1] Francisco, Audiencia, 18-IV-2018.
[2-d-2] Benedicto XVI, Homilía, 3-V-2010.
[2-d-3] San Juan Pablo II, Ut unum sint, n. 50.
[2-d-4] San Josemaría, Conversaciones, n. 38.
[2-d-5] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 45.
Cavabianca
Lunes II del tiempo ordinario
- Jesús es el buen camino.
- La obediencia está en escuchar a Dios.
- La vida de oración es creativa.
«AL QUE SIGUE buen camino le haré ver la salvación de Dios» (Sal 49,23). Este versículo del Salmo 49 expresa, de forma condensada, la meta a la que aspiramos y el medio para alcanzarla. Deseamos de todo corazón experimentar la salvación de un Dios que nos ama y que no quiere para nosotros ni el mal ni la muerte. Por lo tanto, estamos convencidos de que tanto las alegrías cotidianas como los momentos de dificultad pueden abrirse a esa nueva vida que quiere regalarnos. Dios nos está salvando en todo momento.
«Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6), dice Jesús. Por eso, seguir el buen camino que nos propone el salmista no consiste en llenar nuestra jornada de reglas formales o, menos aún, en vivir con el temor de que quizás no consigamos el ideal al que Dios nos llama. Gran parte de la madurez y vitalidad de nuestra vida interior depende de que descubramos, en toda su profundidad, lo que significa que nuestra existencia sea caminar junto a una persona: Jesucristo. Entonces, no nos agobiará la preocupación de si vamos o no por el camino correcto, sino que nos abriremos permanentemente a su palabra para saber por dónde quiere llevarnos. Nuestra vida se convierte en una aventura divina.
«La oración, que comenzó con esa ingenuidad pueril, se desarrolla ahora en cauce ancho, manso y seguro, porque sigue el paso de la amistad con Aquel que afirmó: Yo soy el camino»[2-l-1]. Solo podemos abrirnos a Jesucristo a través del diálogo con él. Queremos que toda nuestra vida vaya pasando a través del tamiz de su mirada para transformar la nuestra. Somos conscientes de que no es lo mismo una sonrisa o un detalle de servicio que nacen por el impulso de sabernos acompañados por Jesús, que una vida en la que él está ausente. De esta forma, todo lo que hacemos adquiere una dimensión mucho más profunda: es manifestación del amor de Dios.
EN UN PASAJE de la Escritura, el profeta Samuel se presenta ante el rey de Israel con un mensaje importante y sorpresivo. Saúl pensaba que había hecho lo que Dios le había pedido: vencer al pueblo enemigo. Sin embargo, su obediencia no había sido plena porque había decidido quedarse con el botín. Había escondido ese pequeño acto de rebeldía a las palabras del Señor bajo un manto de razones sobrenaturales: se justificaba pensando que los animales del pueblo enemigo podrían servir para los sacrificios a Dios. Samuel le hace ver el autoengaño en que ha incurrido: «¿Le complacen al Señor los sacrificios y los holocaustos tanto como obedecer su voz? La obediencia vale más que el sacrificio, y la docilidad, más que la grasa de carneros» (1 Sa 15,22).
Uno de los grandes desafíos de nuestra vida es unir nuestras ocupaciones cotidianas a la voz de Dios que surge en la oración. Nos gustaría que todo lo que realizamos, desde que nos despertamos hasta el último segundo antes de caer dormidos por la noche, fuese una respuesta libre y amorosa a las insinuaciones divinas. La obediencia no es una virtud que tenga como fin doblegar nuestra libertad a una autoridad que da órdenes. La obediencia cristiana consiste, más bien, en nuestro esfuerzo por leer en los labios de Jesús sus invitaciones constantes a hacer el bien.
«En la oración debemos ser capaces de llevar ante Dios nuestros cansancios, el sufrimiento de ciertas situaciones, de ciertas jornadas, el compromiso cotidiano de seguirlo, de ser cristianos, así como el peso del mal que vemos en nosotros y en nuestro entorno, para que él nos dé esperanza, nos haga sentir su cercanía, nos proporcione un poco de luz»[2-l-2]. Podemos pedir con fe al Señor que toda nuestra vida sea como un gran río que surge en nuestros ratos de oración. Así, en la tierra de nuestro entorno, quizá aparentemente reseca en algún momento, irán brotando flores que ni siquiera intuíamos que necesitaban un poco de agua para florecer.
UNA PERMANENTE RELACIÓN amorosa con Cristo, caldeada en la oración, nos lleva a un constante deseo de convertirnos. No queremos que nuestra vida interior sea un mero cumplimiento externo, sino que estamos deseosos de conocer en todo momento lo que Dios espera de nosotros en lo más íntimo de nuestra alma. La vida de oración se transforma así en una constante llamada a vivir «la creatividad del amor»[2-l-3] y a alejarnos de una rutina mal entendida. Quizás es hora de ponerse en disposición de volver a oír las insinuaciones de Dios para llevar a cabo ese trabajo, para esa forma de tratar a un familiar, o para esa iniciativa apostólica. El Señor, como el viento, nunca se repite.
Es Jesús quien en el Evangelio de la Misa de hoy nos invita a atrevernos a seguir caminos inexplorados: «Nadie echa un remiendo de paño sin remojar a un manto pasado; porque la pieza tira del manto –lo nuevo de lo viejo– y deja un roto peor. Tampoco se echa vino nuevo en odres viejos; porque el vino revienta los odres, y se pierden el vino y los odres; a vino nuevo, odres nuevos» (Mc 2,21-22). En cada rato de oración tenemos la oportunidad de preguntarnos si el vino nuevo de las enseñanzas de Jesús lo estamos recibiendo verdaderamente en odres nuevos, es decir, en un corazón que está llamado a ser joven en todo momento.
San Josemaría repetía que «nuestra Madre es modelo de correspondencia a la gracia y, al contemplar su vida, el Señor nos dará luz para que sepamos divinizar nuestra existencia ordinaria (…). Tratemos de aprender, siguiendo su ejemplo en la obediencia a Dios, en esa delicada combinación de esclavitud y de señorío. En María no hay nada de aquella actitud de las vírgenes necias, que obedecen, pero alocadamente. Nuestra Señora oye con atención lo que Dios quiere, pondera lo que no entiende, pregunta lo que no sabe. Luego, se entrega toda al cumplimiento de la voluntad divina: he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra. ¿Veis la maravilla? Santa María, maestra de toda nuestra conducta, nos enseña ahora que la obediencia a Dios no es servilismo, no sojuzga la conciencia: nos mueve íntimamente a que descubramos la libertad de los hijos de Dios»[2-l-4].
[2-l-1] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 306.
[2-l-2] Benedicto XVI, Audiencia, 1-II-2012.
[2-l-3] Francisco, Video-mensaje, 3-IV-2020.
[2-l-4] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 173.
Cavabianca
Martes II del tiempo ordinario
- Movernos con soltura de hijos.
- Jesús es la plenitud del culto y de la moral.
- La virtud de la magnanimidad.
MUCHAS DE LAS JORNADAS que pasaban los apóstoles junto a Jesús eran, seguramente, agotadoras. En numerosas ocasiones la muchedumbre se agolpaba en torno al maestro de Nazaret. A las curaciones y a los discursos llenos de vida, habría que sumarle los tantos kilómetros recorridos. Los discípulos debían de estar más o menos acostumbrados a momentos de cansancio y hambre. Por eso comprendemos la escena que nos relata el evangelio de la Misa de hoy: mientras pasan por un sembrado de trigo, los apóstoles no dudan un segundo en arrancar algunas espigas. Quizás también nosotros, después de un día de luchas y trabajos cotidianos, solo pensamos en un merecido descanso, y Jesús defiende esa actitud de sus apóstoles.
No es el propietario del sembrado el que se enfada con los apóstoles hambrientos; son los fariseos quienes, escandalizados de que hicieran tal cosa en sábado, empiezan a murmurar contra los discípulos de Jesús. «Mira, ¿por qué hacen en sábado lo que no está permitido?» (Mc 2,24). Puede llamar la atención la frecuencia con que vemos en la Sagrada Escritura a estas autoridades judías juzgar a los demás, intentar evaluar las actuaciones de quienes les rodean. No se dan cuenta que esos discípulos van caminando por los campos con Dios hecho hombre. También nosotros, en medio de nuestras tareas ordinarias, podemos sentir cercana y amable la presencia de Jesucristo que, lejos de quitarnos la libertad, nos ayuda a que nos movamos con más soltura en medio de este mundo que nos pertenece.
«Al ser fundamento, la filiación divina da forma a nuestra vida entera: nos lleva a rezar con confianza de hijos de Dios, a movernos por la vida con soltura de hijos de Dios, a razonar y decidir con libertad de hijos de Dios, a enfrentar el dolor y el sufrimiento con serenidad de hijos de Dios, a apreciar las cosas bellas como lo hace un hijo de Dios»[2-ma-1]. Sentirnos hijos de Dios y, por lo tanto, hermanos de Jesucristo, nos permite trabajar y descansar en la tranquilidad de su amor.
AÚN CONSIDERANDO la actitud orgullosa de los fariseos, la respuesta de Jesús resulta sorprendente, sobre todo si se escucha con los oídos de los judíos de su tiempo: «El sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado; así que el Hijo del hombre es señor también del sábado» (Mc 2,27). La segunda parte de la frase realza la divinidad de Jesús. Si el sábado era el día divino por excelencia, el Señor, al ubicarse por encima de sus reglas y preceptos, está dejando en claro que el nuevo sentido del culto y de la vida moral es él. Esta verdad es de suma importancia para nuestra propia vida interior. Por eso podemos pedir a Jesús que nuestras prácticas de piedad y el cumplimiento de los mandamientos nunca sean algo vacío, sino que impliquen siempre una manifestación de la plenitud que experimentamos al seguirlo a él.
«Todos los que tienen fe en Jesucristo están llamados a vivir en el Espíritu Santo, que libera de la Ley y, al mismo tiempo, la lleva a cumplimiento según el mandamiento del amor»[2-ma-2]. Estar enamorados de Jesucristo y pedir en todo momento al Espíritu Santo que nos ayude a discernir la voluntad de Dios para nosotros, nos hace muy libres. Superamos así la casuística de si podemos o no hacer esto o aquello —por ejemplo, comer de las espigas del sembrado—, porque sabemos que Dios no tiene la mirada enjuiciadora de los fariseos, sino el rostro amable y exigente de un buen padre.
Al sabernos amados por Dios, queremos también manifestarle en todo momento nuestro amor con pequeños actos de cariño. Así, nuestros días se transforman en oportunidades estupendas para arrancarle una sonrisa a Jesús. A veces nos cansaremos, no conseguiremos llevar a cabo todos los propósitos, incluso podemos caernos o alejarnos de ese amor de Dios. Pero si no olvidamos que lo realmente importante de nuestra vida es el cariño que Dios nos regala desinteresadamente, entonces siempre nos queda la libertad de volver a andar tras su amor. «Que el Señor nos ayude a caminar en la vía de los mandamientos, pero, mirando el amor de Cristo, con el encuentro de Cristo, sabiendo que el amor de Jesús es más importante que todos los mandamientos»[2-ma-3].
«EL SÁBADO se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado; así que el Hijo del hombre es señor también del sábado» (Mc 2,27). La primera parte de la respuesta de Jesús esconde una importante enseñanza. El Señor no quiere que nuestro seguimiento a su llamada nos empequeñezca el alma o nos genere preocupaciones innecesarias. Todo lo que él ha dispuesto, también en los detalles más cotidianos de nuestra vida, está encaminado a que seamos felices. Por eso quiere, al mismo tiempo, que poseamos una grandeza de horizonte y de corazón propia de un hijo de rey, pues eso es lo que somos. Podemos pedir a Jesús una virtud muy querida por san Josemaría, y que es indispensable para experimentar el vértigo de una vida junto a Dios: la magnanimidad.
«Magnanimidad: ánimo grande, alma amplia en la que caben muchos. Es la fuerza que nos dispone a salir de nosotros mismos, para prepararnos a emprender obras valiosas, en beneficio de todos. No anida la estrechez en el magnánimo; no media la cicatería, ni el cálculo egoísta, ni la trapisonda interesada. El magnánimo dedica sin reservas sus fuerzas a lo que vale la pena; por eso es capaz de entregarse él mismo. No se conforma con dar: se da. Y logra entender entonces la mayor muestra de magnanimidad: darse a Dios»[2-ma-4]. El magnánimo no pierde sus energías reflexionando sobre cuánto dar o hasta dónde vale la pena llegar, porque se da por completo y solo le interesa llegar hasta la meta, que es Cristo.
«Proclama mi alma las grandezas del Señor, y se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador» (Lc 1,46). La vida de nuestra Madre fue dichosamente magnánima, porque supo alegrarse en la salvación de Dios. Santa María, puerta del cielo y estrella de la mañana, no se cansa de rogar por nosotros a Dios para que nos sintamos cada vez más hijos.
[2-ma-1] Mons. Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 20-X-2020, n. 3.
[2-ma-2] Francisco, Audiencia, 11-VIII-2021.
[2-ma-3] Francisco, Audiencia, 11-VIII-2021.
[2-ma-4] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 80.
Cavabianca
Miércoles II del tiempo ordinario
- La prioridad es la persona.
- Jesús manifiesta cómo es Dios.
- El domingo, día de Dios y del hombre.
SIGUIENDO lo establecido por la ley de Moisés, Jesús acudía todos los sábados con sus discípulos a la sinagoga. Allí se congregaba el pueblo de Dios para escuchar y meditar la ley del Señor. En el Evangelio de hoy contemplamos que un hombre, con la mano paralítica, se presenta allí precisamente un sábado, tal vez con la esperanza de encontrarse con el Señor. Jesús, al observarlo, se conmueve por su enfermedad y decide realizar el milagro. Podemos imaginar que la curación de este enfermo tendría que haber sido para todos un motivo de alegría; sin embargo, para algunos, fue ocasión de sospecha y discusión.
Los fariseos espiaban los movimientos del Señor y le criticaban por hacer milagros en sábado. Jesús conocía muy bien la desviada jerarquía que reinaba en sus corazones: preferían el cumplimento de una disposición, que ellos mismos habían establecido, al alivio de una persona que sufría. Muchas prescripciones, desprendidas de su espíritu inicial, se habían convertido en una pesada carga de formalidades. El sábado era importante para Cristo, pero el sufrimiento de este hombre no le resultaba indiferente. En su corazón, muy humano y muy divino, el amor prevalece siempre. Podemos mirar y aprender de Jesús a cultivar una buena jerarquía de valores porque, como se ve en la discusión, no todo tiene el mismo nivel de importancia.
Antes de realizar el milagro, Jesús había planteado el problema a los fariseos: «¿Es lícito en sábado hacer el bien o hacer el mal, salvar la vida de un hombre o quitársela? (Mc 3,4). El silencio de la respuesta entristece al Señor. «Entonces, mirando con ira a los que estaban a su alrededor», le dijo al enfermo: «extiende la mano» (Mc 3,5). Y su mano recuperó inmediatamente el movimiento. Jesús pone de relieve que por encima de cualquier precepto o costumbre está el valor y el bien de la persona. «La ordenación de las cosas debe someterse al orden personal y no al contrario»[2-mi-1]. La prioridad es siempre cada uno, cada una. Así se comportó Cristo y así queremos vivir sus discípulos.
AUNQUE EN SÁBADO no se podían realizar la mayoría de las actividades ordinarias, Jesús aprovecha las visitas a las sinagogas para curar. No hay nada que pueda frenar su corazón misericordioso. «Considerado místicamente –comenta san Beda– este hombre que tenía la mano seca representa al género humano infecundo para el bien, pero curado por la misericordia de Dios»[2-mi-2]. Todos los milagros de Jesús son momentos para manifestar su misericordia y hacernos más capaces de disfrutar de su acción salvadora. No están circunscritos a unos días concretos o a lugares especiales. Todos los días son buenos para hacer el bien, para aliviar una pena, para dar esperanza; también lo es una sinagoga o un sábado cualquiera.
En este pasaje del Evangelio podemos ver una doble esclavitud: la del hombre con la mano paralizada, esclavo de su enfermedad; y la de los fariseos, esclavos de su religiosidad formalista. Jesús «libera a ambos: hace ver a los rígidos que aquella no es la vía de la libertad; y al hombre de la mano paralizada le libera de la enfermedad»[2-mi-3]. Dios está incluso por encima de las cosas de Dios, quiere que busquemos nuestra seguridad solamente en él porque así seremos verdaderamente libres. Con esta forma de actuar, el Señor va revelando poco a poco su identidad; va depurando la imagen de Dios que se habían forjado sus contemporáneos y la que nos hemos forjado también nosotros. Jesús es el Mesías que el pueblo llevaba tantos siglos esperando, es quien viene definitivamente a cortar la distancia de Dios con los hombres.
EN EL NUEVO pueblo de Dios, la Iglesia, el sábado ha dado paso al domingo. Desde el principio, los cristianos le dieron un valor muy especial al día después del sábado. En él se reunían para recordar la resurrección del Señor, de la que muchos habían sido testigos. Aunque durante los primeros años mantuvieron la costumbre judía, con la llegada de los primeros gentiles comienzan a considerar el primer día de la semana como dies Domini, el día del Señor.
El domingo es el día de Cristo porque celebramos su resurrección. Es un día de alegría y de esperanza. «Es la Pascua de la semana, en la que se celebra la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte, la realización en él de la primera creación y el inicio de la nueva creación»[2-mi-4]. Es un día dedicado a Dios y, al mismo tiempo, es también el «día del hombre»[2-mi-5], en el que aprovechamos para descansar cultivando la vida familiar, cultural, social. Los cristianos santificamos el domingo dedicando a nuestras familias «el tiempo y los cuidados difíciles de prestar los otros días de la semana»[2-mi-6]. Y el Catecismo de la Iglesia recuerda que el domingo también «está tradicionalmente consagrado por la piedad cristiana a obras buenas y a servicios humildes para con los enfermos, débiles y ancianos»[2-mi-7], tal como lo hizo el Maestro en la sinagoga.
La «perla preciosa» que está en el centro de esta jornada es la Eucaristía. «La participación en la Misa dominical no tiene que ser experimentada por el cristiano como una imposición o un peso, sino como una necesidad y una alegría. Reunirse con los hermanos, escuchar la Palabra de Dios, alimentarse de Cristo, inmolado por nosotros, es una experiencia que da sentido a la vida»[2-mi-8]. La Madre de Jesús, como es lógico, está especialmente presente en este día. «De domingo en domingo, el pueblo peregrino sigue las huellas de María»[2-mi-9]. Nosotros no queremos dejar de unirnos a su gozo por la resurrección de Cristo.
[2-mi-1] Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, n. 26.
[2-mi-2] San Beda el Venerable, In Marcum, 1, 3.
[2-mi-3] Francisco, Homilía, 9-IX-2013.
[2-mi-4] San Juan Pablo II, Dies Domini, n. 1.
[2-mi-5] Ibíd., nn. 55-73.
[2-mi-6] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2186
[2-mi-7] Ibíd.
[2-mi-8] Benedicto XVI, Ángelus, 12-VI-2005.
[2-mi-9] San Juan Pablo II, Dies Domini, n. 86.
Cavabianca
Jueves II del tiempo ordinario
- La llamada de Dios es universal.
- Todos buscamos el rostro de Jesús.
- Descubrir su presencia alrededor nuestro.
EN DIVERSAS ocasiones Jesús lleva a sus apóstoles a lugares apartados para descansar con ellos. La predicación del Evangelio es un trabajo extenuante. Muchas veces no tienen tiempo ni para comer. Sin embargo, algunas veces esos intentos de retirarse en busca de tranquilidad no daban buen resultado, porque quienes buscaban a Jesús lograban descubrirlos. Así lo refleja san Marcos: «Jesús se retiró con sus discípulos a la orilla del mar y lo siguió una gran muchedumbre de Galilea. Al enterarse de las cosas que hacía, acudía mucha gente de Judea, Jerusalén, Idumea, Transjordania y cercanías de Tiro y Sidón» (Mc 3,7-8). Es tal el entusiasmo de las gentes, que Jesús tiene que protegerse para no ser aplastado: «Encargó a sus discípulos que le tuviesen preparada una barca, no lo fuera a estrujar el gentío» (Mc 3,9). La fama del Señor había traspasado fronteras: no son únicamente galileos, paisanos suyos, los que le escuchan con gusto, sino que son gentes de todas las comarcas, incluso de lugares más lejanos como Tiro o Sidón. Este recorrido que hace la Escritura por los lugares de procedencia de la muchedumbre es signo y preludio de la universalidad del Evangelio: la llamada de Dios no es para unos pocos, de cierto origen geográfico, pertenencia cultural o poseedores de algún bagaje intelectual concreto. La llamada es para la humanidad entera.
La alegría de llevar el Evangelio ha empujado a muchos santos a cruzar el planeta de un extremo a otro. San Josemaría soñaba con llevar el Evangelio hasta el último rincón de la tierra. La evangelización era para él un «mar sin orillas», una tarea que no tiene límites. A este respecto le gustaba utilizar el mapa del mundo como motivo decorativo, porque le ayudaba a rezar por la expansión de la fe tanto geográficamente como para encender a más gente en el lugar propio. «La universalidad de la Iglesia proviene de la universalidad del único plan divino de salvación del mundo. Este carácter universal aparece claramente el día de Pentecostés, cuando el Espíritu inunda de su presencia a la primera comunidad cristiana, para que el Evangelio se extienda a todas las naciones y haga crecer en todos los pueblos el único Pueblo de Dios. Así, ya desde sus comienzos, la Iglesia abraza a todo el universo. Los apóstoles dan testimonio de Cristo dirigiéndose a los hombres de toda la tierra, todos los comprenden como si hablaran en su lengua materna»[2-j-1].
EN ESTOS primeros meses acompañando a Jesús, los apóstoles pudieron tocar con sus manos el fruto de su trabajo apostólico, vieron numerosas curaciones y conversiones. Todos ellos participan con gozo del entusiasmo que suscita Cristo a su alrededor. Sin embargo, más adelante el Señor les anuncia que no será siempre así, ya que también experimentarán la prueba de las contradicciones: «Os echarán mano y os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a las cárceles (…): esto os sucederá para dar testimonio (…). Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá» (Lc 21,12-17). Con el tiempo se cumplieron estas palabras, y sus apóstoles experimentaron en propia carne el sabor del fracaso, al menos aparente; asistieron con dolor al abandono de muchos discípulos e incluso a la traición. Todos tuvieron que aprender a superar las dificultades que entrañaba la predicación del nombre de Jesús. Dios nos llama a «una maravillosa entrega llena de gozo, aunque vengan contradicciones, que a ninguna criatura faltan»[2-j-2]. Tanto en los momentos de gozo como en los de dolor, el discípulo no puede olvidar que está con Cristo, y que esto es lo verdaderamente decisivo.
Todos los hombres y mujeres, consciente o inconscientemente, buscamos el rostro de Jesús. Esta certeza nos mueve a no detenernos cuando arrecien los obstáculos. «Es a Jesús a quien buscáis cuando soñáis la felicidad», exclamaba san Juan Pablo II a una multitud de jóvenes que había llegado a Roma desde todas las partes del mundo. «Es Él quien os espera cuando no os satisface nada de lo que encontráis; es Él la belleza que tanto os atrae; es Él quien os provoca con esa sed de radicalidad que no os permite dejaros llevar del conformismo; es Él quien os empuja a dejar las máscaras que falsean la vida; es Él quien os lee en el corazón las decisiones más auténticas que otros querrían sofocar. Es Jesús el que suscita en vosotros el deseo de hacer de vuestra vida algo grande, la voluntad de seguir un ideal, el rechazo a dejaros atrapar por la mediocridad, la valentía de comprometeros con humildad y perseverancia para mejoraros a vosotros mismos y a la sociedad, haciéndola más humana y fraterna»[2-j-3]. Encontrar a Jesús es un regalo más grande que cualquier obstáculo del camino.
«COMO había curado a muchos, todos los que sufrían de algo se le echaban encima para tocarlo» (Mc 3,10). La gente, que ha venido de los cuatro puntos cardinales, se agolpa en torno al Señor y quieren tocarlo. Esta es una imagen de lo que queremos hacer los cristianos sobre todo al recibir los sacramentos, pero también al pasar un tiempo de oración delante del sagrario, o simplemente al besar un crucifijo. Buscamos ese contacto con Cristo también cuando cuidamos de los enfermos, de las personas necesitadas o de los ancianos: tocando sus «llagas, acariciándolas, es posible adorar al Dios vivo en medio de nosotros»[2-j-4].
Jesús es el camino para nuestra salvación. Su humanidad atrae nuestros corazones porque sabemos que no cansa ni decepciona. Es verdad que en el amor radica nuestra felicidad, pero incluso en las relaciones humanas más profundas podemos encontrar «una cierta medida de desilusión»[2-j-5], porque nadie nos puede dar lo que nos ofrece Dios en su Hijo. «Solo Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios y de María, la Palabra eterna del Padre, que nació hace dos mil años en Belén de Judá, puede satisfacer las aspiraciones más profundas del corazón humano»[2-j-6].
Para continuar atrayendo a muchos a Cristo, necesitamos acércanos a él en los sacramentos, en la oración y en las demás personas, para recibir allí la vida sobrenatural. Encontrar siempre a Jesús nos dará energía y consuelo en nuestro apostolado. «Siendo Cristo, enviado por el Padre, fuente y origen del apostolado de la Iglesia, es evidente que la fecundidad del apostolado (…) depende de su unión vital con Cristo»[2-j-7]. Al descubrir a Cristo en lo que nos rodea nos llenaremos de fecundidad apostólica, quizás distinta a la que imaginábamos. María es testigo feliz de la marea de personas que corren detrás de su Hijo, buscando luz y salvación. Con el aliento de quien es Reina de los apóstoles iremos al encuentro con Cristo para, después, poder compartirlo con los demás.
[2-j-1] Benedicto XVI, Alocución, 24-XI-2012.
[2-j-2] San Josemaría, Amar a la Iglesia, n. 36.
[2-j-3] San Juan Pablo II, Discurso, 19-VIII-2000.
[2-j-4] Francisco, Homilia, 3-VII-2013.
[2-j-5] San Juan Pablo II, Homilía, 20-VIII-2000.
[2-j-6] Ibíd.
[2-j-7] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 864.
Cavabianca
Viernes II del tiempo ordinario
- El apostolado nace y vive de la oración.
- Sobreabundancia de vida interior.
- La caridad es manifestación de auténtico apostolado.
«JESÚS SUBIÓ AL MONTE, llamó a los que quiso y se fueron con Él» (Mc 3, 13). Es fácil darse cuenta de que se trata de un momento decisivo para el Señor, pues ellos serán quienes continuarán su misión. En la narración de san Marcos hay un detalle simbólico que nos introduce en la importancia sobrenatural del momento: «Jesús subió al monte». Por lo que nos cuenta el pasaje de la Escritura, el monte no se refiere solo a un lugar físico, sino que también es una imagen de la oración que está por encima del ajetreo y la actividad cotidiana: simboliza el lugar de la comunión con Dios.
Los apóstoles, por tanto, son engendrados en la oración de Jesús al Padre, proceden de la intimidad Trinitaria. «Su elección nace del diálogo del Hijo con el Padre, y está anclada en él»[2-v-1]. Por eso, Jesús considera a cada apóstol como un don del Padre y habla de sus discípulos como de «los que me has dado» (Jn 17,9). También, en otro momento, se refiere al Padre como el dueño de la mies, a quien hay que pedir obreros (cfr. Mt 9,38). La llamada y la misión del apóstol se origina y permanece en la conversación amorosa entre el Padre y el Hijo. De ahí, del seno de la Trinidad, de ese monte que es en realidad un volcán, brota el fuego que debe mover toda acción apostólica.
Al compartir el Evangelio con los demás, «ninguna motivación será suficiente si no arde en los corazones el fuego del Espíritu»[2-v-2]; el cristiano se convierte en apóstol en el monte de la oración. Ahí recibe el encargo de Jesús y ahí se renueva continuamente el calor de ese mandato. La ocupación más importante del apóstol consiste, por lo tanto, en frecuentar esa cima donde se transmite el fuego del amor de Dios. Si el apostolado pierde ese centro, es fácil que se torne en un conjunto de tareas vividas, quizás, como una pesada obligación que contradice los propios deseos, y no como algo natural que surge de nuestra identidad de apóstoles.
«INSTITUYÓ A DOCE, para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar» (Mc 3, 14-15). A primera vista, las dos finalidades por las que Jesús escoge a los suyos pueden parecer opuestas: estar junto a él y enviarlos lejos. Y, sin embargo, son dos aspectos de una misma misión. Para los doce, estar con Cristo va a ser, al principio, convivir con él. Pero, pasado el tiempo, estar con Jesús acabará adquiriendo un significado interior. Los apóstoles tendrán que pasar de la comunión exterior con Jesús, a la interior. Los doce tendrán que aprender a vivir con Jesús de tal modo que puedan estar continuamente con él, incluso cuando vayan hasta los confines de la tierra.
Solo quien vive en el amor de Cristo, puede anunciarlo a los demás con autenticidad. Si el apostolado no es auténtico, produce fatiga, hastío, desazón. No da calor porque le falta el fuego. «Ya hace muchos años considerando este modo de proceder de mi Señor –decía san Josemaría–, llegué a la conclusión de que el apostolado, cualquiera que sea, es una sobreabundancia de la vida interior»[2-v-3].
De esa comunión con Cristo brota el poder para expulsar los demonios. Jesús los envió para predicar, y también «para que tuvieran autoridad para expulsar a los demonios» (Mc 3, 15). Un apostolado que no nace del amor de Cristo, por su parte, tiene sus propios demonios: los celos, las comparaciones, las envidias… El apostolado auténtico está marcado por el sello de la caridad, de la fraternidad, de la compresión, de la unidad, porque nace de la misma fuente ardiente de comunión con Cristo.
EL GRUPO DE LOS DOCE tuvo que aprender a ejercitarse en la caridad. Cuando leemos la lista de los doce apóstoles, no nos encontramos con un grupo homogéneo. No se han elegido unos a otros, como se eligen los amigos. Dios ha elegido a cada uno, y son muy distintos unos de otros, en su origen, maneras de ser, costumbres… Al parecer, Simón el de Caná y Judas Iscariote pertenecían al grupo radical de los zelotes. Podemos imaginar cómo les hervía la sangre con todo lo que se refería a la ocupación romana. Mateo, sin embargo, era un recaudador de impuestos: trabajaba para los romanos. Los pescadores Pedro y Andrés, hermanos, mandaban en lo que podía ser una pequeña cooperativa de pesca, en la que los hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, de carácter impetuoso, eran empleados. ¿Cómo sería la relación entre ellos? Probablemente tendría sus altibajos. Felipe y Andrés, por su parte, tienen nombre griego, y a ellos acuden los visitantes griegos venidos para la Pascua.
«Cabe imaginar, pues, lo difícil que fue introducirlos paso a paso en el misterioso nuevo camino de Jesús, así como las tensiones que tuvieron que superar; cuánta purificación necesitó, por ejemplo, el ardor de los zelotes para uniformarse al “celo” de Jesús, que se consumará en la cruz. Precisamente en esta diversidad de orígenes, de temperamentos y maneras de pensar, los doce representan a la Iglesia de todos los tiempos, y la dificultad de su tarea de purificar a los hombres y unirlos en el celo de Jesús»[2-v-4]. Sin embargo, a pesar de todas estas diferencias, la caridad entre los apóstoles ha sido, desde el principio, la piedra de toque del auténtico apostolado. Ubi divissio, ibi peccatum, decía Orígenes: donde hay división, ahí está el pecado. Por el contrario, como reza el canto, Ubi caritas est vera, Deus ibi est: donde hay caridad, ahí está el Señor. Mirar cómo se aman entre ellos ha sido, desde los inicios de la Iglesia, la señal inequívoca de la presencia de Cristo entre los cristianos. Y, también desde los inicios, santa María era el foco de unidad alrededor del cual todos se congregaban (cfr. Hch 1,14).
[2-v-1] Joseph Ratzinger, Jesús de Nazaret, Primera Parte, Capítulo 6.
[2-v-2] Francisco, Evangelii Gaudium, n. 261.
[2-v-3] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 239.
[2-v-4] Joseph Ratzinger, Jesús de Nazaret, Primera Parte, Capítulo 6.
Cavabianca
Sábado II del tiempo ordinario
- Jesús está siempre a nuestra disposición.
- Él es fuente de novedad.
- La Eucaristía alimenta nuestra sed de almas.
TANTA GENTE se agolpaba en torno a Jesús y sus discípulos que, en no pocas ocasiones, «no los dejaban ni comer» (Mc 3,20). El Señor pasa horas y horas escuchando a personas, todas muy distintas. Para uno tiene palabras de perdón y de aliento; para otra, un gesto de ternura; para algunos, ese encuentro supone el final de una enfermedad o el principio de una nueva vida. Todo el que se acerca a Jesús se siente escuchado, atendido, querido, aunque sean encuentros de unos pocos segundos. Nosotros también estamos dentro de una de esas muchedumbres, esperando el momento de ver al Maestro cara a cara. ¿Qué le voy a pedir? ¿Qué me gustaría contarle? ¿Qué me preocupa? ¿Qué necesito sanar en mi alma? ¿A quiénes llevo hoy en el corazón de modo especial? Los ratos de oración son tan reales como esos encuentros que nos relata el Evangelio. El Señor nos espera con la misma atención.
Una humanidad necesitada consume las energías del Maestro y de sus discípulos. El amor por la muchedumbre puede más que el cansancio, más que el hambre, más que cualquier problema personal. Jesucristo se identifica de tal modo con su misión salvadora, que todo en él está supeditado a ella. Por estar un rato con nosotros, Jesús está dispuesto a quedarse sin comer o a permanecer en un sagrario sin que importe el tiempo. «Al recorrer las calles de alguna ciudad o de algún pueblo –confesaba san Josemaría–, me da alegría descubrir, aunque sea de lejos, la silueta de una iglesia; es un nuevo Sagrario, una ocasión más de dejar que el alma se escape para estar con el deseo junto al Señor Sacramentado»[2-s-1].
NO TODO EL MUNDO participa del entusiasmo de aquella muchedumbre por Jesús. Algunos de sus paisanos y familiares, que le conocen desde que era un niño, no aceptan que haya alcanzado esa notoriedad. Conocen al hijo del carpintero desde siempre, piensan que ya saben lo que se puede esperar de él y, por eso, lo que está ocurriendo no entra dentro de sus expectativas. Quizá nosotros también hemos conocido a Jesús desde nuestra más tierna infancia. Y quizá, como sus paisanos, creemos también que ya sabemos lo que podemos esperar de él. Este puede ser un obstáculo para abrirnos a sus dones. Envejecer espiritualmente significa, precisamente, no esperar ya nada nuevo, ni siquiera de quien es la fuente de toda novedad. La presencia de Jesús rejuvenece el espíritu, hace siempre más audaz a la fe, más segura a la esperanza, más ardiente a la caridad.
«La Palabra de Dios en el libro del Apocalipsis dice así: “Mira que hago un mundo nuevo” (Ap. 21,5). La esperanza cristiana se basa en la fe en Dios que siempre crea novedad en la vida del hombre, crea novedad en el cosmos. Nuestro Dios es el Dios que crea novedad, porque es el Dios de las sorpresas»[2-s-2]. San Josemaría, cada vez que se acercaba al altar para celebrar la santa Misa, saboreaba interiormente el salmo 43, dirigiéndose a Dios como el Dios que alegra nuestra juventud. Si descubrimos síntomas de envejecimiento espiritual, podemos acudir al Banquete Eucarístico para renovarnos, para que Dios alegre nuestra vida con una fe siempre joven; entonces crecerá nuestra convicción de que para él no hay nada imposible (cfr. Lc 1, 37) y que su mano no se ha acortado (cfr. Is, 59, 1).
ES TARDE y todavía no han comido. Sin embargo, Jesús había hablado a sus discípulos de un alimento que ellos no conocían: mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado (Cfr. Jn 4,34). La muchedumbre que, por un lado, les deja sin comer, por otro lado les permite ver que la voluntad del Padre es salvar a todos. Y esa voluntad del Padre acabará siendo su alimento preferido.
«Al ver a las multitudes, se llenó de compasión por ellas» (Mt, 9, 36). Hacer la voluntad del Padre produce todavía más hambre de hacer la voluntad del Padre. El alimento material sacia cuando se come; el alimento espiritual, cuanto más se prueba, más hambre da. Después de una jornada haciendo el bien a tantas personas, los discípulos están exhaustos y hambrientos, pero también con más hambre de almas. Es lo que ocurre a quien sigue a Jesús: que ya no puede vivir de espaldas a la muchedumbre y se llena de ansias de hacerla feliz.
Al final del día, se habrán sentado por fin a comer algo. Habían comido juntos muchas veces, pero llegará un día, casi al final de su paso por esta tierra, en la Última Cena, en que Cristo les dará a comer su misma hambre. En la Eucaristía comemos y nos llenamos de la misma hambre de Cristo, de sus mismos deseos salvadores, de su misma sed de almas. Le podemos pedir ayuda a nuestra Madre para participar cada vez con más amor en ese Banquete; así, junto a ella, nuestro corazón se compadecerá con el sufrimiento de la muchedumbre y se llenará de ansias de hacerla feliz.
[2-s-1] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 154.
[2-s-2] Francisco, Audiencia, 23-VIII-2017.
Zonnewende (cdr Nederlandia)
Domingo III del tiempo ordinario (ciclo A)
- Confiar en la luz de Cristo.
- Fijarse en lo que une.
- Jesús ilumina nuestra vida.
EL PROFETA Isaías habla de un pueblo que caminaba en tinieblas y que llegó a ver «una gran luz» (Is 9,1). Sus habitantes, acostumbrados a morar entre sombras, se llenan de gozo, pues la oscuridad que los envuelve se disipa. Esta profecía anuncia lo que supone la llegada de Jesús al mundo: él es esa «gran luz» que da sentido a la vida de los hombres y que libera de la oscuridad del pecado.
La razón de nuestra alegría no es otra que sabernos salvados por Cristo. «El Señor es mi luz y mi salvación –exclama el salmista–: ¿a quién temeré?» (Sal 27,1). Él nos ofrece una paz que no depende de las circunstancias externas o de nuestro estado de ánimo, sino de algo mucho más seguro: la certeza de que Dios se ha hecho hombre, nos ha salvado de nuestros pecados y está siempre con nosotros. Por eso podemos repetir también con el salmista: «El Señor es el refugio de mi vida: ¿de quién tendré miedo?» (Sal 27,1). El cristiano no teme a nada, pues sabe que Jesús siempre le acompaña. «Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros?» (Rm 8,31).
Ciertamente, todas las personas atravesamos situaciones difíciles. Algunas serán más ordinarias –una incomprensión, un cambio de planes, un dolor físico–, y otras más extraordinarias –una enfermedad grave, la pérdida de empleo, un problema familiar–. Pretender que todo esto no nos afecte puede resultar ingenuo. Al mismo tiempo, esas circunstancias nos llevan precisamente a anclarnos en lo que es importante para nosotros: Jesús, que nos ofrece consuelo y sentido. «El hombre ha sido creado para la felicidad. Vuestra sed de felicidad, por tanto, es legítima. Cristo tiene la respuesta a vuestro deseo. Pero os pide que confiéis en él»[3-dA-1].
SAN PABLO había oído hablar de las divisiones producidas en la comunidad cristiana de Corinto. Al parecer, se habían formado diversos grupos alrededor de personajes importantes que les llevaba a decir: «“Yo soy de Pablo”, “Yo, de Apolo”, Yo, de Cefas”». El apóstol acaba su enumeración con una expresión que podría ser interpretada como irónica: «Yo, de Cristo» (1 Co 1,12). Es como si dijera: Vosotros sois de todos ellos, pero yo soy de Jesús. De este modo, san Pablo ponía de manifiesto lo absurdo que resultaban estos grupos, pues lo único que cuenta es pertenecer al Señor.
Es normal que en las relaciones con los demás experimentemos que unos y otros somos muy distintos. A veces podemos llegar a creer que esas diferencias son insalvables, que no hay modo de conciliar ese carácter o modo de pensar con el nuestro. Y aunque allí pueda existir algo de verdad, en realidad es mucho más decisivo lo que nos une que lo que nos separa. Sabernos hermanos en Cristo nos llevará a relativizar lo que nos distancia de los demás y a valorar ese común origen, buscando –con paciencia y esperanza– los modos posibles de ir ganando en conocimiento y comprensión mutua. Así, podríamos decir con el apóstol: Nosotros, a pesar de ser distintos o de pensar de manera diversa, somos de Jesús.
A veces basta escoger un buen punto de vista para valorar de manera diferente y mejor las acciones de los demás, hasta acercarnos un poco más al modo de ver de Dios. En este sentido, san Josemaría procuraba mirar a las personas con los ojos con los que lo haría su propia madre. Esta experiencia le llevó a escribir aquel punto de Camino: «No admitas un mal pensamiento de nadie, aunque las palabras u obras del interesado den pie para juzgar así razonablemente»[3-dA-2].
CUANDO Jesús se enteró de que Juan había sido encarcelado, se fue a vivir a Galilea. El evangelista señala que se cumplía así la profecía de Isaías sobre el pueblo que vivía en tinieblas, pero veía «una gran luz» (Is 9,1). Cristo comenzaría entonces a predicar y a llamar a sus primeros discípulos: «Vio a dos hermanos, Simón el llamado Pedro y Andrés su hermano, que echaban la red al mar, pues eran pescadores. Y les dijo: “Seguidme y os haré pescadores de hombres”» (Mt 4,18-19).
Jesús llama a la conversión a los habitantes de Galilea porque ya han recibido la luz. «Convertíos –les dice–, porque está al llegar el Reino de los Cielos» (Mt 4,17). Este es el fundamento de esa invitación: el Señor les ha llamado. A veces puede parecer imposible «abandonar el camino del pecado porque el compromiso de conversión se centra solo en uno mismo y en las propias fuerzas, y no en Cristo y su Espíritu»[3-dA-3]. Acoger esa llamada implica, ante todo, confiar en su palabra, dejarse curar por Dios y abrirnos a su compañía. De este modo, él actuará en nuestros buenos deseos y en nuestros esfuerzos por seguirle.
Los primeros discípulos supieron reconocer en Jesús esa gran luz que iluminaba sus vidas. Ese encuentro transformó su futuro. Por eso, «al momento dejaron las redes y le siguieron» (Mt 4,22). Aquello que había sido parte esencial de su día a día –la pesca– queda entonces integrado y supeditado a los planes que el Maestro les confiere. Ciertamente, el Señor no pide a todos los hombres que dejen las redes de esa manera. Sin embargo, toda vocación «es un fenómeno que comunica al trabajo un sentido de misión, que ennoblece y da valor a nuestra existencia. Jesús se mete con un acto de autoridad en el alma, en la tuya, en la mía: esa es la llamada»[3-dA-4]. Podemos pedir a María que sepamos acoger la luz de su Hijo para que nuestra vida pueda iluminar a las personas que nos rodean.
[3-dA-1] San Juan Pablo II, Discurso, 25-VII-2002.
[3-dA-2] San Josemaría, Camino, n. 442.
[3-dA-3] Francisco, Ángelus, 6-I-2020.
Domingo III del tiempo ordinario (C)
- Dios está cerca en la Sagrada Escritura.
- Jesús es la Palabra hecha carne.
- Abrir nuestra alma a la vida de Jesús.
EL DOMINGO DE la Palabra de Dios, que celebramos hoy, fue instituido para que crezca en nosotros «la familiaridad religiosa y asidua con la Sagrada Escritura»[3-d-1]. Por eso la Iglesia nos sugiere «que en la celebración eucarística se entronice el texto sagrado, a fin de hacer evidente a la asamblea el valor normativo que tiene la Palabra de Dios»[3-d-2].
El origen de esta acción lo vemos en un pasaje del libro de Nehemías. El pueblo de Israel acaba de regresar a la tierra prometida, después de largos años de exilio en Babilonia. Una vez en Jerusalén, el sacerdote y escriba Esdras reúne a la asamblea, hombres y mujeres, a todos los que eran capaces de entender, y comienza a leer el libro de la ley sobre una tribuna de madera construida para la ocasión. La lectura se prolonga desde el despuntar del alba hasta el mediodía. Es conmovedora la actitud de escucha y veneración a las Escrituras de los presentes. «Esdras, el escriba, abrió el libro a la vista de todo el pueblo, pues sobresalía por encima de todos, y cuando lo abrió todo el pueblo se puso en pie. Esdras bendijo al Señor, el gran Dios, y todo el pueblo respondió: “¡Amén, amén!”, alzando sus manos. Después se inclinaron y se postraron ante el Señor rostro en tierra» (Neh 8,5-6). Con la lectura y la explicación de los textos, el pueblo pudo encontrar en aquellas palabras el significado más profundo de los acontecimientos que habían vivido. Muchos reaccionaron con emoción, hasta las lágrimas.
El pueblo elegido experimentó muchas veces la cercanía de Dios durante su historia de salvación. Se trata de un Dios que, a través de las Escrituras, revela a los hombres la verdad más profunda de su condición de criaturas amadas, así como la manera de relacionarse con su creador y ser felices durante su tránsito por la tierra. Considerando esa bondad y cercanía de Dios, el salmista dice agradecido: «Los preceptos del Señor son rectos, alegran el corazón. Los mandamientos del Señor son puros, dan luz a los ojos» (Sal 19,8).
JESÚS REGRESA a Nazaret, «donde se había criado» (Lc 4,14). Allí, como acostumbraba hacer, acudió el sábado a la sinagoga. En ese día de descanso y oración, los judíos se reunían para escuchar la Sagrada Escritura y recibir las enseñanzas de los maestros. Después de varias oraciones, quien presidía invitaba a alguno de los presentes, que estuviera bien preparado, a leer y comentar las Escrituras. A veces, alguien se ofrecía voluntariamente para hacerlo.
Así pudo ocurrir en el caso de Jesús, que se levantó, tomó el rollo que contenía el texto y lo extendió para leer estas palabras del profeta Isaías: «El Espíritu del Señor está sobre mí, por lo cual me ha ungido para evangelizar a los pobres, me ha enviado para anunciar la redención a los cautivos y devolver la vista a los ciegos, para poner en libertad a los oprimidos y para promulgar el año de gracia del Señor» (Lc 4,18-19). Acabada la lectura, mientras Jesús enrollaba nuevamente el manuscrito, «todos en la sinagoga tenían los ojos fijos en él» (Lc 4,20). Sin duda fue un momento intenso. Había mucha expectación. Sus paisanos, que lo conocían desde pequeño, tenían muchas ganas de comprobar si era cierto todo aquello que se contaba de milagros y curaciones, de enseñanzas sabias dichas con autoridad. Esperaban, aunque quizá con cierto escepticismo, oír algo extraordinario. Pero las palabras que pronunció Jesús para comentar el pasaje del profeta fueron mucho más allá de cualquiera de sus previsiones: «Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír» (Lc 4,21).
La Escritura se ha cumplido. Lo que dice ya no son solo promesas, sino que se ha hecho realidad. La Palabra se ha encarnado en Cristo. Quienes le escuchan –y nosotros con ellos– son esos cautivos, ciegos y oprimidos, que ahora pueden recibir la gracia del Señor. Dios, que ya se había hecho cercano en la Sagrada Escritura, ahora se ha acercado a nosotros de un modo inesperado e inaudito: asumiendo nuestra condición humana. La palabra de Dios adquiere un nuevo sentido. Descubrimos que, en realidad, toda ella habla de Cristo. «Hemos de reproducir, en la nuestra, la vida de Cristo, conociendo a Cristo: a fuerza de leer la Sagrada Escritura y de meditarla»[3-d-3].
«COMO CRISTIANOS somos un solo pueblo que camina en la historia, fortalecido por la presencia del Señor en medio de nosotros que nos habla y nos nutre (…). Es necesario, en este contexto, no olvidar la enseñanza del libro del Apocalipsis, cuando dice que el Señor está a la puerta y llama. Si alguno escucha su voz y le abre, Él entra para cenar juntos (cf. 3,20). Jesucristo llama a nuestra puerta a través de la Sagrada Escritura; si escuchamos y abrimos la puerta de la mente y del corazón, entonces entra en nuestra vida y se queda con nosotros»[3-d-4].
No siempre logramos escuchar a Dios. Vivimos en un mundo donde hay muchas palabras, ruidos, distracciones. Quizás a veces nos sentimos un tanto abrumados. Esto no nos facilita algo aparentemente tan sencillo como la escucha, la atención reflexiva, la acogida de las palabras que realmente cuentan. Posiblemente es un aspecto que podemos fomentar: pedir al Señor más deseos de escucharle cuando se proclama su Palabra durante la santa Misa, cuando leemos por nuestra cuenta la Biblia, cuando hacemos un rato de oración meditando los textos sagrados.
«Cuando se ama a una persona –enseñaba san Josemaría– se desean saber hasta los más mínimos detalles de su existencia, de su carácter, para así identificarse con ella. Por eso hemos de meditar la historia de Cristo (...). Hace falta que la conozcamos bien, que la tengamos toda entera en la cabeza y en el corazón, de modo que, en cualquier momento, sin necesidad de ningún libro, cerrando los ojos, podamos contemplarla como en una película»[3-d-5]. En este camino de escucha de la Sagrada Escritura, nos acompaña la Virgen, que fue llamada bienaventurada porque creyó en el cumplimiento de lo que el Señor le había dicho (cf. Lc 1,45). Pidamos a María que, como ella, sepamos acoger y custodiar en nuestro corazón lo que el Señor quiere transmitirnos con su Palabra.
[3-d-1] Francisco, Aperuit illis, 30-IX-2019, n. 15.
[3-d-2] Ibíd., n. 3.
[3-d-3] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 14.
[3-d-4] Francisco, Aperuit illis, 30-IX-2019, n. 8.
[3-d-5] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 107.
Zonnewende (cdr Nederlandia)
Lunes III del tiempo ordinario
- El pecado contra el Espíritu Santo.
- La lucha es respuesta al amor.
- La santidad es siempre recomenzar.
«EN VERDAD os digo que todo se les perdonará a los hijos de los hombres: los pecados y cuantas blasfemias profieran; pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo jamás tendrá perdón, sino que será reo de delito eterno» (Mc 3,28-29). Son palabras fuertes de Jesús, que siempre impresionan. Algunos escribas lo habían acusado de obrar por el poder de Satanás. Y el Señor, tras hacer ver lo absurdo de esa calumnia, pronuncia aquellas palabras: unas palabras «impresionantes y desconcertantes» sobre el «no-perdón»[3-l-1] que merecerá quien peque contra el Espíritu Santo.
Para santo Tomás de Aquino, el pecado contra el Espíritu Santo no se puede perdonar porque «excluye aquellos elementos gracias a los cuales se da la remisión de los pecados»[3-l-2]; no es Dios quien se niega a perdonar, sino que el hombre da la espalda a su poder misericordioso. Este pecado consiste en «el rechazo de aceptar la salvación que Dios ofrece al hombre por medio del Espíritu Santo, que actúa en virtud del sacrificio de la Cruz»[3-l-3]. Dios, como buen Padre, no se cansa de ofrecer su salvación. Y el Espíritu Santo siempre busca limpiarnos la mirada sobre nuestras faltas, para llevarnos a la penitencia y distribuir los frutos de la Redención. Pero el hombre puede cerrarse a esa oferta, puede negarse a la conversión, puede hacer su conciencia impermeable y reivindicar un pretendido derecho a perseverar en el mal. Es lo que la Sagrada Escritura suele llamar “dureza de corazón” (cf. Sal 81,13; Jer 7,24; Mc 3,5).
Podemos pedir al Señor un corazón sensible ante el bien y el mal, con el convencimiento de que el pecado está presente en nuestra vida. El Espíritu Santo, si somos dóciles a los toques de su gracia, nos ayudará a reconocernos siempre necesitados del perdón de Dios, a asombrarnos de su poder, suscitando en nosotros una continua conversión.
«SE OPONDRÁN a tus hambres de santidad, hijo mío, en primer lugar, la pereza, que es el primer frente en el que hay que luchar; después, la rebeldía, el no querer llevar sobre los hombros el yugo suave de Cristo, un afán loco, no de libertad santa, sino de libertinaje; la sensualidad y, en todo momento –más solapadamente, conforme pasan los años–, la soberbia; y después toda una reata de malas inclinaciones, porque nuestras miserias no vienen nunca solas. No nos queramos engañar: tendremos miserias. Cuando seamos viejos, también: las mismas malas inclinaciones que a los veinte años. Y será igualmente necesaria la lucha ascética, y tendremos que pedir al Señor que nos dé humildad. Es una lucha constante»[3-l-4].
Siempre tendremos cierta inclinación al mal, fruto del pecado. Su aspecto y el relieve posiblemente irá mutando con el tiempo, pero siempre estará ahí, poniendo a prueba nuestra salud espiritual. Por eso, necesitamos estar vigilantes, fomentando el espíritu de examen y dispuestos a luchar animosamente para ser buenos hijos de nuestro Padre Dios. «Este es nuestro destino en la tierra: luchar por amor hasta el último instante»[3-l-5]. Así hablaba san Josemaría el primer día del año 1972, como señalando las coordenadas en que se desenvolvería su vida interior durante ese año: luchar, porque es lo que nos corresponde en la tierra hasta el final, hasta nuestro premio y descanso en el cielo. Pero luchar siempre por amor: «Lucha es sinónimo de Amor»[3-l-6]. La lucha es una afirmación alegre que se desarrolla en un clima optimista, confiado y sereno, sin sombra de crispación o tristeza. La lucha, enfocada como hijos de Dios, trae siempre paz, ya que no es otra cosa que la respuesta libre del hombre a un Dios que lo quiere con locura.
SI EL PECADO contra el Espíritu Santo consiste en una cerrazón radical del alma a la acción salvadora de Dios, la santidad, al contrario, es una «permanente apertura a Dios y una lucha por hacer crecer el don que nos ofrece en beneficio nuestro y de los demás»[3-l-7]. Cuando entendemos que la santidad es una «relación de amor con Dios que se hace vida, pero que está siempre en crecimiento, siempre amenazada, siempre empezando»[3-l-8], entonces podremos buscarla realmente en nuestra vida cotidiana: en el trabajo, en la familia, en las relaciones de amistad, etc.
El clima de nuestra santidad es el de la misericordia de Dios. Queremos ser buenos hijos y comportarnos como tales. La perfección que nos interesa no es la de quien pretende imaginariamente lograr hacer todo bien y no tener defectos, sino la de quien desea vivir más metido en la lógica del amor de Dios. «La misericordia es el vestido de luz que el Señor nos ha dado en el bautismo. No debemos dejar que esta luz se apague; al contrario, debe aumentar en nosotros cada día para llevar al mundo la buena nueva»[3-l-9].
Nuestra Madre nos guía en este camino. Ella «es la santa entre los santos, la más bendita, la que nos enseña el camino de la santidad y nos acompaña. Ella no acepta que nos quedemos caídos y a veces nos lleva en sus brazos sin juzgarnos. Conversar con ella nos consuela, nos libera y nos santifica. La Madre no necesita de muchas palabras, no le hace falta que nos esforcemos demasiado para explicarle lo que nos pasa. Basta musitar una y otra vez: Dios te salve, María…»[3-l-10].
[3-l-1] San Juan Pablo II, Dominum et vivificantem, n. 46.
[3-l-2] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, II-II, q.14, a. 3.
[3-l-3] San Juan Pablo II, Dominum et vivificantem, n. 46.
[3-l-4] San Josemaría, Cartas 2, n. 10.
[3-l-5] San Josemaría, Apuntes de la predicación, 1-I-1972.
[3-l-6] San Josemaría, Surco, n. 158.
[3-l-7] Mons. Fernando Ocáriz, Cristianos en la sociedad del siglo XXI, Cristiandad, Madrid 2020, p. 55.
[3-l-8] Ibíd.
[3-l-9] Benedicto XVI, Homilía, 15-IV-2007.
[3-l-10] Francisco, Gaudete et exultate, n. 176.
Zonnewende (cdr Nederlandia)
Martes III del tiempo ordinario
- La llave para abrir la puerta de la santidad.
- Guía para una vida feliz.
- Un corazón dócil.
UNA GRAN muchedumbre se encuentra junto a Jesús. Su vida pública apenas ha comenzado y ya ha despertado todo tipo de pasiones. Muchos lo escuchan atentos, emocionados por las curaciones que realiza. Otros, sin embargo, ya están planeando cómo acabar con él, pues se ha presentado como el Hijo de Dios y ha declarado que el hombre es más importante que el sábado. Es tan numeroso el gentío que lo rodea que ni siquiera su Madre y sus discípulos pueden acercarse a él. En cuanto varios advierten a Jesús que le están buscando, responde: «¿Quién es mi madre y quiénes mis hermanos?». Y acto seguido concluye: «Estos son mi madre y mis hermanos: quien hace la voluntad de Dios, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre» (Mc 3,33-35).
Con la pregunta que plantea Jesús puede parecer que muestra cierta indiferencia, como si no supiera quiénes son su madre y sus hermanos. Sin embargo, con lo que añade a continuación, deja entrever el fundamento del parentesco que tiene con ellos. No son solo aquellos que le siguen de cerca o con los que tiene más confianza, sino que la familiaridad con Jesús la pueden tener todos aquellos que buscan hacer la voluntad de Dios. Sus discípulos son aquellos que han puesto todas sus expectativas e ilusiones en el Señor, de forma que sus vidas giren en torno a lo qué él quiere. Aunque tendrán que ir purificando su modo de comprender y de seguir al Maestro, reconocen que, junto a él, encontrarán la voluntad divina para cada uno, y que ese caminar juntos se ha de convertir en la referencia de toda su existencia. Esta es la llave para abrir la puerta de la santidad: vivir según la voluntad de Dios[3-ma-1]. Como afirmará Cristo en otra ocasión: «No todo el que me dice: “Señor, Señor”, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre, que está en los cielos» (Mt 7,21).
SON muchos los momentos en los que Jesús afirma que su prioridad es cumplir lo que su Padre espera de él. Incluso cuando es un niño y permanece en Jerusalén responde así cuando María y José lo encuentran en el Templo: «¿No sabíais que es necesario que yo esté en las cosas de mi Padre?» (Lc 2,49). Más adelante dirá también que su alimento es hacer la voluntad del que le ha enviado (cfr. Jn 4,34). Este fue el deseo que guió toda su existencia.
La persona que quiere imitar a Cristo puede encontrarse con que no siempre sabe qué es lo que Dios espera de él. Y aunque lo descubra, puede también sentir la contrariedad. En este sentido, resulta consoltador saber que también Jesús experimentó en Getsemaní la tensión entre sus propias fuerzas y lo que le pedía su Padre: «Si es posible, aleja de mí este cáliz; pero que no sea tal como yo quiero, sino como quieres Tú» (Mt 26,39). Sabía que era difícil llevar a cabo aquello por lo que había venido al mundo. Pero el deseo de hacer la voluntad de su Padre era más grande que ese peso.
El amor a la voluntad de su Padre dio a Jesús un juicio adecuado sobre el valor de las realidades terrenas: «Mi juicio es justo, porque no busco mi voluntad sino la voluntad del que me envió» (Jn 5,30). Este criterio es el que nos permite llevar una vida feliz, pues Dios es el primero que desea nuestro bien en la tierra y en el cielo. Nadie mejor que él sabe cómo construir esa felicidad, que muchas veces puede ir unida al sacrificio y al dolor. Amar su voluntad no es cuestión de someterse a unas condiciones en vista de un premio futuro, sino de confiar en la bondad de los planes de Dios, que también lo son para nosotros: su deseo es compartir su felicidad con nosotros, aunque en la tierra no sea plena. Como escribe san Juan: «Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él. Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él» (1 Jn 4,16).
CON FRECUENCIA san Josemaría hablaba sobre la obediencia inteligente: «Dios no nos impone una obediencia ciega». En efecto, esta virtud no consiste en poner por obra sin más lo que otro ha pedido, sino que previamente pone en juego sus capacidades para llevar adelante ese propósito. Precisamente en el huerto de los Olivos Jesús está valorando cómo actuar ante aquello que su Padre le está pidiendo. Al reconducir su voluntad humana al sí pleno a Dios, «nos dice que el ser humano solo alcanza su verdadera altura, solo llega a ser divino, conformando su propia voluntad a la voluntad divina»[3-ma-2].
Es normal que a veces no sepamos cuál es la voluntad de Dios. Por eso buscamos la ayuda de la dirección espiritual, de alguien que pueda darnos un consejo. Al mismo tiempo, no siempre será fácil reconocer el sentido de aquello que nos proponen cuando choca con lo que pensábamos. Efectivamente, esa persona no es infalible, y nadie puede transmitir, sin más, la voluntad de Dios. Pero también sabemos que nosotros mismos no somos infalibles y podemos engañarnos. Y aunque un consejo no siempre se identifique necesariamente con lo que Dios quiere, el Señor cuenta con nuestra disponibilidad para secundarlo, por amor. Esto mismo es lo que el profeta Samuel transmitió a Saúl cuando le desobedeció: «¿Se complace el Señor en holocaustos y sacrificios o más bien en quien escucha la voz del Señor?» (1S 22). De este modo aclaraba «la jerarquía de valores: es más importante tener un corazón dócil y obedecer que hacer sacrificios, ayunos, penitencias»[3-ma-3].
Después de encontrar a Jesús en el Templo, san Lucas hace notar que ni María ni José comprendieron lo que había ocurrido. Sin embargo, señala que «su madre guardaba todas estas cosas en su corazón» (Lc 2,51). Es decir, consideraba lo que le ocurría para tratar de descubrir por qué el Señor lo permitía. Efectivamente, hay realidades que solamente llegaremos a entender completamente con el paso del tiempo. Y María, con su obediencia, supo fiarse de la voluntad de Dios.
[3-ma-1] Cfr. San Josemaría, Camino, n. 754.
[3-ma-2] Benedicto XVI, Audiencia, 1-II-2012.
[3-ma-3] Francisco, Homilía, 20-I-2020.
Zonnewende (cdr Nederlandia)
Jueves III del tiempo ordinario
- Somos portadores de la luz de Cristo.
- Difundir el Evangelio con el trabajo ordinario.
- La naturalidad del apostolado.
JESÚS HABLA el lenguaje de quienes le escuchan, un lenguaje empapado de vida ordinaria. Pregunta, por ejemplo: «¿Acaso se enciende la lámpara para ponerla debajo de un celemín o debajo de la cama? ¿No se pone sobre un candelero?» (Mc 4,21). Muchos de sus oyentes tendrían en casa un celemín, que era un pequeño cubo de madera con forma rectangular y capacidad para unos nueve litros. En este recipiente se vertía sobre todo el trigo o la harina; era indispensable para hacer pequeños negocios, así como para calcular los diezmos prescritos por la ley. Por su parte, las lámparas de uso doméstico solían ser de terracota o de bronce, con formas variadas, aunque la más corriente era una base circular con un agujero en el centro, por donde se echaba el aceite. Finalmente, los candeleros eran a menudo un simple nicho en la pared. Según algunos arqueólogos, los hebreos acostumbraban a dejar una lámpara encendida en sus casas, probablemente para mantener alejados a los merodeadores.
Cada cristiano ha recibido la luz de Cristo, que vino al mundo para disipar las tinieblas del mal y de la muerte. Por gracia y misericordia del Señor, hemos acogido esa luz en nuestros corazones y, como hijos de Dios, estamos llamados a ser «portadores de la única llama capaz de iluminar los caminos terrenos de las almas»[3-j-1]. Es un gran don y una tarea inmensa. En cierto sentido, «de nosotros depende que muchos no permanezcan en tinieblas, sino que anden por senderos que llevan hasta la vida eterna»[3-j-2]. «Un discípulo y una comunidad cristiana son luz en el mundo cuando encaminan a los demás hacia Dios, ayudando a cada uno a experimentar su bondad y misericordia. El discípulo de Jesús es luz cuando sabe vivir su fe fuera de los espacios estrechos (...). Hacer luz. Pero no mi luz, sino la luz de Jesús: somos instrumentos para que la luz de Jesús llegue a todos»[3-j-3].
QUERRÍAMOS PONER al Señor en un lugar muy alto para que su luz alcance a todos. Pero, ¿cómo llevar a la práctica esta exhortación evangélica? San Josemaría explicaba que, para la inmensa mayoría de los cristianos, difundir la luz de Cristo no consiste en dejar las ocupaciones normales y dedicarse solamente a predicar la Palabra de Dios; tampoco consiste simplemente en dedicar algunos tiempos diarios o semanales a las prácticas de piedad o a las actividades apostólicas. El fundador del Opus Dei proponía un camino más ambicioso: ser santos y apóstoles en el ejercicio de la propia profesión u oficio.
«Tú y yo somos cristianos –escribía–, pero a la vez, y sin solución de continuidad, ciudadanos y trabajadores, con unas obligaciones claras que hemos de cumplir de un modo ejemplar, si de veras queremos santificarnos (…). El trabajo profesional –sea el que sea– se convierte en un candelero que ilumina a vuestros colegas y amigos. Por eso suelo repetir a los que se incorporan al Opus Dei, y mi afirmación vale para todos los que me escucháis: ¡qué me importa que me digan que fulanito es buen hijo mío –un buen cristiano–, pero un mal zapatero! Si no se esfuerza en aprender bien su oficio, o en ejecutarlo con esmero, no podrá santificarlo ni ofrecérselo al Señor; y la santificación del trabajo ordinario constituye como el quicio de la verdadera espiritualidad para los que –inmersos en las realidades temporales– estamos decididos a tratar a Dios»[3-j-4].
Es muy alentador saber que nuestro trabajo, realizado por amor a Dios y con espíritu de servicio a los demás, nos convierte en personas que transmiten la luz divina a los demás. «Si observas la composición de un aparato eléctrico, encontrarás un ensamblaje de hilos grandes y pequeños, nuevos y gastados, caros y baratos. Si la corriente eléctrica no pasa a través de todo ello, no habrá luz. Estos hilos somos tú y yo. Dios es la corriente. Tenemos poder para dejar pasar la corriente a través de nosotros, dejarnos utilizar por Dios, dejar que se produzca luz en el mundo o bien rehusar ser instrumentos y dejar que las tinieblas se extiendan»[3-j-5].
«NO HAY COSA escondida que no vaya a saberse, ni secreto que no acabe por hacerse público» (Mc 4,22), sigue diciendo el Señor. Son palabras con valor escatológico, pero también nos ayudan a considerar el reflejo que, en nuestra vida diaria, manifiesta la luz que Cristo ha encendido en nuestro interior. Cuando un cristiano procura mantener vivo su diálogo con Dios, su amor a las almas le impulsa a hablar, a compartir, a comunicar con naturalidad lo que ha significado en su vida el encuentro con Jesús. Esto sucede a menudo sin ningún esfuerzo especial. Pero quizá, en otras ocasiones, será necesario considerar la grandeza de lo que está en juego para vencer la propia timidez.
«Proponer la verdad de Cristo y de su reino, más que un derecho es un deber del evangelizador –decía san Pablo VI–. Y es, a la vez, un derecho de sus hermanos recibir a través de él, el anuncio de la Buena Nueva de la salvación. Esta salvación viene realizada por Dios en quien él lo desea, y por caminos extraordinarios que sólo él conoce. En realidad, si su Hijo ha venido al mundo ha sido precisamente para revelarnos, mediante su palabra y su vida, los caminos ordinarios de la salvación. Y él nos ha ordenado transmitir a los demás, con su misma autoridad, esta revelación. No sería inútil que cada cristiano y cada evangelizador examinasen en profundidad, a través de la oración, este pensamiento: los hombres podrán salvarse por otros caminos, gracias a la misericordia de Dios, si nosotros no les anunciamos el Evangelio; pero ¿podremos nosotros salvarnos si por negligencia, por miedo, por vergüenza –lo que san Pablo llamaba avergonzarse del Evangelio–, o por ideas falsas omitimos anunciarlo?»[3-j-6].
Pidamos a nuestra Madre del cielo la humildad necesaria para abrir con sencillez nuestra alma a Jesús; y que, a través de aquel encuentro, muchos de quienes nos rodean puedan llegar a recibir con naturalidad la luz de Dios.
[3-j-1] San Josemaría, Forja, n. 1.
[3-j-2] Ibíd.
[3-j-3] Francisco, Ángelus, 9-II-2020.
[3-j-4] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 61.
[3-j-5] Santa Teresa de Calcuta, El amor más grande, Ediciones Urano, Barcelona 2003, c. 67.
[3-j-6] San Pablo VI, Evangelii nuntiandi, n. 80.
Zonnewende (cdr Nederlandia)
Viernes III del tiempo ordinario
- En Dios quien hace crecer su Reino.
- Sumar nuestra fuerza a la del Señor.
- Buscamos a Jesús como aquellos discípulos.
PARA ILUSTRAR cómo es y cómo se desarrolla el Reino de Dios, Jesús recurre de nuevo a comparaciones con aspectos de la vida agrícola, muy familiares para sus oyentes: «Viene a ser como un hombre que echa la semilla sobre la tierra, y, duerma o vele noche y día, la semilla nace y crece, sin que él sepa cómo. Porque la tierra produce fruto ella sola: primero hierba, después espiga y por fin trigo maduro en la espiga» (Mc 4,26-29). El evangelio de la Misa de hoy recoge dos parábolas: la que acabamos de leer, sobre el crecimiento de la semilla de trigo; y la sucesiva, sobre el pequeño grano de mostaza que llega a ser un arbusto frondoso, en el que pueden anidar las aves del cielo.
«En la primera parábola la atención se centra en el hecho de que la semilla, echada en la tierra, se arraiga y desarrolla por sí misma, independientemente de que el campesino duerma o vele. Él confía en el poder interior de la semilla misma y en la fertilidad del terreno. En el lenguaje evangélico, la semilla es símbolo de la Palabra de Dios (...). Esta Palabra, si es acogida, da ciertamente sus frutos, porque Dios mismo la hace germinar y madurar a través de caminos que no siempre podemos verificar, de un modo que no conocemos. Todo esto nos hace comprender que es siempre Dios quien hace crecer su Reino. Por esto rezamos mucho “venga a nosotros tu Reino”. Es él quien lo hace crecer; el hombre es su humilde colaborador, que contempla y se regocija por la acción creadora divina, y espera con paciencia sus frutos»[3-v-1].
«Cuando te abandones de verdad en el Señor –decía san Josemaría– , aprenderás a contentarte con lo que venga, y a no perder la serenidad, si las tareas –a pesar de haber puesto todo tu empeño y los medios oportunos– no salen a tu gusto... Porque habrán “salido” como le conviene a Dios que salgan»[3-v-2].
EN LA SEGUNDA PARÁBOLA, Jesús usa la imagen del grano de mostaza para describir el Reino de Dios: «Cuando se siembra en la tierra, es la más pequeña de todas las semillas que hay en la tierra; pero, una vez sembrado, crece y llega a hacerse mayor que todas las hortalizas, y echa ramas grandes, hasta el punto de que los pájaros del cielo pueden anidar bajo su sombra» (Mc 4,31-32). En la lectura que hace san Juan Crisóstomo de este pasaje, el grano de mostaza es Cristo que, con su encarnación, se hizo pequeño y humilde para ser servidor de todos; padeció clavado en la cruz, murió por nosotros, y con su resurrección creció hasta el cielo, como un árbol que nos cobija y nos dona la inmortalidad[3-v-3].
Siendo infinitamente grande, Cristo se hizo pequeño, aparentemente irrelevante. Por eso, para entrar en la dinámica del Reino de Dios, es necesario ser pobres de espíritu, de manera que Cristo pueda vivir en nosotros; una pobreza de espíritu que nos lleva a «no actuar para ser importantes ante los ojos del mundo, sino preciosos ante los ojos de Dios, que tiene predilección por los sencillos y humildes. Cuando vivimos así, a través de nosotros irrumpe la fuerza de Cristo y transforma lo que es pequeño y modesto en una realidad que fermenta toda la masa del mundo y de la historia»[3-v-4].
Y el mensaje de esta segunda parábola refuerza el de la anterior: «El reino de Dios, aunque requiere nuestra colaboración, es ante todo don del Señor, gracia que precede al hombre y a sus obras. Nuestra pequeña fuerza, aparentemente impotente ante los problemas del mundo, si se suma a la de Dios no teme obstáculos, porque la victoria del Señor es segura (...). La semilla brota y crece, porque la hace crecer el amor de Dios»[3-v-5].
«CON MUCHAS PARÁBOLAS semejantes les anunciaba la palabra, conforme a lo que podían entender; y no les solía hablar nada sin parábolas. Pero a solas, les explicaba todo a sus discípulos» (Mc 4,33-34). Así concluye san Marcos su relato. El evangelista diferencia entre el pueblo que escuchaba las enseñanzas de Jesús por primera vez o de modo ocasional, y los discípulos que seguían habitualmente al Señor. Con estos, Jesús pasa largos ratos a solas explicándoles con mayor profundidad sus enseñanzas. Aquellos discípulos habrían comenzado siendo uno más del pueblo: un día, alguien les habló de Jesús y se acercaron a escucharlo movidos, quizá, por la curiosidad. Pero después de uno o más contactos con él, empezaron a ser discípulos.
Algo similar sucede con cada uno de nosotros. Cuando nos encontramos con Jesús en las páginas del evangelio, enseguida queremos saber más, nos interesa ahondar en el significado de su vida y sus palabras. Intuimos que en Cristo «moran todos los tesoros y sabiduría escondidos»[3-v-6], y deseamos enriquecernos con ellos. «Es posible también ahora acercarnos íntimamente a Jesús, en cuerpo y alma. Cristo nos ha marcado claramente el camino: por el Pan y por la Palabra, alimentándonos con la Eucaristía y conociendo y cumpliendo lo que vino a enseñarnos, a la vez que conversamos con él en la oración»[3-v-7]. Y con toda naturalidad, aunque a veces también requiera esfuerzo, buscamos la compañía asidua de nuestro Señor. Entonces entendemos mejor a María, que «guardaba todas estas cosas, ponderándolas en su corazón» (Lc 2,19). Podemos pedir a nuestra Madre que también nosotros sepamos acoger la Palabra de Dios y profundizar en su significado, para que dé un fruto abundante.
[3-v-1] Francisco, Ángelus, 14-VI-2015.
[3-v-2] San Josemaría, Surco, n. 860.
[3-v-3] San Juan Crisóstomo, Homilía 7 [atribuida], PG 64, 21-26.
[3-v-4] Francisco, Ángelus, 14-VI-2015.
[3-v-5] Benedicto XVI, Ángelus, 17-VI-2012.
[3-v-6] San Juan de la Cruz, Cántico espiritual, canción 36, 3.
[3-v-7] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 118.
Zonnewende (cdr Nederlandia)
Sábado III del tiempo ordinario
- El cansancio de Jesús, perfecto hombre.
- Abandonarnos en Cristo para llegar a buen puerto.
- Ver a Jesús también en las dificultades.
EL LAGO DE GENESARET, con sus 165 kilómetros cuadrados de superficie y 43 metros de profundidad, es un lago más bien modesto. Sin embargo, pese a sus reducidas dimensiones, era rico en peces y en sus aguas se desataban violentas tempestades, como sigue ocurriendo hoy en día. Se encuentra en una hondonada de terreno, rodeado de montañas, entre las que se abren paso el valle del Jordán y la llanura de Esdrelón. Por esos pasillos naturales llegan fuertes ráfagas de viento que confluyen en el lago provocando olas furiosas, suficientes incluso para volcar una embarcación pequeña.
Una de esas tempestades llegó al lago mientras Jesús y sus discípulos estaban atravesándolo. Era el atardecer. Había terminado una jornada intensa de predicación a una gran multitud de personas. Era tanta la gente, que el Señor tuvo que subir a una barca y apartarse un poco de la orilla para que pudieran verle y oírle. En esa misma barca iba después Jesús, cansado: «Estaba en la popa durmiendo sobre un cabezal» (Mc 4,38). Es la única vez que los evangelios nos lo presentan dormido. «Cada uno de esos gestos humanos es un gesto de Dios. En Cristo habita toda la plenitud de la divinidad corporalmente. Cristo es Dios hecho hombre, hombre perfecto, hombre entero. Y, en lo humano, nos da a conocer la divinidad»[3-s-1]. Es conmovedor contemplarlo así: agotado, después de un día de trabajo en el que se ha entregado completamente, hasta quedarse sin energías y necesitar de un profundo sueño para recuperarlas.
«El cansancio de Jesús, signo de su verdadera humanidad, se puede ver como un preludio de su pasión, con la que realizó la obra de nuestra redención»[3-s-2]. Se nos muestra como perfecto hombre, igual a nosotros en todo excepto en el pecado. Y entendemos más fácilmente que, con su gracia, también nosotros podemos encarnar su vida, aunque a veces nos cueste, aunque nos cansemos, aunque se note el peso del trabajo cotidiano realizado por amor.
ESTALLA LA TORMENTA. Las olas se encrespan. Se escucha con claridad el crujir de la madera de la barca. Los discípulos, expertos pescadores, están tensos. Su experiencia les dice que aquella tormenta es peligrosa. Se maravillan de que, en esa situación crítica, Jesús siga dormido. Lo despiertan con una frase en la que, bajo la apariencia de reproche, hay mucha confianza: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?» (Mc 4,38). El Señor se pone en pie, increpa al viento, y dice al mar: «–¡Calla, enmudece! Y se calmó el viento y sobrevino una gran calma. Entonces les dijo: –¿Por qué os asustáis? ¿Todavía no tenéis fe?» (Mc 4,39-40).
Asombrados, los discípulos se llenan otra vez de temor, aunque ahora es un temor distinto: la grandeza del mar deja paso a la grandeza del misterio de Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre. «El gesto solemne de calmar el mar tempestuoso es claramente un signo del señorío de Cristo sobre las potencias negativas e induce a pensar en su divinidad: “¿Quién es este –se preguntan asombrados y atemorizados los discípulos–, que hasta el viento y las aguas le obedecen?” (Mc 4, 41). Su fe aún no es firme; se está formando; es una mezcla de miedo y confianza; por el contrario, el abandono confiado de Jesús al Padre es total y puro. Por eso, por este poder del amor, puede dormir durante la tempestad, totalmente seguro en los brazos de Dios»[3-s-3].
También nuestra fe se está todavía formando, está siempre creciendo. Muchas veces nos asustamos, tenemos miedo, estamos inseguros ante pequeñas o grandes tormentas: tentaciones, contrariedades, desilusiones con nosotros mismos, fracasos… Es el momento de invocar a Jesús para que nos ayude a afrontar esas situaciones con paz y abandono. Como aconsejaba san Agustín: «Que las olas no os arrastren ante las confusiones de vuestro corazón. De todos modos, aunque seamos hombres, no desesperemos si el viento arrastra los afectos de nuestra alma. Despertemos a Cristo: nuestra singladura será tranquila y arribaremos a buen puerto»[3-s-4].
EN LA PLAZA de San Pedro completamente vacía, bajo la lluvia, ante un crucifijo y una imagen de la Virgen, en marzo de 2020 el Papa Francisco presidió una vigilia de oración durante un momento difícil para toda la humanidad, en plena pandemia. Eligió comentar precisamente el pasaje del evangelio que estamos meditando. Sus palabras también pueden servirnos para afrontar otros momentos de dificultad que pueden aparecer en nuestra vida.
«“¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?”. Señor, nos diriges una llamada, una llamada a la fe. Que no es tanto creer que tú existes, sino ir hacia ti y confiar en ti (…). Nos llamas a tomar este tiempo de prueba como un momento de elección. No es el momento de tu juicio, sino de nuestro juicio: el tiempo para elegir entre lo que cuenta verdaderamente y lo que pasa, para separar lo que es necesario de lo que no lo es. Es el tiempo de restablecer el rumbo de la vida hacia ti, Señor, y hacia los demás (…). “¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?”. El comienzo de la fe es saber que necesitamos la salvación. No somos autosuficientes; solos nos hundimos. Necesitamos al Señor como los antiguos marineros las estrellas. Invitemos a Jesús a la barca de nuestra vida. Entreguémosle nuestros temores, para que los venza. Al igual que los discípulos, experimentaremos que, con él a bordo, no se naufraga. Porque esta es la fuerza de Dios: convertir en algo bueno todo lo que nos sucede, incluso lo malo. Él trae serenidad en nuestras tormentas, porque con Dios la vida nunca muere»[3-s-5].
«Cuando llega el padecimiento en forma tan humana, tan normal —dificultades y problemas familiares... o esas mil pequeñeces de la vida ordinaria—, te cuesta trabajo ver a Cristo detrás de eso. —Abre con docilidad tus manos a esos clavos... y tu dolor se convertirá en gozo»[3-s-6]. Por intercesión de santa María, «estrella del mar», pidamos al Señor que aumente nuestra fe, que nos libere de nuestros miedos y nos llene de esperanza.
[3-s-1] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 109.
[3-s-2] Benedicto XVI, Ángelus, 27-III-2011.
[3-s-3] Benedicto XVI, Homilía, 21-VI-2009.
[3-s-4] San Agustín, Sermón 63, 3.
[3-s-5] Francisco, Momento extraordinario de oración en tiempos de epidemia, 27-III-2020.
[3-s-6] San Josemaría, Surco, n. 234.
Domingo – IV del tiempo ordinario (ciclo A)
- Dios escogió la necedad del mundo.
- Los caminos impensables del Señor.
- La debilidad es el mérito del cristiano.
A LA HORA de sacar adelante un proyecto, lo lógico suele ser rodearse de las personas más preparadas. Si uno, por ejemplo, quiere montar una empresa, lo habitual es contar con la ayuda y los consejos de gente experta. Sin embargo, Jesús, en su paso por la tierra, no parece actuar de ese modo. «No hay entre vosotros –escribe san Pablo a los corintios– muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles; sino que Dios escogió la necedad del mundo para confundir a los sabios, y Dios eligió la flaqueza del mundo para confundir a los fuertes» (1Co 26-27).
Lo esperable hubiese sido que Jesús llamara a las personas más preparadas; aquellas, tal vez, conocidas por su piedad y su manejo de las Sagradas Escrituras. Pero como su misión no es humana, sino divina, el Señor no se fijó en lo que el mundo consideraba importante. Escogió, en primer lugar, a personas que no tenían una gran posición y se dedicaban a uno de los oficios más comunes de la época: la pesca. Quizá, de entre los doce apóstoles, san Mateo era el que más cualidades tenía a ojos de la sociedad de entonces; pero tampoco es del todo así, pues su trabajo como recaudador de impuestos lo convertía, usando palabras de san Pablo, en lo más «despreciable del mundo» (1 Co 28).
«Estos eran los discípulos elegidos por el Señor –decía san Josemaría–; así los escoge Cristo; así aparecían antes de que, llenos del Espíritu Santo, se convirtieran en columnas de la Iglesia. Son hombres corrientes, con defectos, con debilidades, con la palabra más larga que las obras. Y, sin embargo, Jesús los llama para hacer de ellos pescadores de hombres, corredentores, administradores de la gracia de Dios»[4dA-1]. La lógica humana no es el principal parámetro para explicar los planes divinos. Por eso, para ser apóstol lo esencial no es tener grandes talentos, sino escuchar su invitación a seguirle. Así será él quien brille a través de nuestra vida, poniendo nuestras capacidades –muchas o pocas– a su servicio.
LA LÓGICA QUE siguió Jesús de no fijarse en las cualidades humanas es la que también se refleja en el sermón de la montaña. Allí declara como bienaventurado a aquel que, a ojos del pueblo, era en realidad el más desafortunado: el pobre, el que llora, el que ha sufrido una injusticia, el perseguido… (cfr. Mt 5,1-12). Seguramente los allí presentes se sorprendieron, pues hasta entonces pensarían lo contrario. Muchos creían –como sucede también ahora– que si la vida les sonreía era porque Dios premiaba sus buenas obras; en cambio, consideraban las desgracias como consecuencia de los malos actos. Por eso se desconciertan, pues decir que el pobre es bienaventurado sería casi como afirmar que el pecador obtendrá el máximo favor de Dios.
Si con la elección de los discípulos Jesús supera los planteamientos humanos para hacer ver que es Dios quien obra, con este discurso vuelve a mostrarnos la lógica divina. No es en las realidades mundanas donde hallaremos la felicidad, sino en ser libres de abandonarnos en Dios. Por eso, es compatible sufrir la pobreza o la injusticia con ser feliz, pues lo decisivo no son las circunstancias externas, sino la cercanía con Cristo. Las bienaventuranzas nos indican un camino de felicidad libre de ataduras, que no depende del éxito, el placer, el dinero o el poder. En los santos vemos personas que, aunque no siempre cumplieran con los estándares de bienaventuranza humana, fueron dichosos en la tierra y supieron contagiar a los demás con su alegría.
«Dios, para entregarse a nosotros, elige a menudo caminos impensables, tal vez los de nuestros límites, los de nuestras lágrimas, los de nuestras derrotas»[4dA-2]. Es precisamente en esas situaciones donde el Señor nos manifiesta la fuerza de su salvación. Es él quien «guarda fidelidad eternamente, hace justicia a los oprimidos y da pan a los hambrientos» (Sal 146). Sin embargo, es cierto que no siempre es sencillo acoger las contrariedades de ese modo. Por eso podemos pedir a Dios que nos ayude a ver lo que el mundo considera una desgracia como camino que nos lleva a la felicidad.
¿POR QUÉ Jesús rompe tantos esquemas? Lo hacía entre quienes le rodeaban durante su paso por esta tierra y lo sigue haciendo hoy a quien quiere escucharle con sinceridad. Entre tantas razones, una de ellas es porque quiere liberarnos de nuestro afán por tener todo bajo control. Esta tendencia nos lleva a pensar que la misión de ser apóstol y vivir en santidad depende únicamente de nuestra mayor o menor capacidad de planificación, y de llevar a cabo con fortaleza ese plan. Y, aunque es cierto que el Señor cuenta con nuestro esfuerzo y con nuestra creatividad, si lo fiamos todo a nuestras capacidades es fácil caer en el desánimo, además de que, en realidad, no dejamos obrar a Dios. Por eso Jesús nos invita a superar nuestra autosuficiencia y reconocer que necesitaremos siempre su ayuda.
«Escogió Dios a lo vil –dice san Pablo–, a lo despreciable del mundo, a lo que no es nada, para destruir lo que es, de manera que ningún mortal pueda gloriarse ante Dios» (1 Co 1,28-29). Y a continuación, citando la Escritura, el apóstol de las gentes concluye: «El que se gloría, que se gloríe en el Señor» (1Co 31). Este es, a fin de cuentas, el mérito del que puede presumir el cristiano: reconocer sus debilidades y limitaciones pero, al mismo tiempo, saber que es capaz de todo porque cuenta con la gracia de Dios.
Esta es precisamente la actitud que muestra la Virgen María en el Magníficat: «Proclama mi alma las grandezas del Señor, y se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador: porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava» (Lc 1,46). Un niño no conquista a su madre mostrándose fuerte e independiente, sino reconociéndose hijo, correspondiendo a su amor con amor y pidiendo su ayuda con sencillez. Por eso podemos presentarnos ante nuestra Madre del cielo tal como somos: necesitados del apoyo y del consuelo de Dios. Así es como el Señor obrará también grandezas en nuestra vida.
Domingo IV del tiempo ordinario
- Jesús se revela en la normalidad de lo cotidiano.
- La fe sincera obra milagros.
- Abrirse a la gratuidad de la gracia.
JESÚS VUELVE A NAZARET después de algunos meses de predicación. La Sagrada Familia, tras el exilio en Egipto, se había instalado en este pequeño pueblo. Allí vivieron treinta años, como cualquier otra familia judía. Probablemente allí había muerto José y estaría enterrado en su cementerio. Jesús guardaría numerosos recuerdos de su vida con María y con José, ligados a las calles, a los campos, o a la pequeña sinagoga a la que acudía todos los sábados. Después de sus primeras correrías apostólicas, el Señor decide visitar a sus conciudadanos. Rodeado de sus discípulos y de muchos curiosos, Jesús se dirige a la sinagoga y, tras leer el texto sagrado, afirma: «Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír» (Lc 4,21). Son palabras impresionantes e inequívocas, ya que Jesucristo se atribuye la profecía que anunciaba la llegada del Mesías: «El Espíritu del Señor está sobre mí (...), me ha enviado para anunciar la redención» (Lc 4,18-19).
La primera reacción de la gente fue de entusiasmo, sin embargo, como sucedería en otras ocasiones, pronto llegó la duda e incluso el escándalo. «¿No es éste el hijo de José?» (Lc 4,22), se preguntaban. La normalidad del Señor les tomó desprevenidos. Jesús, a fin de cuentas, era un hombre al que conocían desde niño, con el que habían compartido su vida cotidiana, que había trabajado en medio de ellos… ¿Cómo va a ser el Mesías?
Aunque parezca una escena lejana en el tiempo y en el espacio, lo mismo puede sucedernos también a nosotros. Por un lado, tenemos a Dios tan cerca, tan al alcance de la mano, que podemos acostumbrarnos y perder las dimensiones de lo que ello supone. Además, tenemos siempre la tentación de buscarle en lo extraordinario, en las ocasiones excepcionales, en las que el corazón reacciona con más facilidad. Sin embargo, cualquier circunstancia es una oportunidad para un encuentro con él: las personas con las que nos tropezamos, nuestras propias batallas personales, el trabajo que tenemos entre manos, etc. Dios está en lo corriente. «¡Bendita normalidad, que puede estar llena de tanto amor de Dios!»[4-d-1], exclamaba con gozo san Josemaría. Precisamente ahí, en lo escondido y rutinario, en la monotonía que parece intrascendente, Dios nos espera.
LA NOTICIA de los milagros que Jesús había realizado en los pueblos del mar había llegado a oídos de los nazarenos. Ellos esperaban esta visita del Señor porque querían ser testigos de algún prodigio de quien habían conocido como carpintero. Pero los milagros que acompañan las palabras del Señor nunca «pretenden satisfacer la curiosidad»[4-d-2] de la gente, sino que son «signos» del amor de Dios, que manifiestan su poder y «testimonian que el Padre le ha enviado». En definitiva, su más profunda razón de ser es que «invitan a creer en Jesús»[4-d-3].
El Señor concedía la curación cuando encontraba apertura a Dios en quienes a él acudían. «Del mismo modo que para los cuerpos existe una atracción natural de parte de unos hacia los otros, como entre el imán hacia el hierro… así tal fe ejerce una atracción sobre la potencia divina»[4-d-4]. Dios se deshace ante nuestras necesidades, presentadas con fe humilde. Así lo vemos en el ciego de Jericó, que pidió recobrar la vista; en el leproso, que imploró la curación de su piel; en la cananea, que insistió en favor de su hija; o en la hemorroísa, que se acercó a tocarle con discreción y timidez. Todos tenían fe, quizá imperfecta y débil, pero abierta al misterio de Cristo.
La falta de apertura de los habitantes de Nazaret, por el contrario, hizo imposible que pudiera obrar milagros allí (cfr. Mc 6,5). Jesús, que había hecho muchos en la vecina Caná, en Naim, y en otras aldeas cercanas, «solamente sanó a unos pocos enfermos imponiéndoles las manos» (Mc 6,5). Quedaban en Nazaret muchos dolores sin aliviar y muchos enfermos sin curar. «Mi pueblo no escuchó mi voz, Israel no me obedeció –dice el salmista–. Y los abandoné a la dureza de su corazón, a que marchase según sus propósitos» (Sal 81,12-13). La santidad consiste en mantener vivo ese deseo constante por no cerrar nuestro corazón a la salvación de Dios. Tantas cosas buenas, para nosotros y para quienes nos rodean, dependen de nuestra humildad sincera para vivir de una auténtica fe en Jesucristo.
El EVANGELISTA anota que Jesús se asombró «por su incredulidad» (Mc 6,6). A la sorpresa de sus vecinos, se une también el asombro del Señor. «¿Cómo es posible que no reconozcan la luz de la Verdad? ¿Por qué no se abren a la bondad de Dios, que ha querido compartir nuestra humanidad?»[4-d-5]. Lo que podía haber sido una jornada de fiesta y de alegría, terminó de la peor manera: sus paisanos le expulsaron violentamente de allí (cfr. Lc 4,28-30). Los hombres y mujeres de Nazaret exigieron prodigios porque buscaban seguridad, querían que Dios se les manifestase con claridad. En cierto modo, querían controlar a Dios, entenderlo completamente, ponerlo a su servicio. No estaban abiertos a su manera gratuita de obrar, imprevisible, con una amplitud de miras infinitamente mayor que la nuestra.
Los habitantes de Nazaret querían milagros, pero no se daban cuenta que tenían delante de sus ojos al «más grande milagro del universo: todo el amor de Dios contenido en el corazón humano, en un rostro de hombre»[4-d-6]. Cuando se acude a Dios formulando exigencias, pensando que tenemos solamente derechos que reivindicar, no se entra en la lógica divina, en donde todo es don. «Tú, solo, sin contar con la gracia, no podrás nada de provecho, porque habrás cortado el camino de las relaciones con Dios. —Con la gracia, en cambio, lo puedes todo»[4-d-7]. Sorprende que precisamente donde mejor conocían a Jesús haya sido el lugar del primer rechazo, uno de los más dolorosos. Sin embargo, María creyó plenamente en el misterio escondido en su hijo. Ella no se escandalizó, sino que vivió cerca de él, completamente feliz, al verlo tan humano y, al mismo tiempo, al descubrir la plenitud de Dios que habitaba en él. Le podemos pedir a ella que nos enseñe a mirar al Señor con sus ojos para no cerrar nunca el camino a la gracia de Dios.
[4-d-1] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 148.
[4-d-2] Catecismo de la Iglesia, n. 548.
[4-d-3] Ibíd.
[4-d-4] Orígenes, Comentario al evangelio de Mateo, 10, 19.
[4-d-5] Benedicto XVI, Ángelus, 8-VII-2012.
[4-d-6] Ibíd.
[4-d-7] San Josemaría, Forja, n. 321.
Lunes IV del tiempo ordinario
- Dios se ha encarnado para todos.
- Jesús nos libera del pecado.
- Encontrar fuerza en la confesión.
ANTE EL DOLOR de los enfermos o la angustia de los endemoniados, Jesús se conmueve y acude rápidamente a ofrecer su misericordia. En el Evangelio de hoy, el Señor cura a un hombre que sufría entre los sepulcros, poseído por una multitud de demonios, en la región de Gerasa. Era una zona poblada por paganos, de origen griego y sirio. Por eso, no es sorprendente la presencia de una enorme piara de cerdos, cuya crianza y comida estaba prohibida a los judíos. Jesús arrojó los demonios que atormentaban a este hombre y les permitió que se quedasen en los cerdos, que eran cerca de dos mil; estos, entonces, se lanzaron «corriendo por la pendiente hacia el mar» (Mc 5,13).
Este impresionante episodio, además de mostrar el poder de Jesús, deja ver con claridad que su misión es universal y se extiende a todos los pueblos. Para Dios no hay extranjeros. Al final de la escena, el hombre intentó subir a la barca para quedarse definitivamente con Jesús, pero el Señor le dijo: «Vete a tu casa con los tuyos y anúnciales las grandes cosas que el Señor ha hecho contigo» (Mc 5,19). Su misión será proclamar que la misericordia de Dios también se derrama sobre los paganos que allí habitaban. «Se fue y comenzó a proclamar en la Decápolis lo que Jesús había hecho con él. Y todos se admiraban» (Mc 5,20).
Dios se ha encarnado para todos los hombres y mujeres. Movido por esta convicción, señalaba san Josemaría que «quienes han encontrado a Cristo no pueden cerrarse en su ambiente: ¡triste cosa sería ese empequeñecimiento! Han de abrirse en abanico para llegar a todas las almas»[4-l-1]. Aquel hombre del pasaje evangélico, sanado por Jesús, fue motivo de admiración entre quienes escuchaban su mensaje de misericordia: se trata de un buen resumen de la misión de los cristianos.
LOS EVANGELISTAS subrayan el poder de Jesús sobre los demonios, a los que expulsa «por el dedo de Dios» (Lc 11,20). En esta ocasión, se describe cómo el maligno había destrozado la vida de este hombre. San Marcos nos hace comprender su situación con detalles que hacen más viva su desgracia: «Nadie podía tenerlo sujeto ni siquiera con cadenas; (…) se pasaba las noches enteras y los días por los sepulcros y por los montes, gritando e hiriéndose con piedras» (Mc 5,3-5). Su desdicha es una representación gráfica y fuerte de la pérdida de dignidad a la que nos puede conducir el pecado: soledad, esclavitud, e incluso rabia hacia uno mismo.
Al reconocer a Jesús desde lejos, el endemoniado salió al camino, «corrió y se postró ante él» (Mc 5,6). Asistimos a un coloquio insólito entre Jesús y el demonio, que termina con estas palabras liberadoras: «¡Sal, espíritu impuro, de este hombre!» (Mc 5,8). El endemoniado vivía encadenado a su propia desesperanza y apartado de la comunidad. Las palabras del Señor le liberan del mal más profundo, de todo aquello que le separa de Dios e impide su felicidad. «La liberación de los endemoniados cobra un significado más amplio que la simple curación física, puesto que el mal físico se relaciona con un mal interior. La enfermedad de la que Jesús libera es, ante todo, la del pecado»[4-l-2].
Así hace el Señor con cada uno de nosotros cuando acudimos a él. «¡Señor –repítelo con corazón contrito–, que no te ofenda más! Pero no te asustes al notar el lastre del pobre cuerpo y de las humanas pasiones: sería tonto e ingenuamente pueril que te enterases ahora de que eso existe. Tu miseria no es obstáculo, sino acicate para que te unas más a Dios, para que le busques con constancia, porque Él nos purifica»[4-l-3].
LOS MILAGROS suelen suscitar diversas reacciones: junto a personas que ven fortalecida su fe, también encontramos otras que se resisten a creer. Algunos vecinos de Gerasa vieron al endemoniado «sentado, vestido y en su sano juicio; y les entró miedo», así que pidieron a Jesús que «se alejase de su región» (Mc 5,15-17). En vez de compadecerse del hombre de los sepulcros, los gerasenos calcularon las pérdidas económicas por los cerdos ahogados. Miraron exclusivamente a su propio bienestar. Jesús se había convertido en algo incomprensible para ellos y por eso le pidieron que se fuera, ahuyentando su misericordia.
Cierto rechazo a Dios está siempre en la esencia del pecado, tanto de las ofensas grandes como de las pequeñas. Al rezar el Padrenuestro, siguiendo el consejo de Jesús, pedimos a Dios que no nos deje caer en la tentación y que nos libre del mal, porque todos estamos expuestos a las insidias del maligno. Ninguno puede considerarse al margen de esta lucha. Y lo primero, para no dejarnos arrastrar por el mal, es reconocerlo sin miedo. Al sentir esta fragilidad interior, pediremos a Dios con humildad la fuerza que necesitamos.
«Todos tenemos al alcance de la mano los medios idóneos para vencer el pecado y crecer en amor de Dios –predicaba el beato Álvaro del Portillo–. Estos medios son los sacramentos». Y, refiriéndose al sacramento de la Penitencia, se preguntaba: «¿Reconozco mis pecados, sin esconderlos ni disimularlos, y los confieso al sacerdote, que me escucha en nombre del Señor? ¿Estoy dispuesto a luchar para que Dios Nuestro Señor reine en mi alma? ¿Alejo de mí las ocasiones próximas de pecado?»[4-l-4]. Para no cerrarnos a la misericordia de Dios, ni siquiera en pequeños detalles cotidianos, podemos acudir al refugio de María Inmaculada. Al contemplarla, aprendemos la alegría que surge del «sí» que ella pronunció continuamente ante los proyectos de Dios.
[4-l-1] San Josemaría, Surco, n. 193.
[4-l-2] San Juan Pablo II, Catequesis, 25-VIII-1999.
[4-l-3] San Josemaría, Surco, n. 134.
[4-l-4] Beato Álvaro del Portillo, Homilía, 8-XII-1979.
Martes IV del tiempo ordinario
- La fe humilde de la hemorroísa.
- El pecado y la muerte no tienen la última palabra.
- Sentirse necesitados de la curación de Cristo.
DE CAMINO HACIA la casa de Jairo, se detuvo Jesús y, mirando a su alrededor, preguntó: «¿Quién me ha tocado la ropa?» (Mc 5,30). Una multitud acompañaba al Señor. Todos querían estar cerca, escucharle, pedirle algún favor… Una mujer que padecía frecuentes hemorragias, que le hacían sufrir mucho y le impedían tener una vida normal, se acerca sigilosamente al grupo que rodea a Cristo. Después de mil intentos con todo tipo de tratamientos, el evangelista nos dice que había ido «de mal en peor» (Mc 5,26). La noticia de la llegada de Jesús enciende en su corazón una chispa de esperanza. Ella no pretende exigir nada, no quiere molestar al Señor, pero nace en su interior la fe en su poder de curación.
«Con que toque su ropa, me curaré» (Mc 5,28), piensa; tal era su disposición. Efectivamente, en cuanto lo hizo, la hemorroísa se curó. Casi podríamos decir que robó un milagro al Señor. Jesús, al sentir que «una fuerza» había salido de él, quiso que se supiera lo que había pasado, así que preguntó: «¿Quién me ha tocado la ropa?» (Mc 5,30). Todo invita a pensar que muchos estaban en contacto con él, pero solo esta buena mujer le «tocaba» de verdad. «Ella toca, la muchedumbre oprime. ¿Qué significa “tocó” sino que creyó?»[4-ma-1], comenta san Agustín. Todo sucede rápidamente, casi de manera instantánea. Ella se acercó, llena de vergüenza, pero «nuestro Señor se vuelve y la mira. Sabe ya lo que ocurre en el interior de aquel corazón; ha advertido su seguridad: hija, ten confianza, tu fe te ha salvado»[4-ma-2].
Es envidiable la fe operativa y humilde de la hemorroísa. «Así nosotros, si queremos ser salvados, toquemos con fe el vestido de Cristo –decía san Josemaría–. ¿Te persuades de cómo ha de ser nuestra fe? Humilde. ¿Quién eres tú, quién soy yo, para merecer esta llamada de Cristo? ¿Quiénes somos para estar tan cerca de Él? Como a aquella pobre mujer entre la muchedumbre, nos ha ofrecido una ocasión. Y no para tocar un poquito de su vestido, o un momento el extremo de su manto, la orla. Lo tenemos a Él»[4-ma-3].
JAIRO, QUE ACOMPAÑABA a Jesús, fue testigo de la curación de la hemorroísa. Quizás estaba inquieto por la lentitud con la que avanzaban hacia su casa. Llegaron entonces mensajeros diciéndole: «Tu hija ha muerto, ¿para qué molestas ya al Maestro?». Intervino entonces Jesús, tranquilizándole: «No temas, tan solo ten fe» (Mc 5,36). Momentos después, al acercarse a la casa, había un gran alboroto. El Señor hizo salir a la gente, entró en la habitación, y dirigiéndose a la niña moribunda le dijo: «A ti te digo, levántate» (Mc 5,41). E inmediatamente ella se levantó, como despertándose de un sueño profundo.
En el sacramento del perdón, Jesús nos dice a cada uno palabras semejantes: levántate, yo te perdono, no te desanimes, porque la gracia es mucho más fuerte que el pecado. Todos los que lloraban en la casa de Jairo pensaban que la niña había muerto. Pero delante de Jesús la muerte nunca es definitiva. El pecado nunca tiene la última palabra, porque la voz tierna y fuerte del Padre nos vuelve a llamar cuando hemos caído, diciéndonos: «A ti te digo, levántate».
Para la mirada de Cristo, la muerte no es más que un sueño. De un modo similar, si miramos con sus ojos a las personas que nos rodean, a las circunstancias y a las dificultades presentes en el camino, no perderemos nunca la esperanza; encontraremos motivos de optimismo también cuando humanamente todo parezca un callejón sin salida. Si miramos con esos ojos de Cristo hacia nosotros mismos y hacia los demás, descubriremos que siempre es momento de volver a la vida. Podemos aprender de Jairo a «creer con fe firme en quien nos salva (...). Creer con tanta más fuerza cuanto mayor o más desesperada sea la enfermedad que padezcamos»[4-ma-4].
LOS RELATOS de estos dos milagros, el de la hemorroísa y el de la hija de Jairo, están entrelazados. En ambos casos, la fe ocupa un lugar central, junto a la vida nueva que brota de Cristo. «De Cristo sale la vida a torrentes: una virtud divina. Hijo mío, –sugería san Josemaría– tú le hablas, le tocas, le comes todos los días: le tratas en la Sagrada Eucaristía y en la oración, en el Pan y en la Palabra»[4-ma-5].
La mujer venció su timidez con audacia. Jairo superó también las dificultades alentado por Jesús. Ambos se sentían muy necesitados y se postran a sus pies. «Para tener acceso a su corazón, al corazón de Jesús, hay un solo requisito: sentirse necesitado de curación y confiarse a Él. Yo les pregunto: ¿cada uno de ustedes se siente necesitado de curación?»[4-ma-6]. Esta combinación entre tener confianza en Jesús y, al mismo tiempo, sentirse muy necesitados de él, es la puerta para la salvación. Al contrario, la autosuficiencia que desecha lo que no nace de uno mismo, y la sospecha sobre el bien que Dios puede traernos, nos aleja de la curación.
Con ocasión de la canonización del fundador de la Obra, escribió el cardenal Ratzinger: «Un hombre abierto a la presencia de Dios se da cuenta de que Dios obra siempre y de que también actúa hoy; por eso debemos dejarle entrar y facilitarle que obre en nosotros. Es así como nacen las cosas que abren el futuro y renuevan la humanidad»[4-ma-7]. Nadie puede curarse a sí mismo. Nuestras vidas se llenarán de la misericordia divina siempre que estemos disponibles para dejar que Dios actúe. Así sucedió de un modo sublime en la vida de María. Desde el principio ella dijo «hágase en mí» (Lc 1,38), porque estaba convencida de que era Dios quien lo haría todo.
[4-ma-1] San Agustín, Comentario al evangelio de san Juan, 26,3.
[4-ma-2] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 199.
[4-ma-3] Ibíd.
[4-ma-4] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 193.
[4-ma-5] San Josemaría, Cartas 2, n. 61.
[4-ma-6] Francisco, Ángelus, 1-VII-2018.
[4-ma-7] Joseph Ratzinger, Dejar obrar a Dios, 6-X-2002.
Miércoles IV del tiempo ordinario
- La sabiduría de Jesús.
- Fruto de la intimidad con Dios.
- La verdadera sabiduría.
EN UNA DE LAS primeras ocasiones en que Jesús, al inicio de su vida pública, visita la sinagoga de Nazaret, sus vecinos se sorprendieron y comentaban entre sí: «¿De dónde sabe este estas cosas? ¿Y qué sabiduría es la que se le ha dado?» (Mc 6,2). Podemos suponer que el Señor conocía a los que allí se encontraban; quizá incluso había trabajado para algunos de ellos y tenía allí muchos amigos. A su vez, sus conciudadanos sabían que Jesús era justo, pero nunca le habían visto predicar ni habían visto obrar milagros. Lo que estaba sucediendo ese día no se lo esperaban. Por eso murmuraban: «¿No es este el artesano? (…) ¿Y sus hermanas no viven aquí entre nosotros?» (Mc 6,3).
En diversos momentos los evangelistas nos cuentan que Jesucristo estaba lleno de sabiduría. San Lucas lo muestra cuando narra la conversación con los doctores del Templo: «Cuantos le oían quedaban admirados de su sabiduría y de sus respuestas» (Lc 2,47). Al cerrar el relato de la vida oculta en Nazaret, añade: «Crecía en sabiduría, en edad y en gracia delante de Dios y de los hombres» (Lc 2,52). Después, durante los años de vida pública, su persona y su doctrina suscitaban estupor a su alrededor: «Jamás habló así hombre alguno» (Jn 7,46). La sabiduría de Jesús le llevaba a enseñar de manera distinta a los escribas y fariseos: él mismo se situaba por encima de la Ley que ellos interpretan y del Templo en el que ellos adoran.
Jesús ha venido porque ha querido transmitirnos la sabiduría de Dios, que es más profunda que los ricos conocimientos que podemos adquirir humanamente; una sabiduría que está al alcance de todo corazón bueno. «Para ser verdaderamente sabios –predicaba en una ocasión san Josemaría–, no es preciso tener una cultura amplia», porque el Señor reparte su sabiduría «a manos llenas entre quienes le buscan con corazón recto»[4-mi-1]. Podemos pedir al Espíritu Santo que nos otorgue este don, que lleva a ver la realidad con una mirada divina. «Algunas veces vemos las cosas según nuestro gusto o según la situación de nuestro corazón, con amor o con odio, con envidia... No, esto no es el ojo de Dios. La sabiduría es lo que obra el Espíritu Santo en nosotros a fin de que veamos todas las cosas con los ojos de Dios»[4-mi-2].
LLENAR nuestra vida de esta sabiduría divina no es cuestión de poseer un gran conocimiento humano; no es algo que dependa directamente de nuestras cualidades o de nuestro empeño personal. Es, ante todo, un don que nos concede el Señor como fruto de la intimidad con él. «Hay un saber al que solo se llega con santidad: y hay almas oscuras, ignoradas, profundamente humildes, sacrificadas, santas, con un sentido sobrenatural maravilloso», con un sorprendente saber que especialmente «está en conocer a Dios y en amarle»[4-mi-3].
San Pablo señala que la auténtica sabiduría nos permite conocer la voluntad de Dios y hace posible comportarse «de una manera digna del Señor, agradándole en todo, dando como fruto toda clase de obras buenas y creciendo en el conocimiento de Dios» (Col 1,9-10). El apóstol de las gentes entiende el Evangelio como una sabiduría que no es «de este mundo ni de los gobernantes de este mundo que son pasajeros; sino que enseñamos la sabiduría de Dios, misteriosa, escondida, que Dios predestinó, antes de los siglos, para nuestra gloria. Sabiduría que ninguno de los gobernantes de este mundo ha conocido» (1 Cor 2,6-8).
En su vida con Cristo los apóstoles adquirieron progresivamente esta sabiduría divina. La relación con él fue dejando en cada uno de ellos un poso de sensatez y prudencia, de delicadeza y magnanimidad, de conocimiento profundo de la realidad, que se iría perfeccionando con el envío del Espíritu Santo. Nosotros también podemos recibir ese don de muchas maneras, especialmente en los sacramentos. Cuando recibimos al Señor en la Comunión, o al hacer un rato de oración, entramos en una relación íntima con él que nos permite acoger la sabiduría divina y ser así contemplativos en medio del mundo.
CON LA SABIDURÍA, subraya la Escritura, vienen «a la vez todos los bienes» (Sab 7,11). Tanto valor tiene este don que el rey Salomón lo prefirió antes que cualquier otra cosa: «La antepuse a cetros y tronos y, comparada con ella, tuve en nada la riqueza. La piedra más preciosa no la iguala, porque, a la vista de ella, todo el oro es un poco de arena, y, ante ella, la plata vale lo que el barro. La quise más que la salud y la belleza y preferí tenerla como luz, porque su resplandor no tiene ocaso» (Sab 7,7-10).
Conducidos por ella aprendemos a vivir junto a Dios en todas las circunstancias, entregándonos a nuestros hermanos, pues «precisamente esta gratuidad total del amor es la verdadera sabiduría»[4-mi-4]. Cada día nos presenta multitud de momentos para vivir según ese don de Dios. Cuando dos esposos «riñen, y luego no se miran o, si se miran, se miran con la cara torcida: ¿esto es sabiduría de Dios? ¡No! En cambio, si dicen: “Pasó la tormenta, hagamos las paces”, y recomienzan a ir hacia adelante en paz: ¿esto es sabiduría? ¡Sí! (...) Y esto no se aprende: esto es un regalo del Espíritu Santo»[4-mi-5].
Jesús no pudo permanecer mucho tiempo en Nazaret. La visita terminó abruptamente por la hostilidad de algunos de sus vecinos. Su sabiduría no conmovió a todos, más bien lo contrario: fue la causa de su rechazo. Más adelante revelaría su sabiduría precisamente en otro escándalo: el de la cruz. Ahí «manifiesta de verdad quién es Dios, es decir, poder de amor que llega hasta la Cruz para salvar al hombre»[4-mi-6]. Es probable que la Madre de Jesús estuviera ese día acompañando a su Hijo en Nazaret y viera con dolor la desconfianza en los ojos de sus paisanos. Ella, que fue el trono que sentó sobre sus rodillas a la Sabiduría divina, nos puede ayudar a acoger también en nuestra vida ese don.
[4-mi-1] San Josemaría, En diálogo con el Señor, p. 354.
[4-mi-2] Francisco, Audiencia, 9-IV-2014.
[4-mi-3] San Josemaría, En diálogo con el Señor, p. 354.
[4-mi-4] Benedicto XVI, Audiencia, 29-X-2008.
[4-mi-5] Francisco, Audiencia, 9-IV-2014.
[4-mi-6] Benedicto XVI, Audiencia, 29-X-2008.
Jueves IV del tiempo ordinario
- La llamada universal al apostolado.
- Siempre estamos acompañados en la misión.
- El estilo sencillo de la evangelización.
JESÚS QUISO que los doce apóstoles, después de unos meses de convivencia con él, se lanzaran a una experiencia en primera persona de la misión. «Comenzó a enviarlos de dos en dos» (Mc 6,7) para llevar su mensaje de salvación a las aldeas vecinas. El término «apóstoles» significa, precisamente, «enviados». Durante aquellos días, los doce fueron protagonistas del poder de Dios, de la eficacia que tenían sus palabras y sus obras. Ellos mismos quedaban impresionados y sorprendidos por los milagros que realizaban en nombre del Señor.
La misión de la Iglesia entera –por lo tanto, de cada uno de nosotros– está prefigurada en este primer envío. Para traer el Reino de Dios, Jesucristo funda un nuevo pueblo universal, la Iglesia. Y para ello elige a los doce apóstoles, que suceden y sustituyen a los patriarcas de las doce tribus de Israel: ellos son el germen de su Iglesia. En el nombre de Jesús «expulsaban muchos demonios, y ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban» (Mc 6,13). Esta misión los llevará, finalmente, a todos los rincones de la tierra: «Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura» (Mc 16,15).
«Toda la Iglesia es apostólica en cuanto que ella es enviada al mundo entero; todos los miembros de la Iglesia, aunque de diferentes maneras, tienen parte en este envío»[4-j-1]. Por tanto, como subraya el Concilio Vaticano II, «la vocación cristiana, por su misma naturaleza, es también vocación al apostolado»[4-j-2]. Nosotros también estábamos presentes en aquel envío de Cristo, forma parte esencial de nuestra llamada. Los cristianos somos enviados, en primera persona, como testigos de un mensaje recibido, de un encuentro experimentado. Los discípulos, por tanto, «deben hablar en nombre de Jesús y predicar el Reino de Dios, sin preocuparse de tener éxito. El éxito se lo dejan a Dios»[4-j-3].
LOS DOCE partieron, por deseo de Jesús, «de dos en dos». Esta indicación nos sugiere que los apóstoles no van solos, sino que se ayudan y se apoyan entre sí. La misión no es una tarea individual, al contrario, se realiza en la Iglesia y es parte de ella. En la misión apostólica, que atañe a todos, el cristiano es consciente de que no está haciendo una cosa suya. «Cuando el cristiano comprende y vive la catolicidad de la Iglesia, cuando advierte la urgencia de anunciar la nueva de salvación a todas las criaturas, sabe que ha de hacerse “todo para todos, para salvarlos a todos” (1 Cor 9,22)»[4-j-4].
Con ocasión de la canonización del fundador del Opus Dei, san Juan Pablo II afirmó: «San Josemaría estaba profundamente convencido de que la vida cristiana implica una misión y un apostolado, de que estamos en el mundo para salvarlo con Cristo. Amaba el mundo apasionadamente, con amor redentor (cfr. Catecismo de la Iglesia, n. 604). Por eso sus enseñanzas han ayudado a tantos cristianos corrientes a descubrir el poder redentor de la fe, su capacidad de transformar la tierra»[4-j-5]. Y en esa misión, aunque alguna vez nos encontremos físicamente solos, en realidad nos acompañan todos los cristianos del cielo y de la tierra, especialmente quienes comparten una misma vocación específica con nosotros.
Es importante notar que, en la descripción de la misión de los doce, la persona misma de Jesús está en el centro de todo: él llama, él envía, él confiere su poder y él concreta cómo deben actuar los discípulos. Es más, él mismo es el mensaje, su misma persona. La Buena Nueva no se resume en unas normas morales ni en una forma de vivir, tampoco en un conjunto de artículos en los que creer. Cristiano es el que sigue a Jesús, en quien estamos todos reunidos desde antes de la creación del mundo hasta el fin de los tiempos.
«CRISTO JESÚS es el principio y el fin, el alfa y la omega, el rey del nuevo mundo (...). Él es la luz, la verdad; más aún, el camino, y la verdad, y la vida. Él es el pan y la fuente de agua viva, que satisface nuestra hambre y nuestra sed. Él es nuestro pastor, nuestro guía, nuestro ejemplo, nuestro consuelo, nuestro hermano (...). ¡Jesucristo! Recordadlo: él es el objeto perenne de nuestra predicación»[4-j-6].
Antes de emprender la misión, Jesús da a los discípulos algunas instrucciones muy concretas: «Que no llevasen nada para el camino, ni pan, ni alforja, ni dinero en la bolsa, sino solamente un bastón; y que fueran calzados con sandalias y que no llevaran dos túnicas» (Mc 6,8-9). No es una larga lista de cuestiones a tener en cuenta. Todo se concentra en un aspecto esencial: un estilo sencillo y pobre. Han de caminar sin demasiados accesorios, con lo indispensable, sin poner la seguridad en nada al margen del mandato de Cristo. Al rechazar lo superfluo, lo que probablemente es accidental, el discípulo camina con más facilidad al ritmo que el Señor le marque. El pan que nos alimenta es la certeza de estar cumpliendo una misión divina. Todo lo que no esté de alguna manera al servicio de esa misión pasa a un segundo plano.
Esta manera de relacionarnos con las cosas materiales forma parte esencial del mensaje cristiano. «Así, pues, el seguimiento no es un viaje cómodo por un camino llano. También pueden surgir momentos de desaliento (...). La cruz, signo de amor y de entrega total, es el emblema del discípulo llamado a configurarse con Cristo glorioso»[4-j-7]. Cuando se levante la nube de la confusión, podemos imitar a los primeros discípulos que, después del envío, «aún tienen dudas: no saben qué hacer y se reúnen con María, Reina de los Apóstoles, para convertirse en celosos pregoneros de la Verdad que salvará al mundo[4-j-8].
[4-j-1] Catecismo de la Iglesia, n. 863.
[4-j-2] Concilio Vaticano II, Apostolicam actuositatem, n. 2.
[4-j-3] Benedicto XVI, Homilía, 15-VII-2012.
[4-j-4] San Josemaría, Cartas 4, n. 15.
[4-j-5] San Juan Pablo II, Audiencia, 7-X-2002.
[4-j-6] San Pablo VI, Homilía, 29-XI-1970.
[4-j-7] San Juan Pablo II, Catequesis, 6-IX-2000.
[4-j-8] San Josemaría, Surco, n. 232.
Viernes IV del tiempo ordinario
- Juan Bautista es un mártir de la verdad.
- Un corazón limpio para amar a Dios.
- Buscar la gloria del Señor y no la propia.
CUANDO APENAS HAN regresado los apóstoles de su primera experiencia evangelizadora, el Nuevo Testamento nos relata la muerte de san Juan Bautista. Esta sucesión de hechos parece sugerir que la misión apostólica exige la misma vida, y que el martirio es la forma suprema de seguir a Jesucristo, por la semejanza entre ambas suertes[4-v-1]. Se nos ofrecen algunos detalles de la muerte de Juan, decapitado en uno de los palacios de Herodes durante la celebración del cumpleaños del rey. A causa de su predicación, valiente e incómoda, y a pesar de la alta estima que le guardaba Herodes, este lo había encarcelado. «No te es lícito tener a la mujer de tu hermano» (Mc 6,18), había dicho el Bautista. Quien motivó su martirio fue Herodías, la mujer con la que convivía el rey y que odiaba a Juan.
Ciertamente, el compromiso con la búsqueda de la verdad es exigente y afecta a lo más profundo de nuestro ser. «La verdad tiene que ver con la vida entera. En la Biblia tiene el significado de apoyo, solidez, confianza, como da a entender la raíz de la cual procede también el “Amén” litúrgico. La verdad es aquello sobre lo que uno se puede apoyar para no caer. En este sentido relacional, el único verdaderamente fiable y digno de confianza, sobre el que se puede contar siempre, es decir, “verdadero”, es el Dios vivo»[4-v-2].
La verdad plena la alcanzamos solo en Jesucristo, quien dijo: «Yo soy la verdad» (Jn 14,6); la verdad plena es ese encuentro que sacia sin saciar. Al compás de una vida santa, llena de la misericordia de Dios, la verdad crecerá más y más en nosotros. Herodes, y lo mismo le pasará a Pilato durante la Pasión, sacrificó la verdad para evitar complicaciones. Aunque tenía aprecio por Juan y le escuchaba con agrado, se dejó arrastrar por las circunstancias. Es Herodes, más que Juan, quien estaba realmente encadenado: le faltaba el amor fuerte que mueve la libertad hacia el bien y hacia la verdad.
EL MARTIRIO del Bautista tuvo lugar en un ambiente de frivolidad y venganza: un banquete y un baile que llevaron al juramento imprudente; el odio y la rabia de Herodías; la brutalidad de una decapitación. Frente a la fidelidad de Juan se alza una superficialidad que acaba con el asesinato de un hombre inocente.
Herodes desperdició la ocasión de escuchar las palabras y consejos de Juan. Dos años después se encontró con Jesucristo en la mañana del viernes santo y volvió a desaprovechar otra oportunidad. Aunque, entonces, «se alegró mucho de ver a Jesús» porque «había oído muchas cosas sobre él» (Lc 23,8), no reconoció al Salvador. Le miró con curiosidad pero sin apertura de corazón. Teniéndole delante, solo buscó más espectáculo, un hombre que le pudiera asombrar con algún milagro. Jesús, que dialogaba con todo el mundo, sin embargo, «con Herodes, veleidoso e impuro, ni una palabra: (…) ni aun la voz del Salvador escucha»[4-v-3].
A Juan, Herodes lo decapitó; a Jesucristo, «le despreció, se burló de él poniéndole un vestido blanco y se lo remitió a Pilato» (Lc 23,11). La situación en la que vivía quizás esconde, detrás de una máscara de risas, un profundo vacío de amor, falta de dominio de sí, escasa sensibilidad para lo sobrenatural. Nosotros, en cambio, queremos mirar a Jesús con ojos limpios, con un corazón delicado y abierto a lo sobrenatural. Porque «este corazón nuestro ha nacido para amar. Y cuando no se le da un afecto puro y limpio y noble, se venga y se inunda de miseria. El verdadero amor de Dios –la limpieza de vida, por tanto– se halla igualmente lejos de la sensualidad que de la insensibilidad, de cualquier sentimentalismo como de la ausencia o dureza de corazón»[4-v-4].
«ES NECESARIO que él crezca y que yo disminuya» (Jn 3,29-30), había dicho Juan a sus discípulos cuando le llegaron noticias de la predicación de Jesús. Su misión estaba cumplida: había visto y señalado al Cordero de Dios. Ya podía dar paso al Mesías, haciéndose a un lado para que Cristo pudiera crecer, ser escuchado y seguido. Con esta misma disposición de ánimo, realista y humilde, se enfrentó a su martirio. «Puesto que derramó su sangre por la verdad –escribe san Beda–, ciertamente la derramó por Cristo»[4-v-5]. Y con su testimonio precedió a la muerte del Señor.
El Bautista, «con la libertad de los profetas, reprendió a Herodes. Encarcelado por esta audacia, no se preocupó de la muerte, ni de un juicio cuyo fin era incierto, sino que, en medio de sus cadenas, sus pensamientos iban dirigidos a Cristo a quien había anunciado»[4-v-6]. San Josemaría veía en la actitud san Juan un modelo para su vida: «Ocultarme y desaparecer es lo mío, que solo Jesús se luzca»[4-v-7]. Esa discreción de san Juan, esa sincera búsqueda de la gloria de Jesús y no la propia, son los rasgos que le permitieron dar el supremo testimonio del martirio.
«La vida cristiana exige, por decirlo así, el “martirio” de la fidelidad cotidiana al Evangelio, es decir, la valentía de dejar que Cristo crezca en nosotros, que sea Cristo quien oriente nuestro pensamiento y nuestras acciones»[4-v-8]. María, Reina de los mártires, presentará al Padre nuestro deseo de buscar la verdad y de compartir ese encuentro con valentía.
[4-v-1] Cfr. Catecismo de la Iglesia, n. 2473: «El martirio es el supremo testimonio de la verdad de la fe; designa un testimonio que llega hasta la muerte».
[4-v-2] Francisco, Mensaje para la 52 jornada mundial de las comunicaciones sociales, 2018.
[4-v-3] San Josemaría, Via crucis, I misterio doloroso, n. 3.
[4-v-4] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 183.
[4-v-5] San Beda, Homilía 23, libro 2.
[4-v-6] Orígenes, Homilía 27, sobre san Lucas 2-4.
[4-v-7] San Josemaría, Carta, 28-I-1975.
[4-v-8] Benedicto XVI, Audiencia, 29-VIII-2012.
Sábado IV del tiempo ordinario
- El descanso era importante para Jesús.
- Descansar con el Señor en la oración.
- Todos somos oveja y pastor.
LAS MULTITUDES seguían al Señor de un lado para otro, pendientes de sus palabras. La predicación del Reino de Dios y la llamada a la conversión ocupaban todo el tiempo y todas las energías del Señor. «Eran muchos los que iban y venían, y ni siquiera tenían tiempo para comer» (Mc 6,31). Era tal la intensidad de la misión, que no había un momento de tranquilidad. Los apóstoles participaban de esta entrega de Cristo a los demás. Cuando volvieron de su primer envío, le contaron a Jesús «todo lo que habían hecho y enseñado» (Mc 6,30). Tras estas jornadas intensas de misión apostólica, entusiasta pero también agotadora, tenían necesidad de descanso. Jesús, lleno de comprensión, se preocupa de asegurarles un poco de alivio. Entonces, les dice «Venid vosotros solos a un lugar apartado, y descansad un poco» (Mc 6,31). El Señor entiende el cansancio de sus apóstoles porque él mismo también se fatigaba «por el camino y por el trabajo apostólico. Como quizá os ha sucedido alguna vez a vosotros –predicaba san Josemaría–, que acabáis rendidos, porque no aguantáis más. Es conmovedor observar al Maestro agotado»[4-s-1].
El trabajo intenso, la preocupación por la familia, el servicio a las personas que nos rodean, las prisas y las dificultades… todo ello supone esfuerzo. Y como es lógico, hace su aparición «la fatiga, el cansancio: manifestaciones del dolor y de la lucha que forman parte de nuestra existencia humana»[4-s-2]. Por tanto, el descanso no es un antojo egoísta ni una pérdida de tiempo; todo lo contrario, es muy necesario para el cuerpo y para el espíritu. «Descanso significa represar: acopiar fuerzas, ideales, planes... En pocas palabras: cambiar de ocupación, para volver después –con nuevos bríos– al quehacer habitual»[4-s-3]. Si no descansamos, probablemente no podremos llevar a cabo nuestras tareas de la mejor manera; pero, sobre todo, como somos cuerpo y alma, si no descansamos quizás se nos podrá dificultar también nuestra vida espiritual. Eso lo sabía Jesús, verdadero hombre, por eso se preocupaba del descanso de los suyos.
LOS APÓSTOLES se marcharon con Cristo «en la barca a un lugar apartado ellos solos» (Mc 6,32). El objetivo era pasar unas horas juntos y descansar del ajetreo, para volver después a acoger a la gente con más ánimo. Como los apóstoles, nosotros necesitamos también descansar con Cristo, acudir al sagrario donde él nos espera, contarle nuestras cosas, las preocupaciones y tareas que tenemos entre manos. Porque «la oración es indudablemente –en palabras de san Josemaría– el quitapesares de los que amamos a Jesús»[4-s-4].
En nuestro diálogo con Dios podemos saborear habitualmente la realidad maravillosa de la filiación divina. Sentirnos hijos queridos nos otorga «reposo a la hora del cansancio, paz a la hora de la guerra, serenidad en los momentos de conflicto»[4-s-5]. Entendemos, entonces, que su yugo no es tan pesado como podría parecernos, porque él lo lleva con nosotros. Trabajamos en las cosas de nuestro Padre y, de esta manera, la fatiga se convierte en oración. «Cuando nos cansemos –en el trabajo, en el estudio, en la tarea apostólica–, cuando encontremos cerrazón en el horizonte, entonces, los ojos a Cristo: a Jesús bueno, a Jesús cansado, a Jesús hambriento y sediento»[4-s-6].
«Si aprendemos a descansar de verdad, nos hacemos capaces de compasión verdadera; si cultivamos una mirada contemplativa, llevaremos adelante nuestras actividades sin la actitud rapaz de quien quiere poseer y consumir todo; si nos mantenemos en contacto con el Señor y no anestesiamos la parte más profunda de nuestro ser, las cosas que hemos de hacer no tendrán el poder de dejarnos sin aliento»[4-s-7].
JESÚS, AL DESEMBARCAR, «vio una gran multitud y se llenó de compasión por ella, porque estaban como ovejas que no tienen pastor, y se puso a enseñarles muchas cosas» (Mc 6,34). Estas palabras dejan entrever la profundidad de los sentimientos del corazón del Señor, que se estremece porque «le duelen» esas personas que no tienen a nadie que les pueda orientar.
En el relato destacan tres verbos. En primer lugar, Jesús les «vio». La mirada del Señor no es neutra, tampoco fría o indiferente. Jesús no cuenta de diez en diez; en realidad, Dios solo sabe contar hasta uno. Ve una multitud y con sus ojos toca cada corazón, la historia que se esconde en cada persona. A continuación, añade el evangelista, se «compadeció» de ellos. Olvidado por completo de sí mismo, la ternura invade todo su ser, solo piensa en la muchedumbre que espera en la playa, que camina sin rumbo, sin auténticos pastores. Finalmente, les «enseñó». Con seguridad habría allí muchos enfermos necesitados de un milagro, sin embargo, el primer pan con el que les alimenta es su palabra, se entrega como comida a esta multitud hambrienta.
San Josemaría repetía que cada uno de nosotros, «además de ser oveja (...), de algún modo es también Buen Pastor»[4-s-8]. Todos estamos llamados a mirar a las personas como Jesús, a compadecernos como Jesús, y a enseñar como Jesús. Podemos pedir a María que nos dé la fortaleza necesaria para no apartar el hombro de nuestra misión. Ella es una Madre que se compadece, que comparte con Jesús el sufrimiento y el amor. Ella está también cerca de nosotros y «lo comprende todo»[4-s-9].
[4-s-1] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 176.
[4-s-2] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 47.
[4-s-3] San Josemaría, Surco, n. 514.
[4-s-4] San Josemaría, Forja, n. 756.
[4-s-5] Javier Echevarría, Memoria del Beato Josemaría Escrivá, Rialp, Madrid 2000, pp. 201-202.
[4-s-6] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 201.
[4-s-7] Francisco, Ángelus, 18-VII-2021.
[4-s-8] San Josemaría, Cartas 25, n. 30.
[4-s-9] Benedicto XVI, Homilía, 8-XII-05.
El Casco (cdr Rosario)
Domingo V del tiempo ordinario
- Cristo puede cambiar nuestra vida.
- Muchos, como los apóstoles, han dejado su barca a Jesús.
- Amar a Dios como quiere ser amado.
FUERON MUCHAS las personas que tuvieron la oportunidad de ver al Señor, de escucharlo, de alimentarse de su presencia. «La gente se agolpaba alrededor de Jesús para oír la palabra de Dios» (Lc 5,1), nos dice el Evangelio. El verbo que utiliza –«agolparse»– nos permite intuir la cantidad de personas que se reunían en el lago de Genesaret. Tenían que apretujarse para poder acercarse a Jesús. Sin embargo, viendo en perspectiva el conjunto del paso del Señor por la tierra, podríamos preguntarnos: ¿cuántas de esas personas dejaron que el mensaje de Cristo transformara verdaderamente sus vidas? Quizás en muchos casos sucedió lo que tiempo después describiría san Josemaría: que el mensaje de Jesús puede pasar «como pasa el agua sobre las piedras, sin dejar rastro»[5-d-1].
En la actualidad también podemos contemplar escenas similares: hay muchas personas, incluso no cristianas, que se sienten atraídas por el mensaje de Jesús; existen infinidad de recursos que nos hablan de su persona, de su figura, de su mensaje… y siempre captan interés. Sin embargo, ¿cuántos se convierten diariamente vida a partir de ese contacto con Jesús? ¿Cuántos se abren al don de la piedad, que transforma nuestra relación con Dios? El Señor nos ofrece «una amistad que cambia nuestra vida y nos llena de entusiasmo, de alegría. Por ello, ante todo, el don de piedad suscita en nosotros la gratitud y la alabanza. Es esto, en efecto, el motivo y el sentido más auténtico de nuestro culto y de nuestra adoración. Cuando el Espíritu Santo nos hace percibir la presencia del Señor y todo su amor por nosotros, nos caldea el corazón y nos mueve casi naturalmente a la oración y a la celebración»[5-d-2].
EN ESE MISMO LUGAR, ese mismo día, se produjo también el fenómeno contrapuesto al anterior. Todo comenzó con una iniciativa de Jesús: «Subió a una de las barcas, la de Simón, y le pidió que la apartara un poco de tierra» (Lc 5,3), ya que así sería más fácil que la multitud pudiera verlo y escucharlo. Ese sencillo gesto fue el comienzo de una historia en común. Al principio, los pescadores pensaron que ellos estaban haciendo un favor a Jesús. Pero, poco a poco, fueron percibiendo que el gobierno de la barca lo iba tomando él. Pocos minutos después, cayeron en la cuenta de que habían presenciado algo extraordinario: una pesca milagrosa. Y al final, cuando volvieron a la orilla, entendieron que, en el futuro, nada volvería a ser igual. Era como si hubieran abierto los ojos por primera vez.
Lo que pasó aquel anochecer en Genesaret se ha repetido infinidad de veces. Muchos, por desgracia, no se dieron cuenta de que era Jesús quien les pedía la barca, y entonces su vida quizás se desarrolló siempre como en una sola dimensión. Afortunadamente, muchos otros han ido diciendo que sí a lo largo de la historia. Tantos cristianos que nos han precedido en la fe muestran que Dios sigue llamando. Con especial claridad brilla la respuesta de los santos. Antes de Genesaret, Dios había llamado a María. Y siglos después, en Milán removería a Agustín, en Siena a Catalina, en Pamplona a Íñigo; en Uganda a Carlos, o en Logroño a un joven llamado Josemaría. Todos ellos dijeron que sí y, como aquellos primeros pescadores, además de descubrir todas las dimensiones de su vida, cambiaron también el curso de la historia.
UNAS PALABRAS DE san Josemaría nos dan la clave para entender por qué los dos caminos posibles que nos describe el evangelio de hoy son tan distintos: «Me dejaré empapar, transformar; me convertiré, me dirigiré de nuevo al Señor, queriéndole como Él desea ser querido»[5-d-3]. Puede ser que la diferencia entre las personas que ese día simplemente escucharon al Señor y los apóstoles que vieron su vida transformada para siempre se encuentre en esa intuición: querer a Dios «como Él desea ser querido». Mientras que un grupo se limitó a escuchar un mensaje más entre tantos, los otros comprendieron que detrás de las acciones de Jesús había un amor. Y de frente al amor somos libres de pasar de largo, pero también somos libres de poner en juego la vida y lanzarnos a una aventura que promete la felicidad más grande.
Por eso, contemplar esta escena nos puede ayudar, entre otras cosas, a recordar esa llamada a ser, también en palabras de san Josemaría, «amadores de Dios»[5-d-4]. Sin embargo, abrazar esa invitación puede requerir hacerse una pregunta previa: ¿cómo desea el Señor ser querido? ¿cómo desea que lo quiera yo? La Sagrada Escritura nos ofrece múltiples referencias para encontrar la respuesta: «Amarás al Señor Dios tuyo con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente» (Dt 6,5) dice el Deuteronomio; «amaos los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 13,34), nos dice el mismo Cristo. En definitiva, «el mensaje cristiano no es solo “informativo”, sino “performativo”. Eso significa que el Evangelio no es solamente una comunicación de cosas que se pueden saber, sino una comunicación que comporta hechos y cambia la vida»[5-d-5].
El mejor ejemplo de esa dimensión transformadora que tiene la presencia de Cristo es María Santísima: ella dijo «hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). Aquellas palabras que repetimos en el Ángelus son la mejor expresión de docilidad a la aventura de Dios. Se trata de reconocer que cada día «Jesús pasa a nuestro lado y espera de nosotros –hoy, ahora– una gran mudanza»[5-d-6].
[5-d-1] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 59.
[5-d-2] Francisco, Audiencia, 4-VI-2014.
[5-d-3] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 59.
[5-d-4] Ibíd., n. 60.
[5-d-5] Benedicto XVI, Spe Salvi, n. 2.
[5-d-6] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 59.
El Casco (cdr Rosario)
Lunes V del tiempo ordinario
- Jesús revoluciona los lugares por los que pasa.
- Descubrir la alegría más profunda.
- Una fe fundamentada en el amor de Dios.
LA LLEGADA DE un personaje importante suele producir una pequeña revolución en los lugares que visita, sobre todo si son sitios poco acostumbrados a vivir grandes sucesos. Lo que suele reinar en los pequeños pueblos es la tranquilidad de la rutina, la repetitiva cadencia de una vida marcada por la cotidianidad de hacer siempre las mismas cosas y ver continuamente a las mismas personas. Por eso, la llegada de Jesús a Genesaret fue una revolución. Desde que «lo reconocieron» (Mc 6,54), la noticia corrió de boca en boca con la velocidad de quien no quiere desaprovechar la oportunidad de su vida. Las plazas de aquellas aldeas se llenaron de enfermos y el ruido de las camillas al tocar el suelo se convirtió en el sonido por excelencia en esa zona de Galilea.
«El Hijo de Dios, en su encarnación, nos invitó a la revolución de la ternura»[5-l-1]. Y es fácil imaginarse que sería precisamente eso, ternura, lo que desprendería la mirada de Jesús mientras iba sanando a cada enfermo; mientras, como hizo en otras circunstancias similares, producía en ellos la verdadera revolución: la de perdonarles los pecados (cfr. Mc 2,5). Pero esa revolución requiere un paso previo: cuando bajaron de la barca, «enseguida lo reconocieron», nos dice el Evangelio. Solo puede ser sanado por Cristo quien es capaz de reconocerlo. Quizás, como supieron hacer los santos, podemos empezar por reconocer a Jesús en la carne de las personas que nos rodean, sabiendo mirar con ternura sus heridas. Sabemos que todos los detalles de servicio que hacemos con nuestros amigos o familiares, lo estamos haciendo realmente con Jesucristo (cfr. Mt 25,40). San Josemaría sostenía que «si los cristianos viviéramos de veras conforme a nuestra fe, se produciría la más grande revolución de todos los tiempos»[5-l-2].
SI MIRAMOS LOS acontecimientos desde lejos, vemos al Señor rodeado de conmoción, ruido, gritos; grandes cantidades de personas se abarrotan intentando alcanzarlo. Sin embargo, queremos descubrir qué pasa más cerca, en el corazón de Jesús. Además de la ternura en su mirada, no hay duda de que la alegría que experimentaban las personas curadas embargaría también al Señor, que sabía regocijarse con lo que era causa de felicidad para los demás. San Pablo invita a los Romanos a alegrarse con los que se alegran (cfr. Rm 12,15) porque sabe que esa es la actitud propia de quien tiene los sentimientos de Cristo (cfr. Flp 2,5).
No obstante, sabemos que Jesús no vino para traer la alegría pasajera de una curación física. Tiempo después, camino hacia el Calvario, «a derecha e izquierda, el Señor ve esa multitud que anda como ovejas sin pastor. Podría llamarlos uno a uno, por sus nombres, por nuestros nombres. Ahí están (...) los que fueron curados de sus dolencias»[5-l-3]. En efecto, Jesús sabía que, a la vuelta de poco tiempo, algunos habrían borrado de su memoria aquel día, dejando en el olvido las maravillas que el Mesías había obrado en sus vidas.
Las personas de Genesaret que recobraron la salud lo hicieron ciertamente porque creían que Jesús podía hacer el milagro, creían en su capacidad de vencer a la enfermedad. Sin embargo, quizás su corazón se quedó a mitad de camino; solamente buscaron al Señor mientras tenía algo inmediato que ofrecerles, no descubrieron la profunda alegría de la vida junto a Jesús. Al contrario, «la alegría cristiana brota de la certeza de que Dios está cerca, está conmigo, está con nosotros: en la alegría y en el dolor, en la salud y en la enfermedad (...). Y esta alegría permanece también en la prueba, incluso en el sufrimiento; y no está en la superficie, sino en lo más profundo de la persona que se encomienda a Dios y confía en él»[5-l-4].
PONER EN CONTRASTE lo sucedido en Genesaret, cuando la multitud se precipitaba buscando la curación, de frente a lo acaecido en el Calvario, cuando el gentío clamó por la crucifixión, nos puede ayudar a considerar despacio, con sinceridad, qué es exactamente lo que buscamos cuando buscamos a Jesús. San Juan, que tan bien conocía lo que albergaba el corazón de Cristo, nos da una pista para purificar nuestra fe: «Nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene» (1 Jn 4,16). Se trata de algo que a veces, sin querer, podemos olvidar en los momentos de dificultad, cuando nos parece que el Señor está dormido o que no quiere usar su poder.
Porque sin duda, ese es uno de los grandes retos de la fe: abrazar el misterio de la voluntad de Dios cuando el Señor no utiliza su poder como a nosotros nos parece que debería hacerlo. Creer en Jesús cuando presenciamos un milagro es fácil; lo difícil es asistir a circunstancias en las que nos parece, erróneamente, que Dios no interviene. A veces, sin darnos cuenta, podemos comportarnos como aquellos que gritaban en el Calvario: «Salvó a otros, y a sí mismo no puede salvarse. Es el Rey de Israel, que baje ahora de la cruz y creeremos en él» (Mt 27,42).
Tantas veces vemos injusticias, maltratos y dolores que nos pueden hacer dudar sobre la presencia de Dios. San Juan vivió lo mismo: tormentas, persecuciones, el martirio del Bautista y de los otros once apóstoles. Es más: san Juan vivió el Calvario, y paradójicamente, es eso lo que le permite afirmar que ha «conocido y creído» en el amor de Dios. Es precisamente eso, que el Señor no baje de la cruz, lo que nos ha enseñado que la revolución de la ternura no es un cúmulo de sucesos bonitos, sino la presencia de un amor que se entrega hasta las últimas consecuencias. «La experiencia de la ternura consiste en ver el poder de Dios pasar precisamente a través de lo que nos hace más frágiles»[5-l-5]. María, nuestra madre, es quien mejor comprende el amor de Dios: ella nos ayudará a conocerlo mejor y creer más firmemente en él.
[5-l-1] Cfr. Francisco, Evangelii Gaudium, n. 88
[5-l-2] San Josemaría, Surco, n. 945.
[5-l-3] San Josemaría, Via Crucis, III estación.
[5-l-4] Benedicto XVI, Ángelus, 16-XII-2007.
[5-l-5] Francisco, Audiencia, 19-I-2022.
El Casco (cdr Rosario)
Martes V del tiempo ordinario
- El verdadero sentido de la Ley.
- Dios nos pide la entrega del corazón.
- La caridad es la Ley del Espíritu Santo.
A LO LARGO de su vida pública, Jesús era continuamente juzgado por los fariseos. En no pocas ocasiones, como no encontraban de qué acusarle (cfr. Lc 6,7), se fijaban en el comportamiento de sus discípulos: querían encontrar en ellos las fisuras que no encontraban en el Señor. En una ocasión, el escándalo farisaico se debió a que los apóstoles habían comido los panes sin haber llevado a cabo todos los ritos previstos para la purificación de las manos. Quizás recordamos a nuestras madres insistiéndonos en la importancia de lavarnos las manos antes de comer. Más de una vez lo habremos hecho a regañadientes, tal vez simplemente para evitar un mal rato. Pero, después, crecimos. Y ahora hemos descubierto que no se trataba de un simple capricho: era un gesto importante, tenía un sentido, porque la salud estaba en juego.
Podemos decir que en los fariseos que interpelan a Jesús jamás creció interiormente el sentido de la Ley. Seguían lavándose las manos, pero siempre por miedo al castigo. «El miedo oprime el corazón e impide salir al encuentro de los demás, al encuentro de la vida»[5-ma-1]. Aquellos fariseos nunca entendieron que los mandamientos de Dios no eran un capricho, sino una orientación amorosa para el bien de sus almas. Nunca comprendieron que «la ley no fue hecha para convertirnos en esclavos, sino para hacernos libres, para hacernos hijos (...). La rigidez no es un don de Dios. La mansedumbre sí; la bondad sí; la benevolencia sí; el perdón sí. Pero la rigidez no»[5-ma-2]. Detrás de cada mandamiento late el deseo de Dios de que tengamos el corazón limpio para poder contemplarlo a él (cfr. Mt 5,8). Esto último es lo importante.
EN LA VIDA CRISTIANA, estamos llamados a que nuestra adhesión a unos preceptos se dé cada vez con una mayor pureza de corazón, y no simplemente por afán de cumplir o de sentirnos satisfechos porque, supuestamente, hemos hecho nuestra parte. Ciertamente, podemos caer en el error de los fariseos y pensar que la vida cristiana consiste en una serie de cosas que «hay que cumplir», convirtiendo el amplio horizonte de la santidad en un reducido espacio, en donde lo único que cuenta es consumar a rajatabla una serie de deberes. Por otro lado, podemos también caer en la actitud contraria, la que interpreta que lo único que cuenta para obrar es «sentir amor» en un sentido abstracto, reduciéndolo simplemente a una sensación agradable que va y viene.
Es por eso que Jesús, en su diálogo con los fariseos, trae a colación unas palabras recogidas en el libro de Isaías, y que nos ofrecen un camino para entender lo que el Señor espera de nosotros: «Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está muy lejos de mí» (Is 29,13). El testimonio de la Sagrada Escritura, ya desde el Antiguo Testamento, es unánime en ese sentido: lo que Dios nos pide es la entrega sincera del corazón. Quien busca continuamente el diálogo sincero con Dios no cae en el escrúpulo, porque descubre su profundo amor misericordioso; ni tampoco cae en la laxitud, porque sabe que ese amor merece una correspondencia, y para eso no bastan simplemente las palabras. «“Obras son amores y no buenas razones” –solía recordar san Josemaría–. ¡Obras, obras! Propósito: seguiré diciéndote muchas veces que te amo –¡cuántas te lo he repetido hoy!–; pero, con tu gracia, será sobre todo mi conducta, serán las pequeñeces de cada día –con elocuencia muda– las que clamen delante de Ti, mostrándote mi Amor»[5-ma-3].
SAN PABLO ERA «fariseo, hijo de fariseos» (Hch 23,6). Fue criado en ese ambiente que buscaba dar gloria a Dios en el cumplimiento puntual de los mandamientos. «En lo que se refiere a la justicia de la Ley, llegué a ser irreprochable» (Flp 3,5), dice. Sin embargo, algo sucedió en la vida de Pablo que cambió radicalmente su visión de lo que Dios esperaba de él: el encuentro personal con Jesucristo. Lo que cambia a partir de entonces no es que san Pablo deje de cumplir la ley de Dios, sino que quiere «vivir en él, no por mi justicia, la que procede de la Ley, sino por la que viene de la fe en Cristo, justicia que procede de Dios, por la fe» (Flp 3,8-9).
San Pablo descubre que «la caridad es la plenitud de la Ley» (Rm 13,10). Vivir la caridad implica reconocer, en primer lugar, que solamente nos la puede dar Dios, que es un don del Señor. «El mandamiento del amor a Dios y al prójimo (...) está “escrito” en los corazones por el Espíritu Santo. Por esto se convierte en “la ley del Espíritu” (...). Es, más aún, el mismo Espíritu Santo que se hace así Maestro y guía del hombre desde el interior del corazón»[5-ma-4]. A la Virgen, que en la Ley nunca vio esclavitud sino la libertad del amor, podemos pedirle ayuda para «vivir según el Espíritu Santo» que, en palabras de san Josemaría, supone «dejar que Dios tome posesión de nosotros y cambie de raíz nuestros corazones, para hacerlos a su medida»[5-ma-5].
[5-ma-1] Benedicto XVI, Audiencia, 11-IV-2012.
[5-ma-2] Francisco, Homilía, 24-X-2016.
[5-ma-3] San Josemaría, Forja, n. 498.
[5-ma-4] San Juan Pablo II, Audiencia, 9-VIII-1989.
[5-ma-5] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 134.
El Casco (cdr Rosario)
Miércoles V del tiempo ordinario
- El bien y el mal está dentro de nosotros.
- Para un cristiano, toda negación es una afirmación más grande.
- Examinar a fondo nuestro corazón.
«ESCUCHADME TODOS y entendedlo bien –dijo Jesús a una gran muchedumbre–: nada hay fuera del hombre que, al entrar en él, pueda hacerlo impuro; las cosas que salen del hombre, esas son las que hacen impuro al hombre» (Mc 7,14-15). Después, ya en la intimidad, sus discípulos le piden una explicación más detenida sobre estas palabras, que sin duda les habían parecido muy novedosas. El Señor parece tener un interés especial en que esto se grabase a fuego en el alma de quienes le seguían: es el corazón el que mira a Dios. De ahí el particular esmero que puso para que las personas que lo seguían aprendieran a vivir fijándose en las cosas importantes. El Señor venía a obrar la Redención, a transformar nuestros corazones y no a quedarse en disputas de horizontes estrechos.
El Evangelio conserva siempre su palpitante actualidad. Por eso, nos podemos preguntar si también a nosotros nos pasa lo que sucedía a aquellos fariseos, que limpiaban la copa por fuera, sin darse cuenta de que la suciedad estaba dentro (cfr. Mt 23,26). Jesús «subraya el primado de la interioridad, es decir, el primado del “corazón”: no son las cosas exteriores las que nos hacen o no santos, sino que es el corazón el que expresa nuestras intenciones, nuestras elecciones y el deseo de hacerlo todo por amor de Dios. Las actitudes exteriores son la consecuencia de lo que hemos decidido en el corazón y no al revés: con actitudes exteriores, si el corazón no cambia, no somos verdaderos cristianos. La frontera entre el bien y el mal no está fuera de nosotros sino más bien dentro de nosotros. Podemos preguntarnos: ¿dónde está mi corazón? (...). Sin un corazón purificado, no se pueden tener manos verdaderamente limpias y labios que pronuncian palabras sinceras de amor, de misericordia, de perdón. Esto lo puede hacer solo el corazón sincero y purificado»[5-mi-1].
LA SAGRADA ESCRITURA tiene para nosotros múltiples indicios de lo que quería transmitir Jesús a los fariseos: quería explicarles que las negaciones a las que a veces invita Dios llevan, en realidad, en su otra cara, afirmaciones con un sentido positivo. La cuestión importante no estaba en los alimentos que se podían o no comer, sino en lo que pasaba en la interioridad de la persona. Es por eso que en otro pasaje escuchamos esta invitación del Señor: «Trabajad, no por el alimento que perece, sino por el alimento que permanece para la vida eterna» (Jn 6, 27). En esa misma línea, san Pablo nos recuerda que «los atletas se privan de todo; ellos para ganar una corona que se marchita; nosotros, en cambio, una que no se marchita» (1Co 9,25). El Señor quiere que evitemos caer en la ascética de aquellos fariseos que vivían el precepto, pero se olvidaban de lo que había en el fondo, de lo que en realidad afirmaban.
El cristianismo es mucho más que lo que se ve en la superficie: el Señor nos invita a buscar lo duradero, lo permanente. Nuestra fe no es un gran «no»,como algunos podrían malinterpretar. Vivir cristianamente implica algunas veces, ciertamente, decir «no», pero solo en cuanto nos ayudan a decir «sí» a cosas más grandes. Ayunamos, pero para buscar esa comida que sí vale la pena, esa que permanece. Benedicto XVI, en su primera homilía como sucesor de Pedro, recordando a su predecesor, decía: «¿Acaso no tenemos todos de algún modo miedo –si dejamos entrar a Cristo totalmente dentro de nosotros, si nos abrimos totalmente a él–, miedo de que él pueda quitarnos algo de nuestra vida? ¿Acaso no tenemos miedo de renunciar a algo grande, único, que hace la vida más bella? ¿No corremos el riesgo de encontrarnos luego en la angustia y vernos privados de la libertad? Y todavía el Papa quería decir: ¡no! Quien deja entrar a Cristo no pierde nada, nada –absolutamente nada– de lo que hace la vida libre, bella y grande»[5-mi-2].
AL REVISAR la lista que hace Jesús sobre las cosas malas que pueden salir de nuestro corazón, puede ser interesante detenernos a descubrir lo que nos atañe personalmente. Es verdad que el Señor empieza con palabras fuertes, como «robo» u «homicidio», y que al escucharlas quizás asumimos que aquello no tendrá nada que ver con nosotros. Sin embargo, basta continuar adelante para descubrir que, en esa misma lista, aparecen, por ejemplo, la soberbia o la insensatez. La fácil tendencia a opacar la paz familiar con disputas similares a las de aquellos fariseos, o el no saber «pasar por alto cada día, a las personas que conviven contigo, un detalle y otro fastidiosos e impertinentes»[5-mi-3], es una muestra de que puede haber en nuestro carácter más fariseísmo de lo que pensamos. Puede suceder que, silenciosamente, la soberbia está contaminando nuestras relaciones personales, o quizás no somos lo suficientemente sensatos como para darnos cuenta de que lo que el Señor nos pide es preocuparnos por las cosas de arriba, no por las de la tierra (cfr. Col 3,2).
Este pasaje del Evangelio nos invita a examinar hasta qué punto nuestro corazón se está identificando cada vez más con el del Señor. Es san Pablo el que de nuevo nos alerta, para que nos demos cuenta de que a veces la soberbia puede llevarnos a caer en una manera superficial de vivir la fe, intentando comportarnos cristianamente, pero no para alegrar a Cristo, sino para satisfacer nuestro ego: «Si habéis muerto con Cristo a los elementos del mundo, ¿por qué os sujetáis a sus decretos como si aún vivierais en el mundo? “¡No toques, no pruebes, ni siquiera mires!”. Todo eso acaba en la corrupción a base de usarlo según los preceptos y enseñanzas de los hombres. Tales cosas tienen una apariencia de sabiduría por su religiosidad afectada, su aparente humildad y su rigor con el cuerpo, pero no valen sino para la satisfacción de la carne» (Col 2,20-23).
Podemos pedir, junto a san Josemaría: «Cor Mariæ Dulcissimum, iter para tutum; Corazón Dulcísimo de María, da fuerza y seguridad a nuestro camino en la tierra»[5-mi-4]. Que nuestra Madre nos ayude a purificar nuestro corazón para que, desde allí, elevemos nuestra mirada y nuestras obras hacia Dios.
[5-mi-1] Francisco, Ángelus, 30-VIII-2015.
[5-mi-2] Benedicto XVI, Homilía, 24-IV-2005.
[5-mi-3] San Josemaría, Camino, n. 173.
[5-mi-4] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 178.
El Casco (cdr Rosario)
Jueves V del tiempo ordinario
- Jesús no rehúye la atención a las almas.
- Reconocernos necesitados de Dios.
- El poder de la fe de una madre.
A LO LARGO de la vida pública de Jesús, se repitió muchas veces el mismo patrón: el Señor intenta aislarse para tomar un respiro, para rezar, reflexionar y compartir con sus apóstoles, pero las multitudes le dificultan disponer de esos espacios. En otros momentos, intenta pasar desapercibido, pero ese deseo no se llega a consumar: «Entró en una casa y deseaba que nadie lo supiera, pero no pudo permanecer inadvertido» (Mc 7,24). Conmueve esa necesidad de Jesús, tan humana, de apartarse en soledad. Pero conmueve todavía más pensar cómo el Señor no se guarda nada y no rehúye la atención de las almas.
Uno de los milagros más conocidos de Jesús, la multiplicación de los panes y de los peces, viene precedido por una escena de ese tipo. El Señor invita a los doce «a ir a un a un lugar apartado ellos solos. Pero los vieron marchar, y muchos los reconocieron. Y desde todas las ciudades, salieron deprisa hacia allí por tierra y llegaron antes que ellos. Al desembarcar vio una gran multitud» (Mc 6,32-34). Jesús, que parece que había planificado una jornada tranquila, dedica todo el día a esas personas, hasta el punto de que sus apóstoles lo invitan a despedirlas porque se ha hecho demasiado tarde.
Se trata de maravillosos ejemplos para quien quiere santificar la vida ordinaria. San Josemaría nos recuerda que «a Cristo le interesan los que no tienen tiempo»[5-j-1], es decir, las personas que viven ocupadas, que trabajan intensamente. De hecho, Jesús vivió así, y es por eso que los cristianos estamos llamados a darnos cuenta de que es «corto nuestro tiempo para amar»[5-j-2]. Jesús no tenía horario de atención porque la Redención no era para él una tarea, entre otras, por cumplir. Y con esa actitud estamos llamados, también nosotros, a encarar nuestra vida de cristianos.
CUANDO CORRIÓ LA VOZ de que había llegado Jesús a aquella zona, muchas personas comenzaron a agolparse alrededor de la casa en donde estaba. Pero para una mujer en concreto, la presencia de Jesús suponía algo diferente, algo decisivo: la posibilidad de pedir la curación de su hija, poseída por un espíritu impuro. Así que va directamente al Señor y, con una suplicante actitud, llena de humildad, se postra a sus pies para pedirle el milagro. Escribe san Josemaría: «Al considerar que son muchos los que desaprovechan la gran ocasión, y dejan pasar de largo a Jesús, piensa: ¿de dónde me viene a mí esa llamada clara, tan providencial, que me mostró mi camino?»[5-j-3]. En el Evangelio, son muchos los que no fueron conscientes de la magnitud de lo que estaban contemplando. Afortunadamente, tenemos también el ejemplo de esta mujer, y de otros como Jairo o como los amigos del paralítico.
Los pasajes evangélicos que nos narran este tipo de peticiones a Cristo tienen un factor común: sentirse necesitados. La mujer que pide la curación de su hija ve en Cristo su única opción de salir adelante, su única posibilidad de cambiar el rumbo del destino. «Dices: “Soy rico, me he enriquecido y de nada tengo necesidad”, y no sabes que eres un desdichado y miserable, pobre, ciego y desnudo» (Ap 3,17), nos recuerda, con fuertes palabras, el Apocalipsis.
La actitud confiada de esta mujer, ese saberse necesitada de Jesús, es una imagen de la auténtica fe. «Saberse pequeños, saberse necesitados de salvación, es indispensable para acoger al Señor. Es el primer paso para abrirnos a Él. Sin embargo, a menudo nos olvidamos de esto. En la prosperidad, en el bienestar, vivimos la ilusión de ser autosuficientes, de bastarnos a nosotros mismos, de no tener necesidad de Dios (...). Si lo pensamos bien, crecemos no tanto gracias a los éxitos y a las cosas que tenemos, sino, sobre todo, en los momentos de lucha y de fragilidad. Ahí, en la necesidad, maduramos (...). Una bella oración sería esta: “Señor, mira mis fragilidades…”; y enumerarlas ante Él. Esta es una buena actitud ante Dios. De hecho, precisamente en la fragilidad descubrimos cuánto nos cuida Dios»[5-j-4].
EL DIÁLOGO QUE SE PRODUJO entre Jesús y la mujer que acudió a él es un ejemplo de fe perseverante. Ella era sirofenicia de origen, es decir, no pertenecía al pueblo elegido. Es por eso que el Señor, al escuchar su petición, le contesta con palabras que nos pueden sonar duras: «Deja que primero se sacien los hijos, porque no está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perrillos» (Mc 7,27). El Señor señala que su prioridad en ese momento es recuperar las ovejas perdidas de la casa de Israel. Pero no era la primera vez que el Señor parecía poner obstáculos a lo que se le pedía: basta pensar en Caná, cuando le dijo a su Madre que no había llegado todavía su hora (cfr. Jn 2,4).
Sin embargo, tal como ocurrió en esas bodas, Jesús se dejó conquistar una vez más por el corazón de una madre, que supo plasmar su amor en una manera delicada de insistir: «Es verdad, Señor, pero también los perrillos comen debajo de la mesa las migajas de los hijos» (Mc 7,28). Ante esa respuesta, surgen inmediatamente las palabras de boca de Cristo: «¡Mujer, qué grande es tu fe! Que sea como tú quieres» (Mt 15,28). Una vez más, la narración evangélica nos presenta la fe como esa llave que abre las puertas de nuestro corazón a Dios, para que pueda realizar su obra.
La fe grande de esta mujer es un reflejo de la fe de santa María. «Podemos hacernos una pregunta: ¿nos dejamos iluminar por la fe de María, que es nuestra Madre? ¿O bien la pensamos lejana, demasiado distinta de nosotros? En los momentos de dificultad, de prueba, de oscuridad, ¿la miramos a ella como modelo de confianza en Dios, que quiere siempre y solo nuestro bien?»[5-j-5].
[5-j-1] San Josemaría, Surco, n. 199.
[5-j-2] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 39.
[5-j-3] San Josemaría, Surco, n. 200.
[5-j-4] Francisco, Ángelus, 3-X-2021.
[5-j-5] Francisco, Audiencia, 23-X-2013.
>
El Casco (cdr Rosario)
Viernes V del tiempo ordinario
- Podemos llevar a la gente hacia Jesús.
- Dios actúa de distintas maneras.
- Los tiempos del obrar divino no siempre son los nuestros.
EL SEÑOR, en su afán por anunciar el Evangelio, predicó frente a grandes multitudes, como el sembrador que echa la semilla a voleo. Pero, a la vez, muchas veces Cristo también se comportó como el médico que viene a sanar enfermos, de uno en uno: escuchaba, miraba, examinaba, curaba. En cierto pasaje de la Escritura, vemos que quien buscaba a Jesús no lo hacía por sus propios medios, ya que no estaba en capacidad de expresar su necesidad, sino ayudado por otros: se trataba de un sordo que apenas podía hablar. El Evangelio nos indica que son probablemente sus familiares o sus amigos quienes «lo traen» y «ruegan» (cfr. Mc 8,22) a Jesús que imponga sus manos sobre él.
Esta escena puede ser una imagen de nuestro papel como apóstoles: nosotros también estamos llamados a compartir con nuestros amigos la fuerza sanadora de Cristo, que hemos experimentado en nuestra propia vida. Muchas veces, una persona que no puede escuchar, al mismo tiempo, encuentra dificultades para comunicarse; y es cierto que tantas personas que nos rodean quieren, en lo más profundo de su alma, tener una relación con Dios más cercana, pero quizás no saben por dónde empezar. «Muchos de ellos buscan a Dios secretamente, movidos por la nostalgia de su rostro»[5-v-1].
Nos pueden servir, en esta tarea, los dos verbos que usa el evangelista: se trata de «traer» a la gente y «rogar» a Jesús por su curación. La segunda parte parece más sencilla de comprender, pero, la primera, ¿cómo se logra? San Josemaría ofrece algunas pistas, recordándonos que no se trata de «un empujón material, sino la abundancia de luz, de doctrina; el estímulo espiritual de vuestra oración y de vuestro trabajo, que es testimonio auténtico de la doctrina; el cúmulo de sacrificios, que sabéis ofrecer; la sonrisa, que os viene a la boca, porque sois hijos de Dios: filiación, que os llena de una serena felicidad −aunque en vuestra vida, a veces, no falten contradicciones−, que los demás ven y envidian. Añadid, a todo esto, vuestro garbo y vuestra simpatía humana»[5-v-2].
LOS AMIGOS de la persona sordomuda, llenos de fe, habían pedido a Jesús que impusiera sus manos sobre el enfermo. Pero el Señor decide obrar de un modo diferente: escoge realizar la curación de manera progresiva: «Apartándolo de la muchedumbre, le metió los dedos en las orejas y le tocó con saliva la lengua; y mirando al cielo, suspiró, y le dijo: “Effetha”, que significa: “Ábrete”» (Mc 7,33-34). Algo parecido había sucedido cuando devolvió la vista a un ciego, aplicando en sus ojos el lodo que había formado con saliva (cfr. Jn 9,6). Sin embargo, en otras ocasiones había obrado milagros instantáneos, incluso a personas que se encontraban en lugares lejanos.
Sabemos que, tal como exclamamos todos los días en la Santa Misa, basta una palabra de Jesús para sanar cualquier mal. Pero eso nos podría llevar a pensar que siempre y en todo Dios «tendría que» obrar de esa manera. Sin embargo, el devenir de nuestra propia vida nos enseña que no es así. Tantas veces hemos experimentado que Jesús nos conduce por sendas que no parecen atajos, que atravesamos momentos aparentemente innecesarios, similares a aquellos gestos de tocar la lengua o los oídos de aquellos enfermos. Puede suceder que nos hayamos acostumbrado a que todo a nuestro alrededor funcione de una manera aparentemente eficaz, veloz, sin necesidad de esperar… y queramos que así sean todos los demás ámbitos de la vida.
«El Señor está cerca de su pueblo, muy cerca. Él mismo lo dice: “¿Qué nación tiene un Dios tan cercano como vosotros?”. La vida es un camino que Él ha querido recorrer junto a nosotros. Pero cuando el Señor viene, no siempre lo hace de la misma manera. No existe un protocolo de la acción de Dios en nuestra vida. Una vez lo hace de una manera, y en otra ocasión lo hace distinto, pero lo hace siempre. El Señor se toma su tiempo, pero también tiene mucha paciencia (...). En la vida, algunas veces, las cosas llegan a ser muy oscuras. Y sentimos ganas, si estamos en dificultad, de bajar de la cruz. Y éste es el momento preciso: la noche es más oscura cuando el alba se acerca»[5-v-3].
AL FINAL DE su paso por la tierra, durante la Última Cena, Jesús dice a sus apóstoles que han hecho bien en llamarlo Maestro (cfr. Jn 13,13). Hemos considerado que el Señor se había atribuido también las imágenes de médico (cfr. Mt 9,12) y de sembrador (cfr. Mt 13,37). Estas tres maneras con las que Jesús se caracteriza a sí mismo nos pueden servir para comprender cómo es su acción en nuestra vida, especialmente cuando pensamos que Dios debería actuar más deprisa, cuando queremos que obre de acuerdo a nuestros tiempos más que a los suyos.
Si pensamos en un maestro, nos damos cuenta de que su labor de guiar al prójimo requiere siempre un largo proceso temporal. Tampoco el médico se comporta con precipitación: hasta la más leve herida en ocasiones puede requerir varias sesiones. Finalmente, si pensamos en el sembrador, podemos notar que no existe semilla que se cultive sola, que no requiera la paciente tarea de ir una y otra vez a regar, a mejorar las condiciones de la tierra, etc.
Escribió san Pablo a los Gálatas: «Hijos míos, por quienes padezco otra vez dolores de parto, hasta que Cristo esté formado en vosotros» (Gá 4,19). El empeño de la Santísima Trinidad es precisamente ese: formar en nosotros a Cristo. «De ahí el deseo vehemente de considerarnos corredentores con Cristo –afirmaba san Josemaría–, de salvar con Él a todas las almas, porque somos, queremos ser ipse Christus, el mismo Jesucristo, y Él se dio a sí mismo en rescate por todos»[5-v-4]. Y en esta espera por ser cada vez «más Cristo», no tenemos mejor apoyo que el de María: ella, aunque tenía una santa impaciencia por ver a su hijo, esperó nueve meses a Jesús que se formaba en su seno, y después treinta años para ver sus prodigios.
[5-v-1] Francisco, Evangelii Gaudium, n. 14.
[5-v-2]San Josemaría, Carta 24-X-1942, n. 9.
[5-v-3] Francisco, Homilía, 28-VI-2013.
[5-v-4] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 121.
El Casco (cdr Rosario)
Sábado V del tiempo ordinario
- Jesús mira con misericordia a la gente.
- Dios cuenta con nosotros para realizar sus milagros.
- Ofrecer al Señor nuestras cosas ordinarias.
JESÚS, AL MIRAR la cantidad de gente que lo seguía, dijo: «Me da mucha pena la muchedumbre, porque ya llevan tres días conmigo y no tienen qué comer» (Mc 8,2). Se trata de la segunda multiplicación de los panes que nos relata el evangelista Marcos; esta vez son cuatro mil personas las que fueron alimentadas por el Señor, a partir de siete panes y unos pocos peces (cfr. Mc 8,1-10). Este prodigio no surge de una petición explícita de la gente: es Jesús mismo el que descubre, con su mirada, que la humanidad adolece de algo. Y por iniciativa propia decide poner remedio. «Hambrientos y sedientos, desfallecían sus almas» (Sal 107,5), dice el salmista; pero Dios, en su soberana libertad, responde por boca del profeta: «Yo apagaré la sed de gargantas resecas, y restauraré toda alma agotada» (Jer 31,25). Cuando el evangelista nos dice que Jesús «sintió pena» de la multitud hambrienta, atisbamos, como por una pequeña rendija, el amor Trinitario del que surgió la encarnación del Verbo.
«El hecho de la Encarnación, de Dios que se hace hombre como nosotros, nos muestra el inaudito realismo del amor divino. El obrar de Dios, en efecto, no se limita a las palabras, es más, podríamos decir que Él no se conforma con hablar, sino que se sumerge en nuestra historia y asume sobre sí el cansancio y el peso de la vida humana (...). Este modo de obrar de Dios es un fuerte estímulo para interrogarnos sobre el realismo de nuestra fe, que no debe limitarse al ámbito del sentimiento, de las emociones, sino que debe entrar en lo concreto de nuestra existencia, debe tocar nuestra vida de cada día y orientarla también de modo práctico»[5-s-1]. El realismo del amor divino se traduce en el deseo de alimentar a sus hijos. La misericordia de la mirada de Cristo hacia la gente que lo seguía, y que le mueve a obrar el milagro de la multiplicación de los panes, es la misma que Dios sigue teniendo con cada uno de nosotros.
CUANDO JESÚS ANUNCIA su deseo de alimentar a la muchedumbre, los apóstoles ponen a sus pies una aportación claramente insuficiente: pocos panes acompañados de unos cuantos peces. Evidentemente, desde el punto de vista humano, aquella empresa era imposible: no quedaba más remedio que despedir a la muchedumbre y que cada familia buscase su propia alimentación. Sin embargo, la otra opción es entrar en la aventura de Jesús. Y esto implica que, aunque el Señor podría realizar sin ninguna ayuda aquel milagro, él espera recibir algo de sus apóstoles, al menos una pequeña manifestación de no querer conformarse con despedir a la gente. El razonamiento de Cristo es similar al de un enamorado: no se trata simplemente de hacer algo, sino que se trata de hacerlo juntos. Lo extraordinario tiene su origen en Dios, pero quiere hacerlo a través de lo ordinario que aportamos nosotros.
San Josemaría solía recordar el momento en que vio a unos pescadores que, al sacar del agua una gran cantidad de peces, no quitaban de en medio a un pequeño que había puesto sus manos entre las redes. «Aquellos pescadores rudos; nada refinados, debieron de sentir su corazón estremecerse y permitieron que el pequeño colaborase; no lo apartaron, aunque más bien estorbaba. Pensé en vosotros y en mí; en vosotros, que aún no os conocía, y en mí; en ese tirar de la cuerda todos los días, en tantas cosas. Si nos presentamos ante Dios Nuestro Señor como ese pequeño, convencidos de nuestra debilidad pero dispuestos a secundar sus designios, alcanzaremos más fácilmente la meta: arrastraremos la red hasta la orilla, colmada de abundantes frutos, porque donde fallan nuestras fuerzas, llega el poder de Dios»[5-s-2].
Entonces vamos descubriendo cómo las obras de Dios son también nuestras, ya que él mismo ha querido involucrarnos en esa tarea. Vivimos en una época histórica concreta, en lugar concreto, acompañados de personas específicas: Cristo quiere hacernos partícipes de su deseo por alimentar a esa muchedumbre que tiene sed de la plena felicidad que el Hijo de Dios trae al mundo.
RECORDAR EL MILAGRO de la multiplicación de los panes nos puede servir para ilustrar de manera gráfica cómo ha sido la vida de los santos. Ellos han sido personas como nosotros, de carne y hueso, con defectos, errores, limitaciones. La gran mayoría de ellos, de entrada, no tenían una influencia particular en las decisiones de la sociedad ni en las personas que les rodeaban. Sin embargo, el encuentro personal con Cristo los llevó a darse cuenta de que su tarea era ofrecer «los panes y los peces» que tenían a su alcance; después, el Señor se encargaría de alimentar a la multitud.
Cada santo es un recordatorio de que para cambiar el mundo «no hay una varita mágica, pero hay cosas pequeñas cada día que tenemos que aprender. Cambiar el mundo con las pequeñas cosas de cada día, con la generosidad, el compartir, la creación de estas actitudes de hermandad»[5-s-3]. Existen muchísimos ejemplos, como el santo cura de Ars o santa Teresita de Lisieux que, prácticamente sin moverse de su sitio, dejaron una huella profundísima en muchas almas. También nosotros, cristianos corrientes en medio del mundo, podemos colaborar en esa multiplicación de alimento a partir de aquella profunda convicción de san Josemaría: «¿Quieres de verdad ser santo? –Cumple el pequeño deber de cada momento: haz lo que debes y está en lo que haces»[5-s-4].
Santa María es el mejor ejemplo de una persona que supo poner todo lo suyo al servicio del Señor. No importa si son pocos o muchos panes: lo importante es poner a los pies de Jesús lo que tengamos. De ese modo, seremos testigos de los prodigios de un Padre que anhela saciar el hambre de todos sus hijos.
[5-s-1] Benedicto XVI, Audiencia, 9-I-2013.
[5-s-2] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 14.
[5-s-3]Francisco, Discurso, 2-VI-2017.
[5-s-4] San Josemaría, Camino, n. 815.
Ermita Molinoviejo
Domingo VI semana tiempo ordinario (ciclo A)
- La novedad de la Ley
- Instrumento de libertad
- Raíz del pecado.
DESPUÉS de pronunciar las bienaventuranzas, Jesús continúa el sermón de la montaña hablando sobre la Ley. Desde el principio, el Señor no se presenta como alguien que ha venido a abolir lo que habían dicho Moisés o los profetas, sino a dar plenitud a aquellas palabras (cfr. Mt 5,17). Y esta plenitud, este significado más profundo, implica no comprender la Ley como algo externo, ajeno a la persona, que sin embargo debe hacerse violencia por cumplir; los preceptos de Dios en realidad sintonizan con nuestro corazón y están para cambiarlo y disponerlo hacia la verdadera felicidad.
Ya el salmista afirma que serán dichosos los que guardan los preceptos del Señor «y le buscan de todo corazón» (Sal 118,2). También el libro del Sirácide señala que Dios «conoce cualquier acción humana» (Sir 20): no se queda solamente en la superficie del acto, sino que le importa también la intención con que fue realizado. Jesús no quiere que nos mueva el simple afán de cumplir, pues esta actitud no nos une a los demás sino que lleva al formalismo: a realizar lo establecido externamente, pero sin llegar a percibir el bien que causa en la propia vida. El Señor nos invita, por tanto, a movernos por un amor como el suyo, que supo estar muchas veces por encima de la misma Ley.
«La novedad de Jesús consiste, esencialmente, en el hecho que él mismo llena los mandamientos con el amor de Dios, con la fuerza del Espíritu Santo que habita en él. Y nosotros, a través de la fe en Cristo, podemos abrirnos a la acción del Espíritu Santo, que nos hace capaces de vivir el amor divino. Por eso todo precepto se convierte en verdadero como exigencia de amor, y todos se reúnen en un único mandamiento: ama a Dios con todo el corazón y ama al prójimo como a ti mismo»[6-dA-1].
A LO LARGO de la historia hay quien ha concebido la Ley como una imposición arbitraria de Dios. Esta mentalidad lleva a pensar que el único motivo por el que es conveniente cumplirla es porque él lo ha establecido así, de modo que se podría decir: «Dios ha dictado un mandamiento, pero podría haber decretado también su contrario». Este planteamiento impide percibir la bondad de los preceptos divinos y la profunda racionalidad que los sustenta: no son caprichos, sino que responden al deseo de bien presente en la naturaleza humana.
No se trata, por tanto, de concebir los mandamientos como imposiciones arbitrarias, sino «como un instrumento de libertad, que me ayude a ser más libre, que me ayude a no ser esclavo de las pasiones y el pecado. (...) Cuando se cede a las tentaciones y pasiones, uno no es señor y protagonista de su vida, sino que se vuelve incapaz de manejarla»[6-dA-2]. Dios, con su Ley, nos marca un camino que satisface la sed de plenitud que todos tenemos; un camino por el que somos más dueños de nosotros mismos porque nuestra libertad crece cada vez más. Por eso la gravedad del pecado no es tanto el incumplimiento de una norma, sino el daño que nos hacemos a nosotros mismos: perdemos el protagonismo en nuestra vida y dejamos que sean las pasiones las que nos dominen.
Como decía san Josemaría: «La libertad adquiere su auténtico sentido cuando se ejercita en servicio de la verdad que rescata, cuando se gasta en buscar el Amor infinito de Dios, que nos desata de todas las servidumbres»[6-dA-3]. Los mandamientos del Señor no oprimen la libertad, sino todo lo contrario: «Es lex perfecta libertatis (cfr. St 1,25): ley perfecta de libertad, como el mismo Evangelio, porque toda ella se resume en la ley del amor, y no solo como norma exterior que manda amar, sino a la vez como gracia interior que da la fuerza para amar»[6-dA-4].
EN SU DISCURSO, Jesús, además de mostrar la plenitud de la Ley –un camino que se recorre con el corazón y que nos libera–, nos invita a reflexionar sobre el origen del mal. La ley mosaica prohibía el homicidio y el adulterio, pero Cristo va más allá: «Todo el que se llene de ira contra su hermano será reo de juicio» (Mt 5,22); y «el que mira a una mujer deseándola, ya ha cometido adulterio en su corazón» (Mt 5,28). La plenitud de la Ley, el nuevo Evangelio de Jesucristo, por tanto, no se refiere solamente a los actos externos, sino también a los movimientos internos de la persona: afectos, deseos, emociones…
La enseñanza de Jesús está dirigida a la raíz del pecado. El homicidio está precedido por el deseo de hacer daño a otro. El adulterio es consecuencia del rechazo al propio cónyuge y el afán de poseer a otra persona. Estos males son concebidos, en primer lugar, en la propia intimidad. Y una vez arraigados en el corazón se exteriorizan a través de actos concretos. Por eso el Señor nos anima a dirigir nuestra mirada hacia el interior y a reflexionar sobre los motivos que mueven nuestras acciones. Como dirá en otra ocasión: «Lo que sale de la boca procede del corazón, y eso es lo que hace impuro al hombre. Porque del corazón proceden los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios» (Mt 15,18-19).
San Josemaría insistía en la necesidad del examen de conciencia para poder reconocer el origen de nuestros pecados. Por este motivo, podemos pensar: ¿cómo examino mi vida desde la luz de Cristo? «Mira tu conducta con detenimiento. Verás que estás lleno de errores, que te hacen daño a ti y quizá también a los que te rodean. (...) Necesitas un buen examen de conciencia diario, que te lleve a propósitos concretos de mejora, porque sientas verdadero dolor de tus faltas, de tus omisiones y pecados»[6-dA-5]. Dios, con su gracia, nos ayudará a acoger en nuestra alma la plenitud de la Ley que su Hijo reveló. Podemos dirigir a la Virgen María estas palabras del fundador del Opus Dei: «Si en mí hay algo que te desagrada, dímelo, para que lo arranquemos»[6-dA-6].
[6-dA-1] Benedicto XVI, Ángelus, 13-II-2011.
[6-dA-2] Francisco, Ángelus, 16-II-2020.
[6-dA-3] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 27.
[6-dA-4] Mons. Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 9-I-2018.
[6-dA-5] San Josemaría, Forja, n. 481.
[6-dA-6] Ibíd., n. 108.
Ermita Molinoviejo
Domingo VI del tiempo ordinario (ciclo C)
- Las Bienaventuranzas ofrecen un nuevo sentido a nuestra vida.
- La alegría tiene raíces en forma de cruz.
- Las bienaventuranzas nos invitan a la confianza.
CRISTO SE DETIENE en una amplia llanura, en donde caben muchas personas provenientes de toda Judea, de Jerusalén y hasta de la costa de Tiro y Sidón. Alrededor del Señor se crea un clima de admiración, todos habían acudido hasta allí para verle y escucharle. Jesús no deja indiferente a ninguno de los que allí se encontraban: «Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios –empieza diciendo–. Bienaventurados los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados. Bienaventurados los que ahora lloráis, porque reiréis. Bienaventurados cuando los hombres os odien, cuando os expulsen, os injurien y proscriban vuestro nombre como maldito, por causa del Hijo del Hombre. Alegraos en aquel día y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo» (Lc 6,20-23).
Este pasaje de las bienaventuranzas nos permite constatar que Dios no está lejos de nosotros tampoco ante el dolor, el hambre, el sufrimiento, la persecución… su cercanía «es antídoto contra el miedo de quedarnos solos ante la vida. De hecho, el Señor a través de su Palabra con-suela, es decir: está con quien está solo. Hablándonos, nos recuerda que estamos en su corazón»[6-d-1]. La Palabra de Dios, que siempre es elocuente e interpela, lo hace de un modo especial en momentos de debilidad o de injusticia. Es más, nos permite acoger la realidad de un modo nuevo en el que siempre vemos posibilidades de sembrar el bien.
A la vuelta de los siglos, todo el discurso que pronunció entonces, y que se recoge en la Escritura, sigue cambiando la vida de muchas personas. «Las bienaventuranzas son un nuevo programa de vida, para liberarse de los falsos valores del mundo y abrirse a los verdaderos bienes, presentes y futuros»[6-d-2]. Al provenir de quien es la vida, su enseñanza es la única que sacia plenamente el deseo de autenticidad y de verdad de nuestros corazones.
ANTE AQUEL DISCURSO de Jesús, vislumbramos un misterioso itinerario de vida que nos promete una felicidad plena: es el mismo Hijo de Dios quien nos ofrece alegría y regocijo. Se trata de un camino cuya recompensa es mayor de la que pueden ofrecer otros proyectos, también buenos muchas veces, pero que no sacian lo más profundo de nuestra alma. «La bienaventuranza prometida nos coloca ante opciones morales decisivas –dice el Catecismo de la Iglesia–. Nos invita a purificar nuestro corazón (…) y a buscar el amor de Dios por encima de todo. Nos enseña que la verdadera dicha no reside ni en la riqueza o el bienestar, ni en la gloria humana o el poder, ni en ninguna obra humana, por útil que sea, como las ciencias, las técnicas y las artes, ni en ninguna criatura, sino solo en Dios, fuente de todo bien y de todo amor»[6-d-3].
En una ocasión, un profesor preguntó a san Josemaría cómo guiar a sus alumnos hacia una verdadera libertad. El fundador del Opus Dei recordó el modo de comprender la realidad de quien se ha dejado transformar por la perspectiva del Evangelio: «Yo sé que enseñas a los niños que la libertad nos la ha ganado Cristo en la Cruz –comenzó diciendo–; que Él subió al patíbulo de la Cruz por amor nuestro, para ganarnos la libertad; que la liberación no es liberación del dolor, de las contradicciones, de la calumnia, de la difamación de la pobreza (...). No se rebela contra la pobreza, la acepta; no se rebela contra el trabajo, lo acepta; no se rebela contra la autoridad, la acepta; no se rebela contra la enfermedad, la acepta; no se rebela contra los padres, los acepta y los ama; ni contra los maestros, que hacéis una labor paterna y materna»[6-d-4].
Esta aceptación no es una actitud de abnegación pasiva, como quien se conforma con algo que no comprende; al contrario, es una aceptación de quien, con la confianza de que Dios Padre está misteriosamente detrás de todas aquellas situaciones, mientras no puede poner remedio, las abraza con la serenidad con la que Jesús abrazó la cruz para salvarnos a todos. La felicidad que proponen las bienaventuranzas tienen sus raíces en forma de cruz[6-d-5].
«LA CERTEZA del amor de Dios nos lleva a confiar en su providencia paterna incluso en los momentos más difíciles de la existencia. Santa Teresa de Jesús expresa admirablemente esta plena confianza en Dios Padre providente, incluso en medio de las adversidades: “Nada te turbe, nada te espante; todo se pasa. Dios no se muda. La paciencia todo lo alcanza. Quien a Dios tiene, nada le falta. Sólo Dios basta” (Poesías, 30). La Escritura nos brinda un ejemplo elocuente de confianza total en Dios cuando narra que Abraham había tomado la decisión de sacrificar a su hijo Isaac. En realidad, Dios no quería la muerte del hijo, sino la fe del padre. Y Abraham la demuestra plenamente, dado que, cuando Isaac le pregunta dónde está el cordero para el holocausto, se atreve a responderle: “Dios proveerá” (Gn 22,8). E, inmediatamente después, experimentará precisamente la benévola providencia de Dios, que salva al niño y premia su fe, colmándolo de bendición»[6-d-6].
El Catecismo de la Iglesia nos dice que confiar en Dios, creer en él, «es un acto auténticamente humano. No es contrario ni a la libertad ni a la inteligencia del hombre depositar la confianza en Dios y adherirse a las verdades por Él reveladas. Ya en las relaciones humanas no es contrario a nuestra propia dignidad creer lo que otras personas nos dicen sobre ellas mismas y sobre sus intenciones, y prestar confianza a sus promesas (...). Es todavía menos contrario a nuestra dignidad presentar por la fe la sumisión plena de nuestra inteligencia y de nuestra voluntad al Dios que revela y entrar así en comunión íntima con Él»[6-d-7]. Las bienaventuranzas nos invitan a esa confianza y a esa comunión con la vida de Cristo; nos ofrecen la posibilidad de que Jesús viva en nosotros ya en esta tierra. Las bienaventuranzas quedan inauguradas en la vida de la Virgen María y de todos los santos: ellos nos acompañan en el camino.
[6-d-1] Francisco, Homilía, 24-I-2021
[6-d-2] Benedicto XVI, Ángelus, 30-I-2011.
[6-d-3] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1723
[6-d-4] San Josemaría, Apuntes de una reunión familiar, 2-VII-1974.
[6-d-5] Cfr. San Josemaría, Forja, n. 28.
[6-d-6] San Juan Pablo II, Audiencia, 24-III-1999.
[6-d-7] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 154.
Ermita Molinoviejo
- El consuelo de escuchar a Jesús.
- La cercanía de Dios.
- Humildad y confianza.
CON FRECUENCIA algunos fariseos se ponían a discutir con Jesús. En una de esas ocasiones, además, le tentaron pidiéndole una señal del cielo. A pesar de que seguramente ya habrían presenciado algunos milagros, no se sentían todavía satisfechos. Quizá esperaban una manifestación más espectacular de la llegada del Reino de Dios (cfr. Lc 17,20-21), o bien buscaban otra oportunidad para interpretar torcidamente ese nuevo signo.
Esta actitud contrasta con la de los apóstoles. A ellos les bastaba estar con Jesús y escucharle para reconocer que el Reino de Dios ya había llegado. Cuando después del discurso del Pan de Vida muchos de los discípulos dejaron de seguir a Cristo, san Pedro dijo en nombre de los apóstoles: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros hemos creído y conocido que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6,68-69). No necesitaban grandes prodigios para creer en él: se conformaban con lo que habían oído de sus labios.
Para todos los cristianos, las palabras del Señor han supuesto siempre un consuelo enorme, en particular cuando se leen en la santa Misa. El sacerdote besa el libro tras la proclamación del Evangelio, como expresión de amor y de reconocimiento: lo allí consignado proviene de la Revelación. Cristo, con su palabra, se hace presente en medio de los fieles. «La liturgia es el lugar privilegiado para la escucha de la palabra divina, que hace presentes los actos salvíficos del Señor, pero también es el ámbito en el cual se eleva la oración comunitaria que celebra el amor divino. Dios y el hombre se encuentran en un abrazo de salvación, que culmina precisamente en la celebración litúrgica»[6-l-1]. Podemos pedir a Jesús que sepamos escuchar sus palabras en la Misa con la misma ilusión y sencillez de los apóstoles.
A VECES podemos desear, como los fariseos, que el Señor realice un signo más espectacular cuando afrontamos una dificultad. Sentimos entonces la necesidad de un consuelo mayor que nos ayude a vivir con serenidad esa situación. Sin embargo, en la sagrada escritura y en los sacramentos tenemos ya esas señales que alimentan y encienden nuestra fe. Estos son los caminos privilegiados por los que Jesús mismo sale a nuestro encuentro para ofrecernos su amor y cercanía. «Los sacramentos expresan y realizan una comunión efectiva y profunda entre nosotros, puesto que en ellos encontramos a Cristo Salvador y, a través de él, a nuestros hermanos en la fe. Los sacramentos no son apariencias, no son ritos, sino que son la fuerza de Cristo»[6-l-2].
Acoger esa cercanía que nos ofrece el Señor en los sacramentos nos llevará a escuchar su voz en todas las circunstancias. Él nos habla «a través de los acontecimientos de la vida diaria, a través de las alegrías y los sufrimientos que la acompañan, a través de las personas que se encuentran a tu lado, a través de la voz de tu conciencia, sedienta de verdad, de felicidad, de bondad y de belleza»[6-l-3]. Jesús permanece siempre a nuestro lado, nos habla y nos escucha. La seguridad de que compartimos nuestra vida con él nos libera de miedos y nos llena de esperanza. «¿Qué importa que tengas en contra al mundo entero con todos sus poderes? –escribía san Josemaría–. Tú... ¡adelante! Repite las palabras del salmo: “El Señor es mi luz y mi salud, ¿a quién temeré?... 'Si consistant adversum me castra, non timebit cor meum' –Aunque me vea cercado de enemigos, no flaqueará mi corazón”»[6-l-4]. Podemos, por tanto, preguntarnos: ¿procuro abandonar en las manos de Jesús mis preocupaciones, especialmente cuando participo en la santa Misa?
LA SENCILLEZ de los apóstoles les permitió ver en los milagros y en las palabras de Jesús la señal de su misión mesiánica. En cambio, la soberbia de algunos fariseos les impidió reconocerla. De hecho, aunque el Señor diga que a esa generación no se le daría ningún signo, lo cierto es que más adelante se le ofrecerá otro: la resurrección de Cristo. Sin embargo, ni siquiera ante esa evidencia dejarán su incredulidad. Aunque supieron por los guardias lo que había ocurrido (cfr. Mt 28, 11-14), prefirieron aferrarse a sus propios planteamientos antes que reconocer su error. Se cumplía así lo que había dicho anteriormente: «Si no escuchan a Moisés y a los profetas, tampoco se convencerán aunque uno resucite de entre los muertos» (Lc 16,31).
Como escribió san Pedro: «Dios resiste a los soberbios y a los humildes da la gracia» (1 P 5,5). La humildad nos permite reconocer que no siempre estaremos –humanamente hablando– a la altura de las circunstancias y confiar en la fuerza que nos da el Señor. «Suelo poner –decía san Josemaría– el ejemplo del polvo que es elevado por el viento hasta formar en lo más alto una nube dorada, porque admite los reflejos del sol. De la misma manera, la gracia de Dios nos lleva altos, y reverbera en nosotros toda esa maravilla de bondad, de sabiduría, de eficacia, de belleza, que es Dios. Si tú y yo nos sabemos polvo y miseria, poquita cosa, lo demás lo pondrá el Señor. Es una consideración que me llena el alma»[6-l-5]. No es principalmente con nuestras buenas obras como conquistamos el corazón de Jesús, sino dejando que sea él quien llene nuestra vida y reconociendo los dones que nos ha dado. Por eso, podemos pedir a su Madre la humildad para no poner obstáculos a la acción de Dios en nuestra alma, para que también él haga cosas grandes en nuestra vida.
[6-l-1] Benedicto XVI, Audiencia, 5-X-2005.
[6-l-2] Francisco, Audiencia, 6-XI-2013.
[6-l-3] San Juan Pablo II, Discurso, 5-VI-2004.
[6-l-4] San Josemaría, Camino, n. 482.
[6-l-5] San Josemaría, Carta 2, n. 4.
Ermita Molinoviejo
Martes VI del tiempo ordinario
- Guardarse de la levadura que acusa a los otros.
- Ojos y oídos de misericordia.
- La mirada de la filiación divina.
LOS DISCÍPULOS suben a la barca con Cristo y queda atrás la incomprensión de los fariseos. El Señor quizás se ha embarcado con un poco de pena, por la dificultad que entraña muchas veces tocar el corazón del hombre. Y, tal vez, mientras se acomoda en el cabezal, entre redes y telas que usaría para protegerse de eventuales lloviznas, mira la orilla: muchas personas que ha venido a salvar, no han querido abrirle su alma.
«El hombre es un ser relacional. Si se trastoca la primera y fundamental relación del hombre –la relación con Dios– entonces ya no queda nada más que pueda estar verdaderamente en orden. De esta prioridad se trata el mensaje y el obrar de Jesús. Él quiere en primer lugar llamar la atención del hombre sobre el núcleo de su mal»[6-ma-1]. Nuestra tarea es eminentemente espiritual; se dirige a colaborar con la gracia en sanar lo más profundo del alma –primero la nuestra– para, después, poder ofrecer la misma medicina santa a quienes nos rodean. De ahí que Cristo llame la atención sobre la actitud de los fariseos y de Herodes. «Estad alerta y guardaos de la levadura de los fariseos y de la levadura de Herodes» (Mc 8,15), les dirá a sus apóstoles, una vez se alejan de la orilla.
Aquellos se fijaban solamente en lo exterior, en el cumplimiento de los preceptos, y entonces se habían acostumbrado a acusar a los demás. Pero «primero hay que quitar la viga del propio ojo, acusarse a sí mismo (...). Si uno de nosotros no tiene la capacidad de acusarse a sí mismo, y luego, si es necesario, decir a quien se deba decir las cosas de los demás, no es cristiano; entonces, no entra en esa obra tan bonita de reconciliación, pacificación, ternura, bondad, perdón, magnanimidad y misericordia que nos trajo Jesucristo (...). Ahorremos los comentarios sobre los demás y hagamos comentarios sobre nosotros mismos: ese es el primer paso en el camino de la magnanimidad»[6-ma-2].
JESÚS MIRA con cariño a aquellos hombres que él mismo ha elegido. Tras haberles puesto en guardia frente a la levadura de los fariseos, les pregunta: «¿Por qué vais comentando que no tenéis pan? ¿Todavía no entendéis ni comprendéis?» (Mc 8,17). Y ellos quizás se encogen de hombros, como respondiendo que no, que no alcanzan a seguir el hilo. Cristo añade: «¿Tenéis endurecido el corazón? ¿Tenéis ojos y no veis; tenéis oídos y no oís?» (Mc 8,18).
El Señor establece una conexión entre el corazón, de un lado, y la auténtica capacidad de mirar y de escuchar, por otro lado. Cuando se endurece el corazón, todo se ve con ojos humanos, se escucha solamente lo que uno quiere oír; y, al final, se pierde el horizonte sobrenatural de la gracia. Puede suceder que estemos con Cristo en su barca, en su mundo, y que de igual manera nos invada el desánimo porque pensamos que nos faltan cosas o que todo debería ser diferente. Entonces, podemos contemplar la mirada y la escucha de Jesús, podemos considerar cómo su corazón estaba siempre abierto al diálogo con su Padre y a sentirse interpelado por quienes le rodeaban.
«¡Visión sobrenatural! ¡Calma! ¡Paz! –recomendaba san Josemaría–. Mira así las cosas, las personas y los sucesos..., con ojos de eternidad»[6-ma-3]. Cuando nos asalte la tentación de convertirnos nosotros mismos en jueces de lo que nos rodea, podemos recordar que «estamos llamados, permaneciendo en la tierra, a mirar fijamente al cielo, a orientar la atención, el pensamiento y el corazón hacia el misterio inefable de Dios. Estamos llamados a mirar hacia la realidad divina, a la que el hombre está orientado desde la creación. En ella se encierra el sentido definitivo de nuestra vida»[6-ma-4]. Entonces desarrollaremos, poco a poco, una manera misericordiosa de mirar y de escuchar, cada vez más semejante a la de Cristo.
DURANTE la vida, con frecuencia experimentaremos nuestras limitaciones, incluso en los momentos de mayor cercanía con el Señor. «Estemos siempre serenos –escribía san Josemaría–. Si somos piadosos y sinceros, no habrá penas duraderas y desaparecerán del todo esas otras que a veces nos inventamos, porque no lo son objetivamente. Viviremos con alegría, con paz, en los brazos de la Madre de Dios, como hijos pequeños suyos, que eso somos. De cuando en cuando, cada uno tiene en su mundo interior un conflicto menudo, que la soberbia se encarga de hacer grande, para darle importancia, para arrancarnos la paz. No hagáis caso de esas pequeñeces. Decid: soy un pecador, que ama a Jesucristo»[6-ma-5].
El Señor previene muchas veces a sus discípulos para que no caigan en aquella visión solamente humana, desprovista de la verdadera magnitud que alcanza su misión salvadora. «Si nos ponemos ante Dios la perspectiva cambia. No podemos más que asombrarnos de que seamos para Él, a pesar de todas nuestras debilidades y nuestros pecados, hijos amados desde siempre y para siempre»[6-ma-6]. La filiación divina «colma de esperanza nuestra lucha interior, y nos da la sencillez confiada de los hijos pequeños. Más aún: precisamente porque somos hijos de Dios, esa realidad nos lleva también a contemplar con amor y con admiración todas las cosas que han salido de las manos de Dios Padre Creador»[6-ma-7].
Los discípulos se preocupan porque no tienen pan en la barca, pero Jesús les recuerda que están junto a él, y que los multiplica cuando quiere. Le podemos pedir a nuestra Madre afinar cada vez mejor nuestra mirada para ser cada vez más sobrenaturales, para tener ojos y oídos de hijo.
[6-ma-1] Benedicto XVI, La infancia de Jesús, Planeta, Barcelona 2012, p. 50.
[6-ma-2] Francisco, Homilía, 11-IX-2015.
[6-ma-3] San Josemaría, Forja, n. 996.
[6-ma-4] Benedicto XVI, Homilía, 28-V-2006.
[6-ma-5] San Josemaría, Cartas 2, n. 15.
[6-ma-6] Francisco, Discurso, 6-XII-2021.
[6-ma-7] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 65.
Ermita Molinoviejo
Miércoles VI del tiempo ordinario
- Dios cuenta con quienes nos rodean.
- La oración ayuda a mirar la realidad.
- Felices en la tierra y en el cielo.
JESÚS Y SUS DISCÍPULOS «llegan a Betsaida y le traen un ciego suplicándole que lo toque» (Mc 8,22). Los apóstoles Andrés, Pedro y Felipe eran de ese mismo pueblo de pescadores, situado junto al mar de Galilea. Probablemente conocían a aquel ciego y a quienes lo presentaron al Señor. Lo cierto es que no se trataba de un lugar que hubiera manifestado una gran fe en Jesús; de hecho, más adelante, el Señor se lamentará de la respuesta de Corozaín y de Betsaida, a pesar de haber presenciado tantos milagros.
Quizás también nosotros, a pesar de haber visto o experimentado el obrar divino, y de haber escuchado tanto al Señor, podemos tener por momentos una fe débil. Entonces agradecemos que Dios haya puesto a nuestro lado personas, como los amigos de aquel ciego, que de algún modo nos ponen de frente a Jesús, que nos hablan de él con palabras o con obras. Podemos pensar, por ejemplo, en «los padres que crían con tanto amor a sus hijos, en esos hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a su casa, en los enfermos, en las religiosas ancianas que siguen sonriendo. En esta constancia para seguir adelante día a día (...). Esa es muchas veces la santidad “de la puerta de al lado”, de aquellos que viven cerca de nosotros y son un reflejo de la presencia de Dios»[6-mi-1].
«Un día –no quiero generalizar, abre tu corazón al Señor y cuéntale tu historia–, quizá un amigo, un cristiano corriente igual a ti, te descubrió un panorama profundo y nuevo, siendo al mismo tiempo viejo como el Evangelio»[6-mi-2]. Siempre de maneras distintas, es posible que esa escena se siga repitiendo a lo largo de nuestra vida. En efecto, Dios se hace presente en nuestras relaciones y, si estamos atentos, a través de ellas busca sanar nuestra ceguera y fortalecer nuestra fe.
AQUELLA TARDE, Jesús, «tomando de la mano al ciego lo sacó fuera de la aldea y, poniendo saliva en sus ojos, le impuso las manos y le preguntó: —¿Ves algo? Y alzando la mirada dijo: —Veo a hombres como árboles que andan» (Mc 8,22-24). Refiriéndose a aquellos primeros gestos que realiza el ciego de la mano de el Señor –levantar sus ojos de la tierra y ver, al menos, entre sombras– comenta san Jerónimo: «Hermosamente escribió el evangelista: “levantando los ojos”: el que, mientras era ciego, miraba hacia abajo, miró hacia arriba y fue sanado. Y “veo los hombres como árboles, que caminan” equivale a decir: hasta ahora veo solo la sombra, no veo aún la realidad»[6-mi-3].
Para levantar la mirada y descubrir la auténtica realidad, es preciso entrar en caminos de oración. San Josemaría aconsejaba que, como uno de los primeros actos de servicio que se podía ofrecer a quien acudiese a un centro de la Obra en búsqueda de reavivar su vida espiritual, fuese precisamente ayudarle a orar. «Al principio costará; hay que esforzarse en dirigirse al Señor, en agradecer su piedad paterna y concreta con nosotros. Poco a poco el amor de Dios se palpa –aunque no es cosa de sentimientos–, como un zarpazo en el alma. Es Cristo, que nos persigue amorosamente: he aquí que estoy a tu puerta, y llamo. ¿Cómo va tu vida de oración? ¿No sientes a veces, durante el día, deseos de charlar más despacio con Él? ¿No le dices: luego te lo contaré, luego conversaré de esto contigo? En los ratos dedicados expresamente a ese coloquio con el Señor, el corazón se explaya, la voluntad se fortalece, la inteligencia –ayudada por la gracia– penetra, de realidades sobrenaturales, las realidades humanas»[6-mi-4].
Entonces, como el ciego del Evangelio, levantaremos más y más la mirada hacia el cielo; y los contornos de la realidad serán menos borrosos.«La oración es el aliento de la fe, es su expresión más adecuada. Como un grito que sale del corazón de los que creen y se confían a Dios»[6-mi-5].
JESÚS, LLENO de paciencia, «le puso otra vez las manos sobre los ojos, y comenzó a ver y quedó curado, de manera que veía con claridad todas las cosas» (Mc 8,25). El premio a la piedad que se ha encendido en el ciego de Betsaida será mayor de lo que podía esperar: lo primero que ve, tras la confusión de los árboles, es la mirada del Hijo de Dios. Quizá en unos breves segundos, quien había sido recién curado tuvo un adelanto de lo que nos sucederá a todos en el cielo, tras una vida entera buscando a Dios: «Será el momento de sumergirse en el océano del amor infinito, en el cual el tempo –el antes y el después– ya no existe. Podemos únicamente tratar de pensar que este momento es la vida en sentido pleno, sumergirse siempre de nuevo en la inmensidad del ser, a la vez que estamos desbordados simplemente por la alegría»[6-mi-6].
El camino cristiano, aunque ciertamente se toma con realismo los sufrimientos y dificultades del presente, es un camino alegre, porque mira las cosas desde la perspectiva de Dios y sabe que cuenta con su constante compañía. San Josemaría nos prevenía ante visiones de la lucha que ponen mayor acento en el sufrimiento que en el consuelo de Dios: «El Señor está en la Cruz, pero no como algunos piensan. Algunos, cuando les sobreviene una contradicción, piensan que Jesucristo decía: estoy aquí padeciendo, ¡padeced vosotros!... ¡No! El decía: Yo padezco para que vosotros seáis dichosos. Nos quiere felices en la eternidad y felices en la tierra»[6-mi-7]. A nuestra madre, María, le podemos pedir «una fe fuerte, alegre y misericordiosa, que nos ayude a ser santos, para encontrarnos con Ella, un día, en el Paraíso»[6-mi-8].
[6-mi-1] Francisco, Gaudete et exsultate, n. 7.
[6-mi-2] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 1.
[6-mi-3] San Jerónimo, Comentario al evangelio de san Marcos, V.
[6-mi-4] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 8.
[6-mi-5] Francisco, Audiencia, 6-V-2020.
[6-mi-6] Benedicto XVI, Spe salvi, n. 12.
[6-mi-7] San Josemaría, Apuntes de una reunión familiar, 26-V-1974.
[6-mi-8] Francisco, Ángelus, 15-VIII-2017.
Ermita Molinoviejo
Jueves VI del tiempo ordinario
- Descubrir al verdadero Mesías.
- La cruz nos habla de quién es Jesucristo.
- El camino de la contrición.
AL PROGRESAR, poco a poco, en el camino cristiano, hay momentos en los que nos encontramos de frente a dos preguntas que formula Jesús en el Evangelio. Primero: ¿quién dicen los demás que soy yo? Para pasar después al interrogante que cambia de raíz nuestra vida: «¿Quién decís que soy yo?» (Mc 8,28-29) ¿Quién soy yo para ti? Los apóstoles, al principio, esperando que el Señor mismo respondiera por ellos, titubean. «Unos que Juan el Bautista, otros que Elías o uno de los profetas». No parece que tuvieran una posición clara. Pedro, audaz, contesta con fuerza: «Tú eres el Cristo». Aquellas palabras expresaban el culmen de la fe de Israel y, con ella, abrazaban el futuro y las expectativas de la humanidad de todos los tiempos.
«Con todo, Pedro no había entendido aún el contenido profundo de la misión mesiánica de Jesús, el nuevo sentido de la palabra “Mesías”. Lo demuestra poco después, dando a entender que el Mesías que buscaba en sus sueños es muy diferente del verdadero proyecto de Dios. Ante el anuncio de la pasión, se escandaliza y protesta, provocando la dura reacción de Jesús. Pedro quiere un Mesías que realice las expectativas de la gente, imponiendo a todos su poder. También nosotros deseamos que el Señor imponga su poder y transforme inmediatamente el mundo (...). Es la gran alternativa, que también nosotros debemos aprender siempre de nuevo: privilegiar nuestras expectativas, rechazando a Jesús, o acoger a Jesús en la verdad de su misión y renunciar a nuestras expectativas demasiado humanas»[6-j-1].
También nosotros, como aquellos primeros discípulos, estamos llamados a descubrir personalmente el verdadero rostro de Jesucristo. Comprender la verdadera naturaleza de su Reino es una tarea que requiere paciencia y maduración interior. Quizás, en esta tarea, nos puede servir mirar la vida de los santos: ellos supieron renunciar a sus expectativas humanas para acoger las divinas.
EN EL CAMINO que nos lleva al cielo, conviven la fe gozosa en el Salvador, con la oscuridad de la cruz; la esperanza de una alegría más allá de toda medida humana, con las dificultades inevitables del recorrido, que pueden surgir también de nuestras distracciones. Una parte no se da sin la otra. «¿Cómo vivimos la fe? ¿Permanece el amor de Cristo crucificado y resucitado en el centro de nuestra vida cotidiana como fuente de salvación, o nos conformamos con alguna formalidad religiosa para tener la conciencia tranquila? ¿Estamos apegados al tesoro valioso, a la belleza de la novedad de Cristo, o preferimos algo que en el momento nos atrae pero después nos deja un vacío dentro?»[6-j-2].
El Señor, para que la fe de sus apóstoles madurase, los reunió «y comenzó a enseñarles que el Hijo del Hombre debía padecer mucho, ser rechazado por los ancianos, por los príncipes de los sacerdotes y por los escribas, y ser llevado a la muerte y resucitar después de tres días» (Mc 8,31). San Josemaría, al recordar los momentos de dificultad que él mismo había padecido, señalaba que «la enseñanza cristiana sobre el dolor no es un programa de consuelos fáciles. Es, en primer término, una doctrina de aceptación de ese padecimiento, que es de hecho inseparable de toda vida humana. No os puedo ocultar –con alegría, porque siempre he predicado y he procurado vivir que, donde está la Cruz, está Cristo, el Amor– que el dolor ha aparecido frecuentemente en mi vida; y más de una vez he tenido ganas de llorar (...). Cuando os hablo de dolor, no os hablo solo de teorías. Ni me limito tampoco a recoger una experiencia de otros, al confirmaros que, si –ante la realidad del sufrimiento– sentís alguna vez que vacila vuestra alma, el remedio es mirar a Cristo. La escena del Calvario proclama a todos que las aflicciones han de ser santificadas, si vivimos unidos a la Cruz»[6-j-3].
No podemos trazar un perfil completo de Jesús sin mirar la cruz. Nos gozamos al descubrir las alegrías cotidianas de su vida oculta; su predicación y sus milagros alimentan nuestra esperanza; la resurrección nos confirma en una fe grande. Pero ver al Hijo de Dios crucificado es parte esencial de la vida de Jesucristo. Solo entonces comprenderemos que Dios nos acompaña también en el dolor, en la soledad y en el sufrimiento.
PARA RESPONDER a esa pregunta que todos nosotros percibimos en el corazón –quién es Jesús para nosotros– no es suficiente una doctrina aprendida en los libros, sino que supone haber atravesado momentos buenos y malos junto al Señor. De hecho, san Pedro enseguida es corregido por el Señor, porque no acaba de comprender que la cruz puede formar parte de su amor infinito. Incluso más adelante, el apóstol «contempló los milagros que hacía Jesús, vio sus poderes (…), pero, a un cierto punto Pedro negó a Jesús (…). Y fue precisamente en ese momento cuando aprendió esa difícil ciencia –más que ciencia, sabiduría– de las lágrimas, del llanto»[6-j-4]. Se trata del camino de la contrición, que tanto nos acerca al Señor.
No mucho después, tras la resurrección, en una nueva confesión de fe a orillas del Mar de Galilea, Pedro «sintió vergüenza, recordó aquella tarde del jueves santo: las tres veces que había negado a Jesús. En la playa del Tiberíades, Pedro lloró no amargamente como el jueves, pero lloró»[6-j-5]. Esta vez, su dolor se transformó en confianza, en una fe más madura. El mayor de los apóstoles nos muestra que ni siquiera nuestros defectos nos han de alejar de Jesús. La pregunta que el Señor hizo a Pedro –¿quién soy yo para para ti?– se comprende solo a lo largo del camino, que es una senda de gracia y de caídas, pero siempre junto a Jesús.
Reconocemos al Señor también cuando tocamos los límites humanos al descubrir que, en nuestros errores y faltas, el Señor no se aparta de nosotros. La contrición, el dolor que nos lleva a limpiar la mirada, permite ver con claridad que Dios es bueno. Invocamos a María como reina de los pecadores porque queremos ser cada vez más conscientes de que necesitamos el perdón de Dios. Ella también está con nosotros siempre, a lo largo del camino.
[6-j-1] Benedicto XVI, Audiencia, 17-V-2006.
[6-j-2] Francisco, Audiencia, 1-IX-2021
[6-j-3] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 168.
[6-j-4] Ibíd.
[6-j-5] Ibíd.
Ermita Molinoviejo
Viernes VI del tiempo ordinario
- Jesús trae luz en el sufrimiento.
- Dios ha corrido el riesgo de nuestra libertad.
- Unir nuestra vida a la cruz de Cristo.
TRAS LA CONFESIÓN de fe de Pedro, y tras predecir su pasión y su muerte, Jesús quiere arrojar luz al sentido del dolor en nuestra vida. Es verdad que el Hijo de Dios todavía no había afrontado la cruz, pero podía ya hablar de ella. Congrega a sus discípulos. Mucha otra gente se arremolina para escucharle. «Si alguno quiere venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz y que me siga. Porque el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará» (Mc 8,34-35).
No existe vida cristiana que no pase por la cruz. En realidad, no existe vida sobre la tierra que pueda ahorrarse fatigas y sufrimientos; todos experimentamos de cerca, en nuestra propia vida, la presencia del mal así como la propia fragilidad y debilidad, como consecuencia del pecado. Pero sabemos que, al principio, las cosas no eran así. Y esa armonía es la que Cristo ha querido, de alguna manera, restablecer, pero siempre respetando nuestra libertad de abrirle o no nuestra alma.
«La Cruz de Jesús es la palabra con la que Dios ha respondido al mal en el mundo. A veces nos parece que Dios no responde al mal y se queda en silencio. En realidad, Dios ha hablado y respondido; y su respuesta es la Cruz de Cristo. Una palabra que es amor, misericordia, perdón. Y es también Juicio. Dios nos juzga amándonos: si recibo su amor, me salvo; si lo rechazo, me condeno. No me condena él, sino que me condeno por mí mismo. Dios no condena, sino que ama y salva. La palabra de la Cruz es la respuesta de los cristianos al mal que sigue actuando en nosotros y alrededor nuestro. Los cristianos tienen que responder al mal con el bien, tomando sobre sí mismos la Cruz, como Jesús»[6-v-1].
CUANDO SAN JOSEMARÍA contempla la escena del Via Crucis en que condenan a muerte a Jesús, considera la capacidad que tenemos los hombres de aceptar o no sus designios, nuestra posibilidad de «dar curso» de maneras muy diversas al amor que Dios nos tiene: «Quedan lejanos aquellos días en que la palabra del Hombre-Dios ponía luz y esperanza en los corazones, aquellas largas procesiones de enfermos que eran curados, los clamores triunfales de Jerusalén cuando llegó el Señor montado en un manso pollino. ¡Si los hombres hubieran querido dar otro curso al amor de Dios!»[6-v-2].
«Es un misterio de la divina Sabiduría que, al crear al hombre a su imagen y semejanza (cfr. Gn 1,26), haya querido correr el riesgo sublime de la libertad humana»[6-v-3]. «Ese riesgo, desde los albores de la historia, llevó efectivamente al rechazo del amor de Dios». Pero, también así, la libertad «se mantiene como un bien esencial de cada persona humana, que es necesario proteger. Dios es el primero en respetarla y amarla»[6-v-4].
Considerando el curso de la historia humana, puede sorprender que en el mismo origen la persona haya tomado libremente un camino alejado de la confianza en el amor de Dios. Incluso alguna vez quizá podríamos pensar que sería mejor no tener «tanta libertad» viendo cómo nos dañamos a nosotros mismos. De hecho, cuando vemos que una persona cercana no se dirige hacia un camino bueno, tantas veces quisiéramos llevarla en otra dirección. Es bueno volver la mirada hacia Dios y descubrir por qué nos ha hecho tan libres: la magnitud del riesgo que asume, muestra a su vez la magnitud del don que se da; solo desde la fuerza de nuestra libertad puede surgir un amor verdadero que nos lleve hacia la felicidad.
«SABEMOS QUE, en realidad, nada falta a la inmensa eficacia del sacrificio de Cristo. Pero Dios mismo, en su Providencia que no acabamos de entender del todo, quiere que participemos en la aplicación de su eficacia. Esto es posible porque nos ha hecho partícipes de la filiación de Jesús al Padre, por la fuerza del Espíritu Santo: “Y si somos hijos, también herederos: herederos de Dios, coherederos de Cristo; con tal de que padezcamos con él, para ser también con él glorificados” (Rom 8, 17)»[6-v-5].
Del costado abierto de Cristo en la cruz surgen los sacramentos de la Iglesia: allí está el tesoro más grande de gracia. También podemos unirnos personalmente a la cruz de Jesús ofreciendo cada cosa que hacemos junto con el sacrificio de Cristo, convirtiendo toda nuestra vida en una Misa. De la misma manera, «cada vez que nos acercamos con bondad a quien sufre, a quien es perseguido o está indefenso, compartiendo su sufrimiento, ayudamos a llevar la misma cruz de Jesús. Así alcanzamos la salvación y podemos contribuir a la salvación del mundo»[6-v-6].
Todos los santos han dejado crecer esta cercanía a la cruz en su vida. «Quiere la Cruz –decía san Josemaría–. Cuando de verdad la quieras, tu Cruz será... una Cruz, sin Cruz. Y de seguro, como Él, encontrarás a María en el camino»[6-v-7].
[6-v-1] Francisco, Homilía, 30-III-2013.
[6-v-2] San Josemaría, Via Crucis, I estación.
[6-v-3] San Josemaría, Cartas 37, n. 3.
[6-v-4] Mons. Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 9-I-2018.
[6-v-5] Mons. Fernando Ocáriz, Mensaje, 20-IX-2021.
[6-v-6] Benedicto XVI, Via Crucis, Meditación, V estación, 2005.
[6-v-7] San Josemaría, Santo Rosario, IV misterio doloroso.
Ermita Molinoviejo
Sábado VI del tiempo ordinario
- La Transfiguración es un misterio que nos llena de luz.
- Descender del Tabor a la existencia diaria.
- Nos llenamos de luz en la Santa Misa.
CUANDO UNA PERSONA nos abre nuevas perspectivas para entender algún aspecto del mundo, o nos ayuda a comprender mejor nuestra propia vida, solemos decir que «nos ha traído luz». Antes, quizás las cosas eran un poco más oscuras y confusas. La Sagrada Escritura también usa con frecuencia la simbología de la luz, y hay pasajes del Evangelio que llevan esa luminosidad a su plenitud. San Marcos nos cuenta que «Jesús se llevó con él a Pedro, a Santiago y a Juan, y los condujo, a ellos solos aparte, a un monte alto y se transfiguró ante ellos. Sus vestidos se volvieron deslumbrantes y muy blancos; tanto, que ningún batanero en la tierra puede dejarlos así de blancos» (Mc 9,2-3). La figura de Jesucristo queda llena de luz, allí no hay mezcla de oscuridad. Y, por si fuera poco, después los discípulos escuchan la voz de Dios Padre. Todo en el Tabor se convierte en un misterio luminoso.
«La Transfiguración nos invita a abrir los ojos del corazón al misterio de la luz de Dios presente en toda la historia de la salvación. Ya al inicio de la creación el Todopoderoso dice: “Fiat lux”, “Haya luz” (Gn 1,3), y la luz se separó de la oscuridad (…). La luz es un signo que revela algo de Dios: es como el reflejo de su gloria, que acompaña sus manifestaciones. Cuando Dios se presenta, “su fulgor es como la luz, salen rayos de sus manos” (Ha 3,4). La luz –se dice en los Salmos– es el manto con que Dios se envuelve (cf. Sal 104,2). En el libro de la Sabiduría el simbolismo de la luz se utiliza para describir la esencia misma de Dios: la sabiduría, efusión de la gloria de Dios, es «un reflejo de la luz eterna», superior a toda luz creada (cf. Sb 7,27.29ss). En el Nuevo Testamento es Cristo quien constituye la plena manifestación de la luz de Dios. Su resurrección ha derrotado para siempre el poder de las tinieblas del mal. Con Cristo resucitado triunfan la verdad y el amor sobre la mentira y el pecado. En él la luz de Dios ilumina ya definitivamente la vida de los hombres y el camino de la historia. “Yo soy la luz del mundo –afirma en el Evangelio–; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8, 12)»[6-s-1].
EL AÑO 1931, en Madrid, mientras celebraba la Misa de la fiesta de la Transfiguración del Señor, san Josemaría vivió un momento especial. Quizás considerando aquella luminosidad del Tabor, el fundador del Opus Dei comprendió con claridad que los cristianos corrientes serían, en adelante, apóstoles con la misión de llevar a Cristo a todas las actividades del mundo.
Escribe en sus apuntes personales de aquel día: «Llegó la hora de la Consagración: en el momento de alzar la Sagrada Hostia, sin perder el debido recogimiento, sin distraerme –acababa de hacer in mente la ofrenda al Amor misericordioso–, vino a mi pensamiento, con fuerza y claridad extraordinarias, aquello de la Escritura: et si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum (Jn 12,32)», cuando sea exaltado sobre la tierra, atraeré todas las cosas hacia mí. «Ordinariamente, ante lo sobrenatural, tengo miedo. Después viene el ne timeas!, soy Yo. Y comprendí que serían los hombres y mujeres de Dios, quienes levantarán la Cruz con las doctrinas de Cristo sobre el pináculo de toda actividad humana»[6-s-2].
«En el acontecimiento de la Transfiguración contemplamos el encuentro misterioso entre la historia, que se construye diariamente, y la herencia bienaventurada, que nos espera en el cielo, en la unión plena con Cristo, alfa y omega, principio y fin (...). Como los discípulos, también nosotros debemos descender del Tabor a la existencia diaria, donde los acontecimientos de los hombres interpelan nuestra fe. En el monte hemos visto; en los caminos de la vida se nos pide proclamar incansablemente el Evangelio, que ilumina los pasos de los creyentes»[6-s-3].
LA MISIÓN DEL cristiano consiste en «encender pequeñas luces en el corazón de la gente; ser pequeñas lámparas del Evangelio, que lleven un poco de amor y esperanza»[6-s-4]. Sobre la mesa de trabajo de san Josemaría, como despertador de la presencia de Dios, solía encontrarse una pieza que conduce la electricidad de un lado a otro, evitando que se desvíe la corriente. Los cristianos estamos llamados a ser transmisores de la luz que llevamos dentro. «A pesar de nuestras pobres miserias personales –escribió el fundador del Opus Dei–, somos portadores de esencias divinas de un valor inestimable: somos instrumentos de Dios. Y como queremos ser buenos instrumentos, cuanto más pequeños y miserables nos sintamos con verdadera humildad, todo lo que nos falte lo pondrá Nuestro Señor»[6-s-5].
Uno de los momentos más luminosos de nuestra jornada, en el que nos unimos totalmente a Dios y escuchamos su voz, es la Santa Misa. En ella, el presente queda de algún modo transfigurado. A través de la liturgia, el mundo se adentra en la claridad del cielo. La cercanía de Cristo irrumpe en nuestro día. Allí podemos buscar orientación para nuestra vida, luz para nuestra alma, renovación de nuestros afectos. Sursum corda, decimos antes del prefacio: arriba los corazones, como sucedió con Pedro, Santiago y Juan aquel día en el Tabor. Y, como se llenaron de luz y de gozo, no querían que aquel momento se terminase. Santa María, reina de los ángeles, habrá compartido tantos momentos de claridad junto a Cristo, de los que no tenemos registro. A ella podemos pedirle que vuelva a iluminar nuestro corazón cuando descubramos en él algún rincón de oscuridad.
[6-s-1] Benedicto XVI, Ángelus, 6-VIII-2006
[6-s-2] San Josemaría, Apuntes íntimos, n. 207.
[6-s-3] San Juan Pablo II, Encuentro, 6-VIII-2001.
[6-s-4] Francisco, Ángelus, 6-VIII-2017.
[6-s-5] San Josemaría, Cartas 2, n. 26.
Domingo – V del tiempo ordinario (ciclo A)
- Cuidar de los más necesitados.
- Dios enciende nuestra vida para entregarla.
- Salir al encuentro del mundo.
SON MUCHOS los personajes de la Escritura que exhortan a las gentes a cuidar de los más débiles. «Parte tu pan con el hambriento –dice Isaías–, hospeda a los pobres sin techo, viste al que ves desnudo» (Is 58,7); compartir el alimento, dar un hogar, proporcionar un vestido. Dios, por medio del profeta, propone estos tres gestos que llevan a cubrir las necesidades más elementales del hombre: recuperar fuerzas con la comida, sentirse querido en un lugar y vivir con dignidad de hijos.
La Escritura nos dice una y otra vez que Dios cuenta con nuestra creatividad para ayudar a las personas que tienen alguna dificultad para satisfacer por sí solas esas necesidades. De hecho, cuando Jesús contempló a una muchedumbre hambrienta, no dio a sus discípulos un plan detallado para solucionar el problema, sino que les dijo: «Dadles vosotros de comer» (Lc 9,13). Estas fueron sus únicas instrucciones. Quería que los apóstoles pensaran cómo hacerlo, que pusieran en juego sus propios talentos y se esfuercen por buscar recursos en esa situación. Y aunque el fruto del trabajo fue insuficiente –«no tenemos más que cinco panes y dos peces» (Lc 9,13)–, al final todos quedaron saciados.
Jesús sigue obrando milagros similares cuando ofrecemos nuestra ayuda a alguien necesitado. Probablemente no siempre multiplicará el número de panes, pero sí realizará un prodigio mayor: iluminará la vida de esa persona. Es decir, no satisfará solamente el hambre material, sino también el espiritual, las necesidades más profundas: sentirse querido, acompañado, escuchado. «Cuando partas tu pan con el hambriento –continúa el profeta– y sacies el estómago del indigente, brillará tu luz en las tinieblas, tu oscuridad se volverá mediodía» (Is 58,10). Con los recursos materiales que podamos brindar reflejaremos la luz de Dios. A través del pan y del vestido la otra persona percibirá que hay alguien para quien es importante y que escucha su súplica: «Entonces clamarás al Señor, y te responderá; gritarás, y te dirá: “Aquí estoy”» (Is 58,9).
EL SALMISTA define así a la persona que vive atenta a las necesidades de los que le rodean: «Su corazón está seguro, sin temer. Reparte generosamente a los pobres; su justicia permanece para siempre; lleva alta su frente con honor» (Sal 111,8-10). Y añade que no tendrá nada que pueda hacerle tener miedo, pues «está firme en el Señor». Este estilo de vida se alimenta de la convicción de que Dios es quien actúa, quien enciende la propia vida para entregarla a los demás.
Y esta actitud es compatible con la experiencia de la propia debilidad. De hecho, san Pablo, quien trabajó infatigablemente para los cristianos de su tiempo, cuenta que cuando llegó a Corinto se presentó «débil, y con temor y mucho temblor». Y aclara que su predicación no se basó en sus propias cualidades persuasivas, «sino en la manifestación del Espíritu y del poder, para que vuestra fe no se fundamente en la sabiduría humana, sino en el poder de Dios» (1 Co 2,1-4). El propio estado físico y anímico de san Pablo debió de ayudar a los corintios a comprender que lo que estaban escuchando venía de Dios.
«No puede ocultarse una ciudad situada en lo alto de un monte –dice Jesús en el sermón de la montaña–; ni se enciende una luz para ponerla debajo de un celemín, sino sobre un candelero para que alumbre a todos los de la casa» (Mt 5,14-15). Dios ilumina nuestra vida –también nuestras sombras– precisamente para hacer llegar su luz a todos. Cuando, como san Pablo, experimentemos las dificultades de esta tarea, nos consolará saber que «una chispa de luz, un pequeño punto luminoso, basta para alumbrar a una multitud»[5-dA-1].
SAN JOSEMARÍA recordaba, una y otra vez, que «nuestra condición de hijos de Dios nos llevará a tener espíritu contemplativo en medio de todas las actividades humanas –luz, sal y levadura, por la oración, por la mortificación, por la cultura religiosa y profesional–, haciendo realidad este programa: cuanto más dentro del mundo estemos, tanto más hemos de ser de Dios»[5-dA-2]. El mundo no es un obstáculo para encontrar al Señor, sino todo lo contrario. Es el lugar donde los cristianos, unidos a Dios, con su presencia y sus obras contribuyen a que todos los hombres lo conozcan. Como la sal, dan un nuevo sabor a las realidades terrenas. Como la luz, difunden en medio de la oscuridad «el amor de Dios, verdadera sabiduría que da significado a la existencia y a la actuación de los hombres»[5-dA-3].
«Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué se salará? (...) Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en lo alto de un monte» (Mt 5,13-14). Estas palabras muestran que los discípulos no pueden quedarse de brazos cruzados, no pueden ser sal o luz sin estar en contacto con el mundo. «Tenemos, por tanto, una tarea y una responsabilidad por el don recibido: a esa luz de la fe, que está en nosotros por medio de Cristo y de la acción del Espíritu Santo, no debemos retenerla como si fuera nuestra propiedad»[5-dA-4]. Dios llama delicadamente, sin cesar, a las puertas de nuestro corazón, para llenarlo de su luz y de su fuerza, y para expandir esa caridad en quienes nos rodean, de la manera en la cual cada persona lo necesita.
Cuando Jesús comienza su vida pública, María parece ocupar un plano discreto. Esto, sin embargo, no quiere decir que estuviera ausente. No dio grandes discursos ni tuvo intervenciones excepcionales, pero su corazón materno estuvo pendiente de su Hijo y de los apóstoles. Y cuando llegó el momento de la Pasión, su presencia a los pies de la cruz fue uno de los mayores consuelos que recibió Jesús. Podemos pedir a Dios que, como nuestra Madre, sepamos también dar consuelo –sabor y luz– a las vidas de quienes tenemos cerca.
[5-dA-1] San Josemaría, Crecer para adentro, n. 261.
[5-dA-2] San Josemaría, Forja, n. 740.
[5-dA-3] Benedicto XVI, Ángelus, 6-II-2011.
[5-dA-4] Francisco, Ángelus, 5-II-2017.
Los Talas (Córdoba, Argentina)
Domingo – VII del tiempo ordinario (ciclo A)
- La santidad de Dios.
- Jesús es el camino.
- Amar a los enemigos.
LA VOLUNTAD del Señor es compartir con los hombres su vida divina. Dios le encarga a Moisés que transmita este deseo suyo a los hijos de Israel: «Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo» (Lev 19,1). La llamada a la santidad está presente también desde el principio en la predicación de Jesús. En las riberas del mar de Galilea, el Maestro les propone a las multitudes un alto modelo de vida: «Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48).
Estas palabras pueden sonar sorprendentes, porque no hay día en el que no palpemos nuestra imperfección, nuestros límites y nuestros errores. Al conocer, aunque sea superficialmente, la debilidad que habitualmente nos acompaña, es fácil que se nos presente la inquietud: ¿cómo puedo aspirar a esa perfección de la que habla Jesús? O, más bien, ¿de qué tipo de perfección habla el Señor? Ciertamente, no se trata del perfeccionismo humano, sino del modo de ser de un Dios que es amor, gratuidad y misericordia. Esta certeza le hacía exclamar a san Josemaría: «Dame, Señor, el amor con que quieres que te ame»[7-d-1]. El amor no es un recurso propio, sino un don que recibimos de Dios para compartirlo. «Quien acoge al Señor en su propia vida y lo ama con todo su corazón es capaz de un nuevo comienzo. Logra cumplir la voluntad de Dios: realizar una nueva forma de vida animada por el amor y destinada a la eternidad»[7-d-2].
Procurar llenarnos de la santidad de Dios y de su perfección, tan distinta a la que imaginamos, no es una meta inalcanzable, pues contamos con la ayuda del Espíritu Santo. «¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?» (1Co 3,16), les recuerda san Pablo a los corintios. «La santidad cristiana no es en primer término un logro nuestro, sino fruto de la docilidad (…). El Espíritu Santo nos puede purificar, nos puede transformar, nos puede modelar día a día»[7-d-3].
CON LA ENCARNACIÓN de Dios en su Hijo Jesucristo, este ideal de perfección no es abstracto, sino que toma un cuerpo. En Cristo, Dios se ha hecho carne para ser cercano a cada hombre, para revelarnos su amor infinito de una manera muy comprensible. En su Hijo, nos llama a una vida de cercanía, de comunión con él. «La santidad de Dios se nos comunica en Cristo»[7-d-4]. Jesús es la fuente de toda santidad, porque «de su plenitud todos hemos recibido, y gracia por gracia» (Jn 1,16).
Nuestra perfección no está, por tanto, solamente en perseguir unas metas que se alcanzan después de mucho esfuerzo. Aunque aquello esté presente, esa perfección a la que nos llama Dios se trata, más bien, de abrirnos a compartir ese camino con Jesús, siguiéndole de cerca, viviendo como él vivió, y siendo testigos de esa alegría. «El gran secreto de la santidad se reduce a parecerse más y más a él, que es el único y amable Modelo»[7-d-5]. Si dejamos que Jesús habite en nosotros, aprenderemos a vivir como verdaderos hijos de Dios; porque, como enseña san Josemaría, la santidad no es otra cosa que la «plenitud de la filiación divina»[7-d-6].
En cada Eucaristía –en donde revivimos la muerte y la resurrección de Jesús–, proclamamos esta santidad que es Dios mismo: «Santo, Santo, Santo, es el Señor, Dios del universo». Él, que es tres veces santo, nos permite participar en su propia santidad. Al darnos su Cuerpo y su Sangre, podemos alcanzar lo que sería totalmente imposible con nuestras solas fuerzas: hacernos una sola cosa con Cristo, hasta llegar a la identificación plena con él. Recibimos, entonces, en el Señor, todas las riquezas de Dios, como nos recuerda san Pablo: «Todas las cosas son vuestras, vosotros sois de Cristo, y Cristo de Dios» (1Cor 3,22-23).
LA SANTIDAD que Dios nos regala, al hacernos un poco más parecidos a él, se dirige hacia una entrega gratuita y generosa a nuestros hermanos. Jesús nos impulsa a amar como él nos ha amado, procurando llenar el vacío de los corazones que nos rodean con nuestro amor. «Si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra; al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica, dale también el manto; a quien te requiera para caminar una milla, acompáñale dos» (Mt 5,38-48). La propuesta de Jesús es tan radical que incluye algo que, humanamente hablando, parece una quimera: querer a los enemigos. Es decir, a quien nos ha ofendido, no piensa como nosotros, nos hace la vida más complicada o, simplemente, nos resulta antipático. Si esto «dependiera solo de nosotros, sería imposible. Pero recordemos que, cuando el Señor pide algo, quiere darlo»[7-d-7]. Y no solo nos ayuda, sino que también nos dio ejemplo pidiendo el perdón para los que le crucificaron (cfr. Lc 23,34).
Escribía san Josemaría: «Si se ha de amar también a los enemigos –me refiero a los que nos colocan entre sus enemigos: yo no me siento enemigo de nadie ni de nada–, habrá que amar con más razón a los que solamente están lejos, a los que nos caen menos simpáticos, a los que, por su lengua, por su cultura o por su educación, parecen lo opuesto a ti o a mí»[7-d-8]. De esta manera, la santidad real se concreta en amar a una persona que nos contraría o habla mal de nosotros, en saludar a otra que tal vez creemos que no se lo merece, o en perdonar cuando algo nos ha dolido. «Esta es la novedad del Evangelio, que cambia el mundo sin hacer ruido»[7-d-9]. Además, también nosotros tendremos que pedir perdón muchas veces, con o sin razón, para restablecer la unidad, que es lo más importante. Podemos acudir a María para que nos ayude a querer con todo el corazón a nuestros hermanos.
[7-d-1] San Josemaría, Forja, n. 270.
[7-d-2] Benedicto XVI, Ángelus, 20-II-2011.
[7-d-3] Francisco, Homilía, 23-II-2014.
[7-d-4] San Juan Pablo II, Homilía, 18-II-1996.
[7-d-5] San Josemaría, Forja, n. 752.
[7-d-6] San Josemaría, Carta 10, n. 8.
[7-d-7] Francisco, Ángelus, 20-II-2022.
[7-d-8] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 230.
[7-d-9] Benedicto XVI, Ángelus, 18-II-2007.
Los Talas (Córdoba, Argentina)
Domingo VII del tiempo ordinario (ciclo C)
- Un programa de Cristo para agrandar el corazón.
- Ahogar los juicios con agradecimiento y alegría.
- Todos estamos llamados a amar a nuestros enemigos.
«ECHARÁN EN VUESTRO REGAZO una buena medida, apretada, colmada, rebosante» (Lc 6,38). Jesús utiliza esas palabras para describir la cantidad de dones con los que Dios, como buen Padre, quiere llenarnos. Y para poder recibir tantos bienes, necesitamos ensanchar el corazón y hacerlo idóneo para aquella riqueza. El Señor señala todo un programa de crecimiento para nuestra capacidad de recibir: «Amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada por ello (...); sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso. No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados. Perdonad y seréis perdonados; dad y se os dará» (Lc 6,35-38). La promesa de Jesús –aquella «rebosante medida» que quiere entregarnos– nos trae a la mente unas palabras de la plegaria eucarística durante la Misa: «Que cuantos recibimos el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo, al participar aquí de este altar, seamos colmados de gracia y bendición»[7-d-1].
Quizás nos puede parecer un poco difícil transitar esta senda que nos indica Jesús para ensanchar el corazón: amar a quien no nos quiere, perdonar, no juzgar, dar sin esperar retribución… Sin embargo, las palabras de Cristo son claras. Dios quiere, de alguna manera, «caber» en nuestro interior, hasta que podamos repetir junto a san Josemaría: «Dios mío, ¡qué alegría! ¡Qué grande eres, y qué hermoso, y qué bueno! Y yo, qué tonto soy, que pretendía entenderte. ¡Qué poca cosa serías, si me cupieras en la cabeza! Me cabes en el corazón, que no es poco»[7-d-2]. Somos hijos de Dios y no queremos renunciar a esta inigualable dignidad ni poner barricadas a su deseo de amarnos sin medida. Dice san Ambrosio: «También tú, si cierras la puerta de tu alma, dejas afuera a Cristo. Aunque tiene poder para entrar, no quiere, sin embargo, ser inoportuno, no quiere obligar a la fuerza»[7-d-3]. Aquellas palabras de Cristo, que probablemente nos costará esfuerzo ponerlas en práctica, son capaces de preparar nuestro corazón para que Dios pueda reinar en él.
UNA DE LAS cosas que Jesús recomienda para que nuestro corazón sea capaz de recibir todo el cariño de nuestro Padre Dios es no juzgar a los demás: «No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados» (Lc 6,37). Es mucho más fácil hablar mal de las personas cuando no nos miramos a nosotros mismos ni a los otros con los ojos de Dios. «El dedo que señala y el juicio que hacemos de los demás son a menudo un signo de nuestra incapacidad para aceptar nuestra propia debilidad, nuestra propia fragilidad»[7-d-4].
«¿Por qué, al juzgar a los demás, pones en tu crítica el amargor de tus propios fracasos?»[7-d-5], se pregunta san Josemaría. «El Maligno nos hace mirar nuestra fragilidad con un juicio negativo, mientras que el Espíritu la saca a la luz con ternura. La ternura es el mejor modo para tocar lo que es frágil en nosotros (...). Paradójicamente, incluso el Maligno puede decirnos la verdad, pero, si lo hace, es para condenarnos. Sabemos, sin embargo, que la Verdad que viene de Dios no nos condena, sino que nos acoge, nos abraza, nos sostiene, nos perdona»[7-d-6].
La falta de paz interior hace de lente de aumento para buscar los defectos de los demás. La tristeza interior que nace de no aceptar con serenidad nuestras limitaciones se desahoga, muchas veces, en el juicio crítico. Dos actitudes nos pueden servir para seguir la indicación de Jesús de juzgar menos y, entonces, dar más espacio a Dios en nuestro corazón. Por un lado, agradecer todo lo que nos rodea como un don de Dios. Y, por otro lado, procurar descubrir y alegrarnos con los dones que Dios da a los demás. Entonces, ahogaremos el mal de nuestros juicios con abundancia de agradecimiento y de alegría[7-d-7].
NO ES DIFÍCIL pensar que la invitación de Jesús a amar a los enemigos es algo excepcional, heroico o inusual. No es difícil caer en la tentación de pensar que se trata de una invitación para otros, no para uno mismo. El daño que alguien nos ha hecho, ya sea grande o pequeño, si no conseguimos pasarlo por el corazón de Cristo, puede convertirse en una auténtica prisión para desplegar los dones de Dios. Nos cuesta perdonar. Sin embargo, las palabras de Jesús son inequívocas: «Amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada por ello» (Lc 6,35). Para amar como lo hace Dios necesitamos ser liberados de los límites estrechos de nuestra dimensión y entrar en la lógica divina.
«¿Cuál es el sentido de esas palabras? ¿Por qué Jesús pide amar a los propios enemigos, o sea, un amor que excede la capacidad humana? (...). La misericordia de Dios, que se ha hecho carne en Jesús, es la única que puede “desequilibrar” el mundo del mal hacia el bien, a partir del pequeño y decisivo “mundo” que es el corazón del hombre (...). Para los cristianos, la no violencia no es un mero comportamiento táctico, sino más bien un modo de ser de la persona, la actitud de quien está tan convencido del amor de Dios y de su poder, que no tiene miedo de afrontar el mal únicamente con las armas del amor y de la verdad (...). Este es el heroísmo de los “pequeños”, que creen en el amor de Dios y lo difunden incluso a costa de su vida»[7-d-8].
Santa María encarnó todas las actitudes que nos recomienda Cristo para agrandar nuestra alma. No podemos imaginarnos a ella juzgando a los demás, haciendo acepción de personas, o endureciendo su corazón al perdón. Por eso pudo llevar a Dios en su seno. A nuestra Madre podemos pedirle que nos haga cada vez más similares a ella.
[7-d-1] Plegaria eucarística I.
[7-d-2] San Josemaría, Notas de una reunión familiar, 9-VI-1974.
[7-d-3] San Ambrosio, Comentario sobre el salmo 118, 12.13-14.
[7-d-4] Francisco, Patris corde, n. 2.
[7-d-5] San Josemaría, Camino, n. 52.
[7-d-6] Francisco,Patris corde, n. 2.
[7-d-7] Cfr. san Josemaría, Surco, n. 864.
[7-d-8] Benedicto XVI, Ángelus, 18-II-2007.
Los Talas (Córdoba, Argentina)
Lunes VII del tiempo ordinario
- Rezar con la confianza de que Dios sabe más.
- La generosidad de Dios es más grande que nuestros deseos.
- La oración de los hijos de Dios.
«MAESTRO, te he traído a mi hijo, que tiene un espíritu mudo; (...). Pedí a tus discípulos que lo expulsaran, pero no han podido» (Mc 9,17-18). La angustia ha llevado a este buen padre hasta los pies de Jesús. Había acudido ya a sus discípulos, pero ellos, incapaces de afrontar esta situación, no habían podido ayudarle. «El Señor quiere que pidamos mucho: ¡nos presenta tantos ejemplos de tozudez en el santo Evangelio! Gente que le arranca los milagros a fuerza de pedir; a veces poniéndose delante de Él, con sus miserias que claman»[7-l-1].
Ante la impotencia de los discípulos, la fe del padre parece que tambalea; sin embargo, abre su corazón a Cristo y le confía sus deseos con sencillez: «Si algo puedes, compadécete de nosotros y ayúdanos» (Mc 9,22). Es entonces cuando Jesús exclama: «¡Si puedes…! ¡Todo es posible para el que cree!». Jesús quiere realizar los milagros que la gente ansía; aún más, quiere superar sus expectativas, pero necesita que aquellas almas abran las puertas con fe. En todo tipo de dificultades, «podemos hacer mucho: ¡rezar, rezar y rezar! Y después, en la medida de lo posible, hacer lo que está en nuestras manos. Y, por encima de esto, hemos de contar con la Providencia divina, que es otro modo de hacer y de dejar hacer»[7-l-2].
La oración no es una fórmula para obtener lo que deseamos; es, más bien, una manera de prepararnos para recibir los dones que Dios quiere enviarnos. Además, los planes divinos también cuentan con nuestra oración de intercesión para que puedan ser llevados a cabo, de la misma manera como cuentan con nuestras acciones. Aquel padre del Evangelio pide ayuda con humildad a Jesús, pero reconociendo que el Señor sabe más.
LA ORACIÓN es el camino para comprender que es Dios el verdadero protagonista de la misión. «Puede resultar extraño –escribió san Agustín– que nos exhorte a orar aquel que conoce nuestras necesidades antes de que se las expongamos. Nuestro Dios y Señor no pretende que le descubramos nuestros deseos, pues él ciertamente no puede desconocerlos; sino que pretende que, por la oración, se acreciente nuestra capacidad de desear, para que así nos hagamos más capaces de recibir los dones que nos prepara. Sus dones, en efecto, son muy grandes, y nuestra capacidad de recibir es pequeña»[7-l-3].
«Os hablo a cada uno –predicaba san Josemaría en 1966– para recordaros que hay que rezar, ¡rezar mucho!: rezar durante todo el día y durante toda la noche. Si duermes ordinariamente de un tirón, ofrece ese sueño; y, si alguna vez te despiertas, levanta enseguida el corazón a Dios»[7-l-4]. El sueño, la mayoría de veces, no tiene ningún mérito. Sin embargo, sabernos mirados y queridos por Dios en cada cosa que hacemos, también mientras dormimos, convierte toda nuestra vida en una ofrenda, llenándola de fruto. ¡Qué no hará, entonces, con nuestros deseos de servirle!
Por eso nos resulta tan beneficiosa repetir la súplica de este buen padre a Jesús: «¡Creo, Señor; ayuda mi incredulidad!» (Mc 9,24). Si nuestra petición anhelara lograr de Dios una confirmación de nuestros deseos o aspiraciones, estaríamos limitando su generosidad, siempre mayor de lo que imaginamos. «Ponedme a prueba en esto –dice el Señor de los ejércitos–: ¿No os abriré entonces las compuertas del cielo y derramaré bendiciones sin tasa?» (Ml 3,10).
«SEÑOR, TÚ ME has puesto aquí, Tú me has confiado esto o lo otro. Resuelve Tú todo lo que sea necesario resolver, porque es tuyo y porque yo solo no tengo fuerzas. Sé que eres mi Padre, y he visto siempre que los pequeños, que los hijos, están seguros de sus padres: no tienen preocupaciones, ni siquiera saben que tienen problemas, porque sus padres se lo dan todo resuelto. Hijos míos, con esta firme confianza hemos de vivir y hemos de rezar siempre, porque es la única arma con que contamos y la única razón de nuestra esperanza»[7-l-5].
Para quienes se acerquen al calor del Opus Dei, san Josemaría quería que aprendieran a tener una oración de hijos, quería que la relación con Dios sea aquella de quien sabe que todo lo recibe de lo alto. La generosidad brota más fácilmente cuando tiene enfrente a un corazón agradecido. Al contrario, si pedimos como quien exige un derecho, fundado en nuestros supuestos méritos o incluso en nuestras oraciones, siempre lo haremos con un ánimo apocado. Dios quiere que pidamos como hijos que descansan en aquella divina filiación.
«María está en oración, cuando el arcángel Gabriel viene a traerle el anuncio a Nazaret. Su “he aquí”, pequeño e inmenso, que en ese momento hace saltar de alegría a toda la creación, ha estado precedido en la historia de la salvación de muchos otros “he aquí” (...). No hay mejor forma de rezar que ponerse como María en una actitud de apertura, de corazón abierto a Dios»[7-l-6]. «María, Maestra de oración. –Mira cómo pide a su Hijo, en Caná. Y cómo insiste, sin desanimarse, con perseverancia. –Y cómo logra»[7-l-7].
[7-l-1] San Josemaría, citado en Julián Herranz, En las afueras de Jericó, Rialp, Madrid 2007, p. 172.
[7-l-2] Ibíd., pp. 177-178.
[7-l-3] San Agustín, Carta a Proba, n. 130.
[7-l-4] San Josemaría, citado en Javier Echevarría, Memoria del Beato Josemaría Escrivá, Rialp, Madrid 2000, p. 192.
[7-l-5] Ibíd., p. 199-200.
[7-l-6] Francisco, Audiencia, 18-XI-2020.
[7-l-7] San Josemaría, Camino, n. 502.
Los Talas (Córdoba, Argentina)
Martes VII del tiempo ordinario
- El auténtico Mesías.
- Las ambiciones de los apóstoles.
- Hacer agradable la convivencia.
EN EL IMAGINARIO popular de los israelitas en tiempos de Jesús, el Mesías esperado sería un líder llamado a conducir al pueblo hacia la liberación del dominio extranjero para, después, instaurar un nuevo orden político. Por eso, es fácil imaginar el desconcierto de los apóstoles cuando el Señor les anuncia su Pasión: «El Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán» (Mc 9,31). El Mesías no va a ser un triunfador, humanamente hablando. A pesar de que Jesús añade también la luminosa profecía de su resurrección –«y después de muerto resucitará a los tres días» (Mc 9,31)–, los discípulos todavía no están preparados para acoger este evento y asimilar su significado profundo. El evangelista comenta que «ellos no entendían sus palabras y temían preguntarle» (Mc 9,32).
Muchas veces nos puede ocurrir que tengamos una idea preconcebida de la realidad. Y esa concepción, aunque sepamos que es imperfecta o apresurada, no siempre resulta fácil cambiarla. En el fondo de esta actitud se puede esconder un cierto miedo a que la verdad contradiga nuestros deseos o nuestros planes, y ponga el foco en aspectos de nuestra vida que reclaman una conversión. El examen de conciencia es un buen momento para «releer con calma lo que sucede en nuestra jornada, aprendiendo a notar en las valoraciones y en las decisiones aquello a lo que damos más importancia, qué buscamos y por qué, y qué hemos encontrado al final. Sobre todo aprendiendo a reconocer qué sacia mi corazón»[7-ma-1].
«Que yo vea con tus ojos, Cristo mío, Jesús de mi alma»[7-ma-2]: así rezaba san Josemaría, sobre todo en los últimos años de su vida. Podemos pedir al Señor la valentía de querer siempre convertirnos, y que en esos momentos de examen purifique nuestro corazón para encontrar al auténtico Mesías en nuestra vida ordinaria.
LA IDEA de un Mesías terrenal estaba tan arraigada en los apóstoles que ignoraron las palabras del Señor y se pusieron a comentar un asunto que realmente les preocupaba: dónde estaría situado cada uno en el futuro reino y a quién otorgaría Jesús mayor autoridad. Se entretuvieron en estas conversaciones mientras recorrían los caminos de Galilea. Una vez llegados a Cafarnaún, el Señor les preguntó acerca de lo que habían estado hablando durante el itinerario. Ellos se quedaron en silencio, tal vez avergonzados por haber razonado de espaldas a él con una lógica diversa a aquella de las enseñanzas del Maestro.
Jesús decidió entonces, con paciencia, compartir y enseñar su modo de pensar: «Llamando a los doce, les dijo: “Si alguno quiere ser el primero, que se haga el último de todos y servidor de todos”. Y acercó a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: “El que reciba en mi nombre a uno de estos niños, a mí me recibe; y quien me recibe, no me recibe a mí, sino al que me ha enviado”» (Mc 9,35-37).
El Señor pone en el centro a un niño para que podamos comprender que, para entrar en el Reino, es necesario ser menos calculadores y más ligeros de corazón, hacerse pequeños y sencillos; que debemos abandonar las ambiciones y afanes en las manos de Dios. La verdadera autoridad no está en dominar a los otros, sino en servir a todos. Cristo no nos enseña a resignarnos a una especie de mediocridad o negar los propios talentos; lo que nos recuerda es la necesidad de orientar nuestros pensamientos, deseos y esfuerzos hacia lo más importante: el amor a él y a los demás, que se manifiesta en el servicio. Con san Josemaría, podemos repetir: «Jesús, que sea yo el último en todo... y el primero en el Amor»[7-ma-3].
CRISTO se presenta como servidor de todos: «El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por muchos» (Mc 10,45). También nosotros podemos convertir nuestra vida en una continuación de ese servicio de Cristo a los demás: mientras realizamos nuestro trabajo, en la vida familiar y en nuestras relaciones de amistad.
La caridad, que es lo que mueve el servicio auténtico, puede concretarse en los esfuerzos de cada día por hacer la vida un poco más agradable a quienes nos rodean. «Ganar en afabilidad, alegría, paciencia, optimismo, delicadeza, y en todas las virtudes que hacen amable la convivencia –escribe el prelado del Opus Dei– es importante para que las personas puedan sentirse acogidas y ser felices»[7-ma-4]. El mismo Jesucristo manifestó así su deseo de servir a todos los hombres: escuchando a las personas que se acercaban a él, explicando pacientemente sus enseñanzas a las gentes, lavando los pies de los apóstoles, compadeciéndose de las necesidades de los que le seguían…
«He repetido muchas veces –decía san Josemaría– que quiero ser ut iumentum, como un borriquillo delante de Dios–. Y esa ha de ser tu posición y la mía, aunque nos cueste. Pidamos humildad a la Santísima Virgen, que se llamó a sí misma ancilla Domini. Servicio. ¿Con qué devoción decís serviam! cada día? ¿Es solo una palabra o es un grito que sale del fondo del alma?»[7-ma-5]. En el trabajo y en el resto de ocupaciones podemos ejercitar esas virtudes que nos llevan a alegrar el día a los demás, haciéndoles partícipes del amor de Dios que nos mueve.
[7-ma-1] Francisco, Audiencia, 5-X-2022.
[7-ma-2] San Josemaría, Apuntes de una meditación, 19-III-1975.
[7-ma-3] San Josemaría, Camino, n. 430.
[7-ma-4] Mons. Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 1-XI-2019.
[7-ma-5] Ibidem.
Los Talas (Córdoba, Argentina)
Miércoles VII del tiempo ordinario
- Vivir en comunión con los demás..
- Apreciar lo que nos une a otras personas.
- La diversidad manifiesta la perfección divina.
A LOS DISCÍPULOS todavía se les hace difícil entender a Jesús, especialmente cuando habla de la pasión y muerte que le espera. Continúan llenos de visión humana. Sin duda, aman a Cristo, pero todavía no de modo incondicional, sino que proyectan en él sus expectativas terrenas. Pero es innegable que son siempre sinceros, su actitud es la de quien desea aprender. Exponen al Señor, con sencillez y claridad, todo lo que piensan, todo lo que se preguntan en su interior; le cuentan lo que conversan entre ellos y le relatan sus andanzas apostólicas. En una ocasión, «Juan le dijo: –Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu nombre y se lo hemos prohibido, porque no viene con nosotros. Jesús contestó: –No se lo prohibáis, pues no hay nadie que haga un milagro en mi nombre y pueda a continuación hablar mal de mí: el que no está contra nosotros, con nosotros está» (Mc 9,38-39).
Podemos imaginar la paciencia del Señor al realizar esta corrección. Quizá incluso se divertía un poco con esos primeros pasos de quienes había escogido para que fueran apóstoles. Los discípulos actuaban con buena intención, pero todavía les faltaba comprender mejor las cosas. mirar desde el punto de vista de Dios. Aún veían la realidad de modo muy simple, como en blanco y negro. Jesús, en cambio, les hace notar que esta tiene un riquísimo colorido, y que aquel hombre que hacía el bien en su nombre no era tan ajeno a Cristo como parecía. «¡Qué gran cosa es entender un alma!»[7-mi-1], exclamaba santa Teresa de Jesús. Cualquier persona deseosa de hacer el bien merece nuestro delicado respeto, interés, empatía y cariño. «En virtud de nuestro ser creados a imagen y semejanza de Dios, que es comunión y comunicación-de-sí, llevamos siempre en el corazón la nostalgia de vivir en comunión, de pertenecer a una comunidad. “Nada es tan específico de nuestra naturaleza –afirma san Basilio– como el entrar en relación unos con otros, el tener necesidad unos de otros”»[7-mi-2].
SAN AGUSTÍN escribía que, así como en la Iglesia Católica «se puede encontrar aquello que no es católico, así fuera de la [Iglesia] católica puede haber algo de católico»[7-mi-3]. Toda manifestación de bien en el mundo es motivo de alegría para quien ama al origen de todo bien. En el pasaje evangélico que contemplamos, «la actitud de los discípulos de Jesús es muy humana, muy común, y la podemos encontrar en las comunidades cristianas de todos los tiempos, probablemente también en nosotros mismos. De buena fe, de hecho, con celo, se quisiera proteger la autenticidad de una cierta experiencia (...). Entonces, no se logra apreciar el bien que los otros hacen»[7-mi-4].
San Josemaría, hablando con una persona que vivía en una zona con pocos católicos, decía: «En tu tierra hay muchos que no son cristianos, pero que pertenecen de algún modo a la Iglesia, por su rectitud y por su bondad. Estoy seguro de que si supieran lo que es la fe católica, querrían ser católicos (...). Nosotros pertenecemos al cuerpo de la Iglesia: somos una parte de ese cuerpo maravilloso. Y ellos, si cumplen la ley natural, tienen como un bautismo de deseo»[7-mi-5].
El espíritu de comunión nos lleva a poner los ojos en todo lo que nos une a los demás, en lugar de hacerlo en lo que nos separa. Jesús invita a sus discípulos «a no pensar según las categorías de “amigo/enemigo”, “nosotros/ellos”, “quien está dentro/quien está fuera”, “mío/tuyo”, sino a ir más allá, a abrir el corazón para poder reconocer su presencia y la acción de Dios también en ambientes insólitos e imprevisibles y en personas que forman parte de nuestro círculo. Se trata de estar atentos más a la autenticidad del bien, de lo bonito y de lo verdadero que es realizado, que no al nombre y a la procedencia de quien lo cumple»[7-mi-6].
EN EL ORDEN NATURAL, Dios ha creado una multitud inmensa de ángeles; muchas galaxias y planetas; especies incontables de animales, vegetales y minerales. No es de extrañar que, en el orden sobrenatural, el Espíritu Santo haya querido suscitar a lo largo de los siglos innumerables carismas que enriquecen de modo maravilloso su Iglesia. Está claro que el Señor ama la pluralidad, probablemente porque esos incontables carismas, como en cierto modo las criaturas materiales, reflejan con diversidad de luces su perfección infinita.
A imagen de Dios, cada uno de los cristianos deberíamos amar con entusiasmo el pluralismo y la multiplicidad. Como en una gran familia, nos alegran y enorgullecen los frutos de santidad de tantas instituciones, muy diversas entre sí, que han dejado un surco ancho y profundo en la historia de la Iglesia, y también han configurado de muchas maneras la sociedad en que vivimos. Es sin duda un don de Dios para el mundo todo el trabajo que han desarrollado y siguen llevando a cabo esas realidades eclesiales, y también el de otras más recientes. Por eso, san Josemaría aconsejaba: «Alégrate, si ves que otros trabajan en buenos apostolados. –Y pide, para ellos, gracia de Dios abundante y correspondencia a esa gracia»[7-mi-7].
Podemos pedir a María que nos ayude a estar siempre abiertos al amplio horizonte de la acción del Espíritu Santo, de manera que seamos «capaces de apreciarnos y estimarnos recíprocamente, alabando al Señor por la “fantasía” infinita con la que obra en la Iglesia y en el mundo»[7-mi-8].
[7-mi-1] Santa Teresa de Jesús, Libro de la vida, 23,17.
[7-mi-2] Francisco, Mensaje, 24-I-2019.
[7-mi-3] San Agustín, Sobre el bautismo contra los donatistas, PL 43, VII, 39, 77.
[7-mi-4] Francisco, Ángelus, 30-IX-2018.
[7-mi-5] San Josemaría, Notas de una reunión familiar, 22-II-1970.
[7-mi-6] Francisco, Ángelus, 30-IX-2018.
[7-mi-7] San Josemaría, Camino, n. 965.
[7-mi-8] Benedicto XVI, Ángelus, 30-IX-2012.
Los Talas (Córdoba, Argentina)
Los Talas (Córdoba, Argentina)
Jueves VII del tiempo ordinario
- Llamados a ser un Evangelio viviente.
- Ser testimonios coherentes con nuestra fe.
- El pecado no puede llenar nuestro corazón.
«CUALQUIERA QUE os dé de beber un vaso de agua en mi nombre, porque sois de Cristo, en verdad os digo que no perderá su recompensa» (Mc 9,41). Un vaso de agua no parece una gran cosa, aunque puede ser importante tras haber estado caminando bajo el ardiente sol de Judea. Pero a Jesús no le interesa tanto el valor material del gesto como su significado: dar un vaso de agua a uno de sus discípulos es una señal de apertura, de acogida. Mientras recorría los caminos de Palestina para anunciar el Reino de Dios, Jesús agradecería las muestras de hospitalidad y cariño que recibía de sus amigos, tanto en Betania –en la casa de Marta, María y Lázaro– como en otros lugares. Quizá nos gustaría haber sido uno de esos personajes del Evangelio: amigos de Jesús, personas que tuvieron la suerte de recibirlo en sus hogares, de ofrecerle algo con sencillez pero con genuino afecto. Muchos de ellos le abrieron las puertas de sus casas, pero, sobre todo, las puertas de sus corazones.
Jesús sigue llamando a nuestra puerta. Se nos hace cercano en los sacramentos, en la Sagrada Escritura, en las personas necesitadas que nos rodean… De seguro tampoco falta en nuestra vida el buen ejemplo de personas que, como los discípulos, o como la gente que acogía a los discípulos, nos encaminan hacia Cristo. Posiblemente las encontramos en nuestra familia, entre nuestros amigos, en un profesor del colegio, en una catequista… Existen en nuestra vida personas que han sido muy significativas precisamente porque eran mujeres y hombres de Dios. Eso es lo que todo discípulo de Jesús está llamado a ser: alguien que es de Cristo y que, por eso, puede ser recibido en su nombre. «Todos nosotros, los bautizados, somos discípulos misioneros y estamos llamados a ser en el mundo un Evangelio viviente»[7-j-1].
TRAS HABER subrayado el grandísimo valor que tiene llevar su nombre y su presencia a los demás, el Señor también advierte de la enorme gravedad de lo contrario: «Al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que le ajustaran al cuello una piedra de molino, de las que mueve un asno, y fuera arrojado al mar» (Mc 9,42). Si un cristiano se profesa como tal, pero luego no piensa, no siente y no actúa como alguien que está en camino hacia Dios, cae en la incoherencia y dificulta que los demás se acerquen a Cristo; deforma su amabilísimo rostro y crea como un muro, en lugar de tender puentes que lleven a la salvación. El Concilio Vaticano II afirma con claridad que muchas veces los cristianos «han velado más bien que revelado el genuino rostro de Dios y de la religión»[7-j-2].
Es grande la fuerza negativa de la incoherencia. Todos hemos encontrado personas que se han alejado de la Iglesia porque han percibido una doble vida en algunos cristianos, porque se han sentido tratadas duramente o con excesiva rigidez, porque han sido víctimas de injusticias en el ámbito personal, laboral o social. Es verdad que, por el pecado, todos somos débiles y tendemos, en cierta medida, a comportarnos de modo contradictorio. Por eso, «para vivir con coherencia cristiana es necesaria la oración, porque la coherencia cristiana es un don de Dios. (...). Señor, que yo sea coherente –podemos suplicar–. Señor, que no escandalice nunca. Que sea una persona que piense como cristiano, que sienta como cristiano, que actúe como cristiano»[7-j-3]. Porque, así como la incoherencia hace mucho mal, la coherencia cristiana hace un gran bien. El testimonio cristiano remueve silenciosamente los corazones. Siembra una inquietud santa en los demás, a partir de la cual el Espíritu Santo comienza a hacer su trabajo.
«SI TU MANO te escandaliza, córtatela –dice Jesús–. Más te vale entrar manco en la Vida que con las dos manos acabar en el infierno, en el fuego inextinguible. Y si tu pie te escandaliza, córtatelo. Más te vale entrar cojo en la Vida que con los dos pies ser arrojado al infierno. Y si tu ojo te escandaliza, sácatelo. Más te vale entrar tuerto en el Reino de Dios que con los dos ojos ser arrojado al infierno, donde su gusano no muere y el fuego no se apaga» (Mc 9, 43.45.47-48). Después de haber alertado sobre la gravedad de la incoherencia de vida, que aleja de la salvación a los demás, el Señor usa ejemplos gráficos para persuadirnos a mirar con ojos de eternidad nuestra vida presente. Porque el requisito previo para poner en práctica aquellas palabras, lo que Jesús asume al pronunciarlas, es nuestro gran deseo de ser felices con Dios: ese anhelo de «entrar en la vida» o de «entrar en el Reino».
El Señor quiere que apartemos el pecado de nosotros, lo que incluye evitar cualquier ocasión próxima de ofender a Dios, porque sabe que eso no llenará nuestro corazón. Si experimentamos que «nada hay mejor en el mundo que estar en gracia de Dios»[7-j-4], querremos poner los medios necesarios para alejar de nosotros todo lo que nos pueda apartar del Señor, con humildad y fortaleza. San Josemaría nos animaba a no desanimarnos nunca al descubrir la inclinación al mal dentro de nosotros. «No te avergüences –decía–, porque el Señor, que es omnipotente y misericordioso, nos ha dado todos los medios idóneos para superar esa inclinación: los Sacramentos, la vida de piedad, el trabajo santificado. Empléalos con perseverancia, dispuesto a comenzar y recomenzar»[7-j-5].
María nos ayuda en el camino hacia la verdadera felicidad. «En la Salve Regina la llamamos “vida nuestra”: parece exagerado, porque Cristo es la vida, pero María está tan unida a él y tan cerca de nosotros que no hay nada mejor que poner la vida en sus manos y reconocerla como “vida, dulzura y esperanza nuestra”»[7-j-6].
[7-j-1] Francisco, Ángelus, 9-II-2014.
[7-j-2] Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, n. 19.
[7-j-3]Francisco, Homilía, 27-II-2014.
[7-j-4] San Josemaría, Camino, n. 286.
[7-j-5] San Josemaría, Forja, n. 119.
[7-j-6] Francisco, Homilía, 1-I-2019.
Los Talas (Córdoba, Argentina)
Viernes VII del tiempo ordinario
- El matrimonio es una realidad natural.
- Los esposos reflejan el amor de Dios por los hombres.
- Dios está presente en las dificultades.
MIENTRAS MARCHA hacia Jerusalén, Jesús se detiene en algún lugar de Judea. Las multitudes se congregan para escucharle. También unos fariseos se acercan, pero su actitud contrasta con la sencillez de los demás. Aquellos le hacen una pregunta comprometida, «para tentarle» (Mc 10,2): quieren saber si para el marido es lícito repudiar a su mujer. Las escuelas rabínicas discutían sobre cuáles eran los motivos suficientes para el repudio, con posiciones que iban desde admitirlo por razones muy banales hasta reservarlo solo para casos graves. La casuística era intrincada y el propósito oculto de los fariseos era enredar a Jesús. Por eso, quizás se sorprendieron al escuchar su respuesta, que achaca las concesiones de la ley de Moisés a la dureza del corazón humano. Cristo reafirma el designio originario de Dios, quien «al principio de la creación los hizo hombre y mujer. Por eso –dice Jesús– dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne. De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Por tanto, lo que Dios ha unido no lo separe el hombre» (Mc 10,6-9).
El Señor recuerda una verdad que el pecado había oscurecido: que el matrimonio es una realidad natural, creada por Dios desde el principio y, por tanto, buena y santa. Tiene como característica propia la total entrega mutua entre varón y mujer para, así, crear el espacio idóneo para el amor. «Quien está enamorado no se plantea que esa relación pueda ser solo por un tiempo; quien vive intensamente la alegría de casarse no está pensando en algo pasajero; quienes acompañan la celebración de una unión llena de amor, aunque frágil, esperan que pueda perdurar en el tiempo; los hijos no solo quieren que sus padres se amen, sino también que sean fieles y sigan siempre juntos. Estos y otros signos muestran que en la naturaleza misma del amor conyugal está la apertura a lo definitivo. La unión que cristaliza en la promesa matrimonial para siempre, es más que una formalidad social o una tradición, porque arraiga en las inclinaciones espontáneas de la persona humana. Y, para los creyentes, es una alianza ante Dios que reclama fidelidad»[7-v-1].
EL CATECISMO de la Iglesia señala que los sacramentos son «como “fuerzas que brotan” del Cuerpo de Cristo (...), son “las obras maestras de Dios” en la nueva y eterna Alianza»[7-v-2]. También explica que los sacramentos son «signos eficaces de la gracia»[7-v-3]. Esto puede ayudarnos a comprender el valor inmenso del sacramento del matrimonio: el compromiso de los esposos es tomado por Dios para manifestar allí, a través de ese vínculo, su amor divino. «Los esposos son por tanto el recuerdo permanente, para la Iglesia, de lo que acaeció en la cruz; son el uno para el otro y para los hijos, testigos de la salvación, de la que el sacramento les hace partícipes»[7-v-4]. «Según la tradición latina, los esposos, como ministros de la gracia de Cristo, manifestando su consentimiento ante la Iglesia, se confieren mutuamente el sacramento del matrimonio»[7-v-5], continúa diciendo el Catecismo.
«Cuando un hombre y una mujer celebran el sacramento del matrimonio, Dios, por decirlo así, se “refleja” en ellos, imprime en ellos los propios rasgos y el carácter indeleble de su amor. El matrimonio es la imagen del amor de Dios por nosotros. También Dios, en efecto, es comunión: las tres Personas del Padre, Hijo y Espíritu Santo viven desde siempre y para siempre en unidad perfecta. Y es precisamente este el misterio del matrimonio: Dios hace de los dos esposos una sola existencia. Esto tiene consecuencias muy concretas y cotidianas, porque los esposos, en virtud del sacramento, son investidos de una auténtica misión, para que puedan hacer visible, a partir de las cosas sencillas, ordinarias, el amor con el que Cristo ama a su Iglesia»[7-v-6].
Por eso, san Josemaría enseñaba que el matrimonio es «signo sagrado que santifica, acción de Jesús, que invade el alma de los que se casan y les invita a seguirle, transformando toda la vida matrimonial en un andar divino en la tierra. Los casados están llamados a santificar su matrimonio y a santificarse en esa unión»[7-v-7]. Cada rincón de la vida familiar pasa a ser parte de esa transformación obrada por Dios: desde la relación entre los esposos hasta los esfuerzos económicos por sacar adelante a los hijos; pasando por la educación, las tareas domésticas, la apertura a otras familias, el descanso, etc.
AL MISMO TIEMPO que conocemos la grandeza del sacramento del matrimonio, no se nos ocultan las dificultades que aparecen en la vida matrimonial. Somos conscientes de que los problemas, en algunas ocasiones, pueden llevar a la ruptura de aquella comunión. Quizás sucede que «hay situaciones propias de la inevitable fragilidad humana, a las cuales se otorga una carga emotiva demasiado grande. Por ejemplo, la sensación de no ser completamente correspondido, los celos, las diferencias que surjan entre los dos, el atractivo que despiertan otras personas, los nuevos intereses que tienden a apoderarse del corazón, los cambios físicos del cónyuge, y tantas otras cosas que, más que atentados contra el amor, son oportunidades que invitan a recrearlo una vez más»[7-v-8].
Ciertamente, no faltarán las crisis en la historia de un matrimonio y, en realidad, de toda comunidad humana. Es importante saber que, en aquellos momentos, Dios no está ausente ni se ha olvidado de nosotros. Al contrario, son precisamente ocasiones de descubrir con mayor madurez su cercanía, son oportunidades de hacer más fuerte nuestra fe y nuestro amor hacia las demás personas. «En esas circunstancias, algunos tienen la madurez necesaria para volver a elegir al otro como compañero de camino, más allá de los límites de la relación (...). A partir de una crisis se tiene la valentía de buscar las raíces profundas de lo que está ocurriendo, de volver a negociar los acuerdos básicos, de encontrar un nuevo equilibrio y de caminar juntos una etapa nueva. Con esta actitud de constante apertura se pueden afrontar muchas situaciones difíciles»[7-v-9]. Sin embargo, no existen recetas aplicables a todos los matrimonios: Dios llama a la santidad a cada persona, a cada matrimonio, y los caminos que nos llevan hacia él son siempre diversos.
Podemos pedir a santa María, reina de la familia, que nos abramos a recibir de Dios una caridad cada vez más grande, madurada en las inevitables dificultades; que nos ayude, siguiendo los consejos de san Josemaría, a «compartir las alegrías y los posibles sinsabores; a saber sonreír, olvidándose de las propias preocupaciones para atender a los demás; a escuchar al otro cónyuge o a los hijos, mostrándoles que de verdad se les quiere y comprende»[7-v-10].
[7-v-1] Francisco, Amoris laetitia, n. 123.
[7-v-2] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1116.
[7-v-3] Ibíd., n. 1131.
[7-v-4] San Juan Pablo II, Familiaris Consortio, n. 13.
[7-v-5] Ibíd., n. 1623.
[7-v-6] Francisco, Amoris laetitia, n. 121.
[7-v-7] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 23.
[7-v-8] Francisco, Amoris laetitia, n. 237.
[7-v-9] Ibíd., n. 238.
[7-v-10] 4
Los Talas (Córdoba, Argentina)
Sábado VII del tiempo ordinario
- El Reino de Dios es de quienes son como niños.
- Un camino de infancia espiritual.
- Hacerse como niños requiere madurez.
EN TIEMPOS de Jesús, era normal que los jefes de la sinagoga bendijeran a los niños; lo mismo sucedía entre padres e hijos, o entre maestros y discípulos. Por eso, a las personas que escuchaban al Señor les pareció natural acercar sus hijos al Maestro para que los tomara en brazos y los bendijera. Sin embargo, a los discípulos les pareció inoportuno ese buen deseo. Quizás pensaron que se trataba de una interrupción que se debía evitar, así que decidieron reñir a quienes intentaban aproximarse a Cristo. El Evangelio nos dice que, «al verlo, Jesús se enfadó. Y les dijo: “Dejad que los niños vengan conmigo y no se lo impidáis, porque de los que son como ellos es el Reino de Dios. En verdad os digo: quien no reciba el Reino de Dios como un niño no entrará en él”» (Mc 10,13-15).
Hay que tener en cuenta la consideración que se tenía con los niños en la antigüedad: lo cierto es que apenas contaban, a nadie se le habría ocurrido que se pudiera aprender de un pequeño. En cambio, «¡qué importante es el niño para Jesús! Se podría afirmar desde luego que el Evangelio está profundamente impregnado de la verdad sobre el niño. Incluso podría ser leído en su conjunto como el “Evangelio del niño”. En efecto, ¿qué quiere decir: “Si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los cielos”? ¿Acaso no pone Jesús al niño como modelo incluso para los adultos? En el niño hay algo que nunca puede faltar a quien quiere entrar en el Reino de los cielos. Al cielo van los que son sencillos como los niños, los que como ellos están llenos de entrega confiada y son ricos de bondad y puros»[7-s-1].
«No quieras ser mayor. —Niño, niño siempre», aconsejaba san Josemaría. «Tu triste experiencia cotidiana está llena de tropiezos y caídas. ¿Qué sería de ti si no fueras cada vez más niño? No quieras ser mayor. —Niño, y que, cuando tropieces, te levante la mano tu Padre-Dios»[7-s-2].
«ESTAMOS EN UN SIGLO de inventos –escribía santa Teresa de Lisieux, a finales del siglo XIX–. Ahora no hay que tomarse ya el trabajo de subir los peldaños de una escalera: en las casas de los ricos, un ascensor la suple ventajosamente. Yo quisiera también encontrar un ascensor para elevarme hasta Jesús, pues soy demasiado pequeña para subir la dura escalera de la perfección. Entonces busqué en los libros sagrados algún indicio del ascensor, objeto de mi deseo, y leí estas palabras salidas de la boca de Sabiduría eterna: “El que sea pequeño, que venga a mí” (Pr 9,4)»[7-s-3].
Hacerse pequeños: Dios hizo descubrir a santa Teresa del niño Jesús esta vía para acceder a la santidad. «Yo siempre he deseado ser santa –escribía en otra ocasión–. Pero, ¡ay!, cuando me comparo con los santos, siempre constato que entre ellos y yo existe la misma diferencia que entre una montaña, cuya cumbre se pierde en el cielo, y el oscuro grano que los caminantes pisan al andar. Pero en vez de desanimarme, me he dicho a mí misma: Dios no puede inspirar deseos irrealizables; por lo tanto, a pesar de mi pequeñez, puedo aspirar a la santidad»[7-s-4].
También san Josemaría tuvo en su propia vida experiencias análogas, aunque con matices y acentos distintos. En Camino dedica todo un capítulo a numerosas consideraciones bajo el título «Infancia espiritual». El fundador del Opus Dei siempre se vio ante Dios como un niño, como un instrumento inadecuado que, sin embargo, se sentía seguro en los brazos de su Padre del cielo: «Mi oración, ante cualquier circunstancia, ha sido la misma, con tonos diferentes. Le he dicho: Señor, Tú me has puesto aquí; Tú me has confiado eso o aquello, y yo confío en Ti. Sé que eres mi Padre, y he visto siempre que los pequeños están absolutamente seguros de sus padres»[7-s-5]. Y aconsejaba también: «¡Qué seáis muy niños! Y cuanto más, mejor (…). Fomentad el hambre, la aspiración de ser como niños. Convenceos de que es la forma mejor de vencer la soberbia. Persuadíos de que es el único remedio para que nuestra manera de obrar sea buena, sea grande, sea divina»[7-s-6].
«CAMINO DE INFANCIA. –Abandono. –Niñez espiritual. –Todo esto no es una bobería, sino una fuerte y sólida vida cristiana»[7-s-7]. Hacerse como niños ante Dios nada tiene que ver con el sentimentalismo o la puerilidad, sino que «exige una voluntad recia, una madurez templada, un carácter firme y abierto»[7-s-8]. La vida de infancia «supone una viva fe en la existencia de Dios, un rendimiento práctico a su poder y a su misericordia, un acudir confiado a la Providencia de Aquel que nos da su gracia para evitar todo mal y conseguir todo bien»[7-s-9].
La persona que emprende este camino deberá adecuar su corazón para acoger los dones de Dios y adquirir las virtudes del niño, que solo se alcanzan a cambio de «renunciar a la soberbia, a la autosuficiencia; reconocer que nosotros solos nada podemos, porque necesitamos de la gracia, del poder de nuestro Padre Dios para aprender a caminar y para perseverar en el camino. Ser pequeños exige abandonarse como se abandonan los niños, creer como creen los niños, pedir como piden los niños»[7-s-10].
«Y todo eso lo aprendemos tratando a María. La devoción a la Virgen no es algo blando o poco recio: es consuelo y júbilo que llena el alma, precisamente en la medida en que supone un ejercicio hondo y entero de la fe, que nos hace salir de nosotros mismos y colocar nuestra esperanza en el Señor (…). Porque María es Madre, su devoción nos enseña a ser hijos»[7-s-11].
[7-s-1] San Juan Pablo II, Carta a los niños, 13-XII-1994.
[7-s-2] San Josemaría, Camino, n. 870.
[7-s-3] Santa Teresa de Lisieux, Historia de un alma, Manuscrito C, 2v. 3r.
[7-s-4]Ibíd.
[7-s-5] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 143.
[7-s-6] Ibíd., n. 147.
[7-s-7] San Josemaría, Camino, n. 853.
[7-s-8] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 10.
[7-s-9] Benedicto XV, Discurso, 14-VIII-1921.
[7-s-10] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 143.
[7-s-11] Ibíd.
Arnold Hall (Boston)
Domingo VIII del tiempo ordinario
- La importancia de la formación para el apostolado.
- Mirar primero los propios defectos.
- Purificar nuestro corazón para dar frutos buenos.
«¿ACASO PUEDE un ciego guiar a otro ciego? –se pregunta Jesús, de manera retórica, en su predicación–. ¿No caerán los dos en el hoyo?» (Lc 6,39). Si recordamos que el Señor había dicho también que el ojo es la lámpara del alma (cfr. Mt 6,22), esta enseñanza adquiere una relevancia importante para nuestra tarea apostólica.
A un ciego no le vale recibir orientación de otro ciego, aunque este tuviera una intención generosa; los ojos sellados necesitan tener cerca unos ojos sabios, que puedan ver la senda con claridad. Y aquella ciencia imprescindible para guiar a otros no se alcanza por generación espontánea: el Espíritu Santo, al asistirnos, cuenta también con nuestro propia preparación para llevar a cabo la misión. Una mirada de fe que nos permita «guiar» con sabiduría a otras personas se adquiere con una formación adecuada. Así lo expresaba el profeta Isaías: «discite benefacere» (Is 1,17), aprended a hacer el bien; «es inútil que una doctrina sea maravillosa y salvadora, si no hay hombres capacitados que la lleven a la práctica»[8-d-1].
La formación personal no se improvisa, requiere tiempo y dedicación. Necesitamos mantener siempre vivo el deseo de conocer mejor nuestra fe. Esta actitud abierta y joven solo se sostiene en el tiempo con humildad de corazón. Nunca somos completamente «maestros», porque continuamos siempre siendo «discípulos». Un buen maestro es el que no deja nunca de aprender; el mejor guía es aquel que mejor se deja guiar. Muchos de aquellos «guías ciegos» (Mt 23,16), por tanto, son quienes, desconociendo sus propios límites, piensan que nadie puede enseñarles algo nuevo. Al final de su vida, lo explicaba san Josemaría diciendo: «Nosotros nunca decimos basta. Nuestra formación no termina nunca: todo lo que habéis recibido hasta ahora es fundamento para lo que vendrá después»[8-d-2]. Sobre todo, nunca podemos dar por acabada la acción progresiva del Espíritu Santo en nuestra alma, que busca identificarla con el modo de ser de Jesucristo.
EN UNA SEGUNDA parábola, el Señor utiliza otra vez la metáfora del ojo. En esta oportunidad, el ojo está irritado por un cuerpo extraño que hace incómoda la visión. «¿Por qué te fijas en la mota del ojo de tu hermano y no reparas en la viga que hay en tu propio ojo?» (Lc 6,41-42). Jesús subraya la necesidad de la purificación personal para ver con claridad, en primer lugar, nuestro propio corazón, y después poder ver a los demás. No es difícil caer en el peligro de justificar una imperfección propia –la viga–, al mismo tiempo que condenamos un defecto ajeno, quizá insignificante –la mota–. «Parece, en verdad, que el conocimiento de sí mismo es el más difícil de todos –sostiene san Basilio–. Ni el ojo que ve las cosas exteriores se ve a sí mismo; y nuestro propio entendimiento, pronto para juzgar el pecado de otro, es lento para percibir sus propios defectos»[8-d-3]. Cristo indica el adecuado orden para tener una visión real de las cosas: «Saca primero la viga de tu ojo, y entonces verás con claridad cómo sacar la mota del ojo de tu hermano» (Lc 6,43).
¿Cómo evitar deslizarnos por una pendiente de juicios sobre los defectos ajenos? San Agustín ofrece una solución sencilla, y comienza por hacernos la pregunta: «¿No hemos caído nunca en esta falta? ¿Nos hemos curado de ella? Aún si nunca la hubiésemos cometido, acordémonos de que somos humanos y que hubiéramos podido caer en ella»[8-d-4]. El Señor nos sugiere que, antes de juzgar a los demás, miremos hacia nuestro interior, reconociendo nuestras fragilidades, y dejando en manos de Dios la delicada tarea de juzgar. «El primer paso, pues, es pedir la gracia al Señor de una conversión (...). ¿Cuántas cosas podemos decir de nosotros mismos? Ahorremos los comentarios sobre los demás y hagamos comentarios sobre nosotros mismos. Ese es el primer paso en el camino de la magnanimidad»[8-d-5].
UNA TERCERA parábola breve que encontramos en el Evangelio dice así: «No hay árbol bueno que dé fruto malo, ni tampoco árbol malo que dé buen fruto. Pues cada árbol se conoce por su fruto; no se recogen higos de los espinos, ni se vendimian uvas del zarzal» (Lc 6,43-44). En el marco de su enseñanza sobre la pureza de intención, el Señor insiste que todas nuestras obras tienen su raíz en el corazón. De la misma manera que los frutos nos dan a conocer el árbol del que proceden, así las obras desvelan el fondo del alma. «El hombre bueno del buen tesoro de su corazón saca lo bueno, y el malo de su mal saca lo malo» (Lc 6,45). Más allá de las manifestaciones externas, lo realmente determinante son las disposiciones interiores. El valor de nuestras acciones se determina en el corazón que, como lo llama el Catecismo de la Iglesia, «es el lugar de la decisión» y «de la verdad»[8-d-6].
«Cuando la persona habla, se descubren sus defectos, (...) la palabra revela el corazón» (Ecl 27,4-6), dice la Sagrada Escritura. Y Jesús añade: «De la abundancia del corazón habla su boca» (Lc 6,45). Es algo que se corresponde con nuestra experiencia. Basta prestar atención a nuestras conversaciones para caer en la cuenta de lo que llevamos en el corazón, lo que nos preocupa o nos llena de alegría. Por eso, al reflexionar sobre nuestras conversaciones podremos descubrir egoísmos, resentimientos o envidias que no aligeran nuestro corazón. Santa María guardaba en su interior las palabras y los gestos de su hijo; por eso, de sus labios solo surgían conversaciones de consuelo para quienes le rodeaban. Ella puede ayudarnos a, siguiendo las enseñanzas de Jesús, formarnos mejor y no juzgar a los demás, alegrándonos de los dones que Dios les ha dado.
[8-d-1] San Josemaría, Cartas 11, n. 19.
[8-d-2] San Josemaría, Notas de una reunión familiar, 18-VI-1972.
[8-d-3] San Basilio, en Catena aurea, comentario a Lc. 6, 39-42.
[8-d-4] San Agustín, Explicación del Sermón de la Montaña, 19.
[8-d-5] Francisco, Homilía, 13-IX-2013.
[8-d-6] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2563.
Arnold Hall (Boston)
Lunes VIII del tiempo ordinario
- Los mandamientos son el camino hacia la felicidad.
- En Cristo, Dios sale a nuestro encuentro.
- Podemos aceptar o no la invitación de Jesús.
«MAESTRO bueno, ¿qué debo hacer para conseguir la vida eterna?» (Mc 10,17). Así inicia la conversación entre Jesús y un joven que se acerca. Esta fundamental pregunta, que el joven realiza de rodillas, es la misma que le «han dirigido a Cristo en el decurso de los siglos innumerables generaciones de hombres y mujeres, jóvenes y ancianos (...). Es el interrogante fundamental de todo cristiano»[8-l-1] y de todo hombre. Lo que este joven anhela es lo que deseamos todos: ser felices en la tierra y después en el cielo.
Hemos escuchado la respuesta de Cristo: «Ya conoces los mandamientos» (Mc 10,19). Ante todo, Jesús le confirma que debe estar atento a los ecos de la ley que Dios ha inscrito en su corazón y que ha revelado a su pueblo. El Señor, «con delicada solicitud pedagógica, responde llevando al joven como de la mano, paso a paso, hacia la verdad plena»[8-l-2]. El camino para saciar la sed de sentido que anida en su corazón es preciso: vive de acuerdo a los mandamientos, hazlos vida de tu vida.
Los mandamientos son el camino de felicidad que Dios ha trazado para sus hijos. Aunque algunos vienen formulados en negativo, para establecer fácilmente los límites del bien y del mal, los mandamientos son en realidad un «sí» a Dios, a su amor. Son un «sí» también a los demás hombres, porque el amor al prójimo brota de un corazón dispuesto a entregarse. Son, finalmente, un «sí» a nosotros mismos. Más que una meta, son «la primera etapa necesaria en el camino hacia la libertad»[8-l-3]. Con los mandamientos, Dios nos quiere educar en la verdadera libertad: «El Señor nos invita, nos impulsa —¡porque nos ama entrañablemente!— a escoger el bien»[8-l-4].
EL JOVEN escuchó atentamente a Jesús y le contestó con entusiasmo: «Maestro, todo esto lo he guardado desde mi adolescencia». En ese momento, el Evangelio subraya que «Jesús fijó en él su mirada y quedó prendado de él» (Mc 10,20-21). En esa mirada serena de Cristo se reflejaba el brillo del amor de Dios por los hombres; en ella «está contenida casi como en resumen y síntesis toda la Buena Nueva»[8-l-5].
La auténtica felicidad nace al descubrir que Dios nos busca y sale a nuestro encuentro. Dios, «en su inmensa misericordia, supera el abismo de la infinita diferencia entre Él y nosotros, y sale a nuestro encuentro. Para realizar esta comunicación con el hombre, Dios se hace hombre: no le basta hablarnos a través de la ley y de los profetas, sino que se hace presente en la persona de su Hijo, la Palabra hecha carne. Jesús es el gran “constructor de puentes” que construye en sí mismo el gran puente de la comunión plena con el Padre»[8-l-6].
«Una cosa te falta –continuó diciendo Jesús al joven–: anda, vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo. Luego, ven y sígueme» (Mc 10,21). El Señor «no pretende imponerse»[8-l-7], sencillamente le invita. El Señor no se cansa de mirarnos y, con paciencia, espera nuestra respuesta. Siempre estamos a tiempo de aceptar su invitación. «Yo quiero que vosotros seáis felices –decía san Josemaría en una reunión familiar–, y lo pido al Señor con toda mi alma. Pero si queréis ser felices tenéis que estar dispuestos a seguir al Señor, poniendo los pies donde Él los puso»[8-l-8].
EN AQUEL MOMENTO, el joven rico lamentablemente no acogió la invitación de Jesús. Se llenó de tristeza y se dió la vuelta para volver a su rutina habitual. Los evangelistas hacen un diagnóstico unánime de la causa del rechazo: el joven «tenía muchas posesiones» (Mc 10,22; cfr. Mt 19,22 y Lc 18,23). Las ataduras a lo que poseía le impidieron dar el paso de amor hacia Jesús. No tuvo la soltura suficiente como para desprenderse de ellas y adquirir un bien mucho más grande. «Cuenta el Evangelio que abiit tristis, que se retiró entristecido. Por eso alguna vez lo he llamado el ave triste –predicaba san Josemaría–: perdió la alegría porque se negó a entregar su libertad a Dios»[8-l-9].
Sobre el ambiente alegre que se había creado, se cierne ahora el nubarrón del desaliento. «Sólo nosotros, los hombres, nos unimos al Creador por el ejercicio de nuestra libertad: podemos rendir o negar al Señor la gloria que le corresponde como Autor de todo lo que existe. Esa posibilidad compone el claroscuro de la libertad humana»[8-l-10]. Los santos, por su parte, se han dejado mover por el Espíritu Santo y su libertad se ha engrandecido de ese modo; sin dejarse atar por las cosas de la tierra, se han hecho ligeros para moverse el paso de Dios.
Seguir a Jesús supone imitar su estilo sencillo de vida. La pobreza «acompañó a Cristo en la cruz, con Cristo fue sepultada, con Cristo resucitó, con Cristo subió al cielo; las almas que se enamoran de ella reciben, aún en esta vida, ligereza para volar al cielo»[8-l-11]. María, al ser llena de gracia, era también llena de libertad. A ella le podemos pedir que no nos dejemos llevar por otros bienes que no son el más grande: seguir de cerca a su hijo Jesús.
[8-l-1] San Juan Pablo II, Homilía, 12-10-1997.
[8-l-2] San Juan Pablo II, Veritatis splendor, n. 8.
[8-l-3] Ibíd., n. 13.
[8-l-4] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 24.
[8-l-5] San Juan Pablo II, Carta a los jóvenes, 31-III-1985, n. 7.
[8-l-6] Francisco, Ángelus, 6-IX-2015.
[8-l-7] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 24.
[8-l-8] San Josemaría, Notas de una reunión familiar, 26-V-1974.
[8-l-9] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 24.
[8-l-10] Ibíd.
[8-l-11] San Francisco de Asís, Florecillas, n. 13.
Arnold Hall (Boston)
Martes VIII del tiempo ordinario
- Jesús llama al desprendimiento.
- Dejarlo «todo» incluye también aspectos interiores.
- Dios no se deja ganar en generosidad.
EL DESENLACE del encuentro con el joven rico quizás dejó tocado el ánimo de los apóstoles. Pero aquel suceso da ocasión a Jesús para exponer el sentido y el valor del desprendimiento. Cristo necesita discípulos ligeros de equipaje para que sean movidos por el Espíritu Santo, discípulos con el corazón dispuesto a dejarse llenar por él; porque, como dice santa Teresa de Calcuta, «ni siquiera Dios puede poner algo en un corazón que ya está lleno»[8-ma-1]. La misión apostólica reclama una delicada libertad de corazón.
«En verdad os digo –empezó diciendo Jesús– que no hay nadie que haya dejado casa, hermanos o hermanas, madre o padre, o hijos o campos por mí y por el Evangelio, que no reciba en este mundo cien veces más en casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y campos, con persecuciones; y, en el siglo venidero, la vida eterna» (Mc 10,29-30). Los apóstoles quedaron pensativos al escuchar al Maestro. Han visto, durante el tiempo que llevan con él, lo que supone la pobreza del Señor, que no tiene ni siquiera un lugar «donde reclinar la cabeza» (Mt 8,20). Son testigos de que Dios «siendo rico se hizo pobre» (2 Co 8,9).
«La riqueza de Jesús es su confianza ilimitada en Dios Padre, es encomendarse a Él en todo momento, buscando siempre y solamente su voluntad y su gloria. Es rico como lo es un niño que se siente amado por sus padres y los ama, sin dudar ni un instante de su amor y su ternura (...). Se ha dicho que la única verdadera tristeza es no ser santos; podríamos decir también que hay una única verdadera miseria: no vivir como hijos de Dios y hermanos de Cristo»[8-ma-2].
«EL SANTO es precisamente aquel hombre, aquella mujer que, respondiendo con alegría y generosidad a la llamada de Cristo, lo deja todo por seguirlo»[8-ma-3]. Podríamos pensar que para Pedro y para varios de los apóstoles, ese «todo» al que han renunciado no eran demasiadas cosas: una barca vieja, una casa sencilla, y poco más. Sin embargo, comenta san Gregorio Magno, «ha dejado mucho el que ha abandonado todo, lo mismo si es poca cosa»[8-ma-4]. Además, lo hicieron con prontitud. No se sentaron a calcular los pros y los contras, porque no era lo importante.
Pero, en realidad, dejarlo «todo» supone sobre todo reorientar lo más interior, los propios sentimientos, la voluntad, las decisiones sobre el futuro, los planes e ideas. Eso es lo que verdaderamente cuenta, lo que constituye la verdadera ligereza para caminar con Dios; y eso es lo que hicieron aquellos primeros discípulos. «Porque no lo ha dejado todo el que sigue atado aunque sólo sea a sí mismo. Más aún, de nada sirve haber dejado todo lo demás a excepción de sí mismo, porque no hay carga más pesada para el hombre que su propio yo»[8-ma-5].
Dejarlo todo supone aceptar la invitación de Jesús para llenarnos cada vez más de su vida divina. «La llamada de Dios, el carácter bautismal y la gracia, hacen que cada cristiano pueda y deba encarnar plenamente la fe. Cada cristiano debe ser alter Christus, ipse Christus, presente entre los hombres»[8-ma-6]. Ese abandono no es una negación de nuestras características personales o de nuestros buenos anhelos: es, más bien, llenarnos de Dios, permitir que él toque con su Evangelio cada aspecto de nuestra vida.
EL PREMIO QUE ofrece Cristo a la entrega de los apóstoles –cien veces más y la vida eterna– supera absolutamente lo que ellos podían imaginar. Así lo había anunciado el libro de la Sabiduría: «El Señor dio a los santos la recompensa de sus trabajos, guiándolos por un camino de maravilla, y fue para ellos sombra en el día y luz de estrellas en la noche» (Sab 10,17).
«Este “cien veces más” está hecho de las cosas primero poseídas y luego dejadas, pero que se reencuentran multiplicadas hasta el infinito. Nos privamos de los bienes y recibimos en cambio el gozo del verdadero bien; nos liberamos de la esclavitud de las cosas y ganamos la libertad del servicio por amor; renunciamos a poseer y conseguimos la alegría de dar. Lo que Jesús decía: “Hay más dicha en dar que en recibir” (cf. Hch 20, 35) (...). Sólo acogiendo con humilde gratitud el amor del Señor nos liberamos de la seducción de los ídolos y de la ceguera de nuestras ilusiones. El dinero, el placer, el éxito deslumbran, pero luego desilusionan: prometen vida, pero causan muerte. El Señor nos pide el desapego de estas falsas riquezas para entrar en la vida verdadera, la vida plena, auténtica y luminosa»[8-ma-7].
«Si somos nosotros un poquito generosos –decía san Josemaría–, el Señor nos gana siempre: nos da mucho más de lo que nosotros le damos. Siempre salimos ganando; es una carta que se puede jugar bien»[8-ma-8]. Y acudía a la intercesión de santa María: «Pido a la Madre de Dios que nos sepa sonreír, que nos quiera sonreír, y nos sonreirá. Y, además, multiplicará en la tierra vuestra generosidad con el mil por uno. No sólo el ciento por uno: ¡el mil por uno!»[8-ma-9].
[8-ma-1] Santa Teresa de Calcuta, El amor más grande, New World Library, Canadá 1998, p. 40.
[8-ma-2] Francisco, Mensaje, 26-XII-2013.
[8-ma-3] Benedicto XVI, Homilía, 15-X-2006.
[8-ma-4] San Gregorio Magno, Homilía 5 sobre el Evangelio.
[8-ma-5] San Pedro Damián, Sermón 9.
[8-ma-6] San Josemaría, Conversaciones, n. 58.
[8-ma-7] Francisco, Ángelus, 11-X-2015.
[8-ma-8] San Josemaría, Notas de una reunión familiar, 13-IV-1974.
[8-ma-9] San Josemaría, Notas de una reunión familiar, 19-XI-1972.
Arnold Hall (Boston)
Arnold Hall (Boston)
Río abajo, Bolivia
Las Cumbrera (Asunción, Paraguay)
Martes X semana del tiempo ordinario
- Iluminar la oscuridad.
- Anclar nuestra tarea en Cristo.
- Sal que da sabor y conserva.
EL SEÑOR nos ofrece participar en la misión de llevar la alegría y paz a cada rincón. «Vosotros sois la sal de la tierra (...). Vosotros sois la luz del mundo» (Mt 5,13-14). Nos ha regalado la capacidad de iluminar la oscuridad. Nos permite también dar sabor a lo insípido. Esos efectos no los producimos nosotros: es Cristo quien se sirve de nosotros como instrumentos. «Mientras estoy en el mundo soy luz del mundo» (Jn 9,5), dice justo antes de curar a un ciego. Evidentemente, no se trata de una aventura fácil. No lo fue ni siquiera para Jesús, que se entregó a ella con toda su perfección de hombre y de Dios. Quizá por eso nos ayuda tanto darle las gracias por esa invitación a llenar de luz el mundo y de sabor las vidas de las personas con las que convivimos, a pesar de nuestros errores.
«No penséis que el combate al que se os llama es de poca importancia y que la causa que se os encomienda es exigua»[10-ma-1]. Es tan decisiva y apasionante que queremos contar en todo momento con su consejo y compañía. Nos interesa, y mucho, no hacer nuestra voluntad, sino la suya. Acertar con cada alma. Sabemos bien que no valen las recetas: solo él sabe en realidad lo que cada uno necesita en este momento. Nos envía para difundir su luz por todas las situaciones y todos los hogares. Es verdad que a veces la oscuridad puede darnos miedo, pero también tenemos la experiencia de que una luz, por pequeña que sea, puede hacer la oscuridad más habitable. Una cerilla encendida en un cuarto a oscuras no ilumina muchísimo, pero incluso en ese caso es una referencia segura que se ve a distancia.
«Haz brillar sobre nosotros, Señor, la luz de tu rostro» (Sal 4). En medio de la oscuridad que a veces llena el mundo, la luz de Cristo que reflejamos se hace más visible. La esperanza de que Dios está con nosotros nos empuja a dedicar a esta tarea nuestros mejores esfuerzos. A veces nos parecerá infructuoso, pero sabemos bien que ninguna semilla se pierde en esta siembra divina de paz y alegría.
COMPROBAR nuestras limitaciones puede en ocasiones empujarnos a dudar de la eficacia de nuestra colaboración con la misión del Espíritu Santo. No obstante, esos momentos nos llevan a anclar nuestra tarea en la roca que es Cristo. «Ciertamente, quien cree en Jesús no siempre ve en la vida solamente el sol, casi como si pudiera ahorrarse sufrimientos y dificultades; ahora bien, tiene siempre una luz clara que le muestra una vía, el camino que conduce a la vida en abundancia»[10-ma-2].
«Llenar de luz el mundo –decía san Josemaría–, ser sal y luz: así ha descrito el Señor la misión de sus discípulos. Llevar hasta los últimos confines de la tierra la buena nueva del amor de Dios. A eso debemos dedicar nuestras vidas»[10-ma-3]. En esta tarea de sembrar junto a Cristo, a veces nos parece lento el crecimiento y escaso el fruto. Pero a él cada pequeña oración, cada minúsculo sacrificio, le parecen un triunfo. Su sed se sacia con poco. Le basta la más mínima excusa para salvar a un bandido (cfr. Lc 23,42), para multiplicar su gracia (cfr. Mt 14,19) o para curar una traición como la de Pedro (cfr. Mt 26,75).
Se llena el apóstol entonces de paz y de audacia y escucha de labios de Jesús cómo la misión no tiene límites: «Porque no os envío a dos ciudades, ni a diez, ni a veinte; ni tan siquiera os envío a toda una nación, como en otro tiempo a los profetas, sino a la tierra y al mar, al mundo entero»[10-ma-4]. Lo que el Señor espera de nosotros es que nuestras propias debilidades no empañen la grandeza de la misión. «El cristiano es sal y luz del mundo no porque venza o triunfe, sino porque da testimonio del amor de Dios»[10-ma-5].
«VOSOTROS sois la sal de la tierra». La sal es un elemento que da sabor a los alimentos. «Esta imagen nos recuerda que, por el bautismo, todo nuestro ser ha sido profundamente transformado, porque ha sido sazonado con la vida nueva que viene de Cristo»[10-ma-6]. Pero también antiguamente la sal se usaba para preservar los alimentos. Por eso, los cristianos estamos llamados a conservar la fe que hemos recibido para transmitirla a los demás.
Una característica que tiene la sal es que, en su dosis justa, no acapara el protagonismo. No decimos «qué rica la sal», sino «qué buena es esta comida». Por eso, el discípulo es sal cuando «no busca el consentimiento y la alabanza, sino que se esfuerza por ser una presencia humilde y constructiva, en fidelidad a las enseñanzas de Jesús que vino al mundo no para ser servido, sino para servir»[10-ma-7].
En esta tarea de sazonar la tierra no estamos solos. «Jesús nos invita a no tener miedo de vivir en el mundo (...). El cristiano no puede encerrarse en sí mismo o esconderse en la seguridad de su propio recinto»[10-ma-8]. La sal, si es sosa o no se añade al alimento, no sirve para gran cosa. Por eso, podemos pedirle a la Virgen que nos llene de deseos de transmitir el sabor de una vida junto a Cristo.
[10-ma-1] San Juan Crisóstomo, Homilía 15, 6; BAC 141, 1955, p. 288.
[10-ma-2] Benedicto XVI, Vigilia de oración, 24-IX-2011.
[10-ma-3] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n.147.
[10-ma-4] San Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, 15, 6; BAC 141, 1955, p. 287.
[10-ma-5] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n.100.
[10-ma-6] San Juan Pablo II, Mensaje para la XVII Jornada Mundial de la Juventud, 25-VII-2001.
[10-ma-7] Francisco, Ángelus, 9-II-2020.
[10-ma-8] Ibíd.
Las Cumbrera (Asunción, Paraguay)
Miércoles X semana del tiempo ordinario
- Jesús revela la plenitud de la ley.
- La libertad como camino hacia el cielo.
- El Reino y las cosas pequeñas.
A JESÚS le acusaron varias veces de querer destruir la religión de Moisés y de Abraham. El Señor proclama, al contrario, que no ha venido a abolir lo anterior, sino a descubrirnos su significado pleno, a mostrarnos su alcance más profundo (cfr. Mt 5,17). Cristo descubre a sus contemporáneos –y nos lo descubre también a nosotros– la posibilidad de encontrar en los preceptos divinos un camino de auténtica libertad interior. Dios se ha revelado y nos ha dado a su Hijo para hacernos más libres. «Para esta libertad Cristo nos ha liberado –dirá san Pablo–. Manteneos, por eso, firmes, y no os dejéis sujetar de nuevo bajo el yugo de la servidumbre» (Gál 5,1).
A la luz de la nueva enseñanza de Jesús, «cada precepto revela su pleno significado como exigencia de amor, y todos se unen en el más grande mandamiento: ama a Dios con todo el corazón y ama al prójimo como a ti mismo»[10-mi-1]. «Hasta la más pequeña letra o trazo» (Mt 5,18) de la doctrina de la Iglesia, ya sea en materia dogmática, moral, litúrgica, etc., tiene como objetivo impulsarnos a amar al verdadero Dios y, por él, a las personas que nos rodean. Y el amor, también con sus normales dificultades, se da solamente en un ámbito de libertad.
Por eso Jesús puede decir que su alimento es hacer la voluntad del Padre. No se resigna a esa Voluntad, como quien quisiera hacer otra cosa, sino que la desea ardientemente, quiere identificar todas sus inclinaciones con ella, porque allí encuentra su libertad. Cristo llega incluso a dar gracias a su Padre antes de realizar el acto más grande de entrega, cuando, en la víspera de su pasión, da la vida libremente en la Eucaristía. En Dios encontramos la libertad más profunda que nos ayuda a amar más y mejor a quienes nos rodean.
«VAMOS A PENSAR lo que será el Cielo –proponía san Josemaría–. “Ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó a hombre por pensamiento cuáles cosas tiene Dios preparadas para los que le aman” (1 Cor 2,9). ¿Os imagináis qué será llegar allí, y encontrarnos con Dios, y ver aquella hermosura, aquel amor que se vuelca en nuestros corazones, que sacia sin saciar? Yo me pregunto muchas veces al día: ¿qué será cuando toda la belleza, toda la bondad, toda la maravilla infinita de Dios se vuelque en este pobre vaso de barro que soy yo, que somos todos nosotros?»[10-mi-2]. También santo Tomás de Aquino nos invitaba a ilusionarnos con el cielo como «la perfecta satisfacción de nuestros deseos, ya que allí los bienaventurados tendrán más de lo que deseaban o esperaban. La razón de ello –continuaba explicando el santo– es porque en esta vida nadie puede satisfacer sus deseos, y ninguna cosa creada puede saciar nunca el deseo del hombre»[10-mi-3].
A la vez, pensar en el cielo nos ayuda a comprender mejor la tierra, a dar el peso adecuado a las situaciones y problemas. «Puesto que el hombre sigue siendo siempre libre y su libertad es también siempre frágil, nunca existirá en este mundo el reino del bien definitivamente consolidado. Quien promete el mundo mejor que duraría irrevocablemente para siempre, hace una falsa promesa, pues ignora la libertad humana. La libertad debe ser conquistada para el bien una y otra vez»[10-mi-4].
La lucha por ser cada vez más libres en esta tierra, más llenos de Dios y menos de nuestros pequeños egoísmos, es precisamente el camino hacia el cielo. «Para caminar hacia la santidad es necesario ser libres y sentirse libres. Porque hay tantas cosas que esclavizan (...). Cuando volvemos al modo de vivir que teníamos antes del encuentro con Jesucristo, o cuando volvemos a los esquemas del mundo, perdemos la libertad (...). Como el pueblo de Dios en el desierto: cuando miraban adelante iban bien; cuando les venía la nostalgia, porque no podían comer las cosas buenas que les daban allí, se equivocaban y olvidaban que allí no tenían libertad»[10-mi-5]. Es en esta tierra en donde nos podemos preparar, con la ayuda de la gracia, a lo que después podremos vivir en el cielo: escoger siempre a Dios, libres de toda atadura o confusión.
«EL QUE QUEBRANTE uno solo de estos mandamientos, incluso de los más pequeños, y enseñe a los hombres a hacer lo mismo, será el más pequeño en el Reino de los Cielos. Por el contrario, el que los cumpla y enseñe, ése será grande» (Mt 5,19). ¿Qué relación pueden tener los preceptos más pequeños con el Reino de los Cielos? Jesús relaciona la lucha por la santidad con la capacidad de amar y ser amados en lo cotidiano. El cielo, en definitiva, es una cuestión de cuánto le dejamos a Dios ser nuestro Padre amoroso en cada momento del día, de cuánto nos sabemos acompañados hasta en las cosas más pequeñas. Cumple esos pequeños mandamientos quien se levanta una y otra vez, quien no se cansa de luchar en lo mismo, quien es sincero consigo mismo y con Dios para reconocerse necesitado. Cumple esos pequeños mandamientos quien, sabiendo dar prioridad a lo que es más importante, se da cuenta de que al amor no se le escapa nada.
«Alguno puede tal vez imaginar que en la vida ordinaria hay poco que ofrecer a Dios: pequeñeces, naderías. Un niño pequeño, queriendo agradar a su padre, le ofrece lo que tiene: un soldadito de plomo descabezado, un carrete sin hilo, unas piedrecitas, dos botones: todo lo que tiene de valor en sus bolsillos, sus tesoros. Y el padre no considera la puerilidad del regalo: lo agradece y estrecha al hijo contra su corazón, con inmensa ternura. Obremos así con Dios, que esas niñerías —esas pequeñeces— se hacen cosas grandes, porque es grande el amor: eso es lo nuestro, hacer heroicos por Amor los pequeños detalles de cada día, de cada instante»[10-mi-6]. María siempre dice que sí a todo lo que su hijo le pide porque sabe que, así, Dios le regala su alegría y su felicidad. Podemos pedirle a nuestra Madre que crezca en nosotros la sabiduría para ver con esos mismos ojos la voluntad de Dios.
[10-mi-1] Francisco, Ángelus, 16-II-2014.
[10-mi-2] San Josemaría, Notas tomadas de una reunión familiar, 22-X-1960.
[10-mi-3] Santo Tomás de Aquino, Sobre el Credo, 1. c., III.
[10-mi-4] Benedicto XVI, Spe salvi, n. 24.
[10-mi-5] Francisco, Homilía, 29-V-2018.
[10-mi-6] San Josemaría, Cartas 1, n. 19.
Las Cumbrera (Asunción, Paraguay)
Jueves X semana del tiempo ordinario
- Reconciliarse con los demás.
- Aceptar las debilidades propias y ajenas.
- Mirar con comprensión maternal.
«SI AL LLEVAR tu ofrenda al altar recuerdas que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar, vete primero a reconciliarte con tu hermano, y vuelve después para presentar tu ofrenda» (Mt 5,23-24). La Eucaristía, el sacramento del altar, tiene el poder de transformar nuestras relaciones con los demás; Jesús nos pide que amemos como él, y se queda bajo las formas de pan y de vino para que ese amor sea posible. La nueva alianza sellada con la sangre de Cristo nos puede hacer capaces de reconciliarnos con quienes nos hemos alejado.
«Este cariño que os tengo, hijos, no es caridad oficial, seca –decía san Josemaría–; es caridad verdadera y cariño humano sensible porque sois mi tesoro»[10-j-1]. Hay en estas palabras un eco de aquellas de san Pablo: «No ceso de dar gracias por vosotros, al recordaros en mis oraciones» (Ef 1,16). «Cada persona es digna de nuestra entrega. No por su aspecto físico, por sus capacidades, por su lenguaje, por su mentalidad o por las satisfacciones que nos brinde, sino porque es obra de Dios, criatura suya. Él la creó a su imagen, y refleja algo de su gloria. Todo ser humano es objeto de la ternura infinita del Señor, y Él mismo habita en su vida»[10-j-2].
Por el contrario, mantener rencillas con otras personas nos aleja también de Dios, no damos espacio para que nos inunde su paz. Podemos pedir al Señor la disposición de los santos para reconocer la imagen divina en nuestros hermanos y, así, unirnos cada vez más a Dios en la santa Misa.
«TODO EL que se llene de ira contra su hermano será reo de juicio» (Mt 5,22). El Señor nos muestra la fuente de casi todos los conflictos: nuestra poca capacidad para comprender las debilidades propias y ajenas. Detrás de un juicio demasiado severo con los demás, no es raro encontrarnos con errores personales no descubiertos del todo. «El dedo que señala y el juicio que hacemos de los demás son a menudo un signo de nuestra incapacidad para aceptar nuestra propia debilidad, nuestra propia fragilidad»[10-j-3].
El Catecismo de la Iglesia nos recomienda un camino seguro: «Interpretar, en cuanto sea posible, en un sentido favorable los pensamientos, palabras y acciones del prójimo»[10-j-4]. El pecado, al ser un alejamiento de Dios y de los demás, lleva una pena en sí mismo. Con sus palabras, Jesús nos pone delante de las consecuencias intrínsecas de la incomprensión hacia los demás: nosotros mismos quedamos atrapados por los juicios que hacemos.
Muy diferente es la mirada divina que queremos desarrollar nosotros también. Con la ayuda de la Eucaristía, podemos alcanzar el perdón nuestro y de los demás. Jesús asume los errores de todos, nuestras faltas y pecados. Cuando ayudamos a los demás en lugar de juzgarlos, somos receptores de la caridad infinita que se aplicará a sus heridas, del ungüento divino que es capaz de curar cualquier dolor y sufrimiento.
«PUESTOS en camino nos chocamos, indefectiblemente, con el hombre herido»[10-j-5]. Es imposible que no encontremos fragilidad en nuestra vida. Sin embargo, esas heridas pueden ser un momento de gracia si aprendemos a descubrir cómo es la reacción divina ante ese dolor y ese sufrimiento: «Siguiendo el ejemplo del Señor, comprended a vuestros hermanos con un corazón muy grande, que de nada se asuste, y queredlos de verdad. Yo os quiero como os quieren vuestras madres (...). Al ser muy humanos, sabréis pasar por encima de pequeños defectos y ver siempre, con comprensión maternal, el lado bueno de las cosas»[10-j-6].
«La lengua ha de ser también transformada, purificada. La lengua da sonido a la música que suena en el corazón»[10-j-7]. Si no hemos logrado hacer nuestra la mirada compasiva de Jesús, no es extraño que, al final del día, acumulemos algunos juicios críticos hacia los demás. Por eso, el mejor lugar para albergar a quienes nos rodean no es solo nuestra cabeza, sino también en el corazón; es en la oración y en el examen de conciencia donde podemos pedir a Dios que transforme cualquier crítica o queja, en deseos de comprender y querer a nuestros hermanos tal como ellos son, y no como nos gustaría que fuesen.
Una madre es incapaz de pensar mal de un hijo suyo, siempre encuentra una excusa que lo justifica. María tiene esa misma actitud con cada uno de nosotros. Podemos acudir a ella para que nos ayude a tener esa mirada con las personas que están cerca de nosotros.
[10-j-1] San Josemaría, citado en Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, tomo III, Rialp, p. 399, nota 22.
[10-j-2] Francisco, Evangelii Gaudium, n. 274.
[10-j-3] Francisco, Patris Corde, n. 2.
[10-j-4] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2478.
[10-j-5] Francisco, Fratelli tutti, n. 69.
[10-j-6] San Josemaría, Carta 27, n. 35.
[10-j-7] Mons. Fernando Ocáriz, A la luz del Evangelio, “La murmuración banalizada”.
Las Cumbrera (Asunción, Paraguay)
Viernes - X semana de tiempo ordinario
- La plenitud de las Bienaventuranzas.
- Buscar la pureza de corazón.
- Quitar lo que estorba.
EL SERMÓN DE LA MONTAÑA es el primero de los cinco grandes discursos en los que san Mateo reúne las enseñanzas de Jesús sobre el Reino de Dios. El pórtico de este discurso es la proclamación de las Bienaventuranzas (Mt 5,1-11): en ellas «nos da los nuevos mandamientos, que no son normas sino que señalan el camino de la felicidad que él nos propone»[10-v-1]. Al hacerlas vida de nuestra vida, quienes seguimos a Cristo nos podemos convertir, con su ayuda, en sal de la tierra y luz del mundo.
Con las Bienaventuranzas como telón de fondo, el Señor interpreta los principales preceptos de la ley. Quiere extraer todo su contenido mediante una serie de antítesis entre los mandamientos antiguos y su nueva manera de proponerlos: «Habéis oído que se dijo… pero yo os digo». Su manera de expresarse –«yo os digo»– creaba gran impresión entre la gente porque equivalía a reivindicar para sí mismo la autoridad de Dios. A lo dicho por Moisés, Jesús añade la novedad, lo lleva a la plenitud.
El Señor no anula los mandamientos de la ley, sino que los interioriza, los ilumina de tal modo que puedan verdaderamente conformar nuestro corazón al de Dios. Para sus discípulos, «las palabras de Jesús, amorosas y a la vez exigentes»[10-v-2], son un programa de santidad: «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48). «Es verdad: Jesús es un amigo exigente que indica metas altas»[10-v-3], ciertamente más elevadas que las de Moisés, llega hasta las últimas consecuencias. Para Jesús, cada mandamiento adquiere pleno significado como una exigencia del amor, y todos se unen en el más grande de todos: amar a Dios con todo el corazón y al prójimo como a uno mismo (cfr. Mt 22,36-40). El amor es exigente y allí está su belleza.
«HABÉIS OÍDO que se dijo: No cometerás adulterio. Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya ha cometido adulterio en su corazón» (Mt 5,27). Comentando este versículo, advertía san Gregorio Magno: «Debemos, pues, vigilarnos, porque no debe verse aquello que no es lícito desear»[10-v-4]. Los preceptos del Señor no son arbitrarios; al contrario, responden a los deseos del corazón del hombre ya que, al conocernos íntimamente, Dios nos manda lo que es verdadero camino de felicidad. Previamente, al inicio del discurso, el Maestro había asegurado que serán bienaventurados aquellos que sean verdaderamente «limpios de corazón» (Mt 5,8).
Con esta bienaventuranza el Señor nos invita a identificar nuestra mirada con la suya; a formar una interioridad que lleve a dirigir nuestros afectos y pensamientos a él. Limitar la pureza de corazón solamente a combatir tentaciones e impulsos desordenados podría llevar a concebirla como un peso. Nos hace perder de vista que, en realidad, la vida con Dios nos llena de un «Amor que sacia sin saciar»[10-v-5] nuestros deseos más profundos. Cuando el rey David suplica «Oh Dios, crea en mí un corazón puro» (Sal 51[50],12), está pidiendo la capacidad de gustar y disfrutar con lo verdaderamente valioso, y no solamente con lo efímero.
«No basta detenerse “en la superficie” de las acciones humanas, es necesario penetrar precisamente en el interior»[10-v-6]. En la lucha contra el pecado, el Señor va a la raíz, apunta al corazón, porque es donde se fragua la bondad o maldad de nuestros actos. «Examina con sinceridad tu modo de seguir al Maestro –sugiere san Josemaría–. Considera si te has entregado de una manera oficial y seca, con una fe que no tiene vibración; si no hay humildad, ni sacrificio, ni obras en tus jornadas; si no hay en ti más que fachada y no estás en el detalle de cada instante..., en una palabra, si te falta Amor»[10-v-7].
«SI TU OJO derecho te escandaliza, arráncatelo y tíralo; porque más te vale que se pierda uno de tus miembros que no que todo tu cuerpo sea arrojado al infierno» (Mt 5,29). Las palabras del Señor, con imágenes que impactan, nos exhortan «a no pactar con el mal (...). Jesús es radical en esto, exigente, pero por nuestro bien, como un buen médico. Cada corte, cada poda, es para crecer mejor y llevar fruto en el amor. Preguntémonos entonces: ¿Qué hay en mí que contrasta con el Evangelio? ¿Qué quiere Jesús, en concreto, que corte en mi vida?»[10-v-8].
«No tengas la cobardía de ser valiente, ¡huye!»[10-v-9], aconseja san Josemaría. Para seguirle en el camino, algunas veces necesitaremos huir de las ocasiones que nos alejan del amor, y prescindir de lo que nos estorba. Hemos adquirido un tesoro escondido por el que estamos dispuestos a vender todo lo demás, aun cosas que sabemos que son buenas. «La fidelidad se manifiesta especialmente cuando supone esfuerzo y sufrimiento»[10-v-10], y exige, a veces, renuncias. Decía san Agustín: «En aquello que se ama, o no se siente la dificultad o se ama la misma dificultad (...). Los trabajos de los que aman nunca son penosos»[10-v-11].
María vivió los momentos de gozo y de dolor con el mismo amor. Podemos pedirle que interceda por nosotros para que también afrontemos todas esas situaciones sabiendo que todo lo que Dios nos pide es para tenernos más cerca de él.
[10-v-1] Francisco, Audiencia, 29-I-2020.
[10-v-2] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 33.
[10-v-3] San Juan Pablo II, Mensaje, 15-VIII-1996, n. 3.
[10-v-4] San Gregorio Magno, Moralia, 21, 2.
[10-v-5] San Josemaría, Amigos de Dios, n.208.
[10-v-6] San Juan Pablo II, Audiencia General, 16-IV-1980.
[10-v-7] San Josemaría, Forja, n. 930.
[10-v-8] Francisco, Ángelus, 26-IX-2021.
[10-v-9] San Josemaría, Camino, n. 132.
[10-v-10] Mons. Fernando Ocáriz, Carta Pastoral, 19-III-2022, n. 3.
[10-v-11] San Agustín, De bono viduitatis, 21, 26.
Las Cumbrera (Asunción, Paraguay)
Las Cumbrera (Asunción, Paraguay)
Torreciudad
Lunes - XI semana de tiempo ordinario
- El contraste entre Ajab y Nabot.
- Una verdadera y una falsa prudencia.
- La justicia de Cristo.
POR AQUEL TIEMPO, Ajab, rey de Israel, había salido victorioso de una campaña militar difícil, frente al rey de Siria. Dios, después de guiarlo a través de un profeta, le dio la victoria. Pero una vez obtenida, Ajab decidió actuar por su cuenta, sin contar con Dios. Después de ser recriminado por esta conducta, «el rey de Israel se marchó a casa triste y enfadado» (1 Re 20,43). No entiende que su desazón se debe a su vivir lejos de Dios, e intenta remediar su tristeza satisfaciendo sus antojos. Después de este episodio, la Sagrada Escritura nos cuenta también que «Nabot tenía una viña en Yizreel, situada junto al palacio de Ajab. Habló Ajab a Nabot proponiéndole: “Dame tu viña para tenerla como huerto, pues está contigua a mi casa, y yo te daré a cambio otra viña mejor o, si prefieres, te pagaré su precio en plata”» (1 Re 21, 1-2). Nabot se negó a entregar la heredad de sus padres, como exigía la Ley de Moisés, y, otra vez, «Ajab volvió a su casa triste y enfadado. Se acostó en su cama, ocultó el rostro y no probó alimento» (1 Re 21,4). Nuevamente, Ajab no entiende. Le parece incomprensible la conducta de Nabot, hombre recto, que se rige por unas convicciones más profundas, que no están a merced del vaivén de la utilidad o del placer superficiales.
«Nabot era feliz –dice san Ambrosio– porque, aunque pobre y débil frente a la prepotencia del rey, era tan rico en sus sentimientos y en su religiosidad que no aceptó el dinero del rey a cambio de la viña heredada de sus padres. En cambio Ajab era un mísero, incluso a su propio juicio»[11-l-1].Nabot aparece como un hombre libre, entero; mientras Ajab, con todo su poder, nos pone delante de los ojos la imagen, que a veces puede ser la nuestra, del hombre que se deja llevar por las circunstancias, sin otro norte que el estado de ánimo o el capricho del momento. «La dignidad humana requiere que el hombre actúe según su conciencia y libre elección, es decir, movido e inducido por una convicción interna personal y no bajo la presión de un ciego impulso interior o de la mera coacción externa»[11-l-2]. Si era preciosa la viña de Nabot, más lo era su alma. Había cultivado bien su libertad, procurando unirse a Dios con todo su corazón y produciendo como frutos sabrosos las virtudes que hacen feliz al hombre.
¡QUÉ DISTINTAS aparecen las virtudes del hombre justo, especialmente la prudencia, cuando las comparamos con la determinación y la astucia de Jezabel, mujer de Ajab! También ella se avergüenza de la falta de carácter de su marido, así que despliega sus talentos para hacerle alcanzar la viña de Nabot. «Escribió las cartas en nombre de Ajab, las selló con su sello y las envió a los ancianos y a los notables de la ciudad que vivían cerca de Nabot. En las cartas escribió lo siguiente: “Proclamad ayuno y haced sentar a Nabot a la cabeza del pueblo. Haced sentar contra él a dos hombres, hijos de Belial, para que testimonien diciendo: ‘Has maldecido a Dios y al rey’. Entonces sacadlo, apedreadlo y que muera”» (1 Re 21, 8-10). Cuando hubieron cumplido sus órdenes, Jezabel «dijo a Ajab: “Levántate, aprópiate de la viña de Nabot, el yizreelita, la que él se negó a darte por dinero, pues Nabot ya no vive; ha muerto”» (1 Re 21, 15).
Llama la atención el carácter de esta mujer que mandó eliminar a los profetas de Israel, hizo temer y puso en fuga al mismo Elías, arrastró a su marido y a todo el pueblo al culto de Baal. Jezabel se mueve con precisión y sangre fría entre los entresijos de la ley, teje una limpia estratagema que le permite perpetrar aquel crimen sin manchar sus manos ni las de su marido. Pero esta injusticia nos enseña que ni su astucia es prudencia, ni su determinación es fortaleza, ni su autodominio es templanza. Cerrada a la verdad de Dios, Jezabel se desentiende de la justicia, y pone sus cualidades al servicio de sus propios caprichos, causando la infelicidad propia y la de quienes la rodean.
Esta prudencia que se desentiende de Dios suele ser conocida como la «prudencia de la carne». Al contrario, «la verdadera prudencia es la que permanece atenta a las insinuaciones de Dios y, en esa vigilante escucha, recibe en el alma promesas y realidades de salvación (...). Por la prudencia el hombre es audaz, sin insensatez; no excusa, por ocultas razones de comodidad, el esfuerzo necesario para vivir plenamente según los designios de Dios. La templanza del prudente no es insensibilidad ni misantropía; su justicia no es dureza; su paciencia no es servilismo»[11-l-3].
ANTE UNA conducta como la de Ajab y Jezabel con Nabot, podemos experimentar indignación y desear que se haga justicia. Por eso, nos pueden sorprender las palabras de Jesús en el Evangelio: «No repliquéis al malvado; por el contrario, si alguien te golpea en la mejilla derecha, preséntale también la otra. Al que quiera entrar en pleito contigo para quitarte la túnica, déjale también el manto. A quien te pida, dale; y no rehuyas al que quiera de ti algo prestado» (Mt 5, 39-40.42).
No es necesario suavizar las palabras del Señor. En efecto, Jesús nos anima a vivir con una libertad inmensa, propia de quien tiene en Dios su tesoro, y con él, posee todo. Una persona así está dispuesta a ceder cualquier cosa por el bien de los demás. Y esto no es incompatible con la justicia, esa virtud que se caracteriza, precisamente, por procurar el bien del otro. Nada más lejos de la justicia que esa caricatura que la pinta como una virtud egoísta, preocupada solo por proteger y reivindicar lo propio. La primera palabra de la justicia no es mío, sino tuyo. Santo Tomás de Aquino asegura que es la virtud que nos abre al prójimo y nos hace descubrir en él a una persona, empujándonos a procurar su bien activamente[11-l-4].
Nabot era justo porque amaba la ley de Dios, fuente de la más elevada justicia, y la heredad de sus padres, que debía conservar para sus hijos; y las defendió del capricho ilegítimo de un rey. Al final, aunque no parezca a primera vista, salió ganando, «porque es mejor padecer por hacer el bien, si esa es la voluntad de Dios, que por hacer el mal» (1 Pe 3,13-17). Así exhortaba repetidas veces el apóstol Pedro a los primeros cristianos, poniéndoles siempre como modelo a Jesús, que dio su vida por nosotros. En la muerte de Cristo cobran su pleno sentido la muerte de Nabot y toda injusticia. Santa María, que se formó en la mejor tradición del pueblo de Israel, nos ayudará a tener un corazón sabio, que encuentre en la adhesión a Dios su delicia, y se desborde con los demás en obras de justicia llenas de caridad.
[11-l-1] San Ambrosio, De officiis, 2, 5.17.
[11-l-2] Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, n. 17.
[11-l-3] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 87.
[11-l-4] Cfr. Santo Tomás de Aquino, S. Th. II-II, q. 58, a. 2, co.
Torreciudad
Martes - XI semana de tiempo ordinario
- El valor de reconocer el mal cometido.
- Buscar la justicia de Dios.
- La alegría de toda conversión.
«APENAS SUPO Ajab de la muerte de Nabot, se levantó para bajar a la viña y apropiarse de ella» (1 Re 21,16). Entonces Dios envió al profeta Elías, para que hiciese ver al rey la gravedad de su delito: «¡Has asesinado y además has robado! Esto dice el Señor: “En el lugar en el que los perros han lamido la sangre de Nabot, van a lamer también la tuya”. Ajab respondió a Elías: “Enemigo mío, me has descubierto”» (1 Re 21,19-20). En un primer momento, Ajab apenas reacciona, y considera la denuncia de aquel profeta como una cuestión personal. Pero Elías pone enseguida las cosas en su verdadero plano: «Te he descubierto porque te has vendido haciendo el mal a los ojos del Señor». Y ese mal que tú y tu mujer habéis cometido, traerá la desgracia sobre vosotros y sobre todos los de vuestra casa (cf. 1 Re 21, 21-24).
Ajab reconoció la voz del Señor en estas palabras del profeta, así que «rasgó sus vestiduras, se vistió de saco y ayunó; dormía con el saco y andaba abatido» (1 Re 21,27). ¡Qué distinta esta tristeza, de aquella que, antes, le había llevado a hacer el mal! Es el suyo un dolor bueno, que manifiesta arrepentimiento, buena voluntad, que agrada a Dios y le permite volcar su misericordia: «¿Has visto cómo se ha humillado Ajab ante mí? Por haberse humillado ante mí, no traeré el mal en sus días» (1 Re 21,29).
Conmueve ver la paciencia con la que Dios interviene en la vida de este rey, llena de encuentros y desencuentros. Vemos cómo Dios respeta la libertad de los hombres, y cómo nuestras acciones repercuten, para bien o para mal, en la manera en la cual moldeamos nuestra vida, en las personas que nos rodean y en el mundo. «El juicio de la conciencia lleva a asumir la responsabilidad del bien realizado y del mal cometido; si el hombre comete el mal, el justo juicio de su conciencia es en él testigo de la verdad universal del bien, así como de la malicia de su decisión particular. Pero el veredicto de la conciencia queda en el hombre incluso como un signo de esperanza y de misericordia. Mientras demuestra el mal cometido, recuerda también el perdón que se ha de pedir, el bien que hay que practicar y las virtudes que se han de cultivar siempre, con la gracia de Dios»[11-ma-1].
«HEBÉIS OÍDO que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre buenos y malos, y hace llover sobre justos y pecadores» (Mt 5,43-45). Jesús nos anima a aprender de la misericordia de Dios, que descubrimos en el episodio de la viña de Nabot y en tantos otros pasajes de la Escritura. Dios nunca se olvida del hombre, por grande que sea su culpa; busca siempre la conversión de quien yerra, que es la mejor manera de restablecer una justicia más alta. Además, nos anima a cooperar con él en esta tarea que, muchas veces, requiere un cambio de mentalidad por nuestra parte.
«Pienso en quienes están encerrados en la cárcel. Jesús no se ha olvidado de ellos. Poniendo la visita a los encarcelados entre las obras de misericordia, ha querido invitarnos, ante todo, a no erigirnos jueces de nadie. Un cristiano está llamado a hacerse cargo de la otra persona, para que quien se haya equivocado comprenda el mal hecho y vuelva en sí mismo (...). Todos necesitan cercanía y ternura, porque la misericordia de Dios cumple prodigios. Cuántas lágrimas he visto caer por las mejillas de reclusos que quizás jamás habían llorado en su vida; y esto solo porque se sintieron acogidos y amados»[11-ma-2].
Estamos llamados a ver a Cristo también en quienes han sido considerados deudores según la justicia humana. San Josemaría, al considerar ese mandato del Señor de encontrarlo en los hambrientos, en los sedientos y en los encarcelados, comentaba que mientras eso no suceda «vives muy lejos de Dios con tu falsa piedad, aunque mucho reces»[11-ma-3]. Alcanzar esa justicia más alta de Dios, que ansía la conversión de todos porque ama a todos, tiene su inicio en nuestra propia conversión. Es en nuestro interior en donde, empujados por la gracia, podemos dar inicio a esa gran reconciliación.
ESTE DESEAR, con nuestro Padre Dios, la conversión de quien yerra, no se opone al deseo de que se haga justicia. Queremos que desaparezca el mal, y que se anulen sus consecuencias, para que sea restablecida la justicia, pero sin destruir a la persona que lo ha cometido. Seguimos la lógica de Dios, que no quiere «la muerte del pecador, sino que se convierta de su camino y viva» (Ez 33,11). Movidos por este ejemplo, «hemos de comprender a todos, hemos de convivir con todos, hemos de disculpar a todos, hemos de perdonar a todos. No diremos que lo injusto es justo, que la ofensa a Dios no es ofensa a Dios, que lo malo es bueno. Pero, ante el mal, no contestaremos con otro mal, sino con la doctrina clara y con la acción buena: ahogando el mal en abundancia de bien»[11-ma-4].
No es contrario a la misericordia el castigo del mal cometido, que favorece la conversión del que se equivoca. Lo que se opone propiamente a la misericordia es la envidia, esa tristeza por el bien ajeno que revela la mezquindad del corazón[11-ma-5]. Dios quiere que nos alegremos por la conversión del pecador, como se alegra el pastor que encuentra la oveja perdida (cf. Lc 15,4-7), o el padre por el regreso del hijo pródigo (cf. Lc 15,11-31). ¡Qué maravilla compartir la alegría de Dios por cada pequeño gesto de conversión nuestro o de quienes nos rodean! «Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero había que celebrarlo y alegrarse» (Lc 15, 31).
«Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5, 48), nos dice Jesús hoy en el evangelio. María, que es Espejo de justicia y Madre de misericordia, nos ayudará a tener siempre un corazón grande, capaz de compadecer y de curar, para que se asemeje cada vez más a la perfección del corazón de Dios.
[11-ma-1] San Juan Pablo II, Veritatis splendor, n. 61.
[11-ma-2] Francisco, Audiencia, 9-XI-2016.
[11-ma-3] San Josemaría, Surco, n. 744.
[11-ma-4] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 182.
[11-ma-5] Cfr. Santo Tomás de Aquino, S. Th., II-II, q. 30, a. 3, ad 2.
Torreciudad
Miércoles - XI semana de tiempo ordinario
- Muchos santos nos acompañan.
- El recuerdo de quienes conocieron a san Josemaría.
- Cada uno tiene su propio camino de santidad.
«EL SEÑOR iba a arrebatar a Elías a los cielos en un torbellino» (2 Re 2,1). Era cosa sabida, y allá donde iban, todos decían a Eliseo, que acompañaba al profeta: «¿Sabes que el Señor va a arrebatar hoy a tu amo por encima de tu cabeza?» (2 Re 2,3.5). «También yo lo sé. Guardad silencio» (ibid), respondía Eliseo, que no se separaba de su maestro. Un día que marcharon ellos dos solos, «se detuvieron junto al Jordán. Elías se quitó el manto, lo dobló y golpeó las aguas, que se separaron a un lado y a otro; y los dos pasaron por tierra seca. Cuando hubieron pasado dijo Elías a Eliseo: “Pide qué he de hacer por ti antes de que sea arrebatado de tu lado”» (2 Re 7-9).
La separación es inminente. Ahora que Eliseo sabe que el profeta está para marcharse, expresa humildemente el deseo de que aquella presencia no lo abandone completamente: «Por favor, que yo reciba dos partes de tu espíritu» (2 Re 2,9). No se atreve a pedirlo todo. Eliseo no pretende ser como su maestro, pero no quiere dejar de contar con aquella fuerza de Dios. Se está bien al lado de los santos, porque de alguna manera nos hacen al Señor más cercano. «Toda la historia de la Iglesia está marcada por estos hombres y mujeres que con su fe, con su caridad, con su vida han sido faros para muchas generaciones, y lo son también para nosotros. Los santos manifiestan de diversos modos la presencia poderosa y transformadora del Resucitado»[11-mi-1].
«No pensemos solo en los ya beatificados o canonizados. El Espíritu Santo derrama santidad por todas partes, en el santo pueblo fiel de Dios (...). Me gusta ver la santidad en el pueblo de Dios paciente: a los padres que crían con tanto amor a sus hijos, en esos hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a su casa, en los enfermos, en las religiosas ancianas que siguen sonriendo. En esta constancia para seguir adelante día a día, veo la santidad de la Iglesia militante (...). La santidad es el rostro más bello de la Iglesia»[11-mi-2].
«HAS PEDIDO algo muy difícil –respondió Elías a la petición de Eliseo–. Si me ves cuando sea arrebatado de tu lado, se te concederá» (2 Re 2,10). Continuaron «andando y hablando y, de pronto, un carro de fuego con caballos de fuego se interpuso entre ambos, y Elías fue arrebatado a los cielos en un torbellino. Eliseo lo veía y gritaba: “¡Padre mío, padre mío, carro y auriga de Israel!”. Y ya no lo vio más. Entonces agarró sus propias vestiduras y las rasgó en dos pedazos» (2 Re 2,11).
La sensación que experimentó Eliseo quizás fue similar a la que experimentaron los discípulos cuando Jesús subió al cielo el día de la Ascensión, y, salvando las distancias, a la de quienes han vivido junto a personas santas y las han visto partir. Conmueve ver cómo, por ejemplo, quienes conocieron a san Josemaría, han mantenido siempre vivo el dolor de la separación y el recuerdo agradecido de los momentos compartidos. El beato Álvaro, que convivió estrechamente con él tanto años, lo explicaba así: «Nuestro Padre nos había engendrado a la vida sobrenatural de la vocación divina, nos había alimentado con su espíritu, nos formó y nos confirmó en la fe, nos sostuvo con seguridad cuando todo se volvía duda en torno de nosotros, dirigió nuestros pasos, nos dio el calor de su corazón enamorado de Dios, nos consoló en las penas y llenó de alegría nuestro caminar, nos enseñó a querer, injertó nuestra debilidad en su fortaleza haciendo así posible nuestra lealtad. Por eso, porque de tal manera vivíamos de su misma vida y como a sus expensas, cuando el Señor le llamó a su definitiva presencia aquel 26 de junio, por un breve instante a más de uno pudo parecer que todo moría para nosotros»[11-mi-3]. Solo un breve instante, lo que basta para darse cuenta de que Dios no abandona a los suyos.
Eliseo «recogió el manto de Elías, que se le había caído a este de encima. Volvió y se detuvo a la orilla del Jordán. Tomó el manto de Elías y golpeó las aguas diciendo: “¿Dónde está el Señor, Dios de Elías?” Entonces golpeó las aguas, que se retiraron a un lado y a otro, y Eliseo pasó. Cuando los discípulos de los profetas que estaban en frente, en Jericó, lo vieron, exclamaron: “El Espíritu de Elías reposa sobre Eliseo”» (2 Re 2, 13-15). Y Eliseo comenzó su actividad, en continuidad con aquella de su maestro.
LA ACTIVIDAD de Eliseo, aunque no fue tan espectacular como la de Elías, supuso igualmente la manifestación de la presencia de Dios en medio de su pueblo. Se caracterizó por sus tonos peculiares, como una particular cercanía, especialmente hacia los más necesitados. Aunque Eliseo había pedido dos partes del espíritu de Elías, en realidad sencillamente sucede que el espíritu se manifiesta de manera diferente en cada persona. Como dijo Juan Bautista: Dios «da el Espíritu sin medida» (Jn 3,34). «Hay, sí, diversidad de dones, pero el Espíritu es el mismo (...), que distribuye a cada uno según quiere» (1 Cor 12,4.11).
«Tú tienes que descubrir quién eres y desarrollar tu forma propia de ser santo, más allá de lo que digan y opinen los demás. Llegar a ser santo es llegar a ser más plenamente tú mismo, a ser ese que Dios quiso soñar y crear, no una fotocopia. Tu vida debe ser un estímulo profético, que impulse a otros, que deje una marca en este mundo, esa marca única que sólo tú podrás dejar»[11-mi-4]. El Señor nos empuja a asumir sin miedo nuestra personalísima misión en el mundo, impulsándonos en las vidas de los santos. «Se trata de una llamada a que cada uno de nosotros, con sus recursos espirituales e intelectuales, con sus competencias profesionales o su experiencia de vida, y también con sus límites y defectos, se esfuerce en ver los modos de colaborar más y mejor en la inmensa tarea de poner a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas»[11-mi-5].
Nosotros nos insertamos, por la misericordia de Dios, en esta cadena de gracia y generosidad que recorre la historia de la salvación. Podemos pedir, con san Josemaría, «que en cada uno esté el espíritu de María»[11-mi-6]. Así iremos por el mundo sin miedo, viviendo nuestra personal aventura divina.
[11-mi-1] Benedicto XVI, Audiencia, 13-IV-2011.
[11-mi-2] Francisco, Gaudete et exsultate, nn. 6-9.
[11-mi-3] Beato Álvaro del Portillo, Carta pastoral, 1-VI-1976, n. 97.
[11-mi-4] Francisco, Christus vivit, n. 162.
[11-mi-5] Mons. Fernando Ocáriz, Mensaje, 7-VII-2017.
[11-mi-6] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 281.
Torreciudad
Jueves - XI semana de tiempo ordinario
- Una fuerza de bien en el mundo.
- Oración y santidad.
- Llegar al Padre por Cristo.
«¡QUÉ GLORIOSO fuiste, Elías, con tus prodigios! ¿Quién puede jactarse de ser como tú? ¡Dichosos los que te vieron y los que han muerto en tu amistad» (Sir 48,4.11). El libro del Sirácide canta las alabanzas del «profeta Elías, semejante al fuego, cuya palabra quemaba como una antorcha» (Sir 48,1); y también las del profeta Eliseo, pues «apenas fue envuelto Elías en el torbellino, Eliseo fue llenado de su espíritu. En su vida no tembló ante príncipes, y nadie pudo dominarle. No hubo nada que le superase. En vida realizó prodigios, y tras su muerte sus obras fueron maravillosas» (Sir 48,13-15).
Ante ejemplos tan deslumbrantes, podríamos pensar que la verdadera santidad es un ideal lejano, improponible para personas corrientes. Sin embargo, el mismo libro de la Escritura afirma con claridad que «también nosotros alcanzaremos sin duda la vida» (Sir 48,12): albergaremos esa vida sobrenatural, esa vida de Dios que es la santidad. De san Josemaría aprendemos precisamente que «la santidad es el contacto profundo con Dios: es hacerse amigo de Dios, dejar obrar al Otro, el Único que puede hacer realmente que este mundo sea bueno y feliz. Cuando Josemaría Escrivá habla de que todos los hombres estamos llamados a ser santos –comentaba el entonces cardenal Ratzinger–, me parece que en el fondo está refiriéndose a su personal experiencia, porque nunca hizo por sí mismo cosas increíbles, sino que se limitó a dejar obrar a Dios. Y por eso ha nacido una gran renovación, una fuerza de bien en el mundo, aunque permanezcan presentes todas las debilidades humanas»[11-j-1].
Por la misericordia de Dios, cada uno de nosotros formamos parte de esa «gran renovación», de esa «fuerza de bien en el mundo»: hemos sido llamados a ser santos en lo ordinario, pero santos de altar.
DIOS QUIERE hacer cosas grandes a través de nosotros. Para eso solamente nos pide que, «con delicadeza de enamorados»[11-j-2], cuidemos nuestra unión con él . Y el secreto para mantener viva esa relación en la que se fragua nuestra santidad es la oración. «El santo es una persona con espíritu orante, que necesita comunicarse con Dios (...). No creo en la santidad sin oración (...). Esto no es solo para pocos privilegiados, sino para todos, porque todos tenemos necesidad de este silencio penetrado de presencia adorada. La oración confiada es una reacción del corazón que se abre a Dios frente a frente, donde se hacen callar todos los rumores para escuchar la suave voz del Señor que resuena en el silencio. En ese silencio es posible discernir, a la luz del Espíritu, los caminos de santidad que el Señor nos propone»[11-j-3].
Jesús nos enseña precisamente cómo es la oración que agrada a Dios: «Al orar, no empleéis muchas palabras como los gentiles, que piensan que por su locuacidad van a ser escuchados. No seáis como ellos, porque bien sabe vuestro Padre de qué tenéis necesidad antes de que se lo pidáis. Vosotros, en cambio, orad así…» (Mt 6,7-9); y nos enseña Jesús las palabras del Padrenuestro, «resumen de todo el Evangelio»[11-j-4] y «corazón de las Sagradas Escrituras»[11-j-5]. «La oración dominical es la más perfecta de las oraciones –enseña santo Tomás de Aquino. (...) En ella, no sólo pedimos todo lo que podemos desear con rectitud, sino además según el orden en que conviene desearlo. De modo que esta oración no sólo nos enseña a pedir, sino que también llena toda nuestra afectividad»[11-j-6].
Jesús quiere que sintamos muy viva la fuerza de nuestra filiación, lo grande que es el amor de Dios Padre por cada uno de nosotros. Por eso, nos anima a dirigirnos a Dios con confianza de hijos: la conciencia viva de nuestra filiación nos hace estar seguros ante cualquier circunstancia, y nos permite lanzarnos a la aventura.
«TU VIDA –decía san Josemaría– ha de ser oración constante, diálogo continuo con el Señor: ante lo agradable y lo desagradable, ante lo fácil y lo difícil, ante lo ordinario y lo extraordinario... En todas las ocasiones, ha de venir a tu cabeza, enseguida, la charla con tu Padre Dios, buscándole en el centro de tu alma»[11-j-7].
Si a veces no sabemos por dónde empezar, nos puede ayudar pensar que a Dios Padre llegamos siempre en unión con Jesucristo, por él y en él. Por eso, nuestra oración puede consistir sencillamente en repetir el nombre de Jesús: «La invocación del santo Nombre de Jesús es el camino más sencillo de la oración continua –nos dice el Catecismo–. Repetida con frecuencia por un corazón humildemente atento, no se dispersa en “palabrerías” (Mt 6,7), sino que “conserva la Palabra y fructifica con perseverancia” (cfr. Lc 8,15). Es posible “en todo tiempo” porque no es una ocupación al lado de otra, sino la única ocupación, la de amar a Dios, que anima y transfigura toda acción en Cristo Jesús»[11-j-8].
Invocar el nombre de Jesús, repetirlo, saborearlo, es una oración bonita y sencilla, que guarda una fuerza insospechada. Por eso, san Josemaría nos animaba: «Pierde el miedo a llamar al Señor por su nombre —Jesús— y a decirle que le quieres»[11-j-9]. Santa María fue la primera a la que se anunció el nombre de Jesús, y desde ese mismo momento en que comenzó a llevar a su hijo en su seno, lo repetiría con infinito afecto, como consideraba en su corazón todas las cosas (cfr. Lc 2,19).
[11-j-1] Joseph Ratzinger, “Dejar obrar a Dios”, en L’Osservatore Romano, 6-X-2002.
[11-j-2] Mons. Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 14-II-2017, n. 30.
[11-j-3] Francisco, Gaudete et exsultate, nn. 147-149.
[11-j-4] Tertuliano, De oratione, 1, 6
[11-j-5] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2762.
[11-j-6] Santo Tomás de Aquino, Suma de teología, II-II, q. 83, a. 9
[11-j-7] San Josemaría, Forja, n. 538.
[11-j-8] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2668.
[11-j-9] San Josemaría, Camino, n. 303.
Torreciudad
Viernes - XI semana de tiempo ordinario
-Todo es para bien.
-Un rey distinto a los de esta tierra.
-Llenar el corazón.
AL POCO de morir Ajab, las consecuencias de sus malas acciones y de las de su mujer se hicieron sentir dramáticamente. Sus enemigos se conjuraron para dar muerte a su hijo y a todos los supervivientes de su casa. La violencia era tal que superaba las fronteras y se extendía también al reino de Judá: acabaron con el rey Ocozías y con todos sus hermanos. Entonces «Atalía, madre de Ocozías, al ver que su hijo había muerto, se dispuso a exterminar toda la descendencia real» (2 Re 11,1), así podría reinar ella sola en el país.
En medio de toda esta locura, los planes de Dios se van abriendo camino, contando con la colaboración de personas piadosas. Uno de los hijos de Ocozías, recién nacido, fue salvado por una de sus tías que, arriesgando su vida, «lo sustrajo, junto con su nodriza, de entre los hijos del rey a los que iban a dar muerte» (2 Re 11,2). El niño «estuvo seis años escondido con ella en el Templo del Señor, mientras Atalía reinaba en el país» (2 Re 11,3). Así se salvó la dinastía davídica, de la que Dios había prometido que vendría el Mesías.
A veces, ante circunstancias adversas, al notar las consecuencias del pecado en el mundo, podemos sentir la tentación del miedo y del desaliento. «Es normal que sintamos impotencia para modificar el rumbo de la historia. Pero apoyémonos en la fuerza de la oración»[11-v-1]. La intimidad con Dios nos ayudará a recordar que «todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios» (Rm 8,28). Es verdad que «ese bien no siempre lo podemos ver de manera inmediata. A veces ni siquiera llegaremos a comprenderlo. El hecho de que procuremos estar cerca de Dios no nos evita los normales cansancios, perplejidades y sufrimientos de la vida; pero esa cercanía nos puede llevar a vivir todo de una manera distinta»[11-v-2]. Dios siempre se abre paso, siempre es más fuerte: esta seguridad nos ayuda a abandonar en sus manos las dificultades de nuestra vida.
DESPUÉS de seis años enviaron a buscar a los jefes del pueblo. Una vez reunidos les mostraron al hijo del rey, que había permanecido escondido en el Templo por temor a la reina Atalía. El sacerdote les entregó las lanzas y los escudos de David. Rodeando al hijo del rey, empuñaron las armas y mientras salían todos comenzaron a aplaudir y gritar: «¡Viva el rey!» ( 2 Re 11,12). Y cuenta la Escritura que ese día se podía ver «a todo el pueblo llano entusiasmado, que hacía sonar las trompetas» (2 Re 11,13).
Es una alegría similar a la que tendría lugar con la entrada de Jesús en Jerusalén. Sin embargo, al Señor no siempre le rodeó aquel esplendor. Siendo Rey y Señor del universo, casi siempre se nos presenta débil y necesitado de nuestra ayuda para poder reinar. «Todos percibís en vuestras almas –decía san Josemaría– una alegría inmensa, al considerar la santa Humanidad de Nuestro Señor: un Rey con corazón de carne, como el nuestro; que es autor del universo y de cada una de las criaturas, y que no se impone dominando: mendiga un poco de amor, mostrándonos, en silencio, sus manos llagadas»[11-v-3].
Tal como sucedió muchas veces con el pueblo elegido, Cristo no garantiza el éxito humano, pero asegura una paz y una alegría que solo él puede dar. Su poder no es el de los reyes y grandes de esta tierra. «Es el poder divino de dar la vida eterna, de librar del mal, de vencer el dominio de la muerte. Es el poder del Amor, que sabe sacar el bien del mal, ablandar un corazón endurecido, llevar la paz al conflicto más violento, encender la esperanza en la oscuridad más densa»[11-v-4]. El reinado de Dios es discreto. Busca un pequeño espacio en nuestras almas reinar con su paz.
SOLO hay una persona en Judea que no participa de la alegría del pueblo. Se trata, como es lógico, de Atalía, que cuando «oyó las voces de la guardia y del pueblo (…) y vio al rey (…) y a todo el pueblo llano entusiasmado, que hacía sonar las trompetas, se rasgó las vestiduras y gritó: “¡Traición, traición!”» (2 Re 11,13-14). Creía haber acabado con toda la descendencia real, pero no fue así. Ahora nadie más la seguía. Y ella, que tan lejos había llegado para alcanzar el trono, sale tristemente de escena, ante el alivio del pueblo sobre el que había reinado durante seis años.
Nos puede pasar a veces que, como Atalía, dejemos de saborear la alegría de que Jesús reine en nuestro corazón. Entonces, intentamos colmar ese vacío con cosas que no pueden satisfacernos. El Señor nos advierte de la insensatez de este modo de gastar la vida: «Amontonad tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni la herrumbre corroen, y donde los ladrones no socavan ni roban. Porque donde está tu tesoro allí estará tu corazón» (Mt 6, 20-21).
Lleno de tinieblas aparece el corazón de Atalía. Por contraste, el corazón inmaculado de María nos aparece lleno de luz. A ella podemos pedirle que nos ayude «a cambiar nuestra actitud con los demás y con las criaturas: de la tentación de devorarlo todo, para saciar nuestra avidez, a la capacidad de sufrir por amor, que puede colmar el vacío de nuestro corazón (…). Y volver a encontrar así la alegría del proyecto que Dios ha puesto en la creación y en nuestro corazón, es decir amarle, amar a nuestros hermanos y al mundo entero, y encontrar en este amor la verdadera felicidad»[11-v-5].
[11-v-1] Mons. Fernando Ocáriz, Mensaje, 26-II-2022.
[11-v-2] Mons. Fernando Ocáriz, Mensaje, 12-VIII-2020.
[11-v-3] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 179.
[11-v-4] Benedicto XVI, Ángelus, 22-XI-2009.
[11-v-5] Francisco, Mensaje, 4-X-2019.
Torreciudad
Sábado - XI semana de tiempo ordinario
-Un creador que es misericordia.
-Servir a un solo Señor.
-Dios es siempre fiel.
SAN PABLO recordaba frecuentemente, cuando se dirigía a los primeros cristianos de Roma, la grandeza del amor de Dios: «Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros? (...). ¿Quién nos separará del amor de Cristo?» (Rm 8,31.39). El apóstol estaba convencido de que nada podía apartarnos del amor divino, encarnado en Cristo Jesús, porque lo había experimentado personalmente. Y esa confianza en Dios proviene de saber, por la fe, que él es creador providente que nunca nos deja de su mano: su misericordia llena la tierra, su fidelidad alcanza hasta el cielo (cfr. Sal 36,6). Esta misma experiencia interior le hacía exclamar a san Agustín: «Toda mi esperanza estriba sólo en tu gran misericordia»[1].
«Mantendré eternamente mi favor, y mi alianza con él será estable. Le daré una prosperidad perpetua y un trono duradero como el cielo» (Sal 89,29-30), dice Dios en el salmo. Sorprendentemente, en la liturgia de la palabra este texto acompaña a la narración en la que el reino de Judá abandona el templo para servir a los ídolos: sucedió que el pueblo elegido buscó una seguridad humana, el triunfo temporal, el orgullo del poder por encima de lo que es justo. Finalmente son vencidos por un ejército muy inferior al suyo y abandonados a la deshonra pública.
Nuestro amor a Dios no está condicionado por un triunfo personal o por la llegada de ciertas condiciones al mundo en que vivimos. Recordando las palabras de Cristo, queremos hacer el bien «para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5,16). Esa luz que podemos ofrecer es una pequeña estela, una referencia discreta, que Cristo comparó a una pequeña semilla: la de un Dios que buscamos todos y que es misericordia.
JESÚS NOS dice: «Nadie puede servir a dos señores. Porque despreciará a uno y amará al otro; o, al contrario, se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero» (Mt 6,24-25). Con esta enseñanza, el Señor nos pone en guardia frente a la posibilidad de dejarnos engañar por el poder aparente del dinero; ese poder que nos hace creer ser dueños de la creación y poseedores de las personas. Así, en realidad, terminamos esclavos de nuestro egoísmo, a cambio de unas pobres baratijas que nos impiden ver la grandeza del amor de Dios.
Podemos pedir a Dios que ilumine nuestro entendimiento para discernir sobre cómo debemos proceder en toda circunstancia: en nuestro trabajo, en la vida familiar, en nuestras aficiones o intereses, de modo que en nuestra vida todo esté orientado a dejarnos amar por Dios. A veces sucederá que nuestra preocupación, sin darnos cuenta, se desvíe por caminos que nos llevan a priorizar la seguridad de lo terreno, también ofrecida por la gloria humana. Por eso Jesús nos recuerda: «No estéis agobiados por vuestra vida pensando qué vais a comer, ni por vuestro cuerpo pensando con qué os vais a vestir (…) ¿Quién de vosotros a fuerza de agobiarse, podrá añadir una hora al tiempo de su vida?» (Mt 6,30).
Incluso a quienes se dedican con intensidad a actividades apostólicas puede suceder que, por un exceso de interés humano, se desoriente el fin por el que actúan. Decía san Josemaría que «el éxito o el fracaso real de esas labores depende de que, estando humanamente bien hechas, sirvan o no para que tanto los que realizan esas actividades como los que se benefician de ellas, amen a Dios, se sientan hermanos de todos los demás hombres y manifiesten esos sentimientos en un servicio desinteresado a la humanidad»[11-s-2]. No podemos servir a varios señores. La vida cristiana, de alguna manera, se puede resumir en un constante purificar nuestra adoración, de manera que se dirija cada vez más a Dios y, solo a través de él, a querer las cosas de la tierra.
NO PODEMOS negar que en el mundo existe también la presencia del mal. «Si sus hijos abandonan mi Ley y no caminan según mis normas –exclama el Señor a través del salmista–, si violan mis preceptos y no guardan mis mandamientos, castigaré con vara sus delitos y con azotes su culpa. Pero no le retiraré mi gracia, ni faltaré a mi fidelidad» (Sal 88,31-34). El conocimiento de Dios que hemos adquirido por la fe nos lleva a confiar siempre en que él nunca nos abandona. «Nuestra fidelidad no es más que una respuesta a la fidelidad de Dios. Dios que es fiel a su palabra, que es fiel a su promesa»[11-s-3].
«Los males de nuestro mundo –y los de la Iglesia– no deberían ser excusas para reducir nuestra entrega y nuestro fervor. Mirémoslos como desafíos para crecer. Además, la mirada creyente es capaz de reconocer la luz que siempre derrama el Espíritu Santo en medio de la oscuridad, sin olvidar que “donde abundó el pecado sobreabundó la gracia” (Rm 5,20)»[11-s-4]. Una respuesta de fe es precisamente nuestra actitud optimista, porque sabemos que Dios es el Señor del mundo, es quien tiene todo el poder, y que todo mal puede ser vencido con sobreabundancia de bien.
Algunas circunstancias pueden hacernos dudar de nuestra de nuestras capacidades y de nuestra disposición; y haremos bien, porque conocemos la debilidad personal. Sin embargo, no cabe dudar de Dios, de su acción poderosa, aunque discreta, ni de sus designios de santidad para cada uno de nosotros. Los apóstoles Pedro y Pablo nos animan a estar firmes en esta convicción: «La fe es base de la fidelidad. No confianza vana en nuestra capacidad humana, sino fe en Dios, que es fundamento de la esperanza (cfr. Heb 11,1)»[11-s-5]. El Señor nos dice en el Evangelio: «Buscad sobre todo el reino de Dios y su justicia; todo lo demás se os dará por añadidura» (Mt 6, 30). María se abrió siempre al obrar divino fue llena de gracia: ese es el secreto para vencer al mal con el bien de Dios.
[11-s-1] San Agustín, Confesiones, n. 10.
[11-s-2] San Josemaría, Conversaciones, n. 31.
[11-s-3] Francisco, Homilía, 15-IV-2020.
[11-s-4] Francisco, Evangelii Gaudium, n. 84.
[11-s-5] Mons. Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 19.III.2022, n.7.
Bonga, casa de Convivencias, entre Barranquilla y Cartagena
Lunes - XII semana de tiempo ordinario
- No juzgar a los demás.
- La persona está en el centro.
- Amar a Dios es amar a los demás.
«NO JUZGUÉIS, para que no seáis juzgados. Porque seréis juzgados como juzguéis vosotros, y la medida que uséis, la usarán con vosotros» (Mt 7,1). Son palabras de Jesús con las cuales nos pone en guardia frente a la tentación de erigirnos como dioses para los demás, con potestad de juzgar su conducta, e incluso caer en la murmuración. Si el Señor vino a renovar nuestro corazón, la mirada con la cual consideramos a los demás es un terreno privilegiado de conversión. Jesús nos aconseja reconducir la mirada a nosotros mismos, antes de que surjan consideraciones sobre los demás.
Santo Tomás de Aquino explica que estos juicios surgen habitualmente de un corazón que sospecha con temeridad de los demás. Determina tres motivos por los que se pueden hacer esos juicios: porque el corazón está inundado de cosas malas y por ello fácilmente piensa mal de los demás; porque no guarda un afecto purificado hacia una persona concreta, por lo que tiende a pensar mal ante cualquier ligero indicio; o porque algunas experiencias negativas le le han hecho demasiado susceptible[12-l-1]. En ninguno de esos casos se trata de una actitud generosa hacia el prójimo, por lo que no serán una fuente de felicidad ni propia ni ajena.
Cualquier visión humana sobre los demás será siempre limitada: solo Dios conoce los corazones y puede valorar las verdaderas circunstancias de lo que sucede. Él es siempre comprensivo y siempre está dispuesto a perdonar. «Pero tú, ¿quién eres para juzgar a tu prójimo?» (Sn 4,12), escribe el apóstol Santiago a las primeras comunidades cristianas. Cuando nos dejamos llevar por esta actitud nos hacemos acusadores en lugar de defensores. Pero si procuramos tener un corazón en sintonía con el de Jesús, miraremos las virtudes e imperfecciones de los demás con el mismo amor y con la misma misericordia con que él ama las nuestras.
«¿POR QUÉ te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo?». La experiencia de nuestros propios errores, considerada junto a Dios, nos debe llevar a ser comprensivos con los de los demás. No se trata simplemente de pasar por alto sus defectos. De hecho, alguna vez podremos ofrecer nuestra ayuda para cambiar o mejorar a través de la corrección fraterna. Pero este cambio, por un lado, no se consigue de un día para otro; y, por otro lado, muchas veces se puede tratar de su propia manera de ser, que no supone un obstáculo relevante en su camino de santidad. Saber que también nosotros tenemos defectos o rasgos personales que pueden no agradar a todos nos lleva a mirar con comprensión a las demás personas. «Más que en “dar”, la caridad está en “comprender” –escribe san Josemaría–. Por eso busca una excusa para tu prójimo –las hay siempre–, si tienes el deber de juzgar»[12-l-2].
«Si no somos capaces de ver nuestros defectos, tenderemos siempre a exagerar los de los demás. En cambio, si reconocemos nuestros errores y nuestras miserias, se abre para nosotros la puerta de la misericordia»[12-l-3]. La mirada de Dios no se centra solamente en nuestros errores, sino en todo lo que puede sacar de nuestros deseos por hacer el bien: él siempre salva a la persona, mucho más si somos sus hijos. Y es en la oración donde podemos cultivar esa mirada. «El hombre bueno, del buen tesoro de su corazón saca lo bueno; y el hombre malo, del mal tesoro de su corazón saca lo malo; porque de la abundancia del corazón habla la boca» (Lc 6, 45). Si hacemos crecer un corazón puro, sin dobleces ni murmuración, sabremos ver lo bueno de los demás y no dar una importancia desmedida a lo malo. San Josemaría escribía sus propósitos en una ocasión: «1/ Antes de comenzar una conversación o de hacer una visita, elevaré el corazón a Dios. 2/ No porfiaré, aunque esté cargado de razón. Solamente, si es de gloria de Dios, diré mi opinión, pero sin porfiar. 3/ No haré crítica negativa: cuando no pueda alabar, me callaré»[12-l-4].
LA VIDA del cristiano se nutre y encuentra su realización en la relación personal con Dios y con los demás. La sustancia de ese trato es la caridad: allí surge la amistad, la vida familiar, las estructuras sociales y todas las relaciones «Para la Iglesia –aleccionada por el Evangelio–, la caridad es todo porque, como enseña san Juan (cfr. 1 Jn 4,8.16) (…) todo proviene de la caridad de Dios, todo adquiere forma por ella, y a ella tiende todo. La caridad es el don más grande que Dios ha dado a los hombres, es su promesa y nuestra esperanza»[12-l-5].
Poco antes de su pasión, Jesús quiso dejar un mandamiento nuevo: «Que os améis unos a otros. Como yo os he amado, amaos también unos a otros» (Jn 13,34). Y, acto seguido, para que tuviéramos una imagen de ese camino de felicidad, demostró ese amor con obras, al lavar los pies de sus discípulos. «Sabemos bien que encontrar a Dios, amar a Dios, es inseparable de amar, de servir, a los demás; que los dos preceptos de la caridad son inseparables»[12-l-6].
Los cristianos hemos sido precedidos por tantos santos y santas que se entregaron a la caridad, también en la vida ordinaria: lo vemos en «los padres que crían con tanto amor a sus hijos, en esos hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a su casa, en los enfermos, en las religiosas ancianas que siguen sonriendo»[12-l-7]. Las obras de misericordia espirituales ofrecen una actitud que se antepone a la tendencia a juzgar: enseñar, aconsejar, corregir, perdonar, consolar… Santa María es la primera que nos trata de esta manera y, como buena Madre, nos puede ayudar a querer igual a las personas que están más cerca de nosotros.
[12-l-1] Cfr. santo Tomás de Aquino, Suma de teología, II-II, q. 60, a. 3.
[12-l-2] San Josemaría, Camino, n. 463.
[12-l-3] Francisco, Audiencia, 27-II-2022.
[12-l-4] San Josemaría, Apuntes íntimos, n. 399, 18-XI-1931.
[12-l-5] Benedicto XVI, Caritas in veritate, n.2
[12-l-6] Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 19-III-22, n.9
[12-l-7] Francisco, Gaudete et exsultate, n. 7.
Bonga, casa de Convivencias, entre Barranquilla y Cartagena
Martes - XII semana de tiempo ordinario
- El ansiado temor de Dios.
- El reino de Dios en la tierra.
- Magnanimidad para llegar a muchos.
EL PRIMER salmo del salterio comienza alabando al hombre que es consciente de su condición de criatura y que reconoce la grandeza de su Dios: dichoso el hombre «que su gozo es la ley del Señor, y medita su ley día y noche» (Sal 1,2). Este canto pone el acento en la actitud de quien comprende el sentido del «temor de Dios»: aquel don del Espíritu Santo que nada tiene que ver con el miedo, sino que nos lleva a reconocer la sabiduría y la grandeza del creador. El canto elogia a quien tiene anclado su corazón en lo que verdaderamente desea, a quien sus impulsos se dirigen siempre hacia aquello que ama, y no le interesa lo que pueda apartarle del Señor. Quisiéramos también esta actitud para nosotros: tener una disposición firme para vivir contemplando la grandeza de Dios y experimentando su amor por los hombres.
Observamos en la Escritura la buena actitud de Ezequías, rey de Judá, cuando recibe una carta amenazante del rey de Asiria. «Subió al templo del Señor y abrió la carta ante el Señor. Y elevó esta plegaria ante él: “Señor, Dios de Israel, entronizado sobre los querubines: Tú solo eres el Dios para todos los reinos de la tierra. Tú formaste los cielos y la tierra. ¡Inclina tu oído, Señor, y escucha! ¡Abre tus ojos, Señor y mira!”» (2 Re 19,14-16). Sorprende la confianza con que Ezequías se dirige a Dios. Probablemente estaba acostumbrado a alabar a Dios, a darle gracias, y eso le lleva a acudir así también en un momento de mayor necesidad. Y el relato continúa narrando cómo aquella misma noche el ángel del Señor golpeó en el campamento asirio a ciento ochenta y cinco mil hombres.
Dios nos espera siempre; espera que compartamos con él nuestras necesidades, sobre todo la manifestación de nuestro amor. Pero no porque lo necesite, sino porque aquella actitud hará crecer en nosotros el santo «temor de Dios» que reconoce su grandeza.
«DIOS HA FUNDADO su ciudad para siempre –dice el salmista–. Grande es el Señor y muy digno de alabanza en la ciudad de nuestro Dios, su monte santo, altura hermosa, alegría de toda la tierra» (Sal 47,2-3). Estos versos nos hablan de una ciudad que los cristianos tratamos de establecer en la tierra, una ciudad construida sobre el amor de Dios a los hombres. San Agustín escribió al final de su vida un tratado en el que profundiza en este tema, y lo mismo hizo santo Tomás Moro. Ambos casos nos sirven para reconocer la importancia que ha tenido para los santos meditar sobre la naturaleza del reino de Dios en la tierra, y el modo en que debemos relacionarnos, para hacerlo realidad.
Dice, al respecto, san Josemaría: «Verdad y justicia; paz y gozo en el Espíritu Santo. Ese es el reino de Cristo: la acción divina que salva a los hombres y que culminará cuando la historia acabe, y el Señor, que se sienta en lo más alto del paraíso, venga a juzgar definitivamente a los hombres»[12-ma-1]. El reinado de Cristo en la tierra se refiere, sobre todo, al modo en que él está presente en los corazones de los hombres. Si Cristo está en el centro de nuestra alma, nuestra acción entre nuestros hermanos será conforme al modo en que Dios contempla a los demás, y conforme al modo en que desea reinar en el mundo.
La vida cristiana es siempre de comunidad, no es un camino que se recorre individualmente. La Iglesia constituida por Cristo es su propio cuerpo místico, del que todos los cristianos formamos parte. Su actividad y, por tanto, su reinado, se extiende a todos los lugares en los que nos encontramos sus miembros. «A diferencia de la sociedad humana, donde se tiende a hacer los propios intereses, independientemente o incluso a expensas de los otros, la comunidad de creyentes ahuyenta el individualismo para fomentar el compartir y la solidaridad. No hay lugar para el egoísmo en el alma de un cristiano»[12-ma-2]. Un signo de la presencia del reino de Dios será esta unidad solidaria entre todos los hijos.
EN EL EVANGELIO, Jesús tiene palabras para describir lo que puede suceder cuando la grandeza de Dios entra en contacto con quienes no están en la mejor disposición para recibirla: «No deis lo santo a los perros, ni les echéis vuestras perlas a los cerdos; no sea que las pisoteen con sus patas y después se revuelvan para destrozaros» (Mt 7,6). Esto no quiere decir que existan personas a quienes no esté destinado el reino de Dios; al contrario, todos pueden recibirlo, todos están llamados a entrar en aquella felicidad, pero debemos considerar el mejor modo de compartir esa invitación. Por eso, el Señor sigue diciendo: «Así, pues, todo lo que deseáis que los demás hagan con vosotros, hacedlo vosotros con ellos» (Mt 7,12). Se trata de buscar el camino más adecuado para cada persona, encontrar la manera de ajustarnos a la situación del otro.
Con la intención de prepararnos mejor para esta dulce alegría de evangelizar, san Josemaría propone rezar por todos: «No penséis solo en vosotros mismos: agrandad el corazón hasta abarcar la humanidad entera. Pensad, antes que nada, en quienes os rodean –parientes, amigos, colegas– y ved cómo podéis llevarlos a sentir más hondamente la amistad con Nuestro Señor (...). Pedid también por tantas almas que no conocéis, porque todos los hombres estamos embarcados en la misma barca»[12-ma-3].
«¡Qué estrecha es la puerta y qué angosto el camino que lleva a la vida!» (Mt 7,14), sigue diciendo Jesús. Ciertamente, el camino será estrecho si queremos ir a la vida acompañados por tantas personas que nos rodean. «Magnanimidad: ánimo grande, alma grande en la que caben muchos –repetía san Josemaría–. Es la fuerza que nos dispone a salir de nosotros mismos, para prepararnos a emprender obras valiosas, en beneficio de todos»[12-ma-4]. Santa María quizás es la primera persona que comprendió el reino de Dios y aceptó vivir en él. Podemos pedirle a ella que nos haga magnánimos para llevarlo, de una en una, a muchas personas que tenemos cerca.
[12-ma-1] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n.180.
[12-ma-2] Francisco, Audiencia, 26-VI-2019.
[12-ma-3] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 175.
[12-ma-4] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 80.
Bonga, casa de Convivencias, entre Barranquilla y Cartagena
Bonga, casa de Convivencias, entre Barranquilla y Cartagena
Hacienda Toshi (Mexico)
Lunes – XIII semana del Tiempo Ordinario
- Fidelidad en la búsqueda de Jesús.
- La vida impredecible del discípulo.
- Amor completo y libre.
JESÚS acaba de realizar varias curaciones de enfermos y endemoniados. Se cumplía así la profecía de Isaías: «Él tomó nuestras dolencias y cargó con nuestras enfermedades» (Is 53,4). La multitud se encuentra entusiasmada al presenciar semejantes prodigios, pero el Señor considera que por el momento su actividad en aquella tierra ha sido suficiente. Por eso, se dispone a tomar la barca para dirigirse a la orilla opuesta. Sin embargo, antes de que pudiera partir, se acerca un escriba y le dice: «Maestro, te seguiré adonde vayas» (Mt 8,19).
La decisión que había tomado este escriba era definitiva: estaba dispuesto a dejarlo todo con tal de permanecer junto a Jesús. En el poco tiempo transcurrido con él, había descubierto una felicidad nueva. Pero lo que había experimentado era el primer fogonazo, porque conocer a Cristo «es una aventura que lleva toda la vida, porque el amor de Jesús no tiene límites»[13-l-1]. Sin embargo, el escriba sentía que ya no era suficiente haber compartido con Jesús unas pocas horas: quería que toda su existencia girase en torno a él.
La vida de todo cristiano es una constante búsqueda de Jesús. Más todavía: la vida de todas las personas es la constante búsqueda de una felicidad que no podrá ser saciada sino en Dios. En ocasiones experimentamos intensamente su cercanía, y en otras quizás tenemos la impresión de que no nos escucha. Pero esta es la fidelidad que nos pide: la fidelidad de la búsqueda, la fidelidad a ese anhelo de Dios. «Esta lucha del hijo de Dios no va unida a tristes renuncias, a oscuras resignaciones, a privaciones de alegría –escribe san Josemaría–: es la reacción del enamorado, que mientras trabaja y mientras descansa, mientras goza y mientras padece, pone su pensamiento en la persona amada»[13-l-2].
LA RESPUESTA del Señor a las intenciones del escriba está envuelta en cierto misterio: «Las zorras tienen madrigueras y los pájaros nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza» (Mt 8,20). Parecería que esta reacción tiene poco que ver con lo que acaba de escuchar. Sin embargo, estas palabras reflejan el estilo de vida de Jesús y de quien, como el escriba, quiere seguirle. «Él nos aparta del recrearnos sin complicaciones en las cómodas llanuras de la vida, del ir tirando ociosamente en medio de las pequeñas satisfacciones cotidianas»[13-l-3].
El escriba estaba dispuesto a dejar su existencia tranquila y predecible para seguir a Jesús. Lo mismo habían realizado los apóstoles anteriormente: habían dejado atrás las propias seguridades y se habían lanzado a una aventura impredecible, con la confianza puesta en su cercanía al Señor. «Si estamos en las manos de Cristo –dice san Josemaría–, debemos impregnarnos de su Sangre redentora, dejarnos lanzar a voleo, aceptar nuestra vida tal y como Dios la quiere»[13-l-4].
La felicidad no es algo que podemos conseguir con nuestro simple empeño individual, mediante esfuerzos y planificaciones personales. La felicidad de Dios nos espera, en gran parte, en las relaciones con las personas que tenemos cerca: esa es la vida «tal y como Dios la quiere». La persona amada, el amigo o el hermano, nos pueden dar aquello que nosotros solos no podemos: sentirnos amados, acogidos, comprendidos en nuestra búsqueda. En aquella aventura «intranquila e impredecible» de quien sigue a Jesucristo, contamos con las personas que Dios ha puesto a nuestro lado. Ellas, y sobre todo Cristo mismo, son el mejor lugar donde siempre podremos «reclinar la cabeza».
DESPUÉS del escriba, se acerca al Señor un discípulo y le dice: «Permíteme ir primero a enterrar a mi padre» (Mt 8,21). Jesús replica: «Sígueme y deja a los muertos enterrar a sus muertos» (Mt 8,22). «Si Jesús se lo prohibió, no es porque nos mande descuidar el honor debido a quienes nos engendraron –explica san Juan Crisóstomo–, sino para darnos a entender que nada ha de haber en nosotros más necesario que entender en las cosas del cielo, que a ellas nos hemos de entregar con todo fervor»[13-l-5].
«El Señor –Maestro de Amor– es un amante celoso que pide todo lo nuestro, todo nuestro querer»[13-l-6]. El verdadero amor exige dar y recibir por completo. Es lo que ha hecho Dios con cada uno de nosotros al hacerse hombre, morir, resucitar y al quedarse en la Eucaristía. Seguir esta lógica divina del amor a Dios y a los demás es lo que nos da una felicidad que el mundo no alcanza a dar. «El Señor colma de alegría a los que, dedicándole la vida desde esta perspectiva, responden a su invitación a dejar todo para quedarse con él y dedicarse con todo el corazón al servicio de los demás. Del mismo modo, es grande la alegría que él regala al hombre y a la mujer que se donan totalmente el uno al otro en el matrimonio para formar una familia y convertirse en signo del amor de Cristo por su Iglesia»[13-l-7].
No sabemos cuál fue la reacción del discípulo ante las palabras del Maestro; desconocemos si efectivamente se marchó o bien decidió acompañarle. Lo que sí sabemos es que Jesús quiere que le amemos sin reservas, pero con libertad. No obliga ni al escriba ni al discípulo: deja que ellos tomen sus decisiones. Cristo «no se impone dominando: mendiga un poco de amor»[13-l-8]. Podemos pedir a María que sepamos seguir a su hijo con el mismo amor y con la misma libertad que marcó también su vida.
[13-l-1] Francisco, Homilía, 25-X-2018.
[13-l-2] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 219.
[13-l-3] Francisco, Homilía, 18-XI-2018.
[13-l-4] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 157.
[13-l-5] San Juan Crisóstomo, In Matthaeum, 27.
[13-l-6] San Josemaría, Forja, n. 45.
[13-l-7] Benedicto XVI, Mensaje, 15-III-2012.
[13-l-8] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 179.
Hacienda Toshi (Mexico)
Martes – XIII semana del Tiempo Ordinario
- El miedo de los apóstoles en la barca.
- Las tormentas que nos hacen crecer.
- El refugio de la cruz.
«EN AQUEL TIEMPO, subió Jesús a la barca, y sus discípulos lo siguieron. De repente se produjo una tempestad tan grande que las olas cubrían la barca; pero él dormía» (Mt 8,23-24). Quizás hasta ese momento los apóstoles siempre se habían sentido seguros en compañía de Jesús; desde que los había llamado a seguirlo, aprendieron a confiar cada vez más en su palabra y en su poder. Habían sido testigos de curaciones milagrosas, de expulsiones de demonios y de unas enseñanzas que les llenaban el corazón con una paz distinta a la del mundo. Incluso tal vez en algún momento llegaron a pensar que estar cerca de Cristo les ahorraría muchos problemas de la vida cotidiana.
Por eso, la precaria situación de la barca en medio de la tempestad quizá los encuentra desprevenidos. Probablemente, la mayoría de ellos estaban acostumbrados a soportar las tormentas del lago y el bramido de las olas: varios eran pescadores y de algún modo se sentirían tan cómodos entre el movimiento del agua como en la estabilidad de la tierra firme. No obstante, también serían conscientes desde hacía mucho tiempo de que su trabajo no podría librarse del peligro de muerte que se esconde detrás una tormenta. Pero esta vez el miedo tenía una dimensión distinta. Y lo que no conseguían comprender era que, mientras el agua entraba en la barca amenazando con hundirla, Jesús durmiera. Su mejor amigo, aquel que había demostrado en otras ocasiones su poder sobre la naturaleza y una compasión sin fronteras, parecía indiferente ante su situación.
«Es fácil identificarnos con esta historia, lo difícil es entender la actitud de Jesús. Mientras los discípulos, lógicamente, estaban alarmados y desesperados, él permanecía en popa, en la parte de la barca que primero se hunde. Y, ¿qué hace? A pesar del ajetreo y el bullicio, dormía tranquilo, confiado en el Padre»[13-ma-1]. Las tormentas forman parte de todas las biografías. La barca de nuestra vida pasa, tarde o temprano, por momentos de mayor movimiento e inseguridad. Pero precisamente esas situaciones que parecen escaparse a nuestro control pueden ser un sendero que nos conduce a una fe más profunda, a un abandono de hijo de Dios, imitando el de Jesús en su Padre, que nunca es indiferente frente a nosotros.
«¡SEÑOR, sálvanos, que perecemos» (Mt 8,25). Es comprensible la reacción de los discípulos. Temerosos y sorprendidos ante la actitud de Jesús, se acercan a su lado para despertarlo y pedirle ayuda. En el fondo, se trata de una reacción llena de fe: saben que él puede cambiar la situación en la que se encuentran, de modo que brille nuevamente el sol en aquella tormenta. Se puede entender bien que, ante un problema de tal envergadura, su primera medida haya sido acudir a Jesús. Los apóstoles nos enseñan, una vez más, que siempre podemos contar con la ayuda del Señor, en cualquier momento de nuestra jornada.
Sin embargo, la respuesta del Maestro los habrá sorprendido casi aún más que su sueño. En vez de consolarlos, o de detener de inmediato la tormenta, les dirige unas palabras que tienen un tono de reproche: «¿Por qué os asustáis, hombres de poca fe» (Mt 8,26). A primera vista podría parecer que Jesús no se hace cargo de la situación de los discípulos: su miedo era un sentimiento natural ante el peligro de muerte. Pero, al parecer, esta vez el Señor quería enseñarles una verdad más profunda y sobrenatural: que la confianza en él es distinta al sentimiento de seguridad personal, que la seguridad en Dios en realidad conduce a una apertura hacia la voluntad del Padre, incluso cuando a veces se nos presenta como difícil de comprender.
«Detrás de los grandes interrogantes, Dios quiere abrirnos un panorama de grandeza y de belleza, que se oculta quizás a nuestros ojos»[13-ma-2]. Son los momentos de tormenta, cuando en nuestra vida ordinaria ocurren hechos que nos cuesta comprender, las ocasiones en las que Jesús nos invita a seguir confiando en él. Si él viaja en nuestra barca, aunque aparentemente duerma, estamos seguros de que llegaremos a la orilla. En aquellos momentos de dificultad podemos pedir a Dios que nos conceda la gracia de convertirlos en una escuela de fe, que nos dé la posibilidad de experimentar con mayor claridad que solo Dios es nuestra seguridad.
«ENTONCES, puesto en pie, increpó a los vientos y al mar y sobrevino una gran calma» (Mt Mc 8,26). La compañía de Jesús en nuestra vida es la mejor garantía de que recuperaremos la calma tan ansiada. Como los apóstoles, en nuestra oración tendremos muchas ocasiones para maravillarnos ante el poder del Señor en nuestras vidas: «¿Quién es este, que hasta los vientos y el mar le obedecen?» (Mc 8,27). Pero no queremos confundir la paz y la alegría cristianas con la comodidad ni con un estado de apatía ante los problemas propios o ajenos. La paz de Cristo es uno de los frutos más preciosos de la cruz: es la manifestación de un amor que hizo suyo el miedo ante la muerte y el dolor. También Jesús pasó por una terrible tormenta, y con ello nos mostró que la gloria del Padre disipa toda oscuridad.
«Tenemos un ancla: en su cruz hemos sido salvados. Tenemos un timón: en su cruz hemos sido rescatados. Tenemos una esperanza: en su cruz hemos sido sanados y abrazados para que nadie ni nada nos separe de su amor»[13-ma-3]. Cuando sentimos que las olas interiores o del mundo amenazan con hundir nuestra barca, podemos pensar en la cruz de Jesús y buscar en ella nuestro refugio. Al contemplar que Cristo entrega su vida por nosotros, nos damos cuenta de que, en realidad, no duerme; está más bien clavado en un madero, consolando con su sufrimiento y con su amor las tempestades de todos los hombres.
«Santa María es –así la invoca la Iglesia– la Reina de la paz. Por eso, cuando se alborota tu alma, el ambiente familiar o el profesional, la convivencia en la sociedad o entre los pueblos, no ceses de aclamarla con ese título: “Regina pacis, ora pro nobis!”. Reina de la paz, ¡ruega por nosotros! ¿Has probado, al menos, cuando pierdes la tranquilidad? Te sorprenderás de su inmediata eficacia»[13-ma-4].
[13-ma-1] Francisco, Momento extraordinario de oración, 27-03-2020.
[13-ma-2] Fernando Ocáriz, A la luz del Evangelio, “Interrogantes de juventud”.
[13-ma-3] Francisco, Momento extraordinario de oración, 27-03-2020.
[13-ma-4] San Josemaría, Surco, 874.
Hacienda Toshi (Mexico)
Hacienda Toshi
Jueves – XIII semana del Tiempo Ordinario
- Los amigos del paralítico.
- La verdadera amistad es un bien en sí mismo.
- Preparar el terreno de la amistad.
«LAS CIRCUNSTANCIAS actuales de la evangelización hacen aún más necesario, si cabe, dar prioridad al trato personal, a este aspecto relacional que está en el centro del modo de hacer apostolado que san Josemaría encontró en los relatos evangélicos»[13-j-1], señala el prelado del Opus Dei. San Mateo nos ofrece, precisamente, un relato de auténtica amistad. Un grupo de amigos de un paralítico, movidos por el cariño que le tienen y por su gran fe, se empeñan en llevarle hasta Jesús para que sea curado. Al Maestro le conmueve este gesto. Por eso, no solo va a curar su cuerpo, sino que «viendo la fe que tenían, dijo al paralítico: ¡Ánimo, hijo!, tus pecados te son perdonados» (Mt 9,2).
San Marcos, en su evangelio, nos cuenta también que había tanta gente en el lugar donde se encontraba Jesús que no podían acercarse a él. Pero esta circunstancia no los detuvo. Con determinación y audacia decidieron subir a lo alto de la casa y descolgaron la camilla con el paralítico, abriendo un boquete en el techo, justo delante de donde estaba Jesús. Podemos imaginarnos la sorpresa de la multitud. Asistirían atónitos al desprendimiento de materiales de la techumbre y al descenso de la camilla. Quizás no todos mirarían con buena cara esta operación, especialmente los dueños de la casa, o quienes habían conseguido entrar gracias a una larga espera. Pero la amistad era más fuerte. Obran con la seguridad y con la libertad de un amor que les mueve a actuar pensando en el bien de ese amigo necesitado, aunque no de la manera en que todos esperaban.
También el paralítico demuestra una gran capacidad de amistad al dejarse ayudar y ponerse en manos de sus amigos. Muy seguro tenía que estar de ellos para prestarse a semejante maniobra. Jesús queda impresionado por la fuerza de esa amistad y por la audacia de su fe. Por eso, a diferencia de otras veces en las que Jesús pide la fe del que va a ser curado, aquí pone el acento en la de los amigos. Esta curación muestra hasta qué punto la verdadera amistad es fuente de bendiciones divinas: «La amistad es uno de los sentimientos humanos más nobles y elevados que la gracia divina purifica y transfigura»[13-j-2].
LA GRACIA puede potenciar mucho la amistad al abrir aquella relación entre amigos al ámbito de la fe, de la esperanza y de la caridad. Estas tres virtudes se ponen de manifiesto en la escena que estamos considerando. «La acción de Cristo es una respuesta directa a la fe de esas personas, a la esperanza que depositan en él, al amor que demuestran tener los unos por los otros»[13-j-3]. Jesús curó ayer y sigue curando hoy. Pero la gracia de Cristo «no sana simplemente la parálisis, sana todo, perdona los pecados, renueva la vida del paralítico y de sus amigos. Hace nacer de nuevo. (…) Imaginamos cómo esta amistad, y la fe de todos los presentes en esa casa, habrán crecido gracias al gesto de Jesús»[13-j-4].
«Para que este mundo nuestro vaya por un cauce cristiano –el único que merece la pena–, hemos de vivir una leal amistad con los hombres, basada en una previa leal amistad con Dios»[13-j-5], dice san Josemaría. La profunda amistad con Cristo habitualmente se manifiesta con naturalidad, sin darnos cuenta, mediante la alegría y un deseo de servir que se expresa en mil pequeños gestos. «Este modo de transmitir el Evangelio reviste una particular eficacia, también por responder a una realidad antropológica importante: el diálogo interpersonal, en el que se busca transmitir a otro el bien recibido. Este diálogo apostólico surge con naturalidad cuando existe amistad sincera. No se trata de una instrumentalización de la amistad, sino de hacer partícipes a los amigos del gran bien de la fe y de la amistad con Cristo»[13-j-6].
Porque puede suceder lo contrario, y cuando algo tan valioso como la amistad con un hijo o una hija de Dios es rebajado a un medio para conseguir una meta personal, por más elevada que esta sea, deja siempre un regusto amargo. Jesús admiraba la verdadera amistad porque él mismo la experimentó y la sigue experimentando. Por eso, una característica de la amistad es la gratuidad: uno es amigo de otro no porque puede conseguir algo, sino porque simplemente le quiere; cada uno es feliz con la existencia del otro y no quiere más que su bien.
LA AMISTAD es siempre un regalo. No es algo que se pueda programar o calcular, pero sí se puede fomentar. «Si uno manifiesta noblemente sus sentimientos y es leal, si sabe sacrificarse por los demás, al final ocurre lo que escribía san Juan de la Cruz: donde no hay amor, pon amor y sacarás amor. También podría decirse: donde no hay amistad, pon los sentimientos nobles de la amistad y sacarás amistad»[13-j-7]. También podemos crecer en disposiciones que nos hacen personas más amables y fiables; con nuestra actitud podemos preparar el terreno para crear una relación auténtica con nuestros amigos. «Ganar en afabilidad, alegría, paciencia, optimismo, delicadeza, y en todas las virtudes que hacen amable la convivencia es importante para que las personas puedan sentirse acogidas y ser felices: “Palabras dulces ganan muchos amigos, y el bien hablar multiplica las cortesías” (Eclo 6,5). La lucha por mejorar el propio carácter es condición necesaria para que surjan más fácilmente relaciones de amistad»[13-j-8].
En la filosofía clásica se considera que no se puede ser feliz sin amigos, y santo Tomás comenta también que sin amigos no se puede alcanzar la plenitud de la felicidad. Un amigo es uno de los mayores tesoros que podemos tener, pero es un tesoro que requiere cuidado. Podemos pensar cómo habrán cuidado la amistad quienes acompañaban al paralítico del relato evangélico. Seguramente no habrá sido siempre fácil y cómodo, pero al final valió la pena porque les llevó cerca de Cristo. No basta solo con compartir momentos en común, sino que requiere hacerse uno con el otro: lo que preocupa o alegra a un amigo es importante, porque es también mío. Podemos acudir a santa María para que nos ayude a tener un corazón que, como el suyo, se haga uno con el de nuestros amigos.
[13-j-1] Mons. Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 14-II-2017, n. 9.
[13-j-2] Benedicto XVI, Audiencia, 15-IX-2010.
[13-j-3] Francisco, Audiencia, 5-VIII-2020.
[13-j-4] Ibíd.
[13-j-5] San Josemaría, Forja, n. 943.
[13-j-6] Mons. Fernando Ocáriz, Amar con obras: a Dios y a los demás, “Amor a los demás y apostolado”.
[13-j-7] Beato Álvaro del Portillo, Tertulia, 11-IX-1979.
[13-j-8] Mons. Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 1-IX-2019, n. 9.
Hacienda Toshi
Hacienda Toshi
Sábado – XIII semana del Tiempo Ordinario
- El alegre banquete entre Dios y su pueblo.
- Un ayuno que pasa oculto.
- El vino nuevo de Jesús.
JESÚS NO ERA un maestro convencional. Llamaba la atención de sus contemporáneos por la libertad con que actuaba y por la autoridad con que enseñaba. Los maestros de Israel de la época, por su parte, eran meticulosos con los preceptos que vivía el pueblo de Israel, hasta el punto de enseñar una casuística que no siempre distinguía lo esencial de lo accidental. Aquello algunas veces se convertía en una compleja guía externa que había que aprender y seguir. Pero las enseñanzas de Jesús tienen un tono distinto: también continuador de la tradición recibida por el pueblo de Israel, sus acciones no se limitaban solamente a cumplir preceptos externos, ni lo enseñaba así a sus discípulos, sino que buscaba suscitar la conversión desde el interior de la persona.
Esto provocó, por ejemplo, que varios se sorprendieran al notar que ni él ni sus discípulos ayunaban en ciertas ocasiones. Cristo responde a sus interlocutores con una imagen de la época: «¿Es que pueden guardar luto los amigos del esposo, mientras el esposo está con ellos?» (Lc 9,15). En las bodas de entonces, los íntimos del esposo tenían la tarea de fomentar el tono de alegría de la fiesta. Incluso la ley dispensaba a los amigos del esposo de diversas obligaciones legales, si estas no favorecían el ambiente alegre de la fiesta de bodas. Con esta comparación, Jesús alude a su persona como al esposo, y a sus discípulos como a los amigos del esposo. Él ha traído la alegría de la salvación al mundo.
Dios quiere nuestra felicidad, y no nos manda nada que nos desvíe de aquella meta. Es verdad que, precisamente porque se trata de un objetivo ambicioso, muchas veces costará esfuerzos; otras veces no comprenderemos sus caminos, que pueden también contar con el sufrimiento. Pero los preceptos de Dios nos guían hacia una vida libre y feliz. «Un filósofo decía: “No comprendo cómo se puede creer hoy, porque aquellos que dicen que creen tienen cara de funeral. No dan testimonio de la alegría de la resurrección de Jesucristo”. Es verdad que hay muchos cristianos con cara de tristeza… ¡Pero Cristo ha resucitado! ¡Cristo te ama! ¿Y tú no tienes alegría? Pensemos un poco en esto y preguntémonos: ¿Yo estoy alegre porque el Señor está cerca de mí, porque el Señor me ama, porque el Señor me ha redimido?»[13-s-1].
ESTA IMAGEN nupcial es también, en boca de Jesús, ocasión para un anuncio profético de su muerte: «Llegarán días en que les arrebatarán al esposo, y entonces ayunarán» (Lc 9,15). El esposo arrebatado en la cruz, que llenará de luto los corazones de sus discípulos, es la expresión más cumplida de cualquier ayuno. Tanto en el ayuno como en la cruz, hay luto y privación; pero ambos están impregnados por la alegría de cumplir la voluntad de Dios y por la esperanza de una vida nueva. Por eso el ayuno no es solamente privación, no termina en sí mismo, sino que está orientado a alimentarse de la voluntad del Padre. «Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra» (Jn 4,34), dijo también Jesús. Esta privación, este movimiento inicial de renuncia a uno mismo, impide que el corazón se quede pegado a las comodidades personales y nos ayuda a tener despierta la sensibilidad espiritual; así podremos descubrir y gozar de los bienes de Dios.
En otro momento, Jesús invita a la gente a dar limosna, a rezar y a ayunar sin que lo sepan las demás personas, sino solamente de cara al Padre del cielo. Esto también sorprendía a algunos de los oyentes de la época, pues en muchos casos realizaban precisamente esas buenas obras para ganarse la consideración de los demás. Pero Jesús nos recuerda que el valor de las acciones no depende de cómo son vistas por ojos ajenos. En muchas ocasiones, Dios será el único que aprecia una oración, un sacrificio o un gesto de generosidad. Y esto será suficiente. «Tu sonrisa –escribe san Josemaría– puede ser a veces, para ti, la mejor mortificación y aun la mejor penitencia: ese alter alterius onera portate (Gál 6,2), aquel llevar las cargas de los demás, procurando que tu ayuda pase inadvertida, sin que te alaben, sin que nadie la vea, y así no pierda el mérito delante de Dios»[13-s-2]. De este modo, pasando oculto, como la sal, el cristiano condimenta todos los ambientes, logrando que «todo sea sobrenaturalmente amable y sabroso»[13-s-3].
«TAMPOCO se echa vino nuevo en odres viejos; porque revientan los odres: se derrama el vino y los odres se estropean; el vino nuevo se echa en odres nuevos y así las dos cosas se conservan» (Mt 9,17). El odre era una bolsa de cuero. Una vez curtida la bolsa, se aplicaba una costura alrededor del cuero dejando solamente un orificio en la parte del cuello, por donde era vertido el líquido para su preservación. El vino nuevo se vertía en el odre y se dejaba reposar. Conforme el vino iba fermentando, la bolsa de cuero se estiraba debido a la emisión de gas. Pero si el odre era viejo, se ponía duro y perdía elasticidad. Así que si se vertía vino nuevo en un odre endurecido, al fermentar el vino podía reventar el odre, perdiéndose tanto el odre como el vino.
Jesús trae siempre el vino nuevo. Ese vino nuevo es el Espíritu Santo, es la buena noticia de la redención. Y la señal más clara de la presencia del Espíritu Santo en la persona es la alegría. No es casual que Jesús haya querido comenzar su vida pública convirtiendo el agua en un vino exquisito, en el contexto de un banquete de bodas. Cristo ha venido a llenarnos de una vida que alegra el corazón, como el vino alegra un banquete. Pero ese vino nuevo necesita verterse en los odres nuevos que son nuestros corazones. Por eso Jesús prepara los corazones de sus discípulos para que puedan contener la fuerza y la novedad de su vida divina.
Las enseñanzas de ciertos escribas y fariseos de Israel, con sus casuísticas y su vigilancia meramente externa, hacen las veces de odres viejos. La vida nueva del cristiano tiene un principio interior que va más allá. Para llenarse del vino nuevo, el corazón ha de aprender a escuchar y ser dócil al Espíritu Santo, que es fuente de continua renovación. Por eso, podemos pedir a la Virgen que nos dé un corazón como el suyo, capaz de abrirse al vino nuevo que es la vida de Dios en nosotros.
[13-s-1] Francisco, Ángelus, 13-XII-2020.
[13-s-2] San Josemaría, A solas con Dios, n. 122.
[13-s-3] Ibíd.
Thornycroft Hall (Macclesfield UK)
Domingo – XXIII semana del Tiempo Ordinario
- Desprendimiento para seguir a Jesús.
- Acompañar al Señor con nuestras cruces.
- Espíritu de examen.
MUCHOS habían decidido seguir a Jesús. Movidos por sus enseñanzas y milagros, recorrían junto a él los lugares a los que se dirigía. No podemos conocer los motivos personales que movían a cada uno. Algunos, probablemente, habían experimentado tal alegría en su presencia que no querían separarse de él. Otros, quizá, lo seguían por simple curiosidad. E incluso es posible que algunos trataran de aprovechar el poder de Jesús en beneficio propio con intención menos recta. En cualquier caso, Jesús hace un alto en el camino para explicar a las gentes lo que supone seguirle: «Si alguno viene a mí y no odia a su padre y a su madre y a su mujer y a sus hijos y a sus hermanos y a sus hermanas, hasta su propia vida, no puede ser mi discípulo» (Lc 14,26). Y a continuación añade: «Cualquiera de vosotros que no renuncie a todos sus bienes no puede ser mi discípulo» (Lc 14,33).
Ciertamente, Cristo no pretende que despreciemos nuestras relaciones familiares ni tampoco los bienes materiales, ya que Dios mismo nos lo ha dado todo. De hecho, Jesús pasó la mayor parte de su existencia en el hogar familiar y, al haber asumido la naturaleza humana, tuvo la necesidad y el gozo de emplear los bienes terrenos. Más bien, con lenguaje fuerte, Cristo nos invita a que le pongamos a él en el centro de nuestra vida por encima de todas las cosas. Acercarnos adecuadamente a las realidades terrenas, de modo que no sean el punto de referencia de nuestra vida, es un modo de recordar que nuestra seguridad y nuestra plena felicidad están en Jesús. Cuando nos disponemos a ser sus discípulos, también las relaciones familiares y los bienes terrenos adquieren una nueva luz: el brillo sobrenatural.
«Corazones generosos, con desprendimiento verdadero, pide el Señor –dice san Josemaría–. Lo conseguiremos, si soltamos con entereza las amarras o los hilos sutiles que nos atan a nuestro yo. No os oculto que esta determinación exige una lucha constante, un saltar por encima del propio entendimiento y de la propia voluntad, una renuncia»[23-d-1]. Entonces conseguiremos disfrutar genuinamente de los afectos y de los bienes materiales.
«EL QUE NO CARGA con su cruz y viene detrás de mí, no puede ser mi discípulo» (Lc 14,27). A lo largo de su vida, Jesús fue revelando progresivamente su identidad, así como la identidad de quien quisiera ser su discípulo. La liberación que iba a ofrecer a los hombres no consistía, como muchos pensaban, en una rebelión contra las autoridades políticas del momento. El camino que siguió fue más bien el contrario: entregarse a una muerte de cruz. El hecho de asociar la cruz a ser su discípulo debió de sorprender a los oyentes, pues se trataba de la condena más atroz que reservaba el imperio romano para los proscritos. Posiblemente consideraban que liberación y cruz eran dos términos opuestos. «¿Cómo pueden ser compatibles la victoria y la muerte?», se preguntarían. Lo cierto es que «no se puede entender a Jesucristo Redentor sin la cruz. Podemos incluso llegar a pensar que es un gran profeta, que hace cosas buenas, que es un santo. Pero a Cristo Redentor sin la cruz no se le puede entender»[23-d-2].
Por eso, paso a paso, Jesús iría disponiendo el corazón de la muchedumbre para que su muerte en la cruz no fuera considerada una derrota, sino un triunfo; para que, pasados los años, incluso los decenios y los siglos, las dificultades de la vida no fueran vistas como desgracias inevitables, sino como realidades que pueden llevar la identificación con Dios hecho hombre. Cristo advierte a sus discípulos que sufrirán persecuciones y calamidades, «pero con la esperanza perseverante en la victoria de la cruz, el corazón humano encontrará siempre un suelo firme, la auténtica paz, en la presencia constante del Señor, verdadero fin de todas las cosas, y cuya ayuda nunca nos abandona»[23-d-3].
A través de esas contrariedades, Jesús «nos prepara para acompañarlo con nuestras cruces por su camino hacia la redención. Nos prepara para ser cireneos y ayudarle a llevar la cruz. Nuestra vida cristiana, sin eso, no es cristiana»[23-d-4]. Como escribía san Josemaría: «¿La cruz sobre tu pecho?... —Bien. Pero... la cruz sobre tus hombros, la cruz en tu carne, la cruz en tu inteligencia. —Así vivirás por Cristo, con Cristo y en Cristo: solamente así serás apóstol»[23-d-5]. Como en la cruz estaba ya el germen de la resurrección y de la nueva vida, así sucede también en los momentos de nuestro caminar que quizás son más oscuros: podemos pedirle al Señor su luz que disipa las tinieblas y que anticipa, como la aurora, el resplandor del día sereno.
«¿QUIÉN de vosotros, al querer edificar una torre, no se sienta primero a calcular los gastos a ver si tiene para acabarla?» (Lc 14,28). Estas palabras de Jesús están llenas de sentido común. A la hora de lanzarse a un proyecto, lo lógico es pararse antes y analizar la situación: ¿Con qué medios cuento para llevar a cabo esta empresa? ¿Qué es lo que la dificulta? El Señor anima a sus oyentes, especialmente a quienes quieren seguirle, a plantearse estas mismas cuestiones. Después de haber señalado dos características de un discípulo –el desprendimiento y el amor a la cruz–, Jesús quiere que consideremos personalmente si estamos dispuestos a recorrer este camino. El Señor desea que, antes de tomar una resolución, tengamos claro en qué podemos confiar, y en dónde no debemos situar nuestras seguridades: se trata de lo que san Juan de la Cruz considera «el primer paso que tiene que dar el alma para llegar al conocimiento de Dios»[23-d-6].
En el examen de conciencia confrontamos nuestra vida con la del Señor, lo que somos con lo que nos gustaría ser, cómo observamos a la realidad y de qué la observa el Señor, que siempre lo hace desde su infinita misericordia, deseoso de concedernos su amor y su ayuda. Su objetivo no es que seamos personas sin errores, sino más bien «encendernos más en el amor a Dios con realidades –obras– de entrega»[23-d-7]. Dios nos ofrece continuamente su perdón y nos permite recomenzar de nuevo en la edificación de esa torre que construimos junto al Espíritu Santo: la santidad. Esta torre, a diferencia de las construcciones humanas, cuenta con esta peculiaridad: no depende únicamente de nuestros propios medios. Además, tenemos muchísimos aliados que, desde el cielo, nos ayudan siempre. «Antes, solo, no podías... Ahora, has acudido a la Señora, y, con ella, ¡qué fácil!»[23-d-8].
[23-d-1] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 115.
[23-d-2] Francisco, Homilía, 26-IX-2014.
[23-d-3] Benedicto XVI, Ángelus, 18-XI-2012.
[23-d-4] Francisco, Homilía, 26-IX-2014.
[23-d-5] San Josemaría, Camino, n. 929.
[23-d-6] San Juan de la Cruz, Cántico espiritual, 4, 1.
[23-d-7] Beato Álvaro del Portillo, Carta pastoral, 8-XII-1976, n. 8.
[23-d-8] San Josemaría, Camino, n. 513.
Thornycroft Hall (Macclesfield UK)
Lunes – XXIII semana del Tiempo Ordinario
- El formalismo de algunos fariseos.
- Rectitud de intención.
- Prioridad de la persona.
UN SÁBADO, Jesús «entró en la sinagoga y se puso a enseñar. Y había allí un hombre que tenía seca la mano derecha. Los escribas y los fariseos le observaban a ver si curaba en sábado, para encontrar de qué acusarle» (Lc 6,6-7). Esta escena del evangelio pone de relieve el motivo por el que algunas autoridades judías siguen a Jesús. No les interesa sus enseñanzas, ni tampoco se alegran cuando presencian algún milagro. Más bien buscan la excusa perfecta para poder desprestigiarle. «¡Oh fariseo! –dice san Cirilo de Alejandría–, ves al que hace cosas prodigiosas y cura a los enfermos en virtud de un poder superior, y tú proyectas su muerte por envidia»[23-l-1].
Quienes juzgan al Señor en esa escena, demuestran que no les preocupa aquel hombre con la mano seca. Su prioridad no es compadecerse de la enfermedad de esta persona y, si es posible, liberarla, sino que se fijan únicamente en el cumplimiento estricto de la ley del sábado; lo único que les preocupa es acusar a quien no lo respetaba que, en este caso, es Jesús, el mismo autor de la ley. Con su formalismo, aquellos fariseos «no dejan lugar a la gracia de Dios» y se detienen «en sí mismos, en sus tristezas, en sus resentimientos», siendo así incapaces «de llevar la salvación, porque le cierran la puerta»[23-l-2].
En el fondo, estas personas han convertido la amplia vía de la misericordia de Dios en un angosto sendero de legalismos; en vez de ser ayuda alentadora en ese caminar, son obstáculo; en donde existen personas, ven solo desviaciones a la norma. De frente a esta manera de juzgar al prójimo, nos advierte san Josemaría: «No se pueden ofrecer fórmulas prefabricadas, ni métodos o reglamentos rígidos, para acercar las almas a Cristo. El encuentro de Dios con cada hombre es inefable e irrepetible, y nosotros debemos colaborar con el Señor para hallar –en cada caso– la palabra y el modo oportunos, siendo dóciles y no intentando poner raíles a la acción siempre original del Espíritu Santo»[23-l-3].
SAN LUCAS señala que Jesús conoce los pensamientos de estos escribas y fariseos (cfr. Lc 6,8). El Señor sabe perfectamente que no se encuentran ahí para escucharle con humildad y después seguir sus enseñanzas. Aunque exteriormente se comportan como los demás, su interior contrasta con la sencillez del resto de oyentes. No acompañan al Señor con el deseo de cambiar sus vidas y de agradar a Dios, sino con el propósito de encontrar algo de qué acusarle.
«La rectitud de intención –decía san Josemaría– está en buscar “solo y en todo” la gloria de Dios»[23-l-4], por encima de nuestra gloria personal o del apego a los criterios con los que juzgamos la realidad. La vida cristiana no se reduce a “cumplir” ciertos estándares o reglamentos morales o religiosos: aquellos fariseos, de hecho, eran celosos cumplidores de la ley, daban limosnas, pasaban horas en el templo, ayunaban… Pero Jesús sabía que no lo hacían para dar gloria a su Padre y, por lo tanto, eso no les acercaba a los demás ni a la auténtica felicidad. «Este pueblo –les diría el Señor en otra ocasión, citando al profeta Isaías– me honra con los labios, pero su corazón está muy lejos de mí» (Mt 15,8).
La vida cristiana va siempre acompañada de obras externas. Sin embargo, es decisivo que aquellas obras estén animadas por el espíritu de bondad y de santidad que vemos en la vida del Señor, de los apóstoles y de los santos. De este modo, el cristiano puede convertir «en oro puro, como hacía el rey Midas, todo lo que toque, por la rectitud de intención que, con la gracia de Dios, le lleva a hacer –de lo que es indiferente– una cosa santa»[23-l-5].
DESPUÉS de haber pedido al hombre de la mano seca que se pusiera en medio, Jesús lanzó está pregunta a los escribas y fariseos: «¿Es lícito en sábado hacer el bien o hacer el mal, salvar la vida de un hombre o perderla?» (Lc 6,9). Sin esperar respuesta, el Señor obró el milagro y la mano del hombre quedó curada.
Jesús no entendía de cálculos a la hora de hacer el bien. Había venido al mundo para salvar a los hombres y dedicó toda su vida a este propósito. Por eso hacía milagros también en sábado, pues quería mostrar que en primer lugar se encuentra siempre el bien de la persona. Cuando se trataba de salvar a alguien, no dudaba en rodearse de pecadores públicos (cfr. Mc 2,16), en recorrer cuantas ciudades fuesen necesarias (cfr. Lc 4,43), o en entrar en casas de gentiles (cfr. Mt 8,7). En definitiva, su misión redentora no tenía horarios ni distinciones de ningún tipo: Jesús se mostraba siempre disponible.
La tarea de dar a conocer a Dios también, en ese sentido, nos saca de nuestros esquemas y seguridades. El sentido de misión propio del apóstol nos lleva a experimentar «el gusto de ser un manantial, que desborda y refresca a los demás. Solo puede ser misionero alguien que se sienta bien buscando el bien de los demás, deseando la felicidad de los otros»[23-l-6]. Esta es la apertura de corazón que vivió santa María. En sus años en la tierra puso siempre en primer lugar el bien de Jesús. Y ahora muestra esa misma disponibilidad a todos los que se acercan, como buenos hijos, a pedir su ayuda materna.
[23-l-1] San Cirilo de Alejandría, Comentario al evangelio de san Lucas.
[23-l-2] Francisco, Homilía, 1-IV-2014.
[23-l-3] San Josemaría, Cartas 11, n. 42
[23-l-4] San Josemaría, Forja, n. 921.
[23-l-5] San Josemaría, Instrucción para la obra de San Gabriel, n.98.
[23-l-6] Francisco, Evangelii Gaudium, n. 272.
Thornycroft Hall (Macclesfield UK)
Martes – XXIII semana del Tiempo Ordinario
SAN LUCAS nos narra que Jesús pasó la noche entera en oración antes de elegir a sus apóstoles. En los momentos previos a varios sucesos importantes, vemos al Señor acudir a ese diálogo personal con su Padre. Lo hará también, por ejemplo, años después, en el huerto de los olivos: ante la inminencia de la Pasión, Jesús pide fuerza para cumplir siempre la voluntad de Dios.
Evidentemente, es difícil que, de ordinario, sea posible pasar noches enteras velando. Pero la actitud del Señor nos muestra la necesidad que tuvo el mismo Cristo de sintonizar intensamente con su Padre Dios, sobre todo ante una situación importante en la que es preciso mucha luz, consuelo e impulso. Como decía san Josemaría, gracias a la oración podemos convertir toda nuestra jornada en «una sola íntima y confiada conversación. Lo he afirmado y lo he escrito tantas veces, pero no me importa repetirlo, porque nuestro Señor nos hace ver –con su ejemplo– que ese es el comportamiento certero: oración constante, de la mañana a la noche y de la noche a la mañana. Cuando todo sale con facilidad: ¡gracias, Dios mío! Cuando llega un momento difícil: ¡Señor, no me abandones!»[1].
A un padre le interesa hasta las cosas más pequeñas de la vida de su hijo. Y, aunque las haya escuchado cientos de veces, es capaz de mostrar un afecto y una ilusión siempre nuevas. Por eso, podemos tener esta misma actitud con nuestro Padre del cielo. Cuando le ofrecemos hasta las cosas más pequeñas de nuestro día, él las hace suyas, y entonces adquieren el valor infinito que tiene el sacrificio de su Hijo. «Todas nuestras peticiones han sido recogidas una vez por todas en sus palabras en la cruz; y escuchadas por su Padre en la Resurrección: por eso no deja de interceder por nosotros»[23-ma-2].
NO SABEMOS con exactitud el contenido de esa noche de oración de Jesús. Pero es fácil suponer que pensaría en cada uno de los apóstoles que iba a elegir al día siguiente. Los contemplaría con sus virtudes y defectos, sería grande el deseo de que fueran muy fecundos y felices al propagar la buena noticia de la salvación. «La elección de los discípulos es un acontecimiento de oración; ellos son, por así decirlo, engendrados en la oración, en la familiaridad con el Padre. (...) También se debe partir de ahí para entender las palabras de Jesús: “Rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies” (Mt 9,38): a quienes trabajan en la cosecha de Dios no se les puede escoger simplemente como un patrón busca a sus obreros; siempre deben ser pedidos a Dios y elegidos por él mismo para este servicio»[23-ma-3].
La vida de una persona nunca es aislada, sino que necesita de las relaciones con los demás. Por eso, es lógico que también en la oración surjan nombres y rostros, principalmente de los más cercanos, de personas que forman parte de nuestro día a día y a las que queremos felices. De este modo, las relaciones sabrán abrirse a la acción divina, Dios estará invitado a habitar más claramente en medio de esos lazos. Se experimenta así una alegría que no es «casual ni fortuita», sino «fruto de la armonía profunda entre las personas, que hace gustar la belleza de estar juntos, de sostenernos mutuamente en el camino de la vida»[23-ma-4].
Es normal que con algunas personas tengamos más facilidad en la relación, ya sea por compartir un carácter similar o por coincidir en aficiones y gustos. Pero sabernos hijos de un mismo Padre «nos llevará a profundizar en las relaciones con nuestros hermanos; a no dejarnos llevar solo por las cosas en común y a superar también las posibles barreras humanas que podamos tener, sabiendo ver en cada uno al mismo Cristo»[23-ma-5].
CUANDO RECIBIMOS a Jesús en la comunión eucarística, nos situamos en la mejor posición para interceder por cualquier intención ante Dios, en nombre de su Hijo. Podemos experimentar, en primera persona, lo que narra san Lucas: «Toda la multitud intentaba tocarle, porque salía de él una fuerza que sanaba a todos» (Lc 6,19). Ese puede ser un momento para recordar, como hacía Jesús, a las personas a quienes deseamos ayudar; también para que se nos llene el corazón de acciones de gracias porque ha querido contar con nosotros, e incluso por el mismo hecho de poder estar orando: «Padre, te doy gracias porque me has escuchado» (Jn 11,41). Es posible también que experimentemos nuestra indignidad o el límite de nuestras posibilidades, del mismo modo en que lo hizo aquel centurión que deseaba curar a su criado: «Basta que lo digas de palabra y mi criado quedará sano» (Mt 8,8).
Cuando vamos a ser recibidos por alguien importante, generalmente preparamos lo que vamos a decir para, quizás por la emoción, no olvidarlo en ese momento. De la misma manera, podemos procurar hacer algo similar cuando nos disponemos a recibir al Señor en la Eucaristía, podemos ir recogiendo intenciones a lo largo del día. «¿Has pensado alguna vez cómo te prepararías para recibirle si se pudiera comulgar solo una vez en la vida?»[23-ma-6], preguntaba san Josemaría. Y en otro momento, añadía: «Hemos de recibirle como a los grandes de la tierra: con adornos, luces, trajes nuevos. Y si preguntas qué limpieza, qué adornos y qué luces has de tener, te contestaré: limpieza en tus sentidos, uno por uno; adorno en tus potencias, una por una; luz en toda tu alma»[23-ma-7].
Santa María fue la primera en recibir a Jesús. A ella le podemos pedir que nos alcance la gracia de acoger el amor de su hijo con la misma pureza, humildad y devoción con que ella lo hizo.
[23-ma-1] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 247.
[23-ma-2] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2741.
[23-ma-3] Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, I, p. 208.
[23-ma-4] Francisco, Ángelus, 27-XII-2015.
[23-ma-5] Mons. Fernando Ocáriz, Tertulia, 25-VI-2022.
[23-ma-6] San Josemaría, Meditación, 14-IV-1960.
[23-ma-7] Ibíd.
Thornycroft Hall (Macclesfield UK)
Miércoles – XXIII semana del Tiempo Ordinario
- Fiarse de la felicidad que viene de Dios.
- La promesa de la alegría recorre el Evangelio.
- Las penas y alegrías de un cristiano.
«EN LAS bienaventuranzas, Jesucristo nos ofrece las llaves que nos abren las puertas del cielo… y de la felicidad en esta tierra»[23-mi-1]. Sin embargo, a nuestro corazón le cuesta creer que encontrará gozo en la pobreza, en el hambre, en el llanto o en la persecución. El Señor insiste al emplear dos verbos muy expresivos para indicar la meta de ese trayecto: «alegraos» y «regocijaos» (Lc 6,23).
Estas aparentes contradicciones nos invitan «a reflexionar sobre el profundo significado de tener fe, que consiste en fiarnos totalmente del Señor. Se trata de derribar los ídolos mundanos para abrir el corazón al Dios vivo y verdadero; solo él puede dar a nuestra existencia esa plenitud tan deseada y sin embargo tan difícil de alcanzar. Hay muchos, también en nuestros días, que se presentan como dispensadores de felicidad (...). Y aquí es fácil caer sin darse cuenta en el pecado contra el primer mandamiento, la idolatría, reemplazando a Dios con un ídolo. ¡La idolatría y los ídolos parecen cosas de otros tiempos, pero en realidad son de todos los tiempos!»[23-mi-2].
«Dios quiere abrirnos –comenta el prelado del Opus Dei– un panorama de grandeza y de belleza, que se oculta quizás a nuestros ojos. Es necesario confiar en él, dar un paso hacia su encuentro, y quitarnos el miedo de pensar que, si lo hacemos, perderemos muchas cosas buenas de la vida. La capacidad que tiene de sorprendernos es mucho mayor que cualquiera de nuestras expectativas»[23-mi-3]. Esto no quiere decir que la vida cristiana consista en acumular sufrimiento en la tierra para poder gozar después del cielo; Jesús nos quiere felices también aquí, pero no desea que nuestra felicidad dependa de lo efímero, de lo que rápidamente pasa, sino en lo realmente verdadero, en lo único que es capaz de saciar nuestra sed de infinito.
SI RECORDAMOS el anuncio del arcángel Gabriel a María, «podemos decir que la primera palabra del Nuevo Testamento es una invitación a la alegría: “alégrate”, “regocíjate”. El Nuevo Testamento es realmente “Evangelio”, “buena noticia” que nos trae alegría. Dios no está lejos de nosotros, no es desconocido, enigmático, tal vez peligroso. Dios está cerca de nosotros»[23-mi-4]. Esta irrupción de una nueva alegría en el mundo recorre todo el Evangelio y encuentra un punto revelador en las Bienaventuranzas. Jesús es quien mejor comprende la novedad de lo que está diciendo. Por eso, si hacemos memoria de los momentos que nos han hecho felices de verdad, quizás podremos descubrir que no siempre están fundados en la riqueza, el placer o la comodidad.
«La alegría no es la emoción de un momento: ¡es otra cosa! La verdadera alegría no viene de las cosas, de tener, nace del encuentro, de la relación con los demás; nace de sentirse aceptados, comprendidos, amados y de aceptar, comprender y amar»[23-mi-5]. Es lógico que a veces identifiquemos aquella alegría que nos promete Jesús como algo que sucederá en el futuro. Sin embargo, sus palabras son eficaces también en el hoy de nuestra vida cotidiana. Quien se fía de Dios está más preparado para dejarse querer. Quien se fía de Dios está mejor dispuesto a que las contrariedades sean un continuo recuerdo de que la verdadera felicidad solo la encontramos en la compañía divina.
Como hijos de Dios, creados a su imagen, no aspiramos a una felicidad finita, sino a participar de la misma felicidad de nuestro Padre del cielo. Jesús nos ha prometido que su único interés es que su alegría esté en nosotros para que nuestra alegría sea completa (cfr. Jn 15,11). Por eso, el primero que está empeñado en nuestra propia felicidad es el mismo Dios, y eso nos llena de consuelo.
¿CUÁL ES el principal obstáculo de nuestra alegría? Con la fe podemos afirmar que el único mal que nos puede llevar a la tristeza es el pecado. Las demás desdichas lo son en la medida en que todavía no juzgamos las cosas desde el punto de vista de Dios. «El Señor nos quiere felices –decía san Josemaría–. Yo veo a mis hijos siempre alegres, con una alegría sobrenatural, con algo tan íntimo que es compatible con los dolores y con las contradicciones de esta vida nuestra en la tierra»[23-mi-6]. Como señala también san Juan Crisóstomo: «En la tierra hasta la alegría suele parar en tristeza; pero para quien vive según Cristo, incluso las penas se truecan en gozo»[23-mi-7].
Quizá podríamos pensar alguna vez que merecemos algo de tristeza, por nuestra falta de correspondencia. No obstante, este planteamiento asume que solo podemos ser felices si hemos cumplido a la perfección todo lo que nos hemos propuesto. Mientras estamos en camino de identificarnos con Jesucristo, la alegría a la que nos llama el Señor «no se apoya en nuestras virtudes: no es vana satisfacción personal, sino que se edifica sobre la misma flaqueza y debilidad humana. Conocer la propia debilidad, experimentar la presencia de la adversidad dentro de nosotros mismos, puede y debe dar paso a la alegría»[23-mi-8]. Como repetía el fundador del Opus Dei: «Estad seguros: Dios no quiere nuestras miserias, pero no las desconoce, y cuenta precisamente con esas debilidades para que nos hagamos santos»[23-mi-9].
La alegría verdadera solo puede encontrarse en el amor infinito e inmerecido que Dios nos ofrece. Y nuestra madre María acogió incondicionalmente en su seno al Señor. Por eso, es capaz de afirmar, llena de humildad, que la «llamarán bienaventurada todas las generaciones» (Lc 1,48). A ella le podemos pedir que nos haga percibir y disfrutar de esa misma alegría.
[23-mi-1] Mons. Fernando Ocáriz, A la luz del Evangelio, p. 69.
[23-mi-2] Francisco, Ángelus, 17-II-2019.
[23-mi-3] Mons. Fernando Ocáriz, “Dejarse sorprender por un Padre bueno”, 25-I-2019
[23-mi-4] Benedicto XVI, Homilía, 18-XII-2005.
[23-mi-5] Francisco, Discurso, 6-VII-2013.
[23-mi-6] San Josemaría, Homilía, 26-V-1974.
[23-mi-7] San Juan Crisóstomo, Homilías sobre san Mateo, 18.
[23-mi-8] Mons. Fernando Ocáriz, A la luz del Evangelio, p. 172.
[23-mi-9] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 215.
Thornycroft Hall (Macclesfield UK)
No hay
Thornycroft Hall (Macclesfield UK)
Viernes – XXIII semana del Tiempo Ordinario
- Jesús vino a salvar, no a condenar.
- Reconocer la viga del propio ojo.
- Defender la manera de ser de los demás.
«YO SOY la luz que ha venido al mundo para que todo el que cree en mí no permanezca en tinieblas. Y si alguien escucha mis palabras y no las guarda, yo no le juzgo, porque no he venido a juzgar al mundo, sino a salvar al mundo» (Jn 12,46-47). Jesús se expresa así durante los días anteriores a la Pascua, cuando la presión de algunos judíos se había hecho ya insostenible. Las autoridades del pueblo, que le rodean y le acosan sin disimulo, critican todas sus palabras, emiten juicios sobre sus intenciones y le acusan incluso cuando obra milagros. Nada de lo que Jesús hace o dice les deja satisfechos. Sin embargo, en contraste con aquel ambiente, el Maestro recuerda que él ha venido al mundo para salvar, no para condenar; él siempre tiende la mano a quien lo necesita, sin juicios ni condiciones.
Esta actitud de Jesús es atractiva y entusiasmante, y en nuestro intento por dejar que Cristo viva en nosotros es normal que busquemos este mismo acercamiento hacia todas las personas. Si ni siquiera el hijo de Dios mira al prójimo con intención de juzgar, nosotros con mucha menos razón. Cuando condenamos a los demás, es nuestro propio corazón el que se ve afectado por una espiral de egoísmo. Por eso, podemos pedir ayuda al mismo Jesucristo para que moldee nuestro interior a imagen suya. «De una manera gráfica y bromeando –escribía san Josemaría–, os he hecho notar la distinta impresión que se tiene de un mismo fenómeno, según se observe con cariño o sin él. Y os decía –y perdonadme, porque es muy gráfico– que, del niño que anda con el dedo en la nariz, comentan las visitas: ¡qué sucio!; mientras su madre dice: ¡va a ser investigador! (...). Mirad a vuestros hermanos con amor y llegaréis a la conclusión –llena de caridad– de que ¡todos somos investigadores!»[23-v-1].
EN UNA de las parábolas de san Lucas, el Señor propone a sus discípulos la siguiente imagen: «¿Por qué te fijas en la mota del ojo de tu hermano y no reparas en la viga que hay en tu propio ojo? ¿Cómo puedes decir a tu hermano: “Hermano, deja que saque la mota que hay en tu ojo”, no viendo tú mismo la viga que hay en el tuyo?» (Lc 6,41-43). Todos tenemos la tendencia a juzgar más rápidamente los comportamientos de los demás antes que los nuestros propios. Sin embargo, el Señor es claro e insiste en esto: si queremos mejorar el ambiente y a las personas que nos rodean, el camino es mejorar nosotros, limpiar primero los propios ojos, dejarnos alcanzar por la misericordia de Dios.
Comenta san Cirilo de Alejandría: «¿Por qué juzgas cuando el Maestro todavía no ha juzgado? Si yo no juzgo, dice, tampoco juzgues tú que eres mi discípulo. Es posible que tú seas culpable de aquel a quien juzgas»[23-v-2]. Antes de considerar el comportamiento de nuestros hermanos, Jesús nos anima a mirar con sinceridad el interior de nuestro corazón. Solo entonces, desde la humildad personal, estaremos en condiciones de ver con algo más de claridad lo que nos rodea. El sincero examen personal, que lleva al conocimiento propio, es el primer paso antes de corregir a alguien. Al descubrir la viga en el interior del propio ojo es posible que las motas de los demás adquieran otro relieve u otra dimensión: nos llenamos de esperanza porque sabemos que quien nos mira es un Dios lleno de misericordia.
«Cuando estamos obligados a corregir o a reprender –escribía san Agustín comentando también este pasaje–, prestemos atención escrupulosa a la siguiente pregunta: ¿No hemos caído nunca en esta falta? ¿Nos hemos curado de ella? Aún si nunca la hubiésemos cometido, acordémonos de que somos humanos y que hubiéramos podido caer en ella. Si, por el contrario, la hemos cometido en el pasado, acordémonos de nuestra fragilidad para que la benevolencia nos guíe en la corrección»[23-v-3].
JESÚS pide, una y otra vez, que desarrollemos «una mirada que no se detenga en lo exterior, sino que vaya al corazón»[23-v-4]. Al respetar la manera de ser de los demás queda claro que no pretendemos moldearlos según nuestros criterios o preferencias. Así, quienes nos rodean se sentirán verdaderamente libres y se darán cuenta de que lo único que nos interesa es que sean felices y santos. San Josemaría decía que quería dejar como herencia a sus hijos «el amor a la libertad y el buen humor»[23-v-5]. Estas dos realidades nos llevarán a dirigir una mirada a nuestros hermanos que se fije siempre en el lado positivo, e incluso divertido, de cada uno, defendiendo siempre su libertad.
Entonces, los posibles defectos de los demás no supondrán barreras insalvables, sino que serán ocasiones para orar por esa persona y para mostrarle un cariño auténtico que no entiende de condiciones. Incluso cuando deseemos ayudar a alguien para que se corrija, podremos hablar con franqueza y transmitir lo que veamos, para que en la presencia de Dios se pueda examinar y tomar una resolución; de todos modos, esto no lleva a una actitud de reproche, de tomar distancia o de juicio de sus intenciones. «Si queremos ir por el camino de Jesús, más que acusadores, debemos ser defensores de los demás ante el Padre. Cuando veas algo feo en otro ve a rezar y defiéndelo ante el Padre, como hace Jesús. Reza por él, ¡pero no lo juzgues!»[23-v-6]. Afortunadamente solo Dios, que conoce la profundidad de los corazones, sabe dar el peso adecuado a los sucesos de la vida de cada uno.
La Virgen es la primera que nos defiende; ella mira nuestros talentos y nuestros defectos con corazón de madre. Podemos pedirle que nos ayude delicadamente a descubrir la viga en nuestros ojos para que, después, como ella, también nosotros sepamos reaccionar con oración y cariño ante las pequeñas motas que vemos en los ojos de nuestros hermanos.
[23-v-1] San Josemaría, Cartas 27, n. 35.
[23-v-2] San Cirilo de Alejandría, Comentario al Evangelio de Lucas, 6, PG 72, 601-604.
[23-v-3] San Agustín, Explicación del Sermón de la Montaña, n. 19.
[23-v-4] Francisco, Ángelus, 27-VI-2021.
[23-v-5] San Josemaría, Cartas 24, n. 22.
[23-v-6] Francisco, Homilía, 23-VI-2014.
Thornycroft Hall (Macclesfield UK)
Sábado – XXIII semana del Tiempo Ordinario
- Ir a las raíces de nuestras acciones.
- Hablamos de lo que tenemos en el corazón.
- Construir sobre la roca que es Cristo.
MUCHAS DE LAS imágenes que Jesús emplea en su predicación están tomadas de experiencias comunes de la vida diaria, por lo que son muy expresivas y transmiten con fuerza su enseñanza. Así, las palabras del Maestro se quedaban así fácilmente grabadas en la memoria de quienes le escuchaban; al volver a sus casas probablemente las recordaban y, después, las repetían entre sus amigos. Hoy la Iglesia nos ofrece dos de esas imágenes: la del árbol que da frutos buenos o frutos malos, y la de la casa construida sobre roca o sobre arena.
«No hay árbol bueno que dé fruto malo, ni tampoco árbol malo que dé buen fruto. Pues cada árbol se conoce por su fruto; no se recogen higos de los espinos, ni se vendimian uvas del zarzal» (Lc 6,43-44). Los frutos brotan de la interioridad del árbol, de las raíces, de la savia que riega el tronco y las ramas. Con aquella comparación, Jesús nos invita a mirar el interior de nuestro corazón para descubrir los verdaderos motivos de nuestras acciones. Es precisamente allí, en nuestras disposiciones profundas, en donde podemos conocer mejor las razones de tal o cual reacción.
«Nuestro prójimo ve lo que nosotros hacemos, pero no ve por qué motivo lo hacemos. Solo Dios es testigo de ello (…). Yo no puedo leer en vuestro corazón –decía san Agustín–, pero Dios que escruta los corazones sabe lo que hay en el hombre»[23-s-1]. La nobleza de nuestro corazón es la clave para determinar el bien que existe en nuestra vida. Una mirada superficial o exterior, que se queda solamente en «hice esto» o «no hice aquello», no siempre da con lo que verdaderamente nos mueve. Necesitamos ahondar para descubrir las raíces del bien o del mal, con la tranquilidad de saber que Dios nos conoce perfectamente y él nos acompaña en esta tarea.
EN EL LENGUAJE de la Sagrada Escritura, el corazón es el lugar de las decisiones, es donde se forjan silenciosamente nuestras acciones. El corazón es sede de nuestra afectividad, allí cristalizan nuestros sentimientos; y, justamente por eso, es el lugar en donde converge lo exterior y lo interior. El corazón siente, pero precisamente como aquel sentimiento se refiere a algo externo, se abre a un proceso de conocimiento y de comprensión: es el núcleo más profundo de la persona. Por todo ello, dice Jesús: «El hombre bueno del buen tesoro de su corazón saca lo bueno, y el malo de su mal saca lo malo» (Lc 6,45).
A la luz de estas palabras de Cristo, le podemos pedir al Señor, como lo hacía san Josemaría, «que nos conceda un corazón bueno, capaz de compadecerse de las penas de las criaturas»[23-s-2], capaz de amar y de elegir el bien para nuestra vida y fomentarlo en la vida de quienes nos rodean. «Crea en mí, Dios mío, un corazón puro, y renueva en mi interior un espíritu firme», suplicamos con el salmista (Sal 51,12). Ese corazón nuevo, que es de carne y no de piedra (cfr. Ez 36,26), es sobre todo un regalo, un don de Dios. Pero, al mismo tiempo, necesitamos estar alerta para corregir el punto de mira cuando notamos que se desvía del bien, para enderezar con humildad las intenciones menos rectas.
Una manera concreta de examinarnos puede ser recordar los temas más frecuentes de nuestras conversaciones, porque, como añade Jesús, «de la abundancia del corazón habla su boca» (v. 45). ¡Qué sabiduría y qué retrato tan exacto de nuestra vida nos ofrece esta frase del Señor! Cuando nuestras palabras son habitualmente amables, es que el corazón está lleno de bondad y eso sale hacia fuera, dando luz y esperanza. En cambio, si asoma con facilidad la queja o el reproche, quizá nos falta alegría y libertad interior, o quizá se ha depositado en el corazón una cierta amargura. Nuestras conversaciones nos dan pistas para descubrir cómo está nuestro corazón: se trata de un posible modo práctico para examinarnos.
«TODO el que viene a mí y oye mis palabras y las pone en práctica, os diré a quién se parece. Se parece a un hombre que, al edificar una casa, cavó muy hondo y puso los cimientos sobre la roca. Al venir una inundación, el río rompió contra aquella casa, y no pudo derribarla porque estaba bien edificada» (Lc 6,47-48). En esta comparación, Jesús transmite quizás una experiencia que había visto o vivido en primera persona: que el futuro de un edificio depende de sus cimientos. La casa resistirá las inclemencias de la naturaleza solo si sus pilares se asientan sobre roca firme. En cambio, si por comodidad o por tener demasiada prisa la casa no se construyó sobre un suelo recio, a la mínima dificultad llegará la ruina.
«¿Qué quiere decir construir la casa sobre roca? Construir sobre roca quiere decir, ante todo, construir sobre Cristo y con Cristo (…). Quiere decir construir con Alguien que, conociéndonos mejor que nosotros mismos, nos dice: “Eres precioso a mis ojos, (...) eres estimado, y yo te amo” (Is 43,4). Quiere decir construir con Alguien que siempre es fiel, aunque nosotros fallemos en la fidelidad, porque él no puede negarse a sí mismo (cfr. 2 Tm 2,13). Quiere decir construir con Alguien que se inclina constantemente sobre el corazón herido del hombre, y dice: “Yo no te condeno. Vete, y en adelante no peques más” (cf. Jn 8,11). Quiere decir construir con Alguien que desde lo alto de la cruz extiende los brazos para repetir por toda la eternidad: “Yo doy mi vida por ti, hombre, porque te amo”»[23-s-3].
Jesús nos plantea un itinerario en tres pasos: acudir a él, escucharle, y vivir de esas palabras. Podemos acudir a la ayuda de santa María en este camino: al igual que ella, queremos construir nuestra casa sobre roca, para que allí habite el Verbo encarnado; al igual que nuestra Madre, queremos conservar la Palabra de Dios en nuestro corazón para que empape toda nuestra vida, desde nuestros más profundas disposiciones hasta nuestras acciones externas.
[23-s-1] San Agustín, Sermón 179.
[23-s-2] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 167.
[23-s-3] Benedicto XVI, Encuentro con jóvenes, 27-V-2006.
Surahammar (cdc Suecia)
Domingo– XXIV semana del Tiempo Ordinario
- El perdón es la alegría de Dios.
- Dios nos ha amado primero.
- Un Padre que sale al encuentro.
EL EVANGELIO de San Lucas es conocido como el «evangelio de la misericordia»[24-d-1]; sobre todo porque recoge tres parábolas en las que Jesús describe de modo gráfico la infinita misericordia de Dios con los hombres.
Los tres relatos siguen un mismo patrón. Al inicio, una persona pierde algo que considera de gran valor: el pastor, una de las ovejas de su rebaño; la mujer, una de sus monedas; y un padre, a su hijo pequeño que huye voluntariamente lejos de su casa. Las tres parábolas, además, tienen en común la reacción del protagonista, que no para de buscar hasta que consigue recuperar lo que tanto ama; y, cuando lo hace, siente una alegría desbordante. Jesús nos revela que Dios está «siempre lleno de alegría, sobre todo cuando perdona»[24-d-2]. «El perdón es alegría de Dios, antes que alegría del hombre. Dios se alegra al acoger al pecador arrepentido; más aún, él mismo, que es Padre de infinita misericordia, dives in misericordia, suscita en el corazón humano la esperanza del perdón y la alegría de la reconciliación»[24-d-3].
En estas parábolas, Jesús nos revela «la naturaleza de Dios como un Padre que jamás se da por vencido hasta tanto no haya disuelto el pecado y superado el rechazo con la compasión y la misericordia»[24-d-4]. La Iglesia no se cansa de proclamar esta verdad: Dios nos ama con un amor infinito, a cada uno, porque somos hijos suyos. Es un anuncio tan entusiasmante que nunca deja de sorprendernos. Decía san Pablo VI: «Podemos pensar que nuestro pecado o alejamiento de Dios enciende en él una llama de amor más intenso, un deseo de devolvernos y reinsertarnos en su plan de salvación (...). Dios es –digámoslo llorando– bueno con nosotros. Él nos ama, busca, piensa, conoce, inspira y espera. Él será feliz –si puede decirse así– el día en que nosotros queramos regresar y decir: “Señor, en tu bondad, perdóname”. He aquí, pues, que nuestro arrepentimiento se convierte en la alegría de Dios»[24-d-5].
«NOSOTROS hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él» (1 Jn 4,16). Toda nuestra vida cristiana se resume en confiar en que Dios nos ama, y a aceptar con agradecimiento ese amor compasivo que se nos ofrece gratuitamente, tantas veces en forma de perdón. Aunque a veces sea más patente a nuestros ojos lo que hacemos nosotros, ya sean esfuerzos, fatigas o sufrimientos, en realidad el amor de Dios lo precede todo. Como escribe san Juan en una de sus cartas: «Él nos amó primero» (1 Jn 4,19).
Afirma el Concilio Vaticano II: «El hombre existe pura y simplemente por el amor de Dios, que lo creó, y por el amor de Dios, que lo conserva. Y sólo se puede decir que vive en la plenitud de la verdad cuando reconoce libremente ese amor y se confía por entero a su Creador»[24-d-6]. La iniciativa, silenciosa y discreta, siempre es suya. El principio de nuestra existencia es que somos amados. «No somos el producto casual y sin sentido de la evolución. Cada uno de nosotros es fruto de un pensamiento de Dios. Cada uno de nosotros es querido, cada uno de nosotros es amado, cada uno es necesario»[24-d-7]. Su amor nos crea, nos capacita para amar con su mismo amor y está dispuesto a transformar nuestra relación con nosotros mismos y con quienes nos rodean.
«Dios es amor, y quien permanece en el amor, permanece en Dios y Dios en él» (1 Jn 4,16): este es el corazón de la revelación de Jesucristo. Y esto renueva nuestras relaciones con los demás. Cuando se ama de verdad, como Dios ama, se ama simplemente porque sí, sin buscar nada a cambio. Lo expresaba san Bernardo con estas palabras: «El amor se basta por sí mismo, agrada por sí mismo y por su causa. Él es su propio mérito y su premio. El amor excluye todo otro motivo y otro fruto que no sea él mismo. Su fruto es su experiencia. Amo porque amo; amo para amar»[24-d-8].
DIOS ES MUCHO MÁS que un padre de buen corazón, que perdona al pecador cuando vuelve a casa. Dios es un padre que, movido por un amor personal y gratuito, busca al que se ha perdido hasta que lo encuentra, como sucede con la oveja y con la dracma perdida. El padre del hijo pródigo no se limita a esperar en casa, sino que corre a su encuentro, se le echa al cuello y lo besa con pasión. Dios sale a los caminos, su misericordia es mucho más fuerte que nuestra debilidad. Por eso toda la revelación bíblica es, de alguna manera, la historia de un Dios que nos quiere convencer de su amor. Cuando uno se sabe amado de esta manera incondicional, esa convicción se convierte en fuente de gozo y alegría, es un trampolín que nos lanza a transformar el día a día en ocasiones de también amar a Dios y a los demás. «Amati, amamus», recordaba san Bernardo: nosotros amamos porque somos amados.
Pero este amor misericordioso de Dios no se impone. El amor es, en todos los casos, un regalo que se ofrece y que solo puede aceptarse con libertad. De esta manera, el amor es, al mismo tiempo, lo más fuerte y lo más débil. El hijo pródigo, por ejemplo, tiene que desandar el camino que le había alejado de la casa paterna y aceptar el abrazo de su padre. «La misericordia que Dios muestra nos ha de empujar siempre a volver. Hijos míos –decía san Josemaría–, mejor es no marcharse de su lado, no abandonarle; pero si alguna vez por debilidad humana os marcháis, regresad corriendo. Él nos recibe siempre, como el padre del hijo pródigo, con más intensidad de amor»[24-d-9]. Le podemos pedir a María, madre de Misericordia, que no se canse nunca de volver a nosotros sus ojos misericordiosos, para que nos ayude a regresar una y otra vez hacia Dios Padre.
[24-d-1] San Juan Pablo II, Dives in misericordia, n. 3.
[24-d-2] Francisco. Misericordiae vultus, n. 9.
[24-d-3] San Juan Pablo II, Homilía, 16-IX-2001.
[24-d-4] Francisco, Misericordiae vultus, n. 9.
[24-d-5] San Pablo VI, Homilía 23-VI-1968.
[24-d-6] Gaudium et spes, n. 19.
[24-d-7] Benedicto XVI, Homilía, 24-IV-2005.
[24-d-8] San Bernardo, Sermones sobre el Cantar de los Cantares, Sermón 83.
[24-d-9] San Josemaría, Notas de una reunión familiar, 27-III-1972.
Surahammar (cdc Suecia)
Martes – XXIV semana del Tiempo Ordinario
- Jesús actúa movido por su misericordia.
- La esperanza de sabernos acompañados.
- La vida como un don.
CAMINABA Jesús acompañado por una gran muchedumbre. Algunos habían presenciado sus milagros; otros quizá solamente habían oído hablar de él. En cualquier caso, todos estaban asombrados por el nuevo Maestro: su predicación y sus obras manifestaban claramente el poder de Dios. Mientras la comitiva se dirigía a Naín, Jesús observó a lo lejos una escena triste: una mujer viuda se disponía a enterrar a su único hijo. El Evangelio nos muestra su reacción: «El Señor la vio y se compadeció de ella» (Lc 7,13).
Cristo es verdadero hombre, por eso se apiada de esta mujer, como lo haría cualquiera de nosotros. Pero como también es Dios, el consuelo que puede ofrecer es mayor que el que nosotros podemos dar. «Se acercó y tocó el féretro. Los que lo llevaban se detuvieron. Y dijo: “Muchacho, a ti te digo, levántate”. Y el que estaba muerto se incorporó y comenzó a hablar» (Lc 7,14-15). A diferencia de otros milagros, aquí no encontramos ninguna súplica dirigida hacia el Señor; no conocemos ni siquiera el nombre de la viuda ni del muchacho. Esa mujer no dice nada, pero Jesús conoce su corazón, y obra simplemente movido por su misericordia.
El Señor «podía haber pasado de largo, o esperar una llamada, una petición. Pero ni se va ni espera. Toma la iniciativa, movido por la aflicción de una mujer viuda, que había perdido lo único que le quedaba, su hijo. (…) No era, no es Jesucristo insensible ante el padecimiento, que nace del amor»[24-ma-1]. Él mira nuestras luchas y nuestros dolores de la misma manera en que miró a la viuda de Naín: Jesús es el primero que quiere curarnos.
EL PUEBLO de Israel era consciente de que Yahvé tenía una especial predilección por las viudas. «El Señor guarda a los extranjeros, sustenta al huérfano y a la viuda», dice el salmista (Salmo 146,9). Además, los profetas advertían constantemente al pueblo elegido de la importancia de cuidar a las viudas, de no dejarlas solas en su desamparo. Dada las circunstancias sociales del momento, una mujer que perdía el marido enfrentaba serios retos en su vida.
Es de suponer, por tanto, que aquella mujer de Naín tenía pocas esperanzas. A la pérdida del marido se le unía la de su hijo. Él era el único que podía ayudarla a salir adelante, pero ahora se veía abocada, ella sola, a lidiar con las dificultades de la vida. Justo cuando resultaba evidente que todo estaba perdido, apareció el Señor y obró el milagro. Algo similar sucedería después, al resucitar a Lázaro: ya habían pasado varios días desde que la esperanza de su curación se había desvanecido.
La esperanza cristiana no es ingenuidad. No consiste en creer que las cosas irán siempre bien. En ocasiones, el Señor permite que una contradicción se prolongue en el tiempo y que nuestras esperanzas humanas vayan cayendo, una tras otra. Llega entonces el momento de confiar solamente en Jesús: «Cristo está en vosotros y es la esperanza de la gloria» (Col 1,27), escribe san Pablo. La seguridad no reside en nuestras cualidades, ni en los asideros que ofrece el mundo, ni siquiera en que sucederá en algún momento lo que a nosotros nos parece mejor, sino en la certeza de que Dios siempre camina a nuestro lado. «“In te, Domine, speravi”: en ti, Señor, esperé. –Y puse, con los medios humanos, mi oración y mi cruz. –Y mi esperanza no fue vana, ni jamás lo será: “non confundar in æternum”!»[24-ma-2].
DESPUÉS de que el muchacho volviera a la vida, san Lucas apunta que Jesús «se lo entregó a su madre» (Lc 7,15). Seguramente, ese gesto del Señor se quedó impreso en la memoria de la viuda de Naín. A partir de entonces, ella vería a su hijo de una manera distinta. «Recibiéndolo de las manos de Jesús se convierte en madre por segunda vez, pero el hijo que ahora se le ha devuelto no ha recibido la vida de ella. Madre e hijo reciben así la respectiva identidad gracias a la palabra potente de Jesús y a su gesto amoroso»[24-ma-3].
Si toda vida humana es un don, en el caso del muchacho de Naín esto resulta aún más evidente. Aquello que Dios parecía que había arrebatado de la madre, ahora lo vuelve a poner en sus manos. El Señor no «se goza en separar a los hijos de los padres –explica san Josemaría–: supera la muerte para dar la vida, para que estén cerca los se quieren, exigiendo antes y a la vez la preeminencia del Amor divino que ha de informar la auténtica existencia cristiana»[24-ma-4].
La viuda de Naín pasó por un proceso de purificación de sus esperanzas. Qué natural resultaría para ella contar con la ayuda de su hijo, una vez que su marido había dejado este mundo. Y, sin embargo, durante un momento tuvo que desprenderse de él, hasta que el Señor se lo volvió a dar. A partir de entonces, vería en esa vida sobre todo un don. Ciertamente confiaría en su hijo, pero, sobre todo, confiaría aún más en el Señor. La Virgen también tuvo que vivir de esta esperanza durante los días que siguieron a la muerte de Jesús. Por eso, nadie mejor que ella nos puede ayudar a afrontar las dificultades de la vida con la mirada puesta en la resurrección: quien espera en el Señor no queda nunca defraudado.
[24-ma-1] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 166.
[24-ma-2] San Josemaría, Camino, n. 95.
[24-ma-3] Francisco, Audiencia general, 10 de agosto de 2016.
[24-ma-4] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 166.
****
****
Surahammar (cdc Suecia)
Viernes – XXIV semana del Tiempo Ordinario
- Un Evangelio destinado a todos.
- Compartir un tesoro.
- Las mujeres que acompañaban a Jesús.
«JESÚS iba caminando de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo, proclamando y anunciando la Buena noticia del reino de Dios» (Lc 8,1). Y la Sagrada Escritura nos dice que los primeros en recibir la palabra de Cristo fueron «las ovejas perdidas de la casa de Israel» (Mt 10,7). De entre todos los lugares donde podía comenzar este anuncio, Jesús eligió Galilea, zona periférica con respecto a Judea, para que se cumpliera la profecía de Isaías: «Tierra de Zabulón y tierra de Neftalí, en el camino del mar, al otro lado del Jordán, la Galilea de los gentiles. El pueblo que yacía en tinieblas vio una gran luz; para los que yacían en región y sombra de muerte una luz ha amanecido» (Mt 4,15-16). Las tribus de Zabulón y Neftalí no habían sido fieles a Dios; los profetas habían denunciado su mundanidad y su desapego a la tradición. Era un territorio limítrofe en el que se mezclaban las razas y en donde se asentaban también numerosos gentiles: de ahí la poca fama que tenía entre algunos judíos.
Sin embargo, desde el comienzo de su predicación, el mensaje del Mesías está destinado a acoger a mujeres y hombres de todas las naciones (cfr. Mt 8,11;28,19). De hecho, Jesús muchas veces se mostraba contrario a preceptos que, con el pasar del tiempo, se habían ido añadiendo a lo principal de la Ley. Es siempre actual la tarea de encontrar los aspectos esenciales del mensaje de Cristo para que pueda llegar a todas las almas, también a quienes se encuentran más lejos. «La evangelización está esencialmente conectada con la proclamación del Evangelio a quienes no conocen a Jesucristo o siempre lo han rechazado. Muchos de ellos buscan a Dios secretamente, movidos por la nostalgia de su rostro, aun en países de antigua tradición cristiana. Todos tienen el derecho de recibir el Evangelio. Los cristianos tienen el deber de anunciarlo sin excluir a nadie, no como quien impone una nueva obligación, sino como quien comparte una alegría, señala un horizonte bello, ofrece un banquete deseable»[24-v-1].
EL SEÑOR, mientras atravesaba aquellas tierras de la ribera del lago de Genesaret, se hizo acompañar de muchas personas que iba encontrando en el camino. No era un territorio en el que abundaban los grandes hombres de estado o de cultura; más bien abundaba la gente sencilla. Parece que Jesús quiso desde el principio poner en práctica lo que después señalaría en la parábola del banquete de las bodas: «Id, por tanto, a las salidas de los caminos, e invitad a las bodas a cuantos encontréis. Y aquellos siervos salieron por los caminos, y reunieron a todos los que encontraron, tanto malos como buenos; y el salón de bodas se llenó de comensales» (Mt 22,9). ¿Cómo pudo aquel pequeño puñado de hombres entusiasmar a tanta gente con el mensaje de Cristo?
«Estos eran los discípulos elegidos por el Señor –hacía considerar san Josemaría–; así los escoge Cristo; así aparecían antes de que, llenos del Espíritu Santo, se convirtieran en columnas de la Iglesia (cfr. Gá 2,9). Son hombres corrientes, con defectos, con debilidades, con la palabra más larga que las obras. Y, sin embargo, Jesús los llama para hacer de ellos pescadores de hombres»[24-v-2].
La fuerza de estos discípulos no residía principalmente en sus cualidades, sino en la experiencia de haber recibido el amor de Dios. Les sostendrá constantemente la conciencia de aquel encuentro que les llevó a proclamar: «¡Hemos encontrado al Mesías!» (Jn 1,41). «El entusiasmo evangelizador se fundamenta en esta convicción. Tenemos un tesoro de vida y de amor que es lo que no puede engañar (...). Es la verdad que no pasa de moda porque es capaz de penetrar allí donde nada más puede llegar»[24-v-3]. Sabernos portadores de este tesoro, no dejar que caiga en el olvido, nos llevará a fijarnos menos en nuestras propias capacidades y más en mantener vivo aquel encuentro, a través del cual Dios quiere alcanzar muchas más personas.
ADEMÁS de los apóstoles, el Evangelio enumera a varias mujeres que acompañaban a Jesús: «María la Magdalena, de la que habían salido siete demonios; Juana, mujer de Cusa, un administrador de Herodes; Susana y otras mujeres» (Lc 8,2-3). Podemos ver, nuevamente, que no se trataba de las mujeres más importantes de la ciudad; más bien, eran quienes habían acudido a Cristo para ser liberadas de males físicos y espirituales.
Estas mujeres acompañaron al Señor durante su predicación. Y sabemos que lo hicieron hasta el último momento de su vida, incluso cuando había sido abandonado por casi todos sus apóstoles: «Había allí muchas mujeres mirando desde lejos, las que habían seguido a Jesús desde Galilea para servirle» (Mt 27,55). El amor hizo que no dejasen al Señor en aquellos instantes; pero se trataba de un amor sin ingenuidades, fuerte, compatible con el dolor. A ellas no les importaba ni la honra, ni el prestigio, ni el supuesto éxito mundano: solamente querían estar con aquel que había transformado radicalmente sus vidas. Se sentían en deuda con Jesús porque les había liberado gratuitamente de su sufrimiento, no les había pedido nada a cambio.
Las mujeres, en aquellos momentos, mantuvieron una actitud esperanzada, fundada en el amor, y lo siguen haciendo hoy en la Iglesia. Solo así se explica que María Magdalena y Juana fueran de nuevo al sepulcro de mañana, cuando todos pensaban que la aventura de Cristo había terminado. La seguridad en la resurrección nos impulsará a vivir de esa esperanza y de ese amor del que también estaba llena nuestra Madre.
[24-v-1] Francisco, Evangelii Gaudium, n. 14.
[24-v-2] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 2.
[24-v-3] Francisco, Evangelii Gaudium, n. 265.
Palouček (cdc Chequia)
Sábado – XXIV semana del Tiempo Ordinario
- Jesús enseña con parábolas.
- Acoger la palabra de Dios.
- El papel de las circunstancias externas.
EL SEÑOR recorre el territorio de Galilea con sus discípulos y anuncia el Reino de Dios a quienes se acercan a escucharle. Jesús usa parábolas en su predicación: breves narraciones que revelan de modo sencillo una verdad profunda de la vida espiritual. Toma ejemplos cotidianos del mundo del trabajo, como la siembra, la pesca o la labor del hogar. También, en otras ocasiones, los toma de la vida social y familiar, como una fiesta de bodas, la relación de un padre con sus hijos o el contratista que busca jornaleros. Incluso narra hechos quizá insólitos para muchos oyentes, como alguien que encuentra un tesoro o un asalto en el camino. Todas aquellas imágenes son fáciles de comprender, son mucho más que una enseñanza teórica. «Una imagen atractiva hace que el mensaje se sienta como algo familiar, cercano, posible, conectado con la propia vida. Una imagen bien lograda puede llevar a gustar el mensaje que se quiere transmitir, despierta un deseo y motiva a la voluntad en la dirección del Evangelio»[24-s-1].
A Jesús le gusta emplear estas parábolas porque conoce bien el modo de ser humano. Conoce la fuerza que tiene un ejemplo tomado del día a día de la gente. Esta actitud refleja sencillez, cercanía, deseos de ponerse en el lugar del otro. Lo que Cristo transmite no son ideas ajenas al mundo en que vivimos, sino que están estrechamente ligadas a las realidades cotidianas. Por eso, san Josemaría escribía: «Ruega al Señor que nos conceda a sus hijos el “don de lenguas”, el de hacernos entender por todos. La razón por la que deseo este “don de lenguas” la puedes deducir de las páginas del Evangelio, abundantes en parábolas, en ejemplos que materializan la doctrina e ilustran lo espiritual, sin envilecer ni degradar la palabra de Dios. Para todos –doctos y menos doctos–, es más fácil considerar y entender el mensaje divino a través de esas imágenes humanas»[24-s-2]. Todo esto no se trata solo de encontrar un buen envoltorio para lo que queremos decir, sino de querer a las personas como lo hizo Cristo.
EN LA PARÁBOLA del sembrador, Jesús cuenta que las semillas que no cayeron en terreno propicio fueron comidas por los pájaros; o bien, cuando brotaron, se secaron rápidamente por la falta de humedad o se ahogaron por las espinas. En cambio, las que acabaron en tierra buena sí dieron fruto, y lo dieron al ciento por uno (cfr. Lc 8,5-8). El Señor pone de manifiesto que el sembrador esparce por todo el campo, sin atender mucho al modo en que la semilla será acogida: lanza a voleo, con la esperanza de que llegue a cuajar. La semilla, en su sentido más profundo, es el mismo Cristo, a quien Dios nos ha entregado: «Los que escuchan con fe y se unen al pequeño rebaño de Cristo han acogido el Reino; después la semilla, por sí misma, germina y crece hasta el tiempo de la siega»[24-s-3].
«La parábola del sembrador es como la “madre” de todas las parábolas, porque habla de la escucha de la palabra. Nos recuerda que la palabra de Dios es una semilla que en sí misma es fecunda y eficaz; y Dios la esparce por todos lados con generosidad, sin importar el desperdicio. ¡Así es el corazón de Dios! Cada uno de nosotros es un terreno sobre el que cae la semilla de la palabra, ¡sin excluir a nadie!»[24-s-4]. Recibimos a Dios mismo. Por eso, el modo de dejarse alcanzar por esa semilla no es, en primera instancia, la adecuación moral a un modo de vivir, o la aceptación intelectual a una doctrina, sino una respuesta de amor a Dios que ha venido a nuestro encuentro.
En parte depende de nosotros que esta semilla brote y dé fruto al ciento por uno. El Señor ofrece la felicidad a todos, pero no la exige, cada uno es el que libremente decide acogerla. Dios nos ha hecho libres y esta parábola es una manifestación de esta realidad. «La pasión por la libertad, su exigencia por parte de personas y pueblos, es un signo positivo de nuestro tiempo. Reconocer la libertad de cada mujer y de cada hombre significa reconocer que son personas: dueños y responsables de sus propios actos, con la posibilidad de orientar su propia existencia. Aunque la libertad no siempre lleva a desplegar lo mejor de cada uno, nunca podremos exagerar su importancia, porque si no fuéramos libres no podríamos amar»[24-s-5].
A PESAR de la sencillez del lenguaje, los discípulos piden a Jesús que les explique la parábola. El Maestro, entonces, relata los motivos por los que la semilla no brota en el terreno, las razones por las que la palabra de Dios puede no arraigar en la vida de los hombres: la acción del diablo, la falta de raíz en el momento de la prueba, las riquezas y los intereses mundanos… Y señala, al mismo tiempo, que la tierra buena «son los que escuchan la palabra con un corazón noble y generoso, la guardan y dan fruto con perseverancia» (Lc 8,15).
En ocasiones, es común que echemos la culpa a las circunstancias externas cuando algo no va como habíamos planeado: un imprevisto puede complicar un proyecto laboral, una actividad familiar o un evento con amigos. Sin embargo, san Josemaría nos invita a vivir de modo santo también esas particularidades, también las dificultades que puede atravesar la semilla; es decir, nos anima a no caer en lo que llamaba la mística ojalatera: «¡Ojalá no me hubiera casado, ojalá no tuviera esta profesión, ojalá tuviera más salud, ojalá fuera joven, ojalá fuera viejo…»[24-s-6]. Dios sale a nuestro encuentro en presente, aquí y ahora, también donde no nos lo esperábamos.
La parábola hace notar que las circunstancias no tienen la última palabra: son las decisiones libres de los hombres las que resultan definitivas para acoger el don divino. Con la acción de la gracia y nuestro esfuerzo personal, somos capaces de podar poco a poco todo lo que ahoga la semilla. La Virgen, campo fecundo en quien se encarnó el mismo Dios, nos ayudará a preparar el terreno para que también Jesús brote en nuestro corazón.
[24-s-1] Francisco, Evangelii Gaudium, n. 157.
[24-s-2] San Josemaría, Forja, n. 895.
[24-s-3] Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, n. 5.
[24-s-4] Francisco, Ángelus, 12-VII-2020.
[24-s-5] Mons. Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 9-I-2018, n. 1.
[24-s-6] San Josemaría, Conversaciones, n. 116.
Strėvadvaris (cdc Lituania)
Domingo – XXV semana del Tiempo Ordinario
- Llamados a vivir la lógica divina.
- El ingenio del administrador como ejemplo.
- La decisión de vivir con Dios.
MUCHAS DE LAS parábolas de Jesús esconden sorpresas o giros inesperados. En aquellas historias que cuenta el Señor suele haber algo inusual, que a veces desconcierta a quien la escucha o la lee. Llama la atención, por ejemplo, que en una ocasión ponga como modelo a un administrador que malversa los bienes de su amo (cfr. Lc 16,1-8). Por otro lado, no es intuitivo recibir con una fiesta al hijo pequeño que se ha marchado de casa dilapidando la herencia (cfr. Lc 15,11-32). Tampoco parece común perdonar la deuda enorme de un servidor que sencillamente había pedido tiempo para pagarla (cfr. Mt 18,22-35). Y algo similar se podría decir del patrón que calcula el salario de sus operarios sin proporción al trabajo realizado (cfr. Mt 20,1-16).
Al margen de las enseñanzas de cada parábola, Jesús transmite de distintos modos que la vida cristiana no se rige por parámetros exactamente iguales a los nuestros. «Mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos, mis caminos» (Is 55,8), había dicho Dios en boca del profeta Isaías. El paso de Cristo por la tierra nos reveló una nueva escala de valores para mirar el mundo. La lógica del poder dio paso a la lógica del servicio y la misericordia. Los que eran considerados los últimos de la sociedad se ganaron la predilección del Señor. Y lo que servía para dar una muerte atroz –la cruz– se acaba convirtiendo en fuente de vida. Son, en definitiva, las paradojas que él mismo encarnó en su paso por la tierra: «Siendo el Verbo, al hacerse hombre se rebajó; siendo rico, se hizo pobre, para enriquecernos con su miseria; era poderoso, y se mostró tan débil, que Herodes lo despreciaba y se burlaba de él; tenía poder para sacudir la tierra, y estaba atado a aquel árbol»[25-d-1]. Los discípulos de Cristo estamos llamados a dejar que nuestro corazón viva, poco a poco, en esa lógica nueva.
ANTES de que el administrador se quedara sin trabajo, decidió realizar una última operación para asegurarse su futuro sustento: convocó a los deudores de su amo, les preguntó cuánto le debían, y después anotó una cifra inferior a la real. De este modo, según nos cuenta la parábola, se ganó la amistad de aquellas personas para poder también ser ayudado en el futuro (cfr. Lc 16,3-8). Jesús no pretende destacar la deshonestidad de este hombre, sino su astucia. Ante la perspectiva de una vida de miseria, supo actuar con perspicacia para resolver sus necesidades del mañana. Cristo invita a sus discípulos a servirse también del ingenio para la predicación del Reino de Dios: «¡Qué afán ponen los hombres en sus asuntos terrenos! –decía san Josemaría– (...) Cuando tú y yo pongamos el mismo afán en los asuntos de nuestra alma tendremos una fe viva y operativa: y no habrá obstáculo que no venzamos en nuestras empresas de apostolado»[25-d-2].
Pero no se trata sencillamente de un planteamiento matemático, en el que compensa dedicar igual tiempo a las cosas de Dios junto a las demás cosas que nos interesan. En realidad, el fundador del Opus Dei quiere remover nuestro interior para que descubramos que la relación con Jesús es lo más importante, es lo que nos hace realmente felices y por lo que merece emplear todo nuestro ingenio. Precisamente las cosas humanas que ya realizamos con afán, pueden ser la base para introducirnos en la ilusión por las realidades divinas. «Muchos jóvenes se preocupan por su cuerpo, procurando el desarrollo de la fuerza física o de la apariencia. Otros se inquietan por desarrollar sus capacidades y conocimientos, y así se sienten más seguros. Algunos apuntan más alto, tratan de comprometerse más y buscan un desarrollo espiritual. (...) No crecerás en la felicidad y en la santidad sólo con tus fuerzas y tu mente. Así como te preocupa no perder la conexión a internet, cuida que esté activa tu conexión con el Señor, y eso significa no cortar el diálogo, escucharlo, contarle tus cosas, y cuando no sepas con claridad qué tendrías que hacer, preguntarle: “Jesús, ¿qué harías tú en mi lugar?”»[25-d-3]. Dios, que habla en nuestro corazón, nos dará la astucia para que sea nuestro mejor aliado en las cosas que hacemos.
JESÚS concluye la parábola con esta consideración: «Ningún criado puede servir a dos señores, porque tendrá odio a uno y amor al otro (...). No podéis servir a Dios y a las riquezas» (Lc 16,13). En muchos ámbitos de la vida se recomienda tener a mano siempre un plan B. Sin embargo, el Señor nos invita a jugarnos la vida a una sola carta: la de Dios. «Si amar a Cristo y a los hermanos no se considera algo accesorio y superficial, sino más bien la finalidad verdadera y última de toda nuestra vida, es necesario saber hacer opciones fundamentales, estar dispuestos a renuncias radicales, si es preciso hasta el martirio. Hoy, como ayer, la vida del cristiano exige valentía»[25-d-4]. Apostar por el amor implica dejar lo que nos pesa, en nuestro anhelo de servir con generosidad a los demás.
Sin embargo, aunque hayamos tomado la decisión de entrar en la lógica de Dios, podemos notar que, en ocasiones, no vivimos como nos gustaría. Esto mismo es lo que experimentó san Pablo: «No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero» (Rm 7,19). Unas palabras de san Josemaría nos pueden ayudar a afrontar esta tensión con serenidad: «Me dices que tienes en tu pecho fuego y agua, frío y calor, pasioncillas y Dios...: una vela encendida a San Miguel, y otra al diablo. Tranquilízate: mientras quieras luchar no hay dos velas encendidas en tu pecho, sino una, la del Arcángel»[25-d-5]. El sí de María fue «el de quien quiere comprometerse y arriesgar, de quien quiere apostarlo todo, sin más seguridad que la certeza de saber que era portadora de una promesa»[25-d-6]. Ella nos ayudará a vivir con la seguridad de que no hay mejor elección que la de vivir con Dios como nuestro principal compañero de camino.
[25-d-1] San Ambrosio, Comentario al salmo 118, Milán-Roma 1987, pp. 131-133.
[25-d-2] San Josemaría, Camino, n. 317.
[25-d-3] Francisco, Christus vivit, n. 158.
[25-d-4] Benedicto XVI, Homilía, 23-IX-2007.
[25-d-5] San Josemaría, Camino, n. 724.
[25-d-6] Francisco, Discurso, 26-I-2019.
Strėvadvaris (cdc Lituania)
Lunes – XXV semana del Tiempo Ordinario
- Cristo, luz de nuestras vidas.
- La misión de los discípulos.
- Responsabilidad de ser luz.
EN LA SAGRADA ESCRITURA son frecuentes las referencias a la luz. El libro del Génesis nos recuerda que Dios, después de crear el cielo y la tierra, crea la luz (cfr. Gen 1,3). Por su parte, las profecías del pueblo de Israel expresan de este modo la llegada del Mesías: «El pueblo que caminaba a oscuras vio una luz intensa, los que habitaban un país de sombras se inundaron de luz» (Is 9,2). San Juan, finalmente, escribe en el prólogo de su evangelio: «El Verbo era la luz verdadera, que ilumina a todo hombre, que viene a este mundo» (Jn 1,9).
Pensar en una existencia sin luz, entre penumbras, nos genera tristeza, pues supondría no disfrutar de lo creado. Por eso, en la tradición cristiana la vida en tinieblas está identificada con el mal. La ausencia de luz nos lleva a la confusión, a ir sin un rumbo claro. Pero aun en la noche más profunda bastan las pequeñas luces de las estrellas para, al menos, contar con unas referencias que marcan una ruta certera. Cristo orienta nuestra vida, nos ayuda a despejar nuestras dudas: «Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero» (Salmo 119, 105), dice el salmista, refiriéndose a la ley de Dios.
La luz de Cristo nos ayuda a afrontar las dificultades del camino con esperanza. Ciertamente, creer en él no significa ahorrarse sufrimientos, como si fuera un analgésico para los momentos de dolor. Más bien, el cristiano que se fía del Señor sabe que «tiene siempre una luz clara que le muestra una vía, el camino que conduce a la vida en abundancia. Los ojos de los que creen en Cristo vislumbran incluso en la noche más oscura una luz, y ven ya la claridad de un nuevo día»[25-l-1].
«NADIE que ha encendido una lámpara, la tapa con una vasija o la mete debajo de la cama, sino que la pone en el candelero para que los que entren vean la luz» (Lc 8,16). Antiguamente, cuando no existía la luz eléctrica, costaba mucho mantener un fuego encendido. Esa experiencia da pie al Señor para algunas de sus enseñanzas. La luz es necesaria para la vida de los hombres. Por eso, cuando llega la noche, esas lámparas deben estar listas para alumbrar, como las de las vírgenes que esperaban al novio (cfr. Mt 25,1-13). Jesús, cuando se refiere al papel de sus discípulos en medio del mundo, los compara con la luz y con la sal. Así como la sal da sabor a los alimentos, la luz ayuda al hombre a no tropezar, le permite ver lo que le rodea y le orienta en su camino. Cristo quiere mostrarnos en esta parábola la tarea a la que nos invita: «Llenar de luz el mundo, ser sal y luz: así ha descrito el Señor la misión de sus discípulos. Llevar hasta los últimos confines de la tierra la buena nueva del amor de Dios»[25-l-2].
La parábola supone que la lámpara está encendida. ¿Quién ha encendido ese fuego que hace alumbrar la lámpara? La Iglesia tiene confiada esa misión de ser esa luz, desea iluminar a todos los hombres anunciando el Evangelio con la alegría de Cristo. Quienes hemos recibido el Bautismo formamos parte de ese conjunto de hombres y mujeres a los que el Señor ha convocado para tratar de iluminar el mundo. San Ambrosio expresaba esta vocación de los cristianos y de la Iglesia como mysterium lunae, el misterio de la luna: «La Iglesia, como la luna, no brilla con luz propia, sino con la de Cristo»[25-l-3]. Quien nos enciende es Cristo: lo que podemos hacer nosotros es disponernos para recibir su reflejo. «Para la Iglesia, ser misionera equivale a manifestar su propia naturaleza: dejarse iluminar por Dios y reflejar su luz. Este es su servicio. No hay otro camino, la misión es su vocación, hacer resplandecer la luz de Cristo es su servicio. Muchas personas esperan de nosotros este compromiso misionero, porque necesitan a Cristo, necesitan conocer el rostro del Padre»[25-l-4].
«MIRAD, PUES, cómo oís, pues al que tiene se le dará y al que no tiene se le quitará hasta lo que cree tener» (Lc 8,17-18). El Señor, al final de la parábola, habla sobre la responsabilidad que supone haber recibido su luz, haber sido destinatario de algún don de Dios. Y esa llamada nos puede llevar a considerar nuestra debilidad y la poca consistencia que en ocasiones tiene nuestro fuego. Tomando en cuenta que también una pequeña luz hace mucho bien en la oscuridad, la consideración de nuestra pequeñez nos puede llevar a cultivar una disposición humilde para seguir recibiendo el fuego de Dios.
San Juan nos relata su experiencia de ser portador del Evangelio: «La luz vino al mundo, pero los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas» (Jn 3,19). Todos tenemos experiencia personal de las tinieblas; cuando nos adentramos en ellas, perdemos el sentido del bien y del mal, los ojos del alma poco a poco se acostumbran a la oscuridad e ignoran la luz. El prelado del Opus Dei nos recuerda que, en esos momentos, «la fidelidad consiste en recorrer –con la gracia de Dios– el camino del hijo pródigo»[25-l-5]. Reconocemos que no vale la pena vivir en la oscuridad, recordamos que estamos llamados a ser resplandor de Dios.
El gozo de la vida de un cristiano es compartir la misión con Jesús. Entonces descubrimos con profundidad quiénes somos. «El pecado es como un velo oscuro que cubre nuestro rostro y nos impide vernos claramente a nosotros mismos y al mundo; el perdón del Señor nos quita este manto de sombra y de tinieblas y nos da nueva luz»[25-l-6]. «¡Levántate y resplandece, porque llega tu luz!» (Is 60,1), dice Isaías. María protege siempre la lámpara de nuestra alma. Y si alguna vez se debilita, la enciende nuevamente con el fuego de su Hijo para que alumbre a los que necesitan su luz.
[25-l-1] Benedicto XVI, Audiencia general, 24-IX-2011.
[25-l-2] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 147.
[25-l-3] San Ambrosio, Exameron, IV, 8, 32.
[25-l-4] Francisco, Homilía, 6-I-2016.
[25-l-5] Mons. Fernando Ocáriz, Carta pastoral 19-III-2022, n. 2.
[25-l-6] Francisco, Ángelus, 22-III-2020.
Strėvadvaris (cdc Lituania)
Martes – XXV semana del Tiempo Ordinario
- La Iglesia, familia de Jesús.
- María, mujer de la escucha.
- Con apertura de corazón.
LA FAMA de Jesús se ha extendido ya por toda Galilea. Son muchos los que acuden a él. Algunos le traen enfermos, otros le confían un problema o le piden un consejo. Posiblemente tampoco faltan quienes acercan a sus hijos a Cristo para que los bendiga con su mano. El Señor predica, escucha y responde a preguntas. Se interesa por las personas. No rehúye el dolor, ni la enfermedad, ni la angustia del pueblo. Cada día de Jesús se parece a una hogaza de la que una multitud de manos hambrientas arrancan trozos hasta no dejar nada. Su entrega total en la cruz fue precedida de una donación cotidiana a las personas que le rodeaban.
Un día, mientras Jesús se encontraba en una de esas situaciones, acudieron a verle su Madre y algunos parientes, pero «no podían acercarse a él a causa de la muchedumbre» (Lc 8,19). Era tal el gentío que se agolpaba en torno al Maestro, que impedía el paso a los recién llegados. Sus discípulos le avisaron: «Tu madre y tus hermanos están ahí fuera y quieren verte». Y Cristo les dio una respuesta que, de manera misteriosa, resume el Evangelio que traía a la tierra: «Mi madre y mis hermanos son los que oyen la palabra de Dios y la cumplen» (Lc 8,20-21).
En los rostros de quienes le escuchaban quizá se dibujó un gesto de sorpresa. Sin embargo, Jesús no quiso expresar con estas palabras un distanciamiento con su Madre. En realidad, lo que pone de relieve es su intención de constituir una familia de vínculos sobrenaturales: la Iglesia. Y esta la formarían los hombres y las mujeres que a lo largo de los tiempos iban a acoger su palabra para que fructifique en sus vidas. Como explicaba un escritor medieval: «En el tabernáculo del vientre de María habitó Cristo durante nueve meses; hasta el fin del mundo, vivirá en el tabernáculo de la fe de la Iglesia y, por los siglos de los siglos, morará en el conocimiento y en el amor del alma fiel»[25-ma-1].
«MARÍA es la mujer de la escucha. Lo vemos en el encuentro con el ángel y lo volvemos a ver en todas las escenas de su vida, desde las bodas de Caná hasta la cruz y hasta el día de Pentecostés (...). No dice simplemente “sí”, sino que asimila la Palabra, acoge en sí la Palabra»[25-ma-2]. Cuando pronuncia el Magníficat, por ejemplo, comprobamos que la Madre de Jesús conocía las Escrituras, y no solo de un modo teórico; nos damos cuenta de que «estaba tan identificada con la Palabra, que en su corazón y en sus labios las palabras del Antiguo Testamento se transforman, sintetizadas, en un canto. Vemos que su vida estaba realmente penetrada por la Palabra; había entrado en la Palabra, la había asimilado; así en ella se había convertido en vida»[25-ma-3].
Escuchar la palabra de Dios no nos aleja de la tierra, sino todo lo contrario: nos introduce de lleno en ella, nos revela la verdadera realidad. «Decir “sí” al Señor es animarse a abrazar la vida como viene, con toda su fragilidad y pequeñez, y hasta muchas veces con todas sus contradicciones»[25-ma-4]. Por eso, la fidelidad de María «no se manifestó en acciones aparatosas, sino en el sacrificio escondido y silencioso de cada jornada»[25-ma-5]. Las vidas de todos los santos nos revelan que esa escucha fiel es un tesoro que, después, se derrama en gestos de amor en lo ordinario, que queda así transformado. En María, mujer de la escucha, vemos una vida sin espectáculo externo, mientras lleva a cabo los trabajos propios de una madre de familia de su tiempo; toda la existencia de María está caracterizada por una profunda docilidad al querer divino. Su día a día, al igual que el de su hijo Jesús, está marcado por la alegría de quien ha entrado en la lógica divina: «Contenta de estar allí, donde la quiere Dios, y cumpliendo con esmero la voluntad divina»[25-ma-6]. Sus deseos y sus planes se sitúan dentro de los designios de bondad de su Hijo. Y en ellos, María se mueve con soltura y plena libertad.
A SAN JOSEMARÍA le gustaba considerar que, en el momento de la Anunciación, la Virgen se encontraba recogida en oración. Muchos pintores han representado así esta escena, añadiendo entre sus manos un libro de las Escrituras. Para ella la lectura de esas páginas no era simplemente recordar eventos de otra época: eran las palabras que el Señor dirigía a ella misma en un determinado momento. «No hay mejor forma de rezar que ponerse como María en una actitud de apertura, con el corazón abierto a Dios: “Señor, lo que tú quieres, cuando tú quieres y como tú quieres”. Es decir, con el corazón abierto a Dios y Dios siempre responde»[25-ma-7].
Leer las Escrituras con esa apertura de corazón nos llevará a descubrir lo que Dios quiere decirnos hoy y ahora. Como su palabra es siempre viva y eficaz, podemos leer una y otra vez el mismo pasaje con novedad. Escuchar así la palabra de Dios nos llevará, como de la mano, a cumplirla, poniendo al servicio de Dios nuestra libertad, nuestra inteligencia y nuestra amplia capacidad de amar. En realidad, escuchar y cumplir la palabra de Dios son dos cosas inseparables, pues «la palabra de Dios se comprende realmente solo cuando se empieza a practicarla»[25-ma-8]. Podemos pedir a la Virgen que sepamos meditar las Escrituras con la misma apertura de corazón que marcó su vida.
[25-ma-1] Oficio de lecturas, Beato Isaac de Stella, Sermón 51.
[25-ma-2] Benedicto XVI, Audiencia general, 26-II-2009.
[25-ma-3] Ibíd.
[25-ma-4] Francisco, Discurso, 26-I-2019.
[25-ma-5] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 172.
[25-ma-6] Ibídem, n. 148.
[25-ma-7] Francisco, Audiencia, 18-XI-2022.
[25-ma-8] S. Gregorio Magno, Homilías sobre Ezequiel, I, 10, 31.
Strėvadvaris (cdc Lituania)
Strėvadvaris (cdc Lituania)
Jueves – XXV semana del Tiempo Ordinario
- Desear ver a Jesús.
- Revestirse de Cristo.
- Santidad y apostolado.
LOS EVANGELIOS nos hablan de diferentes personas que ansían ver a Jesús. Uno de ellos es Herodes, quien al enterarse de los milagros que realizaba «estaba perplejo». El motivo de semejante sorpresa era que «unos decían que Juan había resucitado de entre los muertos». Pero a Herodes le costaba creer esa posibilidad, pues él mismo había acabado con la vida de Juan, instigado por Herodías, la mujer de su hermano. «A Juan lo he decapitado yo –decía–, ¿quién es, entonces, este del que oigo tales cosas?» (Lc 9,7-9). San Lucas hace notar que Herodes «deseaba verlo» (Lc 23,8). Sin embargo, cuando finalmente se encuentra con Jesús durante la Pasión, el Señor calla. El rey esperaba verle realizar algún milagro y le preguntaba con mucha locuacidad, pero Jesús no le respondió nada. Entonces Herodes, junto con sus soldados, le despreció y se burló de él delante de todos (cfr. Lc 23,6-12).
San Lucas también habla de otra persona que llevaba tiempo deseando ver a Jesús. Se trata del anciano Simeón, «un hombre justo y temeroso de Dios. (...) Había recibido la revelación del Espíritu Santo de que no moriría antes de ver a Cristo» (Lc 2,25-26). Cuando lo encontró en el Templo, aún siendo Jesús todavía un niño, «lo tomó en sus brazos y bendijo a Dios diciendo: “Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz”» (Lc 2,28-29).
Herodes fue incapaz de apreciar la presencia de Jesús. Su curiosidad y su afán por ver prodigios le impidió darse cuenta de que delante tenía al Mesías. En cambio, el ejemplo de Simeón «nos enseña que la fidelidad en la espera afina los sentidos espirituales y nos hace más sensibles para reconocer los signos de Dios»[25-j-1]. Él se conformaba con tener a Jesús entre sus manos. Y una vez vio cumplida esa promesa, consideró que su vida esperanzada había valido la pena.
LA LECTURA y meditación frecuente del Evangelio nos ayuda a revestirnos de Cristo. Es decir, a conformar nuestra vida con la suya, de forma que su ejemplo y sus palabras calen profundamente en nuestro corazón. Como decía san Josemaría: «Esos minutos diarios de lectura del Nuevo Testamento, que te aconsejé –metiéndote y participando en el contenido de cada escena, como un protagonista más–, son para que encarnes, para que “cumplas” el evangelio en tu vida»[25-j-2]. De este modo, entenderemos que la santidad no consiste solamente en evitar el pecado o en cumplir una serie de preceptos, sino en identificarnos cada vez más con Jesús.
«Cristo te ha dado el poder de ser como él según tus fuerzas. No te asustes de oír esto. Lo que debe espantarte es no ser como él»[25-j-3], decía san Juan Crisóstomo. Si somos dóciles al Espíritu Santo en nuestra vida se irá plasmando la imagen del Señor, el semblante de los hijos de Dios. Y esto, en primer lugar, se refleja en la vida corriente, luchando por convertir «la prosa diaria en endecasílabos, en verso heroico»[25-j-4].
El deseo de identificarnos con Cristo se manifiesta en las realidades humanas: en la familia, en el trabajo, en las relaciones de amistad… «Dios nos quiere muy humanos. Que la cabeza toque el cielo, pero que las plantas pisen bien seguras en la tierra. El precio de vivir en cristiano no es dejar de ser hombres o abdicar del esfuerzo por adquirir esas virtudes que algunos tienen, aun sin conocer a Cristo. El precio de cada cristiano es la Sangre redentora de Nuestro Señor, que nos quiere –insisto– muy humanos y muy divinos, con el empeño diario de imitarle a Él, que es perfectus Deus, perfectus homo»[25-j-5].
EL EMPEÑO sincero por conocer a Cristo e identificarnos con él nos llevará «a darnos cuenta de que nuestra vida no puede vivirse con otro sentido que el de entregarnos al servicio de los demás»[25-j-6]. Un cristiano no vive para sí mismo, sino pensando en todas las personas que le rodean. Incluso lo que parece más personal e íntimo –nuestra vida interior, nuestro esfuerzo por mejorar en las virtudes–, tiene siempre una dimensión apostólica: el apostolado es inseparable de la propia santificación, y viceversa.
«Para un cristiano no es posible pensar en la propia misión en la tierra sin concebirla como un camino de santidad»[25-j-7]. Como escribe san Pablo a los tesalonicenses: «Esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación» (1 Ts 4,3). Y esta llamada del Señor no entra en conflicto con las demás ilusiones de la vida, sino todo lo contrario. Como recuerda el prelado del Opus Dei: «Ojalá que jóvenes y adultos comprendamos que la santidad no solo no es un obstáculo a los propios sueños, sino que es su culminación. Todos los deseos, todos los proyectos, todos los amores pueden formar parte de los planes de Dios»[25-j-8].
En este camino de santificación y apostolado nos acompaña la Virgen. «Ella hará que nos sintamos hermanos de todos los hombres: porque todos somos hijos de ese Dios del que Ella es Hija, Esposa y Madre. (...) Nos ayudará a reconocer a Jesús que pasa a nuestro lado, que se nos hace presente en las necesidades de nuestros hermanos los hombres»[25-j-9].
[25-j-1] Francisco, Audiencia, 30-III-2022.
[25-j-2] San Josemaría, Surco, n. 672.
[25-j-3] San Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Evangelio de san Mateo, 78,4.
[25-j-4] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 50.
[25-j-5] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 75.
[25-j-6] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 145.
[25-j-7] Francisco, Gaudete et exultate, n. 19.
[25-j-8] Mons. Fernando Ocáriz, “Luz para ver, fuerza para creer”, El Tiempo, Bogotá, 24-IX-2018.
[25-j-9] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 145.
Strėvadvaris (cdc Lituania)
Viernes – XXV semana del Tiempo Ordinario
- ¿Quién es Jesús para mí?
- La nueva lógica de la Cruz.
- Abrazar la Cruz con alegría.
«¿QUIÉN DICEN las gentes que soy yo? Ellos respondieron: Juan el Bautista. Pero hay quienes dicen que Elías, y otros que ha resucitado uno de los antiguos profetas» (Lc 9,18-19). Parece, en un primer momento, que Jesús quiere conocer, por medio de sus discípulos, la variedad de opiniones sobre su figura, y la respuesta no se hace esperar. Surgen todas las percepciones que habían llegado hasta sus oídos. Sin embargo, en un segundo momento, el Señor lanza otra pregunta que, esta vez, les deja más pensativos: «Y vosotros ¿quién decís que soy yo?» (Lc 9,20).
Se hace silencio. Las miradas se cruzan. Los apóstoles, que segundos antes opinaban todos a la vez, ahora parecen sumergidos en sí mismos, reflexionando. Quizá sienten algo de vértigo al entrar en su propio corazón. Porque esta pregunta exige una respuesta al centro profundo del alma, allí donde habita el Espíritu Santo. Es Pedro el único que responde: «El Cristo de Dios» (Lc 9,20). El «Cristo» significa literalmente el «ungido», el elegido de Dios para cumplir una misión. Y, en este caso, no un ungido más como otros de la historia de Israel, sino el Ungido por excelencia, el Enviado, «el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16).
Se trata de una toma de posición siempre actual en la vida de cada persona. Aún conociendo con mayor o menor profundidad el cristianismo, y viviendo unas prácticas de piedad, podemos plantearnos siempre con novedad la pregunta que los apóstoles se hicieron en su interior: ¿quién es Jesús para mí? «¿Quién es Jesús para cada uno de nosotros? Estamos llamados a hacer de la respuesta de Pedro nuestra respuesta, profesando con gozo que Jesús es el Hijo de Dios, la Palabra eterna del Padre que se ha hecho hombre para redimir a la humanidad, derramando en ella la abundancia de la misericordia divina»[25-v-1].
DESPUÉS DE la confesión de fe de Pedro, la conversación se dirige hacia terrenos que debieron de ser muy sorprendentes para los apóstoles. Era una de las primeras veces que alguien proclamaba públicamente que Cristo era el Hijo de Dios, el Mesías esperado. Y Jesús no lo niega, pero les pide, por el momento, guardar silencio sobre esto; y, a continuación, anuncia a sus discípulos el modo en que iba a llevar a cabo su misión salvadora. Les revela que «el Hijo del Hombre debía padecer mucho y ser rechazado por causa de los ancianos, de los príncipes de los sacerdotes y de los escribas, y ser llevado a la muerte y resucitar al tercer día» (Lc 9,22).
Cristo revela que la salvación no se hará por la fuerza. El Mesías no será un dominador al modo humano. Reinará, pero desde la cruz, que hasta entonces solo había sido el patíbulo donde se ejecutaba a los malhechores. Nos salvará, pero a través de la donación total de sí mismo en la Pasión. Jesús anuncia una lógica nueva, que no es de este mundo: la lógica del don y de la cruz. La cruz es cátedra de una nueva sabiduría, ante la que habremos de tomar partido: unos la rechazarán como absurda o escandalosa; otros la amarán y llegarán a abrazarla, pues entenderán que la cruz es la «fuerza de Dios» (1 Co 1,18) que libera del pecado y de la muerte.
Como recuerda el prelado del Opus Dei: «Necesitamos que Jesucristo cure definitivamente nuestra propia libertad; y es en la Cruz donde nos ha conseguido la liberación más profunda: la liberación del pecado, que nos purifica el alma para que podamos descubrir nuestra verdadera identidad de hijos de Dios»[25-v-2]. La paradoja de la Cruz marca la vida cotidiana del cristiano, la llena de esa lógica superior, hecha de humildad y de entrega. «¡Oh don preciosísimo de la cruz! ¡Qué aspecto tiene más esplendoroso! (…). Es un árbol que engendra la vida, sin ocasionar la muerte; que ilumina sin producir sombras; que introduce en el paraíso, sin expulsar a nadie de él»[25-v-3].
«LOS JUDÍOS piden signos, los griegos buscan sabiduría; nosotros en cambio predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles» (1 Cor 22-23). Este pasaje, de la Primera carta de san Pablo a los corintios, fue incluido por san Josemaría en un elenco manuscrito de 122 textos que solía meditar asiduamente a comienzos de los años treinta. Ya en esos momentos transmitía a los primeros que se iban acercando al Opus Dei que no es posible seguir a Jesucristo, querer colaborar con él en su obra salvadora, sin abrazar la Cruz. Al pensar en una cruz grande de madera que tenía en una habitación de la Academia DYA, la primera residencia del Opus Dei, escribió: «Cuando veas una pobre cruz de palo, sola, despreciable y sin valor… y sin Crucifijo, no olvides que esa Cruz es tu Cruz: la de cada día, la escondida, sin brillo y sin consuelo…, que está esperando el Crucifijo que le falta: y ese Crucifijo has de ser tú»[25-v-4].
La Cruz, paradójicamente, al estar unida a la vida de Cristo, es fuente de alegría; cuando la abrazamos dejamos que obre en nosotros la omnipotencia de Dios. «¡Con qué amor se abraza Jesús al leño que ha de darle muerte! ¿No es verdad que en cuanto dejas de tener miedo a la Cruz, a eso que la gente llama cruz, cuando pones tu voluntad en aceptar la Voluntad divina eres feliz, y se pasan todas las preocupaciones, los sufrimientos físicos o morales?»[25-v-5]. Y esto lo podemos hacer no solo en momentos extraordinarios, con motivo de una enfermedad, de persecuciones o de una contrariedad grave, sino en cada momento de nuestra vida ordinaria: ser felices con las pequeñas cruces diarias. Poco antes de que culminara la Pasión, Jesús nos entregó a María como Madre. «Cor Mariae perdolentis, miserere nobis! Invoca al corazón de Santa María, con ánimo y decisión de unirte a su dolor, en reparación por tus pecados y por los de todos los hombres de todos los tiempos»[25-v-6].
[25-v-1] Francisco, Ángelus, 19-VI-2016.
[25-v-2] Mons. Fernando Ocáriz, Homilía, 18-IV-2019.
[25-v-3] San Teodoro Estudita, Oratio in adorationem crucis.
[25-v-4] San Josemaría, Camino, n. 178.
[25-v-5] San Josemaría, Vía Crucis, estación XI.
[25-v-6] San Josemaría, Surco, n. 258.
Strėvadvaris (cdc Lituania)
Sábado – XXV semana del Tiempo Ordinario
- Admiración a Cristo y vida contemplativa.
- La Cruz siempre está cerca.
- La vida como un diálogo con Dios.
EL EVANGELISTA san Lucas hace notar que Jesús gozaba de una «admiración general» (Lc 9,43). No resulta difícil imaginar las causas de esa reputación. Por una parte, el Señor hablaba con una autoridad y un carisma que atraían a las muchedumbres. Además, sus enseñanzas no se reducían a meras palabras, sino que iban acompañadas de obras. Los milagros afirmaban su origen divino, y su forma de vivir reflejaba la misericordia de Dios. Nadie que veía a Jesús podía quedarse indiferente ante la riqueza de su personalidad y el tesoro de sus palabras.
Aquella profunda impresión que Jesús dejaba en sus discípulos la ha dejado también en nosotros; es un sentimiento que, gracias a Dios, se renueva en momentos puntuales, pero quisiéramos que estuviera siempre presente. La admiración consiste en mirar con nuevos ojos lo que se ama, porque no hay amor que no tenga sabor a novedad. Una persona enamorada no se cansa de contemplar al amado; no tanto por un afán de curiosidad, sino por un deseo de seguir apreciando toda su riqueza. Precisamente en eso consiste la vida contemplativa: saber que Jesús está cerca y no cansarnos de entrar en su misterio.
Como toda relación, la vida de oración es un camino en el que se avanza poco a poco. «Primero una jaculatoria, y luego otra, y otra..., hasta que parece insuficiente ese fervor, porque las palabras resultan pobres»[25-s-1]. El objetivo es abandonarnos en sus manos y dejar que sea él quien nos conquiste: «Se deja paso a la intimidad divina, en un mirar a Dios sin descanso y sin cansancio. Vivimos entonces como cautivos, como prisioneros. Mientras realizamos con la mayor perfección posible, dentro de nuestras equivocaciones y limitaciones, las tareas propias de nuestra condición y de nuestro oficio, el alma ansía escaparse. Se va hacia Dios, como el hierro atraído por la fuerza del imán»[25-s-2].
NOS PUEDE sorprender la manera en la que Jesús reacciona ante la admiración que despertaba. En lugar de complacerse ante sus miradas atónitas, les habla de la Cruz, como haciendo ver que la verdadera contemplación no puede separarse de una profunda purificación interior: «Meteos bien en los oídos estas palabras: el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres» (Lc 9,44).
Cristo deja claro, en innumerables ocasiones, que «no se puede reducir la fe a azúcar que endulza la vida»[25-s-3]. Quizá algunos de los que seguían a Jesús lo hacían con el deseo de que les asegurara una existencia un poco más cómoda o simplemente para sentirse parte del grupo guiado por un profeta famoso. Pero este no era el mensaje de Cristo: el amor auténtico va da la mano de la verdad, de la realidad, y no puede desentenderse del dolor. «No olvidéis –escribía san Josemaría– que estar con Jesús es, seguramente, toparse con su Cruz. Cuando nos abandonamos en las manos de Dios, es frecuente que él permita que saboreemos el dolor, la soledad, las contradicciones, las calumnias, las difamaciones, las burlas, por dentro y por fuera: porque quiere conformarnos a su imagen y semejanza»[25-s-4].
Contemplar el rostro de Cristo, adentrarnos en el misterio de su amor, significa descubrir los mensajes de sus heridas, abrirse al dolor de su corazón, también en las personas que sufren cerca de nosotros. Por eso, la oración contemplativa, que es «la respiración del alma y de la vida»[25-s-5], requiere de la mortificación interior: esa lucha serena, pero decidida, por tener todos nuestros sentidos libres para ponerlos en Jesús y experimentar las cosas como las experimenta él. Si nuestra oración nos une a Cristo, nos unirá también a los problemas del mundo y los asumirá desde la perspectiva de Dios.
«PERO ELLOS no entendían este lenguaje. Les resultaba tan oscuro, que no captaban el sentido» (Lc 9,45). La muchedumbre que rodeaba a Jesús se quedó desconcertada al oír sus palabras sobre la Cruz. Les parecía extraño que alguien que había demostrado poseer un poder tan elevado, que era incluso capaz de resucitar a los muertos, les hablara de su doloroso final. No podían comprender que Jesús, en medio de su palpable triunfo, describiera su futura derrota. Sus palabras parecían contradecir el ambiente general de alegría y de esperanza.
Sin embargo, en lugar de comentar sus discrepancias con Jesús, a aquellas personas «les daba miedo preguntarle sobre el asunto» (Lc 9,45). La admiración que sentían por el Señor resultó ser, muchas veces, una mezcla de conocimiento superficial y reverencia temerosa. Jesús, sin embargo, los invita a que aquella contemplación no sea solo la impresión de un momento pasajero, la emoción de un instante, sino que genere un cambio profundo en sus vidas: les ofrece comprender toda la existencia como un diálogo con Dios.
Esa unión de nuestro corazón con el de Cristo nos permite contemplar con nuevos ojos el mundo. Descubrimos, incluso entre las sombras de la historia y de nuestra propia biografía, un destello de la luz divina. «Jesús ha sido maestro de esta mirada. En su vida no han faltado nunca los tiempos, los espacios, los silencios, la comunión amorosa que permite a la existencia no ser devastada por las pruebas inevitables, sino de custodiar intacta la belleza»[25-s-6]. María, maestra de oración, nos puede alcanzar la gracia de tener un corazón contemplativo como el suyo.
[25-s-1] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 296.
[25-s-2] Ibíd.
[25-s-3] Francisco, Homilía, 15-IX-2021.
[25-s-4] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 301.
[25-s-5] Benedicto XVI, Audiencia, 25-IV-2012.
[25-s-6] Francisco, Audiencia, 5-V-2021.
Palouček (cdc Chequia)
Domingo – XXVI semana del Tiempo Ordinario
- Sentir las necesidades de los demás.
- Abrirse a la misericordia de Dios.
- Más sensibles ante el sufrimiento.
«HABÍA UN HOMBRE rico que se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba cada día» (Lc 16,19). Así comienza la parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro. El primero gozaba de una abundancia ostentosa, mientras que en la puerta de su casa vivía un hombre lleno de heridas, que soñaba con poder alimentarse de las sobras que caían de la mesa del rico. Se encontraba en una situación tan desesperada, que ni siquiera encontraba las fuerzas necesarias para ahuyentar a los perros que se le acercaban a lamer sus llagas.
En aquella narración del Señor es sorprendente la ceguera de Epulón. Habría visto a Lázaro muchas veces semidormido en la puerta de su casa; incluso alguna vez lo habría movido con desdén para que pudieran entrar sus invitados. Pero en ningún momento se detiene a mirarlo de verdad. No está dispuesto a perder el tiempo con una persona que no puede generarle ningún tipo de beneficio. «Lázaro, que se halla ante la puerta, es una llamada viviente al rico para que se acuerde de Dios, pero el rico no acoge esta llamada»[26-d-1]. Tan inmerso se encuentra en su propia comodidad y egoísmo, que es incapaz de percatarse de que en ese pobre se encuentra la puerta de su liberación. Y lo que sucede a Epulón nos puede suceder a cada uno de nosotros. Si hubiese dejado entrar a Lázaro en su vida, compartiendo con él al menos su tiempo, habría estado en mejores condiciones de encontrarse con el Señor, pues muchas veces la riqueza de Dios se presenta en la pobreza de los hombres.
Jesús nos invita a percatarnos de las necesidades de los que nos rodean, a ser más sensibles con nuestro entorno. Cuando vivimos con Cristo, nos preocupan menos nuestros propios problemas y, por el contrario, va adquiriendo más peso la sana inquietud por los más necesitados. Por eso pudo escribir san Josemaría: «Los pobres –decía aquel amigo nuestro– son mi mejor libro espiritual y el motivo principal para mis oraciones. Me duelen ellos, y Cristo me duele con ellos. Y, porque me duele, comprendo que le amo y que les amo»[26-d-2].
LA TRASCENDENCIA de la parábola de Jesús sobre el rico y el pobre se pone de manifiesto en la segunda parte. El Señor nos cuenta que, después de un tiempo, los dos protagonistas mueren. Pero mientras el pobre Lázaro, acostumbrado a una vida hambrienta e incómoda, es llevado por los ángeles al seno de Abrahán, el rico desciende al infierno y sufre tormentos indescriptibles. Curiosamente, solamente cuando un abismo infranqueable los separa, el rico posa finalmente su mirada sobre Lázaro. «Padre Abrahán, ten piedad de mí y manda a Lázaro que moje en agua la punta del dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas» (Lc 16,24), suplica. Acostumbrado a llevar una vida llena de placeres, incluso después de la muerte seguía viendo en los demás meros instrumentos para satisfacer sus propias necesidades.
El comportamiento frío del rico Epulón con respecto a los demás acaba determinando su destino eterno. Por su incapacidad de sentir misericordia hacia las necesidades de su prójimo, le fue imposible abrirse a la misericordia divina, el único camino que nos lleva directamente al cielo. «La parábola advierte claramente: la misericordia de Dios hacia nosotros está relacionada con nuestra misericordia hacia el prójimo; cuando falta esta, también aquella no encuentra espacio en nuestro corazón cerrado, no puede entrar. Si yo no abro de par en par la puerta de mi corazón al pobre, aquella puerta permanece cerrada. También para Dios»[26-d-3]. Cada vez que experimentamos la misericordia de Dios, en el fondo resuena una invitación para, a nuestra vez, preocuparnos por quienes necesitan de nuestra compasión. En su parábola, Jesús nos lo recuerda: solo si transformamos nuestras ciudades en lugares más compasivos, construiremos los «caminos divinos de la tierra»[26-d-4].
«LA PREOCUPACIÓN cristiana por los demás –recuerda el prelado del Opus Dei– nace precisamente de nuestra unión con Cristo y de nuestra identificación con la misión a la que él nos ha llamado»[26-d-5]. En la oración vamos configurando nuestros afectos con los sentimientos de Jesús. Contemplando a Jesús detenidamente en la sencillez de la Eucaristía o sintiendo su compañía en la profundidad de nuestra alma, iremos comprendiendo la grandeza que se esconde en las palabras de san Pablo: «Porque ya sabéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que por amor de vosotros se hizo pobre, siendo rico» (2 Co 8,9). También nosotros sentiremos la necesidad de desprendernos de nuestras pequeñas riquezas para compartirlas con quienes más lo necesitan.
«Somos para la muchedumbre: no estamos nunca encerrados, vivimos de cara a la multitud y tenemos metidas en el alma aquellas palabras de Jesucristo Nuestro Señor: me da compasión esta multitud, porque hace ya tres días que están conmigo, y no tienen qué comer»[26-d-6]. A un cristiano no le resulta indiferente el sufrimiento del mundo; al contrario, al saberse hijo de Dios, se sabe heredero del mundo, también de sus dificultades. Por eso, podemos pedir a Jesús que nos dé un corazón a su medida, «para que entren en él todas las necesidades, los dolores, los sufrimientos de los hombres y las mujeres de nuestro tiempo, especialmente de los más débiles»[26-d-7].
María siempre se consideró pobre ante los ojos de Dios y, por eso, pudo percibir en todo momento las huellas de su obra. Esa riqueza divina le permitió darse cuenta también de las pobrezas de quienes le rodeaban, es decir, de sus necesidades. A ella le podemos pedir que nos haga más sensibles a las personas que tenemos cerca, sabiendo que allí encontramos también el cielo.
[26-d-1] Francisco, Audiencia, 18-V-2016.
[26-d-2] San Josemaría, Surco, n. 827.
[26-d-3] Francisco, Audiencia, 18-V-2016.
[26-d-4] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 314.
[26-d-5] Mons. Fernando Ocáriz, Carta Pastoral, 1-XI-2019, n.10.
[26-d-6] San Josemaría, Carta 24, n. 23.
[26-d-7] Mons. Fernando Ocáriz, Carta Pastoral, 14-II-2017, n. 3.
Palouček (cdc Chequia)
Lunes – XXVI semana del Tiempo Ordinario
- La trampa de la soberbia.
- Admirar los dones de los demás.
- Conocerse a sí mismo.
«EL QUE ACOGE a este niño en mi nombre, me acoge a mí; y el que me acoge a mí, acoge al que me ha enviado», dijo Jesús. Y continuó: «Pues el más pequeño de vosotros es el más importante» (Lc 9,48). Estas palabras probablemente causaron sorpresa entre sus discípulos, quienes estaban inmersos en una discusión sobre quién sería el más importante. Aparentemente no se trataba de una conversación puntual sobre este tema, sino que llevaba tiempo desarrollándose de algún modo a espaldas de Jesús. Por eso el evangelista, antes de contarnos la respuesta del Señor, dice que lo hizo «conociendo los pensamientos de sus corazones» (Lc 9,47). De pronto, en medio de un diálogo de adultos que buscan la gloria personal, la figura gráfica de un niño les permite contemplar con claridad lo que el Maestro esperaba de cada uno de ellos.
Los discípulos, en medio de su acalorada discusión, quizás habían perdido de vista a Jesús. En cambio, un niño sin ningún tipo de pretensiones consiguió colarse entre la muchedumbre y captar la atención del Señor. En esta escena se manifiesta gráficamente el poder de la humildad: cuando estamos sinceramente convencidos de nuestra pequeñez, entonces encontramos a Dios en las cosas más ordinarias. En cambio, si nos dejamos enredar por los pensamientos que nos propone el orgullo, acabamos por darnos una importancia excesiva y nos encerramos en laberintos sin salida. La Sagrada Escritura nos muestra que en esta trampa pueden caer incluso quienes, tiempo después, serán los pilares de la Iglesia.
«Sin humildad no encontraremos nunca a Dios: nos encontraremos solo a nosotros mismos. Porque la persona que no tiene humildad no tiene horizontes delante, solamente tiene un espejo: se mira a sí mismo. Pidamos al Señor que rompa el espejo y poder mirar más allá, hacia el horizonte, donde está él»[26-l-1].
INMEDIATAMENTE después de que Jesús hablara a sus discípulos sobre la importancia de hacerse como niños, Juan confiesa con sencillez: «Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu nombre y se lo hemos prohibido, porque no anda con nosotros» (Lc 9,49). Parece como si los apóstoles considerasen su propia vocación como un privilegio que los situaba por encima del resto, como algo que los separaba de los demás. Se trata, nuevamente, de la tentación de la soberbia, que nos empuja a subrayar nuestros propios talentos, mirándolos como algo merecido, en lugar de contemplar los propios dones y los de los demás con agradecimiento. Este camino suele llevar rápidamente a la envidia y nos enturbia la mirada hacia las personas.
«Jesús les respondió: “No se lo impidáis: el que no está contra vosotros, está a favor vuestro”» (Lc 9,50). De inmediato, el Señor les cambia las coordenadas para introducirles en las de Dios; para él no hay una distinción entre amigos y enemigos, sino solo el deseo de que todos participen con sus propios talentos en la transmisión del Evangelio. En lugar de dejarse llevar por la tendencia a encerrarse, Cristo siempre quiere abrirse más, para que todos podamos participar de sus dones. «Un punto clave en el que Dios y el hombre se diferencian es el orgullo: en Dios no hay orgullo, porque es total plenitud y está totalmente dispuesto a amar y dar vida; sin embargo en nosotros, los hombres, el orgullo está íntimamente arraigado y requiere constante vigilancia y purificación»[26-l-2].
La verdadera humildad nos ayuda a abrirnos a quienes nos rodean, a ponernos a su servicio y alegrarnos de sus alegrías; la humildad nos lleva a considerar cualquier don de Dios –en especial una vocación en la Iglesia, como puede ser la llamada al Opus Dei– como un regalo destinado a enriquecer a todos. «Darse sinceramente a los demás es de tal eficacia, que Dios lo premia con una humildad llena de alegría»[26-l-3], afirma san Josemaría. Por eso, si alguna vez surge la tristeza o nos damos cuenta de que, como los apóstoles, hemos perdido de vista a Jesús, un paso sencillo para recuperar la ilusión puede ser preguntarnos: ¿A quién puedo servir? ¿Quién necesita hoy de mi ayuda y de los dones que Dios me ha dado?
LA VIRTUD de la humildad nos lleva a un sano y realista conocimiento de nosotros mismos, a aceptarnos con nuestras luces y nuestras sombras. Ser humilde significa ser consciente de nuestra posición entre el cielo y la tierra, de la realidad del pecado y de la gracia, del peso del pasado y la esperanza del futuro. Por eso, como enseñaba san Josemaría, la humildad nos permite descubrir los aspectos positivos y negativos de nuestras vidas, llenándonos de agradecimiento y de ganas de mejorar: «La experiencia de vuestra debilidad, los fracasos que existen siempre en todo esfuerzo humano, os darán más realismo, más humildad, más comprensión con los demás. Los éxitos y las alegrías os invitarán a dar gracias, y a pensar que no vivís para vosotros mismos, sino para el servicio de los demás y de Dios»[26-l-4].
Como ese niño que, en su sencillez, roba la atención de Cristo, cada vez que buscamos al Señor de manera auténtica sentimos la alegría de quien se siente acogido tal como es. Nos damos cuenta de que la confianza de sabernos amados por Jesús es el mejor fundamento para cambiar nuestras vidas: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29).
El canto del Magníficat expresa con hondura la alegría que nos regala la humildad: «Proclama mi alma las grandezas del Señor –dice María–, y se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador: porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava; por eso desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones. Porque ha hecho en mí cosas grandes el Todopoderoso» (Lc 1,45-49). Podemos pedir a nuestra Madre que nos alcance esa humildad para que Dios pueda hacer sus grandes obras en nuestras vidas.
[26-l-1] Francisco, Audiencia, 22-XII-2021.
[26-l-2] Benedicto XVI, Ángelus, 23-IX-2012.
[26-l-3] San Josemaría, Forja, n. 591.
[26-l-4] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 49.
Palouček (cdc Chequia)
Martes – XXVI semana del Tiempo Ordinario
- La libertad de Jesús para ir al Calvario.
- Las dificultades en el apostolado.
- Anhelar un corazón manso.
«CUANDO iba a cumplirse el tiempo de su partida, Jesús decidió firmemente marchar hacia Jerusalén» (Lc 9,51). El Señor sabía que al emprender aquel trayecto estaba dando inicio a su subida al Calvario; al ser hombre y Dios, conocía el destino que le esperaba, sin que eso quitase libertad a quienes estaban por darle muerte. «Es necesario que yo siga mi camino hoy y mañana y al día siguiente, porque no es posible que un profeta muera fuera de Jerusalén» (Lc 13,33), dirá más adelante. Desde la confesión de Pedro en Cesarea de Filipo, apenas unos días antes, había comenzado a preparar a sus discípulos para ese desenlace al revelarles de qué manera moriría (cfr. Lc 9,22.44).
Sorprende la determinación con la que Jesús camina hacia el Calvario. Es una actitud que deja claro que «Jesús se entregó porque quiso»[26-ma-1]. «Por eso me ama el Padre –confiesa el Señor–, porque doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie me la quita, sino que yo la doy libremente» (Jn 10,17-18). Resulta pasmosa esa «libertad que se despliega ante nosotros, en su paso por la tierra hasta el sacrificio de la Cruz (…). No ha habido en la historia de la humanidad un acto tan profundamente libre como la entrega del Señor en la Cruz: Él “se entrega a la muerte con la plena libertad del Amor”[26-ma-2]»[26-ma-3].
El amor de Cristo es un amor que le lleva a la entrega total, sin reservas, fuera de toda medida. Si bastaba una sola gota de su sangre «para liberar de todos los crímenes el mundo entero»[26-ma-4], ¿por qué permitió que los hombres le hiciéramos derramar hasta la última gota? Desde la perspectiva de Jesús, que se entrega siempre sin cálculos, podemos entrever una respuesta: permitió que le hiciesen derramar toda su sangre porque no tenía más. Y nos la sigue entregando libremente cada día en los sacramentos, especialmente en la santa Misa.
JESÚS, al poco tiempo de haber empezado el largo trayecto que le llevaría hasta el Calvario, «envió mensajeros delante de él. Puestos en camino, entraron en una aldea de samaritanos para hacer los preparativos. Pero no lo recibieron, porque su aspecto era el de uno que caminaba hacia Jerusalén» (Lc 9,52). Esta reacción poco acogedora se comprende si tenemos en cuenta que difícilmente se establecían relaciones entre judíos y samaritanos.
El Señor, como lo hizo con aquellos mensajeros, cuenta con nosotros para preparar su encuentro con tantas personas. Jesús desea asociarnos gratuitamente a su tarea salvadora; ha querido que trabajemos codo a codo con él en ese anhelo por llevar la auténtica felicidad a muchas personas. Es normal que, en ese esfuerzo, encontremos dificultades, como les ocurrió a los discípulos en aquella aldea de samaritanos. Entonces podemos acudir a Jesús para no caer en el desánimo y para anhelar, en cambio, vivir con la paciencia de Dios. Esas situaciones nos recuerdan que nuestro propósito es colaborar en que se haga su voluntad, y que procuramos extender su Reino, no otro imaginario.
Jesús, efectivamente, animó a sus apóstoles a no caer en una indignación que podría ser señal de no entrar todavía del todo en la lógica divina. «Señor, ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo y los consuma?», preguntaron Santiago y Juan. «Pero él se volvió y los reprendió» (Lc 9, 54-55). Jesús quiere que recordemos siempre, sobre todo en nuestra propia vida, que «quien deja entrar a Cristo no pierde nada, nada –absolutamente nada– de lo que hace la vida libre, bella y grande (...). Solo con esta amistad experimentamos lo que es bello y lo que nos libera»[26-ma-5].
LLAMA la atención la manera tan mansa que tiene Jesús, durante su Pasión, de ofrecernos su amistad. El Señor «no se impone dominando: mendiga un poco de amor, mostrándonos, en silencio, sus manos llagadas»[26-ma-6]. Y nos pide que en esto sigamos sus pasos: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29). Además, ha querido unir a esa mansedumbre una bendición: «Bienaventurados los mansos, porque heredarán la tierra» (Mt 5,5). La recompensa del manso es una herencia, es decir, algo que no ocurre de inmediato. Su espera es serena, pues su esperanza es cierta: recibirá su recompensa como quien recibe un regalo inmerecido.
No es la de Jesús la mansedumbre cobarde de quien cede en todo por no atreverse a hacer frente a las dificultades. Tampoco es la mansedumbre del astuto calculador que está esperando que llegue su hora. Jesús es manso porque es libre del deseo de imponerse, de dominar, de avasallar. Es manso porque su amor le lleva a respetar la libertad de los demás; no pretende poseer a la persona, al contrario, porque «el amor que quiere poseer, al final, siempre se vuelve peligroso, aprisiona, sofoca, hace infeliz»[26-ma-7].
Dios ama y respeta nuestra libertad que es, al fin y al cabo, un don suyo. Con esta actitud nos da ejemplo también de cómo respetar la libertad de los demás. Y, al mismo tiempo, con su vida Jesús nos muestra el valor más grande de este don: entregarla en servicio de las personas. Podemos pedir a la Virgen que nos ayude a tener un corazón como el de su Hijo: un corazón manso, movido por la pasión y la alegría de servir.
[26-ma-1] San Josemaría, Via Crucis, IX Estación.
[26-ma-2] Ibíd., X Estación.
[26-ma-3] Mons. Fernando Ocáriz, Carta pastoral 9-I-2018, n. 3.
[26-ma-4] Himno Adoro Te devote.
[26-ma-5] Benedicto XVI, Homilía, 24-IV-2005.
[26-ma-6] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 179.
[26-ma-7] Francisco, Patris Corde, n. 7.
Palouček (cdc Chequia)
Miércoles – XXVI semana del Tiempo Ordinario
- Una vida enamorada, no cómoda.
- Jesús llama a todos.
- Las sorpresas de Dios.
SUBE JESÚS a Jerusalén, en donde le espera el Calvario. A su alrededor, un tanto asustados, van sus discípulos. Por el camino, en varias personas surge la inquietud por seguirlo. «Te seguiré adondequiera que vayas» (Lc 9,57), le dice el primero. Jesús, que conoce lo mejor para cada uno en cada momento, serena el ímpetu de aquella persona: «Las zorras tienen madrigueras, y los pájaros del cielo nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza» (Lc 9,58).
Jesús vivía así, ligero de equipaje, sin más cosas que las imprescindibles para su misión, entregado a la voluntad de su Padre Dios. Y quien quisiera ser su discípulo estaba invitado a ese mismo estilo de vida. Seguirlo era entusiastamente, llenaba el alma de alegría, pero no era cómodo. San Josemaría, recogiendo la sabiduría humana de tantos siglos, repetía que «lo que se necesita para conseguir la felicidad, no es una vida cómoda, sino un corazón enamorado»[26-mi-1]. La aspiración más profunda del ser humano es amar y ser amado. Por eso, los bienes materiales no llenan el corazón.
Llevar una vida templada, gozando con libertad de los bienes creados, sin depender de ellos, nos ayuda a dirigir todas esas realidades al servicio de quien amamos. No se trata de un simple ejercicio de la voluntad por rechazar algo que nos atrae, sino en renovar el amor que mueve nuestra vida, en no dejar que nada nos aparte de él y ordenar todo lo que disponemos al servicio de nuestra misión como cristianos. Así, cada esfuerzo asumido libremente nos recordará que no hay mayor felicidad que la que encontramos en Dios.
MÁS ADELANTE, es Jesús quien toma la iniciativa y dice a una persona con la que se encuentra: «Sígueme» (Lc 9,59). No tenemos muchos más datos sobre este hombre. Tampoco sabemos por qué el Señor se fijó en él. Pero sí conocemos con certeza que Dios «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tim 2,4). No hay ninguna persona que se encuentre fuera del cariño de Dios: todos estamos llamados a verle un día cara a cara en el cielo, fuimos creados para ello. Como recuerda el Concilio Vaticano II: «Todos los fieles, cristianos, de cualquier condición y estado, fortalecidos con tantos y tan poderosos medios de salvación, son llamados por el Señor, cada uno por su camino, a la perfección de aquella santidad con la que es perfecto el mismo Padre»[26-mi-2].
La santidad no está reservada solamente a aquellos con unas cualidades particulares. «Todos estamos llamados a ser santos viviendo con amor y ofreciendo el propio testimonio en las ocupaciones de cada día, allí donde cada uno se encuentra»[26-mi-3]. Precisamente es en las «tareas pequeñas» en donde san Josemaría decía que se hallaba la santidad «grande»[26-mi-4]; es decir, en realizar esas actividades junto a Jesús, en asemejarnos cada vez más a él. «Al elevar todo ese quehacer a Dios, la criatura diviniza el mundo. ¡He hablado tantas veces del mito del rey Midas, que convertía en oro cuanto tocaba! En oro de méritos sobrenaturales podemos convertir todo lo que tocamos, a pesar de nuestros personales errores»[26-mi-5]. Es verdad que, en este camino, podemos encontrarnos con la experiencia de nuestra debilidad; pero, entonces, aprenderemos una y otra vez que para la santidad es preciso humildad y esperanza: porque es Jesús quien habita en nosotros y nos lleva como de la mano.
JESÚS siempre supera nuestras expectativas. Cuando los apóstoles decidieron seguirle, probablemente no eran del todo conscientes de lo que iban a vivir. Quizás esperarían empaparse de sus enseñanzas para poder transmitirlas a otros más adelante; pero es poco probable que se imaginaran a sí mismos haciendo milagros o difundiendo la alegría del cristianismo por todos los rincones del mundo. «Dios guarda lo mejor para nosotros. Pero pide que nos dejemos sorprender por su amor, que acojamos sus sorpresas»[26-mi-6].
En contraste con la alegría de los apóstoles, en el Evangelio también encontramos personas que, después de haber conocido a Jesús, se marchan desilusionadas. Es lo que ocurrió, por ejemplo, con los que no aceptaron que para salvarse tendrían que comer la carne y beber la sangre del hijo de Dios: «Desde ese momento muchos discípulos se echaron atrás y ya no andaban con él» (Jn 6,66), nos dice san Juan. Algo similar sucedió también con los que creyeron que el Mesías les liberaría de la dominación romana. Lo que parecen tener en común estas personas es que quisieron reducir el poder de Cristo a sus propios esquemas. Y este es un peligro siempre presente: cuando en lugar de dejarnos sorprender por los panoramas que Dios pone ante nuestros ojos, preferimos aferrarnos a nuestras expectativas o a lo que ya creemos conocer bien. Entonces corremos el riesgo de cerrarnos a las sorpresas –más o menos pequeñas– que Dios nos tiene reservadas.
Seguramente la Virgen María tampoco imaginaba todo lo que vendría después del anuncio del ángel. Sin embargo, supo abrirse con fe a los planes que Dios tenía para ella. A ella podemos pedirle que sepamos siempre dejarnos sorprender por el amor de su Hijo.
[26-mi-1] San Josemaría, Surco, n. 795.
[26-mi-2] Lumen gentium, n. 11.
[26-mi-3] Francisco, Gaudete et exsultate, n. 14.
[26-mi-4] Cfr. San Josemaría, Camino, n. 817.
[26-mi-5] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 308.
[26-mi-6] Francisco, Homilía, 24-VII-2013.
Palouček (cdc Chequia)
Viernes – XXVI semana del Tiempo Ordinario
- La conversión a la que nos llama Jesús.
- Volver siempre a Dios.
- Pedir el salto de la fe.
JESÚS, precisamente porque conoce lo más profundo de nosotros, nunca anuncia un Evangelio complaciente ; es decir, no pretende ofrecernos un atajo para alcanzar la paz, el éxito o la victoria tal y como el mundo entiende esos conceptos . Nos quiere felices y, por eso, en muchos pasajes se muestra exigente: «¡Ay de ti, Corazín! ¡Ay de ti, Betsaida! Porque si en Tiro y en Sidón hubieran sido realizados los milagros que se han obrado en vosotras, hace tiempo que habrían hecho penitencia sentados en saco y ceniza. Sin embargo, en el Juicio Tiro y Sidón serán tratadas con menos rigor que vosotras. Y tú, Cafarnaún, ¿acaso serás exaltada hasta el cielo? ¡Hasta los infiernos vas a descender!» (Lc 10,13-15).
El Señor pronuncia aquellas fuertes palabras porque estas ciudades no han querido reconocer el verdadero sentido de las maravillas que Dios hizo en ellas. Aunque han presenciado milagros, no han acogido la salvación ofrecida por Cristo; es decir, no han pedido perdón por sus pecados, ni han respondido a la llamada a hacer penitencia. «La penitencia interior –recuerda el Catecismo– es una reorientación radical de toda la vida, un retorno, una conversión a Dios con todo nuestro corazón, una ruptura con el pecado, una aversión del mal, con repugnancia hacia las malas acciones que hemos cometido. Al mismo tiempo, comprende el deseo y la resolución de cambiar de vida con la esperanza de la misericordia divina y la confianza en la ayuda de su gracia»[26-v-1].
Esa conversión a la que Jesús nos llama no consiste en la ausencia de errores. Se trata más bien de una lucha constante, con humildad e incluso buen humor. Como recuerda san Josemaría: «Sé que, en seguida, al hablar de combatir, se nos pone por delante nuestra debilidad, y prevemos las caídas, los errores. Dios cuenta con esto. Es inevitable que, caminando, levantemos polvo. Somos criaturas y estamos llenos de defectos. Yo diría que tiene que haberlos siempre: son la sombra que, en nuestra alma, logra que destaquen más, por contraste, la gracia de Dios y nuestro intento por corresponder al favor divino. Y ese claroscuro nos hará humanos, humildes, comprensivos, generosos»[26-v-2].
EN MUCHAS ocasiones Jesús muestra su sorpresa ante la incredulidad de los apóstoles. «¿Por qué os asustáis, hombres de poca fe?» (Mt 8,26), les pregunta cuando temen que la barca se pueda hundir en la tormenta con él a bordo. «Hombres de poca fe. ¿Por qué vais comentando entre vosotros que no tenéis panes? ¿Todavía no entendéis?» (Mt 16,8-9), les señala en otro momento, después de que hubiesen colaborado con él en dos multiplicaciones de panes y de peces. Y a Pedro, cuando vacila después de haber caminado sobre las aguas, le dice: «Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?» (Mt 14,31).
La vida de los discípulos, como la de toda persona, está compuesta de luces y sombras, de subidas y bajadas. Tenemos momentos en los que reconocemos claramente la acción de Dios, y entonces experimentamos ilusión e impulso: nos sentimos en el lugar correcto, capaces de cualquier cosa, porque notamos especialmente la cercanía de Jesús. Sin embargo, también pueden ((puede o pueden?)) haber tormentas que nos hacen olvidar que tenemos al Señor en nuestra barca; o a veces sopla tanto viento que nos hundimos porque nos olvidamos de que la fuerza de Dios es la que nos sostiene.
Son precisamente esas circunstancias las que nos ayudan a ser humildes, a reconocer que todo lo bueno que tenemos lo hemos recibido de nuestro Padre Dios. Nos recuerdan la necesidad que tenemos de volver siempre al Señor para experimentar su amor, pues él «no busca cristianos que nunca duden y siempre hagan alarde de una fe segura»[26-v-3]; él premia la humildad. Jesús no se cansa de nosotros: «Él siempre vuelve: cuando se cierran las puertas, vuelve; cuando dudamos, vuelve; cuando, como Tomás, necesitamos encontrarlo y tocarlo más de cerca, vuelve»[26-v-4].
JESÚS se conmueve cuando encuentra una fe viva. Así ocurre cuando la hemorroísa se acerca en medio de la muchedumbre para tocar su manto, con la esperanza segura de que será curada: «Tu fe te ha salvado» (Mt 9,22). Cuando la cananea pide la curación de su hija, se encuentra en un primer momento con la negativa del Señor; pero después de tanta insistencia Jesús exclama: «¡Mujer, qué grande es tu fe! Que sea como tú quieres» (Mt 15,28). Y cuando el centurión le dice que basta su palabra que el criado quedase sano, Jesús «se admiró y les dijo a los que le seguían: “En verdad os digo que en nadie de Israel he encontrado una fe tan grande”» (Mt 8,10).
«La fe siempre tiene algo de ruptura arriesgada y de salto, porque en todo tiempo implica la osadía de ver en lo que no se ve lo auténticamente real»[26-v-5]. Jesús se emociona al ver a estas personas precisamente porque han dado ese «salto». Dejaron a un lado sus propias seguridades y se lanzaron a la seguridad que ofrece Dios. En un principio suponía un «riesgo» porque tenían que enfrentarse a no pocas dificultades: la muchedumbre que impedía llegar hasta él, las negativas del mismo Jesús, el hecho de no pertenecer al pueblo judío… Pero las enfrentaron con una osadía que conquistó el corazón del Señor.
De entre todos los ejemplos de fe de las Escrituras, ninguno conmovió tanto a Dios como el de la Virgen. Esa fe hizo que santa Isabel exclamara: «Bienaventurada tú, que has creído, porque se cumplirán las cosas que se te han dicho de parte del Señor» (Lc 1,45). Podemos pedir junto a san Josemaría: «¡Dame, oh Jesús, esa fe, que de verdad deseo! Madre mía y Señora mía, María Santísima, ¡haz que yo crea!»[26-v-6].
[26-v-1] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1431.
[26-v-2] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 76.
[26-v-3] Francisco, Regina coeli, 24-IV-2022.
[26-v-4] Ibíd.
[26-v-5] Card. Joseph Ratzinger, Introducción al cristianismo, p. 49.
[26-v-6] San Josemaría, Forja, n. 235.
Palouček (cdc Chequia)
Sábado – XXVI semana del Tiempo Ordinario
- La alegría de los setenta y dos.
- Somos portadores de aquel gozo.
- Un fruto del Espíritu Santo.
EL REGRESO de los setenta y dos discípulos después de la misión a la que habían sido enviados se da en un ambiente de entusiasmo. Nos lo cuenta san Lucas: «Volvieron los setenta y dos llenos de alegría diciendo: “Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre”» (Lc 10,17). Los discípulos estaban llenos de admiración por lo vivido, y profundamente agradecidos con Jesús. Ellos habían sido elegidos para la audaz tarea de anunciar el nuevo reino, que llegaba no solamente con palabras y discursos, sino con hechos concretos que, al apuntar siempre hacia Cristo, cambiaban la vida de las personas.
La alegría es, de hecho, un tema recurrente en el evangelio de san Lucas, presente desde el inicio hasta el final: el ángel promete alegría a Zacarías en el Templo al anunciar el nacimiento del Bautista (1,14); después, está presente en el diálogo con los pastores cerca del pesebre (2,10) y hace saltar de gozo a san Juan niño en el vientre de su madre Isabel (1,44). También es grande la alegría en el cielo cuando un pecador se convierte (15,7.10), o sabemos que los corazones de los discípulos se encienden de júbilo al ver a Jesús resucitado (24,41.52). Es como si el evangelista quisiera recordarnos que el encuentro auténtico con Dios siempre viene acompañado de esta alegría del corazón.
Sin embargo, con frecuencia también nos vemos enfrentados a la tentación de la tristeza o del desánimo. Entonces, podemos entrar con renovada confianza en el silencio de la oración y, junto a toda la Iglesia que nos acompaña, acercarnos a la fuente de la alegría. Esta no se encuentra en las circunstancias, ni la salud, ni el éxito, ni en los bienes que poseemos; lo esencial para tener una vida feliz, en cambio, se sitúa en nuestro interior, en la presencia de Dios en nuestra alma. Más concretamente, san Josemaría nos recuerda que la auténtica alegría «no es esa que podríamos llamar fisiológica, de animal sano, sino otra sobrenatural, que procede de abandonar todo y abandonarte en los brazos amorosos de nuestro Padre-Dios»[26-s-1]. Por eso la alegría es compatible con las dificultades, y está al alcance de todos, en cualquier momento.
LOS EVANGELIOS nos cuentan que para Jesús era muy importante que sus seguidores estuviesen contentos de verdad: «Que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría sea completa» (Jn 15,11). Por eso, la reacción del Señor al gozo de los discípulos es igualmente gozosa, y da lugar a unas misteriosas palabras: «Veía yo a Satanás caer del cielo como un rayo. Mirad, os he dado potestad para aplastar serpientes y escorpiones y sobre cualquier poder del enemigo, de manera que nada podrá haceros daño. Pero no os alegréis de que los espíritus se os sometan; alegraos más bien de que vuestros nombres están escritos en el cielo» (Lc 10,18-20).
Al ver la alegría de los setenta y dos discípulos, y su asombro al expulsar los demonios, el Señor les asegura que él vino justamente para vencer al reino de Satanás, cuyo fracaso viene representado con la caída de un rayo. Jesús nos recuerda que la alegría profunda nace de saber que han sido vencidos los poderes que nos impedían vivir junto a Dios; nace del anuncio de que el Mesías ha venido al mundo para que nuestros pecados sean perdonados definitivamente. «La misericordia de Dios da alegría, una alegría especial, la alegría de sentirnos perdonados gratuitamente»[26-s-2].
«Por consiguiente, el creyente no se asusta ante nada, porque sabe que está en las manos de Dios, sabe que el mal y lo irracional no tienen la última palabra, sino que el único Señor del mundo y de la vida es Cristo, el Verbo de Dios encarnado, que nos amó hasta sacrificarse a sí mismo, muriendo en la cruz por nuestra salvación»[26-s-3]. Experimentar el perdón de Dios, recobrar una y otra vez nuestra verdadera identidad de hijos queridísimos, nos hace portadores de una noticia que queremos difundir a los cuatro vientos. Como con aquellos setenta y dos discípulos, Dios cuenta con nuestra vida alegre «para disipar el miedo de quienes, por una razón u otra, dudan de la fuerza de Jesús para vencer la muerte y el mal»[26-s-4].
DESPUÉS de anunciar la derrota de los poderes del mal, Jesús «se llenó de gozo en el Espíritu Santo» (Lc 10,21) y empezó a alabar a Dios por todo lo que obraba a través de los discípulos. Es el Paráclito quien nos permite vencer al mal, nos transforma en hijos de Dios y nos introduce en el amor del Padre. «San Pablo afirma en diversas ocasiones que “el fruto del Espíritu es alegría” (Ga 5,22) (...). Está claro que el Apóstol habla de la alegría verdadera, esa que colma el corazón humano, no de una alegría superficial y transitoria, como es a menudo la alegría mundana. No es difícil, incluso para un observador que se mueva solo en la línea de la psicología y la experiencia, descubrir que la degradación en el campo del placer y del amor es proporcional al vacío que dejan en el hombre las alegrías que engañan y defraudan»[26-s-5].
Dios ha creado este mundo bueno, lleno de alegrías que son como señales que nos llevan hasta él, sobre todo en la convivencia con las demás personas. Aprender a disfrutar de estas alegrías auténticas, de hijos de Dios, puede ayudarnos a desentrañar aquellas otras que buscan engañarnos. «La alegría es un bien cristiano –escribe san Josemaría–. Únicamente se oculta con la ofensa a Dios: porque el pecado es producto del egoísmo, y el egoísmo es causa de la tristeza. Aún entonces, esa alegría permanece en el rescoldo del alma, porque nos consta que Dios y su Madre no se olvidan nunca de los hombres»[26-s-6]. Ella, causa de nuestra alegría, nos recordará que la verdadera felicidad en esta vida solo la podemos encontrar en Dios y, cuando estamos junto a él, en todas las cosas.
[26-s-1] San Josemaría, Camino, n. 659.
[26-s-2] Francisco, Homilía, 24-IV-2022.
[26-s-3] Benedicto XVI, Ángelus, 22-VI-2008.
[26-s-4] Mons. Fernando Ocáriz, Homilía, 20-IV-2019.
[26-s-5] San Juan Pablo II, Audiencia general, 19-VI-1991.
[26-s-6] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 178.
Hohewand (cdr Austria)
Lunes – XXVII semana del Tiempo Ordinario
- La caridad nos abre los ojos.
- Jesús y los samaritanos.
- Amar con obras.
EN UNA OCASIÓN, un doctor de la ley plantea a Jesús una cuestión sobre la relación entre la vida eterna con el amor a Dios y al prójimo. Sabe bien que la ley de Moisés manda esto último, pero existía una discusión sobre quién merecía ser considerado como «prójimo», y si aquella distinción coincidía con la pertenencia al pueblo elegido. Jesús aprovecha este diálogo para hablar de un amor que no conoce distinciones, y lo hace a través de la parábola del buen samaritano.
La historia comienza con un hombre que, al bajar de Jerusalén a Jericó, cae en manos de unos salteadores que le dejan medio muerto. Cuando un sacerdote y un levita lo encuentran por el camino, pasan sin detenerse, quizás para no contaminarse con su sangre; antepusieron esa norma, vinculada con el culto, al gran mandamiento de Dios, que ante todo quiere misericordia y no sacrificio (cfr. Mt 9,13).
Puede dar la impresión de que, en el interior de aquel sacerdote o de aquel levita, esa norma y el cuidado lógico a un herido fuesen realidades enfrentadas. Pensaron tal vez: «O elijo cuidar el culto a Dios o bien me ocupo de esa persona». Sin embargo, cuando dejamos que el amor del Señor y a los demás informe toda nuestra vida, esos dilemas desaparecen: «La caridad, en verdad, nos purifica de nuestro egoísmo; derriba las murallas de nuestro aislamiento; abre los ojos y hace descubrir al prójimo que está a nuestro lado, al que está lejos y a toda la humanidad»[27-l-1]. En definitiva, nos hace ver que precisamente cuidando a esa persona damos culto a Dios: «Si yo no me acerco a aquel hombre, a aquella mujer, a aquel niño, a aquel anciano o aquella anciana que sufre, no me acerco a Dios»[27-l-2].
JESÚS invita al doctor de la ley a salir de sus esquemas, y presenta como héroe de la parábola a un hombre samaritano. Los samaritanos eran un grupo apartado de la religión oficial, lejos de la pureza que rodeaba al pueblo elegido, especialmente a quienes rendían culto en el templo. Las acciones con las que el samaritano entra en escena son las mismas que las de los otros dos viajeros: pasa por el camino y ve al hombre malherido. Pero su reacción es totalmente distinta: «Se conmovió profundamente» (Lc 25,33) y sintió «un rayo de compasión que le llegó al alma»[27-l-3].
Quizá los oyentes de la parábola se sorprendieron al oír que fue un samaritano el que se compadeció; tal vez creían poder predecir cómo actuaría uno de ellos en esta situación. Pero Jesús quiere mostrar que no debemos reducir la realidad a nuestros propios modelos ni encasillar a las personas. De hecho, el Evangelio nos presenta al menos dos interacciones de Cristo con samaritanos: un leproso que es modelo de agradecimiento a Dios (cfr. Lc 17,11-19), y una mujer que al encontrarse con el agua viva de Jesús se transforma en apóstol (cfr. Jn 4,7-30).
Cuando miramos a los demás sin prejuicios aprendemos a quererles tal como son, además de que nos enriquecemos de sus dones. Imitamos así el amor de Cristo, que siempre mira todo el bien del que somos capaces. Como decía san Josemaría: «La fe –la magnitud del don del amor de Dios– ha hecho que se empequeñezcan hasta desaparecer todas las diferencias, todas las barreras: ya no hay distinción de judío, ni griego; ni de siervo, ni de libre; ni de hombre ni de mujer: “porque todos sois una cosa en Cristo Jesús” (Gal 3,28) Ese saberse y quererse de hecho como hermanos, por encima de las diferencias de raza, de condición social, de cultura, de ideología, es esencial al cristianismo»[27-l-4].
LA REACCIÓN del samaritano del relato no se quedó solamente en un buen sentimiento de compasión. Al contrario, se puso manos a la obra: «Se acercó y le vendó las heridas echando en ellas aceite y vino. Lo montó en su propia cabalgadura, lo condujo a la posada y él mismo lo cuidó. Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al posadero y le dijo: “Cuida de él, y lo que gastes de más te lo daré a mi vuelta”» (Lc 10,34-35).
El samaritano nos muestra que el amor se manifiesta en lo concreto, en grandes y pequeños gestos. A través de ellos expresamos nuestra voluntad de ayudar en las necesidades del otro y de hacer amable la vida de quienes nos rodean. San Josemaría nos invitaba a concretar nuestro amor, para que no quede solo en palabras, sino que tome cuerpo y se haga tangible en las obras: «Cuentan de un alma que, al decir al Señor en la oración “Jesús, te amo”, oyó esta respuesta del cielo: “Obras son amores y no buenas razones”. Piensa si acaso tú no mereces también ese cariñoso reproche»[27-l-5].
Terminada la parábola, Jesús hace una pregunta al doctor de la ley: «¿Cuál de estos tres te parece que fue el prójimo del que cayó en manos de los salteadores?». Y responde el doctor: «El que tuvo misericordia con él» (Lc 10,36-37). Podemos pedir a María que haga más sensible nuestro corazón, y que nos alcance la prontitud para ponernos manos a la obra: solo entonces seremos verdaderamente «prójimos».
[27-l-1] San Juan Pablo II, Mensaje para la Cuaresma, 1986.
[27-l-2] Francisco, Audiencia general, 27-IV-2016.
[27-l-3] Card. Joseph Ratzinger, Jesús de Nazaret, tomo I, p. 238.
[27-l-4] San Josemaría, “Las riquezas de la fe”, 2-XI-1969.
[27-l-5] San Josemaría, Camino, n. 933.
Hohewand (cdr Austria)
Miércoles – XXVII semana del Tiempo Ordinario
- Dios quiere que seamos santos.
- Ser hijos en el Padrenuestro.
- Ser perdonados y perdonar.
JESÚS ESTÁ recogido en oración. Sus discípulos le han visto hacerlo con frecuencia anteriormente. A ellos les ilusiona tener esa intimidad con Dios que ven tan natural en el Maestro, y que se manifiesta en sus palabras, en sus acciones, en su alegría… Por eso, se animan a pedirle algo que, junto a ellos, podemos hacer también nosotros: «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11,1). Jesús entrega a los apóstoles la oración que resume su vida y su aspiración más íntima: hacer la voluntad de Dios, abandonarse en sus manos. «Padre nuestro, que estás en los cielos, santificado sea tu Nombre; venga tu Reino; hágase tu voluntad, como en el cielo, también en la tierra» (Mt 6,9-10). El deseo de Dios es precisamente que seamos santos y, por tanto, felices. Como recordará más adelante san Pablo: «Esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación» (1 Ts 4,3).
En la vida de Jesús vemos que no se limitó a aceptar con resignación la voluntad de su Padre: la abrazó hasta el extremo de entregar su vida por nosotros. San Josemaría hablaba de las diferentes maneras en que podemos acoger el querer divino, sobre todo cuando puede hacerse más difícil: «No lleves la Cruz arrastrando... Llévala a plomo, porque tu Cruz, así llevada, no será una Cruz cualquiera: será... la Santa Cruz. No te resignes con la Cruz. Resignación es palabra poco generosa. Quiere la Cruz. Cuando de verdad la quieras, tu Cruz será... una Cruz, sin Cruz»[27-mi-1].
«La gloria de Dios –recordaba san Irineo– consiste en que el hombre viva, y la vida del hombre consiste en la visión de Dios»[27-mi-2]. El lugar más seguro para vivir es junto a Dios, que ha entregado a su propio hijo para salvarnos. Nadie está tan empeñado en nuestra salvación como él. La oración que Jesús enseñó a los apóstoles es, en el fondo, un «sí» al deseo divino de nuestra felicidad. Pronunciarla, dando todo el sentido a esas palabras de Cristo, nos irá llenando de paz, de seguridad y de fortaleza.
DIOS HA HECHO todo lo posible por acercarse a las criaturas que ama, y por hacérnoslo conocer. «Considera, oh hombre –así nos habla–, que yo he sido el primero en amarte. Aún no habías nacido, ni siquiera existía el mundo, y yo ya te amaba. Desde que existo, yo te amo»[27-mi-3]. La oración que Jesús enseña a sus apóstoles nos introduce en la esencia de lo que somos: hijos queridísimos de Dios; criaturas elegidas desde la eternidad para entrar en su gozo. Para nosotros, inmersos todavía en el tiempo y en la fragilidad de la condición humana, es difícil imaginar en su plenitud todo ese amor divino.
De inicio, Jesús nos enseña a hablar a Dios con una confianza sorprendente. A él lo terminarán condenando porque llama a Dios su Padre: «¡Ha blasfemado! ¿Qué necesidad tenemos ya de testigos?» (Mt 26,65). Dios nunca había estado tan cerca de los hombres y mujeres. Unir nuestra oración de hijos a la de Cristo nos llena de esperanza, hace realmente posible que sigamos las huellas de Jesús para cumplir la voluntad de su Padre. Desaparece progresivamente el miedo a lo desconocido, a lo nuevo, a lo que no controlamos. Sabernos hijos nos empuja con fuerza a evangelizar, a llenarnos de la luz de nuestro Padre Dios. «La oscuridad, de vez en cuando, puede parecer cómoda. Puedo esconderme y pasar mi vida durmiendo. Pero nosotros no hemos sido llamados a las tinieblas, sino a la luz»[27-mi-4].
En el Padrenuestro se esconde todo un camino para comprender cada vez mejor nuestra filiación. «La salvación que Dios nos ofrece es obra de su misericordia. No hay acciones humanas, por más buenas que sean, que nos hagan merecer un don tan grande. Dios, por pura gracia, nos atrae para unirnos a sí. Él envía su Espíritu a nuestros corazones para hacernos sus hijos, para transformarnos y para volvernos capaces de responder con nuestra vida a ese amor»[27-mi-5].
PERDONAR como lo hace Dios no está a nuestro alcance. Esa prontitud divina para perdonar hace que, de alguna manera, el cielo esté siempre de fiesta. Jesús, en su oración, nos invita a abandonar la lógica del intercambio cuando nos relacionamos entre personas, porque el amor no puede sobrevivir en ese ambiente de méritos y culpas. Así lo consideramos también en una oración del misal que habla del «admirable comercio» que se da entre Dios y nosotros: desde el punto de vista solamente humano, no es razonable que «al ofrecerte lo que tú nos diste, merezcamos recibirte a ti mismo»[27-mi-6]. Pero esa es precisamente la lógica divina.
Es en la Confesión donde experimentamos de manera particular el perdón de Dios; un perdón que es liberación y que va en contra de nuestra lógica, pues no son nuestras propias obras las que nos justifican, sino nuestra sola disposición a convertirnos nuevamente a Dios. «¡Cuántas veces nos liberamos de tantos pesos interiores, de no sentirnos amados y respetados, cuando comenzamos a amar a los demás gratuitamente!»[27-mi-7]. Y en la Confesión experimentamos precisamente ese amor gratuito de Dios.
A la vez, sabernos perdonados por el Señor nos lleva a relativizar las ofensas que podamos recibir de los demás. Nos recomienda san Josemaría: «Esfuérzate, si es preciso, en perdonar siempre a quienes te ofendan, desde el primer instante, ya que, por grande que sea el perjuicio o la ofensa que te hagan, más te ha perdonado Dios a ti»[27-mi-8]. Podemos pedir a María que nos ayude a experimentar el perdón liberador de su Hijo para poder vivirlo con las personas que nos rodean.
[27-mi-1] San Josemaría, Santo Rosario, IV misterio doloroso.
[27-mi-2] San Ireneo de Lyon, Contra los herejes, 4,20,5-7.
[27-mi-3] San Alfonso María de Ligorio, Tratado sobre la práctica del amor a Jesucristo, pp. 9-14.
[27-mi-4] Benedicto XVI, Homilía, 22-III-2008.
[27-mi-5] Francisco,Evangelii gaudium, n. 112.
[27-mi-6] Oración sobre las ofrendas del Domingo XX del Tiempo Ordinario.
[27-mi-7] Francisco, Homilía, 26-VII-2022.
[27-mi-8] San Josemaría, Camino, n. 452.
Hohewand (cdr Austria)
Hohewand (cdr Austria)
Sábado – XXVII semana del Tiempo Ordinario
- Jesús corrige siempre por amor.
- Querer los defectos de los demás.
- Un fruto de la amistad.
LOS EVANGELIOS nos muestran varios momentos en los que Jesús corrige a alguien. Uno de ellos ocurre cuando «una mujer de en medio de la multitud, alzando la voz, le dijo: «Bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te criaron». Y él, inmediatamente, le hace ver el verdadero motivo por el que su madre merece tal elogio: «Bienaventurados más bien los que escuchan la palabra de Dios y la guardan» (Lc 11,27-28).
Decía san Josemaría que «la corrección fraterna es parte de la mirada de Dios, de su Providencia amorosa»[27-s-1]. Jesús, en aquella ocasión, corrige a la mujer porque quiere llevarla a la verdad plena. «La corrección fraterna nace del cariño –señala mons. Fernando Ocáriz–; manifiesta que queremos que los demás sean cada vez más felices»[27-s-2]. Por eso, preocuparnos de los demás no es juzgar solamente si han cumplido alguna regla, sino procurar mirarlos como Jesús: la suya es una mirada que no se queda en detalles de poca importancia, sino que llena de esperanza, con horizontes grandes. La corrección de Cristo está movida por el amor personal al otro, por su deseo de que seamos felices, y no por mantener cierto orden externo.
«Siempre es necesaria una mirada que ame y corrija, que conozca y reconozca, que discierna y perdone (cfr. Lc 22,61), como ha hecho y hace Dios con cada uno de nosotros»[27-s-3]. La corrección fraterna no se ejerce desde lo alto, como quien tiene algo que enseñar; se trata más bien de un salir al encuentro del otro para comprenderlo y acompañarlo en sus deseos de santidad. Con la corrección fraterna, la gente que está a nuestro alrededor no se siente sola en su lucha, sino que sabe que puede contar con nuestro apoyo.
«VOSOTROS, mientras hacéis una corrección fraterna, tenéis que amar los defectos de vuestros hermanos»[27-s-4], decía san Josemaría. Un corazón que ama es capaz de pasar por encima de aquello que consideramos un defecto en los demás. Lógicamente, en la medida de nuestras posibilidades, intentaremos ayudarle a superarlo; sin embargo, no siempre será posible, o no se conseguirá de un día para otro. Por eso, aprender a amar también aquellos defectos nos introduce de algún modo en la lógica del amor divino. Jesús abraza nuestras cualidades y nuestras debilidades, no pone condiciones de ningún tipo a su amor.
«La regla suprema de la corrección fraterna es el amor: querer el bien de nuestros hermanos y de nuestras hermanas. Y muchas veces es también tolerar los problemas de los demás, los defectos de los demás en silencio, en la oración para después encontrar el camino correcto para corregirle»[27-s-5]. Esto implica respetar la libertad de cada uno, pues así haremos nuestro amor más parecido a aquel que nos tiene Dios. Ayudar en el camino de santidad de un hermano nuestro o una hermana nuestra es más parecido a una paciente y cálida noche en vela, en la que se espera la acción de Dios, que a una fría supervisión. Quien desea ayudar no se queda atrapado solo en lo externo, sino que mira los sucesos a la luz de ese afán de santidad del otro, quitándose las sandalias porque está en lo más profundo de su alma (cfr. Ex 3,5).
Antes de corregir a quien nos rodea, también puede ser bueno recordar las palabras de Cristo: «Saca primero la viga de tu ojo, y entonces verás con claridad cómo sacar la mota del ojo de tu hermano» (Mt 7,5). Sin dejar de empeñarnos en ayudar a los demás, quizás la mejor manera de animarles a ser santos es nuestra propia santidad. Percibir en otro el bonus odor Christi, el aroma a Cristo, atrae a una vida de amistad con Dios, además de que facilita el ambiente propicio para corregir o ser corregidos, con confianza de hijos del mismo Padre.
PARA VIVIR la corrección fraterna de manera auténtica y fértil, habitualmente es necesario crear antes un contexto de cercanía e interés real por la vida del otro. Corregir a quien no se conoce no suele ser el mejor camino, además de que con frecuencia puede ser injusto. Es decir, que más allá del aspecto a corregir, es bueno que haya una relación de mutua y verdadera amistad, en donde se ha experimentado un cariño manifestado en diversos modos: detalles de servicio, momentos vividos juntos, preocupaciones compartidas… Y, sencillamente como otra expresión más de esa amistad, nace espontáneamente el deseo de ayudar al otro en su camino a la santidad. Así podremos entrar en su corazón delicadamente, sin invadir su intimidad, tratando siempre de hacernos cargo de su situación.
Este contexto nos llevará también a entender las reacciones de los demás cuando sean corregidos. Hay disposiciones del temperamento que nos hacen muy diferentes unos de otros y que san Josemaría consideraba parte central de ese «numerador diversísimo» en las personas en el Opus Dei y en la Iglesia. Para unos, hasta las más delicadas palabras fácilmente suenan a reproche. Otros, en cambio, si las palabras no son especialmente claras pueden percibir una falta de interés. En cualquier caso, si hay antes esa relación de cercanía y amistad, todos descubrimos en la corrección fraterna un gesto de lealtad.
Decía el fundador del Opus Dei que a un hermano, «no toleramos jamás que se le critique a sus espaldas. Y las cosas desagradables las decimos así, cariñosamente, para que las corrija»[27-s-6]. Podemos pedir a María que nos ayude a ver a nuestros hermanos con su misma mirada de madre para poder hablar entre nosotros con cariño, delicadeza y lealtad.
[27-s-1] Mons. Javier Echevarría, Memoria del Beato Josemaría Escrivá, p. 127.
[27-s-2] Mons. Fernando Ocáriz, Carta Pastoral, 1-XI-2019, n. 16.
[27-s-3] Benedicto XVI, Mensaje para la Cuaresma de 2012, n. 1.
[27-s-4] San Josemaría, Apuntes de una reunión familiar, 18-X-1972.
[27-s-5] Francisco, Audiencia, 3-XI-2021
[27-s-6] San Josemaría, Apuntes de una reunión familiar, 21-V-1970.
****
Surahammar (cdc Suecia)
Domingo XXXI del tiempo ordinario
- Dios invita al hombre a participar de su amor
- Nuestra respuesta a toda esa grandeza es libre
- Amar a Dios y a los hombres van de la mano
«¿CUÁL ES el primero de todos los mandamientos?» (Mc 12,28). Con esta pregunta arranca una conversación íntima entre un escriba y Jesús. «El primero es: "Escucha, Israel, el Señor Dios nuestro es el único Señor; y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente y con todas tus fuerzas"» (Mc 12,29-30). Aunque la respuesta no resulte extraña para alguien familiarizado con la tradición judía, si lo pensamos fríamente, las palabras de Cristo nos revelan algo sorprendente: Dios, el creador del cielo y de la tierra, el todopoderoso y eterno, le pide al hombre que le ame. Quien lo tiene todo, quien lo ha hecho todo y lo puede todo, se presenta como necesitado. Nos invita a nosotros, criaturas suyas salidas del polvo (cfr. Gn 2,7), a participar de su amor y de su felicidad.
Este sabio israelita está admirado de lo que escucha. Su bienintencionado corazón se llena de luz y comprende que su interlocutor tiene unas respuestas y un modo de hablar que le inspiran confianza. No puede sostener una emocionada reacción: «¡Bien, Maestro!» (Mc 12,32). No era frecuente que un escriba reconociera tan abiertamente que Jesús tenía razón y, además, que lo hiciera de un modo tan sencillo. La reacción de la mayoría de sus compañeros había sido la contraria y, quizá por eso, san Marcos nos dice que «ninguno se atrevía ya a hacerle preguntas» (Mc 12,34). Nosotros, en cambio, desearíamos llenar a Jesús de las preguntas que dan vueltas en nuestro interior. Queremos pedirle que nos explique lo mismo una y otra vez porque, salidas de sus labios, las cosas nunca suenan igual, sus palabras nunca vuelven sin dar fruto (cfr. Is 55,11).
El demonio lucha con insistencia en contra de esta relación confiada que Dios quiere establecer con los hombres. Quiere convencernos, como a nuestros primeros padres, de que Dios tiene intereses torcidos: «No moriréis en modo alguno –les dijo con engaño–; es que Dios sabe que el día que comáis de él se os abrirán los ojos y seréis como Dios, conocedores del bien y del mal» (Gn 3,4-5). «¿Acaso no tenemos todos, de algún modo, miedo, si dejamos entrar a Cristo totalmente dentro de nosotros, si nos abrimos totalmente a él? ¿Miedo de que él pueda quitarnos algo de nuestra vida? ¿Acaso no tenemos miedo de renunciar a algo grande, único, que hace la vida más bella? (...). ¡No tengáis miedo de Cristo! Él no quita nada, y lo da todo. Quien se da a él, recibe el ciento por uno. Sí, abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo, y encontraréis la verdadera vida»[31-d-1].
CON PALABRAS de san Josemaría, podemos pedir al Señor que abra nuestras inteligencias a este don de su primer mandamiento: «Cuando veo que entiendo tan poco de tus grandezas, de tu bondad, de tu sabiduría, de tu poder, de tu hermosura... Cuando veo que entiendo tan poco, no me entristezco: me alegro de que seas tan grande que no quepas en mi pobre corazón, en mi miserable cabeza. ¡Dios mío! (...). Toda esa grandeza, todo ese poder, toda esa hermosura... ¡mía! Y yo... ¡suyo!»[31-d-2].
Y si fuera poca nuestra sorpresa ante la voluntad de Dios por entrar en esa relación de amor confiado con los hombres, además nos ofrece una libertad absoluta para responder a su invitación; no hace ningún tipo de chantaje, ni presión, ni maniobra. Nos damos cuenta fácilmente de que somos libres, de que está en nuestro poder aceptar todo lo bueno, pero también podemos hacer como que no lo hemos oído. Cuando alguien desea ser amado, pero no obliga a los demás a hacerlo, es especialmente receptivo a cualquier muestra de cariño. Todo lo recibe como un regalo, su corazón rebosa de alegría hasta con el detalle más pequeño. Y así, en cierta manera, es Dios con nosotros; no porque no merezca nuestro amor, sino porque nosotros nunca estaremos a la altura de colmarlo. La distancia es infinita, pero Dios la ha recorrido con mucho gusto, en su hijo Jesucristo. Él mismo ha dicho que que su yugo es suave y su carga, ligera (cfr. Mt 11,30).
«EL SEGUNDO es este: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo". No hay otro mandamiento mayor que estos» (Mc 12,31). A Jesús le han preguntado por el mandamiento más importante, y responde con dos mandamientos. Es como si los pusiera a un mismo nivel, como si fueran dos caras de una misma moneda. «Solo mi disponibilidad para ayudar al prójimo, para manifestarle amor, me hace sensible también ante Dios. Solo el servicio al prójimo abre mis ojos a lo que Dios hace por mí y a lo mucho que me ama»[31-d-3].
Ayudando a los demás, tratando de imitar el estilo divino, entendemos mejor a Dios y su amor por nosotros. Dar cariño y recibirlo, de Dios y de los demás, son momentos que no pueden separarse. Al distinguirlos demasiado, corremos el riesgo de quedarnos en la teoría, de empequeñecer ambas relaciones. El amor que Dios nos tiene se hace concreto en la necesidad de mi hermano, en mi disponibilidad para estar cerca de él, para ayudarle, para acompañarle. «Necesitamos reconocer que cada persona es digna de nuestra entrega. No por su aspecto físico, por sus capacidades, por su lenguaje, por su mentalidad o por las satisfacciones que nos brinde, sino porque es obra de Dios, criatura suya. Él la creó a su imagen, y refleja algo de su gloria. Todo ser humano es objeto de la ternura infinita del Señor, y él mismo habita en su vida. Jesucristo dio su preciosa sangre en la cruz por esa persona»[31-d-4].
Al pie de esa misma cruz, en el lugar en el que todos hemos ganado la posibilidad de acceder a una relación cercana con Dios, está nuestra madre. La Virgen María es quien mejor ha conjugado ambos mandamientos: amaba a Dios porque amaba a los demás, y amaba a los demás porque amaba a Dios. Nuestra «madre amable» nos puede introducir, tomándonos de la mano, en ese torrente de cariño.
[31-d-1] Benedicto XVI, Homilía, 24-IV-2005.
[31-d-2] San Josemaría, Meditación, 19-III-1975.
[31-d-3] Benedicto XVI, Enc. Deus caritas est, n. 18.
[31-d-4] Francisco, Ex. ap. Evangelii gaudium, n. 274.
Surahammar (cdc Suecia)
Miércoles XXXI del tiempo ordinario
- Dejar todo por Cristo es un regalo
- Primero considerar los dones recibidos
- El fruto de llevar la Cruz
SAN LUCAS, en el Evangelio de la Misa de hoy, nos pone ante unas palabras de Jesús que quizá nos han sorprendido alguna vez: «Si alguno viene a mí y no odia a su padre y a su madre y a su mujer y a sus hijos y a sus hermanos y a sus hermanas, hasta su propia vida, no puede ser mi discípulo» (Lc 14,25). En diversos textos del Antiguo Testamento, «amar y odiar» se usa como indicación de preferencia definitiva, como elección fuerte. Se dice que Jacob amaba a Raquel y odiaba a Lía (cfr. Gn 29,30), o que el Señor amó a Jacob y odió a Esaú (cfr. Rm 9,13). En ese sentido, las palabras de Jesús nos enseñan que seguir sus pasos está por encima de cualquier otro camino en esta tierra. «Debemos tener caridad con todos, con los parientes y con los extraños, pero sin apartarnos del amor de Dios por el amor de ellos»[31-mi-1], comentaba san Gregorio Magno. También «se podrían traducir las palabras de Cristo por amar más, amar mejor, por no amar con un amor egoísta ni tampoco con un amor a corto alcance: debemos amar con el amor de Dios»[31-mi-2].
Solo cuando descubrimos que lo que Jesús nos pide es, en realidad, un regalo, el agradecimiento posibilita una respuesta generosa. Jesús no deja de llamar a ninguno. Con todos quiere compartir lo más grande que tiene, un amor verdadero e incondicional, y por eso nos pide estar libres para tomarlo. Es entonces cuando las demás realidades terrenas adquieren su justo peso y se sitúan en el lugar adecuado de nuestra existencia. En otro momento de la vida de Jesús, le escuchamos decir: «En verdad os digo que no hay nadie que haya dejado casa, hermanos o hermanas, madre o padre, o hijos o campos por mí y por el Evangelio, que no reciba en este mundo cien veces más en casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y campos, con persecuciones; y, en el siglo venidero, la vida eterna» (Mc 10,29-30).
DESPUÉS DE llamar a sus oyentes a una entrega total, Jesús emplea dos ejemplos algo desconcertantes. En primer lugar les habla de un hombre que decidió construir una torre y no se sentó a calcular cuánto le iba a costar. En el segundo caso, les plantea la batalla que un rey va a entablar con otro monarca y alude a la necesidad de sentarse a deliberar si es posible la victoria. Resulta extraño que Jesús, justo después de haber pedido darlo todo, hable de cálculos y de deliberaciones.
Quizá su objetivo sea precisamente hacernos pensar sobre una constante en su vida: que la entrega verdadera siempre surge de considerar atentamente un don previo; de hecho, la entrega misma, aunque parezca que somos solo nosotros quienes la ponemos en acto, en realidad es movida silenciosamente por Dios. En la noche previa a su Pasión, Jesús se adelantó con sus palabras al sacrificio redentor diciendo: «Nadie me la quita, sino que yo la doy libremente» (Jn 10,18). Y, para que no quede duda, entrega su vida en medio de la alegría: «Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de padecer» (Lc 22,15). La entrega total surge del agradecimiento ante un gran regalo que se ha recibido gratuitamente. Jesús agradece a su Padre toda la bondad que está a punto de derramar sobre el mundo, reconoce que se siente dichoso de poder participar en esa redención de los hombres. Solo de ahí brota una entrega sin cálculos y sin medidas.
Con los ejemplos del Evangelio, podemos considerar qué es lo que hemos recibido y ver con qué medios contamos. Si queremos construir una torre para llegar al cielo, o ganar la batalla de nuestra vida, debemos considerar primero cuáles son nuestras armas. Muchas veces no nos falta sinceridad en nuestros propósitos ni deseos de corresponder a Dios, pero nos puede hacer falta considerar cuál es la fuerza y el medio más valioso con el que contamos: la llamada del Señor y él mismo. Si vemos a Dios como un competidor, es fácil que percibamos sus peticiones como una pérdida para nosotros. Si lo descubrimos en nuestro bando, de nuestra parte, entonces nos lanzamos a construir lo que haga falta.
LLAMA LA atención una coincidencia quizá insignificante en los dos ejemplos que propone Jesús: antes de iniciar la construcción y antes de entrar en la batalla, ambas decisiones deberían tomarse estando sentados. Sentarse a considerar si podremos construir la torre o si seremos capaces de vencer en una batalla, puede significar recogerse en nuestro interior para discernir si nuestra confianza está puesta principalmente en Dios y no ceder a la autosuficiencia; menos aún, a atajos que nos llevan a solucionar las cosas con una astucia mundana. Esta batalla interior es la primera y fundamental para después seguir a Cristo con magnanimidad. Se puede decir, por tanto, que «existe una guerra más profunda que todos debemos combatir. Es la decisión fuerte y valiente de renunciar al mal y a sus seducciones y elegir el bien, dispuestos a pagar en persona: he aquí el seguimiento de Cristo, he aquí el cargar la propia cruz»[31-mi-3].
Cuando se vive para las grandezas de Dios y fiados en él, entonces incluso las «pequeñas molestias, sufridas y abrazadas con amor, son agradabilísimas a la divina Bondad, que por solo un vaso de agua ha prometido a sus fieles el mar inagotable de una bienaventuranza cumplida. Y como estas ocasiones se encuentran a cada instante, si se aprovechan son excelente medio de atesorar muchas riquezas espirituales»[31-mi-4]. San Josemaría, un día que participaba en una bendición con un fragmento del Lignum Crucis, comentó a los que estaban con él: «Después de que nos den la bendición, vamos a besar la cruz, pero diciendo sinceramente que la amamos, porque ya no vemos en la cruz lo que nos cuesta o lo que nos pueda costar, sino la alegría de poder darnos, despojándonos de todo para encontrar todo el amor de Dios»[31-mi-5].
La Virgen María supo estar al pie de la cruz y dejarlo todo, incluso a su hijo, en manos de Dios. Quizá una acción de gracias brotó de su corazón al comprobar lo que Dios hace por los hombres y hasta qué punto nos ama, aunque eso conllevaba el dolor de prescindir temporalmente de Jesús. «En medio de las tinieblas de la Pasión y de la muerte de su Hijo siguió creyendo y esperando en su resurrección, en la victoria del amor de Dios»[31-mi-6].
[31-mi-1] San Gregorio Magno, Homilías sobre los evangelios, 37,3.
[31-mi-2] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 97.
[31-mi-3] Francisco, Ángelus, 8 de septiembre de 2013.
[31-mi-4] San Francisco de Sales, Introducción a la vida devota, III, 35.
[31-mi-5] San Josemaría, Palabras del 14-IX-1969, citadas en Javier Echevarría, Memoria del Beato Josemaría Escrivá, Rialp, Madrid 2000, p. 217.
[31-mi-6] Francisco, Audiencia, 1-III-2017.
Surahammar (cdc Suecia)
Jueves XXXI del tiempo ordinario
- El misterio de que Dios es misericordia.
- A Dios le alegra perdonarnos.
- El perdón que encontramos en la Confesión.
«¿QUIÉN DE vosotros, si tiene cien ovejas y pierde una, no deja las noventa y nueve en el campo y sale en busca de la que se perdió hasta encontrarla?» (Lc 15,4). Al escuchar hoy estas palabras, es posible que nos llenemos de agradecimiento a Dios por el recuerdo de tantas veces en las que hemos sentido la constancia divina para buscarnos cuando estábamos perdidos. «Os digo que –continúa Jesús–, del mismo modo, habrá en el cielo mayor alegría por un pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de conversión» (Lc 15,7). Queremos comprender esta «mayor alegría del cielo» de la que habla Cristo. ¿Qué misterios encierra? ¿Por qué a Dios le alegra tanto un pecador que se arrepiente? ¿No le importan más nuestras buenas acciones o nuestra lucha por cumplir sus mandamientos?
San Josemaría procuraba meterse en estas escenas y saborearlas: «¿No le habéis oído tratar también de ovejas y de rebaños? ¡Y con qué ternura! ¡Cómo goza al describir la figura del Buen Pastor!»[31-j-1]. Él mismo tenía experiencia de haber contemplado escenas parecidas en el campo: «Si alguna se había descalabrado –como dicen allí–, si alguna se había roto una pata, se reproducía la vieja estampa: la llevaban sobre sus hombros. También he visto cómo el pastor –pastores toscos, que parece que no reúnen condiciones para la ternura– lleva entre sus brazos amorosamente un cordero recién nacido»[31-j-2].
En realidad, esta «alegría del cielo» por encontrar una oveja perdida nos revela el verdadero rostro de Dios Padre, que «lo perdona todo y perdona siempre. Cuando Jesús dibuja ante sus discípulos el rostro de Dios, lo describe con expresiones de tierna misericordia. Él dice que hay más alegría en el cielo por un pecador que se arrepiente, que por una multitud de justos que no necesitan conversión. Nada en los evangelios sugiere que Dios no perdona los pecados de quienes están bien dispuestos»[31-j-3]. Quizá el desafío es comprender que somos nosotros los primeros que necesitamos de la misericordia de Dios; que somos nosotros quienes, volviendo una y otra vez hacia el pastor, podemos alegrar al cielo entero.
«ALEGRAOS CONMIGO, porque he encontrado la oveja que se me perdió» (Lc 15,6). La alegría de Dios es contagiosa. Reúne a todos y les pide que compartan su alegría. No es posible para nosotros imaginar el grado de felicidad que experimenta Dios en su intimidad, pero podemos acercarnos a ese misterio al menos con el deseo de profundizar en él. ¿Por qué Dios es tan feliz cuando nos perdona? Una de las razones es que, con el perdón, no nos perdemos la maravilla del amor de Dios. De hecho, la palabra «perdonar» significa donar completamente, otorgar una ofrenda perfecta. «¿Qué te he hecho, Jesús, para que así me quieras? –se preguntaba san Josemaría–. Ofenderte... y amarte. Amarte: a esto va a reducirse mi vida»[31-j-4].
Por otro lado, cuando uno pide perdón está manifestando, aunque sea implícitamente, muchas cosas a la persona ofendida. Los mensajes que se suelen transmitir son por ejemplo: “me gustaría no haberlo hecho” o “me encantaría restablecer el afecto que nos teníamos”. Un hijo que pide perdón es un hijo que ama a su padre, se fía de él, lo quiere. Le duele haberle hecho sufrir. Con la petición de perdón deseamos poner fin a la situación que causa el pecado, que es precisamente el rechazo del amor de Dios por nosotros. La alegría que nosotros experimentamos al ser perdonados, siendo ya grande, es un pálido reflejo de la que siente Dios cuando nos recobra vivos.
«El orante del Salmo 27, rodeado de enemigos (...), puede dar su testimonio lleno de fe afirmando: “Si mi padre y mi madre me abandonan, el Señor me recogerá”. Dios es un Padre que no abandona jamás a sus hijos, un Padre amoroso que sostiene, ayuda, acoge, perdona, salva, con una fidelidad que sobrepasa inmensamente la de los hombres, para abrirse a dimensiones de eternidad»[31-j-5]. Y no se queda ahí. Además, nos dice que perdonarnos es su gran alegría.
EN LA CONFESIÓN podemos profundizar en ese misterio de la alegría y el gozo divinos. «Señor, tú lo sabes todo. Tú sabes que te quiero» (Jn 21,17). Con esta frase, o con alguna similar, le decimos a Jesús que, aunque a veces nuestras obras lo escondan un poco, en el fondo le amamos. Es verdad que vamos a confesar nuestros pecados, pero sobre todo confesamos su bondad, su cariño y su misericordia. No merecemos nada y, sin embargo, nos atrevemos a pedir perdón. Aunque tal vez nos hayamos acostumbrado, en realidad al confesar nuestros pecados desafiamos la lógica humana y somos introducidos de lleno en la divina. Abandonamos el juicio que instintivamente hacemos sobre nuestra vida para dejarle a Dios que tenga la última palabra.
Y la sentencia es contundente: «Yo te declaro inocente». En el mismo proceso vemos cómo Cristo asume nuestras culpas, nuestros pecados y la responsabilidad que nos corresponde. Carga con nuestros pecados para librarnos de ellos: «El castigo, precio de nuestra paz, cayó sobre él, y por sus llagas hemos sido curados» (Is 53,5). «El perdón no es fruto de nuestros esfuerzos, sino que es un regalo, es un don del Espíritu Santo, que nos llena de la purificación de misericordia y de gracia que brota incesantemente del corazón abierto de par en par de Cristo crucificado y resucitado»[31-j-6]. Y, por si fuera poco, nos dice que eso le llena de alegría. ¿Dónde se ha visto algo similar?
Transmitir a los demás, cuando sea oportuno, la existencia de este regalo, es señal de que lo valoramos y lo agradecemos sinceramente. A la Virgen María podemos pedirle que seamos apóstoles de la Confesión, para acercar a nuestros amigos al abrazo del perdón divino.
[31-j-1] San Josemaría, Apuntes de una tertulia, 13-III-1955.
[31-j-2] San Josemaría, Cartas 27, n. 22.
[31-j-3] Francisco, Audiencia, 24-IV-2019.
[31-j-4] San Josemaría, Apuntes íntimos, 5, 358-359, 29-X-1931.
[31-j-5] Benedicto XVI, Audiencia, 30-I-2013.
[31-j-6] Francisco, Audiencia, 19-II-2014.
Surahammar (cdc Suecia)
Viernes XXXI del tiempo ordinario
- Implicarse personalmente en las cosas de Dios
- La astucia del buen ladrón
- Tratar a Dios con una ambición de niños
EN LA PARÁBOLA que cuenta hoy el Señor en el Evangelio, el administrador infiel aprovecha su despido inminente para renegociar las deudas y, así, ser admitido después en otros negocios. «Toma tu recibo; aprisa, siéntate y escribe cincuenta» (Lc 16,6), dice a sus deudores. La persona sagaz prevé y previene las cosas. Jesús, en esta parábola, alaba a ese siervo que se ha adelantado; nos anima a tener con las cosas de su Padre, al menos, la misma sagacidad de quienes solo miran por sus negocios. El administrador infiel ha sido astuto y ha calculado minuciosamente qué era lo que más le convenía. Ha sabido prever lo que podía faltarle en el futuro. «Ante tal astucia mundana nosotros estamos llamados a responder con la astucia cristiana, que es un don del Espíritu Santo»[31-v-1]. A él queremos pedirle que infunda en nuestras inteligencias la creatividad y la decisión para hacer reales estos deseos del Señor.
San Agustín, al comentar este pasaje, se pregunta: «¿Mirando a qué vida tomó precauciones aquel mayordomo? Y si él se preocupó por la vida que tiene un fin, ¿tú no te preocuparás por tu vida eterna?»[31-v-2]. Lógicamente, Jesús no espera de sus discípulos la deslealtad de este administrador; desea que nuestra implicación y compromiso con su misión divina sean inteligentes, que pongamos en juego todos nuestros dones y talentos. No quiere que su Reino en nosotros sea algo impuesto desde fuera, sino que verdaderamente lo queramos, que descubramos que allí está nuestra felicidad. Nos gustaría que todo lo que es de Dios sea, a la vez, nuestro; queremos parecernos mucho más a su hijo, que al administrador de la parábola: «Amar es... no albergar más que un solo pensamiento, vivir para la persona amada –decía san Josemaría–. No pertenecerse, estar sometido venturosa y libremente, con el alma y el corazón, a una voluntad ajena... y a la vez propia»[31-v-3].
EN LA CIMA del Calvario hay un pobre ladrón que ha visto cómo el saco donde guardaba todos sus botines ha terminado por romperse. Se conforma con su suerte y se lo hace ver a su compañero, que no para de quejarse: «Nosotros estamos aquí justamente, porque recibimos lo merecido por lo que hemos hecho» (Lc 23,41). Sin embargo, su profesión también le ha hecho astuto e intenta un último recurso. Mira a Jesús y le pide algo sorprendente: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino» (Lc 23,42). No se siente con fuerzas para exigir nada. Le basta un recuerdo. Quizá intuye que, si lo consigue, no estará solo allá donde la muerte le lleve. Jesús le responde : «Hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23,43).
De alguna manera, este buen ladrón hace lo contrario que el administrador infiel. Ha errado muchas veces el camino, pero no está dispuesto a fallar de nuevo, solo le queda una oportunidad. Jesús conoce lo más profundo de sus deseos y los cumple con creces. Con Jesús es mejor ir de frente y sin rodeos. «Un aspecto de la luz que nos guía en el camino de la fe es también la santa "astucia" (...). Se trata de esa sagacidad espiritual que nos permite reconocer los peligros y evitarlos. Los Magos supieron usar esta luz de "astucia" cuando, de regreso a su tierra, decidieron no pasar por el palacio tenebroso de Herodes, sino marchar por otro camino»[31-v-4].
No queremos ser ingenuos y pensar que no existen peligros, que somos inexpugnables. Sabemos del atractivo de palacios como el de Herodes. Intuimos que el ladrón habrá sufrido una dolorosa conversión interior. Sin embargo, la sagacidad nos ayuda a buscar refugio donde nada puede alejarnos de nuestro amor, nos impulsa a no quedarnos en silencio ante Jesús, sino a manifestarle sin rodeos lo que tenemos en el fondo del alma.
EN NUESTRA relación con Dios, no podemos olvidar el consejo de San Pablo: «No os engañéis: de Dios nadie se burla. Porque lo que uno siembra, eso recogerá: el que siembra en su carne, de la carne cosechará corrupción; y el que siembre en el espíritu, del espíritu cosechará la vida eterna» (Gal 6,7-8). Con Dios siempre merece la pena la sinceridad plena y la sencillez total, pues conoce lo más íntimo de nosotros mismos. Estas virtudes no son fáciles ya que en ocasiones suponen reconocernos vulnerables o equivocados.
Sin embargo, los frutos de este sano realismo, de esa franqueza con Dios, son inmediatos: «Al considerar ahora mismo mis miserias, Jesús, te he dicho: déjate engañar por tu hijo, como esos padres buenos –padrazos– que ponen en las manos de su niño el don que de ellos quieren recibir... porque muy bien saben que los niños nada tienen. Y, ¡qué alborozo el del padre y el del hijo, aunque los dos estén en el secreto!»[31-v-5]. Quien se acerca así no pide lo que merece, sino que ha abandonado esa lógica y no tiene reparos en pedir con una ambición santa. San Josemaría afirmaba que podemos aprender de los niños a tratar así a Dios: «Cuando trabajaba con niños, aprendí de ellos lo que he llamado vida de infancia (...). Aprendí de ellos, de su sencillez, de su inocencia, de su candor, de contemplar que pedían la luna y había que dársela. Yo tenía que pedirle a Dios la luna: ¡Dios mío, la luna!»[31-v-6].
«Jesús no sabe qué hacer con la astucia calculadora, con la crueldad de corazones fríos, con la hermosura vistosa pero hueca. Nuestro Señor estima la alegría de un corazón mozo, el paso sencillo, la voz sin falsete, los ojos limpios, el oído atento a su palabra de cariño»[31-v-7]. Queremos tener una sana astucia de niños para querer recibirlo todo de Dios, para apoyarnos más en su fuerza y menos en la nuestra. En esta tarea nos acompaña María, que nos muestra el buen camino para recorrerlo con sagacidad.
[31-v-1] Francisco, Ángelus, 18-IX-2016.
[31-v-2] San Agustín, Sermón 359A, 10.
[31-v-3] San Josemaría, Surco, n. 797.
[31-v-4] Francisco, Homilía, 6-I-2014.
[31-v-5] San Josemaría, Forja, n. 195.
[31-v-6] San Josemaría, Notas de una reunión con sacerdotes, 26-VII-1974.
[31-v-7] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 181.
Surahammar (cdc Suecia)
Sábado XXXI del tiempo ordinario
- La libertad de no apegarse a los bienes terrenos.
- El desprendimiento nos recuerda que todo es de Dios.
- Agradecer lo que tenemos.
«NINGÚN CRIADO puede servir a dos señores» (Lc 9,13), nos dice hoy Jesús en el Evangelio. Son palabras claras y precisas. No parece que quepan las medias tintas. Quien desea ser discípulo de Cristo busca que los bienes terrenos no le alejen de lo que quiere que sea el centro de su vida. «No podéis servir a Dios y a las riquezas» (Lc 9,13), continúa Cristo. Queremos pedir al Espíritu Santo que nos ayude a descubrir la invitación que nos está dirigiendo. El reinado de Dios y el del dinero son muy diferentes. El uno lo recibimos y nos abre a los demás; el otro se sirve de múltiples engaños –la avaricia, el deseo desmesurado de poseer, la sola confianza en los bienes, etc.– para encerrarnos en nosotros mismos.
El efecto inmediato, pero efímero, del apegamiento de nuestro corazón a los bienes terrenos es la suficiencia. Una vez hemos conseguido lo que deseábamos, gozamos de unos instantes de gloria superficial, pero muy aparente, quizá ruidosa a nivel afectivo. Sin embargo, ese refugio poco a poco nos aprisiona. Aquellos bienes no son capaces de penetrar en nuestro corazón, no pueden alimentarlo. A lo mejor consiguen anestesiarlo pero, tarde o temprano, despertamos a la soledad. Probablemente no son malos en sí mismos, pero si los convertimos en pequeños ídolos, fácilmente toman el mando en nuestra vida. Seguir a Jesús implica disfrutar de la virtud del desprendimiento, disfrutar de una armoniosa utilización de las cosas que nos rodean: «Convertirnos en sus discípulos implica la opción de no acumular tesoros en la tierra, que dan la ilusión de una seguridad en realidad frágil y efímera. Por el contrario, requiere la disponibilidad para liberarse de todo vínculo que impida alcanzar la verdadera felicidad y bienaventuranza, para reconocer lo que es duradero y que no puede ser destruido por nada ni por nadie (cf. Mt 6,19-20)»[31-s-1].
El alma que vive sin apegarse a las cosas, sin entregar a ellas su felicidad, se llena de la riqueza de Dios, de su amor y de su paz. No necesita nada porque lo tiene todo, y cuando usa los bienes materiales, el tiempo o sus talentos, los agradece como regalos que son, dispone de aquello que necesita, pues en Dios todo nos pertenece. No se los apropia, ni los retiene. Y por eso, los disfruta como nadie.
A JESÚS podemos pedirle que nos enseñe este arte: el de arriesgarnos a vivir abandonados a sus cuidados. En otro momento de su predicación, dirigió la atención de quienes le escuchaban hacia los lirios y los pájaros: a ellos nunca les falta el alimento ni el vestido porque, a su manera, viven de Dios (cfr. Mt 6,25-33). De nosotros espera solamente «un poco de amor para derramar copiosamente su gracia sobre el alma»[31-s-2]. Le basta una pizca de cariño para entregarnos su fortuna. En este negocio divino se cumplen a la perfección las palabras de santa Teresa de Jesús: «Tened en muy poco lo que habéis dado, pues tanto habéis de recibir»[31-s-3].
Jesús nos regala a todos la posibilidad de disfrutar de la virtud del desprendimiento, con la que recordamos que todo es de Dios. Cada uno la vivirá en sus circunstancias, de mayor o menor abundancia, de mayor o menor escasez. La situación concreta de cada uno es la óptima para confiar en Dios. Cuando nos inquiete la incertidumbre, la duda o el miedo, podemos pedirle que nos convenza de que la alegría no depende de lo mucho o de lo poco; que interioricemos que «lo que se necesita para conseguir la felicidad, no es una vida cómoda, sino un corazón enamorado»[31-s-4].
«Los proyectos de Dios no coinciden con los del hombre; son infinitamente mejores, pero a menudo resultan incomprensibles para la mente humana (...). Desde luego, no debemos esperar pasivamente lo que nos manda, sino colaborar con él, para que lleve a cumplimiento lo que ha comenzado a realizar en nosotros. Debemos ser solícitos sobre todo en la búsqueda de los bienes celestiales. Éstos deben ocupar el primer lugar, como nos pide Jesús: “Buscad primero el reino de Dios y su justicia” (Mt 6,33). Los demás bienes no deben ser objeto de preocupaciones excesivas, porque nuestro Padre celestial conoce cuáles son nuestras necesidades»[31-s-5].
UN CAMINO QUE nos lleva al desprendimiento cristiano –que es, a la vez, un «prendimiento» hacia lo que verdaderamente queremos– es el agradecimiento. Cuando no damos por supuesto el amor que queremos recibir, aprendemos a abrirnos a cualquier forma que tome. Del mismo modo, abandonamos las pobres seguridades que nos ofrecen los bienes, e incluso las criaturas, y descubrimos mil modos en que los demás nos estaban manifestando su amor sencillo.
El 28 de febrero de 1964, san Josemaría entró en su habitación y se sorprendió al ver que había una colcha que cubría su cama, habitualmente desnuda. Al cabo de dos días llamó por teléfono a una hija suya para agradecérselo: «Gracias, hija mía, ¡que Dios te bendiga! Qué sorpresa me llevé el otro día al entrar en mi cuarto. Pensé que me había equivocado y me dije: Josemaría, ¡si te has vuelto rico! En 36 años es la primera vez que tengo colcha. Ya has visto que durante estos años yo os he insistido en que quería ser el último»[31-s-6].
«Una actitud de agradecimiento debe distinguir la vida de cada hombre, de cada cristiano en particular (...). Es una actitud “eucarística”, que os da paz y seguridad en las fatigas, os libera de toda afección egoísta e individualista, os hace dóciles a la voluntad del Altísimo, incluso en las exigencias morales más difíciles (...). Agradecer significa creer, amar, dar... ¡y con alegría y generosidad!»[31-s-7]. A la Virgen María, que recibió con agradecimiento pleno todos los dones con los que Dios la colmó, le pedimos la valentía de no apegarnos a las cosas de esta tierra, sino confiar sobre todo en nuestro Padre del cielo.
[31-s-1] Francisco, Mensaje, 14-XI-2021.
[31-s-2] San Josemaría, Via Crucis, estación V.
[31-s-3] Santa Teresa, Camino de perfección, 33, 2.
[31-s-4] San Josemaría, Surco, n. 795.
[31-s-5] San Juan Pablo II, Audiencia, 24-III-1999.
[31-s-6] San Josemaría, testimonio citado en A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, tomo III, Rialp, Madrid 2003, pp. 310-311.
[31-s-7] San Juan Pablo II, Homilía, 9-XI-1980.
Strėvadvaris (cdc Lituania)
Domingo XXXII del tiempo ordinario
- La pobre viuda y su ofrenda en el Templo
- Entrega «todo lo que tenía para vivir»
- Darnos sin cálculos a Dios y a los demás
EN EL EVANGELIO de hoy vemos a Jesús en el gazofilacio del Templo de Jerusalén. En aquella zona se guardaban objetos de valor, donativos en moneda que los fieles ofrecían, y era denominado con una palabra griega que significa «custodia del tesoro». Para depositar las limosnas había trece arcas con boca en forma de trompa, situadas en el amplio espacio por el que pasaban los peregrinos al entrar.
Jesús se encuentra allí y observa a la gente que va echando dinero. «Bastantes ricos echaban mucho» (Mc 12,41), señala san Marcos. Pero al Señor no le llaman la atención esas abultadas limosnas, sino las dos monedillas que ofrece una viuda pobre. A los ojos humanos, su donativo tal vez es irrelevante, pero no a los ojos del Señor. Al ver aquella escena, Jesús enseguida llama a sus discípulos y les enseña: «En verdad os digo que esta viuda pobre ha echado en el arca de las ofrendas más que nadie. Porque los demás han echado de lo que les sobra, pero esta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir» (Mc 12,43-44).
Contemplamos una vez más la predilección del Señor, presente muchas veces en la Sagrada Escritura, por los pobres y los vulnerables: viudas, huérfanos, extranjeros... También recordamos que para agradar a Dios, más que realizar grandes hazañas, es importante ser humildes y generosos. La viuda, «debido a su extrema pobreza, hubiera podido ofrecer una sola moneda para el templo y quedarse con la otra. Pero ella no quiere ir a la mitad con Dios: se priva de todo. En su pobreza ha comprendido que, teniendo a Dios, lo tiene todo; se siente amada totalmente por él y, a su vez, lo ama totalmente»[32-d-1], regalándole discretamente lo poco que tiene.
LO QUE LA VIUDA ofreció en el Templo era «todo lo que tenía para vivir» (Mc 12,44). No sabemos la historia de esta mujer: cómo enviudó, desde hacía cuánto tiempo, qué hacía para intentar salir adelante… Quizá había acudido al Templo en peregrinación y, durante el camino, había consumido casi por completo sus escasos recursos. Pero una vez allí, no quiso recortar su ofrenda y entregó lo que tenía poniéndose en las manos de Dios. Es esto lo que, pudiendo leer en su corazón, valora Jesús: que más allá de dar algo, se da a sí misma, se fía de lo que el Señor hará con su vida.
En contraste con la viuda, el evangelista nos dice que «bastantes ricos echaban mucho» (Mc 12,41). Estas palabras permiten imaginar una cierta ostentación vanidosa que quizá había en ese modo de dar limosna. Pero este pasaje no habla directamente de eso. La diferencia más importante con la viuda radica en un nivel más profundo, en el interior del alma, en lo que la Biblia llama el corazón: ese centro escondido de la persona, lugar de la decisión y de la verdad, que solo el Espíritu de Dios puede sondear[32-d-2].
En su corazón, la pobre viuda vive una entrega total a Dios. El suyo es un culto espiritual; donando sus dos monedillas, se ofrece ella misma «como una hostia viva, santa, agradable a Dios» (Rm 12,1). En cambio, los ricos que no viven con esa actitud se conforman con dar al Señor solo una parte de lo que son o de lo que tienen: en este caso, dinero; pero también podría ser tiempo en actividades buenas, cumplimiento minucioso de preceptos, incluso oraciones y sacrificios… Pero lo que Jesús quiere es lo que entregó aquella mujer: «Todo lo que tenía para vivir» (Mc 12,44). Jesús sabe que nuestra felicidad plena no está en reservarnos algunas monedas, sino en dar todo a Dios para, a la vez, recibirlo todo de él.
EN LA SAGRADA ESCRITURA leemos la historia de otra viuda, sucedida casi nueve siglos antes, en Sarepta, una ciudad del Líbano que se encontraba entre Tiro y Sidón. Eran tiempos de sequía y hambruna cuando el profeta Elías llegó hasta esa ciudad. Venía desde el desierto, pero Dios le había asegurado que una mujer viuda le suministraría alimento. Elías obedece y, cuando llega, se encuentra lo que cabía esperar: en un momento difícil para todos, la viuda, con un hijo huérfano de padre, ha sido la primera en quedarse sin casi nada. Solo conserva algo de harina y aceite, con los que desea preparar un poco de pan para ella y su hijo, aunque sabe que esto solo podrá retrasar brevemente el momento de su muerte. Elías, entonces, le pide algo inaudito: que comparta con él sus escasos víveres; y le promete, en nombre del Señor, que «la orza de harina no se vaciará y la alcuza de aceite no se agotará» (1R 17,14). Ella reconoce que es un hombre de Dios y se fía de su palabra.
Esta historia del Antiguo Testamento nos habla de fe y de solidaridad generosa: nos ayuda a mirar dónde radica la posibilidad de compartir nuestra vida con los demás, sin cálculos y con fecundidad. «Quizá ayer eras una de esas personas amargadas en sus ilusiones, defraudadas en sus ambiciones humanas. Hoy, desde que él se metió en tu vida –¡gracias, Dios mío!–, ríes y cantas, y llevas la sonrisa, el amor y la felicidad dondequiera que vas»[32-d-3].
Podemos pedir a María que nos ayude a fiarnos cada vez más de Dios en las distintas circunstancias de nuestra vida, también cuando notamos el requerimiento divino a dar un nuevo paso adelante en nuestra entrega a él, que muchas veces se concretará en darnos más decididamente a los demás. «Hemos de vivir con entrega, del todo –decía san Josemaría–, amando al Señor con todas nuestras fuerzas y sabiendo que no faltarán sacrificios y dificultades en nuestra tarea. Pero os aseguro que si vivimos así, seremos muy felices: felices de vivir de Dios y para Dios»[32-d-4].
[32-d-1] Francisco, Ángelus, 8-XI-2015.
[32-d-2] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2563.
[32-d-3] San Josemaría, Forja, n. 591.
[32-d-4] San Josemaría, citado en Javier Echevarría, Memoria del Beato Josemaría Escrivá, Rialp, Madrid 2000, p. 83.
Strėvadvaris (cdc Lituania)
Miércoles XXXII del tiempo ordinario
- Hacer nuestro el grito de los leprosos.
- La curación más profunda proviene de una fe agradecida.
- Dar gracias en toda ocasión.
«¡JESÚS, MAESTRO, ten piedad de nosotros!». Es el grito de unos leprosos que, quizá habiendo superado varios obstáculos, consiguen llegar hasta el Señor. En la antigüedad era una gran desventura ser leproso. Primero, sufrían mucho físicamente; tanto, que el nombre que los judíos daban a esta enfermedad significa literalmente «golpe de látigo». Pero, por si eso fuera poco, a los padecimientos corporales se añadía el dolor moral: esta enfermedad suscitaba terror, pues se pensaba que era muy contagiosa, y por eso había una minuciosa reglamentación para diagnosticarla y apartar de la sociedad a quien la hubiese contraído. También estaban previstas una serie de condiciones para certificar la curación, trámite que correspondía a los sacerdotes. Además, se achacaba la enfermedad a los pecados que habría cometido quien la padecía.
Así podremos comprender mejor hasta qué punto sufrían y estaban desconsolados los diez leprosos que Jesús encontró por el camino. Vivían en las afueras de un pueblo. Parientes, amigos, y otras personas compasivas les llevarían a diario alimentos. Probablemente a través de ellos habían oído hablar de Jesús: un rabino –maestro– que predicaba con autoridad y que hacía milagros. Cuando el Señor se acercaba al pueblo, alguien les avisaría de su presencia y acudieron a saludarlo a distancia, con la esperanza de que pudiera curarlos. «A lo lejos se pararon –comenta un santo medieval–, porque en aquellas condiciones no osaban acercarse. Igual nos pasa a nosotros: nos mantenemos a distancia cuando nos obstinamos en el pecado. Para sanar, para ser curados de la lepra de nuestros pecados, gritemos a voz en cuello y digamos: “Jesús, maestro, ten compasión de nosotros”. Pero gritemos no con la boca, sino con el corazón. El grito del corazón es más agudo. El clamor del corazón penetra los cielos y se eleva más sublime ante el trono de Dios»[32-mi-1].
LOS LEPROSOS CLAMAN para que Jesús los cure. El Señor les dice que vayan a presentarse a los sacerdotes, que eran los indicados por la ley para constatar una posible curación. Así, cuando se ponen en marcha, obedeciendo al Maestro, están dando una prueba de fe. Y, mientras van de camino, se dan cuenta de que efectivamente están sanos. Sin embargo, solo uno de ellos, un samaritano, regresa buscando a Jesús: «Al verse curado, se volvió glorificando a Dios a gritos, y fue a prostrarse a sus pies dándole gracias» (Lc 17,15-16). El Señor se lamenta de que los otros nueve no hayan regresado a dar gloria a Dios, de que no hayan querido agradecer su curación. Dice al samaritano: «Levántate y vete; tu fe te ha salvado» (Lc 17,19).
Contemplando el Evangelio de hoy, podemos distinguir «dos grados de curación: uno, más superficial, concierne al cuerpo; el otro, más profundo, afecta a lo más íntimo de la persona, a lo que la Biblia llama el “corazón”, y desde allí se irradia a toda la existencia. La curación completa y radical es la “salvación”. Incluso el lenguaje común, distinguiendo entre “salud” y “salvación”, nos ayuda a comprender que la salvación es mucho más que la salud; en efecto, es una vida nueva, plena, definitiva. Además, aquí, como en otras circunstancias, Jesús pronuncia la expresión: “Tu fe te ha salvado”. Es la fe la que salva al hombre, restableciendo su relación profunda con Dios, consigo mismo y con los demás; y la fe se manifiesta en el agradecimiento»[32-mi-2]. No sabemos qué pasó con los demás leprosos. Sabemos, ciertamente, que quedaron curados de su enfermedad física. Pero el Evangelio nos muestra a Jesús constatando la curación espiritual solamente del samaritano, quien aparentemente estaba más alejado de la fe del pueblo elegido.
«Quien sabe agradecer, como el samaritano curado, demuestra que no considera todo como algo debido, sino como un don que, incluso cuando llega a través de los hombres o de la naturaleza, proviene en definitiva de Dios. Así pues, la fe requiere que el hombre se abra a la gracia del Señor; que reconozca que todo es don, todo es gracia. ¡Qué tesoro se esconde en una pequeña palabra: “gracias”!»[32-mi-3].
«DAD GRACIAS en toda ocasión: esta es la voluntad de Dios en Cristo Jesús respecto de vosotros» (Ts 5,18). La antífona de la misa de hoy, tomada de las enseñanzas de san Pablo, nos invita a manifestar frecuentemente nuestra gratitud al Señor. Ciertamente, cada día, cuando nos despertamos, podemos agradecer incluso las cosas que nos parecen más descontadas, pero que echaríamos tanto de menos si se nos privase de ellas: respirar, sentir, ver, caminar; la belleza de la naturaleza, la luz y el calor del sol, tener una familia, poder amar y ser amados… Los cristianos, además, agradecemos al Señor las maravillas de su gracia, todo lo que inmerecidamente hemos recibido y seguimos recibiendo cada día para avanzar por el camino de la santidad.
«Sea cual sea tu edad –escribía san Francisco de Sales–, no hace mucho que estás en el mundo. Dios te ha sacado de la nada, te ha hecho nacer y eres lo que eres por pura bondad suya. Te ha hecho el ser más principal del mundo visible, llamado a compartir su eternidad y capaz de unirse a él. No te ha traído al mundo porque tuviese necesidad de ti, sino únicamente para manifestar su bondad. Nos ha dado inteligencia para que podamos conocerle, memoria para que nos acordemos de él, y voluntad para amarle. La imaginación para que nos representemos sus beneficios, los ojos para admirar las maravillas de la creación, la lengua para alabarle… Te ha hecho a imagen suya (…). Piensa en todo lo que Dios te ha dado en el ámbito del espíritu, del cuerpo, del alma: te ha dado la salud, el bienestar, los buenos amigos… Te alimenta con sus Sacramentos, te ilumina con sus luces, te ha perdonado tantas veces»[32-mi-4].
«¡Qué bonito es lo que decimos cada día en las Preces! –decía san Josemaría–. Podéis emplearlo como jaculatoria: gratias tibi, Deus, gratias tibi! Porque, si damos las gracias, Dios nos entregará más; pero si nuestra soberbia se apropia de lo que no es nuestro, nos cerraremos para recibir la ayuda del Señor»[32-mi-5]. Acudamos a María quien, justamente por su humildad, por agradecer todo como don de Dios, recibió regalos que no podía siquiera imaginar.
[32-mi-1] San Bruno de Segni, Sobre el evangelio de san Lucas, n. 2, 40.
32-mi-[32-mi-2] Benedicto XVI, Ángelus, 14-X-2007.
[32-mi-3] Ibídem.
[32-mi-4] San Francisco de Sales, Introducción a la vida devota, 1ª parte, cap. 9 y ss. III, 34.
[32-mi-5] San Josemaría, Apuntes de una reunión familiar, 19-III-1971.
Strėvadvaris (cdc Lituania)
Jueves XXXII del tiempo ordinario
- El Reino de Dios está dentro de nosotros.
- Permanecer unidos a la vid para dar fruto.
- Dios reina también en nuestras relaciones con los demás.
EN EL EVANGELIO de la Misa de hoy, algunos fariseos preguntan a Jesús cuándo llegará el reino de Dios. Tienen la idea de que la llegada del Mesías estaría acompañada de manifestaciones prodigiosas y de un castigo para quienes se le oponen. La respuesta de Cristo, sin duda, los desconcertó por completo: «El Reino de Dios no viene con espectáculo; ni se podrá decir: “Mirad, está aquí”, o “está allí”; porque daos cuenta de que el Reino de Dios está ya en medio de vosotros» (Lc 17,20-21).
El Señor, que nació en el silencio de Belén y vivió durante treinta años como un habitante más de Palestina, instaura su reino en la tierra con la misma discreción que caracterizó su existencia terrena. «Lo que define al cristiano no son tanto las condiciones exteriores de su existencia, cuanto la actitud de su corazón»[32-j-1], dice san Josemaría; es allí donde la apertura a Dios instaura un nuevo orden, una nueva paz.
Pensar en el reino de Dios es, en primer lugar, considerar cómo sabemos encontrar al Señor en nuestra vida ordinaria: en la familia, el trabajo, las pequeñas cosas de cada día; cómo entendemos que la redención nos alcanza no por estrategias humanas externas, sino en lo más íntimo de nuestra vida. «Cuando Cristo inicia su predicación en la tierra –sigue san Josemaría–, no ofrece un programa político, sino que dice: “ haced penitencia, porque está cerca el reino de los cielos”; encarga a sus discípulos que anuncien esa buena nueva, y enseña que se pida en la oración el advenimiento del reino. Esto es el reino de Dios y su justicia, una vida santa: lo que hemos de buscar primero, lo único verdaderamente necesario»[32-j-2].
«YO SOY LA VID, vosotros los sarmientos –dice el Señor–; el que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante» (Jn 15,5). Estas palabras que hoy recita la Iglesia antes del Evangelio nos sirven para seguir meditando en la instauración del Reino de Dios en nuestra alma y, desde ella, en el mundo que nos rodea. Permanecer unidos a la vid, que es Cristo, en todo momento y en toda ocasión, cada día, cada hora, cuando es fácil y cuando es más arduo: tenemos aquí un ideal apasionante y fecundo.
¿Cómo reina el Señor en mi trabajo?, podemos preguntarnos, examinando la actividad que ocupa la mayor parte de nuestro tiempo; la actividad que transforma el mundo y que, como enseñaba san Josemaría, es la materia de nuestra santidad. Y quizá nos damos cuenta de tantas cosas que podemos mejorar en la realización del propio trabajo: concentración, buen humor, pensar en los demás… También puede suceder que trabajemos mucho y bien, pero no por amor a Dios y como expresión de servicio a las otras personas, sino pensando casi exclusivamente en nosotros mismos.
Un modo concreto de saber hasta qué punto reina el Señor en nosotros es examinar cómo cuidamos nuestro plan de vida espiritual, el tiempo que dedicamos a la Santa Misa, la oración mental o vocal, la lectura de la Biblia y de algún libro espiritual… Si lo primero en nuestra existencia cotidiana es el Señor y los deseos de colaborar en la redención del mundo, estos tiempos gozarán de una real y efectiva prioridad, pues nos ayudarán a ser levadura en medio de la masa, sal en el mundo. Como es obvio, a veces podrán surgir imprevistos, y no habrá otro remedio que cambiar de planes; pero nuestras prácticas de piedad no quedarán habitualmente en el olvido a la mínima que se presenten contratiempos. El Reino de Dios llega a nosotros y a quienes nos rodean solo si estamos habitualmente unidos a la verdadera vid.
OTRO ÁMBITO en donde el Reino de Dios se construye sin espectáculo es el de la relación con los demás y, especialmente, en la propia familia. En el hogar, podemos practicar continuamente las virtudes de la convivencia: buen humor, no darse demasiada importancia a uno mismo, cordialidad, empatía, escucha; paciencia, mansedumbre, delicadeza… Si buscamos decididamente la santidad de la vida cotidiana en el hogar, pidiendo al Espíritu Santo que nos ayude a permanecer en su amor, sabremos llevar después esa caridad cristiana a nuestras relaciones profesionales y sociales; también a aquellas personas que se hallen en especial necesidad: solas, abandonadas, descartadas u obligadas a dejar su tierra.
En efecto, el modo en que Dios ha deseado concedernos sus dones se lleva a cabo de un modo sorprendentemente humano: a través de las relaciones de unos con otros. En cierto sentido, este es el motivo por el que vivimos juntos y por el que deseamos servirnos mutuamente. San Josemaría nos animaba a dejar que Cristo reine en nuestra alma para, de esa manera, como él y con él, ser servidores de todos: «Servicio. ¡Cómo me gusta esta palabra! Servir a mi Rey y, por él, a todos los que han sido redimidos con su sangre. ¡Si los cristianos supiésemos servir! Vamos a confiar al Señor nuestra decisión de aprender a realizar esta tarea de servicio, porque sólo sirviendo podremos conocer y amar a Cristo, y darlo a conocer y lograr que otros más lo amen»[32-j-3].
Pidamos a nuestra Madre del cielo que sepamos ser dóciles al Espíritu Santo, para que instaure el Reino de Dios en nuestro corazón y nos convierta en servidores de todos los hombres.
[32-j-1] San Josemaría, Conversaciones, n. 110.
[32-j-2]San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 180.
[32-j-3] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 182.
Strėvadvaris (cdc Lituania)
Viernes XXXII del tiempo ordinario
- La realidad de la venida del Señor.
- La visión sobrenatural descubre vida en lo que parece muerte.
- El servicio es nuestro tesoro para la eternidad.
ALGUNAS VECES escuchamos a Jesús utilizar un lenguaje profético, lleno de símbolos y comparaciones. Lo hace hoy, por ejemplo, al hablarnos de su última venida y animarnos a vivir en consecuencia. Nos recuerda, primero, dos episodios del Antiguo Testamento: el diluvio universal en tiempos de Noé y el castigo a Sodoma tras la huida apresurada de Lot. El mensaje que quiere transmitir Jesús es claro: Dios llegará de forma repentina. Y nos dice que, tristemente, encontrará a muchos desprevenidos, ocupados o distraídos en los asuntos terrenos, sin mirar también a los eternos.
Al hacernos pensar en el fin de los tiempos, que quizá percibimos como un evento lejano, Jesús nos invita a reflexionar sobre el presente: también nosotros, quizás, estamos ocupados en mil cosas cada día; tal vez nuestras jornadas se repiten con cierta monotonía, sin dejarnos espacio para mirar hacia el cielo. Por eso, nos viene muy bien este recordatorio que el Evangelio presenta sin medias tintas: acuérdate de que eres mortal, y de que la muerte es cierta pero también incierta, imprevisible; aprovecha los días para hacer el bien, recordando que después llegará la verdadera vida, la eternidad.
Mirar el cielo nos ayuda a sintonizar nuestra vida con el proyecto de Dios, con la verdad más profunda de nuestra condición humana. Saber que la vida no termina con la muerte nos llena de esperanza. El mismo Dios que se ha hecho cercano en la tierra, nos espera también ardientemente en el cielo, nos ha preparado una morada. Allí nos aguarda –utilizando palabras de san Josemaría– «todo el amor, toda la belleza, toda la grandeza, toda la ciencia… Y sin empalago: te saciará sin saciar»[32-v-1].
«¡VISIÓN SOBRENATURAL! ¡Calma! ¡Paz! Mira así las cosas, las personas y los sucesos... con ojos de eternidad.Entonces, cualquier muro que te cierre el paso –aunque, humanamente hablando, sea imponente–, en cuanto alces los ojos de veras al cielo, ¡qué poca cosa es!»[32-v-2]. Tener visión sobrenatural significa poner en la ecuación de nuestra vida el factor de la vida eterna, el cielo que Dios ha preparado para nosotros cuando concluirán nuestros días en la tierra. Esta perspectiva de fe, amplia y profunda, redimensiona los problemas a los que nos enfrentamos en nuestra familia, en la Iglesia, en el mundo…
Considerar la realidad con visión sobrenatural –que significa verla más con los ojos de Dios, es decir, como realmente es– nos introduce en la sabiduría de Dios y por tanto nos ayuda a descubrir el sentido positivo de las renuncias que a veces hemos de hacer. «El que pretenda guardar su vida, la perderá; y el que la pierda, la recobrará» (Lc 17,33), dice el Señor en el Evangelio. En la vida cristiana, con frecuencia es necesario perder para ganar, morir para dar fruto, desprenderse de lo que impide seguir de cerca a Cristo para purificarse y que el alma pueda volar cada vez más alto. Mirando a Jesús nos damos cuenta de que vale la pena luchar con alegría y con esfuerzo, sabiéndonos poca cosa, pero conscientes también de que «todo es bueno para los que aman a Dios: en esta tierra se puede arreglar todo menos la muerte: y para nosotros la muerte es Vida»[32-v-3].
LA FE EN LA VIDA eterna nos revela el auténtico valor del tiempo presente. El Señor, en su amor, nos puso en la tierra, y al final volveremos a él. Nuestros años están contados: son un don de Dios en el cual también nos ha regalado la libertad para utilizarlos como nos parezca mejor. Por eso el tiempo es un valioso tesoro que Dios deja en nuestras manos. Podemos malgastarlo o, por el contrario, hacer un buen uso de él, y vivir «cada instante con vibración de eternidad»[32-v-4].
Podemos concentrar el uso del tiempo en nosotros mismos: salud, prestigio, trabajo, bienestar, estatus… O podemos buscar frutos de eternidad a través del servicio. El afán de servir lleva a poner nuestro tiempo a disposición del Señor, a no preocuparnos con ansia por el futuro, a sentirnos colaboradores de Dios para edificar su reino en los corazones. Por medio del servicio, nuestro tiempo supera sus límites y se transforma en el «para siempre» de la eternidad.
«Entiendo muy bien aquella exclamación que san Pablo escribe a los de Corinto –dice san Josemaría–: tempus breve est! ¡Qué breve es la duración de nuestro paso por la tierra! (...). Verdaderamente es corto nuestro tiempo para amar, para dar, para desagraviar»[32-v-5]. En María, que tiene el tesoro más grande en el cielo, podemos mirar el mejor ejemplo de servicio a Jesús y a todas las personas que se cruzan en nuestro camino.
[32-v-1] San Josemaría, Forja, n. 995.
[32-v-2] Ibídem, n. 996.
[32-v-3] Ibídem, n. 1001.
[32-v-4] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 239.
[32-v-5] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 39.
Strėvadvaris (cdc Lituania)
Sábado XXXII del tiempo ordinario
- Jesús nos impulsa a la oración de petición.
- Interceder por quienes nos rodean.
- Oración y fe se fortalecen mutuamente.
AUNQUE MUCHAS VECES parezca difícil compaginar la idea de un Dios absolutamente perfecto, que conoce todo, con su disposición a dejarse conmover por nosotros, Jesús es claro en el Evangelio de hoy. Sí: Dios cuenta con nuestras oraciones. Cristo mismo relata «una parábola sobre la necesidad de orar siempre y no desfallecer, diciendo: Había en una ciudad un juez que no temía a Dios ni respetaba a los hombres. También había en aquella ciudad una viuda, que acudía a él diciendo: “Hazme justicia ante mi adversario”. Y durante mucho tiempo no quiso. Sin embargo, al final se dijo a sí mismo: “Aunque no temo a Dios ni respeto a los hombres, como esta viuda está molestándome, le haré justicia, para que no siga viniendo a importunarme”. Concluyó el Señor: Prestad atención a lo que dice el juez injusto. ¿Acaso Dios no hará justicia a sus elegidos que claman a Él día y noche, y les hará esperar?» (Lc 18,1-7).
La parábola nos presenta, con vivos colores, a un juez desalmado y a una viuda perseverante. La conclusión se saca por contraste: si hasta un personaje como ese juez, aunque sea a regañadientes, cede ante la porfiada insistencia de la viuda, ¿cómo no será eficaz nuestra oración perseverante, si quien nos escucha es nuestro Padre Dios, que nos ama infinitamente y desea más que nosotros mismos nuestro bien?
Cuando se descubre el amor de Dios, «se comprende que toda necesidad puede convertirse en objeto de petición. Cristo, que ha asumido todo para rescatar todo, es glorificado por las peticiones que ofrecemos al Padre en su Nombre (cfr. Jn 14,13). Con esta seguridad, Santiago (cfr. St 1,5-8) y Pablo nos exhortan a orar en toda ocasión (cfr. Ef 5,20; Flp 4,6-7; Col 3,16-17; 1 Ts 5,17-18)»[32-s-1]. Con la oración reconocemos el poder, la bondad y la misericordia de Dios. Y el primer fruto de la oración es que nos une más al Señor, que nos ayuda a aceptar su voluntad hasta identificarnos con ella, aunque no siempre la comprendamos del todo.
LA VIDA DE san Josemaría, como la de otros muchos santos, es un ejemplo de perseverancia en la oración. «Yo soy muy tozudo, soy aragonés –decía en una ocasión con buen humor, recordando un rasgo que se suele atribuir a los de su tierra–: y eso, llevado a lo sobrenatural, no tiene importancia; al contrario, es bueno, porque hay que insistir en la vida interior»[32-s-2]. Y con gran frecuencia, ante las necesidades y urgencias que aparecían continuamente en la vida de la Iglesia y de la Obra, animaba a sus hijas e hijos a rezar con fe y sin desanimarse: «¡No hay más remedio que perseverar! ¡Pedid, pedid, pedid! ¿No veis lo que hago yo? Trato de practicar este espíritu. Y cuando quiero una cosa, hago rezar a todos mis hijos, y les digo que ofrezcan la Comunión, y el Rosario, y tantas mortificaciones y tantas jaculatorias, ¡miles! Y Dios nuestro Señor, si perseveramos con perseverancia personal, nos dará todos los medios necesarios para ser más eficaces y extender su Reino en el mundo»[32-s-3].
«La súplica es expresión del corazón que confía en Dios, que sabe que solo no puede. En la vida del pueblo fiel de Dios encontramos mucha súplica llena de ternura creyente y de profunda confianza. No quitemos valor a la oración de petición, que tantas veces nos serena el corazón y nos ayuda a seguir luchando con esperanza. La súplica de intercesión tiene un valor particular, porque es un acto de confianza en Dios y al mismo tiempo una expresión de amor al prójimo. Algunos, por prejuicios espiritualistas, creen que la oración debería ser una pura contemplación de Dios, sin distracciones, como si los nombres y los rostros de los hermanos fueran una perturbación a evitar. Al contrario, la realidad es que la oración será más agradable a Dios y más santificadora si en ella, por la intercesión, intentamos vivir el doble mandamiento que nos dejó Jesús. La intercesión expresa el compromiso fraterno con los otros cuando en ella somos capaces de incorporar la vida de los demás, sus angustias y sus sueños. De quien se entrega generosamente a interceder puede decirse con las palabras bíblicas: «Este es el que ama a sus hermanos, el que ora mucho por el pueblo» (2 M 15,14)»[32-s-4].
«CUANDO VENGA el Hijo del Hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?» (Lc 18,8). El colofón que Jesús da al relato de la parábola sobre la necesidad de orar siempre, pone de manifiesto el estrecho vínculo que existe entre fe y oración. «Creamos, pues, para poder orar –decía san Agustín– y oremos para que la fe, que es el principio de la oración, no nos falte. La fe difunde la oración, y la oración, al difundirse obtiene, a su vez, la firmeza de la fe»[32-s-5].
Tanto en nuestra vida personal como en el caminar de la Iglesia por la historia humana, podemos tener la seguridad de que «la lámpara de la fe estará siempre encendida sobre la tierra mientras esté el aceite de la oración»[32-s-6]. Los aparentes éxitos o fracasos individuales o colectivos tienen una importancia muy relativa porque la esencia del Evangelio es otra: «El Evangelio no es la promesa de éxitos fáciles. No promete a nadie una vida cómoda. Es exigente. Y al mismo tiempo es una Gran Promesa: la promesa de la vida eterna para el hombre, sometido a la ley de la muerte; la promesa de la victoria, por medio de la fe, a ese hombre atemorizado por tantas derrotas»[32-s-7].
Hemos de rezar siempre, dirigirnos al Señor «como se habla con un hermano, con un amigo, con un padre: lleno de confianza. Dile: ¡Señor, que eres toda la Grandeza, toda la Bondad, toda la Misericordia, sé que Tú me escuchas! Por eso me enamoro de Ti, con la tosquedad de mis maneras, de mis pobres manos ajadas por el polvo del camino»[32-s-8]. María es maestra de oración porque tenía siempre en mente a su hijo. «Mira cómo pide a su Hijo, en Caná. Y cómo insiste, sin desanimarse, con perseverancia. Y cómo logra»[32-s-9].
[32-s-1] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2633.
[32-s-2] San Josemaría, Apuntes de una reunión familiar, 16-VI-1974.
[32-s-3] San Josemaría, Meditación, 4-III-1960.
[32-s-4] Francisco, Ex. ap. Gaudete et exsultate, n. 154.
[32-s-5] San Agustín, Sermón 115, 1.
[32-s-6] Francisco, Audiencia, 14-IV-2021.
[32-s-7] San Juan Pablo II, Cruzando el umbral de la esperanza, p. 117.
[32-s-8] San Josemaría, En diálogo con el Señor, «La oración de los hijos de Dios», n. 2, 3g.
[32-s-9] San Josemaría, Camino, n. 502.
Palouček (cdc Chequia)
Domingo XXXIII del tiempo ordinario
- Jesús une presente y futuro.
- La Palabra de Dios no pasará.
- Nadie sabe el día ni la hora.
A LO LARGO del año litúrgico hemos vivido el misterio de Cristo, recorriendo su vida desde Belén hasta el dolor y la gloria en Jerusalén. En el penúltimo domingo del tiempo ordinario, la Iglesia nos invita a contemplar el último día: el final de los tiempos, del mundo y de la historia. «En aquellos días, después de aquella tribulación –dice Jesús, hablando sobre su propia venida–, el sol se oscurecerá y la luna no dará su resplandor, y las estrellas caerán del cielo, y las potestades de los cielos se conmoverán. Entonces verán al Hijo del Hombre que viene sobre las nubes con gran poder y gloria» (Mc 13,24-26).
Los apóstoles llevaban tres intensos años compartiendo la vida con Cristo. Han sido testigos cercanos de su misericordia. Al terminar su vida terrena, Jesús les comunicó que él mismo vendrá a consumar definitivamente la historia humana. Los cristianos vivimos en esta continua y dulce espera. Entonces, «Dios pronunciará, en el Hijo, su juicio sobre la historia de los hombres»[33-d-1]. Cristo es el alfa y el omega, el principio y fin de todas las cosas, juez de la historia (cfr. Ap 21,6). Todo tiende hacia él. La creación entera y la misma historia humana corren hacia él.
Esta realidad no nos despega de nuestras tareas cotidianas, sino todo lo contrario. «Para un cristiano lo más importante es el encuentro continuo con el Señor. Y así, acostumbrados a estar con el Señor de la vida, nos preparamos al encuentro, a estar con el Señor en la eternidad. Y este encuentro definitivo vendrá al final del mundo. Pero el Señor viene cada día, para que, con su gracia, podamos cumplir el bien en nuestra vida y en la de los otros. Nuestro Dios es un Dios-que-viene: ¡él no decepciona nuestra espera!»[33-d-2].
«EL CIELO y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán» (Mc 13,31). El universo entero está destinado a pasar, toda la creación está marcada por la finitud. En un mundo en el que no hay nada definitivamente estable, las palabras de Jesús son, en cambio, semillas de eternidad. Dios no pasa y lo que de él proviene no tiene un plazo de caducidad. «En la vida espiritual no hay una nueva época a la que llegar. Ya está todo dado en Cristo, que murió, y resucitó, y vive y permanece siempre. Pero hay que unirse a él por la fe, dejando que su vida se manifieste en nosotros»[33-d-3]. Para que se haga realidad esta unión fecunda con Cristo y no dejar infecunda la acción de la Palabra de Dios, el cristiano necesita cultivar el silencio interior y exterior. Así podremos tener un corazón atento a su voz. «El silencio tiene la capacidad de abrir en la profundidad de nuestro ser un espacio interior, para que Dios habite, para que permanezca su mensaje, y nuestro amor por él penetre la mente, el corazón, y aliente toda la existencia»[33-d-4].
Todas las palabras pronunciadas por los hombres, incluso las más importantes, sufren el paso del tiempo. Por el contrario, las palabras de Dios recogidas en el Evangelio nunca se desgastan, son vivas y dan vida abundante. Lo comprobamos con alegría cuando descubrimos que nos habla de modo nuevo un pasaje de la Escritura o que brilla otra vez cuando lo hacemos tema de nuestra oración. Esta lectura requiere tiempo y calma. «No es suficiente leer la Sagrada Escritura, es necesario escuchar a Jesús que habla en ella»[33-d-5]. De esta manera, con la inspiración del Espíritu Santo, las palabras divinas pasan a ser parte de nuestro ser. Jesús mismo es, también en esto, un modelo: en su vida pública le vemos con frecuencia que se aparta para orar, se detiene para hablar y escuchar a su Padre.
JESÚS NOS ANUNCIA el final de la historia porque desea que sus discípulos estemos atentos, en vigilia, que no nos distraigamos de lo importante y verdadero. Cuando sabemos que algo va a suceder en el futuro, pero no conocemos con exactitud el momento concreto, el corazón procura no despistarse. Por este motivo, Jesús a la vez que profetiza el final, no satisface la posible curiosidad sobre el momento exacto de ese último día: «Nadie sabe de ese día y de esa hora: ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino el Padre» (Mc 13,32). Jesús quiere que vivamos esperando su llegada porque sabe que vivir así nos hace más felices. La espera encenderá los deseos de nuestro corazón, lo dilatará y lo hará capaz de un amor más atento.
«Ya desde los primeros tiempos, la perspectiva del Juicio ha influido en los cristianos, también en su vida diaria, como criterio para ordenar la vida presente, como llamada a su conciencia y, al mismo tiempo, como esperanza en la justicia de Dios. La fe en Cristo nunca ha mirado solo hacia atrás ni solo hacia arriba, sino siempre adelante, hacia la hora de la justicia que el Señor había preanunciado repetidamente. Este mirar hacia adelante ha dado la importancia que tiene el presente para el cristianismo»[33-d-6]. Que María, Reina del cielo, nos ayude a acoger a Jesús como el centro de nuestras vidas, con nuestros pies en el presente y nuestra mirada en el futuro. Le pedimos al Señor con las palabras de la Colecta de la Misa de hoy: «Concédenos, Señor, Dios nuestro, alegrarnos siempre en tu servicio, porque en dedicarnos a ti, (...) consiste la felicidad completa y verdadera»[33-d-7].
[33-d-1] San Juan Pablo II, Homilía, 19-XI-2000.
[33-d-2] Francisco, Ángelus, 29-XI-2020.
[33-d-3] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 104.
[33-d-4] Benedicto XVI, Audiencia, 7-III-2012.
[33-d-5] Francisco, Discurso, 4-X-2013.
[33-d-6] Benedicto XVI, Enc. Spe Salvi, n. 41.
[33-d-7] Oración colecta, Domingo XXXIII del tiempo ordinario.
Palouček (cdc Chequia)
Lunes XXXIII del tiempo ordinario
- El grito del ciego de Jericó.
- La oración es manifestación de fe.
- Crecer en nuestro deseo de Dios.
EL CIEGO DE JERICÓ realiza todos los días el mismo trayecto, desde su casa hasta el lugar en el que se sienta para mendigar. Cada jornada vuelve a su hogar con unas cuantas monedas, las que consigue de quienes se conmueven de su miseria. Nadie puede hacer nada por aliviar su ceguera. Pero un día Jesús pasa cerca de él, rodeado por una pequeña multitud. El ciego pregunta a los transeúntes por el motivo del alboroto y «le contestaron: es Jesús Nazareno, que pasa». Entonces, el ciego comenzó a gritar: «¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!» (Lc 18,35-39). Aquella noticia inesperada, llena de fe y esperanza, abrió repentinamente su corazón.
Jesús pasa también por nuestras vidas cuando estamos sentados junto al camino, conscientes de que, como el ciego, necesitamos de una fe y de una esperanza que no surgen de nuestra fuerza sola. «El Señor nos busca en cada instante»[33-l-1], él se hace presente en nuestro trabajo, en nuestra casa, en las calles de nuestra ciudad, cuando nos sentimos necesitados de la compasión divina. Cristo está a nuestro lado en las personas que nos rodean, especialmente en los enfermos, los ancianos o los más débiles, en quienes miramos a Jesús. El Señor pasa sirviéndose también de nuestras fragilidades y nuestros defectos.
San Josemaría nos animaba a rezar con las palabras del personaje de Jericó: «Inmediatamente su alma se llenó de una fe tan viva en Cristo que su puso a gritar: “¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!”. ¿Tú, que estás sentado al borde del camino de la vida, tan corta como es, no deseas también gritar? A ti que te falta luz, que tienes necesidad de nuevas gracias para decidirte ir en busca de la santidad, ¿no sientes en tu corazón una necesidad irresistible de gritar: “¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!”? ¡Una bella, corta y fervorosa oración para repetir a menudo!»[33-l-2].
DESPUÉS DE SUPERAR múltiples dificultades –la distancia, el ruido, los vecinos que le mandan guardar silencio–, el ciego logró hacerse escuchar por Jesús. Es quizá la primera vez que se cruza con Cristo, pero ya en este primer encuentro arrancará de la misericordia de Dios el milagro de recobrar la vista. Es un ejemplo de fe audaz. Nada le frena porque es mucha su necesidad y su deseo de luz. «Los que iban delante le reprendían para que se estuviera callado. Pero él –nos lo dice el Evangelio– gritaba mucho más… Jesús, parándose, mandó que lo trajeran» (Lc 18,39-40). De la misma manera como el ciego, con sus gritos ardientes, detuvo al Señor, nosotros podemos «parar» a Jesús cada día con nuestra oración. Cuanto más necesitados nos sentimos, más debemos insistir, porque entonces el Señor estará ya obrando en nuestro interior; estaremos ya en camino de recobrar la luz perdida.
«La oración es el aliento de la fe, es su expresión más adecuada; es como un grito que sale del corazón de los que creen y se confían a Dios (...). La fe es un grito; la “no fe” es sofocar ese grito, es esa actitud que tenía la gente para que se callara. Sofocar ese grito es una especie de “ley del silencio”. La fe es una protesta contra una condición dolorosa de la cual no entendemos la razón; la “no fe” es limitarse a sufrir una situación a la cual nos hemos adaptado. La fe es la esperanza de ser salvado; la “no fe” es acostumbrarse al mal que nos oprime y seguir así (...). Todo invoca y suplica para que el misterio de la misericordia encuentre su cumplimiento definitivo. No rezan solo los cristianos: compartimos ese grito de la oración con todos los hombres y mujeres»[33-l-3].
Comentando este pasaje, sugiere San Gregorio Magno: «El que tiene el poder de devolver la vista, ¿ignoraba lo que quería el ciego? Evidentemente, no. Pero él desea que le pidamos las cosas aunque lo sepa de antemano y nos lo vaya a conceder. Nos exhorta a pedir, incluso hasta ser molestos (...). Si pregunta, es para que se le pida; si pregunta, es para impulsar nuestro corazón a la oración»[33-l-4].
«LO QUE PIDE el ciego al Señor, no es oro, sino luz»[33-l-5]. «Señor, que vea, respondió él. Y Jesús le dijo: Recobra la vista, tu fe te ha salvado. Y al instante recobró la vista» (Lc 18,41-42). Las murallas de la vieja Jericó se habían derrumbado cuando el Arca de la Alianza la rodeó siete veces. En esta ocasión, cuando Jesús atravesaba la ciudad, han sido suficientes unos cuantos gritos llenos de fe para alcanzar la curación. «La fe es fundamento de las cosas que se esperan, prueba de las que no se ven», dice el autor de la Carta a los hebreos (Heb 11,1).
¿Qué puede esperar con más ardor un pobre ciego sino recuperar la vista, para dejar de pedir en la calle, para finalmente contemplar el rostro de sus personas queridas, para pasearse con libertad por su ciudad o acudir en peregrinación al Templo de Jerusalén? Su deseo es paralelo a su audacia. San Juan de la Cruz solía repetir de diversas maneras que lo que alcanzamos es proporcional a lo que esperamos[33-l-6]. San Juan Crisóstomo, en el mismo sentido, comentaba que «así como sacan poca agua de una fuente los que van allí con vasos pequeños y sacan mucha los que los llevan mayores (...), y como sucede también con la luz, que extiende más o menos su claridad según las ventanas que se abren, así se recibe la gracia según la medida de la intención»[33-l-7].
Por eso el Señor, «que lo había escuchado desde el comienzo, le deja que persevere en su oración. Eso sirve igualmente para ti. Jesús percibe instantáneamente la llamada de nuestra alma, pero espera. Quiere que estemos del todo convencidos de la absoluta necesidad que tenemos de él. Quiere que le supliquemos, obstinadamente, como este ciego del borde del camino»[33-l-8]. Nuestra Madre, María, aun siendo llena de gracia, oraba incesantemente y lo sigue haciendo. Le podemos pedir a ella descubrir en nuestra oración esa dimensión de necesidad y deseo de Dios.
[33-l-1] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 196.
[33-l-2] Ibídem, n. 195.
[33-l-3] Francisco, Audiencia, 6-V-2020.
[33-l-4] San Gregorio Magno, Homilías sobre el evangelio, n. 2.
[33-l-5] Ibídem.
[33-l-6] «Porque esperanza del cielo / tanto alcanza cuanto espera» (San Juan de la Cruz, Tras de un amoroso lance, estrofa 4).
[33-l-7] San Juan Crisóstomo, comentario a este pasaje en Catena aurea.
[33-l-8] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 195.
Palouček (cdc Chequia)
Martes XXXIII del tiempo ordinario
- Dios entra en el corazón de Zaqueo.
- Aprender de su «santa desvergüenza».
- La conversión se manifiesta en la generosidad.
EL EVANGELIO nos presenta el encuentro entre Jesús y Zaqueo casi como un hecho casual. Zaqueo ejerce el oficio de jefe de los publicanos de Jericó, una ciudad importante situada junto al río Jordán, y es muy rico. Recauda impuestos para la autoridad romana, por lo que es considerado un pecador público. Los publicanos, además, con frecuencia aprovechaban su posición para enriquecerse mediante el chantaje, lo que les había hecho ganarse el desprecio de sus vecinos.
Aquel día Jesús entra en Jericó y la recorre acompañado por la muchedumbre (cfr. Lc 19,1-10). El deseo de ver al Maestro lleva a Zaqueo a un gesto singular, en cierto sentido ridículo, dada su alta posición social. Al ser de baja estatura, «se adelantó corriendo y se subió a un sicómoro para verle, porque iba a pasar por allí» (Lc 19,4). A pesar de que Zaqueo parece impulsado solo por la curiosidad, en realidad ese gesto era ya un fruto de la misericordia de Dios que lo atraía y que pronto transformaría su corazón. Antes de que Zaqueo acogiera a Jesús en su casa, el Señor lo había acogido a él. «A veces, el encuentro de Dios con el hombre tiene también la apariencia de la casualidad. Pero nada es “casual” por parte de Dios»[33-ma-1].
«Cuando Jesús llegó al lugar, levantando la vista, le dijo: Zaqueo, baja pronto, porque conviene que hoy me quede en tu casa» (Lc 19,5). La mirada de Cristo penetró en el alma del publicano con fuerza. Además, ¡con cuánta ternura y familiaridad escuchó Zaqueo pronunciar su nombre! Feliz por el encuentro, «bajó rápido y lo recibió con alegría» (Lc 19,6). Es decir, abrió generosamente la puerta de su casa y de su corazón al encuentro con el Salvador.
ZAQUEO TUVO posiblemente una resistencia interior a trepar a la higuera. Sí, quería conocer a Jesús, pero corría el riesgo de provocar aún más animadversión entre sus vecinos. Desde el principio tuvo que vencer la vergüenza del ridículo y despreciar el qué dirán. Se arriesgó y superó estos obstáculos «porque la atracción de Jesús era más fuerte»[33-ma-2].
San Josemaría calificó su valiente actitud de «santa desvergüenza» y la comentaba así: «No faltan [a Zaqueo] ni las burlas de los chiquillos ni la carcajada en la boca de algunas personas mayores. Pero todo eso, ¿qué importa? ¿Qué importa, cuando se trata del servicio de Cristo, la opinión de las gentes, los respetos humanos? Cuando una falsa vergüenza trate de cohibirnos, sea siempre ésta nuestra consideración: Jesús y yo, Jesús y yo; lo demás, ¿qué nos importa? (...). Dame, Jesús mío, la santa desvergüenza (...). Concédeme, Dios mío, una entereza de acero para que haga lo que deba hacer»[33-ma-3].
Dios es «muy buen pagador», afirmaba santa Teresa de Jesús. «Y así, aunque sean cosas muy pequeñas, no dejéis de hacer por su amor lo que pudiereis. Su Majestad las pagará; no mirará sino el amor con que las hiciereis»[33-ma-4]. Aunque el movimiento inicial de Zaqueo parezca más de curiosidad que de amor, él «ha puesto los medios para conocer a Jesús y va a obtener su recompensa. Es necesario, para sentir en nosotros el chispazo de la mirada de Jesucristo, que vayamos a entregarnos a él (...). La recompensa está ahí: en la mirada, en la llamada de Jesús»[33-ma-5].
EL JEFE de publicanos hospedó en su casa al Señor y, así, abrió espacio para Dios en su vida. En pocos minutos la cercanía de Jesús comenzó a transformar su corazón. Ya en el umbral de su casa, declaró: «Señor, doy la mitad de mis bienes a los pobres, y si he defraudado en algo a alguien le devuelvo cuatro veces más» (Lc 19,8). Jesús disipó con delicadeza las tinieblas de su interior. Ciertamente, «a su luz se ensanchan los horizontes de la existencia: la persona comienza a darse cuenta de los demás hombres y de sus necesidades (...). La atención a los demás hombres, al prójimo, constituye uno de los principales frutos de una conversión sincera. El hombre sale de su egoísmo, deja de vivir para sí mismo, y se orienta hacia los demás; siente la necesidad de vivir para los demás, de vivir para los hermanos»[33-ma-6].
«Ya que el corazón es de reducido tamaño –decía santa Catalina de Siena–, hay que hacer como Zaqueo, que no era grande, y se subió a un árbol para ver a Dios... Debemos hacer lo mismo si somos bajos, cuando tenemos el corazón estrecho y poca caridad: hay que subir sobre el árbol de la santa cruz, y allí veremos, tocaremos a Dios»[33-ma-7].
Como sucedió aquel día en Jericó, también hoy Cristo nos mira, nos llama por nuestro nombre, y a cada uno nos hace su propuesta: «Conviene que hoy me quede en tu casa» (Lc 19,5). Ese «hoy» es un estímulo para nuestra generosidad. El «hoy» de Cristo ha de resonar con toda su fuerza, como una llamada a darnos sinceramente a las personas. «Él puede cambiarnos, puede convertir nuestro corazón de piedra en corazón de carne, puede liberarnos del egoísmo y hacer de nuestra vida un don de amor»[33-ma-8]. María veía a Jesús desde niño y vivía en su misma casa: ella nos enseñará el camino para invitarlo a la nuestra y para dejar que nos transforme en generosos servidores de los demás.
[33-ma-1] San Juan Pablo II, Carta a los sacerdotes, 17-III-2002.
[33-ma-2] Francisco, Homilía, 31-VII-2016.
[33-ma-3] San Josemaría, Apuntes de una meditación, 12-IV-1937.
[33-ma-4] Santa Teresa de Jesús, Conceptos del Amor de Dios, I, 6.
[33-ma-5] San Josemaría, Notas de una meditación, 12-IV-1937.
[33-ma-6] San Juan Pablo II, Homilía, 08-VI-1999.
[33-ma-7] Santa Catalina de Siena, Carta 119.
[33-ma-8] Francisco, Ángelus, 3-XI-2013.
Palouček (cdc Chequia)
Miércoles XXXIII del tiempo ordinario
- Poner en juego los dones que nos ha dado Dios.
- Llamados a redimir el propio tiempo.
- No desconfiar del propio talento.
SUBIENDO HACIA JERUSALÉN, ya cerca de la ciudad santa, Jesús contó la parábola de las minas al grupo que le acompañaba (cfr. Lc 19,1-27). Un rey se marcha a tierras lejanas y encarga sus bienes a un puñado de siervos para que les saquen rendimiento. Cada siervo recibe la misma cantidad de dinero: una mina, que equivalía a medio kilo de plata. A todos les da la misma indicación: «Negociad hasta mi vuelta» (Lc 19,13). Cada uno de estos siervos tiene en sus manos un regalo, y el amo les pide que lo pongan en juego para dar fruto.
Mirar nuestros propios talentos nos ayuda a comprender la confianza que el Señor tiene en nosotros. Son el modo único y personal que tenemos para participar en la misión de Dios. Nuestros talentos son dones que aportan a la Iglesia, al mundo y a la sociedad. Además, junto a todas nuestras características personales, hemos recibido el gran regalo de la fe en Cristo y la posibilidad de vivir su misma vida a través de los sacramentos, esos «tesoros inagotables de amor, de misericordia, de cariño»[33-mi-1]. Cristo «nos ha regalado los preciosos y más grandes bienes prometidos, para que por estos lleguéis a ser partícipes de la naturaleza divina» (2 P 1,4).
El rey de la parábola confía en aquellos siervos, da mucho margen a su iniciativa. No les da instrucciones detalladas, diciéndoles exactamente qué hacer, sino que lo deja todo en sus manos. Dos de ellos lo entendieron rápidamente. Supieron actuar con libertad y generosidad dentro de los amplios planes de su señor. Experimentaron aquel gesto de confianza como una llamada a dinamizar el propio talento y a abrirse a sus conciudadanos: «Que cada uno ponga al servicio de los demás el don que ha recibido, como buenos administradores de la múltiple y variada gracia de Dios» (1 P 4,10-11).
«AL VOLVER, recibida ya la investidura real, mandó llamar ante sí a aquellos siervos a quienes había dado el dinero, para saber cuánto habían negociado» (Lc 19,15). Los dos primeros siervos recibieron un generoso premio por su trabajo: habían hecho rendir el tesoro recibido, dando abundante fruto. El rey se alegró y a ambos les dijo: «Muy bien, siervo bueno (...), has sido fiel en lo poco» (Lc 19,17).
Los dones «que Dios nos ha dado no son nuestros, nos han sido dados para que los usemos por la gloria de Dios –decía santa Teresa de Calcuta–. Seamos generosos y usemos todo lo que tenemos por el buen maestro»[33-mi-2]. De manera habitual, ese «negocio» lo llevaremos a cabo entre las cosas normales de nuestra vida, en lo de cada día, en aquellas tareas y relaciones que a ojos del mundo podrían parecer sin relieve. «Hagamos lo que hagamos, aunque solo sea ayudar a alguien a atravesar la calle, se lo estamos haciendo a Jesús. Incluso ofrecer a alguien un vaso de agua es dárselo a Jesús», concluía la santa. «Dios cuenta con nuestra correspondencia diaria, hecha de cosas pequeñas que se engrandecen por la fuerza de su gracia»[33-mi-3].
«¿Tiene el hombre algo que ofrecer a Dios? –se preguntaba, por su parte, un Padre de la Iglesia–. Sí, su fe y su amor. Es esto lo que Dios pide al hombre (…). El don de Dios existe, pero también debe existir la contribución del hombre»[33-mi-4]. En realidad, el hecho de que Dios haya querido entregar en nuestras manos la posibilidad de hacer tantas cosas buenas, en lugar de hacerlas él mismo, es un misterioso regalo. Esa parábola muestra cómo el Señor desea que con nuestras capacidades le ayudemos a cuidar a las demás personas y a transformar el mundo; esa confianza divina en nosotros crea variedad y pluralidad. Como decía san Josemaría: «Cada generación de cristianos ha de redimir, ha de santificar su propio tiempo»[33-mi-5].
EL TERCER siervo de la parábola no pensó en los afanes de su amo ni quiso invertir el dinero, sino que solamente se preocupó de su propia seguridad: escondió todo en un pañuelo para devolverlo intacto. «Señor, aquí está tu mina» (Lc 19,20). El tercer siervo, a diferencia de los otros dos, «ha decidido irresponsablemente optar por la comodidad de devolver solo lo que le entregaron. Se dedicará a matar los minutos, las horas, las jornadas, los meses, los años... ¡la vida!»[33-mi-6]. Comparándose con sus compañeros, quizás pensó que la tarea le superaba y prefirió un camino sin riesgos. Sin duda se perdió la gran aventura de poner en juego sus valiosos talentos.
Al llegar el amo, echó en cara con dureza la negligencia de este siervo; ha sido un «siervo malo» (Lc 19,26), le dice, porque no ha hecho fructificar la herencia que le había encomendado. Esconder la moneda, comenta san Beda, «es tanto como sepultar los dones recibidos bajo el ocio de una muelle pereza (...). Es llamado “mal siervo” porque fue perezoso en el cumplimiento de su deber»[33-mi-7]. Entre el miedo a fracasar y el deseo de no complicarse la vida, ha ahogado la felicidad a la que estaba llamado, mucho más grande de la que imaginó.
«Tenemos una gran tarea por delante –nos recordaba san Josemaría–. No cabe la actitud de permanecer pasivos, porque el Señor nos declaró expresamente: “Negociad, mientras vengo”. Mientras esperamos el retorno del Señor, que volverá a tomar posesión plena de su Reino, no podemos estar cruzados de brazos»[33-mi-8]. Nuestra Madre bendita corrió a compartir su alegría con su prima; no enterró ni un segundo la gracia de la que le había llenado Dios. A ella podemos pedirle esa misma audacia para poner en juego los talentos que Dios nos ha dado.
[33-mi-1] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 162.
[33-mi-2] Santa Teresa de Calcuta, El amor más grande, cap. 5.
[33-mi-3] Mons. Fernando Ocáriz, A la luz del Evangelio, p. 65.
[33-mi-4] Orígenes, Homilías sobre el libro de los Números, n. 12, 3.
[33-mi-5] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 132.
[33-mi-6] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 45.
[33-mi-7] San Beda, comentario a este pasaje en Catena Aurea.
[33-mi-8] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 121.
Palouček (cdc Chequia)
Se completara en el 22
Palouček (cdc Chequia)
Viernes XXXIII del tiempo ordinario
- Purificar el templo para la oración.
- La Iglesia es el templo para el mundo.
- Junto a Cristo somos piedras vivas de la Iglesia.
DURANTE SUS ESTANCIAS en Jerusalén, Jesús enseñaba todos los días en el Templo. Ese era el lugar del encuentro con Dios a través de la oración y los sacrificios; era el símbolo de la protección de Yahvé, de su presencia, siempre dispuesto a escuchar a su pueblo y a socorrer a quienes acudían a él en las necesidades. Dios ha querido habitar entre los hombres para que, así, los hombres encuentren a Dios.
El Señor se dirigía hasta allí, acompañado por los apóstoles, con la alegría del Hijo que acude a orar a la casa de su Padre. Sin embargo, no siempre el ambiente que se respiraba era el más propicio para la oración. La dinámica que se había establecido, a causa de los sacrificios prescritos en la ley, hacía que el Templo –y, de modo especial, su enorme explanada– pareciera más bien un lugar de negocios. No es difícil imaginar los gritos, el movimiento de personas y animales.
En una de esas visitas, Jesús decidió «expulsar a los que vendían, diciéndoles: Está escrito: Mi casa será casa de oración» (Lc 19,45). La escena tuvo que ser impactante. Y con esta imagen en mente podemos recordar que nosotros también «somos templos del Espíritu Santo: yo soy un templo, el Espíritu de Dios está en mí (...). También nosotros debemos purificarnos continuamente porque somos pecadores: purificarnos con la oración, con la penitencia, con el sacramento de la reconciliación, con la Eucaristía»[33-v-1].
EL TEMPLO donde Dios habita no es solamente un edificio construido con nuestras manos. En último término, el templo es el Cuerpo de Cristo, es decir, la Iglesia: la Iglesia acoge la presencia de Dios. «Lo que estaba prefigurado en el antiguo Templo, está realizado, por el poder del Espíritu Santo, en la Iglesia: la Iglesia es la “casa de Dios” (...). Si nos preguntamos: ¿dónde podemos encontrar a Dios? ¿Dónde podemos entrar en comunión con él a través de Cristo? ¿Dónde podemos encontrar la luz del Espíritu Santo que ilumine nuestra vida? La respuesta es: en el pueblo de Dios, entre nosotros, que somos Iglesia»[33-v-2].
Ciertamente, los hombres podemos «ensombrecer el rostro limpio de la Iglesia»[33-v-3] porque, aunque se trate de un pueblo santificado por Cristo, está compuesto por criaturas frágiles. San Josemaría hacía notar que «esta aparente contradicción marca un aspecto del misterio de la Iglesia. La Iglesia, que es divina, es también humana, porque está formada por hombres, y los hombres tenemos defectos (...). Nuestro Señor Jesucristo, que funda la Iglesia Santa, espera que los miembros de este pueblo se empeñen continuamente en adquirir la santidad (...). En la Esposa de Cristo se perciben, al mismo tiempo, la maravilla del camino de salvación y las miserias de los que lo atraviesan»[33-v-4]. La Iglesia es templo para todo el mundo en la vida de cada cristiano. Por eso queremos, con la ayuda de Dios, traslucir con la mayor transparencia posible a Dios que se quiere hacer presente en nosotros.
LA IGLESIA DE CRISTO está construída con «piedras vivas» (1 P 2,5) de las cuales, la primera, aquella «desechada por los hombres, pero escogida y preciosa delante de Dios» (1 P 2,4), es Jesús. Al mismo tiempo, cada bautizado es «piedra viva» para construir un «edificio espiritual para un sacerdocio santo, con el fin de ofrecer sacrificios espirituales, agradables a Dios por medio de Jesucristo» (1 P 2,5). Ya no son necesarios largos rituales ni sacrificios de animales. La principal ofrenda que Dios espera es la entrega diaria de nuestra vida unida a la de Cristo: ese es «el sacrificio puro, inmaculado y santo»[33-v-5], la hostia agradable a los ojos de Dios.
El Señor desea que el templo de nuestro corazón no sea, como lo dice san Ambrosio, una «casa de mercaderes, sino de santidad»[33-v-6]. Con la purificación del Templo, Jesús nos invita a purificar nuestras intenciones, de modo que nuestra búsqueda de Dios sea lo más auténtica posible. Para que el corazón sea casa de oración necesitamos alejar el ruido, el barullo, encontrando momentos de silencio interior en los cuales contemplar a Jesús. En ese silencio es donde, imperceptiblemente, suceden las grandes cosas, los grandes cambios para nuestra vida y nuestro entorno.
Así lo expresa un himno de la Liturgia de las horas de hoy: «Allí donde va un cristiano / no hay soledad, sino amor, / pues lleva toda la Iglesia / dentro de su corazón. / Y dice siempre “nosotros”, / incluso si dice “yo”». Y en el centro de ese «nosotros» está María, templo del Espíritu Santo y Madre de la Iglesia: ella intercede por nosotros para que nuestra vida sea cada día más santa, más feliz: mejor piedra viva del Templo que es su Hijo.
[33-v-1] Francisco, Homilía, 22-XI-2013.
[33-v-2] Francisco, Audiencia, 26-VI-2013.
[33-v-3] San Josemaría, Lealtad a la Iglesia, n. 19.
[33-v-4] Ibídem, n. 23
[33-v-5] Canon Romano, Plegaria Eucarística I.
[33-v-6] San Ambrosio, comentario a este pasaje en Catena aurea.
Palouček (cdc Chequia)
Sábado XXXIII del tiempo ordinario
- Dios nos sorprenderá en la vida eterna con su amor y misericordia.
- El Señor ha establecido un pacto con nosotros.
- La vida futura ilumina nuestra vida terrena.
CREEMOS Y ESPERAMOS en «la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro»: así lo recogen los símbolos de la fe, que son un compendio de la doctrina cristiana. Mañana celebraremos la solemnidad de Cristo Rey y, en la víspera de este gran día, la Iglesia nos invita a considerar la resurrección de la carne. Esta verdad de fe forma parte, desde el principio, del contenido esencial del mensaje que transmitían los apóstoles.
Entre los judíos existía división sobre la posibilidad de la vida eterna. Un grupo, el de los saduceos, no creía en la resurrección de la carne y afirmaba «que el alma muere con el cuerpo»[33-s-1]. Otro grupo, por el contrario, el de los fariseos, la aceptaba porque así venía expuesta en algunos textos de la Escritura (cfr. Dn 12,2-3) y en la tradición oral (cfr. Hch 23,8). Por eso, en cierta ocasión, algunos saduceos de intención poco recta le preguntan a Jesús sobre este tema, con el fin de ridiculizar la fe en la resurrección. Parten de un caso imaginario y enrevesado: una mujer tuvo siete maridos, todos hermanos de una misma familia, que murieron uno tras otro sin dejar descendencia. Le preguntan a Jesús: «En la resurrección, la mujer ¿de cuál de ellos será esposa?» (Lc 20,33).
Con paciencia, Jesús les contesta –y, al mismo tiempo, nos ilumina a nosotros– que la vida después de la muerte no responde a los mismos esquemas de la vida terrena. La vida eterna es «otra» vida. Los resucitados –dijo Jesús– serán «iguales a los ángeles» (Lc 20,36), vivirán en un estado diverso, del que no tenemos experiencia y no podemos sospechar. «En Jesús, Dios nos dona la vida eterna, la dona a todos, y gracias a él todos tienen la esperanza de una vida aún más auténtica que esta. La vida que Dios nos prepara no es un sencillo embellecimiento de esta vida actual: ella supera nuestra imaginación, porque Dios nos sorprende continuamente con su amor y con su misericordia»[33-s-2].
EN SU RESPUESTA a los saduceos, sencilla y al mismo tiempo llena de originalidad, Jesús puntualiza que Dios «no es Dios de muertos, sino de vivos; todos viven para él» (Lc 20,38). Jesús recuerda el episodio de Moisés ante la zarza ardiente en el que Dios se revela a sí mismo como «el Dios de Abrahán y Dios de Isaac y Dios de Jacob» (Lc 20,37). «El que habló a Moisés desde la zarza y declaró ser el Dios de los padres, es el Dios de los vivos»[33-s-3].
Dios ha querido dejar unido su nombre al de aquellos con los que estableció una alianza, con los que realizó un pacto que es más fuerte que la muerte. «El Señor no se goza tanto cuando se le llama el Dios del cielo y de la tierra, como cuando se le llama el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob»[33-s-4], dice san Juan Crisóstomo. Y aquella alianza la ha sellado también con nosotros, por lo que podemos decir con total seguridad: ¡él es nuestro Dios! El Señor lleva nuestro nombre unido al suyo: yo soy de Dios y Dios es mío. «Necesito confiarte mi emoción interior –exclama san Josemaría–, después de leer las palabras del profeta Isaías: “Ego vocavi te nomine tuo, meus es tu!” . Yo te he llamado, te he traído a mi Iglesia, ¡eres mío! ¡Que Dios me diga a mí que soy suyo! ¡Es como para volverse loco de amor!»[33-s-5].
Dios nos ama como algo suyo y ha establecido una alianza con nosotros. Es el Dios vivo que nos quiere dar la vida en su Hijo. Jesucristo vive, él mismo es la alianza, él es la vida y la resurrección, porque con su amor crucificado ha vencido a la muerte y al poder de las tinieblas. En la vida de Jesús, en la experiencia de su amor fiel por nosotros, podemos paladear algo de la vida resucitada.
EN EL ANTIGUO Testamento, a Dios se le llama numerosas veces «el Dios vivo». Así reza, por ejemplo, un salmo: «Mi alma está sedienta de Dios, del Dios vivo. ¿Cuándo podré ir a ver el rostro de Dios?» (Sal 42,3). También el profeta Jeremías le llama «Dios verdadero», «Dios vivo y rey eterno» (Jer 10,10). En el Nuevo Testamento, por su parte, encontramos la confesión de fe de Pedro: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16). No hay espacio para la duda: en Dios solamente hay vida y lo mismo quiere para nosotros.
Los saduceos pensaban, sin embargo, que la vida del hombre conducía definitivamente hacia la muerte. Así han sospechado también muchos pensadores a lo largo de la historia. Pero Jesucristo da la vuelta completamente a esta concepción. Al contrario de lo que sostenían los saduceos, en realidad hemos nacido para no morir nunca, estamos destinados a una felicidad eterna. Ni siquiera se podría decir que esta vida ilumina la que vendrá después de la muerte, sino que «es la eternidad –aquella vida– la que ilumina y da esperanza a la vida terrena de cada uno de nosotros»[33-s-6].
Nuestro caminar, que ciertamente comprende momentos gratos y también sinsabores, es una peregrinación hacia la eternidad. Allí nos espera Dios. Estamos caminando en esta vida terrena hacia la vida plena. Si miramos solamente con ojos humanos, podríamos pensar que el camino del hombre parte de la vida con destino hacia la muerte. Pero, si procuramos mirar con los ojos de Dios, descubrimos que es precisamente al revés: caminamos hacia la vida plena, es la vida eterna la que aclara nuestro andar diario. «La muerte está detrás, a la espalda, no delante de nosotros. Delante de nosotros está el Dios de los vivientes, el Dios de la alianza, el Dios que lleva mi nombre»[33-s-7]. María, que misteriosamente dió a luz al Dios de la vida, nos puede ayudar a tener fija la mirada en esa vida que no acaba nunca, y que ya ha iniciado en nuestros corazones.
[33-s-1] Orígenes, comentario a este pasaje en Catena aurea.
[33-s-2] Francisco, Ángelus, 10-XI-2013.
[33-s-3] San Ireneo de Lyon, Lib. 4, 5,2-5,4.
[33-s-4] San Juan Crisóstomo, comentario a este pasaje en Catena aurea.
[33-s-5] San Josemaría, Forja, n. 12
[33-s-6] Francisco, Ángelus, 10-XI-2013.
[33-s-7] Ibídem.
Litus (Kismarus- Budapest) cdc
Domingo XXXIV semana de tiempo ordinario
Solemnidad de Cristo Rey
- Jesús es el rey del Universo y de cada uno de nosotros.
- La aparente debilidad del reinado de Cristo.
- El servicio es el verdadero poder.
LLEGA EL FIN del año litúrgico con la solemnidad de Cristo Rey. Estas semanas en las que la Iglesia nos ha propuesto considerar las verdades últimas nos conducen hacia una certeza: Jesucristo es el Señor de la historia universal y, al mismo tiempo, de cada historia personal. «Su dominio es eterno y no pasa, y su reino no tendrá fin» (Dn 7,14). Nada de lo que sucede escapa a su conocimiento. Ninguno de nuestros afanes o deseos se pierden porque él gobierna todo.
Regnare Christum volumus, eligió como lema episcopal el beato Álvaro del Portillo: queremos que Cristo reine. Es una de las jaculatorias que repetía san Josemaría desde muy joven. «Cristo debe reinar, antes que nada, en nuestra alma –decía–. Pero, qué responderíamos si él preguntase: tú, ¿cómo me dejas reinar en ti? Yo le contestaría que, para que él reine en mí, necesito su gracia abundante. Únicamente así hasta el último latido, hasta la última respiración, hasta la mirada menos intensa, hasta la palabra más corriente, hasta la sensación más elemental se traducirán en un hosanna a mi Cristo Rey»[34-d-1].
«Jesús hoy nos pide que dejemos que él se convierta en nuestro rey. Un rey que, con su palabra, con su ejemplo y con su vida inmolada en la Cruz, nos ha salvado de la muerte. Este rey nos indica el camino al hombre perdido, da luz nueva a nuestra existencia marcada por la duda, por el miedo y por la prueba de cada día. Pero no debemos olvidar que el reino de Jesús no es de este mundo. Él dará un sentido nuevo a nuestra vida, en ocasiones sometida a dura prueba también por nuestros errores y nuestros pecados, solamente con la condición de que nosotros no sigamos las lógicas del mundo y de sus “reyes”»[34-d-2].
DURANTE EL PROCESO previo a la crucifixión, el Evangelio nos deja ver cómo la sorpresa de Pilato va en aumento durante su conversación con Cristo. No solo se trata de un acusado que mostraba una dignidad que jamás había encontrado, sino que Jesús, con sus palabras amables, llenas de mansedumbre, se ha adentrado en las profundidades de su alma. El brillo de la verdad deslumbra al procurador que no acierta a ver con claridad qué posición tomar. Cristo mismo es la verdad y ante su mirada ningún corazón queda igual que antes.
La contraposición en la escena es elocuente: de un lado, el poder del Imperio romano que dominará prácticamente todo el mundo hasta entonces conocido. De otro, el auténtico Señor del universo con la aparente imposibilidad de defenderse. Aquellas manos que han realizado milagros como dar la vista a los ciegos o resucitar a muertos, que han acariciado a los enfermos y han consolado las lágrimas de los afligidos, parecen ahora encadenadas. Podrían imperar sobre legiones de ángeles, han convertido el pan y el vino en su propio cuerpo y sangre, pero ahora se mantienen atadas.
Es un misterio que nos deslumbra: Cristo no se defiende. Su reinado es el de quien se entrega y solo así comienza la salvación. Jesús «quiere cumplir la voluntad del Padre hasta el final y establecer su reino, no con las armas y la violencia, sino con la aparente debilidad del amor que da la vida. El reino de Dios es un reino completamente distinto a los de la tierra»[34-d-3]. Esa «aparente debilidad» es la que conquista la libertad de las almas. Es la fragilidad del Señor la que infunde la vida en el mundo y en las gentes, la que sabe sacar bien del mal, la que infunde la gracia sin imponerse.
CADA CRISTIANO está llamado a ser Cristo que pasa entre los hombres. Mirar las manos atadas del Señor nos impulsa a darnos como él. Su ejemplo nos lleva a amar sin condiciones. Quien se entrega depone las armas, renuncia a defenderse. De ese modo, aprendemos a escuchar sin imponernos, a valorar lo bueno de cada persona, a ofrecer el propio tiempo y la alegría que tenemos dentro sin esperar nada a cambio.
En ese reinado de Cristo frente a Pilato descubrimos que de poco vale que pretendamos tener razón o salirnos con la nuestra; incluso el bien que hacemos pierde peso si no nos mueve un sincero afán de servir, como Cristo en su Pasión. «Servicio. ¡Cómo me gusta esta palabra! –decía san Josemaría–. Servir a mi Rey y, por él, a todos los que han sido redimidos con su sangre. ¡Si los cristianos supiésemos servir! Vamos a confiar al Señor nuestra decisión de aprender a realizar esta tarea de servicio, porque solo sirviendo podremos conocer y amar a Cristo, y darlo a conocer y lograr que otros más lo amen»[34-d-4].
El arcángel san Gabriel predijo a María que su Hijo reinaría para siempre. Ella creyó antes de darlo al mundo. Más adelante, no sin perplejidades, comprendería qué tipo de realeza era la de Jesús. Le pedimos a nuestra Madre que comprendamos y vivamos, siempre con mayor profundidad, aquella manera suave con la que reina su Hijo.
[34-d-1] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 181.
[34-d-2] Francisco, Ángelus, 25-XI-2018.
[34-d-3] Benedicto XVI, Homilía, 25-XI-2012
[34-d-4] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 182.
Litus (Kismarus- Budapest) cdc
Lunes XXXIV del tiempo ordinario
- Mirar a Jesús, que es luz para nuestra vida.
- Dios nos pide todo para hacernos felices.
- La entrega a Dios se convierte en entrega a los demás.
LA ÚLTIMA SEMANA del tiempo ordinario nos recuerda que la vida es breve en comparación con lo que viviremos después, así que nos anima a aprovechar cada oportunidad para encontrar al Señor. San Agustín decía que le causaba temor pensar que Jesús estuviera pasando cerca de su vida y no darse cuenta. Se trata de la incertidumbre, normal en esta tierra, de no saber si seremos capaces de acoger habitualmente la presencia de Dios, luz para nuestro camino.
«La confesión cristiana de Jesús como único salvador sostiene que toda la luz de Dios se ha concentrado en él, en su “vida luminosa”, en la que se desvela el origen y la consumación de la historia. No hay ninguna experiencia humana, ningún itinerario del hombre hacia Dios, que no pueda ser integrado, iluminado y purificado por esta luz»[34-l-1]. La luz de la fe confiere paz y confianza al alma del cristiano. Cristo, luz de luz, Dios verdadero, es quien da pleno sentido a todo lo que hacemos. Por eso nos interesa buscar su rostro, sin descanso y sin desmayo, presente en nuestras acciones, en nuestros amores, en nuestras ilusiones.
Queremos comenzar esta última semana del año litúrgico con los ojos fijos en Jesús, quien ya resucitado dijo: «Mirad mis manos y mis pies» (Lc 24,39). «Mirar no es solo ver, es más, también implica intención, voluntad. Por eso es uno de los verbos del amor. La madre y el padre miran a su hijo, los enamorados se miran recíprocamente; el buen médico mira atentamente al paciente... Mirar es un primer paso contra la indiferencia, contra la tentación de volver la cara hacia otro lado ante las dificultades y sufrimientos ajenos. Mirar. Y yo, ¿veo o miro a Jesús?»[34-l-2].
ANTES DEL DISCURSO en que Cristo anuncia, de modo profético, el fin de Jerusalén y del mundo, tiene lugar una escena escondida, discreta, en medio de la actividad del Templo. Una mujer sin demasiados recursos entrega todo lo que tiene ante el Altísimo. Aunque nadie se dio cuenta, Jesús sí lo advierte. «Ella ha echado más que nadie» (Lc 21,3), refiere el Evangelio de hoy, dirigiéndose a quienes le rodeaban. La actitud de la viuda ha quedado como un retrato, hecho por el mismo Cristo, de la relación de los hombres con Dios: «El Señor no mira la cantidad que se le ofrece, sino el afecto con que se le ofrece. No está la limosna en dar poco de lo mucho que se tiene, sino en hacer lo que aquella viuda, que dio todo lo que tenía»[34-l-3].
La relación de amistad con Dios, propia de la llamada cristiana, ansía una respuesta que involucra la existencia entera. No nos quedamos indiferentes después de haberlo encontrado. «El Señor sabe que dar es propio de enamorados, y él mismo nos señala lo que desea de nosotros. No le importan las riquezas, ni los frutos ni los animales de la tierra, del mar o del aire, porque todo eso es suyo; quiere algo íntimo, que hemos de entregarle con libertad: “Dame, hijo mío, tu corazón”. ¿Veis? No se satisface compartiendo: lo quiere todo. No anda buscando cosas nuestras, repito: nos quiere a nosotros mismos. De ahí, y sólo de ahí, arrancan todos los otros presentes que podemos ofrecer al Señor»[34-l-4].
Jesús nos invita a echar todas nuestras monedas sin llamar la atención. Esas decisiones que tomamos en lo más profundo, esa apertura a la luz de la fe, nos llevarán a una alegría sin comparación. La viuda pobre lo dio todo pero salió del Templo enriquecida por la mirada de Dios; tan feliz que ni siquiera necesitaba saber que sería un ejemplo para tantas personas a lo largo de la historia.
LA VIUDA QUE contemplamos hoy en el Evangelio, «debido a su extrema pobreza, hubiera podido ofrecer una sola moneda para el templo y quedarse con la otra. Pero ella no quiere ir a la mitad con Dios: se priva de todo. En su pobreza ha comprendido que, teniendo a Dios, lo tiene todo; se siente amada totalmente por Él y, a su vez, lo ama totalmente. Jesús, hoy, nos dice también a nosotros que el metro para juzgar no es la cantidad, sino la plenitud (...). Pensad en la diferencia que hay entre cantidad y plenitud: no es cosa de billetera, sino de corazón»[34-l-5].
Esta plenitud con la que queremos abandonarnos en el Señor, que no hace cálculos, y que es la que nos hará verdaderamente felices, redunda siempre en entrega a los demás. Nos llena del amor de Dios que busca ser compartido. Esas dos monedas que la viuda da al Señor cuando va al Templo, se convierten en una manera habitual de darse también a los demás. Quien es verdaderamente generoso con Dios, es también generoso con los demás.
«Ante las necesidades del prójimo, estamos llamados a privarnos de algo indispensable, no solo de lo superfluo; estamos llamados a dar el tiempo necesario, no solo el que nos sobra; estamos llamados a dar enseguida sin reservas algún talento nuestro, no después de haberlo utilizado para nuestros objetivos personales o de grupo. Pidamos al Señor que nos admita en la escuela de esta pobre viuda, que Jesús, con el desconcierto de los discípulos, hace subir a la cátedra y presenta como maestra de Evangelio vivo. Por intercesión de María, la mujer pobre que ha dado toda su vida a Dios por nosotros, pidamos el don de un corazón pobre, pero rico de una generosidad alegre y gratuita»[34-l-6].
[34-l-1] Francisco, Enc. Lumen Fidei, n. 35
[34-l-2] Francisco, Regina Coeli, 18-IV-2021.
[34-l-3] San Juan Crisóstomo, Homilías sobre la Carta a los hebreos, 1, 4.
[34-l-4] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 35.
[34-l-5] Francisco, Ángelus, 8-XI-2015.
[34-l-6] Ibídem.
Litus (Kismarus- Budapest) cdc
Martes XXXIV del tiempo ordinario
- Poner la seguridad en Dios.
- Cristo en la Eucaristía.
- Dios habita también en cada cristiano.
LA BELLEZA DEL TEMPLO de Jerusalén era admirada por las civilizaciones de la época. Después de su destrucción por Nabucodonosor y de la deportación a Babilonia, el Templo fue reconstruido con gran esfuerzo gracias a la fe del pueblo hebreo. Este nuevo templo data del 536 a.C. El libro de los Macabeos cuenta cómo se lo retomó para el culto del Señor tras las profanaciones. Y, ya en tiempos de Jesús, el rey Herodes había reformado y ampliado el conjunto. Para los judíos, a pesar de todas las vicisitudes históricas, seguía suponiendo un motivo de orgullo y de fidelidad a la alianza con Dios.
Por todo esto, el temor y la sorpresa se apoderan de los oyentes cuando Jesús revela que en unos años el Templo será arrasado de nuevo. Se trataba de un peligro evidente y, como venía de labios del Señor, tenían más razón para sentirse inquietos. «¡Podemos imaginar el efecto de estas palabras sobre los discípulos de Jesús! Pero él no quiere ofender al templo, sino hacerles entender, a ellos y también a nosotros hoy, que las construcciones humanas, incluso las más sagradas, son pasajeras y no hay que depositar nuestra seguridad en ellas. En nuestra vida, ¡cuántas presuntas certezas pensábamos que eran definitivas y después se revelaron efímeras!»[34-ma-1].
«Habitar bajo la protección de Dios, vivir con Dios: ésta es la arriesgada seguridad del cristiano –decía san Josemaría–. Hay que estar persuadidos de que Dios nos oye, de que está pendiente de nosotros: así se llenará de paz nuestro corazón. Pero vivir con Dios es indudablemente correr un riesgo, porque el Señor no se contenta compartiendo: lo quiere todo. Y, acercarse un poco más a él, quiere decir estar dispuesto a una nueva conversión, a una nueva rectificación, a escuchar más atentamente sus inspiraciones, los santos deseos que hace brotar en nuestra alma»[34-ma-2].
CON LA INSTITUCIÓN de la Iglesia, el templo al que se acudía para adorar a Dios pasó a ser el mismo cuerpo de Cristo y, de manera especial, su presencia eucarística. La sagrada comunión es el «lugar» en el que nos espera. «Ese pan que veis en el altar –dirá san Agustín–, santificado por la palabra de Dios, es el cuerpo de Cristo; ese cáliz, o más bien, lo que contiene ese cáliz, santificado por la palabra de Dios, es la sangre de Cristo. En esta forma quiso nuestro Señor Jesucristo dejarnos su cuerpo y dejarnos su sangre, que derramó por nosotros en remisión de nuestros pecados. Si lo recibís bien, seréis vosotros lo mismo que recibís»[34-ma-3].
«La Iglesia vive de la Eucaristía. Esta verdad no expresa solamente una experiencia cotidiana de fe, sino que encierra en síntesis el núcleo del misterio de la Iglesia. Esta experimenta con alegría cómo se realiza continuamente, en múltiples formas, la promesa del Señor: “He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20); en la sagrada Eucaristía, por la transformación del pan y el vino en el cuerpo y en la sangre del Señor, se alegra de esta presencia con una intensidad única»[34-ma-4].
De hecho, los hombres experimentamos su presencia sacramental como una antesala de la eternidad. Mucho más en este mes de los difuntos en el que hemos soñado con el cielo, donde nos espera Dios, la Santísima Virgen, los santos, las santas y tantas personas queridas. Recibir la comunión y los momentos de acción de gracias después de comulgar pueden ser una pregustación de ese gozo. La iluminación de las ciudades por las noches, vista desde el cielo, es similar a esos otros puntos de luz que no se apagan nunca, donde está escondido el Señor: cada Sagrario es claridad infinita.
EN EL CORAZÓN DEL CRISTIANO habita el Señor. Sabemos que somos también templo del Espíritu Santo y, por eso, de cierta manera, no necesitamos ir a ningún lugar para dirigirnos a Dios. Nada puede darnos miedo. Y si quizás nos entristece la posibilidad de ofenderle, tampoco eso nos lleva a vivir con temor porque tenemos siempre la posibilidad de ser perdonados. El amor de Dios es tan grande que le lleva incluso a olvidar voluntariamente nuestras ofensas y a perdonarnos.
En continua alegría por todos los «lugares» de la presencia de Dios, nada nos quitará la paz a pesar de que las dificultades puedan llegar a ser muy grandes y verdaderamente dolorosas. «Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros?» (Rm 8,31). La serenidad interior, la fortaleza en medio de las adversidades, son un don que brota de experimentar la continua cercanía del Señor. Lo que sucede a nuestro alrededor es también ocasión permanente para llevar todo al Señor.
«Somos almas contemplativas –dice san Josemaría–, con un diálogo constante, tratando al Señor a todas horas: desde el primer pensamiento del día al último pensamiento de la noche: porque somos enamorados y vivimos de amor, traemos puesto de continuo nuestro corazón en Jesucristo Señor Nuestro, llegando a él por su madre santa María y, por él, al Padre y al Espíritu Santo»[34-ma-5].
[34-ma-1] Francisco, Ángelus, 13-XI-2016.
[34-ma-2] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 58.
[34-ma-3] San Agustín, Sermón 227.
[34-ma-4] San Juan Pablo II, Enc. Ecclesia de Eucharistia, n. 1.
[34-ma-5] San Josemaría, Cartas 2, n. 59b.
Litus (Kismarus- Budapest) cdc
Miércoles XXXIV del tiempo ordinario
- El testimonio del martirio.
- Mártires en lo ordinario.
- La fecundidad de la vida de un apóstol en el mundo.
JESÚS HABÍA RESPONDIDO varias preguntas de sus oyentes cuando, casi al final, uno de ellos comienza a elogiar la belleza del Templo de Jerusalén. El Señor toma pie del comentario para, sorprendentemente, hablar de su futura destrucción y, con mayor misterio todavía, para decir algunas cosas sobre el fin de los tiempos. Este discurso escatológico de Cristo –es decir, sobre lo que sucederá al final– no pasó desapercibido a ninguno de los evangelistas, pues lo encontramos en los tres evangelios sinópticos; y es lo que la liturgia de la Iglesia nos propone reflexionar esta semana, en los últimos días del tiempo ordinario.
No sabremos cuándo llegará el final, Dios mismo no ha querido revelarlo. Pero el Evangelio de hoy nos impulsa a «dar testimonio» en todo tiempo y en cualquier circunstancia, permaneciendo siempre en actitud de espera. El martirio es el mayor testimonio de fe en Jesucristo. De hecho, la palabra mártir proviene del griego y significa «testimonio». Jesús no es ajeno a que, desde los inicios del cristianismo hasta nuestros días, algunos hermanos nuestros sufrirán esta persecución: «Os echarán mano y os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a las cárceles, llevándoos ante reyes y gobernadores por causa de mi nombre: esto os sucederá para dar testimonio» (Lc 21,12-13).
«Los mártires son los que sacan adelante la Iglesia, los que han sostenido la Iglesia y la sostienen hoy (...). Muchos cristianos en el mundo hoy son bienaventurados porque son perseguidos, insultados, encarcelados. Hay tantos en la cárcel solo por llevar una cruz o por confesar a Jesucristo. Esa es la gloria de la Iglesia, nuestro apoyo y también nuestra humillación (...). En los primeros siglos de la Iglesia un antiguo escritor decía: “La sangre de los mártires es semilla de los cristianos”. Ellos con su martirio, con su testimonio, con su sufrimiento, también dando la vida, ofreciendo la vida, siembran cristianos para el futuro»[34-mi-1].
«ESTE MUNDO en que vivimos tiene necesidad de la belleza para no caer en la desesperanza. La belleza, como la verdad, pone alegría en el corazón de los hombres; es el fruto precioso que resiste a la usura del tiempo, que une a las generaciones»[34-mi-2]. El resplandor de una vida cristiana humilde y alegre es fuente de esperanza para nuestro mundo. Cada esfuerzo que, unidos a Dios, llevamos a cabo en nuestra jornada, es ocasión para dar testimonio; en las cosas del día a día podemos permanecer cerca de todos los cristianos, especialmente de quienes sufren dificultades y nos necesitan.
San Josemaría recordaba que «el modo específico de contribuir los laicos a la santidad y al apostolado de la Iglesia es la acción libre y responsable en el seno de las estructuras temporales, llevando allí el fermento del mensaje cristiano. El testimonio de vida cristiana, la palabra que ilumina en nombre de Dios, y la acción responsable, para servir a los demás contribuyendo a la resolución de los problemas comunes, son otras tantas manifestaciones de esa presencia con la que el cristiano corriente cumple su misión divina»[34-mi-3].
Es probable que la llamada de Dios a cada uno de nosotros sea la de vivir coherentemente la fe en cualquier circunstancia: en nuestro trabajo, en nuestra familia, con nuestros amigos; quizá el martirio al que estamos llamados será constante, en las cosas ordinarias hechas con cariño, mientras procuramos hacer felices a los demás. «Quieres ser mártir. Yo te pondré un martirio al alcance de la mano: ser apóstol y no llamarte apóstol, ser misionero –con misión– y no llamarte misionero, ser hombre de Dios y parecer hombre de mundo: ¡pasar oculto!»[34-mi-4].
QUÉ SORPRESAS nos deparará el final de nuestra vida, cuando descubramos el inmenso bien que hemos hecho durante los años que Dios nos ha regalado aquí en la tierra. Descubriremos con asombro los frutos de nuestro testimonio cristiano, que muchas veces pensamos que pasa desapercibido o incluso nos engañamos pensando que no es fecundo. Al final veremos que nuestro apostolado ha sido mucho más eficaz de lo que nos parece.
San Pedro, en una de sus cartas, aseguraba a los primeros cristianos: «¿Quién podrá haceros daño, si sois celosos del bien? De todos modos, si tuvierais que padecer por causa de la justicia, bienaventurados vosotros: No temáis ante sus intimidaciones, ni os inquietéis, sino glorificad a Cristo Señor en vuestros corazones» (1 P 3,13-15). La lealtad que Dios espera implica, de una parte, la convicción de que estamos muy protegidos siempre por él; y, de otra, el deseo de perseverar en nuestro testimonio humilde y escondido.
No vale la pena detenerse en los obstáculos del camino. «El desaliento es enemigo de tu perseverancia –escribe san Josemaría–. Si no luchas contra el desaliento, llegarás al pesimismo, primero, y a la tibieza, después. Sé optimista»[34-mi-5]. No sabemos cuándo llegará el final, pero en la tierra podemos estar siempre alegres porque, incluso en las dificultades, sabemos que Dios es el Señor de la historia. Y queremos que el mundo sea más de Dios con la esperanza de ver, al final de los tiempos, a nuestra Madre, María, que nos espera.
[34-mi-1] Francisco, Homilía, 30-I-2017.
[34-mi-2] San Pablo VI, Mensaje a los artistas, 8-XII-1965.
[34-mi-3] San Josemaría, Conversaciones, n. 59.
[34-mi-4] San Josemaría, Camino, n. 848.
[34-mi-5] Ibídem, n. 988.
Litus (Kismarus- Budapest) cdc
Jueves XXXIV del tiempo ordinario
- La brevedad de nuestra vida.
- Dios nos acompañará al final del camino.
- La urgencia de hacer felices a los demás.
PENSAR EN LA BREVEDAD de la vida y considerar que nuestro paso por la tierra tiene un final puede producirnos temor. «Cuando veáis a Jerusalén cercada por ejércitos, sabed que ya se acerca su desolación (...). Habrá signos en el sol y la luna y las estrellas, y en la tierra angustia de las gentes, consternadas por el estruendo del mar y de las olas» (Lc 21,20-25), dice hoy Jesús en el discurso escatológico que la Iglesia nos presenta en la liturgia. De hecho, pocos años después, al ver que los ejércitos rodeaban la ciudad, algunos cristianos que recordaban las palabras del Señor efectivamente huyeron a Transjordania[34-j-1].
Sin embargo, los apóstoles habían vivido una ocasión parecida a la que describe Jesús, con un mar agitado y grandes olas. Lo tenían bien guardado en su memoria. Aquella vez estuvieron sobre una barca y todo parecía indicar que morirían ahogados en la tempestad. Entonces, el Señor se había levantado, había calmado las aguas y serenado sus ánimos. «“¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?”. El comienzo de la fe es saber que necesitamos la salvación. No somos autosuficientes, solos nos hundimos. Necesitamos al Señor como los antiguos marineros necesitaban las estrellas. Invitemos a Jesús a la barca de nuestra vida. Entreguémosle nuestros temores para que los venza. Al igual que los discípulos, experimentaremos que, con él a bordo, no se naufraga. Esta es la fuerza de Dios: convertir en algo bueno todo lo que nos sucede, incluso lo malo. Él trae serenidad en nuestras tormentas, porque con Dios la vida nunca muere»[34-j-2].
San Josemaría miraba con mucha seguridad las realidades últimas que la Iglesia nos propone considerar estos días. A algunas personas «la muerte les para y sobrecoge. A nosotros, la muerte –la Vida– nos anima y nos impulsa. Para ellos es el fin: para nosotros, el principio»[34-j-3].
EN MUCHOS SARCÓFAGOS antiguos se representa la figura de Cristo mediante la imagen del buen pastor. En el arte romano, «el pastor expresaba generalmente el sueño de una vida serena y sencilla, de la cual tenía nostalgia la gente inmersa en la confusión de la ciudad. Pero ahora la imagen era contemplada en un nuevo escenario que le daba un contenido más profundo: “El Señor es mi pastor, nada me falta... Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo”. El verdadero pastor es aquel que conoce también el camino que pasa por el valle de la muerte; aquel que incluso por el camino de la última soledad, en el que nadie me puede acompañar, va conmigo guiándome para atravesarlo: él mismo ha recorrido este camino, ha bajado al reino de la muerte, la ha vencido, y ha vuelto para acompañarnos ahora y darnos la certeza de que, con él, se encuentra siempre un paso abierto. Saber que existe aquel que me acompaña incluso en la muerte y que con su “vara y su cayado me sosiega”, de modo que “nada temo”, era la nueva esperanza que brotaba en la vida de los creyentes»[34-j-4].
Llegará el momento, cuando Dios quiera y como Dios quiera, en el que el Señor nos llamará a su presencia. La Iglesia pone en labios del sacerdote que asiste a un moribundo unas palabras especiales para esos instantes: «Entra en el lugar de la paz y que tu morada esté junto a Dios (…), con Santa María Virgen, Madre de Dios, con san José y todos los ángeles y santos (…). Te entrego a Dios, y, como criatura suya, te pongo en sus manos, pues es tu Hacedor, que te formó del polvo de la tierra»[34-j-5]. Considerar que saldremos de este mundo sin nada, nos puede ayudar a vivir con mayor ligereza para movernos al ritmo de Dios. ¿Qué es realmente lo importante? ¿Qué he de custodiar en el corazón para que, cuando llegue el momento, atraviese el umbral de la vida terrena hacia la eternidad sin congojas? Sabemos bien que solo el amor está destinado a durar para siempre. Nos hacemos eternos al entregarnos cada día, en cada cosa que hacemos.
SABER QUE NUESTRO TIEMPO es limitado aviva el sentido de misión que tiene nuestra vida de bautizados. Nos impulsa a aprovechar cada día como si fuese el último. ¿Qué aspiración es más grande que llevar la felicidad eterna a quienes nos rodean? Lo haremos gradualmente, uno a uno, pensando en las circunstancias de cada persona concreta, tratando de discernir qué pasos quiere dar Dios en sus corazones… pero con esa prisa de saber que cada momento es único, que el tiempo se nos escapa de entre las manos. «Si el Señor te ha llamado “amigo”, has de responder a la llamada, has de caminar a paso rápido, con la urgencia necesaria, ¡al paso de Dios!»[34-j-6].
«La amistad multiplica las alegrías y ofrece consuelo en las penas; la amistad del cristiano desea la felicidad más grande –la relación con Jesucristo– para quienes tiene cerca. Pidamos, como hacía san Josemaría: “¡Danos, Jesús, un corazón a la medida del tuyo!”. Ese es el camino. Solo identificándonos con los sentimientos de Cristo –tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús (Fil 2,5)– podremos llevar esa alegría plena a nuestra casa, a nuestro trabajo y a todos los lugares en los que nos encontremos, a través de nuestra amistad»[34-j-7].
Identificarse con los sentimientos del Señor, sin miedo a la muerte porque nos lleva al cielo, y con la inquietud de llevar hacia esa felicidad a las personas que queremos, podría ser un buen resumen de la vida cristiana en esta tierra. Queremos llegar a la presencia de Dios rodeados de nuestros familiares y amigos, para compartir la vida con Jesús y María durante toda la eternidad.
[34-j-1] Cfr. Eusebio de Cesarea, Historia ecclesiastica, 3, 5.
[34-j-2] Francisco, Momento extraordinario de oración en tiempos de pandemia, 27-III-2020.
[34-j-3] San Josemaría, Camino, 738.
[34-j-4] Benedicto XVI, Spe salvi, n. 6.
[34-j-5] Rito de la Unción de Enfermos y de su cuidado pastoral.
[34-j-6] San Josemaría, Surco, n. 629.
[34-j-7] Mons. Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 1-XI-2019, n. 23
Litus (Kismarus- Budapest) cdc
Viernes XXXIV del tiempo ordinario
- Las palabras de Jesús nos cambian.
- La Sagrada Escritura: cercanía de Dios que nos acerca a los demás.
- El Evangelio es siempre nuevo.
EN ESTE VIERNES, último del tiempo ordinario, dice Jesús en el Evangelio: «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán» (Lc 21,33). Aunque en aquel momento hablaba concretamente de la profecía sobre la ruina de Jerusalén, la palabra de Dios incide cada vez que la escuchamos en la oración, en la liturgia, en la lectura de la Sagrada Escritura… Si no ofrecemos resistencia, nos transforman poco a poco por dentro, no pasan sin cambiar las cosas. «El Señor dijo “hágase la luz”, y se hizo» (Gén 1,3), dicen los primeros versículos del Génesis.
San Josemaría, al repasar con atención la vida de Cristo, afirmaba que «para todos tiene una palabra, para todos abre sus labios dulcísimos; y les enseña, les adoctrina, les lleva nuevas de alegría y de esperanza, con ese hecho maravilloso, único, de un Dios que convive con los hombres. Unas veces les habla desde la barca, mientras están sentados en la orilla; otras, en el monte, para que toda la muchedumbre oiga bien; otras veces, entre el ruido de un banquete, en la quietud del hogar, caminando entre los sembrados, sentados bajo los olivos. Se dirige a cada uno, según lo que cada uno puede entender: y pone ejemplos de redes y de peces, para la gente marinera; de semillas y de viñas, para los que trabajan la tierra; al ama de casa, le hablará de la dracma perdida; a la samaritana, tomando ocasión del agua que la mujer va a buscar al pozo de Jacob»[34-v-1].
Las palabras del Señor no pasarán porque siempre encuentran un camino concreto para llegar hasta lo más profundo de cada uno de nosotros. «Creo todo lo que ha dicho el Hijo de Dios, nada hay más verdadero que esta palabra de verdad», repetimos en el himno Adoro Te devote, porque Cristo mismo es la verdad.
DIOS HA QUERIDO quedarse cerca de nosotros de muchas maneras, y una de ellas es en la Sagrada Escritura. «La Palabra de Dios nos permite constatar esta cercanía, porque –dice el Deuteronomio– no está lejos de nosotros, sino que está cerca de nuestro corazón (cfr. Dt 30,14). Es antídoto contra el miedo de quedarnos solos ante la vida (...). La Palabra de Dios infunde esta paz, pero no deja “en paz”. Es una Palabra de consolación, pero también de conversión. “Conviértanse”, dijo Jesús justo después de haber proclamado la cercanía de Dios. Porque con su cercanía terminó el tiempo en el que se toman las distancias de Dios y de los otros, terminó el tiempo en el que cada uno piensa solo en sí mismo y sigue adelante por su cuenta. Esto no es cristiano, porque quien experimenta la cercanía de Dios no puede distanciarse del prójimo, no puede alejarlo con indiferencia. En este sentido, quien es asiduo a la Palabra de Dios recibe saludables cambios existenciales: descubre que la vida no es el tiempo para esconderse de los otros y protegerse a sí mismo, sino la ocasión para ir al encuentro de los demás en el nombre del Dios cercano»[34-v-2].
La lectura de la Sagrada Escritura es, a la vez, cercanía con Dios y cercanía con los demás; es una lectura que nos transforma y nos acerca a quienes nos rodean. «Al abrir el santo Evangelio –aconsejaba san Josemaría–, piensa que lo que allí se narra, obras y dichos de Cristo, no solo has de saberlo, sino que has de vivirlo. Todo, cada punto relatado, se ha recogido, detalle a detalle, para que lo encarnes en las circunstancias concretas de tu existencia. El Señor nos ha llamado a los católicos para que le sigamos de cerca y, en ese texto santo, encuentras la vida de Jesús; pero, además, debes encontrar tu propia vida. Aprenderás a preguntar tú también, como el Apóstol, lleno de amor: “Señor, ¿qué quieres que yo haga?” ¡La voluntad de Dios!, oyes en tu alma de modo terminante. Pues, toma el Evangelio a diario, y léelo y vívelo como norma concreta. Así han procedido los santos»[34-v-3].
«AFIRMABA SAN IRENEO: “Cristo, en su venida, ha traído consigo toda novedad”. Él siempre puede, con su novedad, renovar nuestra vida y nuestra comunidad (...), la propuesta cristiana nunca envejece. Jesucristo también puede romper los esquemas en los cuales pretendemos encerrarlo y nos sorprende con su constante creatividad divina. Cada vez que intentamos volver a la fuente y recuperar la frescura original del Evangelio, brotan nuevos caminos, métodos creativos, otras formas de expresión, signos más elocuentes, palabras cargadas de renovado significado para el mundo actual. En realidad, toda auténtica acción evangelizadora es siempre “nueva”»[34-v-4].
En la Sagrada Escritura habla el Espíritu Santo, el mismo Consolador que Jesús prometió que nos enviaría hasta el final de los tiempos (cfr. Jn 15,26). Por eso, allí se nos revelan las mismas verdades que Dios suscita en nuestro interior. «La Palabra de Dios, en efecto, no se contrapone al hombre, ni acalla sus deseos auténticos, sino que más bien los ilumina, purificándolos y perfeccionándolos. Qué importante es descubrir en la actualidad que solo Dios responde a la sed que hay en el corazón de todo ser humano»[34-v-5].
La lectura del Evangelio nos impulsa por caminos nuevos y nos adentra, junto a Jesús, en el conocimiento sobre quién somos verdaderamente: hijos de un mismo Padre. En este camino nos acompaña María. Aunque, como dice san Juan Pablo II, «hubiéramos deseado indicaciones más abundantes que nos permitieran conocer mejor a la Madre de Jesús»[34-v-6], tenemos varios relatos de la infancia de Cristo y pasajes que nos indican cuál era el lugar de María en la comunidad cristiana. Dejémonos acompañar por ella en nuestra lectura de la Sagrada Escritura.
[34-v-1] San Josemaría, Cartas 4, n. 2.
[34-v-2] Francisco, Homilía, 24-I-2021.
[34-v-3] San Josemaría, Forja, n. 754
[34-v-4] Francisco, Evangelii gaudium, n. 11
[34-v-5] Benedicto XVI, Verbum Domini, n. 23
[34-v-6] San Juan Pablo II, Audiencia, 8-XI-1995.
Litus (Kismarus- Budapest) cdc
Sábado XXXIV del tiempo ordinario
- Una sana actitud de vigilancia.
- La libertad que nos dan las virtudes.
- Las virtudes nos unen a los demás.
A LAS PUERTAS del tiempo de Adviento, que siempre nos llena de esperanza, escuchamos un último mensaje de vigilancia. «Vigilaos a vosotros mismos –se recoge en el Evangelio de este sábado–, para que vuestros corazones no estén ofuscados por la crápula, la embriaguez y los afanes de esta vida» (Lc 21,34). Son consejos breves y concretos que escuchamos directamente de labios del Señor. La actitud de quien vigila puede entenderse de dos modos. Por un lado, como si fuera un encargado de controlar que todo transcurra en orden, dando la alerta si se rompe esa quietud. O, por otro lado, puede ser la de la persona que está en vigilia, en gozosa espera ante algo que está por llegar. En este segundo caso tiene que ver con la cercanía de un evento importante y es comprensible que la expectación pueda incluso robar horas al sueño. Lo que está por venir nos interesa tanto, que no queremos despistarnos. Por eso queremos evitar todo aquello que pueda hacernos perder la orientación de lo que verdaderamente ansiamos.
Los tres ejemplos que pone el Señor son claros. Lo que suele enredarnos está en relación con los excesos y con las cosas que nos agobian de manera desordenada. Se nos nubla la inteligencia cuando cedemos en la lucha por los buenos hábitos, cuando intentamos evadirnos de los aspectos a veces difíciles de lo cotidiano, o cuando sucumbimos a dar mil vueltas y vueltas a lo que nos preocupa. Por eso, si queremos cultivar la actitud de vigilia amable ante la llegada del Señor –sea ante su segunda venida al final de los tiempos, o ante el recuerdo de su primera venida en Navidad– queremos evitar esas posibles trabas. ¿Cómo hacerlo? Jesús mismo nos lo dice en el Evangelio: «Vigilad orando en todo tiempo, a fin de que podáis evitar todos estos males que van a suceder, y estar en pie delante del Hijo del Hombre» (Lc 21,36). Con palabras de san Josemaría, podríamos decir también que «para custodiar el Amor se precisa la prudencia, vigilar con cuidado y no dejarse dominar por el miedo»[34-s-1].
ANHELAMOS PERMANECER despiertos para recibir al Señor. Su futura llegada nos devuelve las energías, sabernos fortalecidos por quien nos aguarda en la meta es lo que nos da esperanza. «La felicidad personal no depende de los éxitos que conseguimos sino del amor que recibimos y del amor que damos»[34-s-2]; nuestra alegría está en esa relación que cultivamos a la espera de un Dios que nos invita a compartirla con los demás.
En ese proceso de no enredarnos en lo que no nos lleva hacia Dios, resulta clave el empeño en vivir en vigilia a través de las virtudes. Con ellas aprendemos a recibir el amor de Dios para después regalarlo a quienes nos rodean. Las virtudes son un camino de libertad porque nos liberan de las diversas esclavitudes. ¿Qué hay más importante en la vida que ser libres para dejarse alcanzar por Cristo? En este recorrido en el que vamos aprendiendo a buscar lo que nos lleva a Jesús, las virtudes nos ayudan a gozar de una cierta «connaturalidad» con el verdadero bien, hacen que nos guste cada vez más escoger las cosas buenas que nos acercan a Dios[34-s-3] y nos ayudan a sostener esa elección.
Las virtudes humanas nos permiten estar –como nos señala hoy el Evangelio– «de pie ante el Hijo del Hombre» (Lc 21,36), nos permiten superar los agobios de cada día con un señorío particular; son parte de ese «cuidado» que nos pide el Señor. En algún momento pueden parecer un peso pero, vivificadas por la caridad, nos llevan a reflejar una imagen cada vez más clara de Jesús. «Cualquier otra carga te oprime y abruma –señala san Agustín–, mas la carga de Cristo te alivia el peso. Cualquier otra carga tiene peso, pero la de Cristo tiene alas. Si a un pájaro le quitas las alas, parece que le alivias del peso, pero cuanto más le quites ese peso, tanto más le atas a la tierra. Ves en el suelo al que quisiste aliviar de un peso; restitúyele el peso de sus alas y verás como vuela»[34-s-4].
LAS VIRTUDES SON CAMINO para amar y gustar las cosas buenas. «Pondus meum amor meus: mi amor es mi peso, decía san Agustín (Confesiones, XIII, 9,10), refiriéndose, no al hecho evidente de que a veces amar sea costoso, sino a que el amor que llevamos en el corazón es lo que nos mueve, lo que nos lleva a todas partes»[34-s-5].
Las virtudes nunca nos aíslan, sino que necesariamente nos unen a los demás. «Hemos de considerar –decía san Josemaría– que la decisión y la responsabilidad están en la libertad personal de cada uno, y por eso las virtudes son radicalmente personales. Sin embargo –continuaba–, en esa batalla de amor nadie pelea solo, ninguno es un verso suelto, suelo repetir: de alguna manera, nos ayudamos o nos perjudicamos. Todos somos eslabones de una misma cadena. Pide ahora conmigo, a Dios Señor Nuestro, que esa cadena nos ancle en su corazón, hasta que llegue el día de contemplarle cara a cara en el cielo para siempre»[34-s-6]. En la medida en que luchamos por ser mejores, ayudamos también a los demás. Todo ese comenzar y recomenzar, llenos de alegría, nos empuja a la contemplación del Señor, también en quienes nos rodean.
Es verdad que las virtudes humanas nos permiten dar lo mejor de cada uno, pero sobre todo nos disponen a recibir las sobrenaturales, que vienen de Dios: la fe, la esperanza y la caridad. En el fondo, nos disponen para abrirnos al amor de Dios. Al final del año litúrgico cultivamos en el corazón esa íntima aspiración: que nuestra existencia entera sea para el Señor… Desde las acciones más habituales hasta las decisiones más meditadas e importantes. En este camino nos ayuda santa María, con las manos delicadas que hicieron crecer a Jesús y que contemplaremos frecuentemente este tiempo de Adviento que se avecina.
[34-s-1] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 180
[34-s-2] Mons. Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 1-XI-2019, n. 17
[34-s-3] Cfr. san Juan Pablo II, Veritatis splendor, n. 64
[34-s-5] Mons. Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 9-I-2018, n. 7.
[34-s-6] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 76.