"Meditaciones breves" fiestas y memorias

Autor
AA.VV
Publicación
OpusDei.org

25 de enero - Conversión de san Pablo

  • La gracia de Dios convierte a Pablo.
  • El Señor cuenta con nosotros, como contó con san Pablo.
  • San Pablo es un modelo para alcanzar la unidad.

26 de enero -  Santos Timoteo y Tito

  • Dos colaboradores fieles de san Pablo.
  • El alimento de la Sagrada Escritura.
  • La evangelización la hace Dios mismo.

2 de febrero - Fiesta de la Presentación del Señor en el Templo

  • La fiesta del encuentro.
  • Simeón era un hombre esperanzado.
  • Impulsados por el Espíritu Santo.

14 de febrero - Fundación de la sección femenina y de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz

  • Se han abierto los caminos divinos de la tierra.
  • La Obra es una familia.
  • Mujeres y sacerdotes para iluminar el mundo.

22 de febrero - Fiesta de la Cátedra de san Pedro

  • ¿Qué piensa Dios de nosotros?
  • El fundamento visible de unidad en la Iglesia.
  • Ayudar al Romano Pontífice con la oración.

25 de marzo. Solemnidad de la Anunciación del Señor

  • Dios diviniza nuestra vida.
  • Contemplar la vida de Jesús.
  • Una divinidad muy humana.

Abril 25 – San Marcos

  • Un Evangelio rico en detalles.
  • Marcos, amigo de Pablo.
  • Dejar la seguridad de la orilla.

Abril 29 - Santa Catalina de Siena

  • Al servicio de la caridad y de la conversión de los pecadores.
  • La verdadera sabiduría es sintonizar con elcorazón de Dios.
  • Compartir nuestra fe con los demás.

Mayo 1 - San José obrero

  • La normalidad de la Sagrada Familia.
  • Trabajar bien y servir a los demás.
  • El trabajo se ordena al amor.

Mayo 3 - Santos Felipe y Santiago

  • La auténtica fe atrae.
  • Magnanimidad y audacia de los apóstoles.
  • Vivir con Cristo nos impulsa a darlo a los demás.

Mayo 12 - Beato Álvaro del Portillo

  • Confianza en la gracia de Dios.
  • Una lealtad humilde y sonriente al servicio de los demás.
  • El beato Álvaro fue un buen pastor.

Mayo 13 - Virgen de Fátima

  • Un impulso al santo rosario.
  • La paz es fruto de la oración y reparación por los pecados.
  • El corazón de María triunfa frente al pecado.

Mayo 14 - San Matías

  • Toda vocación es un don gratuito.
  • San Matías conocía la vida de Jesús.
  • Dios cuenta con todos en su plan de salvación.

Mayo 18 - Beata Guadalupe Ortiz de Landázuri

  • Guadalupe y la vida ordinaria.
  • Cada santo es una hazaña de Dios.
  • La alegría de seguir al Señor.

11 junio - San Bernabé

  • Colaborador de san Pablo.
  • Una vida intensa y fecunda.
  • Diversidad entre los primeros cristianos.

22 de junio - Santo Tomás Moro

  • Buen marido y padre de familia.
  • Llevar la luz del Evangelio a todos los rincones.
  • Un heroísmo forjado día a día.

San Juan Bautista - 24 de junio

  • Dios elige a cada uno.
  • Preparar los caminos de Jesús.
  • Humildad en el apostolado.

San Josemaría - 26 de junio

  • Llamada a la santidad en lo ordinario.
  • Contemplativos en medio del mundo.
  • Apostolado de amistad.

San Pedro y san Pablo – 29 de junio

  • Una Iglesia liberada por el encuentro con Cristo.
  • Pedro: entregar la debilidad a Dios.
  • Pablo: un corazón sin barreras.

8 de septiembre – Natividad de la Virgen

  • Alegría por el nacimiento de María.
  • La obra maestra de la creación.
  • Dios es fiel y no falta a sus promesas.

12 de septiembre - Dulce Nombre de María

  • Una madre cercana, a la que llamamos por el nombre.
  • Esperanza en medio de las dificultades.
  • María nos lleva a Jesús.

14 de septiembre – Exaltación de la Santa Cruz

  • La Cruz, recuerdo del amor de Cristo.
  • Comprender el sentido de la Cruz.
  • Símbolo de victoria.

15 de septiembre – Nuestra Señora la Virgen de los Dolores

  • El martirio interior de María.
  • Las lágrimas de la Virgen.
  • Un corazón compasivo.

21 de septiembre – San Mateo

  • El encuentro de Mateo con Jesús.
  • Un amor que guía en las dificultades.
  • Reconocerse pecador.

29 de septiembre – Santo Arcángeles

  • San Miguel y el poder de Dios.
  • Los mensajes de san Gabriel.
  • San Rafael, un joven alegre.

2 de ocutubre, Fundación del Opus Dei

  • El Opus Dei ha sido querido por Dios.
  • Contemplativos en medio del mundo.
  • Colaborar en una iniciativa divina.

4 de octubre – San Francisco de Asís

  • La pobreza, camino hacia Jesús.
  • El tesoro del pobre de espíritu.
  • Al servicio de los demás.

6 de octubre – Aniversario de la canonización de san Josemaría

  • San Josemaría dejó obrar a Dios.
  • La figura de los santos.
  • Cercanía e intercesión.

7 de octubre – Virgen del Rosario

  • El rosario nos lleva hacia Jesús.
  • Un camino para la vida contemplativa.
  • Por la paz y la familia.

Noviembre 1 - Solemnidad de todos los santos

  • Vivir las Bienaventuranzas que predicó Jesús.
  • La santidad es dejar obrar a Dios.
  • Nos apoyamos a través de la comunión de los santos.

Noviembre 2 - Conmemoración de todos los fieles difuntos

  • Jesús nos promete una morada en el cielo
  • Las almas del purgatorio y nuestra intercesión por ellas
  • Ayuda mutua con las almas del purgatorio

Noviembre 8 - San Severino, mártir

  • La unidad es un don.
  • Para alegrar a Dios y para que el mundo crea.
  • La comunión nos abre hacia los demás.

9 de noviembre - Dedicación de la basílica de San Juan de Letrán

  • La primera cátedra papal.
  • Adorar en el corazón y en el templo.
  • El cuidado de lo que está destinado al culto.

18 de noviembre - Dedicación de las Basílicas de San Pedro y San Pablo

  • Pedro y Pablo, columnas de la fe.
  • Eran distintos, pero los unía el Evangelio.
  • Somos piedras vivas del templo que es la Iglesia.

 

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25 de enero - Conversión de san Pablo

  • La gracia de Dios convierte a Pablo.
  • El Señor cuenta con nosotros, como contó con san Pablo.
  • San Pablo es un modelo para alcanzar la unidad.

CONCLUYE esta semana de oración por la unión de los cristianos conmemorando la conversión de san Pablo. «Saulo —se lee en la primera lectura de la Misa— respirando todavía amenazas y muerte contra los discípulos del Señor, se presentó ante el Sumo Sacerdote» (Hch 9,1-2). Pablo era un defensor a ultranza de la ley de Moisés y, a sus ojos, la doctrina de Cristo era un peligro para el judaísmo. Por eso no vacilaba en dedicar todos sus esfuerzos al exterminio de la comunidad cristiana. Había consentido en la muerte de Esteban y, no satisfecho aún, «hacía estragos en la Iglesia, iba de casa en casa, apresaba a hombres y mujeres y los metía en la cárcel» (Hch 8,3).

Se dirige a Damasco, donde ha prendido la semilla de la fe, con plenos poderes para «llevar detenidos a Jerusalén a quienes encontrara, hombres y mujeres, seguidores del Camino» (Hch 9,2). Pero el Señor tenía para él unos planes distintos. Cerca ya de Damasco «de repente le envolvió de resplandor una luz del cielo. Y cayendo en tierra oyó una voz que le decía: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Respondió: ¿Quién eres tú, Señor? Y él: Yo soy Jesús, a quien tú persigues» (Hch 9,3-5). Nunca olvidará san Pablo ese encuentro personal con Cristo resucitado. Muchos años después, convertido ya en testigo incansable de la fe, lo recordaba con frecuencia: «En último lugar —escribe a los Corintios—, como un abortivo, se me apareció a mí también. Porque yo soy el menor de los apóstoles, que no soy digno de ser llamado apóstol, ya que perseguí a la Iglesia de Dios. Pero por la gracia de Dios soy lo que soy» (1Co 15,8-10).

Pensando en estas escenas, comentaba san Josemaría: «¿Qué preparación tenía San Pablo cuando Cristo lo derriba del caballo, lo deja ciego y le llama al apostolado? ¡Ninguna! Sin embargo, cuando él responde y dice: Señor, ¿qué quieres que haga? (Hch 9,6), Jesucristo le escoge para Apóstol» [25-I-1]. Todo el afán que antes le llevaba a perseguir a los cristianos, le empuja ahora —con una fuerza nueva, más grande de lo que nunca soñó— a difundir por todos los rincones de la tierra la fe en Cristo. Nada habrá ya capaz de apartarle del cumplimiento de su tarea: su vida quedó marcada por aquel encuentro en el camino de Damasco, que fue el inicio de su vocación.

LA ANSIADA unión de los cristianos es un don que hemos de pedir insistentemente al Espíritu Santo. La gracia, si es gracia, recuerda san Agustín, «gratuitamente se da» [25-I-2]. Sabemos que «Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1Tm 2,4), y sabemos también que para esto cuenta con nuestra colaboración para que —mediante nuestra vida y nuestra palabra— demos testimonio de la alegría que da vivir con Cristo. En esta misión siempre está vigente lo que se preguntaba san Pablo pensando en las personas que le rodeaban: «¿Cómo invocarán a aquél en quien no creyeron? ¿O cómo creerán, si no oyeron hablar de él? ¿Cómo oirán sin alguien que predique? ¿Y cómo predicarán, si no son enviados?» (Rm 10,14-15).

El fundamento sobre el que san Pablo apoyó toda su incansable labor de transmitir el Evangelio es haber encontrado personalmente a Jesús: «¿No soy apóstol? ¿No he visto a Jesús el Señor nuestro?» (1Co 9,1). Solo regresando frecuentemente a ese momento, renovándolo a diario, pudo el apóstol de los gentiles atraer a tantas personas hacia el encuentro con quien había cambiado radicalmente el sentido de su propia vida. Y es también allí, en nuestro encuentro con Cristo, donde nosotros encontraremos el impulso para colaborar en reunir, otra vez, a todos los cristianos. Benedicto XVI, al advertir precisamente en la fuerza que movía a san Pablo, señalaba que, «en definitiva, es el Señor el que constituye a uno en apóstol, no la propia presunción. El apóstol no se hace a sí mismo; es el Señor quien lo hace; por tanto, necesita referirse constantemente al Señor. San Pablo dice claramente que es apóstol por vocación» [25-I-3].

San Josemaría solía imaginar las circunstancias en las que vivió san Pablo: un enorme imperio que rendía culto a falsos dioses y en el que las costumbres contrastaban con la vida de quienes seguían a Jesús. En aquel momento –decía san Josemaría– el mensaje del Evangelio era «todo lo contrario a lo que hay en el ambiente, pero San Pablo que sabe, que ha paladeado intensamente la alegría de ser de Dios, se lanza seguro a la predicación, y lo hace en todo instante, también desde la prisión» [25-I-4]. Consciente de que el auténtico encuentro con Cristo solo nos puede llevar a la felicidad, san Pablo explicaba a los Corintios las razones que le movían a evangelizar: «No porque pretendamos dominar sobre vuestra fe, sino que contribuimos a vuestro gozo» (2Co 1,24).

«APRENDE a orar, aprende a buscar, aprende a pedir, aprende a llamar: hasta que halles, hasta que recibas, hasta que te abran» [25-I-5]. El mejor camino para que el Señor conceda a su Iglesia la gracia de la unión de todos los cristianos será una perseverante oración. Nos lo enseña san Pablo: tan pronto le ayudaron a levantarse del suelo marchó a Damasco, «y permaneció tres días sin vista y sin comer ni beber» (Hch 9,9). Solo al cabo de ese tiempo dedicado a la plegaria y a la penitencia, manda Dios a su siervo Ananías: «Ve, porque éste es mi instrumento elegido para llevar mi nombre ante los gentiles, los reyes y los hijos de Israel. Yo le mostraré lo que habrá de sufrir a causa de mi nombre» (Hch 9,15).

Conscientes de que todo trabajo apostólico –también la ansiada unidad de los cristianos– no depende exclusivamente de nuestras fuerzas, lo más importante es disponernos adecuadamente para acoger los dones de Dios. Todo lo que nos lleve a fomentar esta disponibilidad interior, para que Cristo pueda desplegar en nosotros su voluntad, es una tarea eminentemente apostólica. Por eso podemos decir que la oración y el espíritu de penitencia son los principales caminos del ecumenismo: porque solo Jesús es quien puede mover los corazones.

En este sentido, el Papa Francisco se preguntaba: «¿Cómo anunciar el evangelio de la reconciliación después de siglos de divisiones? Es el mismo Pablo quien nos ayuda a encontrar el camino. Hace hincapié en que la reconciliación en Cristo no puede darse sin sacrificio. Jesús dio su vida, muriendo por todos. Del mismo modo, los embajadores de la reconciliación están llamados a dar la vida en su nombre, a no vivir para sí mismos, sino para aquel que murió y resucitó por ellos» [25-I-6]. La conversión de san Pablo es un modelo para dirigirnos hacia la unidad plena. La Iglesia, a través del ejemplo de la vida del apóstol, nos muestra el camino: encuentro con Cristo, conversión personal, oración, diálogo, trabajo en común.

Los discípulos de Jesús en los días posteriores a la Ascensión «se reunían asiduamente junto a María» (Hch 1,14). Confiamos en la intercesión de nuestra Madre para que, como sucedía entonces, alcancemos la unidad entre todos los cristianos: que un día nos volvamos a reunir, todos juntos, a su lado.

[25-I-1] San Josemaría, Notas tomadas en una reunión familiar, 9-IV-1971.

[25-I-2] San Agustín, Enarrationes in Psalmos 31, 2, 7.

[25-I-3] Benedicto XVI, Audiencia general, 10-X-2008.

[25-I-4] San Josemaría, Notas tomadas en una reunión familiar, 25-VIII-1968.

[25-I-5] San Bernardo, Sermo in Ascensione 5, 14.

[25-I-6] Francisco, Homilía, 25-I-2017.

 

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26 de enero -  Santos Timoteo y Tito

  • Dos colaboradores fieles de san Pablo.
  • El alimento de la Sagrada Escritura.
  • La evangelización la hace Dios mismo.

EN EL NUEVO TESTAMENTO se menciona a más de sesenta colaboradores de san Pablo. El Apóstol actuaba acompañado por otros fieles a quienes solía dejar a cargo de las comunidades que iban naciendo. Entre esos colaboradores destacan los santos Timoteo y Tito, cuya memoria recordamos el día siguiente a la fiesta de la conversión de san Pablo.

Timoteo, desde su primera juventud, fue un colaborador fiel de san Pablo: lo acompañó por toda Asia Menor, compartieron prisión al menos una vez y fue enviado a distintas misiones. Es patente que el Apóstol siempre pudo sentir su proximidad, aunque a veces estuvieran lejos físicamente. San Pablo correspondía a este apoyo rezando por él y por su familia, a la que conocía bien: «Continuamente te tengo presente en mis oraciones, noche y día. Al acordarme de tus lágrimas ansío verte para llenarme de gozo. Guardo recuerdo de tu fe sincera, que arraigó primero en tu abuela Loide y en tu madre Eunice» (2 Tm 1,3-5). Así le escribe, probablemente desde Roma, durante su segundo cautiverio que culminaría con el martirio.

Tito también fue un colaborador fiel del Apóstol. Se conserva al menos una carta que recibió de san Pablo y es parte de las llamadas «epístolas pastorales», porque en ellas se ofrecen orientaciones y normas para la buena marcha de las nacientes comunidades cristianas. «Verdadero hijo en la fe que nos es común», dice de Tito, al comienzo de esa carta. Tras darle algunas orientaciones, concluye san Pablo: «Que aprendan también los nuestros a que se les reconozca por sus buenas obras» (Tt 3,14). Es un buen consejo también para nosotros, que deseamos ser apóstoles como Timoteo y Tito: nuestra preocupación sincera por todos será el mejor anuncio del Evangelio.

EN LA SEGUNDA CARTA que escribió a Timoteo, san Pablo agradece la perseverancia de su colaborador y lo insta a permanecer firme, en los siguientes términos: «Desde niño conoces la Sagrada Escritura, que puede darte la sabiduría que conduce a la salvación por medio de la fe en Cristo Jesús. Toda la Escritura es inspirada por Dios y útil para enseñar, para argumentar, para corregir y para educar en la justicia, con el fin de que el hombre de Dios esté bien dispuesto, preparado para toda obra buena» (2 Tim 3,15-17).

Para asimilar bien ese alimento, de manera que nos llene de sabiduría, es preciso fomentar en nuestro corazón una actitud de escucha, de asombro, de diálogo íntimo siempre renovado. «Todos podemos mejorar un poco en este aspecto: convertirnos todos en mejores oyentes de la Palabra de Dios, para ser menos ricos de nuestras palabras y más ricos de sus palabras. Pienso en el sacerdote, que tiene la tarea de predicar. ¿Cómo puede predicar si antes no ha abierto su corazón, no ha escuchado, en el silencio, la Palabra de Dios? (...) Pienso en el papá y en la mamá, que son los primeros educadores: ¿cómo pueden educar si su conciencia no está iluminada por la Palabra de Dios, si su modo de pensar y de obrar no está guiado por ella? (...) Y pienso en todos los educadores: si su corazón no está caldeado por la Palabra, ¿cómo pueden caldear el corazón de los demás, de los niños, los jóvenes, los adultos? No es suficiente leer la Sagrada Escritura, es necesario escuchar a Jesús que habla en ella»[26-I-1].

De 1933 data un documento escrito a mano por san Josemaría. Se trata de unas cuartillas en las que había copiado 112 textos del Nuevo Testamento, precedidos por el siguiente título: «Palabras del Nuevo Testamento, repetidas veces meditadas»[26-I-2]. Si acudimos con asiduidad a la Palabra de Dios, también nosotros tendremos nuestros pasajes destacados, aquellos que guardamos de manera especial en nuestra alma, que nos han dado luz y nos han confirmado en la fe.

JESÚS ELIGE setenta y dos discípulos y los envía de dos en dos, diciéndoles: «La mies es mucha, pero los obreros pocos. Rogad, por tanto, al señor de la mies que envíe obreros a su mies» (Lc 10,2-3). El mensaje es claro: van enviados por el Señor y, aunque el trabajo sea inmenso, es él mismo quien se encargará de fructificar lo que le parezca. Pero eso, san Pablo alienta a Timoteo a poner su esperanza en Dios: «Nos ha llamado con una vocación santa, no en razón de nuestras obras, sino por su designio y por la gracia que nos fue concedida por medio de Cristo Jesús desde la eternidad» (2 Tm 1,8-9). San Josemaría señalaba que «la fe es un requisito imprescindible en el apostolado, que muchas veces se manifiesta en la constancia para hablar de Dios, aunque tarden en venir los frutos»[26-I-3].

«La mies es abundante también hoy. Aunque pueda parecer que grandes partes del mundo moderno, de los hombres de hoy, dan las espaldas a Dios y consideran que la fe es algo del pasado, existe el anhelo de que finalmente se establezcan la justicia, el amor, la paz, de que se superen la pobreza y el sufrimiento, de que los hombres encuentren la alegría. Todo este anhelo está presente en el mundo de hoy, el anhelo hacia lo que es grande, hacia lo que es bueno. Es la nostalgia del Redentor, de Dios mismo, incluso donde se lo niega (...). Al mismo tiempo, el Señor nos da a entender que no podemos ser simplemente nosotros solos quienes enviemos obreros a su mies; que no es una cuestión de gestión, de nuestra propia capacidad organizativa. Los obreros para el campo de su mies los puede enviar solo Dios mismo. Pero los quiere enviar a través de la puerta de nuestra oración»[26-I-4]. María, reina de los apóstoles, acompañó a muchos de los primeros cristianos en este gozoso empeño y, de la misma manera, nos sigue acompañando a nosotros.

[26-I-1] Francisco, Discurso, 4-X-2013.

[26-I-2] Cfr. Studia et Documenta 1 (2007), pp. 259-286.

[26-I-3] San Josemaría, Surco, n. 207.

[26-I-4] Benedicto XVI, Homilía, 5-II-2011.

 

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2 de febrero

Fiesta de la Presentación del Señor en el Templo

  • La fiesta del encuentro.
  • Simeón era un hombre esperanzado.
  • Impulsados por el Espíritu Santo.

PASADOS CUARENTA DÍAS del nacimiento de Jesús, la Sagrada Familia viaja al Templo de Jerusalén con el fin de cumplir dos prescripciones de la Ley: la presentación del primogénito (cfr. Ex 13,2.12-13) y la purificación de la madre (cfr. Lv 12,2-8). Ambos misterios –tratándose del hijo de Dios y de la Inmaculada– están unidos en la fiesta de hoy.

La presentación del primer hijo, por un lado, hacía memoria de la salvación de los primogénitos hebreos en Egipto. Según la ley de Moisés, el varón primogénito era propiedad de Dios y debía ser «consagrado al Señor» (Lc 2,23), así que esta ceremonia era considerada una especie de «rescate». Por otro lado, la purificación de la madre se realizaba cuarenta días después del parto. Hasta ese momento la mujer no podía acercarse a los lugares sagrados, ya que al dar a luz quedaba marcada por una cierta impureza. En la ceremonia de purificación se ofrecía un doble sacrificio: un cordero y una tórtola o pichón; pero si la mujer era pobre, podía ofrecer dos tórtolas o dos pichones. «Esta vez serás tú, amigo mío, quien lleve la jaula de las tórtolas. ¿Te fijas? Ella –¡la Inmaculada!– se somete a la Ley como si estuviera inmunda»[2-II-1]. El evangelista precisa que María y José ofrecieron el sacrificio de los pobres (cfr. Lc 2,24).

«De pronto entrará en el santuario el Señor» (Ml 3,1), dice el profeta Malaquías. Se trata de un momento único y hermoso: el Hijo de Dios entra en su propio Templo. Por eso canta el salmo 23: «¡Puertas, alzad los dinteles! ¡Elevaos, puertas eternas! Va entrar el Rey de la Gloria. ¿Quién es este Rey de la Gloria? El Señor, fuerte y valeroso» (Sal 23, 7-10). Sin embargo, el «Dios fuerte» no quiso entrar en el Templo al son de trompetas, sino como un niño más, en medio de un ir y venir constante de personas, entre peregrinos, devotos, sacerdotes y levitas; nadie era consciente de lo que a su lado estaba sucediendo. Solo dos ancianos, Simeón y Ana, tendrán en sus brazos al «Rey de la Gloria». Por eso, la fiesta de la Presentación del Señor en el Templo «es la fiesta del encuentro: la novedad del Niño se encuentra con la tradición del templo; la promesa halla su cumplimiento; María y José, jóvenes, encuentran a Simeón y Ana, ancianos. Todo se encuentra, en definitiva, cuando llega Jesús»[2-II-2].

SIMEÓN era un «hombre, justo y temeroso de Dios, esperaba la consolación de Israel, y el Espíritu Santo estaba en él. Había recibido la revelación del Espíritu Santo de que no moriría antes de ver al Cristo del Señor» (Lc 2,25-26). Simeón estaba siempre preparado para el encuentro con Dios porque, como las vírgenes sensatas de la parábola, llevaba la alcuza llena de aceite. Es un anciano que gozaba de la permanente juventud que otorga la esperanza. Movido por el Espíritu, subió al Templo a rezar. Al ver a la familia que venía de Belén, y al posar su mirada en el niño, se dio cuenta de que no era uno de los muchos que cada día se presentaban en el Templo. En ese bebé que cogió en sus brazos se cumplían todas las profecías: era el esperado, el primogénito de una nueva humanidad, el consagrado del Padre.

«Simeón no se había dejado desgastar por el paso del tiempo. Era un hombre ya cargado de años, y sin embargo la llama de su corazón seguía ardiendo. En su larga vida habrá sido a veces herido, decepcionado; sin embargo, no perdió la esperanza. Con paciencia, conservó la promesa, sin dejarse consumir por la amargura del tiempo pasado o por esa resignada melancolía que surge cuando se llega al ocaso de la vida. La esperanza de la espera se tradujo en él en la paciencia cotidiana de quien, a pesar de todo, permaneció vigilante, hasta que por fin “sus ojos vieron la salvación” (cfr. Lc 2,30)»[2-II-3].

Con el auxilio del Espíritu Santo, Simeón llamó al niño «luz» de todos los pueblos (cfr. Lc 2,29-35). La liturgia de hoy se inicia con una procesión de candelas, con la que se significa que Cristo es la luz que viene al mundo para iluminar a unos hombres que, sin Dios, tropiezan. La palabra de Dios es, en palabras de san Josemaría, «luz y esperanza en los corazones»[2-II-4]. Allí probablemente estaba parte del secreto de Simeón para mantener viva aquella juventud: en su apertura sincera, siempre con mirada nueva, a la palabra de Dios.

DESPUÉS de Simeón, la familia de Belén se encuentra con Ana, una profetisa de edad avanzada que acudía cada día al Templo, «sirviendo con ayunos y oraciones noche y día» (Lc 2,37). Esta anciana viuda, después de encontrarse con el Niño, alababa a Dios y le hablaba de él «a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén» (Lc 2,38). Ambos ancianos profetizan que Jesús es el Mesías esperado, y sospechan que su muerte y resurrección salvará a todas las naciones.

En la escena palpita la presencia del Espíritu Santo, que mueve «los pasos y el corazón de quienes lo esperan. Es el Espíritu que sugiere las palabras proféticas de Simeón y Ana, palabras de bendición, de alabanza a Dios, de fe en su Consagrado, de agradecimiento porque por fin nuestros ojos pueden ver y nuestros brazos estrechar su salvación»[2-II-5]. En Simeón y en Ana descubrimos a dos personas dóciles a las mociones divinas. El Espíritu Santo era el motor de sus vidas, «estaba en ellos», les guiaba, les empujaba, hablaba en sus corazones. Son un icono de santidad, porque escuchan y anuncian la Palabra de Dios, buscando decididamente el rostro de Cristo.

«En el templo, Jesús viene a nuestro encuentro y nosotros vamos a su encuentro. Contemplamos el encuentro con el viejo Simeón, que representa la espera fiel de Israel y el júbilo del corazón por el cumplimiento de las antiguas promesas. Admiramos también el encuentro con la anciana profetisa Ana, que, al ver al Niño, exulta de alegría y alaba a Dios. Simeón y Ana son la espera y la profecía, Jesús es la novedad y el cumplimiento: Él se nos presenta como la perenne sorpresa de Dios; en este Niño nacido para todos se encuentran el pasado, hecho de memoria y de promesa, y el futuro, lleno de esperanza»[2-II-6]. Podemos imaginar cómo habrán admirado Simeón y Ana a la Virgen María, quien había llevado aquella esperanza en su seno. Ella puede interceder para que en nuestra vida nunca falte el aliento del Espíritu Santo que hace nuevas todas las cosas.

[2-II-1] San Josemaría, Santo Rosario, Cuarto misterio gozoso: la Purificación de la Virgen.

[2-II-2] Francisco, Homilía, 2-II-2019.

[2-II-3] Francisco, Homilía, 2-II-2021.

[2-II-4] San Josemaría, Via crucis, I estación.

[2-II-5] Benedicto XVI, Homilía, 2-II-2013.

[2-II-6] Francisco, Homilía, 2-II-2016.

 

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14 de febrero

Fundación de la sección femenina y de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz

  • Se han abierto los caminos divinos de la tierra.
  • La Obra es una familia.
  • Mujeres y sacerdotes para iluminar el mundo.

EL VIERNES 14 de febrero de 1930 en Madrid, a primera hora de la mañana, san Josemaría se dirige hacia un pequeño oratorio para celebrar la Santa Misa. Al poco de recibir al Señor, surgió algo nuevo en su interior. A veces sucede que durante la Misa brotan en nosotros deseos de identificarnos más con Jesús, ansias de santidad, luces sobre el misterio de Dios… Pero esta vez era algo mucho más grande de lo habitual: comprendió que, en adelante, muchas mujeres serían llamadas por Dios para unirse a la misión del Opus Dei, que había nacido poco más de un año atrás. Cuando se celebró el cincuenta aniversario de aquel día, don Álvaro del Portillo, primer sucesor de san Josemaría al frente de la Obra, apuntaba precisamente que «de la santa Misa, presencia siempre actual del sacrificio de Jesucristo, salta al mundo esta chispa de amor divino que provocará incendios de Amor en tantos corazones»[14-II-1].

Por querer divino, algo muy similar sucedería en 1943. San Josemaría había acudido a celebrar la santa Misa precisamente en una casa de sus hijas, también en Madrid. «Al acabar de celebrarla –cuenta el fundador–, dibujé el sello de la Obra, la Cruz de Cristo abrazando el mundo, metida en sus entrañas, y pude hablar de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz. Dad gracias a Dios por todas estas bondades suyas»[14-II-2].

El espíritu de la Obra es, ante todo, un regalo de Dios, siempre nuevo. Como recordaba san Josemaría, no se trata de un proyecto elaborado por mentes humanas para solucionar problemas del pasado o de algún lugar concreto[14-II-3]. La Obra nace, una y otra vez, con cada persona llamada a hacerla vida: habita en el «perenne hoy del Resucitado»[14-II-4]. Por eso, para caminar hacia el futuro con la misma audacia de Dios, podemos hacer memoria del 2 de octubre de 1928 y de las demás fechas fundacionales. Así podremos redescubrir, a cualquier edad, ese «alud arrollador»[14-II-5] que el Espíritu Santo ha preparado para nosotros y para las personas que nos rodean.

PARTE ESENCIAL del encargo que Dios hizo a san Josemaría en aquellas fechas fundacionales –y que luego ha hecho a tanta gente a través de él– consiste en dar vida a una familia. Dentro de este designio de Dios, la presencia de la mujer en la Obra cobra una especial relevancia. Esta presencia es «un presupuesto necesario para que en el Opus Dei exista de hecho un espíritu de familia»[14-II-6]. Efectivamente, la Obra es, sobre todo, una gran familia con hombres y mujeres de todas las edades, en donde cada uno y cada una aportan su manera de ser, sus propios talentos e intereses. Este rasgo lleva a que cada persona, individualmente, sea el centro de la atención y de las oraciones de todos, sobre todo cuando, por alguna razón, lo necesita de manera especial. Dice el salmista: «Ved qué bueno y qué gozoso es convivir con los hermanos unidos. (…) Pues allí envía el Señor la bendición, la vida para siempre» (Sal 133,1-3). Lo propio de una familia es generar el espacio idóneo, fértil, en el que cada miembro pueda encontrar el lugar en el que echar raíces siendo plenamente acogido y feliz. Al mismo tiempo, san Josemaría consideró que las actividades apostólicas del Opus Dei –esto es: los ámbitos de formación y de gobierno– se llevarían a cabo separadamente para hombres y mujeres. Esto, naturalmente, no está reñido con la profunda unidad que mueve los corazones de todos.

Una familia extendida por toda la tierra puede estar efectivamente unida gracias a la Comunión de los santos, que el fundador del Opus Dei solía imaginar gráficamente como la capacidad de compartir la misma sangre arterial. La beata Guadalupe Ortiz de Landázuri experimentó de muchos modos este tipo de unión. El miércoles 4 de junio de 1958, don Álvaro había dejado a Jesús reservado por primera vez en el sagrario del centro de la Obra de Madrid en el que ella vivía. Relatando algunos detalles de este suceso, Guadalupe escribía por carta a san Josemaría, que se encontraba en Italia, a muchos kilómetros de distancia: «[Don Álvaro] Nos habló de Roma y nos parecía estar allí junto al Padre, como en realidad estamos siempre y queremos estarlo cada vez más, aunque como ahora, estemos lejos»[14-II-7]. Quienes han experimentado un amor auténtico, reflejo del amor divino, saben que los límites del espacio físico son muy relativos para saberse cercanos a las demás personas, de manera especial en los días de algún aniversario especial.

TERMINADO el Concilio Vaticano II, la Iglesia dirigía estas palabras a todas las mujeres: «Ha llegado la hora en que la vocación de la mujer se cumple en plenitud (…). Por eso, en este momento en que la humanidad conoce una mutación tan profunda, las mujeres llenas del espíritu del Evangelio pueden ayudar tanto»[14-II-8]. Se trata de un proceso siempre en curso, en el que las mujeres del Opus Dei están llamadas a poner «en diálogo toda su riqueza espiritual y humana con las personas de nuestro tiempo»[14-II-9]. Esa es precisamente la misión divina transmitida a san Josemaría en 1928: dar a los cambios en la sociedad, desde dentro, el rostro de Cristo, siendo protagonistas principales de la historia.

«Hijas mías, –decía el fundador del Opus Dei, en un 14 de febrero– yo quisiera que hoy os dierais cuenta de tantas cosas como el Señor, la Iglesia, la humanidad entera esperan de la Sección femenina del Opus Dei; y que, conociendo toda la grandeza de vuestra vocación, la améis cada día más»[14-II-10]. La vocación de las mujeres en el Opus Dei es una vocación apostólica, una luz que el Señor ha suscitado para que pueda ponerse «sobre el candelero» (Lc 11,33), de modo que a todos alcance su claridad y su calor. «De la santidad de la mujer depende en gran parte la santidad de las personas que la rodean»[14-II-11].

Cada 14 de febrero es un día de oración agradecida a Dios y de fiesta. Por un lado, porque, en continuidad con el 2 de octubre, ese día se abrió un camino de verdadera alegría cristiana para muchas mujeres y, en consecuencia, para todos; y, por otro lado, porque Dios continúa bendiciendo a su Iglesia a través de los sacerdotes de la Obra que, prestando su voz y sus manos a Cristo, llenan de santidad todos los caminos de la tierra. Se anota en el diario del centro en el que vivían muchas mujeres del Opus Dei en Roma, cerca de san Josemaría, en un aniversario de aquella fecha: «Hoy es un día grande, feliz, lleno de alegría para nosotras. Es día de echar a volar todas las campanas de Roma, día de pasárselo entero dando gracias a Dios. Y día también de celebrarlo, porque es como si fueran los santos y cumpleaños de todas»[14-II-12]. Esta alegría se extiende a todas las personas que se acercan al calor de la Obra, con quienes podemos agradecer, junto a santa María, todos los dones que Dios ha regalado a su Iglesia.

[14-II-1] Beato Álvaro del Portillo, Carta pastoral, 9-I-1980.

[14-II-2] San Josemaría, Notas de una reunión familiar, 14-II-1958.

[14-II-3] Cfr. San Josemaría, Instrucción acerca del espíritu sobrenatural de la Obra de Dios, n. 15.

[14-II-4] Francisco, Gaudete et exsultate, n. 173.

[14-II-5] San Josemaría, Cartas 32, n. 41.

[14-II-6] Mons. Fernando Ocáriz, “La vocación al Opus Dei como vocación en la Iglesia”, en El Opus Dei en la Iglesia, Rialp, Madrid, 1993, p 190.

[14-II-7] Carta a san Josemaría, 4-VI-1958, en Letras a un santo.

[14-II-8] San Pablo VI, Mensaje a las mujeres, en la Clausura del Concilio Vaticano II, 8-XII-1965.

[14-II-9] Mons. Fernando Ocáriz, Mensaje, 5-II-2020.

[14-II-10] San Josemaría, Homilía, 14-II-1956.

[14-II-11] Mons. Fernando Ocáriz, Mensaje, 5-II-2020.

[14-II-12] Diario de Villa Sacchetti, 14-II-1950.

 

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22 de febrero

Fiesta de la Cátedra de san Pedro

  • ¿Qué piensa Dios de nosotros?
  • El fundamento visible de unidad en la Iglesia.
  • Ayudar al Romano Pontífice con la oración.

«Y VOSOTROS, ¿quién decís que soy yo?» (Mt 16,15) Jesús dirige estas palabras a sus discípulos y, en ellos, a cada uno de nosotros. Desea conocer la imagen que nos hemos hecho de su persona, nuestros pensamientos y sentimientos sobre él, porque serán importantes para nuestra vida. «La vida cristiana no nos lleva a identificarnos con una idea, sino con una persona: con Jesucristo. Para que la fe ilumine nuestros pasos, además de preguntarnos: ¿quién es Jesucristo para mí?, pensemos: ¿quién soy yo para Jesucristo? Descubriremos así los dones que el Señor nos ha dado, que están directamente relacionados con la propia misión»[22-II-1].

Esta misma pregunta escuchó san Pedro de labios de Cristo. Los apóstoles, compartiendo la misión del Maestro, comprendieron hasta qué punto contaba con ellos. «Que deduzcan de aquí los hombres –dice san Bernardo– lo grande que es el cuidado que Dios tiene de ellos; que se enteren de lo que Dios piensa y siente sobre ellos. No te preguntes, tú, que eres hombre, por lo que has sufrido, sino por lo que sufrió él. Deduce de todo lo que sufrió por ti, en cuánto te tasó, y así su bondad se te hará evidente»[22-II-2]. Al soñar con lo que Dios siente y piensa de nosotros, no existe el riesgo de exagerar. En realidad siempre nos vamos a quedar cortos. Probablemente vendrán a nuestra mente las palabras de san Pablo: «Ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó por el corazón del hombre» (1 Cor 2,9).

PEDRO SIEMPRE sale en rescate de los discípulos. Esta vez, manifiesta la divinidad de Jesús con una claridad que, tras escucharlo, el Señor alaba: «Bienaventurado eres, Simón, hijo de Juan, porque no te ha revelado eso ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos» (Mt 16,17). Celebramos la fiesta de la Cátedra de san Pedro; puede ser un buen momento para agradecer a Dios el cuidado por su Iglesia y el hecho de haber establecido un fundamento visible de su unidad, una roca en la que apoyarnos: «Yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella» (Mt 16,18).

«El Romano Pontífice, como sucesor de Pedro, es el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad así de los Obispos como de la multitud de los fieles»[22-II-3]. Jesús le comunica a Pedro quién es él para Dios. Y, en los momentos en que hace esa declaración, el Señor conoce perfectamente a su apóstol: sabe cómo es, cómo reacciona, cómo piensa, cuánto le quiere. Lo ha elegido desde antes de la fundación del mundo. «¿De dónde les vino a aquellos doce hombres, ignorantes, que vivían junto a lagos, ríos y desiertos, el acometer una obra de tan grandes proporciones y el enfrentarse con todo el mundo ellos, que seguramente no habían ido nunca a la ciudad ni se habían presentado en público? –se pregunta san Juan Crisóstomo–. Y más, si tenemos en cuenta que eran miedosos y apocados, como sabemos por la descripción que de ellos nos hace el evangelista, que no quiso disimular sus defectos»[22-II-4]. La misma ayuda de Dios que hizo roca a Pedro, sigue actuando sobre sus sucesores y sobre la Iglesia entera.

EL ROMANO Pontífice cuenta con nuestras oraciones por su persona e intenciones. «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,6), fueron aquel día las palabras de san Pedro. Nuestra fe se apoya en Jesús, que nos dirige hacia el Padre. Es asombroso que Dios nos haya convocado a compartir con él en la misión de la Iglesia. Cuenta con nosotros, nadie está de más.

Escribiendo a un cardenal, san Josemaría confesaba el convencimiento de que su oración podía ayudar al Papa y a la Iglesia: «Rezar es lo único que puedo hacer. Mi pobre servicio a la Iglesia se reduce a esto. Y cada vez que considero mi limitación me siento lleno de fuerza, porque sé y siento que es Dios quien hace todo»[22-II-5]. Un “arma poderosa” que el fundador del Opus Dei también utilizaba de manera habitual para ayudar a la Iglesia es el santo rosario. «Desde hace años, por la calle –decía–, todos los días, he rezado y rezo una parte del Rosario por la Augusta Persona y por las intenciones del Romano Pontífice»[22-II-6].

Además de rezar por su persona e intenciones, san Josemaría secundaba las enseñanzas del Romano Pontífice a lo largo de toda su vida, y siempre buscaba el modo de manifestarle su afecto. Del mismo modo, todos los cristianos procuramos estar muy unidos a Pedro, también si alguna vez no comprendemos algún aspecto, ya sea en sus palabras o en sus obras. Si esto último llegase a suceder, los hijos de la Iglesia debemos un «asentimiento religioso del entendimiento y de la voluntad»[22-II-7] a sus enseñanzas y, en consecuencia, no hablamos negativamente sobre él cuando esto pueda herir la unidad del Cuerpo de Cristo.

Podemos acudir a María, madre de la Iglesia, para que proteja, cuide, y haga muy feliz al Papa: «María edifica continuamente la Iglesia, la aúna, la mantiene compacta. Es difícil tener una auténtica devoción a la Virgen, y no sentirse más vinculados a los demás miembros del Cuerpo Místico, más unidos también a su cabeza visible, el Papa. Por eso me gusta repetir: omnes cum Petro ad Iesum per Mariam!, todos, con Pedro, a Jesús por María!»[22-II-8].

[22-II-1] Mons. Fernando Ocáriz, A la luz del Evangelio, “Juventud y vocación”.

[22-II-2] San Bernardo, Sermón I en la Epifanía del Señor, 1-2.

[22-II-3] Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, n. 23.

[22-II-4] San Juan Crisóstomo, Homilía sobre la primera carta a los Corintios, n. 4, 3.4.

[22-II-5] San Josemaría, Carta desde Roma, 15-VII-1967.

[22-II-6] San Josemaría, Cartas 3, n. 20.

[22-II-7] Código de Derecho Canónico, n. 752. Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 892.

[22-II-8] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 139.

 

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25 de marzo. Solemnidad de la Anunciación del Señor

  • Dios diviniza nuestra vida.
  • Contemplar la vida de Jesús.
  • Una divinidad muy humana.

«EL VERBO se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria» (Jn 1,14). En la solemnidad de la Anunciación del Señor, nos alegramos por la gran misericordia que Dios nos ha mostrado al entrar en nuestro mundo. Celebramos a Jesús de Nazaret, Dios y Hombre verdadero; celebramos a santa María, que se ha convertido en la Madre del Señor; celebramos, en cierto sentido, a la humanidad entera –a nosotros también– porque el misterio de la Encarnación nos dice que nuestra naturaleza humana tiene una dignidad altísima, capaz incluso de elevarse por la acción de la gracia.

En la fiesta de hoy, nuestra mirada se dirige especialmente a Jesús, el Verbo de Dios hecho carne. «Te contemplo perfectus Deus, perfectus homo: verdadero Dios, pero verdadero Hombre: con carne como la mía –decía, sin salir de su asombro, san Josemaría–. Se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo, para que yo no dudase nunca de que me entiende, de que me ama»[25-III-1]. Esta verdad de fe, unida al acontecimiento histórico, es una fuente inagotable de paz para nuestra alma. «Dios se hizo fragilidad para tocar de cerca nuestras fragilidades»[25-III-2].

Al mismo tiempo, saber que Dios ha tomado la naturaleza humana es también una invitación a dejar que él divinice todos los aspectos de nuestra vida. Al inicio de la santa Misa, pedimos con audacia al Señor que obre en nosotros esa transformación: «Concédenos, en tu bondad, que cuantos confesamos a nuestro Redentor, como Dios y como hombre verdadero, lleguemos a hacernos semejantes a él en su naturaleza divina»[25-III-3]. El misterio de la Encarnación nos dice que nuestra existencia tiene una dimensión mayor a la solamente humana, ya buena en sí misma: también somos capaces de tener vida sobrenatural, de ver más allá de lo efímero, de amar con una fuerza que viene de Dios, a través de Cristo, similar a nosotros en tantas cosas.

«DIOS te salve, llena de gracia, el Señor es contigo» (Lc 1,28). Desde el inicio de su vida, María habría percibido esa cercanía de Dios, quizá por el modo en que notaba sus cuidados. En el momento de la Encarnación, sin embargo, esa proximidad se intensifica: la vida de Nuestra Señora queda, ya en la tierra, íntimamente unida a la de Dios. La Virgen pudo gozar de un modo único de esa cercanía de Dios durante los años de convivencia con Jesús en Nazaret, en medio de las actividades más sencillas y cotidianas. Y, una vez comenzada su vida pública, seguiría compartiendo muchos momentos con él.

Ciertamente, la experiencia de santa María es irrepetible: nadie ha tenido tanta intimidad con Jesús como ella. Sin embargo, lo que nosotros no podemos ver con los ojos de la carne, sí lo podemos ver con los ojos de la fe. Por eso, la contemplación del Evangelio es un modo privilegiado para descubrir la Humanidad del Señor, que tan bien conoció la Virgen María. No se trata de leer esas páginas «como agua que pasa»[25-III-4], sino con la misma mirada con que Nuestra Madre observaría la vida de su Hijo: «Porque hace falta que la conozcamos bien, que la tengamos toda entera en la cabeza y en el corazón, de modo que, en cualquier momento, sin necesidad de ningún libro, cerrando los ojos, podamos contemplarla como en una película; de forma que, en las diversas situaciones de nuestra conducta, acudan a la memoria las palabras y los hechos del Señor»[25-III-5].

El Catecismo explica así la transformación que experimentamos, cuando miramos de este modo la existencia del Mesías: «La oración contemplativa es mirada de fe, fijada en Jesús. “Yo le miro y él me mira”, decía a su santo cura un campesino de Ars que oraba ante el Sagrario. (…) La luz de la mirada de Jesús ilumina los ojos de nuestro corazón; nos enseña a ver todo a la luz de su verdad y de su compasión por todos los hombres»[25-III-6]. Como dos enamorados, sin necesidad de muchas palabras, basta una mirada para ser conscientes del amor grande y fiel que envuelve nuestra vida.

EN ESOS RATOS de oración confiada con el Señor podemos aprender tantos gestos y palabras que, después, servirán como inspiración para nuestras luchas diarias. Contemplar el modo con el que Cristo unía el amor divino y el amor humano nos puede ayudar a dar ese tono de humanidad a nuestra vida cristiana. San Josemaría decía que «para ser divinos, para endiosarnos, hemos de empezar siendo muy humanos»[25-III-7]. La solemnidad de la Anunciación del Señor nos recuerda eso: que Dios no se queda en los cielos. Jesús nos muestra que es un Dios muy humano: en su delicadeza al tratar con todas las personas, en su cercanía con los marginados, en su preocupación por los discípulos.

De esta manera, la contemplación de Jesús, hombre verdadero, alimenta no solo nuestra oración, sino también nuestra misión cristiana de servicio. Él se entrega a nosotros incluso físicamente, a través de su cuerpo: con su voz, con sus manos que curaban y bendecían, con sus brazos que se abrieron para abrazar la cruz. No elabora planes teóricos, sino que se pone manos a la obra.

«Este modo de obrar de Dios es un fuerte estímulo para interrogarnos sobre el realismo de nuestra fe, que no debe limitarse al ámbito del sentimiento, de las emociones, sino que debe entrar en lo concreto de nuestra existencia»[25-III-8]. El sacrificio que Jesús ofrece al Padre es su vida entera; una entrega que abarca cada segundo de su paso por la tierra. Esta fue también la actitud de la Virgen, que con su fiat el día de la Anunciación confió «en las promesas de Dios, que es la única fuerza capaz de renovar, de hacer nuevas todas las cosas»[25-III-9].

[25-III-1] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 201.

[25-III-2] Francisco, Ángelus, 3-I-2021.

[25-III-3] Misal Romano, Oración colecta, Solemnidad de la Anunciación del Señor.

[25-III-4] San Josemaría, Tertulia, 2-I-1971.

[25-III-5]San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 107.

[25-III-6] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2715.

[25-III-7] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 172.

[25-III-8] Benedicto XVI, Audiencia, 9-I-2013.

[25-III-9] Francisco, Discurso, 26-I-2019.

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25 abril – San Marcos

  • Un Evangelio rico en detalles.
  • Marcos, amigo de Pablo.
  • Dejar la seguridad de la orilla.

SAN MARCOS fue un estrecho colaborador de san Pedro en Roma. Fue tal la ayuda que le prestó, que el apóstol en una de sus cartas lo considera como su propio hijo (cfr. 1P 5,13). Marcos, al haber acompañado a Pedro durante su predicación, «puso por escrito su Evangelio, a ruego de los hermanos que vivían en Roma, según lo que había oído predicar a este. Y el mismo Pedro, habiéndolo escuchado, lo aprobó con su autoridad para que fuese leído en la Iglesia»[25-IV-1].

En su Evangelio, Marcos no recoge algunos de los grandes discursos de Jesús. En cambio, es particularmente vivo en la narración de los momentos de su vida junto a sus discípulos. Se detiene a describir el ambiente de los lugares, contempla los gestos del Señor, relata las reacciones espontáneas de los apóstoles… En definitiva, permite descubrir el encanto de la figura de Cristo que tanto atrajo a los Doce y a los primeros cristianos.

San Josemaría, durante sus primeros años como sacerdote, solía regalar ejemplares del Evangelio. Y explicaba que es necesario tener, como san Marcos, la vida de Jesús «en la cabeza y en el corazón, de modo que, en cualquier momento, sin necesidad de ningún libro, cerrando los ojos, podamos contemplarla como en una película»[25-IV-2]. La riqueza de detalles con la que está escrito el primer Evangelio nos facilita adentrarnos en el caminar terreno de Jesús. Si a eso le sumamos nuestra imaginación, podremos revivir algunas escenas de su vida y desarrollar así, poco a poco, los mismos sentimientos de Cristo (cfr. Flp 2,5).

ANTES de vivir en Roma, san Marcos fue uno de los primeros cristianos de Jerusalén. Era primo de Bernabé, quien le invitó a difundir el Evangelio. Los dos se embarcaron junto a Pablo en su primer viaje apostólico (cfr. Hch 13,5-13), pero no todo salió como esperaban. Cuando llegaron a Chipre, Marcos no se vio capaz de proseguir y volvió a Jerusalén. Esto, al parecer, causó un disgusto a Pablo; de hecho, cuando planearon un segundo viaje y Bernabé quiso, otra vez, que Marcos les acompañara, Pablo se opuso. La expedición, por tanto, se dividió, y Pablo y Bernabé separaron sus caminos.

Años más tarde, cuando Marcos acabó en Roma, volvió a encontrarse con Pablo y se le ve colaborar con él en el anuncio del Evangelio. A aquel que no quiso que le acompañara en su viaje, san Marcos ahora le llena de un profundo consuelo. De hecho, cuando tuvo que ausentarse, Pablo escribirá a Timoteo: «Toma a Marcos y tráelo contigo, porque me es útil para el ministerio» (2 Tim 4,11). Los problemas que tuvieron en Chipre habían quedado olvidados. Pablo y Marcos son amigos y trabajan conjuntamente en lo más importante: difundir la buena noticia de Cristo.

Es normal que, en el día a día, podamos tener algunos conflictos con las personas que nos rodean, como le sucedió a Pablo con Marcos, también con quienes son nuestros compañeros en la tarea de llevar a Cristo a las gentes. Pueden surgir al constatar las diferencias a la hora de enfocar un determinado asunto, por ciertos rasgos del carácter que puede resultar complicado entender, o por tantas razones más. El propio cansancio puede acentuar estos roces. Sin embargo, lo decisivo no son esas diferencias, que siempre existirán, sino ser capaces de reconocer esa diversidad como una riqueza. Así, como Pablo, podremos apreciar a quienes nos rodean, sabiendo que es mayor lo que nos une que lo que nos separa. Como decía san Josemaría: «Habéis de practicar también constantemente una fraternidad, que esté por encima de toda simpatía o antipatía natural, amándoos unos a otros como verdaderos hermanos, con el trato y la comprensión propios de quienes forman una familia bien unida»[25-IV-3].

SAN MARCOS cierra su narración con la invitación de Jesús a los apóstoles a difundir su palabra: «Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura» (Mc 16,15). El evangelista no se limitó solamente a recoger este mandato, sino que también intentó ponerlo por obra. Puede ser que cuando hizo su viaje a Chipre no se haya caracterizado por su audacia, pero aquella primera desilusión no le frenó. Más tarde acabaría lanzándose hacia otras aventuras, dejando atrás su tierra natal.

«La vida se acrecienta dándola y se debilita en el aislamiento y la comodidad. De hecho, los que más disfrutan de la vida son los que dejan la seguridad de la orilla y se apasionan en la misión de comunicar vida a los demás»[25-IV-4]. San Marcos tuvo esta misma experiencia. En un primer momento sintió vértigo al alejarse de la tranquilidad y de las realidades que conocía; pero después supo dejar la seguridad de la orilla para transmitir por todo el mundo la alegría de vivir junto a Jesús. Y con su Evangelio, además, ha contribuido a que las generaciones de cristianos posteriores puedan conocer con mayor detalle la figura del Señor.

En la vida de María se produjo una vivencia similar. Ella también sintió un temor inicial cuando el ángel Gabriel se presentó en su casa y le dirigió aquel misterioso saludo: «Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo» (Lc 1,28). Ese encuentro le haría alejarse de la seguridad de Nazaret para visitar a Isabel y, después, dar a luz a su Hijo en Belén. Años más tarde, volverá a dejar su tierra para seguir de cerca a Jesús durante su predicación. Y aunque al principio quizá le costó abandonar su hogar, sintió, como san Marcos, la alegría de estar junto a Jesús y transmitir su Evangelio a todos los hombres.

 

 

[25-IV-1] San Jerónimo, De Script. eccl.

[25-IV-2] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 107.

[25-IV-3] San Josemaría, Carta 30, n. 28.

[25-IV-4] V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento de Aparecida, 29-VI-2007, p. 360. Citado por Francisco en Evangelii Gaudium, n. 10.

 

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Abril 29 - Santa Catalina de Siena

  • Al servicio de la caridad y de la conversión de los pecadores.
  • La verdadera sabiduría es sintonizar con elcorazón de Dios.
  • Compartir nuestra fe con los demás.

EN LA FIESTA de hoy, la liturgia de la Iglesia pone en nuestros labios la siguiente oración: «Señor Dios, que hiciste a santa Catalina de Siena arder de amor divino en la contemplación de la pasión de tu Hijo y en su entrega al servicio de la Iglesia; concédenos, por su intercesión, vivir asociados al misterio de Cristo para que podamos llenarnos de alegría con la manifestación de su gloria»[29-IV-1]. Estas palabras resumen la vida de la santa que celebramos: un amor ardiente por Jesucristo que la llevó a dedicarse a trabajar por los demás y por la Iglesia.

Catalina Benincasa nació en el año 1347 en Siena, en el seno de una familia numerosa. Desde su infancia cultivó una profunda piedad que la impulsó a dedicar su vida al Señor, a pesar de la incomprensión de su familia. A los dieciocho años consiguió ser aceptada entre las mujeres terciarias dominicas de la ciudad. Siguió viviendo en casa de sus padres, llevando una intensa vida de oración en medio del lógico ajetreo de una familia con muchos hijos. A los veintiún años, Catalina tuvo una experiencia que marcaría para siempre su vida: comprendió que Dios la llamaba a dedicarse con todas sus fuerzas a realizar obras de caridad y a trabajar por la conversión de los pecadores. A san Josemaría le atraía precisamente que esta santa «estaba en la calle, y en su alma ella hizo su celda interior, de modo que en cualquier lado que estuviera, no salía de la celda»[29-IV-2]. Con aquella decisión, comienzan unos años en los que la joven se mueve por la ciudad de Siena para cuidar de los enfermos, a la vez que encendía los corazones de muchas personas en el amor a Dios y al prójimo.

«No puede ocultarse una ciudad situada en lo alto de un monte; ni se enciende una luz para ponerla debajo de un celemín, sino sobre un candelero para que alumbre a todos los de la casa» (Mt 5,14-15). Catalina había sido iluminada por el rostro amable de Jesús y comprendió que su luz no podía quedarse encerrada en las paredes de su casa. Generó así una revolución a su alrededor, hecha de oración y de obras de servicio.

TANTO EN EL epistolario de santa Catalina como en su conocida obra El diálogo, llama la atención la armonía entre doctrina y experiencia mística, sobre todo si tenemos en cuenta que la santa no había podido recibir una formación cultural amplia. Acudió, sin embargo, desde muy joven a la predicación de los padres dominicos en su ciudad: allí escuchaba con atención las explicaciones de la Escritura, los ejemplos de las vidas de los santos o las catequesis sobre la fe. Pasado el tiempo, también alimentaría su vida interior con la orientación de un director espiritual del lugar.

En santa Catalina se cumplen aquellas palabras que Jesús pronunció un día, lleno de gozo: «Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y las has revelado a los pequeños» (Mt 11,25). «La verdadera sabiduría también viene del corazón, no es solamente entender ideas (...). Si tú sabes muchas cosas pero tienes el corazón cerrado, tú no eres sabio. Jesús dice que los misterios de su Padre han sido revelados a los “pequeños”, a los que se abren con confianza a su Palabra de salvación, sienten la necesidad de él y esperan todo de él; tienen el corazón abierto y confiado hacia el Señor»[29-IV-3]. Santa Catalina acogió las luces que el Señor le iba concediendo y así alcanzó un profundo conocimiento del misterio de Dios. «¡Oh inestimable, dulcísima caridad! –escribe–. ¿Quién no se enardece con tanto amor? ¿Qué corazón puede resistir sin desfallecer? Tú, abismo de caridad, parece que enloqueces por tus criaturas, como si no pudieses vivir sin ellas, aunque seas un Dios que no precisa de nosotros. Por nuestras buenas obras no crece tu grandeza, porque no puede sufrir mutación; de nuestro mal no se te sigue daño, porque eres el sumo y eterno Bien. ¿Quién te mueve a tanta misericordia?»[29-IV-4].

Llevada por esa intensa contemplación, la santa de Siena comunicaba el amor de Dios a la gente que tenía a su alrededor. Comenzó por quienes se reunían para escucharla y para ser alentados en su vida espiritual. Pero ese desbordarse de su vida interior no acabó ahí: pasados los años, dirigiría cartas a numerosas personas, muchas de ellas personajes públicos de la época. No pocas veces sus misivas iban acompañadas de llamadas a vivir de manera coherente con el Evangelio y a buscar la voluntad divina. De su relación íntima con Jesús sacaba la energía para hablar de Dios con claridad y dulzura.

ENTRE TANTOS cristianos que se han inspirado en la vida de santa Catalina encontramos a san Josemaría. Desde joven tuvo una devoción especial por ella; por ejemplo, solía llamar catalinas a las anotaciones que hacía sobre los sucesos de su vida interior. «A mí me enamora la fortaleza de una santa Catalina –confesaba el fundador del Opus Dei–, que dice verdades a las más altas personas, con un amor encendido y una claridad diáfana»[29-IV-5]. Así, en 1964 el fundador del Opus Dei decidió nombrarla intercesora para un apostolado por el que guardaba una especial estima: el de informar con la caridad de Cristo el amplio campo de la opinión pública.

Jesús es la verdad que ilumina a todo hombre y lo rescata de la oscuridad. Ofrecer esta luz a los demás –procurando tenerla encendida primero en nuestra vida– es una de las obras de misericordia. Así, llevar nuestra fe a los demás «es hacer ver la revelación, para que el Espíritu Santo pueda actuar en la gente mediante el testimonio: como testigo, con el servicio. El servicio es un modo de vivir (...). Si digo que soy cristiano y vivo como tal, eso atrae (...). La fe debe ser transmitida: no para convencer, sino para ofrecer un tesoro»[29-IV-6].

Santa Catalina, antes de exhortar a alguien a acercarse más a la fe, había pasado mucho tiempo cuidando a los enfermos de su ciudad. La misma caridad que la llevó a dedicarse a los más necesitados la movió después a escribir cartas en las que invitaba a ser fieles hijos de la Iglesia. La credibilidad de su mensaje se apoyaba en una vida en la que resplandecía el amor a Dios y al prójimo. A ella y a nuestra Madre les pedimos que intercedan ante Dios para que nos conceda una caridad que se alimente en la oración, se manifieste en obras de amor y anuncie la verdad que conduce a la vida. «La enseñanza más profunda que estamos llamados a transmitir y la certeza más segura para salir de la duda, es el amor de Dios con el cual hemos sido amados (cf. 1 Gv 4, 10). Un amor grande, gratuito y dado para siempre ¡Dios nunca da marcha atrás con su amor!»[29-IV-7].

 


[29-IV-1] Misal Romano, Oración colecta para la memoria de santa Catalina de Siena.

[29-IV-2] San Josemaría, Apuntes de una reunión familiar, 21-IV-1973.

[29-IV-3] Francisco, Ángelus, 5-VII-2020.

[29-IV-4] Santa Catalina de Siena, El diálogo, n. 25.

[29-IV-5] San Josemaría, Cartas 35, n. 3.

[29-IV-6] Francisco, Homilía, 25-IV-2020.

[29-IV-7] Francisco, Audiencia general, 23-IX-2016.

 

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Mayo 1 - San José obrero

  • La normalidad de la Sagrada Familia.
  • Trabajar bien y servir a los demás.
  • El trabajo se ordena al amor.

EN EL EVANGELIO de la Misa de hoy, memoria de san José obrero, se relata que Jesús regresó a Nazaret después de haber estado predicando y realizando milagros en varios lugares de Galilea. El sábado acudió a la sinagoga y le invitaron a comentar la Palabra de Dios. Habían llegado hasta el pueblo ecos de milagros y curaciones, así como de su doctrina, por lo que sus conciudadanos le mirarían con una cierta curiosidad. Cuando Jesús finalmente habla, reaccionan con recelo. Se preguntan: «¿De dónde le viene a este esa sabiduría y esos poderes? ¿No es este el hijo del artesano? ¿No se llama su madre María?» (Mt 13,54-56).

Para los vecinos de Nazaret, anclados en la seguridad humana de lo que ya conocían sobre Jesús, fue difícil pasar al plano sobrenatural de la fe. Sin embargo, esta reacción nos habla, entre otras cosas, de la normalidad de la vida de la Sagrada Familia. A los ojos de la gente eran una familia más, corriente, trabajadora, sin detalles llamativos. Nada había en su existencia que sorprendiera: como casi todos, «llevaban una vida hecha de años de trabajo siempre igual, de días humanamente monótonos que se suceden los unos a los otros»[1-V-1].

Hoy consideramos la figura de san José, especialmente en su dimensión de trabajador. Y el primer aspecto que salta a la vista es este: el de una existencia sencilla.«¿Qué puede esperar de la vida un habitante de una aldea perdida, como era Nazaret? –se preguntaba san Josemaría–. Solo trabajo, todos los días, siempre con el mismo esfuerzo. Y, al acabar la jornada, una casa pobre y pequeña, para reponer las fuerzas y recomenzar al día siguiente la tarea. Pero el nombre de José significa, en hebreo, “Dios añadirá”. Dios añade, a la vida santa de los que cumplen su voluntad, dimensiones insospechadas: lo importante, lo que da su valor a todo, lo divino»[1-V-2]. Así fue en la vida de José y quizá también lo es en la nuestra: Dios nos confía una misión muy grande escondida en la normalidad de nuestra vida cotidiana, Dios añade su gracia a nuestra colaboración humilde.

COMPONÍAN NAZARET un conjunto de casas reunidas en la ladera de un pequeño monte, muchas de ellas parcialmente excavadas en la roca. Formaban poco más que una aldea. Debían de habitar allí, a lo sumo, algunos centenares de personas, que en su mayor parte se dedicaban a la agricultura o la ganadería. Nunca faltaba algún artesano, como José, que posiblemente trabajaba la madera para una variedad de usos: desde obtener vigas, puertas y otros elementos de construcción, hasta tallar instrumentos para la labranza o utensilios domésticos.

José necesitaba trabajar para sacar adelante a su familia, pero no solo para eso. Al mismo tiempo, como cada uno de nosotros, también él necesitaba del trabajo para vivir con dignidad, con la alegría de haberse ganado el pan con esfuerzo y con el gozo de colaborar con Dios en el desarrollo del mundo en el entorno de Nazaret. Trabajar era para él ocasión de crecimiento personal y vínculo de unión con los demás[1-V-3]. Todo trabajo aporta un valor a la sociedad, produciendo bienes o dispensando servicios. Todo trabajo bien hecho es siempre una forma de colaboración social, de ayuda a los demás, de mejoría de las condiciones de vida; en definitiva, es expresión del cuidado de Dios hacia cada persona. «El trabajo no es más que la continuación del trabajo de Dios: el trabajo humano es la vocación del hombre recibida de Dios al final de la creación del universo»[1-V-4]. Naturalmente, para que el trabajo adquiera este valor, se requiere, por un lado, realizarlo bien –también por la dignidad de la persona que se beneficiará de él– y, por otro, llevarlo a cabo con espíritu de donación y servicio.

«Ese servir humano, esa capacidad que podríamos llamar técnica, ese saber realizar el propio oficio, ha de estar informado por un rasgo que fue fundamental en el trabajo de san José y debería ser fundamental en todo cristiano: el espíritu de servicio, el deseo de trabajar para contribuir al bien de los demás hombres. El trabajo de José no fue una labor que mirase hacia la autoafirmación, aunque la dedicación a una vida operativa haya forjado en él una personalidad madura, bien dibujada. El Patriarca trabajaba con la conciencia de cumplir la voluntad de Dios, pensando en el bien de los suyos, Jesús y María, y teniendo presente el bien de todos los habitantes de la pequeña Nazaret (...). Era su labor profesional una ocupación orientada hacia el servicio, para hacer agradable la vida a las demás familias de la aldea, y acompañada de una sonrisa, de una palabra amable, de un comentario dicho como de pasada, pero que devuelve la fe y la alegría a quien está a punto de perderlas»[1-V-5].

AUNQUE PARA José fuera muy reconfortante vivir con Jesús y con María, eso no le ahorraba las inevitables asperezas de la vida: el paso del tiempo que iría disminuyendo sus capacidades, la convivencia no siempre fácil con sus vecinos, los apuros económicos que quizá pasaron en algún momento, las conversaciones con algunos clientes que pagaban cuando podían… Fue esa vida normal y corriente, con sus alegrías y sus dificultades, la que san José estuvo llamado a santificar.

Nada nos ha quedado de los enseres que fabricó san José con sus manos. En cambio, sigue plenamente vigente el amor que puso en ese trabajo. «El hombre no debe limitarse a hacer cosas, a construir objetos. El trabajo nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al amor»[1-V-6]. Su amor a Jesús y a María le impulsaba a trabajar con intensidad; su amor se manifestaba, casi inconscientemente, en el empeño y cariño que ponía para realizar bien las cosas; y aquel mismo inmenso amor, en unidad de vida, le hacía tener muy presente que su labor cotidiana estaba ordenada a la misión que Dios le había encomendado. ¿Es el amor a Dios y a los demás lo que nos impulsa a trabajar mucho y bien, con orden, acabando los detalles, con concentración e intensidad? ¿Convertimos nuestro trabajo en oración, presentándolo al Señor durante la Santa Misa? ¿Nos sabemos acompañados por Dios mientras lo realizamos? ¿Ese espíritu contemplativo se desborda en un trato lleno de respeto, servicio, apertura y amistad hacia las personas con las que nos relacionamos?

Nos encomendamos a la intercesión de nuestra Madre y del Santo Patriarca para que nos ayuden a mejorar nuestro trabajo de manera que se convierta, cada vez más, en ocasión de servicio.

 


[1-V-1] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 44.

[1-V-2] Ibíd., n. 40.

[1-V-3] Cfr. Francisco, carta apostólica Patris corde, n. 6.

[1-V-4] Francisco, Homilía, 1-V-2020.

[1-V-5] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 51.

[1-V-6] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 48.

 

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Mayo 3 - Santos Felipe y Santiago

  • La auténtica fe atrae.
  • Magnanimidad y audacia de los apóstoles.
  • Vivir con Cristo nos impulsa a darlo a los demás.

LAS FIESTAS de los apóstoles son días especiales para quienes deseamos llevar su Evangelio a los demás. Ese fuerte impulso que experimentaron los apóstoles Santiago y Felipe es el mismo que hacía escribir a san Josemaría: «Cuando daba la Sagrada Comunión, aquel sacerdote sentía ganas de gritar: ¡ahí te entrego la felicidad!»[3-V-1]. Los cristianos experimentamos un gozo ya en esta tierra que no queremos esconder. Vivimos con el Señor: nuestras cosas son las suyas, su vida es la nuestra, y sabemos que esa es la dicha más grande. La felicidad personal que generó ese encuentro con Cristo en la vida de los apóstoles fue el motor de su predicación, y por eso se extendió rápidamente por el mundo.

Los apóstoles se reúnen frecuentemente en torno junto a Jesús; unas veces en la ladera de un monte, otras en torno a la mesa. Comparten largas caminatas uno a uno. Todos son momentos de intimidad, que no se borrarán nunca de su mente. Nosotros también, por su misericordia, vivimos con Cristo. Y, al experimentar el amor de Dios por cada uno, surge naturalmente el deseo de «hablar a los demás de él, porque tanta alegría no cabe en un pecho solo»[3-V-2]. Comprendemos que, así, cada acción, cada ocupación de un cristiano es apostolado, sin que se lo deba proponer como algo distinto a sus ocupaciones. Los demás lo aprecian en la cercanía, en la serenidad a pesar de los sinsabores, en la alegría. «La Iglesia crece por atracción. Y la transmisión de la fe se da con el ejemplo, hasta el martirio, como sucedió con los apóstoles Felipe y Santiago. Cuando se ve esa coherencia de vida entre lo que hacemos y lo que decimos, siempre viene la curiosidad: “¿Por qué ese vive así? ¿Por qué lleva una vida de servicio a los demás?”. Y esa curiosidad es la semilla que toma el Espíritu Santo y la lleva adelante»[3-V-3].

Toda la vida del Señor, sus palabras, sus obras, su paso por la tierra, nos transforma. San Pablo recuerda a los Corintios que estamos fundados sobre aquel mensaje y que eso nos salva. Es un misterio real y maravilloso, un recuerdo que es más que un recuerdo, porque está presente en nuestra vida. «Tomás de Aquino, usando la terminología de la tradición filosófica en la que se hallaba, explica esto de la siguiente manera: la fe es un habitus, es decir, una constante disposición del ánimo, gracias a la cual comienza en nosotros la vida eterna»[3-V-4], vida que vivieron en plenitud los apóstoles que hoy recordamos.

UNO DE LOS ASPECTOS que nos entusiasman de la vida de los apóstoles es su capacidad para soñar a lo grande y para lanzarse a trabajar por ello. No se detienen ante los obstáculos porque saben que Cristo ya los ha vencido y que ni siquiera la muerte es más fuerte que el poder divino. Están llenos de audacia y de magnanimidad, virtudes que nos lanzan también a nosotros hacia una misión ilusionante, en la que sabemos que no estamos solos, sino que contamos con la fuerza de Dios. Nada puede bloquear ni asustar a quien experimenta la presencia del Señor en su cotidianidad.

«Magnanimidad: ánimo grande –decía san Josemaría–, alma amplia en la que caben muchos. Es la fuerza que nos dispone a salir de nosotros mismos para prepararnos a emprender obras valiosas en beneficio de todos (...). El magnánimo dedica sin reservas sus fuerzas a lo que vale la pena; por eso es capaz de entregarse él mismo. No se conforma con dar: se da. Y logra entender entonces la mayor muestra de magnanimidad: darse a Dios»[3-V-5]. Al emprender nuestras actividades podemos pensar en la magnanimidad de los apóstoles Felipe y Santiago. Felipe habló con entusiasmo a Natanael y, con sencillez, pidió a Jesús ver el rostro del Padre. Marchó, según la tradición, a Frigia para evangelizar y morir mártir. Santiago, por su parte, pariente del Señor, fue obispo de Jerusalén. Los dos, columnas de la Iglesia naciente, no dudaron en arriesgar sus seguridades por transmitir el divino mensaje de alegría hasta donde les llevase el Espíritu Santo.

Y para ser más audaces «miremos a Jesús: su compasión entrañable no era algo que lo ensimismara, no era una compasión paralizante, tímida o avergonzada, como muchas veces nos sucede a nosotros, sino todo lo contrario. Era una compasión que lo movía a salir de sí con fuerza para anunciar, para enviar en misión, para enviar a sanar y a liberar. Reconozcamos nuestra fragilidad pero dejemos que Jesús la tome con sus manos y nos lance a la misión. Somos frágiles, pero portadores de un tesoro que nos hace grandes y que puede hacer más buenos y felices a quienes lo reciban. La audacia y el coraje apostólico son constitutivos de la misión»[3-V-6].

«A TODA LA TIERRA alcanza su pregón» (Sal 18,5), recitamos con el salmo en la fiesta de Santiago y Felipe. Hoy es un buen día para cultivar en el alma el afán de que la voz de Cristo llegue a todos los rincones de nuestro mundo y de nuestra historia. Sabemos que el apostolado cristiano no es una actividad que se añade a nuestras ocupaciones normales: en realidad, si abrimos nuestra vida al Espíritu Santo, si vivimos de fe, somos apóstoles en cada momento del día. «La fe no es solo el rezo del Credo, aunque se expresa en él. Transmitir la fe no quiere decir dar información, sino fundar un corazón en la fe en Jesucristo. Transmitir la fe no es algo que se pueda hacer mecánicamente, como quien dice: “Mira, toma este libro, estúdialo y luego te bautizo”. El camino es otro: se trata de transmitir lo que nosotros mismos hemos recibido. Ese es el desafío de un cristiano: ser fecundo en la transmisión de la fe. Y es también el reto de la Iglesia: ser madre fecunda, dar a luz a sus hijos en la fe»[3-V-7].

«Aquel de quien escribieron Moisés en la Ley y los Profetas, lo hemos encontrado: Jesús, hijo de José, de Nazaret» (Jn 1,45), dijo Felipe a su amigo Natanael. El apóstol Santiago el Menor, por su parte, se preguntaba: «¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras?» (St 2,14). En esos dos pasajes se condensa todo un itinerario cristiano: conocer cada vez más a Cristo, vivir junto a él, porque precisamente esa es la fuerza que nos impulsará a dar testimonio en nuestro ambiente; la amistad con Jesús nos empuja a ayudar a quien lo necesita y a querer llevar esa alegría sobrenatural a todos. Le podemos pedir al Señor que nos conceda ese entusiasmo arraigado en la fe que mantuvieron los apóstoles. Nosotros, como ellos, deseamos proclamar con la vida entera que nada puede llenar más el corazón que Jesucristo. En la Santísima Virgen fijamos nuestra mirada para que nos llene de esperanza y nos empuje a pensar en grande, con magnanimidad y audacia.

 


[3-V-1] San Josemaría, Forja, n. 267.

[3-V-2] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 314.

[3-V-3] Francisco, Homilía, 3-V-2018.

[3-V-4] Benedicto XVI, Spe salvi, 7.

[3-V-5] San Josemaría, Amigos de Dios, 80.

[3-V-6] Francisco, Gaudete et exsultate, n. 31.

[3-V-7] Francisco, Homilía, 3-V-2018.

 

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Mayo 12 - Beato Álvaro del Portillo

  • Confianza en la gracia de Dios.
  • Una lealtad humilde y sonriente al servicio de los demás.
  • El beato Álvaro fue un buen pastor.

CELEBRAMOS HOY la memoria litúrgica del beato Álvaro del Portillo, que coincide con el aniversario de su primera comunión, junto a más de un centenar de compañeros del colegio donde estudiaba. Tiempo después de aquel evento, don Álvaro rememoraba que para prepararse adecuadamente había ido a confesarse y que «salió del confesionario con una paz y una alegría muy grandes»[12-V-1]. Desde aquel día, se acercó periódicamente al sacramento del perdón. Asimismo, después de recibir al Señor en la Eucaristía por primera vez, siguió acudiendo varios días de la semana a la Misa que se celebraba en el colegio del Pilar.

La piedad sencilla de aquel niño no llamaba la atención en el ambiente de entonces, pero impresiona más comprobar que el beato Álvaro mantuvo siempre en su corazón un amor vibrante, agradecido y creciente a los sacramentos de la Confesión y de la Eucaristía. En 1983, por ejemplo, confiaba a un grupo de personas: «Sesenta y dos o sesenta y tres años que llevo comulgando a diario y es como una caricia de Dios»[12-V-2]. Y, en septiembre de 1993, durante una reunión familiar, respondió así a una pregunta sobre cuáles habían sido sus mayores alegrías hasta ese momento: «Mi mayor alegría, hijo mío, es recibir la gracia de Dios: cada vez que el Señor me perdona en la Confesión, cada vez que viene a mí en la Comunión»[12-V-3].

Aunque era un hombre de grandes cualidades humanas, el beato Álvaro «sabía que la gracia de Dios podía hacer en su vida mucho más de lo que él era capaz de imaginar»[12-V-4]. Por eso, repetía con frecuencia una jaculatoria que trasluce su confianza en el poder de Dios: “Gracias, perdón, ayúdame más”. «Son palabras que manifiestan gratitud frente a lo que no merecemos, reconocimiento de la propia debilidad, y petición de la fuerza necesaria para alcanzar la felicidad más grande, que es la unión con Dios. Son palabras que están entre las primeras que enseñan las madres a sus hijos pequeños. Pidamos a Dios ese corazón de niños que se saben realmente incapacitados sin la ayuda de su padre»[12-V-5].

EL 7 DE JULIO de 1935 fue un día decisivo en la vida de don Álvaro. En esa fecha, después de unas horas de retiro espiritual, decidió entregarse a Dios en el Opus Dei. Entonces comenzó un camino de fidelidad: una «fidelidad indiscutible, sobre todo, a Dios en el cumplimiento pronto y generoso de su voluntad; fidelidad a la Iglesia y al Papa; fidelidad al sacerdocio; fidelidad a la vocación cristiana en cada momento y en cada circunstancia de la vida»[12-V-6]. Al principio, el Señor premió la prontitud de su respuesta a la vocación haciéndole sentir un desbordante gozo y entusiasmo interior. Rápidamente, junto al crecimiento espiritual, esa alegría se hizo más reflexiva y honda: el entusiasmo sensible dejó paso a la madurez y a una firme seguridad, fundamentada en la confianza en Dios. En pocos años, adquirió el temple adecuado para ser un apoyo imprescindible del fundador de la Obra y, luego, su primer sucesor.

«Si me preguntáis: ¿ha sido heroico alguna vez? –decía san Josemaría refiriéndose al beato Álvaro–, os responderé: sí, muchas veces ha sido heroico, muchas; con un heroísmo que parece cosa ordinaria. Querría que le imitaseis en muchas cosas, pero sobre todo en la lealtad. En este montón de años de su vocación, se le han presentado muchas ocasiones, humanamente hablando, de enfadarse, de molestarse, de ser desleal; y ha tenido siempre una sonrisa y una fidelidad incomparables»12-V-[7].

De cada uno de nosotros espera el Señor que seamos fieles al Evangelio, mujeres y hombres de fe, que aporten una visión sobrenatural a todos los ámbitos de la existencia humana: en la familia, amistad, trabajo, o en la colaboración con otros para sacar adelante una iniciativa apostólica. Estamos llamados a cultivar una fidelidad sonriente, fruto de una humildad, sencillez, serenidad y paz como las que llenaban el corazón del beato Álvaro y que él, incluso sin proponérselo, transmitía a su alrededor.

En este día de fiesta, podemos pedir a Dios, por intercesión de don Álvaro, que infunda en nuestros corazones «los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús» (Flp 2,5). Así, nuestra fidelidad se reflejará en una actitud siempre acogedora y comprensiva, en un servicio a los demás que, entre otras cosas, nos llevará a compartir con muchas personas los dones que hemos recibido del Señor.

EL 15 DE SEPTIEMBRE de 1975, don Álvaro fue designado como sucesor de san Josemaría. El 28 de noviembre de 1982, el Papa Juan Pablo II erigió el Opus Dei en prelatura personal y le nombró prelado. En 1991, le confirió la ordenación episcopal. En los casi veinte años que pasó al frente de la Obra, el beato Álvaro fue un «siervo fiel y prudente» (Lc 12,42) que se entregó completamente a la misión que Dios le había confiado, viviendo las virtudes del buen pastor. «Buscó siempre guiar a las almas a la vida eterna, mostrando –también con su lucha espiritual y humana para caminar con el Maestro– la senda que lleva a la santidad; pensando no solamente en los fieles de la Prelatura, sino también en tantas personas que le pedían un consejo o unas palabras de ánimo para su vida espiritual o para la comunidad a la que pertenecían. A todos ofrecía don Álvaro su oración y su sabiduría humana y espiritual, pensando en el bien de las almas y de la Iglesia (…). ¡Cuánto rezó, pidiendo luces al Señor para saber guiar al propio rebaño y a las personas que acudían a él!»[12-V-8].

Como se subrayó con ocasión de su beatificación: «Especialmente destacado era su amor a la Iglesia, esposa de Cristo, a la que sirvió con un corazón despojado de interés mundano, lejos de la discordia, acogedor con todos y buscando siempre lo positivo en los demás, lo que une, lo que construye. Nunca una queja o crítica, ni siquiera en momentos especialmente difíciles, sino que, como había aprendido de san Josemaría, respondía siempre con la oración, el perdón, la comprensión, la caridad sincera»[12-V-9].

Podemos pedir a nuestra Madre del cielo que nos consiga del Señor un amor cada día más intenso a las almas, a la Iglesia y al Papa. El deseo de crecer siempre en ese amor estuvo muy radicado en el corazón del beato Álvaro, quien con sencillez y devoción le rogaba así durante una peregrinación al santuario de Fátima: «Sé que nos oyes siempre, pero aun así hemos venido desde Roma para decirte lo que ya sabes: que te amamos, pero queremos amarte más. Ayúdanos a servir a la Iglesia como ella quiere ser servida: con todo el corazón, con entrega absoluta, con lealtad y fidelidad»[12-V-10].

 


[12-V-1] Javier Medina Bayo, Álvaro del Portillo. Un hombre fiel, Rialp, Madrid, 2012, p. 45.

[12-V-2] Ibíd.

[12-V-3] Beato Álvaro, Notas de una reunión familiar, 15-IX-1993.

[12-V-4] Mons. Fernando Ocáriz, Homilía, 11-V-2019.

[12-V-5] Ibíd.

[12-V-6] Congregación de las Causas de los Santos, Decreto sobre las virtudes heroicas del siervo de Dios Álvaro del Portillo, 28-VI-2012.

[12-V-7] San Josemaría, Palabras durante una reunión familiar, 11-III-1973.

[12-V-8] Javier Echevarría, Homilía, 13-V-2016.

[12-V-9] Francisco, Carta al Prelado del Opus Dei con motivo de la Beatificación de Álvaro del Portillo, 16-VI-2014.

[12-V-10] Beato Álvaro, Oración ante la Virgen de Fátima, 25-I-1989.

 

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Mayo 13 - Virgen de Fátima

  • Un impulso al santo rosario.
  • La paz es fruto de la oración y reparación por los pecados.
  • El corazón de María triunfa frente al pecado.

EL SIGLO XX ha quedado grabado en la historia de la piedad mariana por las apariciones de Nuestra Señora en Fátima. Corría el año 1917 y el dolor de la guerra cubría buena parte del mundo. Mientras varios países se enfrentaban con obstinación, mientras se intentaba arreglar los problemas con la fuerza de la violencia, en Portugal la Virgen revelaba a unos niños el camino para la paz verdadera. La oración que la Iglesia nos propone para la Misa de hoy resume el mensaje de Fátima: «Oh Dios, que a la Madre de tu Hijo la hiciste también Madre nuestra, concédenos que, perseverando en la penitencia y la plegaria por la salvación del mundo, podamos promover cada día con mayor eficacia el reino de Cristo»[13-V-1]. Nuestra Señora transmitió a los tres pastorcillos la necesidad que tenemos los cristianos de tener una vida de oración y de penitencia para acoger la paz de su hijo. El mensaje de Fátima es como un eco de aquellas palabras de Jesús al inicio de su predicación: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está al llegar; convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1,15).

Jacinta, Francisco y Lucía, desde que encontraron a la Virgen, comenzaron a rezar el rosario diariamente y a ofrecer sacrificios a Dios. La fidelidad de estos tres pequeños a la petición materna de María ha abierto un camino de esperanza para muchas personas en todo el mundo. Desde Fátima, la devoción al santo rosario ha ganado un nuevo impulso. Hoy son muchas las personas que acuden a esta oración añadiendo la plegaria que la madre de Cristo enseñó a los pastorcillos: «Jesús mío, perdona nuestros pecados, líbranos del fuego del infierno, lleva al cielo a todas las almas, especialmente a las más necesitadas de tu misericordia». ¡Cuánto consuelo encontramos los cristianos en el rezo del santo rosario! A él acuden madres y padres de familia que piden insistentemente por la conversión de sus hijos, trabajadores que enfrentan un panorama económico incierto, jóvenes que quieren dedicar sus energías a vivir y compartir la alegría del Evangelio… Es una oración que cambia la historia de muchas personas y puede cambiar también la nuestra.

SIGUIENDO LAS palabras de la Virgen de Fátima, queremos aprender a perseverar en la oración y en la reparación por los pecados. El evangelio nos recuerda cómo Jesús insistía en «la necesidad de orar siempre y no desfallecer» (Lc 18,1) y san Pablo, por su parte, pide a los cristianos que sean «alegres en la esperanza, pacientes en la tribulación; constantes en la oración» (Rm 12,12). La paz surge en un corazón que tiene la audacia de creer en la fuerza de la oración y se apoya confiadamente en los brazos de Dios.

El Señor mira complacido nuestra oración. Sus manos sostienen la historia de la humanidad, en la que se encuentran también nuestra historia personal y la de quienes nos rodean. El libro del Apocalipsis usa la imagen del perfume del incienso para hablar de la oración de los cristianos: «Y ascendió el humo de los perfumes, con las oraciones de los santos, desde la mano del ángel hasta la presencia de Dios» (Ap 8,4). Atendiendo a nuestro clamor constante, el Señor actúa en la historia para llevarla a su plenitud. Por eso queremos aprender a ser perseverantes en la oración. María quiere enseñar a los hombres a confiar en su hijo, incluso cuando a veces pueda parecer que no nos escucha. En las bodas de Caná, da la impresión de que Jesús no estaba pensando en realizar el milagro, pero la Virgen insiste: nuestra Madre, no ve en las palabras de su hijo una llamada a la inacción, sino una invitación a ser audaz. Por eso se lanza a decir a los sirvientes: «Haced lo que él os diga» (Jn 2,5). Y consigue el milagro.

«María, Maestra de oración. –Mira cómo pide a su Hijo, en Caná. Y cómo insiste, sin desanimarse, con perseverancia. –Y cómo logra. –Aprende»[13-V-2]. Este consejo de san Josemaría nos puede ayudar a alcanzar muchos dones de parte del Señor con nuestra oración.

LA ADVOCACIÓN de la Virgen de Fátima está unida a la devoción al Corazón Inmaculado de María. «“Mi Corazón Inmaculado triunfará”. ¿Qué quiere decir esto? Que el corazón abierto a Dios, purificado por la contemplación de Dios, es más fuerte que los fusiles y que cualquier tipo de arma. El fiat de María, la palabra de su corazón, ha cambiado la historia del mundo, porque ella ha introducido en el mundo al Salvador, porque gracias a este “sí” Dios pudo hacerse hombre en nuestro mundo y así permanece ahora y para siempre»[13-V-3].

Las apariciones de la Virgen en Fátima hablan del peligro que corre la humanidad si abandona la oración. Nuestra Señora, sin embargo, no quiere que caigamos en una visión pesimista de la historia. Su corazón triunfa: imitando la constancia de su diálogo con Dios podemos evitar el pecado, que es el peor de los males. Ahí encontramos «la fuerza que se opone al poder de destrucción: el esplendor de la Madre de Dios, y proveniente siempre de él, la llamada a la penitencia. De ese modo se subraya la importancia de la libertad del hombre: el futuro no está determinado de un modo inmutable, y la imagen que los niños vieron, no es una película anticipada del futuro, de la cual nada podría cambiarse. Toda la visión tiene lugar en realidad solo para llamar la atención sobre la libertad y para dirigirla en una dirección positiva»[13-V-4].

Nuestra oración, sencilla y confiada, nos compromete con la historia; no es la ingenuidad de quien no se da cuenta de los problemas, ni la indiferencia de quien solo piensa en tranquilizar su conciencia. Las letanías del rosario, por ejemplo, nos unen con las personas que sufren: los enfermos, los pecadores, los migrantes, etc. Al rezar por ellos nos sentimos, con la ayuda de Dios, responsables de llevarles consuelo. Podemos dirigirnos a la Virgen de Fátima como lo hacía el beato Álvaro del Portillo: «Queremos meternos en tu Corazón Inmaculado. Así viviremos la alegría y la paz de los hijos de Dios. Que todo lo que te dé pena, nos duela a nosotros. Y, bien metidos en tu corazón amabilísimo, tú nos meterás en el de tu hijo»[13-V-5].

 


[13-V-1] Misal Romano, Oración colecta, memoria de la Bienaventurada Virgen María de Fátima.

[13-V-2] San Josemaría, Camino, n. 502.

[13-V-3] Joseph Ratzinger, Comentario teológico, Congregación para la Doctrina de la Fe, 13-V- 2000.

[13-V-4] Ibíd.

[13-V-5] Beato Álvaro del Portillo, Oración en Fátima, 15-XI-1985.

 

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Mayo 14 - San Matías

  • Toda vocación es un don gratuito.
  • San Matías conocía la vida de Jesús.
  • Dios cuenta con todos en su plan de salvación.

CUENTAN LOS Hechos de los Apóstoles que, en los días posteriores a la resurrección del Señor, san Pedro se juntó con los discípulos para elegir al sustituto de Judas (cfr. Hch 1,15-26). Se reunieron unas ciento veinte personas. Quizá era el núcleo de los que habían permanecido con el Señor después del sermón del Pan de vida, incluyendo a aquellos setenta y dos que había mandado a predicar tiempo atrás. Lo que más sorprende es el modo de llamar a Matías para que fuese uno de los Doce. Tras una oración para rogar a Dios que se haga su voluntad, echan a suertes entre dos candidatos… y nace un nuevo apóstol.

Seguir de cerca al Señor como lo hicieron los apóstoles posee un cierto aire de fortuna. La pregunta que nos podemos hacer es: ¿por qué he sido el elegido si hay muchas más personas que podían encargarse de esta tarea? Sin embargo, nuestra actitud frente a los dones divinos es la de maravillarnos y sentirnos afortunados. El Señor obra de manera inusual paranuestros parámetros. Matías está bien dispuesto, conoce al Señor desde hace tiempo, pero quién sabe si hasta ese instante se había planteado algo similar. Ante la necesidad de disponer de nuevos apóstoles, gracias a la oración y a la suerte divina, descubre que Jesucristo tiene una misión concreta para él. En el fondo de su corazón Matías escucharía de algún modo la voz de Dios.

 

«Si me preguntáis cómo se nota la llamada divina, cómo se da uno cuenta –decía san Josemaría–, os diré que es una visión nueva de la vida. Es como si se encendiera una luz dentro de nosotros; es un impulso misterioso, que empuja al hombre a dedicar sus más nobles energías a una actividad que, con la práctica, llega a tomar cuerpo de oficio. Esa fuerza vital, que tiene algo de alud arrollador, es lo que otros llaman vocación. La vocación nos lleva –sin darnos cuenta– a tomar una posición en la vida, que mantendremos con ilusión y alegría, llenos de esperanza hasta en el trance mismo de la muerte. Es un fenómeno que comunica al trabajo un sentido de misión, que ennoblece y da valor a nuestra existencia. Jesús se mete con un acto de autoridad en el alma, en la tuya, en la mía: esa es la llamada»[14-V-1] y eso es lo que muy posiblemente experimentó Matías aquel día.

«NOSOTROS hemos recibido este don como destino: la amistad del Señor. Esta es nuestra vocación: vivir siendo amigos del Señor, al igual que los apóstoles. Todos los cristianos hemos recibido este don: la apertura, el acceso al corazón de Jesús, a la amistad de Jesús. Hemos recibido en suerte el don de tu amistad. Nuestro destino es ser amigos tuyos. Es un don que el Señor conserva siempre»[14-V-2]. Y para ser amigos de Jesús necesitamos conocerlo. En el momento de la elección del nuevo apóstol, el único requisito que debía cumplir era el de conocer de cerca la vida de Cristo, «desde que Juan bautizaba, hasta el día de su ascensión» (Hch 1,22).

«No puedo dejar de confiaros algo –decía san Josemaría–, que constituye para mí motivo de pena y de estímulo para la acción: pensar en los hombres que aún no conocen a Cristo, que no barruntan todavía la profundidad de la dicha que nos espera en los cielos, y que van por la tierra como ciegos persiguiendo una alegría de la que ignoran su verdadero nombre, o perdiéndose por caminos que les alejan de la auténtica felicidad»[14-V-3]. Toda felicidad aquí en la tierra es un chispazo divino que apunta hacia Cristo. Solo en él descansa nuestra búsqueda. Solo en nuestra amistad con Jesús, hecha de palabras y de momentos compartidos, encontramos la paz que no nos deja. Por eso deseamos conocerlo cada vez mejor, en los evangelios, en la Eucaristía, en la oración personal y en las personas que nos rodean.

A nosotros, que no hemos vivido aquellos años en los que Jesús pisó nuestra tierra, puede servirnos el ejemplo de san Pablo, que tampoco conoció a Cristo bajo ese aspecto. «San Pablo no pensaba en Jesús en calidad de historiador, como una persona del pasado. Ciertamente, conoce la gran tradición sobre la vida, las palabras, la muerte y la resurrección de Jesús, pero no trata todo ello como algo del pasado; lo propone como realidad del Jesús vivo. Para san Pablo, las palabras y las acciones de Jesús no pertenecen al tiempo histórico, al pasado. Jesús vive ahora y habla ahora con nosotros y vive para nosotros. Esta es la verdadera forma de conocer a Jesús»[14-V-4]. En nuestro empeño por conocer con la mayor profundidad posible a Cristo, podemos pedir la intercesión del apóstol Matías. Él podrá ayudarnos a que las acciones y palabras del Señor que él conoció, desde que fue bautizado por Juan hasta su resurrección, sean una realidad viva también para nosotros.

EN LA ESCENA de la vocación de Matías hay otro aspecto que también llama la atención y que se prolongará a lo largo de la historia. Es el hecho de que «la primera vocación tuvo lugar cuando la Iglesia estaba unida y rezaba. Cuando la Iglesia permanece unida y reza, no necesita preocuparse mucho por la propaganda, ya que puede estar segura de la respuesta del Señor»[14-V-5]. Esto nos da paz. La Iglesia la ha instituido el Señor y es él quien la saca adelante; nada ni nadie podrá contra ella. Seguirá llamando a nuevos apóstoles incluso en medio de cualquier circunstancia, entre jóvenes y ancianos, entre hombres y mujeres. Permanecer unidos en la oración y en el cariño fraterno es, en definitiva, seguir pendientes de Dios y confiar plenamente en su misericordia. No faltarán personas dispuestas a seguir a Cristo y a permanecer con él para ser testigos de la paz y de la alegría que surgen de la Resurrección.

El alborozo por ese nuevo apóstol fue enorme: en toda la asamblea y en el corazón del mismo Matías. Sin embargo, José, llamado Bernabé, el otro discípulo que intervino en el sorteo, quedó a las puertas de esa predilección, así como al resto de aquellos ciento veinte que se habían reunido (cfr. Hch 1,23-26). José era un fiel discípulo y el hecho de no ser llamado a formar parte de los Doce no significa que valiese menos o que no fuese buen cristiano. Dios llama a quien quiere, cada uno tiene su camino de felicidad trazado por Dios, y lo propio del hombre es ponerse en sus manos. Tanto Matías como José son afortunados porque fundan su vida en la seguridad de que el Señor está siempre a su lado. Y responder que sí a las inspiraciones de Dios, aceptarlas con gratitud, es fuente de paz. Lo que cuenta es la santidad de cada uno en sus circunstancias y con su modo de ser, allí donde está.

Matías, como antes lo habían hecho los otros apóstoles, se puso inmediatamente manos a la obra. «¿Por qué inmediatamente? Porque se sintieron atraídos. No fueron rápidos y dispuestos porque habían recibido una orden, sino porque habían sido atraídos por el amor. Los buenos compromisos no son suficientes para seguir a Jesús, sino que es necesario escuchar su llamada todos los días. Solo él, que nos conoce y nos ama hasta el final, nos hace salir al mar de la vida»[14-V-6]. El mar inmenso de este mundo cuenta con que los cristianos, en compañía de la Santísima Virgen, Stella Maris, estrella del mar, surcaremos sus aguas para llevar a todos la alegría de Cristo.

 


[14-V-1] San Josemaría, Cartas 3, n. 9

[14-V-2] Francisco, Homilía, 14-V-2018.

[14-V-3] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 163.

[14-V-4] Benedicto XVI, Audiencia general, 8-X-2008.

[14-V-5] Benedicto XVI, Homilía en una primera Misa, 1973. Recogida en Enseñar y aprender el amor de Dios.

[14-V-6] Francisco, homilía del domingo de la Palabra de Dios, 26-I-2020.

 

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Mayo 18 - Beata Guadalupe Ortiz de Landázuri

  • Guadalupe y la vida ordinaria.
  • Cada santo es una hazaña de Dios.
  • La alegría de seguir al Señor.

«LA VIDA es como un viaje por el mar de la historia, a menudo oscuro y borrascoso, un viaje en el que escudriñamos los astros que nos indican la ruta. Las verdaderas estrellas de nuestra vida son las personas que han sabido vivir rectamente. Ellas son luces de esperanza. Jesucristo es ciertamente la luz por antonomasia, el sol que brilla sobre todas las tinieblas de la historia. Pero para llegar hasta él necesitamos también luces cercanas, personas que dan luz reflejando la luz de Cristo, ofreciendo así orientación para nuestra travesía»[18-V-1]. En el día de su fiesta, miramos a Guadalupe Ortiz de Landázuri para alegrarnos: ella nos muestra hasta qué punto Dios desea hacernos partícipes de su santidad aquí en la tierra en lo ordinario; por esto, su vida supone una luz especialmente cercana para nosotros.

«Guadalupe Ortiz de Landázuri es el primer fiel laico del Opus Dei propuesto por la Iglesia como modelo de santidad. Antes ya lo habían sido su fundador, san Josemaría, y su primer sucesor, el beato Álvaro. Esto nos recuerda especialmente la llamada que Dios nos hace a todos para que seamos santos, como predicó san Josemaría desde 1928 y constituye una de las principales enseñanzas del Concilio Vaticano II (cfr. Lumen Gentium, cap. V). Esto es lo que la nueva beata procuró llevar a las personas que le rodeaban: la convicción de que la unión con Dios está, con la gracia divina, al alcance de todos, en las circunstancias de la vida ordinaria»[18-V-2].

El Señor no quiere que vayamos solos por la senda que nos conduce a la felicidad. Él «nunca abandona a su Iglesia (...), sigue suscitando en ella ejemplos de santidad que embellecen su rostro, nos llenan de esperanza y nos señalan con claridad el camino que hemos de recorrer»[18-V-3]. De Guadalupe aprendemos que «la santidad supone abrir el corazón a Dios y dejar que nos transforme con su amor»[18-V-4]. La felicidad tiene mucho que ver con esa capacidad de dejar entrar a la novedad y el impulso de Dios. ¿Qué hay más seguro que dejar la propia vida en sus manos? Esto no significa desentenderse de las cosas, sino todo lo contrario: ir al fondo de las personas y los sucesos porque allí está el Señor.

«A SUS TREINTA y siete años, desde México, Guadalupe explicaba en una carta al fundador del Opus Dei: “Quiero ser fiel, quiero ser útil y quiero ser santa. La realidad es que todavía me falta mucho (…). Pero no me desanimo, y con la ayuda de Dios y el apoyo de usted y de todos, espero que llegue a vencer” (Carta, 1-II-1954). Ese breve apunte, “Quiero ser santa”, es el desafío que aceptó Guadalupe para su vida y que la llenó de felicidad. Y para conseguirlo no tuvo que hacer cosas extraordinarias. A los ojos de las personas que le rodeaban era una persona común: preocupada por su familia, yendo de aquí para allá, terminando una tarea para empezar otra, tratando de corregir poco a poco sus defectos. Allí, en esas batallas que parecen pequeñas, Dios realiza grandes hazañas. También las quiere realizar en la vida de cada una y cada uno de nosotros»[18-V-5].

San Pablo dice a los de Corinto: «Que cada uno dé según se ha propuesto en su corazón, no de mala gana ni forzado, porque Dios ama al que da con alegría. Y poderoso es Dios para colmaros de toda gracia, para que, teniendo siempre en todas las cosas todo lo necesario, tengáis abundancia en toda obra buena» (2 Co 9,7-8). Al considerar la vida de Guadalupe, qué atractiva es su decisión por cumplir las insinuaciones del Señor, su valentía para darse a los demás, su optimismo sobrenatural. Esa inmensa alegría brotaba de un corazón enamorado y en vela constante.

«Las hazañas de Dios no han terminado; su poder se sigue manifestando en la historia. A san Josemaría le gustaba recordar, con las palabras del profeta Isaías: Non est abbreviata manus Domini (Is 59,1): “No se ha hecho más corta la mano de Dios: no es menos poderoso Dios hoy que en otras épocas” (Es Cristo que pasa, n. 130). El mismo Señor quiere seguir manifestándose de muchos modos; también a través de los santos. Cada santo es una hazaña de Dios; una manera de hacerse presente en nuestro mundo; es “el rostro más bello de la Iglesia” (Gaudete et exultate, n. 9)»[18-V-6] y que estamos llamados a reflejar también en nuestra propia vida.

«GUADALUPE estaba siempre alegre porque dejó que Jesús la guiara y que él se encargara de llenar su corazón. Desde el momento en que vio que Dios le llamaba a santificarse en el camino del Opus Dei, fue consciente de que esa misión no era simplemente un nuevo plan terreno, ciertamente ilusionante. Se dio cuenta de que era algo sobrenatural, preparado por Dios desde siempre para ella. Y, dejándose llevar por esta certeza de fe, Dios la premió con una fecundidad que no podía siquiera sospechar y con una felicidad –el ciento por uno, que prometió Jesús a sus discípulos– que podemos percibir en sus cartas (...).

Buscar en todo los propios gustos y la propia comodidad podría parecer la clave para estar alegres. Sin embargo, no es así. Jesucristo señala que quien quiera ser el primero, que sea el servidor de todos (cfr. Mc 9,35); que él mismo había venido a la tierra para servir (cfr. Mt 20, 28); e insistió, en otro momento, en que su lugar entre los hombres es “como el que sirve” (Lc 22, 27). Y en la Última Cena, se arrodilló ante sus apóstoles y lavó los pies de cada uno, y les dijo después: “Vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros. (…). Si comprendéis esto y lo hacéis, seréis bienaventurados” (Jn 13,14-17). Guadalupe pudo alcanzar esa alegría que se desprende de sus escritos y de su vida, también porque cada mañana, al despertarse, su primera palabra, dirigida al Señor, era: ¡Serviam! ¡Serviré! Y se trataba de un propósito que quería vivir en cada momento del día. La alegría de Guadalupe estaba en la unión con Jesucristo, que le llevaba a olvidarse de sí misma, procurando comprender a cada persona»[18-V-7].

Queremos nosotros también seguir así al Señor. Guadalupe va de un lado a otro, de una ocupación a otra, de modo resuelto, como si escuchase, de nuevo cada vez, en el fondo de su alma, aquel sígueme de la vocación. «Cuando descubrimos, por la fe, la grandeza del querer de Dios, “recibimos ojos nuevos, experimentamos que en él hay una gran promesa de plenitud y se nos abre la mirada al futuro” (Lumen fidei, n. 4). Guadalupe, recordando el momento en que se encontró por primera vez con san Josemaría, escribía: “Tuve la sensación clara de que Dios me hablaba a través de aquel sacerdote. (…). Sentí una fe grande, fuerte reflejo de la suya”. Pidámosle al Señor, por intercesión de Guadalupe, que nos dé y nos perfeccione esos ojos nuevos de la fe, para poder mirar nuestro futuro tal como él lo hace»[18-V-8].

 


[18-V-1] Benedicto XVI, Spe Salvi, n. 49.

[18-V-2] Mons. Fernando Ocáriz, Homilía, 19-V-2019.

[18-V-3] Francisco, Carta a Mons. Fernando Ocáriz, 12-IV-2019.

[18-V-4] Ibíd.

[18-V-5] Mons. Fernando Ocáriz, Homilía, 19-V-2019.

[18-V-6] Ibíd.

[18-V-7] Mons. Fernando Ocáriz, Homilía, 21-V-2019.

[18-V-8] Ibíd.

 

 

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11 junio - San Bernabé

  • Colaborador de san Pablo.
  • Una vida intensa y fecunda.
  • Diversidad entre los primeros cristianos.

AL LEER los Hechos de los apóstoles, llama la atención el elevado número de colaboradores que acompañaron a san Pablo a lo largo de su vida. El apóstol de las gentes supo apoyarse en otros, estuvo abierto a trabajar con los demás, sin hacerlo todo él solo. «San Pablo no actúa como un "solista", como un individuo aislado, sino junto con estos colaboradores en el "nosotros" de la Iglesia. Este "yo" de Pablo no es un "yo" aislado, sino un "yo" en el "nosotros" de la Iglesia, en el "nosotros" de la fe apostólica»[11-VI-1].

Entre los compañeros más cercanos, desempeñando un papel particularmente importante, destaca la figura de san Bernabé. Se trata de un judío de la tribu de Leví, oriundo de Chipre. Fue uno de los primeros que abrazaron la fe en Jerusalén, después de la resurrección de Jesús. Para aliviar las necesidades de los más necesitados, vendió un campo y entregó el dinero a los apóstoles (cfr. Hch 4,37). Esta manifestación de generosidad no fue un hecho aislado, sino algo constante, que se extendió a toda su vida.

Cuando llegan noticias hasta Jerusalén de la buena acogida que ha tenido el Evangelio en Antioquía de Siria, los apóstoles enviaron a Bernabé. «Cuando llegó y vio la gracia de Dios se alegró, y a todos les exhortaba a permanecer en el Señor con un corazón firme» (Mt 11,23). Más tarde, salió para Tarso en busca de Saulo; lo encontró y fue con él a Antioquía. «Enviados por el Espíritu Santo» (Hch 13,4) trabajaron juntos en la evangelización de esa importante ciudad durante un año entero, y fue allí donde por primera vez llama­ron «cristianos» a los discípulos. Posteriormente, acompañó a San Pablo en su primer viaje misionero, recorriendo las regiones de Chipre y Asia menor, en la actual Turquía (cfr. Hch 13-14). Sufrieron, «llenos de valor» (Hch 13,46), muchas dificultades por el Señor. Sin embargo, gracias a san Bernabé, «la palabra del Señor se propagaba por toda la región» (Hch 13,49).

BERNABÉ es descrito como «un hombre bueno y lleno del Espíritu Santo y de fe» (Hch 11,24). En su vida, desde sus primeras experiencias apostólicas hasta su muerte, fue un incansable testigo del Evangelio. Su afán apostólico surgía del mandato de Cristo que escuchamos el día de su fiesta: «Id y predicad: El Reino de los Cielos está cerca. Curad a los enfermos, resucitad a los muertos, sanad a los leprosos, expulsad los demonios (…). No llevéis oro, ni plata, ni dinero en vuestras bolsas, ni alforja para el camino, ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón, porque el que trabaja merece su sustento» (Mt 10,7-10).

La vida de Bernabé estuvo cargada de una intensa actividad porque en esta misión encontró el sentido de su vida. Trabajó por el evangelio con total generosidad, como el Señor les había pedido a sus discípulos: «Gratuitamente lo recibisteis, dadlo gratuitamente» (Mt 10,8). Según cuentan los Hechos de los Apóstoles, Dios bendecía sus pasos con abundantes frutos: así por ejemplo, después de su predicación en Antioquía, «una gran muchedumbre se adhirió al Señor» (Mt 10,24). La confianza en Dios sostenía todo su trabajo. En su fiesta, la liturgia pone en nuestros oídos una súplica a Dios para que nos conceda «anunciar fielmente con la palabra y con las obras el Evangelio que él [Bernabé] proclamó con valentía» (Oración colecta).

San Josemaría escribe: «Yo te voy a decir cuáles son los tesoros del hombre en la tierra para que no los desperdicies: hambre, sed, calor, frío, dolor, deshonra, pobreza, soledad, traición, calumnia, cárcel»[11-VI-2]. En la aventura de Pablo y Bernabé fueron muy frecuentes estos tesoros. «Si bien esta misión nos reclama una entrega generosa, sería un error entenderla como una heroica tarea personal (...). En cualquier forma de evangelización el primado es siempre de Dios, que quiso llamarnos a colaborar con Él e impulsarnos con la fuerza de su Espíritu (...). Esta convicción nos permite conservar la alegría en medio de una tarea tan exigente y desafiante que toma nuestra vida por entero. Nos pide todo, pero al mismo tiempo nos ofrece todo»[11-VI-3].

PABLO Y BERNABÉ tuvieron al inicio del segundo viaje misionero un desacuerdo, a causa de Marcos, un joven cristiano. Bernabé quería llevarlo consigo, pero Pablo se negaba, porque Marcos les había abandonado durante el viaje anterior (cfr. Hch 13,13; 15, 36-40). A partir de esta diferencia, sus caminos se separaron. Bernabé, con Marcos, se dirigió a Chipre (cfr. Hch 15,39), mientras que Pablo siguió el viaje sin ellos.

Efectivamente, entre los santos también se pueden dar desacuerdos. Es normal que unos tengan opiniones o sensibilidades distintas de otros. «Los santos no han caído del cielo. Son hombres como nosotros, incluso con problemas complicados. La santidad no consiste en no equivocarse o no pecar nunca. La santidad crece con la capacidad de conversión, de arrepentimiento, de disponibilidad para volver a comenzar, y sobre todo con la capacidad de reconciliación y de perdón (…). Por consiguiente, lo que nos hace santos no es el no habernos equivocado nunca, sino la capacidad de perdón y reconciliación»[11-VI-4].

El ambiente de los primeros cristianos, en el que vivió san Bernabé, puede ser un modelo para nosotros, por su clara convicción de que el Evangelio ilumina vidas muy diversas entre sí. Se comprende que san Josemaría haya tenido sus ojos puestos en estas primeras comunidades. Por eso, «la diversidad que existe y existirá siempre entre los miembros del Opus Dei es (...) una manifestación de buen espíritu, de vida limpia, de respeto a la opción legítima de cada uno»[11-VI-5]. Podemos pedir a Dios, por intercesión de santa María, el fervor apostólico de san Bernabé y la gracia para vivificar ambientes cristianos como lo hicieron aquellos primeros discípulos.

Todos los cristianos servimos al Evangelio contando con los dones que Dios nos ha otorgado y según nuestra vocación personal. Para ser siempre fieles contamos con el auxilio de nuestra Madre del Cielo, Reina de los Apóstoles. A Ella le pedimos que no nos abandone nunca.

[11-VI-1] Benedicto XVI, Audiencia, 31-I-2007.

[11-VI-2] San Josemaría, Camino, n. 194.

[11-VI-3] Francisco, Evangelii Gaudium. n. 12.

[11-VI-4] Benedicto XVI, Audiencia, 31-I-2007.

[11-VI-5] San Josemaría, Conversaciones, n. 38.

 

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22 de junio - Santo Tomás Moro

  • Buen marido y padre de familia.
  • Llevar la luz del Evangelio a todos los rincones.
  • Un heroísmo forjado día a día.

SANTO TOMÁS MORO nació en 1478 y murió mártir en 1535. Fue profesor de derecho y abogado de prestigio. Ocupó varios cargos públicos y en 1529 fue nombrado Lord Canciller del reino británico. Armonizó esta carrera jurídica y política con el estudio de las disciplinas humanistas, hasta el punto de que fue considerado uno de los hombres más sabios del Renacimiento. Erasmo de Rotterdam, otro de los humanistas más célebres del momento, le profesaba una enorme admiración: «A menos que el gran amor que le tengo me engañe –escribió–, no creo que la naturaleza haya forjado jamás un carácter más hábil, más ingenioso, más circunspecto, más fino (...). Es el más dulce de los amigos, con el que me gusta mezclar la seriedad y el humor con deleite»[22-VI-1].

Tanto en los tribunales como en la corte, no faltaron a Tomás Moro ocupaciones intensas y absorbentes. Sin embargo, siendo consciente de la posibilidad de que sus obligaciones profesionales le llevasen a descuidar su propio hogar, siempre tuvo claro que lo más importante era ser un buen marido y un buen padre. Así lo manifestaba por carta a su hija mayor, durante un viaje que lo tuvo alejado un tiempo de casa: «Te aseguro que antes de que por descuido mío se echen a perder mis hijos y familia capaz soy de gastar toda mi fortuna y despedirme de negocios y ocupaciones para dedicarme por entero a vosotros»[22-VI-2].

En efecto, empleó sus mejores esfuerzos en asegurar que su casa fuese un foco de felicidad y, a la vez, una pequeña escuela familiar. Tanto el mismo Tomás, como profesores bien preparados, enseñaban disciplinas humanistas y científicas, además de doctrina cristiana, a las cinco niñas y al niño que allí vivían. Sin embargo, en una carta a uno de los preceptores, deja claro el orden de importancia en la educación: «Lo esencial debe ser para ellos una vida virtuosa; el estudio debe ocupar solo un segundo lugar; por eso deben estudiar aquellas asignaturas que les conduzcan a ser fieles a Dios, a amar al prójimo, a ser modestos y a tener humildad cristiana frente a sí mismos. Entonces les caerá en suerte la gracia de una vida de buena reputación; entonces no se asustarán pensando en la muerte; pues sus corazones estarán llenos de la verdadera alegría»[22-VI-3].

SAN JOSEMARÍA tuvo devoción a santo Tomás Moro. En 1954 lo nombró intercesor del Opus Dei para las relaciones con las autoridades civiles. Durante sus estancias en Gran Bretaña, entre 1958 y 1962, acudió con frecuencia a rezar ante sus restos mortales en Canterbury. Y animó a un hijo suyo a escribir una biografía sobre este santo inglés, que le parecía un excelente ejemplo de santidad laical, alcanzada, con la gracia de Dios, en medio del mundo y en medio de las encrucijadas de los cambios culturales de su tiempo[22-VI-4]. Porque son los fieles laicos, los cristianos corrientes, quienes están llamados a iluminar con la luz del Evangelio todos los rincones: la familia, el ambiente en que trabajan, todos los ámbitos de la sociedad civil y de la cultura. A ellos «les corresponde testificar cómo la fe cristiana (…) constituye la única respuesta válida a los problemas y expectativas que la vida plantea a cada hombre y a cada sociedad. Esto será posible si los fieles laicos saben superar en ellos mismos la fractura entre el Evangelio y la vida, recomponiendo en su vida familiar cotidiana, en el trabajo y en la sociedad, esa unidad de vida que en el Evangelio encuentra inspiración y fuerza para realizarse en plenitud»[22-VI-5].

Santo Tomás Moro fue ejemplar tanto en su servicio a la sociedad civil como en su contribución a alimentar la cultura de su tiempo. También hoy los cristianos trabajamos por transformar el mundo, convencidos de que nos pertenece porque es nuestro hogar, nuestra tarea y nuestra patria. «Al sabernos hijos de Dios, convocados por él, no podemos sentirnos extraños en nuestra propia casa; no podemos transitar por esta vida como visitantes en un lugar ajeno ni podemos caminar por nuestras calles con el miedo de quien pisa un territorio desconocido. El mundo es nuestro porque es de nuestro Padre Dios. Estamos llamados a amar este mundo, no otro en el que pensamos que tal vez nos sentiríamos más a gusto; hay que amar a las personas concretas que nos rodean, en los desafíos concretos que tenemos por delante»[22-VI-6].

TOMÁS MORO participaba diariamente en la santa Misa. En los domingos formaba parte del coro de su parroquia. A pesar de su posición social, no ocupaba un puesto de honor. Cuando algunos nobles le hicieron notar que tal vez disgustara al rey que su Lord Canciller no buscase ser tratado con mayor deferencia, respondió con fino ingenio: «No es posible que yo disguste al rey mi señor mientras rindo público homenaje al señor de mi rey»[22-VI-7]. Amaba de todo corazón a su patria y a su rey. Pero amaba por encima de todo a Dios. Por eso, cuando llegó el momento trágico de tener que elegir entre la fidelidad a Cristo o el sometimiento a una ley que iba contra su conciencia, santo Tomás Moro se dispuso a abrazar la voluntad divina sin reservas, aun sabiendo que se jugaba su posición, su fortuna e incluso su vida.

Esta respuesta heroica en una situación extraordinaria se había fraguado, en realidad, durante muchos años de heroísmo en la vida ordinaria. Por ejemplo, santo Tomás nunca decidía algo importante sin haber recibido antes, aquel día, al Señor en la Sagrada Comunión; recurría a la oración con fe e insistencia en todas sus necesidades personales y familiares; era generoso y solícito con sus amigos y se ocupaba de los pobres que había en su barrio. En lo que a él se refería, era sobrio y austero. Todo esto le dio «la confiada fortaleza interior que lo sostuvo en las adversidades y frente a la muerte. Su santidad, que brilló en el martirio, se forjó a través de toda una vida de trabajo y de entrega a Dios y al prójimo»[22-VI-8].

También nosotros estamos llamados por Dios a vivir nuestra condición de cristianos en medio de las situaciones más corrientes. A veces encontraremos dificultades en el ambiente, o incluso con leyes que ofenden a la dignidad humana. Será el momento entonces de ser fieles a la voz de Dios que resuena en lo más íntimo de nuestra conciencia[22-VI-9]: «Precisamente por el testimonio, ofrecido hasta el derramamiento de su sangre, de la primacía de la verdad sobre el poder, santo Tomás Moro es venerado como ejemplo imperecedero de coherencia moral –escribió san Juan Pablo II–. Y también fuera de la Iglesia, especialmente entre los llamados a dirigir los destinos de los pueblos, su figura es reconocida como fuente de inspiración»[22-VI-10].

[22-VI-1] Antonio Sicari, Ritratti di santi, vol. 1, p. 40.

[22-VI-2] Vázquez de Prada, Sir Tomás Moro, pp. 180-181.

[22-VI-3] Mariano Fazio, Contracorriente… hacia la libertad, pp. 15-16.

[22-VI-4] Cfr. A. Hegarty, “St. Thomas More as Intercessor of Opus Dei”, en Studia et Documenta, n. 8 (2014), pp. 91-124. Versión digital en https://opusdei.org/es/article/libro-electronico-intercesores-opus-dei.

[22-VI-5] San Juan Pablo II, Christifideles laici, n. 34.

[22-VI-6] Mons. Fernando Ocáriz, A la luz del Evangelio, p. 84.

[22-VI-7] Antonio Sicari, Ritratti di santi, vol. 1, p. 40.

[22-VI-8] San Juan Pablo II, Carta apostólica para la proclamación de santo Tomás Moro como patrono de los gobernantes y los políticos, 31-X-2000, n. 4.

[22-VI-9] Cfr. Gaudium et Spes, n. 16.

[22-VI-10] San Juan Pablo II, Carta apostólica para la proclamación de santo Tomás Moro como patrono de los gobernantes y los políticos, 31-X-2000, n. 1.

 

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San Juan Bautista - 24 de junio

  • Dios elige a cada uno.
  • Preparar los caminos de Jesús.
  • Humildad en el apostolado.

LA IGLESIA suele conmemorar a los santos el día de su marcha al cielo, que en los primeros tiempos del cristianismo coincidía muchas veces con su martirio. Sin embargo, el caso de san Juan Bautista ha sido singular desde los primeros siglos, pues se celebraba también su nacimiento, acontecido seis meses antes que el de Jesús. La Iglesia siempre entendió, a través de la Escritura, que el Bautista quedó lleno del Espíritu Santo desde el seno materno (cfr. Lc 1,15), cuando María, ya con el Señor en su vientre, visitó a su prima santa Isabel.

En el evangelio leemos el nacimiento y la imposición del nombre de Juan Bautista, y aquellos sucesos nos invitan a considerar el designio divino que los precede. «El Señor me llamó desde el seno materno, desde las entrañas de mi madre pronunció mi nombre» (Is 49,1). Estas palabras del profeta Isaías enuncian una de las realidades más profundas de la existencia humana: no aparecimos en esta tierra por azar, ni somos un ejemplar más, anónimo y poco relevante, de nuestra especie. Nuestra llegada a la vida es, al mismo tiempo, una llamada de Dios, una elección que promete felicidad y misión. Él nos ha creado como somos, con cada una de nuestras particularidades; ha pronunciado nuestro nombre propio, personal, nos ha querido únicos e irrepetibles. «Tú has creado mis entrañas, me has tejido en el seno materno –dice el salmista–. Te doy gracias porque me has plasmado portentosamente, porque son admirables tus obras» (Sal 139,13-14).

«Dios quiere algo de ti, Dios te espera a ti (...). Te está invitando a soñar, te quiere hacer ver que el mundo contigo puede ser distinto. Eso sí: si tú no pones lo mejor de ti, el mundo no será distinto. Es un reto»[24-VI-1]. San Josemaría explicaba que para recibir la luz del Señor y dejar que ilumine el sentido de nuestra existencia, «hace falta amar, tener la humildad de reconocer nuestra necesidad de ser salvados, y decir con Pedro: “Señor, ¿a quién iremos? Tú guardas palabras de vida eterna (...)”. Si dejamos entrar en nuestro corazón la llamada de Dios, podremos repetir también con verdad que no caminamos en tinieblas, pues por encima de nuestras miserias y de nuestros defectos personales, brilla la luz de Dios, como el sol brilla sobre la tempestad»[24-VI-2].

«A TI, NIÑO, te llamarán profeta del Altísimo, porque irás delante del Señor a preparar sus caminos» (Lc 1,76). Estás palabras pronunciadas por Zacarías, que repetimos en la aclamación antes del evangelio, ponen de manifiesto la unión inseparable que existe entre vocación y misión, entre llamada y envío. La grandeza de la vocación de Juan, en efecto, reside en la importancia irrepetible de su misión. «El mayor de los hombres fue enviado para dar testimonio al que era más que un hombre»[24-VI-3], dice san Agustín. Y Orígenes añade otro aspecto de la vocación del Bautista que se extiende hasta nuestros días: «El misterio de Juan se realiza todavía hoy en el mundo. Cualquiera que está destinado a creer en Jesucristo, es preciso que antes el espíritu y el poder de Juan vengan a su alma a “preparar para el Señor un pueblo bien dispuesto” (Lc 1,17) y, “allanar los caminos, enderezar los senderos” (Lc 3,5) de las asperezas del corazón. No es solamente en aquel tiempo que “los caminos fueron allanados y enderezados los senderos”, sino que todavía hoy el espíritu y la fuerza de Juan preceden la venida del Señor y Salvador»[24-VI-4].

Cada cristiano está también llamado a continuar la misión de Juan Bautista, preparando a las personas para el encuentro con Cristo: «¡Qué bonita es la conducta de Juan el Bautista! –dice san Josemaría–. ¡Qué limpia, qué noble, qué desinteresada! Verdaderamente preparaba los caminos del Señor: sus discípulos sólo conocían de oídas a Cristo, y él les empuja al diálogo con el Maestro; hace que le vean y que le traten; les pone en la ocasión de admirar los prodigios que obra»[24-VI-5]. La vida de san Juan Bautista fue sobria y penitente, en consonancia con el mensaje de conversión que compartía. Su predicación fue un intrépido anuncio de la verdad de Dios, de la que dio testimonio hasta la muerte. Como él, también nosotros estamos llamados a llevar a Cristo hacia los lugares donde se desenvuelve nuestra vida. Para eso, como Juan y sus discípulos, pondremos nuestros ojos en Jesús para, llenos de su vida, invitar a hacerlo a quienes están a nuestro lado.

CUANDO JUAN estaba por concluir el curso de su vida, decía: «¿Quién pensáis que soy? No soy yo, sino mirad que detrás de mí viene uno a quien no soy digno de desatar el calzado de los pies» (Hch 13,25). San Juan Bautista es un ejemplo de humildad y de intención recta. Nunca buscó brillar con luz propia, anunciarse a sí mismo, aprovecharse de su vocación para recabar protagonismo, u otras ventajas personales. «No puede el hombre apropiarse nada si no le es dado del cielo» (Jn 3,27), explicó a varios de sus discípulos, cuando estos se preocuparon al ver que sus seguidores empezaban a disminuir. «Mi alegría es completa. Es necesario que él crezca y que yo disminuya» (Jn 3,29-30), continuaba. El apostolado y la conversión de los corazones son tarea de Dios, en la cual nosotros somos humildes colaboradores. Él es dueño del fruto y de los tiempos. En palabras de san Agustín, Juan siempre fue consciente de que él «era la voz, pero el Señor era la Palabra que en el principio ya existía. Juan era una voz pasajera, Cristo la Palabra eterna desde el principio»[24-VI-6].

También en nuestra vida de apóstoles conviene que Cristo crezca y que nuestro yo disminuya. Esto requiere una profunda humildad, como explicaba san Josemaría: «Yo me imagino que todos estáis haciendo el propósito de ser muy humildes. Os evitaréis así muchos disgustos en la vida, y seréis como un árbol frondoso; pero no con fronda de hojas, ni de frutos que, cuando son vanos, cuando no tienen una pulpa carnosa y dulce, no pesan, y el árbol tiene las ramas hacia arriba, ¡vanidoso! En cambio, cuando los frutos son maduros, cuando están macizos, cuando la pulpa, como decía antes, es dulce y grata al paladar, entonces las ramas se bajan, con humildad (...). Vamos a pedírselo a Santa María, nuestra Madre, que por algo he hecho que tengáis siempre en los labios como un piropo encantador dirigido a la Virgen, aquel grito: Ancilla Domini!»[24-VI-7], esclava del Señor.

[24-VI-1] Francisco, Discurso, 30-VII-2016.

[24-VI-2] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 45.

[24-VI-3] San Agustín, Sermón 289.

[24-VI-4] Orígenes, Homilías sobre San Lucas, 4.

[24-VI-5] San Josemaría, Cartas 4, n. 21.

[24-VI-6] San Agustín, Sermón 293.

[24-VI-7] San Josemaría, Notas de una reunión familiar, 27-XII-1972.

 

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San Josemaría - 26 de junio

  • Llamada a la santidad en lo ordinario.
  • Contemplativos en medio del mundo.
  • Apostolado de amistad.

CONMEMORAMOS, UN AÑO MÁS, el nacimiento de san Josemaría al cielo, aquel 26 de junio de 1975. Allí está ahora, en nuestra patria definitiva, glorificando a Dios junto a todos los santos y santas de la Iglesia, junto a todas las personas que su predicación y su labor de fundador han ayudado a vivir junto a Dios. En varias ocasiones señaló precisamente que su gran ilusión era, escondido en algún rincón del cielo, ver a toda la gente de la que, por querer divino, ha sido padre en el Opus Dei y a quienes se han acercado al calor de esta familia. En la ceremonia de beatificación de san Josemaría, sucedida en Roma el año 1992, señaló san Juan Pablo II: «La actualidad y trascendencia de su mensaje espiritual, profundamente enraizado en el Evangelio, son evidentes»[26-VI-1]. Sin duda, el mensaje espiritual de san Josemaría tiene muchos aspectos, pero existe una luz recibida de Dios que orienta a los demás: recordar la llamada universal a la santidad y al apostolado en medio del mundo; recordar que todos estamos llamados a ser felices junto a Dios, en medio de todas las cosas que hacemos.

«Hay una única vida, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser –en el alma y en el cuerpo– santa y llena de Dios: a ese Dios invisible, lo encontramos en las cosas más visibles y materiales. No hay otro camino, hijos míos: o sabemos encontrar en nuestra vida ordinaria al Señor, o no lo encontraremos nunca»[26-VI-2]. Quizás tenemos el día lleno de problemas por resolver, en medio de un trabajo que nos cuesta esfuerzo, viviendo una rutina que tal vez se nos empieza a hacer monótona, o experimentamos alguna relación que atraviesa momentos de dificultad. Y puede suceder que tengamos la tentación de pensar que lo mejor sería que todo aquello pasase rápido para, quizás después, en un momento aparte, disfrutar de nuestra relación con Dios. Sin embargo, vienen en nuestra ayuda las palabras de san Pablo: «Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios» (Rm 8,14). El mensaje de san Josemaría nos invita a dejarnos llevar por el Espíritu de Dios en medio de las cosas ordinarias. Dios no se ha olvidado de nosotros en todos aquellos momentos: nos espera allí, con su amor de Padre, para hacerlo todo a nuestro lado. «¡Podéis transformar en divino todo lo humano, como el rey Midas convertía en oro todo lo que tocaba!»[26-VI-3].

Se comprende la predilección que guardaba san Josemaría hacia los años de vida oculta de Cristo o hacia la vida de los primeros cristianos. En el primer caso tenemos al mismo Dios llevando una vida normal, en tantas cosas similar a la nuestra, en medio de las fatigas y de las alegrías cotidianas. En el segundo caso tenemos a personas corrientes, de todas las profesiones o situaciones imaginables que, aparentemente sin que cambie nada externo, han dejado entrar la luz de Dios en su vida para, al mismo tiempo, iluminar la de quienes tienen alrededor. Y todo esto impulsado sacramentalmente por el Bautismo que hemos recibido los cristianos: «Deja que la gracia de tu Bautismo fructifique en un camino de santidad. Deja que todo esté abierto a Dios y para ello opta por él, elige a Dios una y otra vez. No te desalientes, porque tienes la fuerza del Espíritu Santo para que sea posible, y la santidad, en el fondo, es el fruto del Espíritu Santo en tu vida (cf. Ga 5,22-23)»[26-VI-4].

«¡QUÉ CAPACIDAD tan extraña tiene el hombre para olvidarse de las cosas más maravillosas, para acostumbrarse al misterio! –observaba san Josemaría–. (…) Estando plenamente metido en su trabajo ordinario, entre los demás hombres, sus iguales, atareado, ocupado, en tensión, el cristiano ha de estar al mismo tiempo metido totalmente en Dios, porque es hijo de Dios. La filiación divina es una verdad gozosa, un misterio consolador. La filiación divina llena toda nuestra vida espiritual, porque nos enseña a tratar, a conocer, a amar a nuestro Padre del Cielo, y así colma de esperanza nuestra lucha interior, y nos da la sencillez confiada de los hijos pequeños. Más aún: precisamente porque somos hijos de Dios, esa realidad nos lleva también a contemplar con amor y con admiración todas las cosas que han salido de las manos de Dios Padre Creador. Y de este modo somos contemplativos en medio del mundo, amando al mundo»[26-VI-5].

San Juan Pablo II, en la beatificación de san Josemaría, a quien hoy celebramos, señalaba que «el creyente, en virtud del bautismo, que lo incorpora a Cristo, está llamado a entablar con el Señor una relación ininterrumpida y vital»[26-VI-6]. El fundador del Opus Dei tenía la clara convicción de que la santidad en medio del mundo solamente es posible si se la construye sobre la fuerte roca de una vida de oración de hijo de Dios. La conversación de un hijo con su Padre se adapta a cualquier circunstancia, respira un ambiente de libertad, está llena de la confianza de quien se sabe siempre comprendido. La vida de oración a la que nos impulsa san Josemaría es profunda hasta el punto en que, aun sabiéndonos en medio del mundo, no dudaba en compararla con las cimas espirituales más altas alcanzadas por los místicos. La oración, aquella relación «ininterrumpida y vital», es «cimiento de la vida espiritual»[26-VI-7].

«Hagamos, por tanto, una oración de hijos y una oración continua. Oro coram te, hodie, nocte et die (2 Esdr 1,6): oro delante de ti noche y día. ¿No me lo habéis oído decir tantas veces que somos contemplativos, de noche y de día, incluso durmiendo; que el sueño forma parte de la oración? Lo dijo el Señor: Oportet semper orare, et non deficere (Lc 18,1); hemos de orar siempre, siempre. Hemos de sentir la necesidad de acudir a Dios, después de cada éxito y de cada fracaso en la vida interior (…). Cuando andamos por medio de las calles y de las plazas, debemos estar orando constantemente. Este es el espíritu de la Obra»[26-VI-8].

EL DÍA 6 de octubre de 2002, en la Plaza de San Pedro, fue canonizado san Josemaría. Durante la homilía, el Papa san Juan Pablo II señaló: «Elevar el mundo hacia Dios y transformarlo desde dentro: he aquí el ideal que el santo fundador os indica, queridos hermanos y hermanas que hoy os alegráis por su elevación a la gloria de los altares (…). Siguiendo sus huellas, difundid en la sociedad, sin distinción de raza, clase, cultura o edad, la conciencia de que todos estamos llamados a la santidad. Esforzaos por ser santos vosotros mismos en primer lugar, cultivando un estilo evangélico de humildad y servicio, de abandono en la Providencia y de escucha constante de la voz del Espíritu»[26-VI-9].

En varias ocasiones, san Josemaría se refirió al Opus Dei como una «inyección intravenosa en el torrente circulatorio de la sociedad»[26-VI-10]. Lo decía en referencia a que las personas del Opus Dei, o quienes acuden a sus actividades formativas, no se acercan al mundo como algo extraño a él, como algo de cierta manera distinto o ajeno, sino que quienes han sido vivificados por el espíritu de la Obra son del mundo. Esto quizás trae a nuestra mente la imagen evangélica de la masa y la levadura (cfr. Mt 13,33): Jesús mismo explicó que los cristianos son como los demás, personas corrientes, difícilmente diferenciables por cosas externas, y que solo así fermentan todo desde dentro. Y para esto tampoco hay estrategias extraordinarias: allí donde un cristiano quiere, de la mano de Dios, ser un buen amigo de quienes les rodean, se dará inevitablemente la evangelización, porque compartirá naturalmente lo que alegra su corazón. Es lo que san Josemaría llamaba «apostolado de amistad y confidencia»[26-VI-11].

«En la primera lectura se dice que Dios colocó al hombre en el mundo “para que lo trabajara y lo custodiara” (Gn 2,15). Y en el salmo que cantamos –y que san Josemaría rezaba todas las semanas– se nos dice que, a través de Cristo, tenemos como herencia todas las naciones y que poseemos como propia toda la tierra (cfr. Sal 2,8). La Sagrada Escritura nos lo dice claramente: este mundo es nuestro, es nuestro hogar, es nuestra tarea, es nuestra patria. Por eso, al sabernos hijos de Dios, no podemos sentirnos extraños en nuestra propia casa; no podemos transitar por esta vida como visitantes en un lugar ajeno ni podemos caminar por nuestras calles con el miedo de quien pisa territorio desconocido. El mundo es nuestro porque es de nuestro Padre Dios»[26-VI-12].

San Josemaría dijo que, si alguien le quería imitar en algo, lo hiciera en el amor que tenía a santa María. A nuestra Madre podemos pedirle una vida contemplativa, vivida en medio del mundo, para compartir con tantas personas la alegría de vivir junto a Dios.

[26-VI-1] San Juan Pablo II, Homilía, 17-V-1992.

[26-VI-2] San Josemaría, Conversaciones, n. 114.

[26-VI-3] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 221.

[26-VI-4] Francisco, Gaudete et exsultate, n. 15.

[26-VI-5] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 65.

[26-VI-6] San Juan Pablo II, Homilía, 17-V-1992.

[26-VI-7] San Josemaría, Camino, n. 83.

[26-VI-8] San Josemaría, Apuntes de su predicación, 24-XII-1967.

[26-VI-9] San Juan Pablo II, Homilía, 6-X-2002.

[26-VI-10] Cfr. san Josemaría, Apuntes íntimos, n. 47, VI-1930.

[26-VI-11] San Josemaría, Cartas 37, n. 10.

[26-VI-12] Mons. Fernando Ocáriz, Homilía, 26-VI-2019.

 

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San Pedro y san Pablo – 29 de junio

  • Una Iglesia liberada por el encuentro con Cristo.
  • Pedro: entregar la debilidad a Dios.
  • Pablo: un corazón sin barreras.

«ESTOS son los que, mientras estuvieron en la tierra, con su sangre plantaron la Iglesia: bebieron el cáliz del Señor y lograron ser amigos de Dios»[29-VI-1]. Los apóstoles Pedro y Pablo son considerados como las primeras columnas del cristianismo. San Pedro es la roca sobre la que Jesús edificó su Iglesia, y san Pablo, con sus viajes y sus escritos, es el apóstol de la Iglesia universal. Los dos confirmaron la unidad y la universalidad del nuevo pueblo de Dios con el testimonio del martirio.

La vida de ambos no estuvo marcada principalmente por sus cualidades, sino por el encuentro personal que tuvieron con Jesús: fue él quien los sanó y quien les convirtió en apóstoles para los demás. Pedro fue liberado de su miedo y de su inseguridad. A pesar de ser fuerte e impetuoso, experimentó el sabor amargo de la derrota cuando, después de toda una noche de trabajo, no había pescado nada. Ante las redes vacías, pudo tener la tentación del desaliento, de abandonarlo todo. Pero al confiar en las palabras de Jesús –«guía mar adentro, y echad vuestras redes» (Lc 5,4)–, se dio cuenta de que más bien debía abrazarlo todo: tenía la certeza de que, estando en la misma barca con Cristo, no había nada que temer.

Pablo, en cambio, fue liberado «del celo religioso que lo había hecho encarnizado defensor de las tradiciones que había recibido»[29-VI-2] y que no habían reconocido en Jesús al Mesías esperado. Su observancia férrea de la ley sin esa apertura a Cristo le había cerrado al amor divino. Pero tras su caída camino de Damasco se lanzó a una predicación propia de quien «ha paladeado intensamente la alegría de ser de Dios»[29-VI-3]. Su vida, que quizá giraba solamente en torno a unos preceptos que cumplir, se fundamenta después en aquel encuentro personal con Cristo. «Pedro y Pablo nos dan la imagen de una Iglesia confiada a nuestras manos, pero conducida por el Señor con fidelidad y ternura (...); de una Iglesia débil, pero fuerte por la presencia de Dios; la imagen de una Iglesia liberada que puede ofrecer al mundo la liberación que no puede darse a sí mismo»[29-VI-4].

JESÚS, reuniendo a sus discípulos, les lanzó una pregunta: «¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?» (Mt 16,13). Comenzaron entonces a salir algunos de los nombres que se oían por la ciudad: Juan el Bautista, Elías, Jeremías, alguno de los profetas… Pero Jesús quiso después que cada uno ensayase una respuesta más personal: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (Mt 16,15). Esta vez nadie se atrevía a decir nada. Solo lo hizo Simón Pedro, quien tomando la palabra respondió: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16).

Ante estas palabras, Jesús le dice a Pedro que será la piedra sobre la que edificará su Iglesia. Pero también añade que su fortaleza no dependerá de sus cualidades –«esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre» (Mt 16,17)–, sino del poder de Dios Padre que está en el cielo. De hecho, poco después de contemplar a Pedro como roca, lo vemos reprendido por el Señor tras el anuncio de su Pasión: «Eres escándalo para mí, porque no sientes las cosas de Dios sino las de los hombres» (Mt 16,23). Esta tensión entre el don que proviene de Dios y la capacidad humana es lo que marca la vida de san Pedro, de la Iglesia, y de cada uno de nosotros. Por un lado, la luz y la fuerza que viene de lo alto; por otro, la debilidad humana, que solo la acción divina puede transformar cuando encuentra un corazón humilde.

«La Iglesia no es una comunidad de perfectos, sino de pecadores que se deben reconocer necesitados del amor de Dios, necesitados de ser purificados por medio de la cruz de Jesucristo»[29-VI-5]. Pedro no cambió de un día para otro. En su vida continuaría experimentando los dones de Dios y sus propias debilidades. Así fue la roca de la Iglesia: palpó continuamente sus defectos, pero se supo anclar en el amor de Cristo.

SAN PABLO es considerado el apóstol de los gentiles; es decir, de todos aquellos que no pertenecían al pueblo judío. Visto con perspectiva, tiene incluso su punto de paradoja. Él, que tanto se afanó en perseguir a los cristianos porque no eran lo suficientemente observantes con el judaísmo como lo era él, después destacó precisamente por anunciar la salvación de Dios a las naciones de la tierra. «Me he hecho todo para todos, para salvar de cualquier manera a algunos» (1 Co 9,22), escribió a los de Corintio. Los planes de Dios siempre son mucho más grandes de lo que podemos imaginar.

No hay ninguna barrera terrena que separe a un cristiano de sus hermanos. Todo lo que alejaba a san Pablo de los demás hombres desapareció al encontrarse con el Señor. «Ese acontecimiento ensanchó su corazón, lo abrió a todos. (...) Se hizo capaz de entablar un diálogo amplio con todos»[29-VI-6]. Como decía san Josemaría: «El corazón humano tiene un coeficiente de dilatación enorme. Cuando ama, se ensancha en un crescendo de cariño que supera todas las barreras. Si amas al Señor, no habrá criatura que no encuentre sitio en tu corazón»[29-VI-7]. Esa dilatación del corazón fue la que sucedió a san Pablo al encontrarse personalmente con Cristo.

María, como Madre de la Iglesia, se ocupa de mantener unida a todos los hijos. «Es difícil tener una auténtica devoción a la Virgen, y no sentirse más vinculados a los demás miembros del Cuerpo Místico, más unidos también a su cabeza visible, el Papa»[29-VI-8]. Como a Pedro, ella nos ayudará a no perder la esperanza ante nuestros defectos y vivir anclados en la roca que es Dios. Y, como a Pablo, ensanchará nuestro corazón para que descubramos la fraternidad que nos une a la humanidad entera.

[29-VI-1] Misal Romano, Antífona de entrada, Solemnidad de San Pedro y San Pablo.

[29-VI-2] Francisco, Homilía, 29-VI-2021.

[29-VI-3] San Josemaría, Notas de una reunión familiar, 25-VIII-1968.

[29-VI-4] Francisco, Homilía, 29-VI-2021.

[29-VI-5] Benedicto XVI, Homilía, 29-VI-2012.

[29-VI-6] Benedicto XVI, Audiencia, 3-IX-2008.

29-VI-[7] San Josemaría, Vía Crucis, VIII estación, n.5.

[29-VI-8] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n.139.

 

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8 de septiembre – Natividad de la Virgen

  • Alegría por el nacimiento de María.
  • La obra maestra de la creación.
  • Dios es fiel y no falta a sus promesas.

«CELEBREMOS con alegría el Nacimiento de la bienaventurada Virgen María: de ella salió el Sol de justicia, Cristo, nuestro Dios»[8-IX-1]. Con estas palabras comienza la celebración eucarística de esta fiesta. Así como la aurora anuncia en cada amanecer la llegada de un nuevo día, así el nacimiento de la Madre de Dios es «esperanza y aurora de salvación»[8-IX-2]. Con el nacimiento de María la redención es ya inminente. Generación tras generación, los piadosos israelitas esperaron la llegada de la Madre del Mesías; esperaron, como profetizó Miqueas, «el tiempo en que dé a luz la que ha de dar a luz» (Mi 5,2).

«Quizá se logre entender mejor lo que representa el nacimiento de la Virgen para la humanidad si se tiene en cuenta la condición de un encarcelado. Los días del encarcelado son largos, interminables… Cuenta los minutos de la última noche que transcurre en la cárcel. Después, finalmente, las puertas se abren: ¡ha llegado la hora tan esperada de la libertad! Esos minutos interminables, contados uno a uno, nos recuerdan las páginas evangélicas de la genealogía de Jesús. Unos nombres se suceden a otros con monotonía (...). Hasta que suena, finalmente, la hora querida por Dios: es la plenitud de los tiempos, el inicio de la luz, la aurora de la salvación: “Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, el llamado Cristo” (Mt 1,16)»[8-IX-3].

Esta fiesta mariana es una invitación a la alegría. Como dice el salmista: «Desbordo de gozo con el Señor» (Sal 12,6). Al conmemorar el cumpleaños de María, exclama un Padre de la Iglesia: «Que toda la creación, pues, rebose de contento (…) y que la festeje con gozo todo lo que hay en el mundo y por encima del mundo. Hoy, en efecto, ha sido construido el santuario del Creador de todas las cosas, y la creación, de un modo nuevo y más digno, queda dispuesta para hospedar en sí al supremo Hacedor»[8-IX-4].

MARÍA nace para convertirse, a través de su fiat generoso, en la Madre del Redentor. Ella era una pieza clave en el plan que Dios había trazado para rescatar a la humanidad. El Señor preparó con delicadeza, siglo tras siglo, a los hombres y a las mujeres de su estirpe. Desde el primer momento de su concepción, a ella la santificó de manera admirable haciéndola «llena de gracia» (Lc 1,28); nace inmaculada por privilegio divino para ser la madre del Hijo de Dios. Aunque ninguno de sus conciudadanos se diera cuenta, «esta niña, todavía pequeña y frágil, es la “mujer” del primer anuncio de la redención futura, contrapuesta por Dios a la serpiente tentadora (cfr. Gn 3,15)»[8-IX-5].

Por eso, como han repetido los santos a través de los tiempos, podemos decir, sin temor a exagerar, que esta «niña» es la obra maestra de la creación, la más hermosa de todas las criaturas. San Juan Damasceno, por ejemplo, señala que «hoy, en la tierra, aquel que en un tiempo separó el firmamento de las aguas y lo elevó a lo alto, ha creado un cielo de la naturaleza terrena, y este cielo es con mucho divinamente más espléndido que el primero»[8-IX-6].

La Virgen es la criatura más amada por Dios, la puerta a través de la cual él hace su entrada en esta tierra. Sin embargo, aunque predestinada por la Trinidad a una misión altísima, Dios quiso esperar la respuesta libre de María. «Considerad ahora el momento sublime en el que el Arcángel San Gabriel anuncia a Santa María el designio del Altísimo –escribe san Josemaría–. Nuestra Madre escucha, y pregunta para comprender mejor lo que el Señor le pide; luego, la respuesta firme: fiat! —¡hágase en mí según tu palabra!—, el fruto de la mejor libertad: la de decidirse por Dios»[8-IX-7].

JUNTO a la alegría por la noticia de su nacimiento, la liturgia subraya la providencia del Señor con nosotros. Él nos ofrece sus cuidados a lo largo de toda nuestra historia personal y como pueblo de Dios. No nos abandona a nuestra suerte. «Esta fiesta nos recuerda que Dios es fiel a sus promesas y que, a través de María Santísima, ha querido habitar entre nosotros»[8-IX-8]. La genealogía de Jesucristo que se lee en el Evangelio no es una simple lista de nombres que, partiendo desde Abrahán, llega hasta Jesús, sino que entraña un significado más profundo. En esta relación destacan figuras luminosas, como los patriarcas, que fueron fieles a la voz de Dios; pero también encontramos entre esos nombres historias oscuras, personas que se comportaron de manera mezquina.

De este pasaje brota una vez más la evidencia de que, en palabras de san Josemaría, «así como los hombres escribimos con la pluma, el Señor escribe con la pata de la mesa, para que se vea que es él el que escribe: eso es lo increíble, eso es lo maravilloso»[8-IX-9]. Para Dios no existen callejones sin salida. Aunque respeta siempre nuestra libertad, el Señor «sabe encontrar en nuestro fracaso nuevos caminos para su amor. Dios no fracasa. Así esta genealogía es una garantía de la fidelidad de Dios, una garantía de que Dios no nos deja caer y una invitación a orientar siempre de nuevo nuestra vida hacia Él, a caminar siempre nuevamente hacia Cristo»[8-IX-10].

Contemplar a María es mirarnos en el modelo que Dios mismo nos ha dado. En las letanías del rosario la invocamos con el título de «Virgen fiel» y «Causa de nuestra alegría»: le podemos pedir en su cumpleaños que nos ayude a ser felices siendo fieles cada día a los planes de Dios, siempre nuevos.

[8-IX-1] Antífona de entrada.

[8-IX-2] Oración después de la comunión.

[8-IX-3] Joseph Ratzinger, El Rostro de Dios, ed. Sígueme, Salamanca, 1983.

[8-IX-4] San Andrés de Creta, Sermón 1, PG. 97, nn. 806-810.

[8-IX-5] San Juan Pablo II, Homilía, 8-IX-1980.

[8-IX-6] San Juan Damasceno, Homilía sobre la Natividad de María, PG 96, 661 s.

[8-IX-7] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 25.

[8-IX-8] Francisco, Audiencia general, 8-IX-2021.

[8-IX-9] San Josemaría, Meditación, 2-X-1962.

[8-IX-10] Benedicto XVI, Homilía, 8-IX-2007.

 

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12 de septiembre - Dulce Nombre de María

  • Una madre cercana, a la que llamamos por el nombre.
  • Esperanza en medio de las dificultades.
  • María nos lleva a Jesús.

LA SORPRESA de santa Isabel debió de ser grande cuando, en medio de su embarazo, recibió la visita de su prima. «Bendita tú entre las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre –dijo Isabel–. ¿De dónde a mí tanto bien, que venga la madre de mi Señor a visitarme?» (Lc 1,41-43). La cercanía de María hace que la esposa de Zacarías se sienta desbordada de alegría. Meses antes había recibido con gozo la noticia de que daría a luz; y ahora el Señor le da una nueva gracia, enviándole a su prima para que la acompañe en ese momento tan especial.

Este estupor de santa Isabel se repite en el corazón de los cristianos cuando descubren la cercanía de María en sus vidas y, por tanto, la del Señor. Jesucristo se introduce en el tiempo no de una manera extraña, sino en las entrañas de su Madre. Y precisamente ella es la primera que viene a nuestro encuentro, como lo hizo con su prima. La fiesta del Dulce Nombre de María nos recuerda que tenemos una madre cercana, a la que podemos llamar con la certeza de ser escuchados. «De esa cordialidad, de esa confianza, de esa seguridad, nos habla María. Por eso su nombre llega tan derecho al corazón»[12-IX-1].

Nuestra fe y esperanza se encienden cuando pronunciamos el nombre de la Madre de Jesús. No es difícil dirigirse a ella: basta que la llamemos con la naturalidad de hijos. Como repetía san Josemaría: «La relación de cada uno de nosotros con nuestra propia madre puede servirnos de modelo y de pauta para nuestro trato con la Señora del Dulce Nombre, María. Hemos de amar a Dios con el mismo corazón con el que queremos a nuestros padres, a nuestros hermanos, a los otros miembros de nuestra familia, a nuestros amigos o amigas: no tenemos otro corazón. Y con ese mismo corazón hemos de tratar a María»[12-IX-2].

«EN CUANTO llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de gozo en mi seno» (Lc 1,44). Las palabras de María hacen que Juan se mueva en el seno de su madre. Detrás de la alegría de su hijo, santa Isabel percibe que la Virgen lleva consigo la esperanza de Israel. Por eso no se ahorra las alabanzas al dirigirse a ella: «Bendita tú entre las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre. (…) Bienaventurada la que ha creído, porque se cumplirán las cosas que se le han dicho de parte del Señor» (Lc 1,42.45).

Al igual que santa Isabel, también nosotros podemos alabar a nuestra Madre porque ha dejado obrar a Dios en su vida y, así, el mundo ha sido alcanzado por la paz. Esto nos puede llenar de esperanza en medio de nuestras luchas cotidianas. En efecto, muchos santos han aconsejado dirigirse a santa María en medio de las tribulaciones para encontrar optimismo y serenidad. «En los peligros, en las angustias, en las dudas, piensa en María, invoca a María –escribía san Bernardo–. No se aparte María de tu boca, no se aparte de tu corazón»[12-IX-3].

No importa que, en ocasiones, nuestra vida parezca un mar agitado por las debilidades: llamar a santa María nos llena de seguridad. «En la tradición occidental el nombre “María” se ha traducido como “Estrella del Mar”. Así se expresa precisamente esta experiencia: ¡cuántas veces la historia en la que vivimos aparece como un mar oscuro que azota amenazadoramente con sus olas la barca de nuestra vida! A veces la noche parece impenetrable. (…) A menudo entrevemos solo de lejos la gran Luz, Jesucristo, que ha vencido la muerte y el mal. Pero entonces contemplamos muy próxima la luz que se encendió cuando María dijo: “He aquí la sierva del Señor”. Vemos la clara luz de la bondad que emana de ella»[12-IX-4].

LA VIRGEN recibe con sencillez las alabanzas de santa Isabel: «Engrandece mi alma al Señor, y se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador» (Lc 1,46-47). La verdadera devoción hacia santa María nos hace dirigirnos espontáneamente hacia Dios, la fuente de todas las gracias. Si ella exclama que «desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones» (Lc 1,48), es porque la potencia del Señor se ha hecho presente en su vida.

María ocupa en la oración del cristiano «un lugar privilegiado, porque es la Madre de Jesús. Las Iglesias de Oriente la han representado a menudo como la Odighitria, aquella que “indica el camino”, es decir, el Hijo Jesucristo (…) En la iconografía cristiana su presencia está en todas partes, y a veces con gran protagonismo, pero siempre en relación al Hijo y en función de él. Sus manos, sus ojos, su actitud son un catecismo viviente y siempre apuntan al fundamento, el centro: Jesús. María está totalmente dirigida a él»[12-IX-5].

Al celebrar el Dulce Nombre de María, podemos pedirle que nos siga indicando el camino hacia su Hijo. La oración que dirigimos a ella nos une espontáneamente hacia Jesús. En el avemaría la aclamamos como «bendita entre todas las mujeres», e inmediatamente después añadimos: «Y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús». Cuando en ocasiones no sepamos cómo dirigirnos al Señor, nuestra Madre nos ofrece una ruta segura para llegar a él, pues «a Jesús siempre se va y se “vuelve” por María»[12-IX-6].

[12-IX-1] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 142.

[12-IX-2] Ibidem.

[12-IX-3] San Bernardo, Sobre la excelencias de la Virgen Madre, 2, 17.

[12-IX-4] Benedicto XVI, Homilía, 12-IX-2009.

[12-IX-5] Francisco, Audiencia general, 24-III-2021.

[12-IX-6] San Josemaría, Camino, n. 495.

 

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14 de septiembre – Exaltación de la Santa Cruz

  • La Cruz, recuerdo del amor de Cristo.
  • Comprender el sentido de la Cruz.
  • Símbolo de victoria.

«NOSOTROS hemos de gloriarnos en la cruz de nuestro Señor Jesucristo: en él está nuestra salvación, vida y resurrección; él nos ha salvado y libertado»[14-IX-1]. La Iglesia hace suyas estas palabras de san Pablo en la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz. Hoy podemos mirar con especial devoción esos travesaños que, aunque siglos atrás hablaban de muerte, hoy nos hablan de vida y libertad. Para los cristianos, la Cruz del Señor no es una tragedia, sino fuente de salvación.

Los enamorados miran con especial cariño los lugares u objetos relacionados con la persona amada: el sitio donde se conocieron, la foto de un momento especial, el regalo que acompañó una declaración de amor… Todo eso guarda un valor especial. La Cruz es el lugar donde Jesús ha venido a buscar con suma misericordia a la humanidad extraviada. Ahí el hijo de Dios se hizo solidario con todos los hombres, especialmente con los que sufren y con los que aparentemente han perdido toda esperanza. La Cruz nos habla de esa relación particular que Cristo tiene con cada persona que se abre a su consuelo y a su perdón.

Durante la peregrinación por el desierto, el pueblo de Israel miraba a una serpiente de bronce colgada en un estandarte para conseguir la curación (cfr. Núm 21,4-9). Jesús anuncia a Nicodemo que, en los tiempos mesiánicos, «lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna» (Jn 3,14-15). Al dirigir nuestra mirada a la Cruz, podemos recordar todo lo que Cristo ha hecho por nosotros, empezando por el sacrificio que nos permitió recuperar la vida.

COMPRENDER el sentido auténtico de la Cruz no es sencillo. San Pedro amaba sinceramente al Señor, pero en un primer momento no entendió qué quería decir con el anuncio de su Pasión, y Jesús tuvo que reprenderlo cuando intentó disuadirlo de dar su vida (cfr. Mt 16,21-23). Sin embargo, años más tarde el apóstol captaría más plenamente su significado, hasta el punto de estar también dispuesto a morir en un madero.

San Josemaría animaba a descubrir en la Cruz una llamada a identificarse con Cristo; es decir, a no ver en el madero simplemente un recuerdo de un acontecimiento pasado, sino una invitación a descubrir que es un suceso actual, presente en nuestra propia vida. «Me preguntas: ¿por qué esa Cruz de palo? –Y copio de una carta: “Al levantar la vista del microscopio la mirada va a tropezar con la Cruz negra y vacía. Esta Cruz sin Crucificado es un símbolo. (...) La Cruz solitaria está pidiendo unas espaldas que carguen con ella”»[14-IX-2].

Para algunos, la Cruz está como muda, parece que anuncia solo dolor. Sin embargo, para los cristianos es una invitación a ser generosos, a unirnos a Jesús que nos espera para concedernos la misma capacidad para vivir siempre con amor y no dar espacio a las consecuencias del pecado. En la Cruz el Señor restaura la naturaleza herida del hombre: ante la mayor injusticia, Jesús no permite que en su corazón humano nazcan el resentimiento, la desobediencia, el odio, etc. Solo alguien con la fuerza de Dios podría hacerlo. Cristo crucificado está recreando el hombre y aquella nueva vida nos la entrega en los sacramentos. Por eso, cargar con la Cruz no consiste solamente en «soportar con paciencia las tribulaciones cotidianas, sino en llevar con fe y responsabilidad esta parte de cansancio y de sufrimiento que la lucha contra el mal conlleva. (…) Así el compromiso de “tomar la cruz” se convierte en participación con Cristo en la salvación del mundo»[14-IX-3].

«PARA UN CRISTIANO, exaltar la cruz quiere decir entrar en comunión con la totalidad del amor incondicional de Dios por el hombre»[14-IX-4]. Abrazar la cruz es un acto de fe por el que deseamos vivir solamente del amor que nos ofrece Cristo. De ahí que san Juan Crisóstomo nos recuerde que la Cruz acompaña la vida cristiana, y esto es una fuente de gozo: «Que nadie, pues, se avergüence de los símbolos sagrados de nuestra salvación, de la suma de todos los bienes, de aquello a que debemos la vida y el ser»[14-IX-5].

El Señor sigue atrayendo a una multitud de hombres y mujeres desde la Cruz: «Y yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32). Es fácil imaginar la pasión y convicción con la que Jesús habría pronunciado estas palabras, mientras se acercaba el momento en el que daría su vida. Para él, la Cruz es el momento del triunfo definitivo, el camino para conquistar los corazones que tanto ama. Es el trono desde el que él reina y que simboliza «la victoria del amor sobre el odio, del perdón sobre la venganza, del servicio sobre el dominio, de la humildad sobre el orgullo, de la unidad sobre la división»[14-IX-6].

Podemos acudir a la Virgen, quien supo estar al pie de la Cruz acompañando a su hijo. «Invoca al Corazón de Santa María, con ánimo y decisión de unirte a su dolor, en reparación por tus pecados y por los de los hombres de todos los tiempos –aconsejaba san Josemaría–. Y pídele –para cada alma– que ese dolor suyo aumente en nosotros la aversión al pecado, y que sepamos amar, como expiación, las contrariedades físicas o morales de cada jornada»[14-IX-7].

[14-IX-1] Misal Romano, 14 de septiembre - Exaltación de la Santa Cruz, Antífona de entrada (cfr. Ga 6,14).

[14-IX-2] San Josemaría, Camino, n. 277.

[14-IX-3] Francisco, Ángelus, 30-VIII-2020.

[14-IX-4] Benedicto XVI, Discurso, 14-IX-2012.

[14-IX-5] San Juan Crisóstomo, Comentario al Evangelio de Mateo, hom. 54, 4-5.

[14-IX-6] Benedicto XVI, Discurso, 14-IX-2012.

[14-IX-7] San Josemaría, Surco, n.258.

 

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15 de septiembre – Nuestra Señora la Virgen de los Dolores

  • El martirio interior de María.
  • Las lágrimas de la Virgen.
  • Un corazón compasivo.

LA IGLESIA nos invita a dirigir la mirada hacia esos últimos momentos de la vida del Señor, en los que quiso contar con la compañía de su Madre. Es una escena que, vista desde una perspectiva simplemente humana, parecería desoladora: un condenado a punto de morir, en la presencia de su misma madre. Sin embargo, la fe ilumina este cuadro, y nos ayuda a ver que, más allá de las sombras, hay puntos de luz. Incluso nos atrevemos a exclamar: «Feliz la Virgen María, que, sin morir, mereció la palma del martirio junto a la cruz del Señor»[15-IX-1].

¿Por qué podemos decir que la Virgen fue bienaventurada al estar junto a la cruz de su hijo? Sin duda, esto no se entiende sino a la luz de la Pascua del Señor. El martirio interior de santa María, todo aquel dolor real, fue superado por una participación especial, inmensa, en la alegría de la resurrección de Jesús. Contemplar los dolores de la Virgen nos recuerda que, en Cristo, el sufrimiento no tiene la última palabra: siempre lo podemos asociar a algo más grande, a la obra de la salvación de todos.

La Misa de hoy concluye diciendo: «Te pedimos, Señor, que, al recordar los dolores de la Virgen María, completemos en nosotros, en favor de la Iglesia, lo que falta a la pasión de Jesucristo»[15-IX-2]. Santa María vivió de manera especialísima ese misterio de la unión de sus dolores con la Cruz de Jesús. La Virgen nos muestra que el sufrimiento, las contradicciones grandes o pequeñas, no tienen por qué encerrarnos en nosotros mismos. Sabiendo que se dirigen a la resurrección, pueden ser un camino para estar más cerca de Jesús y de los demás.

SAN JOSEMARÍA, al imaginar el encuentro de Jesús con su Madre camino al Calvario, comenta: «Con inmenso amor mira María a Jesús, y Jesús mira a su Madre; sus ojos se encuentran, y cada corazón vierte en el otro su propio dolor»[15-IX-3]. No es poco frecuente que las madres contengan su propio sufrimiento, con el propósito de suavizar el de sus hijos. Lo mismo parece hacer santa María: abre su corazón al dolor, con el propósito de darle a Jesús un poco de alivio.

El arte de todos los siglos ha conservado en nuestra memoria las lágrimas que la Virgen derramó al pie de la Cruz. Pero aquellas lágrimas de María «fueron transformadas por la gracia de Cristo; toda su vida, todo su ser, todo en María se transfigura en perfecta unión con su Hijo, con su misterio de salvación. (…) Por eso, las lágrimas de la Virgen son signo de la compasión de Dios que siempre nos perdona; son signo del dolor de Cristo por nuestros pecados y por el mal que aflige a la humanidad, especialmente a los pequeños e inocentes»[15-IX-4].

En nuestra vida también encontraremos cruces, grandes y pequeñas. La Virgen de los Dolores nos recuerda que nunca estamos solos en el momento de la prueba. Ella cumple el encargo que recibió de los labios de Jesús antes de morir y ejerce su protección materna sobre nosotros. Podemos estar seguros de que siempre hay alguien que no es indiferente a nuestro dolor, sino que se compadece sinceramente de nosotros. En santa María encontramos consuelo y fuerza.

LA FIESTA de hoy nos invita a llenar de compasión también nuestro corazón. Es difícil hacerse cargo del dolor de María y, ante ello, mostrar indiferencia: «¿Cuál hombre no llorara, si a la Madre de Cristo contemplara, en tanto dolor?»[15-IX-5]. Estas palabras del Stabat Mater buscan movernos a la conversión. Nos sacude ver el sufrimiento de la madre del hombre injustamente castigado. Ante las consecuencias del mal en la sociedad, los cristianos estamos llamados a no pasar de largo, sino a acogerlas con el mismo corazón de la Virgen.

Cuentan del fundador del Opus Dei que, especialmente en sus últimos años, «rezaba con mucha intensidad mientras veía las noticias de la televisión: encomendaba al Señor los sucesos que se comentaban y pedía por la paz del mundo»[15-IX-6]. También nosotros podemos pedir a María que alcancemos esa misma sensibilidad ante el sufrimiento que presenciamos día a día, ya sea en la calle o en los medios de comunicación.

«Hazme contigo llorar –continúa el Stabat Mater– y de veras lastimar de sus penas mientras vivo; porque acompañar deseo en la cruz, donde le veo, a tu corazón compasivo»[15-IX-7]. Una actitud compasiva no es una actitud débil. La Virgen, al pie de la Cruz, nos muestra la fuerza de la misericordia, que es capaz de levantar a los afligidos y de sembrar paz a su alrededor. «Admira la reciedumbre de santa María: al pie de la Cruz, con el mayor dolor humano –no hay dolor como su dolor–, llena de fortaleza. –Y pídele de esa reciedumbre, para que sepas también estar junto a la Cruz»[15-IX-8].

[15-IX-1] Misal Romano, 15 de septiembre. Nuestra Señora Virgen de los Dolores, Aclamación antes del Evangelio.

[15-IX-2] Ibíd., Oración después de la comunión.

[15-IX-3] San Josemaría, Via Crucis, IV estación.

[15-IX-4] Francisco, Audiencia general, 23-IV-2022.

[15-IX-5] Secuencia Stabat Mater.

[15-IX-6] Beato Álvaro del Portillo, Entrevista sobre el Fundador del Opus Dei, n. 30.

[15-IX-7] Secuencia Stabat Mater.

[15-IX-8] San Josemaría, Camino, n. 508.

 

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21 de septiembre – San Mateo

  • El encuentro de Mateo con Jesús.
  • Un amor que guía en las dificultades.
  • Reconocerse pecador.

«JESÚS vio al publicano y, porque lo amó, lo eligió»[21-IX-1]. Estas palabras de san Beda condensan los rasgos esenciales de cualquier vocación. En toda llamada la iniciativa parte siempre de Dios, que piensa en nosotros desde la eternidad y nos acompaña en cada uno de nuestros pasos. En el caso de Mateo, es Jesús quien pasa junto al lugar donde estaba recaudando impuestos. Y, al verle, decide llamarle sin más preámbulos. Es el misterio de la vocación. Mateo podía haberse planteado preguntas como: ¿por qué a mí?, ¿por qué ahora?, ¿tengo las cualidades necesarias?, ¿dónde me llevará esta elección? Él era un publicano, considerado socialmente como un pecador público. Pero su historia demuestra que ninguna de esas cuestiones son decisivas. Lo realmente importante, en el caso de Mateo y en el de cualquier vocación, es que se ha producido un encuentro personal con Cristo y es él quien nos invita a colaborar en su plan de salvación.

Jesús dirige una palabra a Mateo: «Sígueme». No se trata solamente de una invitación a acompañarle. También «quiere decir: “Imítame”. Le dijo: Sígueme, más que con sus pasos, con su modo de obrar. Porque, quien dice que permanece en Cristo debe vivir como vivió él»[21-IX-2]. Y así fue cómo la vida de Mateo encontró su pleno cumplimiento. Vería toda su existencia con ojos nuevos, con una luz que también es calor e impulso para dar una respuesta generosa: «Si me preguntáis cómo se nota la llamada divina, cómo se da uno cuenta –decía san Josemaría–, os diré que es una visión nueva de la vida. Es como si se encendiera una luz dentro de nosotros; es un impulso misterioso, que empuja al hombre a dedicar sus más nobles energías a una actividad que, con la práctica, llega a tomar cuerpo de oficio. Esa fuerza vital, que tiene algo de alud arrollador, es lo que otros llaman vocación»[21-IX-3].

MATEO responde inmediatamente a la llamada. El Evangelio dice con toda sencillez que «se levantó y lo siguió» (Mt 9,9). Los datos son escuetos. No sabemos si antes había escuchado ya al Maestro o si había conversado con él en Cafarnaún, donde vivía y trabajaba. Lo que el texto destaca, en su concisión, es la prontitud con la que sigue al Señor cuando recibe la llamada a compartir su vida. Algo muy similar encontramos en el caso de otros apóstoles, como Andrés y Pedro, Felipe y Natanael, o Santiago y Juan (cfr. Jn 1,40-50; Mt 4,18-22).

¿Qué fue lo que movió a aquellos sencillos pescadores y al publicano Mateo a seguir sin demora a Cristo? No es del todo fácil dar una respuesta. Sabemos poco de quiénes eran, cómo pensaban, cuáles eran sus anhelos y esperanzas. Pero sí percibimos en los evangelios que Jesús se metió en sus corazones. Les hizo experimentar vivamente el amor que traía a la tierra. Y este descubrimiento los llenó de una irresistible alegría. «Cada vocación verdadera inicia con un encuentro con Jesús que nos dona una alegría y una esperanza nueva; y nos conduce, también a través de pruebas y dificultades, a un encuentro cada vez más pleno»[21-IX-4].

Mateo dejó que su corazón fuera conquistado por Jesús. Experimentó que estar con él dona una felicidad que el mundo no puede dar. Posiblemente, a las pocas semanas de estar junto a Jesús, no se le ocultaba que habría dificultades, pues no todos recibían al Maestro con la misma apertura de corazón. Quizá también percibiría sus propios límites y miserias, en contraste con la misión que Jesús emprendía. Pero Mateo prefirió la esperanza, rechazando el pesimismo; confió en que podría custodiar su amor a Jesús, quizá purificándolo y renovándolo muchas veces. «Enamorados de Jesús. Claro que hay pruebas en la vida, hay momentos en los que hace falta ir hacia delante a pesar del frío y los vientos contrarios, a pesar de tantas amarguras. Pero los cristianos conocen el camino que conduce a aquel fuego sacro que les ha encendido una vez para siempre. (...) Cultivemos sanas utopías: Dios nos quiere capaces de soñar como él y con él, mientras caminamos bien atentos a la realidad»[21-IX-5].

DESPUÉS del encuentro en el telonio, Mateo decidió organizar una fiesta en su propia casa. Quiso celebrar la nueva vida que iba a comenzar invitando a sus amigos para que conocieran también a Jesús. Muchos de ellos, como el mismo Mateo, eran considerados pecadores por su colaboración con el imperio romano. Por eso, «los fariseos, al ver esto, empezaron a decir a sus discípulos: “¿Por qué vuestro maestro come con publicanos y pecadores?”». Pero Jesús, al escuchar estas palabras, deja claro el sentido de su venida al mundo: «No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. Id y aprended qué sentido tiene: “Misericordia quiero y no sacrificio”; porque no he venido a llamar a los justos sino a los pecadores» (Mt 9,10-13).

El que se considera justo está cerrando las puertas a Dios. En cambio, el que se reconoce pecador deja que Cristo se acerque para curarle. Él no nos pide una vida impoluta y sin errores, sino un corazón contrito y humillado: este es el mejor sacrificio que podemos ofrecerle (cfr. Sal 51,19). «Somos pobres vasos de barro: frágiles, quebradizos. Pero Dios nos ha hecho para llenarnos de su felicidad, para siempre. Y ya ahora en la tierra, nos da su alegría para que la transmitamos a todos»[21-IX-6]. Podemos pedir a nuestra Madre del cielo que nos ayude a experimentar en nuestra vida la fuerza sanadora de la misericordia de Dios. Especialmente en la Confesión y en la Eucaristía recibimos la gracia que nos impulsa a ser testigos del amor que Dios nos tiene.

[21-IX-1] San Beda el Venerable, Homilía 21.

[21-IX-2] Ibídem.

[21-IX-3] San Josemaría, Carta 3, n. 9.

[21-IX-4] Francisco, Audiencia, 30-VIII-2017.

[21-IX-5] Ibídem.

[21-IX-6] Mons. Fernando Ocáriz, A la luz del Evangelio, p. 286.

 

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29 de septiembre – Santo Arcángeles

  • San Miguel y el poder de Dios.
  • Los mensajes de san Gabriel.
  • San Rafael, un joven alegre.

EL ARCÁNGEL san Miguel es presentado en el Antiguo Testamento como aquel que, de parte de Dios, defiende al pueblo elegido de los peligros. Y en el libro del Apocalipsis se narra la guerra que mantuvo con las fuerzas del mal: «Se entabló un gran combate en el cielo: Miguel y sus ángeles lucharon contra el dragón. También lucharon el dragón y sus ángeles, pero no prevalecieron, ni hubo ya para ellos un lugar en el cielo» (Ap 12,7-8). Entre las primeras consecuencias de la victoria de Cristo se encuentra la derrota del diablo. Y corresponde a este arcángel ejecutarla. «Miguel significa: “¿Quién como Dios?” (…). Por esto –escribe san Gregorio Magno–, cuando se trata de alguna misión que requiere un poder especial, es enviado Miguel, dando a entender por su actuación y por su nombre que nadie puede hacer lo que solo Dios puede hacer»[29-IX-1]. Confiar una misión a san Miguel es tanto como decir que aquello únicamente puede hacerlo el Señor: «San Miguel vence porque es Dios quien actúa en él»[29-IX-2].

Decía san Josemaría a un grupo de hijos suyos: «Ninguno de vosotros está solo, ninguno es un verso suelto: somos versos del mismo poema, épico, divino»[29-IX-3]. Todos los cristianos formamos parte del cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. Hoy podemos pedir a este arcángel, príncipe de la milicia celestial, que cuide a todos los hombres y mujeres, que nos defienda en la lucha y nos ampare de las asechanzas del demonio[29-IX-4]. Y lo hacemos con la seguridad de la victoria, «porque ha sido arrojado el acusador de nuestros hermanos, el que los acusaba ante nuestro Dios día y noche» (Ap 12,10). Intensificar nuestra relación con san Miguel acrecentará nuestra fe en el poder de Dios, nos hará más humildes, hasta identificarnos cada vez más con su propio nombre: «Todos mis huesos dirán: ¿Quién como Tú, Señor?» (Sal 35, 10).

EL CATECISMO de la Iglesia señala que «con todo su ser, los ángeles son servidores y mensajeros de Dios»[29-IX-5]. Su ser se agota en servir: existen para cooperar gozosamente con los planes del Señor y transmitir a los hombres sus designios. Y, entre todos los mensajeros, no hay otro como Gabriel. Su nombre significa «fuerza de Dios»; fue enviado como embajador del Señor en repetidas ocasiones para comunicar su plan de salvación y para dar ánimo a quienes invita a realizarlos. «Yo soy Gabriel –dice, por ejemplo, el ángel a Zacarías–, que asisto ante el trono de Dios, y he sido enviado para hablarte y darte una buena nueva» (Lc 1,19). También el profeta Daniel escribió sobre el arcángel: «Llegó volando raudo hasta mí, a la hora de la ofrenda vespertina. Él se hizo comprender, habló conmigo y dijo: “Daniel, ahora he salido para infundirte comprensión”» (Dn 9,21-22).

Cuenta san Lucas que cuando la Virgen se sobresaltó al oír el saludo del arcángel, él respondió: «No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios» (Lc 1,31). Gabriel alcanza de Dios el consuelo necesario para afrontar las situaciones de manera serena y esperanzada; también cuando lo que comunica parece sobrepasar nuestras propias capacidades, como en el momento de la Anunciación. Él nos recuerda que «para Dios no hay nada imposible» (Lc 1,37), y siempre puede ser un importante apoyo en nuestras luchas. «Parece que el mundo se te viene encima –escribe san Josemaría–. A tu alrededor no se vislumbra una salida. Imposible, esta vez, superar las dificultades. Pero, ¿me has vuelto a olvidar que Dios es tu Padre?: omnipotente, infinitamente sabio, misericordioso. El no puede enviarte nada malo. Eso que te preocupa, te conviene, aunque los ojos tuyos de carne estén ahora ciegos»[29-IX-6]. El arcángel Gabriel anuncia la voluntad de Dios y nos ayuda a comprender que de allí solo puede venir la alegría y la paz.

TOBIT y su mujer sufrían ante la perspectiva de enviar al joven Tobías solo, en un viaje tan lleno de incertidumbres, hasta una lejana ciudad. Ellos solo podían acompañarlo desde la distancia, y no les parecía suficiente. Entonces apareció un joven alegre (cfr. Tb 5,10), dispuesto a acompañarlo: «Soy experto y conozco bien todos los caminos» (Tb 5,6). Se trataba del arcángel san Rafael. Él acompañó a Tobías en su juventud, enseñándole a aprender de los desafíos que se le presentaban (cfr. Tb 6,1-9); le dio ánimo para superar los miedos que le impedían lanzarse a la aventura del matrimonio con Sara (cfr. Tb 6,16.18); le enseñó a querer a la que sería su mujer (cfr. Tb 6,19); y le ayudó a ser la alegría de sus padres (cfr. Tb 11,9-15).

Por esta tarea cumplida con Tobías, san Josemaría confió el trabajo apostólico con gente joven al arcángel san Rafael. Veía esta parte del apostolado del Opus Dei como la niña de sus ojos, pues la formación cristiana de la juventud es una prioridad en la Iglesia y en la Obra, ya que las siguientes generaciones también ansían lo mismo que nos ha traído la paz a nosotros. Es una misión a la que estamos llamados todos los cristianos, de forma que seamos sembradores de la alegría del Evangelio. Estamos invitados a ayudar a muchos jóvenes para que «sean –ahora y después a lo largo de su vida– fermento cristiano en las familias, en las profesiones, en todo el campo inmenso de la vida humana en medio del mundo»[29-IX-7].

«En el camino y en las pruebas de la vida no estamos solos, estamos acompañados y sostenidos por los ángeles de Dios, que ofrecen, por decirlo así, sus alas para ayudarnos a superar tantos peligros, para poder volar alto respecto a las realidades que pueden hacer pesada nuestra vida o arrastrarnos hacia abajo»[29-IX-8]. Los tres arcángeles nos acompañarán toda la vida hasta el final del camino. Y allí, en el cielo, podremos contemplar a la Virgen, Reina de los ángeles.

[29-IX-1] S. Gregorio Magno, Homilías sobre los evangelios, 2, 34, 9

[29-IX-2] Francisco, Audiencia general, 5-VII-2013.

[29-IX-3] San Josemaría, Meditación, 12-III-1961.

[29-IX-4] Cft. Oración a San Miguel Arcángel.

[29-IX-5] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 329.

[29-IX-6] San Josemaría, Vía Crucis, IX Estación, n. 4.

[29-IX-7] Mons. Fernando Ocáriz, Carta pastoral 8-VI-2018.

[29-IX-8] Francisco, Audiencia general, 5-VII-2013.

 

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2 de ocutubre, Fundación del Opus Dei

  • El Opus Dei ha sido querido por Dios.
  • Contemplativos en medio del mundo.
  • Colaborar en una iniciativa divina.

ENTRE EL 30 DE SEPTIEMBRE y el 6 de octubre de 1928, los padres paúles organizaron, en Madrid, un retiro espiritual para sacerdotes diocesanos. A aquellas jornadas se sumó Josemaría Escrivá, joven sacerdote de veintiséis años, ya que esas fechas podía disponer de algunos días libres. Solo Dios sabía que, durante aquella actividad, después de celebrar Misa en la mañana del martes 2 de octubre, aquel sacerdote recibiría la misión divina de traer el Opus Dei al mundo; san Josemaría, al revisar algunos apuntes que había venido tomando desde hace algunos años, comprende por primera vez que está llamado a ser padre de muchos hijos y de muchas hijas en la Obra, todos con la misión de llevar el Evangelio a su propio ambiente de trabajo. «Somos una inyección intravenosa, puesta en el torrente circulatorio de la sociedad»[2-X-1], explicará gráficamente poco tiempo después. Porque quienes viven del espíritu del Opus Dei, siendo ellos la misma sangre que circula por el mundo, procuran dar la vida de Dios al gran cuerpo formado por los hombres y mujeres de su entorno.

«En mis conversaciones con vosotros –escribía san Josemaría, en 1934, a las pocas personas que entonces formaban parte del Opus Dei– repetidas veces he puesto de manifiesto que la empresa, que estamos llevando a cabo, no es una empresa humana, sino una gran empresa sobrenatural, que comenzó cumpliéndose en ella a la letra cuanto se necesita para que se la pueda llamar sin jactancia la Obra de Dios»[2-X-2]. Y, más adelante, resumía lo mismo en pocas palabras: «La Obra de Dios no la ha imaginado un hombre»[2-X-3]. Bastaría repasar la historia del Opus Dei –también la de cada persona del Opus Dei– para ser testigos de que esa movilización de cristianos, ese impulso de bien y de santidad que esta familia fomenta en lugares muy variados a lo largo y ancho del mundo, solo puede ser posible en compañía del Señor. Dios ha estado siempre presente de una manera palpable. La Iglesia ha reconocido oficialmente, en varias ocasiones, que la Obra existe «por inspiración divina»[2-X-4], y que «según el don del Espíritu recibido por san Josemaría Escrivá de Balaguer, la Prelatura del Opus Dei, bajo la guía de su Prelado, lleva a cabo la tarea de difundir la llamada a la santidad en el mundo»[2-X-5].

«DESDE 1928 comprendí con claridad que Dios desea que los cristianos tomen ejemplo de toda la vida del Señor –decía san Josemaría, casi cuarenta años después de aquella fecha fundacional–. Entendí especialmente su vida escondida, su vida de trabajo corriente en medio de los hombres (…). Sueño —y el sueño se ha hecho realidad— con muchedumbres de hijos de Dios, santificándose en su vida de ciudadanos corrientes, compartiendo afanes, ilusiones y esfuerzos con las demás criaturas»[2-X-6]. El Opus Dei ha sido querido por Dios para ofrecernos un camino concreto de santidad en medio de las actividades cotidianas: en el trabajo y en el descanso, con la familia y con los amigos, en los momentos de alegría y en los momentos de dolor. San Josemaría nos recuerda que no podemos dividirnos interiormente; que no vivimos, por un lado, nuestra vida espiritual, con ciertos momentos reservados para ello; y, por otro lado, están todas las actividades restantes como si poco tuvieran que ver con Dios. Proclamar la llamada universal a la santidad supone anunciar esa unidad de vida, dejándonos amar por Dios en cada momento de nuestro día, sin dejar ninguno de lado. Entonces seremos apóstoles capaces de descubrir un sentido de misión en todo lo que hacemos.

«Os he repetido, con un repetido martilleo, que la vocación cristiana consiste en hacer endecasílabos de la prosa de cada día –decía san Josemaría el 8 de octubre de 1967, durante la homilía en el campus de la Universidad de Navarra–. En la línea del horizonte, hijos míos, parecen unirse el cielo y la tierra. Pero no, donde de verdad se juntan es en vuestros corazones, cuando vivís santamente la vida ordinaria»[2-X-7]. Ciertamente, dejarnos acompañar por Dios en cada cosa que hacemos, tener la convicción de que el cielo está dentro de nosotros, no es algo que sucede de la noche a la mañana. Para eso san Josemaría nos ha trasmitido un camino, que bebe de la riquísima tradición de la Iglesia Católica, y que se concreta en algunas prácticas de piedad que se adecúan a la situación de cada persona, vividas con la serenidad y confianza de hijos de Dios. El objetivo es dejarse llenar de Dios hasta ser, como le gustaba decir al fundador del Opus Dei para expresar la radicalidad de esta senda, «santos canonizables» o «santos de altar», que experimentan una vida contemplativa en medio del mundo y que iluminan su entorno con la luz del Evangelio.

SAN JOSEMARÍA, en un texto en el que explica detalladamente que aquella luz del 2 de octubre de 1928 se trató de una luz de Dios, termina confesando con viveza que quisiera que las personas llamadas al Opus Dei tuvieran siempre presente –«grabasen a fuego»– tres cosas: primero, que «la Obra de Dios viene a cumplir la Voluntad de Dios. Por tanto, tened una profunda convicción de que el cielo está empeñado en que se realice»[2-X-8]. Segundo, que «cuando Dios Nuestro Señor proyecta alguna obra en favor de los hombres, piensa primeramente en las personas que ha de utilizar como instrumentos... y les comunica las gracias convenientes»[2-X-9]. Y, tercero, que «esa convicción sobrenatural de la divinidad de la empresa acabará por daros un entusiasmo y amor tan intenso por la Obra, que os sentiréis dichosísimos sacrificándoos para que se realice»[2-X-10].

Es decir, que es Dios quien hace la Obra; por lo tanto, si queremos hacer vida el espíritu que transmitió a san Josemaría, ni nos faltará su ayuda, ni nos faltará en el corazón la «dulce y confortadora alegría de evangelizar»[2-X-11]. El Opus Dei, como lo dice su mismo nombre, es obra de Dios, no obra nuestra; y eso dará la serenidad de saber que, aunque el Señor cuenta con nuestra colaboración, es él quien realmente lleva las riendas de esta familia, es él quien sabe qué conviene en cada momento histórico, es él quien enciende el fuego de la llamada divina en quien quiere. Al pensar de qué manera Dios nos invita a compartir con él su misión salvadora, a san Josemaría le gustaba imaginar a aquellos fuertes pescadores que dejan a los pequeños poner sus manos en las redes, aunque no sean ellos quienes tienen la fuerza[2-X-12]. De esa convicción de quien se sabe en mano del Señor surge el auténtico «gaudium cum pace», la alegría y la paz. Por eso, rememorado el 2 de octubre de 1928, san Josemaría escribía claramente que aquel día «el Señor fundó su Obra»[2-X-13].

El prelado del Opus Dei nos recordaba las palabras del fundador: «Si queremos ser más, seamos mejores»[2-X-14]. San Josemaría quería que sus hijos, cristianos corrientes que trabajan por hacer de este mundo un mejor hogar, se distinguieran solamente por su «bonus odor Christi», por su aroma a Cristo; es esa atracción divina, inicio de todo apostolado, la que moverá a la gente hacia la auténtica felicidad. Santa María, Regina Operis Dei, que tan cerca ha estado siempre de la Obra, intercede siempre por nosotros, junto a san Josemaría y tantos santos que han vivido este espíritu querido por Dios para el mundo.

[2-X-1] San Josemaría, Instrucción acerca del espíritu sobrenatural de la Obra de Dios, n. 42.

[2-X-2] Ibíd., n. 1.

[2-X-3] Ibíd., n. 6.

[2-X-4] Ut sit, Introducción.

[2-X-5] Ad charisma tuendum, Introducción.

[2-X-6] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 20.

[2-X-7] San Josemaría, Conversaciones, n. 116.

[2-X-8] San Josemaría, Instrucción acerca del espíritu sobrenatural de la Obra de Dios, n. 47

[2-X-9] Ibíd., n. 48.

[2-X-10] Ibíd., n. 49.

[2-X-11] Francisco, Evangelii Gaudium, n. 10.

[2-X-12] Cfr. san Josemaría, Amigos de Dios, n. 14.

[2-X-13] San Josemaría, Apuntes íntimos, n. 306. Citado en El fundador del Opus Dei, tomo I, p. 302.

[2-X-14] Mons. Fernando Ocáriz, Carta pastoral 14-II-2017, n. 9.

 

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4 de octubre – San Francisco de Asís

  • La pobreza, camino hacia Jesús.
  • El tesoro del pobre de espíritu.
  • Al servicio de los demás.

UN DÍA, mientras san Francisco de Asís rezaba en la iglesia de San Damián, oyó estas palabras: «Ve y repara mi casa en ruinas». Tomó al pie de la letra esta inspiración y se dedicó a la reconstrucción de pequeñas capillas en ruinas que se encontraban en las cercanías de Asís. Más tarde entendió que por «casa» Dios no se refería solamente a los templos materiales, sino a las personas, es decir, a los cristianos de su época. Y esa restauración se llevaría a cabo a través del desprendimiento de los bienes materiales. Otro día, tras oír las palabras de Jesús «no llevéis oro, ni plata, ni alforja» (Mt 10,9), se despojó de todas sus posesiones y comenzó una vida dedicada únicamente al anuncio del Evangelio[4-X-1].

Francisco de Asís fue un santo que, entre otras cosas, redescubrió el vínculo profundo entre la pobreza y el camino que lleva a Dios. Todos estamos llamados a recorrer esa senda, con las particularidades propias de la vocación que cada uno ha recibido. «Quien no ame y viva la virtud de la pobreza –recuerda san Josemaría– no tiene el espíritu de Cristo. Y esto es válido para todos: tanto para el anacoreta que se retira al desierto, como para el cristiano corriente que vive en medio de la sociedad humana»[4-X-2]. Es decir, aunque las situaciones externas de estas personas sean muy distintas, todos pueden vivir la pobreza con un auténtico espíritu cristiano.

San Josemaría sugería algunos modos de hacerlo a cristianos que viven en medio del mundo: no crearse necesidades, cuidar lo que se tiene, prescindir de algo, dar lo mejor a los demás, aceptar con alegría las incomodidades, no quejarse si falta algo… Al mismo tiempo, señalaba que no se trata tanto de vivir según una serie de criterios, sino de escuchar «esa voz interior, que nos advierte que se está infiltrando el egoísmo o la comodidad indebida»[4-X-3]. Hoy podemos pedir a san Francisco de Asís que nos ayude a ver cómo podemos recorrer ese camino de pobreza que lleva a la felicidad junto a Cristo.

«BIENAVENTURADOS los pobres de espíritu, porque suyo es el Reino de los Cielos» (Mt 5,3): así inicia Jesús el Sermón de la montaña. El Maestro ofrece la felicidad, en la tierra y en el cielo, a quienes ponen su seguridad y su riqueza en Dios. «Es sabiduría y virtud el no apegarse de corazón a los bienes de este mundo, porque todo pasa. El verdadero tesoro que debemos buscar sin detenernos está en las “cosas de arriba”, donde se encuentra Jesús a la diestra del Padre»[4-X-4].

La virtud de la pobreza nos lleva a llenar de sabiduría nuestra relación con los bienes que Dios ha creado. El pobre de corazón disfruta de las cosas, sin ser poseído por ellas; sabe detectar en su interior esa tendencia que tenemos a construir nuestra vida, incluso de manera no tan consciente, como si la felicidad dependiera fundamentalmente de lo que tenemos. La pobreza nos permite darnos cuenta de lo engañosas que son muchas «seguridades» materiales, o de lo efímeros que son ciertos momentos de consuelo que no tocan el fondo del alma. La pobreza de espíritu nos permite, en fin, disfrutar verdaderamente de la realidad, porque nos conecta con lo sencillo, con las personas, con Dios, independientemente de las circunstancias externas.

San Francisco de Asís consideraba a la pobreza como la dama de su corazón: «Las almas que se enamoran de ella –escribió el santo– reciben, aún en esta vida, ligereza para volar al cielo, porque ella templa las armas de la amistad, de la humildad y de la caridad»[4-X-5]. En efecto, aunque a veces se nos haga pensar que la prosperidad y el confort son la clave de la felicidad, la experiencia humana y cristiana es diversa; nos damos cuenta de que la verdadera alegría de una persona se mide más bien por la profundidad y la autenticidad de sus relaciones. Esa es la riqueza del pobre de corazón.

SAN PABLO escribe en su carta a los Gálatas: «Porque vosotros, hermanos, fuisteis llamados a la libertad. Pero que esta libertad no sea pretexto para la carne, sino servíos unos a otros por amor» (Gal 5,13). Y a continuación, recuerda dos preceptos: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Gal 5,14), «llevad los unos las cargas de los otros» (Gal 6,2). La virtud de la pobreza nos lleva también a sentir la responsabilidad de ponernos al servicio de los demás, sobre todo de los más débiles. «No podemos sentirnos “bien” cuando un miembro de la familia humana es dejado al margen y se convierte en una sombra. El grito silencioso de tantos pobres debe encontrar al pueblo de Dios en primera línea, siempre y en todas partes, para darles voz, defenderlos y solidarizarse con ellos»[4-X-6].

Cuando Jesús invita a sus discípulos a hacerse amigos de la riqueza (cfr. Lc 16,9), lo hace porque inmediatamente les empuja a transformar aquellos bienes en relaciones; es decir, a usar los dones recibidos de Dios para el crecimiento de los demás. «Si somos capaces de transformar las riquezas en instrumentos de fraternidad y solidaridad, nos acogerá en el Paraíso no solamente Dios, sino también aquellos con los que hemos compartido, administrándolo bien lo que el Señor ha puesto en nuestras manos»[4-X-7].

Esto mismo es lo que vio san Josemaría en muchas personas. En concreto, ponía como ejemplo a una mujer anciana que, en medio de una vida sin apuro económicos, «no gastaba para sí misma ni dos pesetas al día. En cambio, retribuía muy bien a su servicio, y el resto lo destinaba a ayudar a los menesterosos, pasando ella misma privaciones de todo género. A esta mujer no le faltaban muchos de esos bienes que tantos ambicionan, pero ella era personalmente pobre, muy mortificada, desprendida por completo de todo»[4-X-8]. Podemos pedir a María que nos ayude a vivir con esa pobreza de espíritu, camino que nos lleva a Dios: es decir, a nuestra felicidad y a la de los demás.

[4-X-1] Cfr. San Francisco de Asís, Testamento de Siena, 4.

[4-X-2] San Josemaría, Conversaciones, n. 110.

[4-X-3] Ibíd., n. 111.

[4-X-4] Benedicto XVI, Ángelus, 5-VIII-2007.

[4-X-5] San Francisco de Asís, Florecillas, 13.

[4-X-6] Francisco, Mensaje, 13-VI-2020.

[4-X-7] Francisco, Ángelus, 22-IX-2019.

[4-X-8] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 123

 

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6 de octubre – Aniversario de la canonización de san Josemaría

  • San Josemaría dejó obrar a Dios.
  • La figura de los santos.
  • Cercanía e intercesión.

EL 6 DE OCTUBRE de 2002 tuvo lugar, en la plaza de San Pedro, en Roma, la canonización de san Josemaría. Durante la homilía, san Juan Pablo II destacó con particular importancia el empeño del fundador del Opus Dei por promover la santidad de los cristianos en medio de la vida ordinaria: «No dejaba de invitar a sus hijos espirituales a invocar al Espíritu Santo para hacer que la vida interior, es decir, la vida de relación con Dios y la vida familiar, profesional y social, plena de pequeñas realidades terrenas, no estuvieran separadas, sino que constituyeran una única existencia “santa y llena de Dios”»[6-X-1].

Todos estamos llamados a entablar una relación ininterrumpida con Jesús; una relación que nos llena progresivamente de paz porque nos lleva a sabernos, cada vez con mayor claridad, en manos de Dios, pase lo que pase. «La vida habitual de un cristiano que tiene fe –afirmaba san Josemaría–, cuando trabaja o descansa, cuando reza o cuando duerme, en todo momento, es una vida en la que Dios siempre está presente»[6-X-2]. Esta visión de la existencia cura nuestras divisiones internas y nos abre un horizonte inmenso, «Dios se hace cercano a nosotros y nosotros podemos cooperar a su plan de salvación»[6-X-3]. Abrirse a la acción del Espíritu Santo en nosotros –es decir, a la santidad– es contribuir a transformar el mundo y elevarlo hacia Dios.

Sin embargo, al considerar esta misión, podemos sentir que no es para nosotros, sino, quizás, para gente mejor preparada. «Nos puede servir –escribía el prelado del Opus Dei– recordar que Cristo no llamó a sus discípulos porque fuesen mejores que los demás, sino que los convocó conociendo sus debilidades, y –como lo hace también con nosotros– lo más profundo de sus corazones y de su pasado»[6-X-4]. Algo parecido pudo vivir san Josemaría cuando fundó el Opus Dei. De ahí que el cardenal Ratzinger escribiera sobre él, un día como hoy: «Cuando Josemaría Escrivá habla de que todos los hombres estamos llamados a ser santos, me parece que en el fondo está refiriéndose a su personal experiencia, porque nunca hizo por sí mismo cosas increíbles, sino que se limitó a dejar obrar a Dios»[6-X-5].

CUANDO la Iglesia eleva un santo a los altares lo presenta como un posible modelo en la imitación de Cristo. Ellos han vivido de la esperanza cristiana; nos muestran con su testimonio que vale la pena seguir al Señor, quien ha llenado sus vidas de una alegría y de una paz que son compatibles con las más diversas circunstancias externas.

Al mismo tiempo, todos los santos nos recuerdan que la vida con Dios es una meta que no se alcanza por las propias fuerzas, sino que es fruto de la gracia divina. Es Dios quien los ha hecho santos, ciertamente, contando con su disposición libre y, muchas veces, esforzada. Ellos no son símbolos inalcanzables, sino «personas que han vivido con los pies en la tierra y han experimentado el trabajo diario de la existencia con sus éxitos y fracasos, encontrando en el Señor la fuerza para levantarse una y otra vez y continuar el camino»[6-X-6]. San Josemaría afirmaba que su vida era comenzar y recomenzar varias veces, incluso a lo largo del mismo día; a esto llamaba «espíritu deportivo»: «Da muy buenos resultados emprender las cosas serias con espíritu deportivo... ¿He perdido varias jugadas? —Bien, pero —si persevero— al fin ganaré»[6-X-7].

El camino a la santidad no está hecho solamente de actos heroicos puntuales, sino de mucho amor cotidiano. Todos podemos amarnos unos a otros con la atención y delicadeza de Cristo. En la vida de los santos vemos ese «amor cotidiano» encarnado en gestos concretos; nos muestran que detrás de cada persona que está a nuestro alrededor, en realidad se encuentra «el Dios “escondido” (Is 45, 15). Gracias a ellos, Él se revela, se hace visible, se hace presente en medio de nosotros»[6-X-8].

Cada santo es, por tanto, «como un rayo de luz que sale de la palabra de Dios»[6-X-9]; ellos nos señalan diversos aspectos del rostro de Cristo y de sus enseñanzas. Como señala el Catecismo de la Iglesia, los santos «en su rica diversidad, reflejan la pura y única Luz del Espíritu Santo»[6-X-10]. «Santidad no significa exactamente otra cosa más que unión con Dios –decía san Josemaría–; a mayor intimidad con el Señor, más santidad»[6-X-11].

LOS SANTOS «contemplan a Dios, lo alaban y no dejan de cuidar de aquellos que han quedado en la tierra. Al entrar “en la alegría” de su Señor, han sido “constituidos sobre lo mucho” (cfr. Mt 25,21). Su intercesión es su más alto servicio al plan de Dios»[6-X-12]. Los santos no solamente nos indican el camino a la santidad, sino que además nos ayudan a recorrerlo. Su acción «no comprende solo su biografía terrena, sino también su vida y actuación en Dios después de la muerte. En los santos es evidente que quien va hacia Dios no se aleja de los hombres, sino que se hace realmente cercano a ellos»[6-X-13]. San Josemaría, y tantos hijos e hijas en el Opus Dei, quizá incluso alguien que habremos conocido, viven en el cielo, junto a Dios, e interceden por nosotros.

En realidad, esta lógica de la cercanía y de la intercesión se da ya en nuestras relaciones. Un padre o un profesor se esfuerzan por acompañar al hijo o al estudiante en los primeros pasos de la vida: ellos mismos se sintieron ayudados en su día, y ahora ven como algo natural hacer lo mismo con las nuevas generaciones. De un modo análogo, los santos también lucharon en su día por vivir junto a Dios. Ellos experimentaron dificultades similares a las nuestras, y nos recuerdan que, aunque sintamos la inclinación del pecado, la santidad tiene más fuerza para florecer. «Cada vez que juntamos las manos y abrimos nuestro corazón a Dios, nos encontramos en compañía de santos anónimos y santos reconocidos que rezan con nosotros, y que interceden por nosotros, como hermanos y hermanas mayores que han pasado por nuestra misma aventura humana»[6-X-14].

La Virgen está presente en la vida de todos los santos. La única cosa en la que san Josemaría se ponía como ejemplo era en su amor a María. «Señora –podemos pedirle con palabras del fundador del Opus Dei–, Tú puedes hacer que mi alma se lance al vuelo definitivo y glorioso, que tiene su fin en el Corazón de Dios. –Confía, que Ella te escucha»[6-X-15].

[6-X-1] San Juan Pablo II, Homilía, 6-X-2002.

[6-X-2] San Josemaría, Meditaciones, 3-III-1954, cit. en san Juan Pablo II, Homilía, 6-X-2002.

[6-X-3] San Juan Pablo II, Homilía, 6-X-2002.

[6-X-4] Mons. Fernando Ocáriz, Mensaje, 20-VII-2020.

[6-X-5] Card. Joseph Ratzinger, Osservatore Romano, “Dejar obrar a Dios”, 6-X-2002.

[6-X-6] Francisco, Ángelus, 1-XI-2019.

[6-X-7] San Josemaría, Surco, n. 169.

[6-X-8] San Juan Pablo II, Ángelus, 1-XI-1983.

[6-X-9] Benedicto XVI, Verbum Domini, n. 48.

[6-X-10] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2684.

[6-X-11] San Josemaría, Amar a la Iglesia, n. 22.

[6-X-12] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2683.

[6-X-13] Benedicto XVI, Ángelus, 1-XI-2010.

[6-X-14] Francisco, Audiencia general, 7-IV-2021.

[6-X-15] San Josemaría, Forja, n. 994.

 

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7 de octubre – Virgen del Rosario

  • El rosario nos lleva hacia Jesús.
  • Un camino para la vida contemplativa.
  • Por la paz y la familia.

SEGÚN una tradición que data del siglo XIII, se atribuye el inicio del rezo del rosario a santo Domingo de Guzmán, a quien se apareció la Virgen María para enseñarle esta devoción. Más tarde, en el siglo XVI, el papa san Pío V instauró su memoria litúrgica en un día como hoy, aniversario de la victoria en la batalla de Lepanto. Desde entonces, esta oración ha sido constantemente recomendada por los Romanos Pontífices como «plegaria pública y universal frente a las necesidades ordinarias y extraordinarias de la Iglesia santa, de las naciones y del mundo entero»[7-X-1].

A través de los misterios de la vida de Cristo, vistos con la mirada de María, puede crecer nuestro amor a Dios y a los demás. De la misma manera en que un niño se acerca a su madre cuando necesita ayuda, así nosotros podemos poner a los pies de la Virgen nuestros deseos de vivir cerca de su hijo. Escribió san Josemaría: «“Virgen Inmaculada, bien sé que soy un pobre miserable, que no hago más que aumentar todos los días el número de mis pecados...” Me has dicho que así hablabas con Nuestra Madre, el otro día. Y te aconsejé, seguro, que rezaras el santo rosario: ¡bendita monotonía de avemarías que purifica la monotonía de tus pecados!»[7-X-2].

«Cuando se reza el rosario, se reviven los momentos más importantes y significativos de la historia de la salvación; se recorren las diversas etapas de la misión de Cristo»[7-X-3]. El rosario nos ayuda a vivir los misterios de Jesús entrando en ellos de la mano de María. Ella es la criatura que mejor conoce a Cristo, pues «ha sido en su vientre donde se ha formado, tomando también de Ella una semejanza humana que evoca una intimidad espiritual ciertamente más grande aún»[7-X-4]. Acercarnos a María es acercarnos a su hijo Jesús.

SAN JOSEMARÍA invitaba a rezar el rosario no solo con los labios, sino con el deseo de acompañar a Jesús y a María en cada una de las escenas. «¿Has contemplado alguna vez estos misterios? Hazte pequeño. Ven conmigo y –este es el nervio de mi confidencia– viviremos la vida de Jesús, María y José. Cada día les prestaremos un nuevo servicio. Oiremos sus pláticas de familia. Veremos crecer al Mesías. Admiraremos sus treinta años de oscuridad… Asistiremos a su Pasión y Muerte… Nos pasmaremos ante la gloria de su Resurrección… En una palabra: contemplaremos, locos de Amor (no hay más amor que el Amor), todos y cada uno de los instantes de Cristo Jesús»[7-X-5].

La vida contemplativa nos permite experimentar cada evento con mayor profundidad, disfrutar más, compadecernos más y comprender mejor, como quien hace las cosas junto a Dios. No es lo mismo solamente ver una puesta de sol que contemplarla; uno puede pasar por delante de una obra de arte simplemente posando los ojos sobre ella o bien fijándose en los elementos que forman su belleza, con admiración. Vivir de esta manera nos lleva a no quedarnos en lo superficial o externo, sino a adentrarnos en todo lo que la realidad nos puede ofrecer, especialmente las personas. Y esta contemplación la podemos vivir también al rezar el rosario.

En ese sentido, rezarlo no es cuestión tanto de repetir avemarías sin pensar demasiado, sino de descubrir lo que esas oraciones esconden: en ellas nos unimos a la vida de Jesús, de María, del ángel Gabriel, a través de sus mismas palabras. Queremos que su vida, poco a poco, forme parte de la nuestra: en definitiva, respirar junto a ellos y junto a Dios. «Contemplar no es en primer lugar una forma de hacer, sino que es una forma de ser: ser contemplativo. Ser contemplativos no depende de los ojos, sino del corazón. Y aquí entra en juego la oración, como acto de fe y de amor, como “respiración” de nuestra relación con Dios. La oración purifica el corazón, y con eso, aclara también la mirada, permitiendo acoger la realidad desde otro punto de vista»[7-X-6].

CON FRECUENCIA puede ocurrir que no siempre conseguimos rezar y contemplar el rosario como nos gustaría. A las posibles limitaciones de tiempo, se añaden también las normales dificultades de atención. Intentamos considerar las avemarías que componen los misterios, pero la cabeza a veces se dirige a otros asuntos que nos ocupan. Pueden darnos consuelo y ánimo aquellas palabras de san Josemaría: «Procura evitar las distracciones, pero no te preocupes, si, a pesar de todo, sigues distraído. ¿No ves cómo, en la vida natural, hasta los niños más discretos se entretienen y divierten con lo que les rodea, sin atender muchas veces los razonamientos de su padre? Esto no implica falta de amor, ni de respeto: es la miseria y pequeñez propias del hijo»[7-X-7].

De este modo, la lucha a la hora de rezar el rosario no se centrará exclusivamente en combatir las distracciones; es más, nos serviremos de ellas precisamente para alimentar nuestra oración y poner en manos de María aquellos pensamientos. Así han hecho los santos a lo largo de la historia: «El rosario me ha acompañado en los momentos de alegría y en los de tribulación –escribía san Juan Pablo II–. A él he confiado tantas preocupaciones y en él siempre he encontrado consuelo»[7-X-8].

De entre todas las intenciones que pueden ser confiadas al rezo del rosario, en los últimos años los pontífices han señalado especialmente dos. Por un lado, la paz, pues «el rosario ejerce sobre el orante una acción pacificadora que lo dispone a recibir y experimentar en la profundidad de su ser, y a difundir a su alrededor, paz verdadera»[7-X-9]. Y, por otro, la familia: «La familia que reza unida, permanece unida (...). Contemplando a Jesús, cada uno de sus miembros recupera también la capacidad de volverse a mirar a los ojos, para comunicar, solidarizarse, perdonarse recíprocamente y comenzar de nuevo con un pacto de amor renovado por el Espíritu de Dios»[7-X-10]. Podemos confiar estas dos intenciones a María: ser familias que transmitan la paz allá donde se encuentren.

[7-X-1] San Juan XXIII, Il religioso convegno, 29-IX-1961.

[7-X-2] San Josemaría, Surco, n. 475.

[7-X-3] Benedicto XVI, Discurso, 3-V-2008.

[7-X-4] San Juan Pablo II, Rosarium Virginis Mariae, n. 10.

[7-X-5] San Josemaría, Santo Rosario, prólogo.

[7-X-6] Francisco, Audiencia general, 5-V-2021.

[7-X-7] San Josemaría, Surco, n. 890.

[7-X-8] San Juan Pablo II, Rosarium Virginis Mariae, n. 2.

[7-X-9] Ibíd., n. 40.

[7-X-10] Ibíd., n.41.

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1 de noviembre

Solemnidad de todos los santos

  • Vivir las Bienaventuranzas que predicó Jesús.
  • La santidad es dejar obrar a Dios.
  • Nos apoyamos a través de la comunión de los santos.

«ESTA ES la estirpe de quienes buscan tu rostro, Señor» (Sal 24,6). Así reza la Iglesia entera en el salmo de la Misa de esta solemnidad de todos los santos. Y así, buscando el rostro de Dios, queremos pasar este día de fiesta. «Los santos y los beatos son los testigos más autorizados de la esperanza cristiana, porque la han vivido plenamente en su existencia, entre alegrías y sufrimientos, poniendo en práctica las Bienaventuranzas que Jesús predicó y que hoy resuenan en la liturgia. Las Bienaventuranzas evangélicas son, en efecto, el camino de la santidad»[1-XI-1].

Sin embargo, a primera vista, si recordamos las palabras de Jesús sobre los bienaventurados, nos puede parecer un panorama no muy alentador. Lo que se nos propone es lo que instintivamente rechazamos: sufrimientos, persecución, lucha, lágrimas... Sin embargo, san Josemaría señalaba que estas virtudes son las que Jesús bendijo «en aquel Sermón de la Montaña, las que hacen verdaderamente felices, santos, beati!... Todas esas virtudes que Jesús nos enseñó con su propia vida, las deseo para todos mis hijos y para mí»[1-XI-2]. De este modo se comprende que «la santidad, la plenitud de la vida cristiana no consiste en realizar empresas extraordinarias, sino en unirse a Cristo, en vivir sus misterios, en hacer nuestras sus actitudes, sus pensamientos, sus comportamientos. La santidad se mide por la estatura que Cristo alcanza en nosotros, por el grado como, con la fuerza del Espíritu Santo, modelamos toda nuestra vida según la suya»[1-XI-3]. Necesitamos, por tanto, recuperar la libertad que surge de comprender que todo puede hacerse desde el amor de Jesucirsto.

Hoy, todos los santos nos impulsan a «que emprendamos el camino de las Bienaventuranzas. No se trata de hacer cosas extraordinarias, sino de seguir todos los días este camino que nos lleva al cielo, nos lleva a la familia, nos lleva a casa. Así que hoy vislumbramos nuestro futuro y celebramos aquello por lo que nacimos: nacimos para no morir nunca más, nacimos para disfrutar de la felicidad de Dios. El Señor nos anima y quienquiera que tome el camino de las Bienaventuranzas dice: «Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos» (Mt 5, 12)»[1-XI-4].

«¿QUIÉN PUEDE subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en el recinto sacro? El hombre de manos inocentes y puro corazón» (Sal 24,3-4). Sabemos que esta inocencia no consiste en no cometer nunca pecados ni faltas, o en estar libre de errores. Esta pureza se refiere, sobre todo, al corazón de quien se deja querer por Dios y no pone su esperanza en otros ídolos: seguridades, control, independencia, placeres, posesiones... «La santidad es el contacto profundo con Dios: es hacerse amigo de Dios, dejar obrar al Otro, el Único que puede hacer realmente que este mundo sea bueno y feliz»[1-XI-5].

Estamos convencidos de que cuando Dios nos pide algo, en realidad nos está ofreciendo su vida, su cariño. Así lo comprendió san Josemaría: «Mi felicidad terrena está unida a mi salvación, a mi felicidad eterna: feliz aquí y feliz allí»[1-XI-6]. Comprender este modo de actuar de Dios, que se esconde donde a veces no pensamos encontrarle, es comprender que él nunca quiere nuestra infelicidad, tampoco aquí en la tierra. «Cada vez estoy más persuadido –decía también el fundador del Opus Dei–: la felicidad del cielo es para los que saben ser felices en la tierra»[1-XI-7].

¡Qué alegría da pensar en todos los santos del cielo! Fueron como nosotros: con los mismos problemas y dificultades, con idénticas esperanzas y similares flaquezas. Si dejamos hacer a Dios en nuestras vidas como ellos, si somos fieles, podremos escuchar al final de nuestra vida, de labios del Señor, estas consoladoras palabras: «Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo» (Mt 25,34). A veces podemos imaginar que son pocos los que forman parte de ese Reino. Sin embargo, una de las lecturas de hoy nos recuerda una de las visiones que tuvo san Juan. Allí aparecía «una gran multitud que nadie podía contar, de todas las naciones, tribus, pueblos y lenguas, de pie ante el trono y ante el Cordero, vestidos con túnicas blancas, y con palmas en las manos» (Ap 7,9). En esta incontable muchedumbre la Iglesia celebra a hombres y mujeres, de toda edad y condición, que gozan de la felicidad sin cuento en el cielo y que en la tierra supieron permanecer en el amor de Dios.

ESTA FIESTA es particularmente bonita para los que peregrinamos en la tierra, porque en aquella multitud que alaba sin cesar al Señor están presentes muchos hermanos nuestros, muchos amigos y parientes, gente corriente y ordinaria, dispuesta a interceder por nosotros. A varios incluso los habremos conocido personalmente. No estamos solos en nuestro camino de santidad: nos encontramos unidos a todos los cristianos –a los que triunfan ya en el cielo, a los que se purifican en el purgatorio y a los que peregrinan en la tierra– por una corriente de caridad que nos da vida: la comunión de los santos.

Durante la guerra que sacudió España en los años 30 del siglo pasado, san Josemaría escribía con frecuencia a sus hijos. Y en una de esas cartas les aseguraba: «Solo me faltáis vosotros, pero, ¡si supierais cuánta compañía os hago, a cada uno, durante el día y durante la noche! Es mi misión: que seáis felices después, con Él, y ahora, en la tierra, dándole gloria»[1-XI-8]. La comunión de los santos es la oración de unos por otros, para que la gracia acuda a sanar las heridas o a fortalecer al que más lo necesite. Se repetirá así, muchas veces, esa experiencia que narraba él mismo: «Hijo: ¡qué bien viviste la Comunión de los Santos, cuando me escribías: "ayer sentí que pedía usted por mí!"»[1-XI-9].

«Piensa que Dios te quiere contento y que, si tú pones de tu parte lo que puedes, serás feliz, muy feliz, felicísimo»[1-XI-10] La Virgen Santa nos alcanzará la gracia de reflejar la belleza del rostro de Cristo y, así, formar el gran mosaico de santidad que Dios quiere para nuestro mundo.

[1-XI-1] Francisco, Ángelus, 1-XI-2020.

[1-XI-2] San Josemaría, Cartas 31, n. 52.

[1-XI-3] Benedicto XVI, Audiencia general, 13 de abril de 2011.

[1-XI-4] Francisco, Ángelus, 1-XI-2018.

[1-XI-5] Card. Joseph Ratzinger, “Dejar obrar a Dios”, en L’Osservatore Romano, 6-X-2002.

[1-XI-6] San Josemaría, Cuadernillo-agenda 1º de Burgos, citado en Camino. Edición crítico–histórica, Rialp, Madrid 2004, p. 414.

[1-XI-7] San Josemaría, Forja, n. 1005.

[1-XI-8] San Josemaría, Carta desde Ávila para sus hijos de Burgos, 11-VIII-1938.

[1-XI-9] San Josemaría, Camino, n. 546.

[1-XI-10] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 141.

 

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2 de noviembre

Conmemoración de todos los fieles difuntos

  • Jesús nos promete una morada en el cielo
  • Las almas del purgatorio y nuestra intercesión por ellas
  • Ayuda mutua con las almas del purgatorio

«NO SE TURBE vuestro corazón –nos dice hoy Jesús–. Creéis en Dios, creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas» (Jn 14,1-2). La memoria de todos los fieles difuntos nos ofrece la oportunidad de volver a considerar la realidad de la vida eterna, de mover nuestros afectos hacia la esperanza del encuentro definitivo con el amor verdadero y para siempre. Ninguno de nosotros ha traspasado el umbral de la muerte, así que no sabemos cómo va a ser ese momento. Dios ha querido, en su Hijo, revelarnos lo que nos aguarda en sus moradas.

«Entre ayer y hoy muchos visitan el cementerio, que, como dice esta misma palabra, es el “lugar del descanso” en espera del despertar final. Es hermoso pensar que será Jesús mismo quien nos despierte. Jesús mismo reveló que la muerte del cuerpo es como un sueño del cual él nos despierta. Con esta fe nos detenemos –también espiritualmente– ante las tumbas de nuestros seres queridos, de cuantos nos quisieron y nos hicieron bien. Pero hoy estamos llamados a recordar a todos, incluso a aquellos a quien nadie recuerda»[2-XI-1].

«Cuando me haya marchado y os haya preparado un lugar, de nuevo vendré y os llevaré junto a mí –continúa diciendo Jesús–, para que, donde yo estoy, estéis también vosotros» (Jn 14,3). «El hombre necesita eternidad, y para él cualquier otra esperanza es demasiado breve, es demasiado limitada. El hombre se explica sólo si existe un amor que supera todo aislamiento, incluso el de la muerte, en una totalidad que trascienda también el espacio y el tiempo»[2-XI-2].

«SEÑOR, DALES el descanso eterno y brille sobre ellos la luz eterna»[2-XI-3], pedimos hoy al inicio de la Misa. La situación de los fieles difuntos que todavía no han llegado al cielo es de sufrimiento y gozo al mismo tiempo. Dolor y felicidad se entretejen misteriosamente en el purgatorio. La razón de ese gozo es la certeza de que verán a Dios: han ganado la batalla, han decidido ser felices en la tierra y en el cielo. Están a un paso de la gloria y por eso la tradición cristiana les llama «benditas almas del Purgatorio».

Incluso las penas son allí fuente de alegría, porque las almas aceptan ese sufrimiento, plenamente entregadas a la voluntad divina. Con amor encendido, aunque todavía imperfecto, adoran el misterio de la santidad de Dios. Santa Catalina de Génova, conocida especialmente por su visión sobre el purgatorio, «no lo presenta como un elemento del paisaje de las entrañas de la tierra: no es un fuego exterior, sino interior. Esto es el purgatorio, un fuego interior. La santa habla del camino de purificación del alma hacia la comunión plena con Dios, partiendo de su experiencia de profundo dolor por los pecados cometidos, frente al infinito amor de Dios»[2-XI-4].

El sacerdote, en una de las plegarias eucarísticas que nos ofrece el Misal, pide a Dios en nombre de todos: «Acuérdate también de nuestros hermanos que durmieron en la esperanza de la resurrección, y de todos los que han muerto en tu misericordia; admítelos a contemplar la luz de tu rostro»[2-XI-5]. De todos los sufragios que podemos ofrecer, el más valioso es el Santo Sacrificio del Altar. La santa Misa puede celebrarse por los difuntos. La Iglesia, deseosa de que lleguen cuanto antes al cielo, permite hoy a todos los sacerdotes celebrar tres veces la santa Misa. También nos anima a rezar por nuestros hermanos que «duermen ya el sueño de la paz». La devoción del pueblo cristiano, además de la Eucaristía, encuentra en prácticas piadosas como el santo rosario, los responsos y las obras de penitencia, un verdadero camino de oración para interceder por los difuntos.

LA COMUNIÓN con toda la Iglesia, y en este caso con los difuntos, hace que «nuestra oración por ellos puede no solamente ayudarles, sino también hacer eficaz su intercesión en nuestro favor»[2-XI-6]. Los santos han sido grandes devotos de esta ayuda mutua. San Alfonso María de Ligorio afirma que podemos creer que a las almas del purgatorio «el Señor les da a conocer nuestras plegarias, y si es así, puesto que están tan llenas de caridad, por seguro podemos tener que interceden por nosotros»[2-XI-7]. Santa Teresa del Niño Jesús, acudía con frecuencia a la ayuda de ellas y, tras recibirla, se sentía en deuda: «Dios mío, te suplico que pagues tú la deuda que tengo contraída con las almas del purgatorio»[2-XI-8]. También san Josemaría confesaba su complicidad con ellas: «Al principio sentía muy fuerte la compañía de las almas del purgatorio. Las sentía como si me tiraran de la sotana, para que rezara por ellas y para que me encomendara a su intercesión. Desde entonces, por los servicios enormes que me prestaban, me ha gustado decir, predicar y meter en las almas esta realidad: mis buenas amigas las ánimas del purgatorio»[2-XI-9].

Esta experiencia de los santos nos muestra que el amor por quienes queremos puede ir más allá de la muerte. «Ningún ser humano es una mónada cerrada en sí misma. Nuestras existencias están en profunda comunión entre sí, entrelazadas unas con otras a través de múltiples interacciones. Nadie vive solo. Ninguno peca solo. Nadie se salva solo. En mi vida entra continuamente la de los otros: en lo que pienso, digo, me ocupo o hago (...). Como cristianos, nunca deberíamos preguntarnos solamente: ¿Cómo puedo salvarme yo mismo? Deberíamos preguntarnos también: ¿Qué puedo hacer para que otros se salven y para que surja también para ellos la estrella de la esperanza? Entonces habré hecho el máximo también por mi salvación personal»[2-XI-10].

«Nos dirigimos ahora a la Virgen, que padeció al pie de la cruz el drama de la muerte de Cristo y después participó en la alegría de su resurrección. Que ella, “puerta del cielo”, nos ayude a comprender cada vez más el valor de la oración de sufragio por los difuntos. Ellos están cerca de nosotros. Que nos sostenga en la peregrinación diaria en la tierra y nos ayude a no perder jamás de vista la meta última de la vida, que es el paraíso»[2-XI-11].

[2-XI-1] Francisco, Ángelus, 2-XI-2014.

[2-XI-2] Benedicto XVI, Audiencia, 2-XI-2011.

[2-XI-3] Antífona de entrada, Misa de la Conmemoración de todos los fieles difuntos.

[2-XI-4] Benedicto XVI, Audiencia, 12-I-2011.

[2-XI-5] Misal Romano, Plegaria Eucarística II.

[2-XI-6] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 958.

[2-XI-7] San Alfonso María de Ligorio, El gran medio de la oración, capítulo I, III.

[2-XI-8] Santa Teresa del Niño Jesús, Últimas conversaciones, 6-VIII-1897.

[2-XI-9] San Josemaría, Palabras tomadas el año 1967, citadas en Javier Echevarría, Memoria del Beato Josemaría Escrivá, Rialp, Madrid 2000, p. 187

[2-XI-10] Benedicto XVI, Spe salvi, 30-XI-2007.

[2-XI-11] Francisco, Ángelus, 2-XI-2014.

 

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San Severino, mártir

  • La unidad es un don.
  • Para alegrar a Dios y para que el mundo crea.
  • La comunión nos abre hacia los demás.

EN VILLA TEVERE se conservan las reliquias de san Severino, un soldado romano del siglo II o III que fue martirizado por su fe. Esas reliquias anteriormente se encontraban en una iglesia de Nápoles. En 1957, el arzobispo de esa ciudad las regaló a san Josemaría; al año siguiente la Santa Sede concedió la facultad de que en los centros del Opus Dei se celebrara la Misa de san Severino en noviembre, y después se la fijó para el día 8 o el momento más cercano no impedido. San Josemaría quiso que esta fecha fuese, cada año, una ocasión para que sus hijos refuercen su unión con Roma, en donde está el corazón de la Obra.

Aunque pudiera parecer que la unidad es algo que depende en primer lugar de nuestros esfuerzos, en realidad se trata, antes que todo, de un don de Dios. Es un regalo que el mismo Cristo pidió a Dios Padre para su Iglesia, y que los fieles de la Obra recordamos diariamente al rezar las Preces: «Que todos sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti» (Jn 17,21). Con estas palabras pronunciadas durante la Última Cena, casi como si fueran un testamento espiritual, «el Señor no ha ordenado a los discípulos la unidad. Ni siquiera les dio un discurso para motivar su necesidad. No, ha rezado al Padre por nosotros, para que seamos uno. Esto significa que no bastamos solo nosotros, con nuestras fuerzas, para realizar la unidad. La unidad es sobre todo un don, es una gracia para pedir con la oración»[8-XI-1].

Pedimos a Dios la unidad, conscientes de que sin su ayuda no somos capaces de lograrla ni siquiera dentro de nosotros mismos. Como le sucedía a san Pablo, nuestro corazón experimenta en ocasiones «un conflicto lacerante: querer el bien y estar inclinado al mal (cfr. Rm 7,19)»[8-XI-2], y comprendemos así que, en realidad, la raíz de tantas divisiones que vemos «entre las personas, en la familia, en la sociedad, entre los pueblos y también entre los creyentes»[8-XI-3], está dentro de nosotros. Para superar la división necesitamos orar: pedir al Señor la paz con nosotros mismos, si fuera el caso, y también con los demás; suplicar por la unidad de vida y por la unidad con nuestros hermanos, superando diferencias e incomprensiones.

«VED QUÉ BUENO y qué gozoso es convivir los hermanos unidos» (Sal 133,1). La unidad es un don que Dios nos ofrece porque él quiere que vivamos unidos, quiere que reine entre nosotros el cariño, la disculpa, la comprensión, el deseo de ayudar al otro… Además, ese clima constituye un testimonio sencillo de vida cristiana. De la unidad «depende la fe en el mundo; el Señor pidió la unidad entre nosotros “para que el mundo crea” (Jn 17,21). El mundo no creerá porque lo convenzamos con buenos argumentos, sino si testimoniamos el amor que nos une y nos hace cercanos a todos»[8-XI-4].

La importancia de la unidad es muy grande: su hermosura y atractivo son fundamentales para nuestra felicidad, para nuestra fidelidad y también para atraer a otros a nuestro camino. Por eso, de alguna manera es lógico que el demonio busque por todos los medios disminuir o quebrantar esa concordia, sembrar divisiones y rencillas entre los hombres: en la familia, en la sociedad, en la Iglesia. «El diablo siempre divide, porque es conveniente para él dividir. Él insinúa la división, en todas partes y de todas las maneras, mientras que el Espíritu Santo hace converger en unidad siempre. El diablo, en general, no nos tienta con la alta teología, sino con las debilidades de nuestros hermanos. Es astuto: engrandece los errores y los defectos de los otros, siembra discordia, provoca la crítica y crea facciones. El camino de Dios es otro: nos toma como somos, nos ama mucho, pero nos ama como somos y nos toma como somos; nos toma diferentes, nos toma pecadores, y siempre nos impulsa a la unidad»[8-XI-5].

¿Somos constructores de unidad? En momentos de conflicto, de desacuerdo, cuando notamos lo que nos parecen límites de los otros, ¿sabemos poner por delante la llamada del Señor al cariño, a la comprensión, a una caridad fraterna que supere las diferencias? «El amor a las almas, por Dios –enseñaba san Josemaría–, nos hace querer a todos, comprender, disculpar, perdonar»[8-XI-6].

«UN PADRE, UNA MADRE, que ama con locura a dos hijos, goza viendo el cariño mutuo entre ellos, y sufre si ve que les falta ese cariño»[8-XI-7]. Es muy posible que tengamos esta experiencia: la alegría de unos padres cuando ven a sus hijos unidos entre sí, cuando observan que los hijos son capaces de comprenderse, de hacer un esfuerzo para llevarse bien, de pedirse perdón y perdonarse si en alguna ocasión se han peleado. Con un gozo análogo mira el Señor a sus hijos en la Iglesia, a todos los hombres, cuando ve que permanecen unidos: «Al querer a los demás, somos gozo para Dios y para María»[8-XI-8].

Cristo pide al Padre que todos seamos uno. «No se trata solo de la unidad de una organización humanamente bien estructurada, sino de la unidad que da el amor: “como tú, Padre, en mí y yo en ti”. En este sentido, los primeros cristianos son un claro ejemplo: “La multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma” (Hch 4,32). Precisamente por ser consecuencia del amor, esta unidad no es uniformidad, sino comunión. Se trata de unidad en la diversidad, manifestada en la alegría de convivir con las diferencias, aprender a enriquecernos con los demás, fomentar a nuestro alrededor un ambiente de afecto»[8-XI-9].

Si, con la ayuda del Señor, buscamos vivir una unidad que sea comunión, fundamentada en la caridad, ese estar unidos «no nos encierra en un grupo, sino que –como parte de la Iglesia– nos abre a ofrecer nuestra amistad a todas las personas»[8-XI-10]. Pidamos a nuestra Madre del cielo que nos ayude a apreciar y buscar siempre la unidad con los demás en los distintos ámbitos donde se desenvuelve nuestra vida.

[8-XI-1] Francisco, Audiencia, 20-I-2021.

[8-XI-2] Ibídem.

[8-XI-3] Ibídem.

[8-XI-4] Ibídem.

[5] Ibídem.

[8-XI-6] San Josemaría, Forja, n. 559.

[8-XI-7] Mons. Fernando Ocáriz, A la luz del Evangelio, edición digital en opusdei.org, p. 148.

[8-XI-8] Ibídem.

[8-XI-9] Ibídem.

[8-XI-10] Ibídem.

 

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9 de noviembre - Dedicación de la basílica de San Juan de Letrán.

  • La primera cátedra papal.
  • Adorar en el corazón y en el templo.
  • El cuidado de lo que está destinado al culto.

EN LOS COMIENZOS del cristianismo, la celebración de la Eucaristía tenía lugar en casas privadas que algunas familias cristianas –habitualmente las que contaban con mayores medios económicos y, por tanto, con viviendas más amplias– ponían a disposición de la comunidad. Eran las primitivas iglesias domésticas o domus ecclesiae. En Roma, el primer templo cristiano que se edificó fue la basílica Lateranense, en los terrenos hasta entonces ocupados por un cuartel de la guardia privada del emperador. El Papa Silvestre la consagró en el año 318. Al principio, recibió el nombre de Basílica del Salvador, pero en época medieval se dedicó también a san Juan Bautista y san Juan Evangelista. Durante bastantes siglos, hasta el periodo de Aviñón, allí estuvo la cátedra papal, por lo que esta basílica mereció el título de cunctarum mater et caput ecclesiarum, madre y cabeza de todas las iglesias, que aún puede leerse en una inscripción junto a la entrada.

Hoy conmemoramos la dedicación de esta basílica. Es una ocasión para reforzar nuestra comunión con la sede de Pedro y también para profundizar en el significado que tienen en la vida cristiana los edificios sagrados, los espacios dedicados exclusivamente al culto. Uno de los prefacios que pueden rezarse en la Misa de hoy resume el sentido de esta celebración cuando da gracias a Dios con estas palabras: «Porque generosamente te dignas habitar en toda casa consagrada a la oración, para hacer de nosotros, con la ayuda constante de tu gracia, templo del Espíritu Santo, resplandeciente por la santidad de vida. Con tu acción constante, santificas a la Iglesia, esposa de Cristo, representada en edificios visibles, para colocarla en el cielo para gloria tuya, como madre gozosa por la multitud de tus hijos»[9-XI-1]. Las iglesias visibles son símbolo de la Iglesia invisible, formada por todos los bautizados como «piedras vivas y elegidas»[9-XI-2]. Por eso, en una fiesta como la de hoy, pedimos al Señor que, con su ayuda, sepamos edificar la Iglesia y así alcancemos la morada definitiva en la Jerusalén del cielo[9-XI-3].

«LOS VERDADEROS ADORADORES adorarán al Padre en espíritu y en verdad» (Jn 4,23), respondió Jesús a la mujer samaritana que planteaba cuál era el lugar adecuado para el culto divino. Cristo señala que, más allá del lugar material, lo más importante es que Dios vive en el corazón de cada hombre (cfr. Jn 14,23), y también asegura su presencia cada vez que dos o tres se reúnan en su nombre (cfr. Mt 18,20). Como después enseñará san Pablo en el Areópago, «el Dios que hizo el mundo y todo lo que hay en él, que es Señor del cielo y de la tierra, no habita en templos fabricados por hombre, ni es servido por manos humanas como si necesitara de algo el que da a todos la vida, el aliento y todas las cosas» (Hch 17,24-25).

Poner en primer lugar la trascendencia de Dios y la importancia de la interioridad en nuestro trato con él, no contradice, sin embargo, el hecho de que los hombres necesitemos lugares donde la cercanía del Señor hacia nosotros se manifieste de modo más patente. Y a esto se añade la realidad de que no nos salvamos individualmente, sino como Iglesia, como pueblo de Dios. No por casualidad, la palabra iglesia, en su origen griego, significa asamblea o reunión. Efectivamente, en la iglesia, grande o pequeña, nos reunimos con otros fieles cristianos y Cristo se hace presente entre nosotros, especialmente en la Eucaristía. «Mi casa será llamada casa de oración» (Mt 21,13). Hemos leído estás palabras de Jesús en el evangelio de la Misa. Nos pueden servir para considerar cómo es nuestra actitud cuando entramos en una iglesia, capilla u oratorio. ¿Nos sentimos realmente en la casa de Dios y dirigimos enseguida nuestra mirada al sagrario, donde se custodia la Eucaristía? ¿Somos capaces de instaurar un silencio interior que nos permita orar? ¿Buscamos adorarle y agradecerle su cercanía, su paciencia, haber querido mantener una familiaridad a la vez tan humana como asombrosa?

SAN FRANCISCO DE ASÍS rogaba encarecidamente a los custodios de su orden –quienes guiaban la comunidad de cada lugar– que suplicasen con toda humildad a los clérigos «que veneren sobre todas las cosas el santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo (…). Los cálices, los corporales, los ornamentos del altar y todo lo que concierne al sacrificio, deben tenerlos preciosos»[9-XI-4]. El cuidado de los edificios y de los objetos relacionados con el culto surge de la fe, del amor y de la gratitud hacia un Dios que se ha hecho tan cercano. Junto con la razón, también nuestros sentidos y nuestros sentimientos nos ayudan a llegar a Dios.

El fundador del Opus Dei explicaba, con un ejemplo gráfico, que el amor humano era la explicación para ofrecer al culto los objetos más hermosos al alcance de la mano: «Cuando un hombre a la mujer amada le regale, como muestra de afecto, un saco de cemento y tres barras de hierro –os tengo dicho–, haremos nosotros lo mismo con el Señor Nuestro, que está en los cielos y en nuestros Tabernáculos»[9-XI-5]. También solía comentar que comprendía con facilidad cualquier clase de falta debida a la flaqueza, pero que le era más difícil entender el descuido negligente: «Pienso –decía– que a las personas que ponen amor en todo lo que se refiere al culto, que hacen que las iglesias estén digna y decorosamente conservadas y limpias, los altares resplandecientes, los ornamentos sagrados pulcros y cuidados, Dios las mirará con especial cariño, y les pasará más fácilmente por alto sus flaquezas, porque demuestran en esos detalles que creen y aman»[9-XI-6].

Seguramente María llenó de delicadezas y atenciones a Jesús en Belén, en Nazaret, y a lo largo de toda su vida. Hoy, día de la dedicación de la basílica de San Juan de Letrán, podemos pedir a nuestra madre un poco de ese amor suyo.

[9-XI-1] Prefacio, Común de la Dedicación de una iglesia fuera de la iglesia dedicada.

[9-XI-2] Oración colecta, Misa de la Dedicación de la Basílica de san Juan de Letrán.

[9-XI-3] Oración después de la comunión, Ibídem.

[9-XI-4] San Francisco de Asís, Primera carta a los custodios.

[9-XI-5] San Josemaría, Cartas 6, n. 28.

[9-XI-6] San Josemaría, Instrucción para la obra de San Rafael, nota 167.

 

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18 de noviembre

Dedicación de las Basílicas de San Pedro y San Pablo

  • Pedro y Pablo, columnas de la fe.
  • Eran distintos, pero los unía el Evangelio.
  • Somos piedras vivas del templo que es la Iglesia.

LAS VIDAS DE san Pedro y san Pablo están entrelazadas por el amor a Jesucristo y por un mismo afán evangelizador. Aunque poseían un origen, un temperamento y una formación muy distintos, a partir de la llamada del Señor dedicaron sus mejores energías a dar testimonio por toda la tierra de la alegría que habían recibido, cada uno con su peculiar misión y estilo: Pedro como cabeza de la Iglesia, Pablo como apóstol de las gentes.

Se conocieron en Jerusalén, cuando Pablo visitó a los apóstoles tres años después de su conversión (cfr. Gal 1,15-18). Allí convivieron apenas unos pocos días. Es posible que posteriormente coincidieran en Roma, cuando Pablo fue encarcelado en la capital del Imperio. Sabemos que ambos dieron en esta ciudad su máximo testimonio de amor a Cristo en el martirio: Pedro fue crucificado; Pablo, decapitado. En la ciudad eterna reposan hoy sus reliquias en las basílicas dedicadas a ellos. Así se recoge hacia el año 200 en el testimonio del sacerdote romano Gayo: «Yo te puedo mostrar los restos de los apóstoles; pues, ya te dirijas al Vaticano, ya a la vía Ostiense, hallarás los trofeos de quienes fundaron aquella Iglesia»[18-XI-1].

Hoy contemplamos lo que Dios puede hacer con quienes se abren generosamente a su acción. «¡Ánimo! Tú... puedes –escribía san Josemaría–. ¿Ves lo que hizo la gracia de Dios con aquel Pedro dormilón, negador y cobarde... con aquel Pablo perseguidor, odiador y pertinaz?»[18-XI-2]. «La tradición cristiana siempre ha considerado inseparables a san Pedro y a san Pablo: juntos, en efecto, representan todo el Evangelio de Cristo»[18-XI-3]. Ambos son fundamento de la Iglesia, símbolos de su unidad y columnas de la fe. Por este motivo, la Iglesia ha unido en un mismo día la Dedicación de las basílicas romanas de san Pedro y san Pablo, edificadas sobre sus tumbas.

DELANTE DE LA fachada de la basílica de San Pedro están colocadas dos grandes estatuas, fácilmente reconocibles por lo que llevan en sus manos: las llaves entre las de Pedro, y la espada entre las de Pablo.

El símbolo de las llaves –que Pedro recibe de Cristo– representa su autoridad. El Señor le promete que, como fiel administrador de su mensaje, a él le corresponderá abrir la puerta del reino de los cielos (cfr. Ap 3,7). La espada que Pablo porta en sus manos es el instrumento con el que fue asesinado. Sin embargo, leyendo sus cartas descubrimos que la imagen de la espada también evoca su misión evangelizadora. Cuando siente que se acerca su muerte, escribe a su discípulo Timoteo: «He luchado el noble combate» (2 Tm 4,7). Pablo ha sido denominado el decimotercer apóstol, pues, aunque no formaba parte del grupo de los doce, fue llamado por Cristo Resucitado en el camino de Damasco.

Humanamente eran muy distintos y probablemente no faltaron diferencias en su relación. Pero estas no fueron obstáculo para que uno y otro muestren «un modo nuevo de ser hermanos, vivido según el Evangelio, un modo auténtico hecho posible por la gracia del Evangelio de Cristo que actuaba en ellos»[18-XI-4]. Así lo expresaba San Josemaría: «Querría –ayúdame con tu oración– que, en la Iglesia Santa, todos nos sintiéramos miembros de un solo cuerpo, como nos pide el Apóstol; y que viviéramos a fondo, sin indiferencias, las alegrías, las tribulaciones, la expansión de nuestra Madre, una, santa, católica, apostólica, romana. Querría que viviésemos la identidad de unos con otros, y de todos con Cristo»[18-XI-5].

AL DEDICAR un templo al culto, ese edificio deja de ser un lugar corriente para transformarse en un espacio sagrado, que tendrá como fin dar gloria a Dios. La parte central del rito de dedicación es la consagración del altar que, estando totalmente desnudo, es ungido con el crisma en el centro y en sus cuatro ángulos. A continuación, se inciensa, y se viste con los manteles, las flores, los cirios y la cruz. El celebrante, con una vela encendida en la mano, invoca a la «luz de Cristo», de modo análogo a como se hace durante la Vigilia Pascual.

A imagen de un templo, todos los cristianos hemos sido consagrados a Dios en nuestro Bautismo, hemos sido ungidos en el pecho con el santo crisma. También a nosotros se nos ha entregado una vela, encendida a partir de la llama del cirio pascual, para que seamos fuentes de luz en el mundo. Podemos cooperar con entusiasmo a la edificación de la Iglesia porque somos «piedras vivas» (1 P 2,5) de este edificio sobrenatural. Estos dos testigos de la fe son admirables no tanto por poseer unas capacidades inigualables, sino más bien porque en el centro de su historia «está el encuentro con Cristo que cambió sus vidas. Experimentaron un amor que los sanó y los liberó y, por ello, se convirtieron en apóstoles y ministros de liberación para los demás»[18-XI-6].

«Pedro conoció personalmente a María y, en diálogo con ella, especialmente en los días que precedieron Pentecostés (cf. Hch 1,14), pudo profundizar el conocimiento del misterio de Cristo. Pablo, al anunciar el cumplimiento del designio salvífico “en la plenitud del tiempo”, no dejó de recordar a la “mujer” de la que el Hijo de Dios había nacido en el tiempo (cfr. Gal 4,4)»[18-XI-7]. Les pedimos a ella que, a ejemplo de san Pedro y san Pablo, abracemos en nuestra vida la aventura de edificar la Iglesia.

[18-XI-1] Eusebio, Historia Ecl., II, 25,7.

[18-XI-2] San Josemaría, Camino, n. 483

[18-XI-3] Benedicto XVI, Homilía, 29-VI-2012.

[18-XI-4] Benedicto XVI, Homilía, 29-VI-2012.

[18-XI-5] San Josemaría, Forja, n. 630.

[18-XI-6] Francisco, Homilía, 29-VI-2021.

[18-XI-7] Francisco, Ángelus, 29-VI-2015.