Sobre intelectuales y otras especies

Autor
Rafael Gómez Pérez
Publicación
Aceprensa

Me ha interesado el artículo, en estas páginas, de mi colega y amigo Juan Arana, que responde a una cuestión planteada en estos días sobre la presencia, mayor o menor, de intelectuales cristianos. Llevo escribiendo en Aceprensa desde hace medio siglo y el tema no podía dejarme indiferente. Ahí va mi cuarto a espadas.

El término “intelectual” no me acaba de convencer, en la medida en que parece connotar una separación respecto a la gente común, que en ninguna época ha sido muy letrada. Pero se ha utilizado, desde que aparece el término allá en el siglo XIX. Se dio desde entonces en muchos contextos diversos. La intelligentsia en el mundo soviético. Los “intelectuales orgánicos” de los que hablaba Antonio Gramsci, el más interesante comunista teórico europeo.

¿Hay intelectuales?

Un intelectual parece ser quien se mueve mejor que el resto de la gente en el nivel conceptual. Pero, en ese sentido, es intelectual cualquier persona que intenta saber algo más de lo que se suele conocer a primera vista. Cualquier científico y cualquier artista sería entonces intelectual. Y cualquiera, en la medida en que desee avanzar un poco más en el conocimiento de las cosas.

Hasta no hace mucho existían o se hablaba de “maîtres à penser”, maestros del pensamiento. Gente que colocada en un simbólico pedestal pensaba que había dado con las tendencias presentes en la historia, las interpretaba y las suministraba al público en general. Recuerdo los años sesenta y setenta, cuando había gente pendiente de lo que decía, por ejemplo, Sartre. Un día estábamos “condenados a ser libres”. Pero a la vez teníamos que simpatizar con el maoísmo. O teníamos que oír, en un sentido muy fino, al parecer, que era verdad lo que Foucault decía sobre “la muerte del hombre”. Porque Dios ya había muerto, desde Nietzsche. O Lévi-Strauss, famoso antropólogo, que decía que el ser humano era “cosa entre cosas”. O teníamos que ser deconstruccionistas, con Derrida.

En la era de la dispersión

Parece que de eso no queda mucho, salvo en el ámbito académico, que no está muy conectado con la vida del común de la gente. La cultura de esta época, se llame posmoderna o como se quiera, es la de la dispersión. Cualquiera, desde Twitter, puede pontificar sobre todo incluso desde la más supina ignorancia.

No es mi intención descalificar “lo intelectual”. Al contrario, desearía que la gente común se iniciara, en la medida de sus posibilidades, en entender (de intelecto) mejor el mundo. Pero no me parece necesario ni conveniente etiquetar a alguna de esa gente común con el calificativo de intelectual.

Me escama especialmente que algunos de los llamados intelectuales, antes y ahora, se atrevan a echar una mirada a la totalidad (¿y cómo se ve eso? ¿desde qué fuera se puede ver un todo?) y diga: “Así son las cosas todas. Esto es lo que está pasando y lo que va a pasar”. Un ejemplo: Harari con su trilogía en la que, entre otras imaginaciones, se profetiza que seremos inmortales (vaya broma, en los tiempos de la pandemia).

Contra los tópicos, hay que ser políticamente incorrecto, pero no al modo catastrofista sino con la agudeza de arte y de ingenio

La inteligencia (pero también el corazón) es lo que nos hace humanos y cultivar lo que es humano es un bien, además de un goce específico. Pero no se necesita hacer de eso una profesión, precisamente porque es común, en mayor o menor medida, a todos los hombres y mujeres. Hay una especial alegría en entender cómo son las cosas y cómo funcionan, y ese debería ser el cometido de la educación. Por fortuna, la educación ya está al alcance de todos, no como en muchas épocas anteriores. Pero que tenga ese enfoque de “conocerse y conocer el mundo” ya es más dudoso. Toda persona que estudia –y es obligatorio hacerlo hasta los 16 años– debería ser intelectual. ¿Cuántos alumnos y alumnas llegan a la Universidad sin apenas haber leído nada de lo muy valioso que ha dado la cultura humana?

Y ¿el intelectual cristiano?

La cuestión del intelectual se da, por tanto, en una época determinada, esta, que, en Occidente (hay otros mundos y otras sensibilidades, Occidente no es el umbelicus mundi), se está dando una desafección en la dimensión religiosa del ser humano.

Pero como ninguna época se puede pintar de un solo color, hay personas, de cualquier condición, que cree en Cristo no como la adhesión a un programa, sino como una relación de verdadero amor. De esas personas, la mayoría no son muy de corretear por el nivel conceptual, porque tienen bastante con que cada día tenga su propio afán. Otros, además de estos afanes de la diaria existencia, les dan vueltas a las cosas en la cabeza, intentar entender más. Se los llama intelectuales, pero no hay ninguna necesidad de hacerlo.

Si no hace falta llamarles “intelectuales”, menos falta hace aún llamarles “intelectuales cristianos”. Lo esencial es que sean, en sus obras, imitadores de Cristo. ¿En qué? En el amor a los demás, en el respeto a su libertad, en la capacidad de misericordia, en el cumplimiento de la justicia.

Todo eso se puede expresar cultivando fresas, pintando un cuadro, vendiendo un coche, sirviendo una caña de cerveza o escribiendo un libro. En la primera carta de san Pedro se dice: “Estad prontos para dar razón de vuestra esperanza a todo el que os la pidiere”. Se dirige a todos, no solo a “los intelectuales”. Y las “razones” pueden ser de muy distinto género: razones que son obras (“obras son amores y no buenas razones”), o gestos, o detalles, o explicaciones o un tratado entero.

Es verdad que hay diferencias en la calidad de las acciones. Por muy popular que se haga “Macarena”, tiene que echarse a un lado, al menos de momento, cuando suena Mozart o Beethoven. Algo semejante ocurre en la profundización de la fe. Con esta salvedad: que cuando hay verdadero amor de Dios, eso vale más que cien tratados eruditos.

No sabría decir si hacen faltan más o menos “intelectuales cristianos”. Estoy más seguro de que hace falta más gente con ese tipo de fe que el mismo Cristo comparaba con la levadura que hace fermentar la masa.

Cristianismo y cultura

Además de lo que cada persona cristiana, porque le sale de dentro, puede hacer en su ámbito propio, están las instituciones. En esto Miguel Ángel Quintana Paz ha puesto el dedo en la llaga: “¿No tiene la Iglesia hoy en España una red de colegios, de universidades, una cadena de radio, una de televisión, editoriales, asociaciones, organizaciones, institutos, congregaciones, edificios, museos… suficientes como para no depender de si ‘otros’ te otorguen o no la palabra? ¿De veras se están empleando estos enormes recursos del modo óptimo que permitiría ir bien pertrechados a la guerra intelectual?”

Del amor de cada cristiano a la cultura, es de donde pueden salir modos de decir a la vez críticos y cordiales, apropiados a la época

Atenuando el peligro de la generalización, pienso que algunas de esas instituciones han hecho y hacen mucho por dar a conocer lo esencial cristiano. Pero el tema es más de fondo. La relación de los responsables de no pocas de esas instituciones con la cultura sin más, es decir, con la profundización en lo humano y su íntima conexión con lo cristiano, parece, por decir algo, epidérmica, quizá por razones comerciales o de audiencia, cuando se trata de medios. Se está muy lejos de “presentar batalla”, que hoy, si se tiene en cuenta el ambiente general, sería contracultural. Que no es nada nuevo: el Evangelio ha sido siempre “piedra de escándalo”.

En 1977 Pier Paolo Pasolini escribía una carta a Pablo VI en la que, entre otras cosas, afirmaba: “La Iglesia debería pasarse a la oposición. Podría concentrar sus fuerzas para luchar –dicho sea de paso, puede volver la vista atrás a una larga tradición de luchas del papado contra el imperio secular– ahora contra un nuevo imperio, el del consumismo que no quiere someterse a ella. Ante semejante insubordinación, la Iglesia podría convertirse en nuevo símbolo de oposición y de rebelión, y volver así a su primitivo origen”. No lo suscribiría en el contenido, pero sí en el gesto.

En los ambientes católicos institucionales se ha hablado mucho, antes, de “denuncia profética”. Pero los profetas han sido casi siempre molestos, y parece que hoy se prefiere no molestar. No es un achaque que afecte solo a los cristianos. Cristianos o no cristianos parecen amortiguados por la creciente invasión del Estado (es decir, de un grupo de políticos, el Estado no es un ente inmaterial, tiene nombres y apellidos) en los modos de vida, en lo que hay que enseñar y cómo hacerlo, según una ortodoxia laicista más ciega que un topo ante el sentido del misterio. Apenas hay “intelectual” que se alce contra el cinismo-ambiente en la gestión política.

Saber decir

Desde una actitud contracultural hay que dar con el “saber decir”. Los estilos cambian con los tiempos. Cuando la opinión pública está inundada de tópicos, de lo políticamente correcto, hay que ser políticamente incorrecto, pero no al modo catastrofista sino con la agudeza de arte y de ingenio, que diría Gracián.

El estilo clerical untuoso hace ya tiempo que no se soporta. Pero suele ser común otro, vagamente comunitario, buenista, sin nervio, con un ojo puesto en su aprobación por parte del progresismo. Un progresismo que no pocas veces es una vuelta atrás, a la falta de libertad. Es desde la libertad de cada cristiano, también dentro de las instituciones, y desde su enamoramiento hacia la cultura en sí misma de donde pueden salir modos de decir que sean a la vez críticos y cordiales, al tanto de las maneras de la época en la que estamos que, como todas, tiene sombras, pero también alguna que otra súbita iluminación.

Decía también Gramsci que la lucha por la hegemonía cultural (para él materialista) era una lucha de posiciones y trincheras. Si no hubiera más remedio que dar una definición de intelectual (cristiano o de cualquier otro apelativo), propondría esta: quien sale de la propia trinchera y se interna en la cultura todo lo que pueda, aun al riesgo de recibir alguna que otra bala perdida. Nunca por cuenta ajena; siempre por cuenta propia.