"Meditaciones breves" para los domingos de san José

Autor
AA.VV
Publicación
OpusDei.org

Meditaciones que se publicarán en la web de la Obra de textos para rezar a partir del volumen correspondiente del libro de Meditaciones. 

1º domingo de san José

  • La devoción de los siete domingos de san José
  • La misión del padre de Jesús
  • Patrón de la Iglesia y de la Obra

2º domingo de san José

  • San José, padre amado
  • Modelo de padre
  • Patrono de la familia

3º domingo de san José

  • San José enseña a Jesús
  • Jesús escucha la ley de labios de José
  • José experimenta la ternura de Dios

4º domingo de san José

  • Cómo obedece san José
  • El recogimiento necesario para escuchar a Dios
  • Con su obediencia anticipa la de Jesús

5º domingo de san José

  • José acoge los planes divinos
  • Descubrir a Dios en la realidad diaria
  • La coherencia del modo de hacer de Dios

6º domingo de san José

  • Dificultades y creatividad en la vida de José
  • La actitud ante los problemas de una familia corriente
  • Acoger la luz de Dios en lo ordinario

7º domingo de san José 

  • Jesús trabajó junto a José
  • Redescubrir el valor del trabajo
  • Trabajo y oración, oración y trabajo

19 de marzo

Solemnidad de san José

  • La oración de José anima sus acciones
  • Una oración que pone la mirada en Jesús
  • El patriarca se mueve con la libertad y la confianza que da el amor

 

 

 

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1º domingo de san José

  • La devoción de los siete domingos de san José
  • La misión del padre de Jesús
  • Patrón de la Iglesia y de la Obra

CUANDO JESÚS, durante su ministerio público por Galilea, llegó a predicar en la sinagoga de su propia ciudad, todos «se quedaban admirados» (Mt 13,54). La actitud de sus paisanos nos habla de la impresión que causaba aquel a quien habían visto crecer entre sus plazas y calles: «¿De dónde le viene a éste esa sabiduría y esos poderes? ¿No es éste el hijo del artesano? ¿No se llama su madre María y sus hermanos Santiago, José, Simón y Judas? Y sus hermanas ¿no viven todas entre nosotros? ¿Pues de dónde le viene todo esto?» (Mt 13, 55-56).

Uniéndose a esa curiosidad santa por saber más acerca del entorno familiar de Cristo, la tradición de la Iglesia ha identificado en la Sagrada Escritura siete momentos cruciales en la vida de san José; son siete vivencias suyas en las que, como es normal también en nosotros, se mezclan el gozo y el dolor, la alegría y el sufrimiento. Es por eso que en muchos lugares se dedican los siete domingos previos a su fiesta a meditar estos pasajes. Un día, en una tierra con especial devoción a san José, alguien preguntó a san Josemaría cómo acercarse más a Jesús: «Piensa en aquel hombre maravilloso, escogido por Dios para hacerle de padre en la tierra; piensa en sus dolores y en sus gozos. ¿Haces los siete domingos? Si no, te aconsejo que los hagas»[1-1].

La devoción al santo patriarca la podemos hallar sobre todo a través del arte y de la devoción a lo largo del tiempo en varias instituciones de la Iglesia. En el siglo XVII, el Papa Gregorio XV instituyó por primera vez una fiesta litúrgica en su nombre. Posteriormente, en 1870, el santo Papa Pio IX nombró a san José patrono universal de la Iglesia. A partir de entonces, Leon XIII dedicó una encíclica al santo patriarca y en el centenario de este documento san Juan Pablo II escribió la exhortación apostólica Redemptoris custos. Ya en el tercer milenio, el papa Francisco publicó también una carta sobre san José bajo el título Patris corde, Con corazón de Padre. Este reiterado interés de la Iglesia, de manera especial en los últimos tiempos, puede renovar en nosotros una actitud de agradecimiento, admiración y puede llevar a que nos preguntemos: ¿qué lugar ocupa san José en mi corazón?

«JOSÉ, HIJO DE DAVID, no temas recibir a María, tu esposa, porque lo que en ella ha sido concebido es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,20-21). De esta manera, tan sencilla, el ángel disipa las dudas y temores de José. No sabemos con certeza qué es lo que pasaba por su corazón y su mente. Con seguridad no dudó de la inocencia de su esposa, por lo que el ángel le confirma lo que quizá ya intuía en su alma: allí había algo de Dios. En efecto, a través del ángel, Dios mismo le confía cuáles son sus planes y cómo cuenta con él para llevarlos llevarlos adelante. José está llamado a ser padre de Jesús; esa va a ser su vocación, su misión.

«¡Qué grandeza adquiere la figura silenciosa y oculta de san José –decía san Juan XXIII– por el espíritu con que cumplió la misión que le fue confiada por Dios. Pues la verdadera dignidad del hombre no se mide por el oropel de los resultados llamativos, sino por las disposiciones interiores de orden y de buena voluntad» [1-2]. El santo patriarca, a pesar de ser consciente de la importante y nobilísima tarea que el Señor le encomendó, ha llegado a nosotros como un ejemplo de humildad y discreción. Es en el silencio de aquel «ocultarse y desaparecer» en donde los planes divinos dan sus mayores frutos.

También ahora, Dios continúa confiando en José para que cuide de su familia, de la Iglesia y de cada uno de sus hijos, con la misma dedicación y ternura que lo haría con el Señor. Un antiguo aforismo judío dice que un verdadero padre es aquel que enseña la Torá –la ley de Dios– a su hijo, porque es entonces cuando le engendra de verdad. San José cuidó del Hijo de Dios y, en cuanto a hombre, le introdujo en la esperanza del pueblo de Israel. Y eso mismo hace con nosotros: con su poderosa intercesión nos lleva hacia Jesús. San Josemaría, cuya devoción a san José fue creciendo a lo largo de su vida, decía que «san José es realmente Padre y Señor, que protege y acompaña en su camino terreno a quienes le veneran, como protegió y acompañó a Jesús mientras crecía se hacía hombre»[1-3].

«LA IGLESIA entera reconoce en san José a su protector y patrono. A lo largo de los siglos –señala san Josemaría– se ha hablado de él, subrayando diversos aspectos de su vida, continuamente fiel a la misión que Dios le había confiado. Por eso, desde hace muchos años, me gusta invocarle con un título entrañable: Nuestro Padre y Señor»[1-4]. Este título es un honor y una responsabilidad. Junto con María, José alimenta, cuida y protege a la familia. Y la Iglesia, al ser la familia de Jesús, tiene a san José como patrono y protector: «La Iglesia, después de la Virgen Santa, su esposa, tuvo siempre en gran honor y colmó de alabanzas al bienaventurado José, y a él recurrió sin cesar en las angustias»[1-5].

El Concilio Vaticano II habla de «escrutar a fondo los signos de la época e interpretarlos a la luz del Evangelio, de forma que, acomodándose a cada generación, pueda la Iglesia responder a los perennes interrogantes de la humanidad sobre el sentido de la vida»[1-6]. Por eso, como familia, nos preguntamos constantemente qué es lo que el Señor quiere que aprendamos de cada situación y en cada encrucijada. La intercesión de los santos es una ayuda del cielo para descubrir a Dios en todos los acontecimientos y hacer presente su poder. San José guía y custodia a la Iglesia en este caminar.

Y también san José es patrono de esta familia que es la Obra. En los primeros años, san Josemaría acudió especialmente a él para poder hacer presente a Jesús Sacramentado en uno de los primeros centros del Opus Dei. Por su intercesión, en marzo de 1935 fue posible tener al Señor reservado en el oratorio de la Academia-Residencia DYA, de la calle Ferraz, en Madrid. Desde entonces, el fundador de la Obra quiso que la llave de los sagrarios de los centros del Opus Dei tuvieran una pequeña medalla de san José con la inscripción Ite ad Ioseph; el motivo es recordar que, de modo similar a como el José del Antiguo Testamento lo hace con su pueblo, el santo patriarca nos había facilitado el alimento más preciado: la Eucaristía.

Pidamos a José que nos siga ayudando a acercarnos a Jesús Sacramentado, que es el alimento del que se nutre la Iglesia y esta partecica que es la Obra. Así lo hizo junto a María, en Nazaret, y así lo hará también con ella en nuestros hogares.


[1-1] San Josemaría, Notas de una reunión familiar, 15-IX-1972.

[1-2] San Juan XXIII, Radiomensaje, 1-V-1960.

[1-3] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 39.

[1-4] Ibíd.

[1-5] San Juan Pablo II, ex. ap. Redemptoris Custos, n. 28.

[1-6] Concilio Vaticano II, constitución pastoral Gaudium et spes, n. 4.

 

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2º domingo de san José

  • San José, padre amado
  • Modelo de padre
  • Patrono de la familia

EN LA ORACIÓN pronunciada por Cristo en Getsemaní se manifiesta la cercanía y el poder de Dios: «¡Abbá, Padre, para ti todo es posible!» (Mc 14,35). Podemos pensar que Jesús, años antes, se dirigió muchas veces con esa misma exclamación a José, su padre en la tierra: abbá, papá. Por eso el patriarca, en su humanidad igual a la nuestra, es en cierto sentido un icono de la paternidad de Dios. Así lo ha entendido a lo largo de los siglos la piedad popular y lo han hecho también los artistas, representando a san José con un rostro idéntico al del Padre.

San Josemaría notaba que Dios es el primero que ama de modo especialísimo a san José. Dios, al preparar un padre terrenal para Jesús, de manera similar a como lo había hecho con María, eligió a un hombre especial, justo, cuya santidad atraía a los demás y llenaba de paz su entorno. «La Sagrada Escritura cuenta muy poco de san José. Parece que tenía un empeño muy grande de pasar oculto, y el Señor le ha concedido esa virtud tan hermosa (...). Inmediatamente después de la Virgen, estoy seguro de que en santidad viene José. Y san José ha tratado tanto a la Virgen y al Niño Dios que hasta la liturgia se pone –¿cómo diría yo?– afectuosa… San José está adornado de virtudes admirables. Sería encantador, y tendría además un carácter lleno de fortaleza, de reciedumbre y de suavidad a la vez»[2-1].

Es muy significativo que, en la genealogía de Jesucristo que nos detalla el evangelio de san Mateo, el hilo de unión entre generaciones sea la paternidad: Abraham engendró a Isaac, Isaac engendró a Jacob, etc. Pero, al llegar al último eslabón, el evangelista rompe la secuencia anotando: «Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús llamado Cristo» (Mt 1,16). La paternidad le toca a san José no por haber engendrado a Jesús sino por ser el esposo de la Virgen María. San José es un «padre que siempre ha sido amado por el pueblo cristiano»[2-2] justamente por ser el esposo amado de nuestra Madre. Es la belleza y grandeza del matrimonio lo que funda su paternidad. Y aquel padre y esposo, querido por tantos fieles, nos puede preguntar: «¿Confías en mis desvelos por ti? ¿Confías en el deseo que tengo de acercarte al amor de Dios?».

«JOSÉ, HIJO DE DAVID, no temas recibir a María, tu esposa, porque lo que en ella ha sido concebido es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús» (Mt 1,20). En estas breves palabras del evangelista podemos descubrir tres cosas: primero, el carácter personal de la elección divina –que se manifiesta en el uso de los nombres propios «José» y «María»–; después, la relación que los unirá –«tu esposa»–; y, en tercer lugar, la responsabilidad que Dios confiere al patriarca –tú «le pondrás por nombre»–. En la vida de María y de José todo está en relación con Jesús, todo está ordenado hacia él. Ese amor matrimonial se traduce en un mirar juntos a su hijo para, así, como padre y madre, participar en la obra de la redención. La mayor parte de los cristianos viven su fe precisamente así, dentro del matrimonio, ya que se trata de una vocación, un camino para mirar e ir hacia Jesucristo.

En una ocasión, una madre de familia que había quedado viuda preguntó a san Josemaría cómo llenar el vacío dejado por su esposo: «Sé muy devota de san José –respondió el fundador del Opus Dei–. San José llevó adelante la familia de Nazaret, y llevará adelante también la tuya. Adquiere una imagencita de san José, tenle devoción, enciéndele piadosamente una luz de cuando en cuando, como nuestras madres, como nuestras abuelas: todas las viejas devociones son actuales, no hay ni una que no sea actual»[2-3]. Ya santa Teresa, siglos atrás, animaba a todas las almas a confiar sin reservas en san José: «Querría yo persuadir a todos fuesen devotos de este glorioso santo, por la gran experiencia que tengo de los bienes que alcanza de Dios»[2-4].

El santo patriarca, al haber recibido la misión de educar al Hijo de Dios, de tomarlo de la mano para acompañarlo en sus primeros pasos en tantos ámbitos de la vida, puede ser un apoyo para todas las familias y para todo apóstol. San José educó al Niño Jesús en cómo relacionarse con las demás personas, en el trabajo, en la escucha de la Sagrada Escritura llevándolo los sábados a la sinagoga... «La misión de san José es ciertamente única e irrepetible, porque absolutamente único es Jesús. Y, sin embargo, al custodiar a Jesús, educándolo en el crecimiento en edad, sabiduría y gracia, él es modelo para todo educador, en especial para todo padre»[2-5].

SAN JOSÉ tiene un papel propio e insustituible en la configuración de la Sagrada Familia. «La encarnación del Verbo en una familia humana, en Nazaret, conmueve con su novedad la historia del mundo. Necesitamos sumergirnos en el misterio del nacimiento de Jesús, en el sí de María al anuncio del ángel, cuando germinó la Palabra en su seno; también en el sí de José, que dio el nombre a Jesús y se hizo cargo de María»[2-6]. El patriarca, por aquella particular llamada a constituir la familia de Jesús, aprende a ser padre, colabora en la preparación del Hijo para el cumplimiento de su misión. Y, al mismo tiempo, se encuentra permanentemente al lado de su esposa, sosteniéndola en su tarea de ser madre de Dios. Por eso san José es patrono también del nacimiento y del desarrollo de nuestras familias.

«La familia es ciertamente una gracia de Dios, que deja traslucir lo que él mismo es: amor. Un amor enteramente gratuito, que sustenta la fidelidad sin límites, aun en los momentos de dificultad o abatimiento»[2-7]. San Juan Pablo II señalaba que el futuro de la humanidad pasa por la familia porque allí, generalmente, desarrollamos los fundamentos más importantes para tener una vida feliz, aunque Dios también pueda tener otros caminos, ya que cada persona es única. Por eso acudimos especialmente a san José, patrono de la familia, para que nos ayude a vivir y a mostrar su belleza, según el modelo de Nazaret.

«No tengamos miedo de invitar a Jesús a la fiesta de bodas, de invitarlo a nuestra casa, para que esté con nosotros y proteja a la familia. Y no tengamos miedo de invitar también a su madre María. Los cristianos, cuando se casan “en el Señor”, se transforman en un signo eficaz del amor de Dios. Los cristianos no se casan sólo para sí mismos: se casan en el Señor en favor de toda la comunidad, de toda la sociedad»[2-8]. A san José, esposo de la bienaventurada Virgen María, le imploramos diariamente con esta súplica: Dios te hizo padre y señor de toda su casa, así que ¡ruega por nosotros!

 


[2-1] San Josemaría, Notas de una reunión familiar, 10-VII-1974.

[2-2] Francisco, carta apostólica Patris corde, n. 1.

[2-3] San Josemaría, Notas de una reunión familiar, 26-VI-1974.

[2-4] Santa Teresa de Jesús, Libro de la vida, 6, 7.

[2-5] Francisco, Audiencia general, 19-III-2014.

[2-6] Francisco, ex. ap. Amoris laetitia, n. 65.

[2-7] Benedicto XVI, Ángelus, 28-XII-2008.

[2-8] Francisco, Audiencia general, 29-IV-2015.

 

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Tercer domingo de san José

  • San José enseña a Jesús
  • Jesús escucha la ley de labios de José
  • José experimenta la ternura de Dios

VER CÓMO CRECEN los hijos es una de las alegrías más grandes que ofrece la vida. Ese gozo lo experimentó san José al ver que Jesús crecía «en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres» (Lc 2,52). La misión principal de los padres es preparar a los hijos para que ellos, a su vez, puedan encontrar y llevar adelante la suya propia. José, a través de su tierno cuidado, preparó a Jesús en sus primeros pasos en la tierra. Por eso, durante su vida oculta y durante su vida pública, «Jesús debía parecerse a José: en el modo de trabajar, en rasgos de su carácter, en la manera de hablar. En el realismo de Jesús, en su espíritu de observación, en su modo de sentarse a la mesa y de partir el pan, en su gusto por exponer la doctrina de una manera concreta, tomando ejemplo de las cosas de la vida ordinaria, se refleja lo que ha sido la infancia y la juventud de Jesús y, por tanto, su trato con José»[3-1].

«En la sinagoga, durante la oración de los Salmos, José ciertamente habrá oído el eco de que el Dios de Israel es un Dios de ternura»[3-2]. Y esa fue su actitud de padre con Jesús. El santo patriarca probablemente no acompañó a su hijo cuando ya eran visibles algunas manifestaciones de la llegada del Reino de Dios: cuando le siguen numerosos discípulos, durante las milagrosas curaciones o cuando las multitudes escuchan las palabras de quien él había visto crecer. San José, al contrario, siempre se desenvolvió en la discreción de la educación familiar, en ese ámbito tan doméstico, tan escondido pero a la vez tan fecundo y lleno de amor. Los frutos de aquellos años no tardaron en llegar: «Ese Jesús que es hombre, que habla con el acento de una región determinada de Israel, que se parece a un artesano llamado José, ése es el Hijo de Dios. Y ¿quién puede enseñar algo a Dios? Pero es realmente hombre, y vive normalmente: primero como niño, luego como muchacho, que ayuda en el taller de José; finalmente como un hombre maduro, en la plenitud de su edad»[3-3]. La ternura de José sigue viva a través de aquel Hijo que creció bajo su techo y que tanto se le parece.

LA ENSEÑANZA de la ley de Moisés era obligación y privilegio del padre de familia. Por eso, fue José quien tuvo la peculiar tarea de enseñar al Mesías la historia de Israel y la fe de la Alianza. María y su esposo veían que Jesús era un niño como tantos otros pero, a la vez, sabían que todo el misterio de Dios habitaba en él. A ellos les fue confiada la responsabilidad de poner el nombre de «Jesús» a la segunda persona de la Santísima Trinidad encarnada y de educarlo en la tradición del pueblo elegido. El profeta escribe: «Cuando Israel era niño, Yo lo amé, y de Egipto llamé a mi hijo (...). Era para ellos como quien alza a un niño hasta sus mejillas, y me inclinaba a él y le daba de comer» (Os 11,1-4). Si la tradición cristiana ha visto en este oráculo la referencia a Cristo, se puede ver también una referencia a María y a José. El amor de Dios a Israel se compara al amor de un padre y de una madre hacia su hijo. Era Dios quien cuidaba siempre de su Hijo, pero lo hacía a través de la Sagrada Familia; es Dios quien enseña, pero a través de los hombres.

Un niño pequeño en Israel pasaría la mayor parte de su tiempo jugando con otros chicos de su edad en la calle o en las plazas. «Las plazas de la ciudad se llenarán de niños y niñas jugando en ellas» (Za 8,5), dice el profeta; y el Señor habla también de los niños que se sientan en las plazas (cfr. Mt 11,16). La vida en Nazaret era una vida al aire libre. En este contexto, los padres impartían a sus pequeños los primeros rudimentos de la instrucción en la fe: «Escucha, hijo mío, la instrucción de tu padre, y no abandones la enseñanza de tu madre, que son diadema de gracia para tu cabeza y collares para tu cuello» (Pr 1,8). Jesús Niño grababa en su corazón las enseñanzas de José y las instrucciones de María. Esas enseñanzas que daba san José a su hijo son lo que hoy llamamos «catequesis familiar», la transmisión de la fe, tanto vivida como en palabras. «El hogar debe seguir siendo el lugar donde se enseñe a percibir las razones y la hermosura de la fe, a rezar y a servir al prójimo»[3-4]. Es en ese clima familiar en donde Dios, imperceptiblemente, entra a formar parte de la vida de los hijos; aquellas primeras oraciones y manifestaciones de piedad que hemos heredado permanecen para siempre en lo más profundo de nuestra alma.

SANTA MARÍA y san José no solamente enseñaron a Cristo las costumbres y la ley de Moisés sino que, descubriendo el misterio de Dios en su Hijo, se dieron cuenta de que ellos mismos aprenderían mucho de Jesús. El evangelista san Lucas nos repite dos veces que María guardaba y meditaba en su corazón los acontecimientos y las palabras de su Hijo. ¡Qué importancia tiene saber mirar y escuchar, de un modo similar a como lo hicieron la Virgen Santísima y su esposo José!

Cuántas veces, al ver a Jesús, el santo patriarca se habrá asombrado pensando: ¡qué bueno es Dios! ¡Qué amable y tierno! ¡Qué paciente y cercano a nosotros! La paciencia y la comprensión son características fundamentales que todo padre –y, en general, todo maestro– debe tener, especialmente ante los defectos propios y ajenos; pues «debemos aprender a aceptar nuestra debilidad con intensa ternura. El Maligno nos hace mirar nuestra fragilidad con un juicio negativo»[3-5]. Al contrario, debemos descubrir, una y otra vez, lo positivo en nosotros y en los demás, pues así se acerca Dios a nuestra vida: «La verdad que viene de Dios no nos condena, sino que nos acoge, nos abraza, nos sostiene, nos perdona. La verdad siempre se nos presenta como el Padre misericordioso de la parábola: viene a nuestro encuentro, nos devuelve la dignidad, nos pone nuevamente de pie»[3-6]. No hay nada que anime más a mejorar la conducta que el aliento, la palabra amable, la comprensión ante la debilidad.

San José aprendió de su hijo, que era Dios, a ver el mundo con compasión y ternura. Decía san Josemaría: «José era un gran cariño de Jesucristo; María era su Madre, a la que quería con locura. Pues vamos a tener nosotros una devoción grande a San José, una devoción tierna, delicada, fina, afectuosa. Le llamamos Padre y Señor nuestro: ¡pues vayamos a él como hijos, constantemente! Y, por él, a María, dialogando con los dos. ¿Habéis visto esas representaciones de la Sagrada Familia con el Niño en el centro, la Virgen a la derecha y San José a la izquierda, dándose la mano? Pues esta vez somos nosotros los que nos cogemos de la mano de María y de José, y así nos llevarán hasta Jesús»[3-7].

 


[3-1] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 55.

[3-2] Francisco, carta apostólica Patris corde, n. 2.

[3-3] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 55.

[3-4] Francisco, ex. ap. Amoris laetitia, n. 287.

[3-5] Francisco, carta apostólica Patris corde, n. 2.

[3-6] Ibíd.

[3-7] San Josemaría, Notas de una reunión familiar, 27-IX-1973.

 

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Cuarto domingo de san José

  • Cómo obedece san José
  • El recogimiento necesario para escuchar a Dios
  • Con su obediencia anticipa la de Jesús

DESPUÉS DE LA ANUNCIACIÓN del ángel a María, la tradición cristiana ha identificado una anunciación similar a José: «Hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, porque lo que en ella ha sido concebido es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,20-21). El santo patriarca estuvo «siempre dispuesto a hacer la voluntad de Dios manifestada en su ley y a través de los cuatro sueños que tuvo» [4-1] . El hecho de que José haya escuchado los designios divinos mientras dormía, y los haya puesto rápidamente en práctica, nos habla de su sintonía permanente con Dios; es una manifestación de que la vida contemplativa nos lleva normalmente a descubrir los planes buenos del Padre y a querer asociarnos a ellos de manera magnánima. Este modo de proceder es el fundamento de la obediencia al Señor. De hecho, la palabra «obedecer» viene justamente de esa capacidad de escucha –ob audire–, de esa capacidad de oír de manera inteligente lo que otro tiene que decirme; en este caso, es Dios quien introduce a José en la grandeza de su obra misericordiosa de salvación.

Por eso, la obediencia está muy lejos del cumplimiento ciego. Un requisito para obedecer, en toda su riqueza, es saber escuchar, tener el espíritu abierto; solo el que piensa puede ser obediente. San Josemaría reflexionaba en estos términos durante una homilía del año 1963: «La fe de José no vacila, su obediencia es siempre estricta y rápida. Para comprender mejor esta lección que nos da aquí el Santo Patriarca, es bueno que consideremos que su fe es activa, y que su docilidad no presenta la actitud de la obediencia de quien se deja arrastrar por los acontecimientos. Porque la fe cristiana es lo más opuesto al conformismo, o a la falta de actividad y de energía interiores. José se abandonó sin reservas en las manos de Dios, pero nunca rehusó reflexionar sobre los acontecimientos, y así pudo alcanzar del Señor ese grado de inteligencia de las obras de Dios, que es la verdadera sabiduría» [4-2] .

En las páginas del Antiguo Testamento encontramos varias veces que Dios habla en sueños; sucede, por ejemplo, con Adán, Jacob o Samuel. Son testimonios de personas que han querido estar en constante diálogo divino, han dejado que Dios les hablase en todas las circunstancias. Y esos sueños son también una muestra de que, a través de la auténtica obediencia, podremos captar nuevas dimensiones de la existencia, nuevos nombres, lugares y planes.

SABEMOS QUE DIOS nos habla; sabemos que está a nuestro lado y que nos convoca sin cesar para que nos unamos a su amor –con todo lo que somos– a través de situaciones muy concretas. El Señor se dirige a nosotros cada día, cada momento, a través de las personas que nos rodean y de los sucesos que atravesamos. En todo se esconde parte del plan divino que podemos personalmente descubrir y desarrollar. Una plegaria que Jesús repitió por lo menos dos veces al día, según las enseñanzas judías, era la oración Shemá Israel, que comienza así: «Escucha, Israel: el Señor es nuestro Dios» (Dt 6,4). Entonces y ahora, lo primero será percibir esa voz divina que nos llama. «San José, como ningún hombre antes o después de él, ha aprendido de Jesús a estar atento para reconocer las maravillas de Dios, a tener el alma y el corazón abiertos» [4-3] .

Para oír la voz de Dios debemos aprender a hacer silencio, sobre todo interior. La Sagrada Escritura nos dice que el profeta Elías no escuchó a Yahvé en el viento poderoso, ni en terremoto, ni en el fuego, sino en «un susurro de brisa suave» (1R 19,12). La vida de oración requiere que acallemos las voces que nos distraen para poder escuchar a Dios y también a nuestra voz interior, para compartir allí nuestros deseos o capacidades. En esa intimidad descubrimos quiénes somos, aprendemos a entrar en diálogo con la voz de Dios y a identificarnos con ella.

Los evangelistas no nos han dejado constancia de ninguna de las palabras pronunciadas por san José, pero sí conocemos sus acciones, que son fruto de la obediencia a Dios, de aquella escucha inteligente y de ese diálogo en la intimidad de su alma. «El silencio de san José no manifiesta un vacío interior, sino, al contrario, la plenitud de fe que lleva en su corazón y que guía todos sus pensamientos y todos sus actos» [4-4] . Esta actitud del patriarca fue la que hizo posible que, a partir de aquellos cuatro sueños, Dios pudiera orientar el rumbo de su vida. El recogimiento y la sensibilidad de José para detectar los planes divinos hizo que pudiera custodiar a María y a Jesús de los peligros y conducirlos a lugares más seguros. También nosotros podemos fomentar esta actitud de silencio y escucha para acercar a nuestra vida la voz y los proyectos de Dios.

A SAN JOSEMARÍA le gustaba decir que en el Nuevo Testamento hay dos frases que, en muy pocas palabras, resumen lo que fue la vida de Jesús. Por un lado, san Pablo nos dice que Jesús fue «obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Flp 2,8); por otro lado, el evangelio de san Lucas dice que Jesús «vino a Nazaret y les estaba sujeto» (Lc 2,51), refiriéndose a su crecimiento en el hogar de María y José. En ambos pasajes notamos que el Señor realizó su plan de salvación obedeciendo por amor a Dios Padre y a su familia terrena. San Juan Pablo II notaba que «esta obediencia nazarena de Jesús a María y a José ocupa casi todos los años que él vivió en la tierra, y constituye, por tanto, el período más largo de esa total e ininterrumpida obediencia (...). Pertenece así a la Sagrada Familia una parte importante de ese divino misterio, cuyo fruto es la redención del mundo» [4-5] .

En el ambiente familiar, con las personas que convivimos cada día, es donde aprendemos a escuchar y a obedecer, dentro de los planes de amor de Dios. Allí todos están en sintonía porque cada uno busca sinceramente el bien del otro. En la familia se experimenta el servicio mutuo, aprendemos a escuchar, a descubrir lo que conviene a todos. La obediencia es fruto del amor. Podemos imaginar con qué delicadeza José daría indicaciones a Jesús. Y, al mismo tiempo, podemos pensar cómo el Verbo encarnado desearía comprender y llevar a cabo, grata y gustosamente, lo que decía su padre terreno. En realidad «los tres miembros de esta familia se ayudan mutuamente a descubrir el plan de Dios. Rezaban, trabajaban, se comunicaban» [4-6] .

Jesús habrá visto tantas veces el modo de desenvolverse de José en los años de Nazaret: hombre obediente por la fe. El santo patriarca obedeció y, de esa manera, anticipó la obediencia de Jesús hasta la cruz. La Sagrada Familia es una escuela en la podemos aprender que escuchar a Dios y asociarnos a su misión son dos caras de una misma moneda. Así comprenderemos «la fe de san José: plena, confiada, íntegra, manifestada en una entrega eficaz a la voluntad de Dios, en una obediencia inteligente» [4-7] .

[4-1] Francisco, carta apostólica Patris corde, Introducción. Los cuatro sueños se refieren a no temer en recibir a María como esposa; a la huida a Egipto para salvar la vida de Jesús; al regreso a Israel; y, finalmente, a ir hasta Nazaret para proteger al Niño del rey de Judea.

[4-2] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 42.

[4-3] Ibíd., n. 54.

[4-4] Benedicto XVI, Ángelus, 18-XII-2015.

[4-5] San Juan Pablo II, Ángelus, 30-XII-1979.

[4-6] Francisco, Ángelus, 29-XII-2019.

[4-7] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 42.

 

 

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Quinto domingo de san José

  • José acoge los planes divinos
  • Descubrir a Dios en la realidad diaria
  • La coherencia del modo de hacer de Dios

LA VIDA ORDINARIA está llena de ocasiones y decisiones que marcan un determinado rumbo, y algunas de ellas tienen una importancia trascendental para nuestro futuro. Si habitualmente necesitamos ponderar las cosas en la presencia de Dios, con mayor motivo en esas situaciones especiales. «José, hijo de David, no temas acoger a María, tu esposa» (Mt 1,21), dijo el ángel al patriarca. El evangelio de san Mateo nos dice que José ponderó en su oración lo que sucedía para ver de qué manera actuar. Eso hace posible que se nos presente «como figura de varón respetuoso, delicado que, aun no teniendo toda la información, se decide por la fama, dignidad y vida de María. Y, en su duda de cómo hacer lo mejor, Dios lo ayudó a optar iluminando su juicio»[5-1].

Santa María concibió a Cristo por la fe, pues acogió los planes del Señor, creyó que se cumplirían las palabras dichas por el ángel. Podemos aplicar el mismo razonamiento a san José, quien acogió también lo que le fue comunicado de parte de Dios. El santo patriarca se fio de aquellas palabras y se implicó personalmente en lo que le fue anunciado. Hizo suyo el plan de Dios confiando en que se trataba de algo bueno, no solo para la humanidad en general, sino también para sí mismo: se veía feliz en aquella historia; se había convertido en el plan que él deseaba llevar adelante. En el lenguaje común decimos que es «fiel» la reproducción de una obra de arte cuando refleja el proyecto original del artista. Pero Dios entra en relación con criaturas que poseen una auténtica libertad; el arte, entonces, está en aprender a lo largo de nuestra vida a acoger sus planes y en reconocer en ellos una bondad para nosotros y para quienes nos rodean.

San José se desenvuelve en situaciones normales: en el trabajo, en la familia, en la vida ordinaria... y allí es donde aprende a acoger y a hacer vida el don de Dios. Esta actitud es necesaria para todos los cristianos. Al santo patriarca podemos pedirle que renueve nuestra mirada y nuestro corazón para tener la frescura de abrirnos a los dones y planes divinos.

TODOS ESTAMOS llamados a formar hogares que, imitando al de Cristo, abran sus puertas de par en par. Acoger es tener la valentía de recibir con ternura, reconocer lo bueno, promover, tener iniciativa, no resignarse a la comodidad de lo conocido ni ceder a la pasividad. Acoger es tener una disposición habitual de estar siempre abierto a las necesidades de los demás. José «es un protagonista valiente y fuerte. La acogida es un modo por el que se manifiesta en nuestra vida el don de la fortaleza que nos viene del Espíritu Santo»[5-2]. El santo patriarca es un hombre fiel que se abre, en primer lugar, a la voz de Dios. Pero también acoge el claroscuro de la historia en la que se ve inserto, acoge los desafíos que el mundo y las personas que le rodean plantean a su misión. «El realismo cristiano, que no rechaza nada de lo que existe, vuelve una vez más. La realidad, en su misteriosa irreductibilidad y complejidad, es portadora de un sentido de la existencia con sus luces y sombras. Esto hace que el apóstol Pablo afirme: “Sabemos que todo contribuye al bien de quienes aman a Dios” (Rm 8,28). Y san Agustín añade: “Aun lo que llamamos mal”. En esta perspectiva general, la fe da sentido a cada acontecimiento feliz o triste»[5-3] .

A san Josemaría le gustaba fijarse en que san José busca continuamente la mejor manera de cumplir los planes divinos, que han pasado también a ser los suyos; «coloca al servicio de la fe toda su experiencia humana. Cuando vuelve de Egipto oyendo que Arquelao reinaba en Judea en lugar de su padre Herodes, temió ir allá. Ha aprendido a moverse dentro del plan divino y, como confirmación de que efectivamente Dios quiere eso que él entrevé, recibe la indicación de retirarse a Galilea»[5-4]. En nuestro camino por llevar adelante la misión que Dios nos ha encomendado tendremos tanto avances como retrocesos. Pero también en los momentos que pueden parecer malos podemos descubrir la voz de Dios que nos consuela, nos instruye y nos ilumina. «Acoger la vida de esta manera nos introduce en un significado oculto. La vida de cada uno de nosotros puede comenzar de nuevo milagrosamente, si encontramos la valentía para vivirla según lo que nos dice el Evangelio. Y no importa si ahora todo parece haber tomado un rumbo equivocado y si algunas cuestiones son irreversibles. Dios puede hacer que las flores broten entre las rocas»[5-5].

«MIRAD CUÁL es el ambiente donde Cristo nace –nos sugería san Josemaría–. Todo allí nos insiste en esta entrega sin condiciones: José –una historia de duros sucesos, combinados con la alegría de ser el custodio de Jesús– pone en juego su honra, la serena continuidad de su trabajo, la tranquilidad del futuro; toda su existencia es una pronta disponibilidad para lo que Dios le pide (...). En Belén nadie se reserva nada. Allí no se oye hablar de mi honra, ni de mi tiempo, ni de mi trabajo, ni de mis ideas, ni de mis gustos, ni de mi dinero. Allí se coloca todo al servicio del grandioso juego de Dios con la humanidad»[5-6]. Para poder acoger la realidad y a las demás personas tal como lo hizo el santo patriarca, necesitamos abandonarnos en la seguridad de Dios antes que en la nuestra; así nos dispondremos a aprender de todos y de todo, también de nuestros errores, porque detrás siempre descubriremos un susurro divino. «La vida espiritual de José no nos muestra una vía que explica, sino una vía que acoge. Solo a partir de esta acogida, de esta reconciliación, podemos también intuir una historia más grande, un significado más profundo»[5-7].

San José no desoyó el anuncio del ángel y se puso en camino hacia los que le parecían mejores lugares para Jesús; tampoco discutió con su esposa sobre cuál debía haber sido su reacción cuando supo que iba a dar a luz un hijo. Al buscar posada para el Niño que iba a nacer, san José no se lamentaba en cada lugar en el que no podían quedarse, y tampoco quiso quedarse por terquedad en Belén, ante la amenaza de Herodes, por más injusto que fuese tener que emprender camino hacia Egipto. En cada uno de estos acontecimientos, san Josemaría nota que el santo patriarca «aprendió poco a poco que los designios sobrenaturales tienen una coherencia divina, que está a veces en contradicción con los planes humanos»[5-8]. Por esto, necesitamos pedir la sabiduría del padre terreno de Jesús para aprender a comprender esa lógica divina; y así acoger, como venidos de Dios, a las personas y los eventos que nos rodean.

 


[5-1] Francisco, carta apostólica Patris corde, n. 4.

[5-2] Ibíd.

[5-3] Ibíd.

[5-4] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 42.

[5-5] Francisco, carta apostólica Patris corde, n. 4.

[5-6] San Josemaría, Carta 14-II-1974, n. 2.

[5-7] Francisco, carta apostólica Patris corde, n. 4.

[5-8] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 42.

 

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Sexto domingo de san José

  • Dificultades y creatividad en la vida de José
  • La actitud ante los problemas de una familia corriente
  • Acoger la luz de Dios en lo ordinario

LA VIDA DE san José no estuvo libre de dificultades, grandes y pequeñas. De hecho, la costumbre de vivir de manera especial los siete domingos previos a su fiesta nace para contemplar sus siete gozos, pero también sus siete dolores. Por ejemplo, aquel cuando Jesús, a los doce años, se quedó en el Templo de Jerusalén sin que lo supieran sus padres. María, al encontrarlo tres días después, exclama: «¡Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira que tu padre y yo, angustiados, te buscábamos» (Lc 2,48). La Escritura es clara: san José había pasado muchas horas de tribulación, había experimentado la angustia de quien no halla lo más importante de su vida. También está, por ejemplo, aquel dolor del santo patriarca cuando el ángel le dice: «Levántate, toma al niño y a su madre, huye a Egipto y quédate allí hasta que yo te diga, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo» (Mt 2,13). Son palabras fuertes, que asustan, más al ser recibidas en medio de la oscuridad de la noche.

¿Por qué un varón tan justo tenía que pasar por estos y otros momentos difíciles? ¿Por qué alguien que procura hacer las cosas con tanta delicadeza y honradez a veces puede parecer que experimenta incluso más dificultades que los demás? Al contemplar los problemas por los que pasó san José, como encontrar techo para Jesús o tener que vivir como forastero, muchas veces «nos preguntamos por qué Dios no intervino directa y claramente. Pero Dios actúa a través de eventos y personas. José era el hombre por medio del cual Dios se ocupó de los comienzos de la historia de la redención. Él era el verdadero “milagro” con el que Dios salvó al Niño y a su madre. El cielo intervino confiando en la valentía creadora de este hombre»[6-1].

San José sabía que las dificultades, además de que no son extrañas en los planes divinos, pueden ser momentos de crecimiento en intimidad con Dios y de crecimiento personal en muchos ámbitos. Aunque, lógicamente, no busquemos pasar por este tipo de circunstancias, estas inevitablemente llegan, y entonces el santo patriarca puede ser un buen modelo e intercesor; puede enseñarnos a sacar de nosotros la valentía y la creatividad para transformar nuestro entorno y nuestro corazón en un lugar más de Dios. Son momentos en los que el Señor tiene una especial misión para nosotros, aunque no siempre lo alcancemos a comprender del todo.

LOS PROBLEMAS DE Jesús, María y José también eran los problemas de una familia corriente, como los que solemos tener en la nuestra propia, a veces costosos: traslados entre ciudades, cambios de casa, pérdida de trabajo, amenazas, dudas... En tantos aspectos, la vida de san José fue una vida normal y eso lo hace cercano a nosotros. Por ejemplo, «el Evangelio no da ninguna información sobre el tiempo en que María, José y el Niño permanecieron en Egipto. Sin embargo, lo que es cierto es que habrán tenido necesidad de comer, de encontrar una casa, un trabajo. No hace falta mucha imaginación para llenar el silencio del Evangelio a este respecto. La Sagrada Familia tuvo que afrontar problemas concretos como todas las demás familias»[6-2]. Es verdad que Dios puede resolver muchos de esos conflictos, antes y ahora, pero en su divina sabiduría no ha querido hacerlo, nos lo ha dejado a nosotros. «De Dios es la sabiduría y la fuerza, suyos son la inteligencia y el consejo» (Jb 12,13). Su milagro son las capacidades que ha dado a cada uno, enriquecidas por los dones del Espíritu Santo.

San Josemaría también experimentó dificultades y sufrimiento para llevar adelante su misión de ser padre y guía de santos: la muerte sucesiva de tres hermanas pequeñas, la humillación de la bancarrota del negocio familiar, las incomprensiones de algunos parientes cercanos, el fallecimiento de su padre poco antes de recibir la ordenación sacerdotal, etc. Y, al mismo tiempo, el Señor lo bendijo con un temple humano y sobrenatural para hacer vida el proyecto que Dios le había encomendado. De esta manera actúa el Señor con los suyos. Seguro que también nosotros disponemos –con mayor o menor abundancia– de esos dones para «confirmar en las almas y en la sociedad la paz y la concordia: la tolerancia, la comprensión, el trato, el amor»[6-3].

Nos puede servir el ejemplo de san José, que era valiente, proactivo, atento, siempre dispuesto a poner en práctica los milagros ordinarios que Dios le pedía. Y también podemos fijarnos en la vida de san Josemaría; aunque nunca le faltaron los problemas, fue una profunda vida de fe la que hizo posible ver detrás de todo la mano de Dios, que nunca nos abandona.

SAN JOSEMARÍA enseñaba que la vida ordinaria puede ser ocasión de encuentro con Dios, con «algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir»[6-4]. Por tanto, la propia vida está imbuida de un sentido divino, no podemos ir hacia Dios sin encontrarnos con el milagro de lo ordinario. El Señor ha querido esconderse discretamente en las cosas normales de nuestro día, sin imposiciones, para dejarnos verdaderamente libres de buscarle. Y parte de la vida corriente son las pequeñas dificultades de cada día: eso que no salió como planeábamos, una relación que quisiéramos que sea mejor, las complejidades que surgen en nuestro trabajo, etc. «Cuando nos enfrentamos a un problema podemos detenernos y bajar los brazos, o podemos ingeniárnoslas de alguna manera. A veces las dificultades son precisamente las que sacan a relucir recursos en cada uno de nosotros que ni siquiera pensábamos tener»[6-5].

Estas circunstancias también pueden ser una ocasión para pedir más luz a Dios. Nos brindan la posibilidad de reforzar nuestro diálogo e intimidad con el Señor, para tomar fuerzas en llevar adelante su plan de amor en nuestras circunstancias. Así como José siempre recibió la palabra oportuna para afrontar las dificultades y cuidar así la Sagrada Familia, también nosotros podemos experimentar la cercanía y la voz del Señor que alienta e impulsa a brindar comprensión, paz, fortaleza, ánimo, a quien lo necesita. «De José debemos aprender el mismo cuidado y responsabilidad: amar al Niño y a su madre; amar los sacramentos y la caridad; amar a la Iglesia y a los pobres. En cada una de estas realidades está siempre el Niño y su madre»[6-6].

 


[6-1] Francisco, carta apostólica Patris corde, n. 5.

[6-2] Francisco, carta apostólica Patris corde, n. 5.

[6-3] San Josemaría, Carta n. º3, n. 38.

[6-4] San Josemaría, Conversaciones, n. 114.

[6-5] Francisco, carta apostólica Patris corde, n. 5.

[6-6] Ibíd.

 

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Séptimo domingo de san José

  • Jesús trabajó junto a José
  • Redescubrir el valor del trabajo
  • Trabajo y oración, oración y trabajo

EL EVANGELISTA san Lucas resume la infancia de Jesús diciendo que «el niño iba creciendo y fortaleciéndose lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba en él» (Lc 2,40). Un poco después, sintetiza los años de adolescencia del Señor señalando que «Jesús crecía en sabiduría, en edad y en gracia delante de Dios y de los hombres» (Lc 2,52). Sorprende que todo un Dios omnipotente haya querido experimentar el proceso normal de crecimiento humano. El Dios-hombre vivió una vida muy similar a la de los demás habitantes de Nazaret. Aprendió la ley y el oficio de labios y manos de san José, quizá imitándolo. Aprendió también cómo leer y escribir, cómo tratar a las personas, cómo descansar… Las jornadas de Jesús –al igual que las de sus vecinos o las nuestras– habrán girado en buena medida alrededor de las relaciones familiares, de amistad y del trabajo. Tal vez aquel taller de su padre fue el lugar en el que el Mesías pasó la mayor cantidad de tiempo de su vida.

«Así vivió Jesús durante seis lustros: era fabri filius, el hijo del carpintero. Después vendrán los tres años de vida pública, con el clamor de las muchedumbres. La gente se sorprende: ¿quién es éste?, ¿dónde ha aprendido tantas cosas? Porque había sido la suya, la vida común del pueblo de su tierra»[7-1], muy parecida a la de san José. Esta realidad nos muestra cómo el trabajo forma parte del designio divino para el hombre. En el libro del Génesis se presenta al ser humano como custodio de la creación, capaz de transformar y embellecer el mundo, en continuación a cómo lo hace el creador. El trabajo es pues una realidad humana con la que podemos contribuir crear un ambiente, una ciudad, una nación en donde se facilite a los hombres un diálogo íntimo con Dios.

«PARA LA GRAN mayoría de los hombres, ser santo supone santificar el propio trabajo, santificarse en su trabajo, y santificar a los demás con el trabajo»[7-2]. Con estas palabras, el fundador del Opus Dei resumía una parte del mensaje que Dios le había confiado para recordar a los cristianos. «Santificar el trabajo» es la expresión que quizá llama más la atención. Por un lado, eso quiere decir hacerlo bien, con amor, cuidando los detalles, como cualquier persona honesta. Por otro, hacerlo sabiendo que en la materialidad de ese obrar podemos compartir el modo que tiene Dios de amar su creación, es decir, las personas y la realidad tangible en la que se desenvuelven. Ese modo se expresa en la cercanía, en la ternura, en infundir siempre de nuevo aliento de vida a las criaturas. Participar de esta misión nos lleva, de alguna manera, a ser contemplativos en medio del mundo. «Todas las obras de los hombres se hacen como en un altar –decía san Josemaría–, y cada uno de vosotros, en esa unión de almas contemplativas que es vuestra jornada, dice de algún modo su misa, que dura veinticuatro horas»[7-3].

Consecuencia lógica de este encuentro divino será hacerlo siempre para servir a los demás como hijos de Dios que son y para hacer de nuestro mundo un mundo mejor. «El trabajo es un elemento fundamental para la dignidad de una persona. El trabajo, por usar una imagen, nos “unge” de dignidad, nos colma de dignidad; nos hace semejantes a Dios, que trabajó y trabaja, actúa siempre»[7-4]. Sin embargo, también aquí ha dejado su huella el pecado, por ejemplo, cuando nuestro trabajo se vuelve un fin solo para alcanzar reconocimiento social o económico. «Es indispensable que el hombre no se deje dominar por el trabajo, que no lo idolatre, pretendiendo encontrar en él el sentido último y definitivo de la vida»[7-5]. San Juan Pablo II nos ponía en guardia también frente a la comprensión del trabajo «exclusivamente como mercancía, con una fría lógica de ganancia para poder adquirir bienestar, consumir y así seguir produciendo»[7-6]. Mirar a san José, maestro de Jesús en el trabajo, puede ayudarnos a redescubrir siempre el verdadero valor de nuestras tareas diarias; a no convertirlas solo en un fin terreno, sino a descubrir allí ese quid divinum, ese algo divino que nos une a Dios y nos sitúa ante los demás cómo intermediarios de los bienes y del cuidado –también material– de Dios hacia cada persona.

«SUELO DECIR con frecuencia –son palabras de san Josemaría– que, en estos ratos de conversación con Jesús, que nos ve y nos escucha desde el sagrario, no podemos caer en una oración impersonal; y comento que, para meditar de modo que se instaure enseguida un diálogo con el Señor –no se precisa el ruido de palabras–, hemos de salir del anonimato, ponernos en su presencia tal como somos (...). Pues ahora añado que también el trabajo tuyo debe ser oración personal, ha de convertirse en una gran conversación con nuestro Padre del cielo. Si buscas la santificación en y a través de tu actividad profesional, necesariamente tendrás que esforzarte en que se convierta en una oración sin anonimato»[7-7].

Hacer que cada hora de nuestro trabajo sea una hora de oración no es necesariamente cuestión de añadir plegarias vocales o recordatorios piadosos durante nuestro ejercicio profesional. Orar con nuestro trabajo es –además de alimentarlo con una vida interior cultivada en otros momentos– ser conscientes de que, en cierto sentido, somos las manos y los oídos del Señor que, a través de una determinada tarea material o intelectual, escuchan, atienden, cuidan de las personas y de la creación que se nos ha confiado.

De hecho, en una ocasión, preguntaban a san Josemaría: «Soy cirujano y tengo diez hijos. Hace quince años que el espíritu de la Obra es mi guía y mi fuerza. Pero hay días que el deber profesional, me roba el tiempo para todo. ¿Qué puedo hacer para seguir santificándome, y dirigir la casa como Dios quiere?». A lo que el fundador del Opus Dei contestaba: «Pero, tú, ¿qué haces cuando atiendes a los enfermos si no es una labor cuasi sacerdotal? ¡Casi eres un sacerdote, y tienes alma de sacerdote! A la vez que las heridas y las enfermedades del cuerpo, curas las del alma, tan sólo con tu mirada, con tu modo de tratar a los enfermos, con una palabra oportuna, con una sonrisa de afecto (...). De la mañana a la noche y de la nochea la mañana, tú estás con Dios»[7-8]. Por eso, con la fiesta del patriarca tan cercana, podemos acudir a él para que podamos colaborar con el Señor de la mejor manera a través de nuestro trabajo. «A él dirijamos nuestra oración: (...) Oh, bienaventurado José, muéstrate padre también a nosotros y guíanos en el camino de la vida. Concédenos gracia, misericordia y valentía»[7-9].

 


[7-1] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 14.

[7-2] San Josemaría, Conversaciones, n. 55.

[7-3] San Josemaría, Apuntes de una meditación, 19-III-1968.

[7-4] Francisco, Audiencia general, 1-V-2013.

[7-5] Benedicto XVI, Homilía, 19-III-2006.

[7-6] San Juan Pablo II, Audiencia general, 1-V-1984.

[7-7] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 54.

[7-8] San Josemaría, Notas tomadas en un encuentro familiar en Valencia, 17-XI-1972.

[7-9] Francisco, carta apostólica Patris corde, Epílogo.

 

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19 de marzo

Solemnidad de san José

  • La oración de José anima sus acciones
  • Una oración que pone la mirada en Jesús
  • El patriarca se mueve con la libertad y la confianza que da el amor

LAS BIOGRAFÍAS de los grandes personajes suelen estar forjadas por hechos extraordinarios y discursos importantes. Además, muchas veces se insertan en un contexto de crisis existencial o social, en donde su aporte resulta visiblemente importante. De ahí que la figura serena y fuerte de san José, habiendo suscitado tanta devoción a lo largo de los siglos, nos resulte sorprendente: los evangelios no nos transmiten ninguna de sus palabras y su actuación en general fue sencilla, sin muchosdramatismos. A nuestros ojos se nos muestra incluso como un personaje discreto. Sin embargo, «san José nos recuerda que todos los que están aparentemente ocultos o en “segunda línea” tienen un protagonismo sin igual en la historia de la salvación»[1].Aunque en su vida no se observan acciones exteriores portentosas, hay una vida interior llena de actividad. En él vemos a un hombre que supo responder a los desafíos desde el silencio de la oración y que, por eso, pudo realizar sus obras con la libertad que emana del verdadero amor.

«Los Evangelios hablan exclusivamente de lo que José “hizo”; sin embargo permiten descubrir en sus “acciones” –ocultas por el silencio– un clima de profunda contemplación»[2]. San Juan Pablo II nos revela así el secreto que se esconde detrás de las obras del santo Patriarca: toda su vida era verdadera oración. San José estaba atento a la voz de Dios que se esconde detrás de todos los sucesos y de todas las personas; eso le permitió escucharle incluso en las tenues imágenes de los sueños. La Sagrada Escritura nos dice que, mientras dormía, descubrió aquella vocación que llenaría de contenido todos los días de su vida: cuidar a Jesús y a María. Un ángel lo visitó de noche para revelarle el plan de Dios y colmar así su deseo de ser feliz haciendo la voluntad de Yahvé (cfr. Mt 1,20). Ni siquiera en esos momentos podemos escuchar la respuesta de José al mensaje angélico; simplemente constatamos que, desde entonces, todas sus acciones son la mejor respuesta a los requerimientos divinos.

Entre la vida interior de san José y sus manifestaciones exteriores ya no vemos ninguna fisura porque transforma su propia vida en un camino de oración. Solo un alma profundamente contemplativa como la suya consigue convertir el sueño de Dios en el suyo propio. San Josemaría predicaba continuamente la hondura que supone unir, de esta manera, lo divino con lo humano: «Acostumbraos a buscar la intimidad de Cristo con su Madre y con su Padre, el Patriarca Santo, que entonces tendréis lo que Él quiere que tengamos: una vida contemplativa. Porque estaremos, simultáneamente, en la tierra y en el Cielo, tratando las cosas humanas de manera divina»[3].

DESDE EL NACIMIENTO de Jesús en Belén, en medio de la pobreza, el santo Patriarca no se habrá cansado nunca de contemplar el rostro de Dios hecho niño. Es fácil imaginar su mirada, llena de cariño, puesta en Jesús durante la primera noche que pasó en esta tierra. Con el pasar de los años recordaría constantemente ese primer sueño divino que le había abierto un horizonte insospechado a su existencia: poder llevar a María y al Niño a su casa. Sin embargo, la oración de José se iría configurando con el tiempo, al ritmo de la vida de Jesús y de los acontecimientos ordinarios. «Para San José, la vida de Jesús fue un continuo descubrimiento de la propia vocación»[4]. Su vida contemplativa no era nunca una excusa para la pasividad. Todo lo contrario: la precaria tranquilidad de Belén es interrumpida por un nuevo sueño: Dios lo invita a exiliarse con su familia a Egipto. Y precisamente porque su oración es el fuego que lo mueve, se pone en camino de inmediato. De san José aprendemos que toda verdadera renovación, que todo nuevo impulso, nace de una contemplación de Jesús que nos lleva al diálogo con Dios.

La vida de la Sagrada Familia, ya de vuelta en Nazaret, puede describirse así: «El Hijo de Dios está escondido para los hombres y solo María y José custodian su misterio y lo viven cada día: el Verbo encarnado crece como hombre a la sombra de sus padres, pero, al mismo tiempo, estos permanecen a su vez escondidos en Cristo, en su misterio, viviendo su vocación»[5]. A ojos de la gente del pueblo, nada extraordinario sucedía en aquella santa casa que, de alguna manera, es para nosotros también una cátedra de oración en la vida ordinaria. También nosotros podemos vivir en la vida escondida de Cristo. La vida de José y de María se desarrolla en un constante diálogo con Jesús: ellos viven para ver crecer al Señor, pero son ellos los que van creciendo a los ojos de Dios. Ellos cuidan a Jesús en una humilde casa de Nazaret mientras Dios los protege en la gran mansión de su amor.

«Vuestra vida está escondida con Cristo en Dios» (Co 3,3). Nuestra vida de oración nos lleva, como a san José, a refugiarnos siempre en el Señor. El Santo Patriarca pudo soportar la humillación del pesebre, la crudeza del exilio y la aparente monotonía de una vida corriente, porque supo poner su corazón en Jesús: el lugar donde toda situación se torna habitable. Nunca vio su vocación como un conjunto de cosas por cumplir, sino como el regalo inmerecido de poder vivir en todo momento junto al Hijo de Dios.

EL SILENCIO DE san José ante las mociones divinas nos puede servir para adentrarnos en la libertad con que el Patriarca se movía dentro de los planes de Dios. En un primer momento podría parecernos que esa sencillez encierra una vida sin ideales propios o tal vez una respuesta demasiado mecánica. Sin embargo, al contemplarla más de cerca, nos damos cuenta de que se trata, más bien, de una vida colmada por la libertad del amor. La verdadera oración, cuando es un diálogo abierto con Dios, nos va regalando la posibilidad de mirar el mundo, de alguna manera, desde su posición. Entonces nuestra vida adquiere una dimensión distinta, insospechada, como la de san José, que «supo poner fe y amor en la esperanza de la gran misión que Dios, sirviéndose también de él –un carpintero de Galilea–, estaba iniciando en el mundo: la redención de los hombres»[6].

«La lógica del amor es siempre una lógica de libertad, y José fue capaz de amar de una manera extraordinariamente libre. Nunca se puso en el centro. Supo cómo descentrarse, para poner a María y a Jesús en el centro de su vida»[7]. La oración nos hace verdaderamente libres porque nos permite adentrarnos en la lógica de la entrega, en una lógica que nos vuelve más ligeros y nos permite dar el peso adecuado a cada cosa. Cuando entablamos un diálogo constante con Dios, nuestras vidas ya no están supeditadas necesariamente a nuestros gustos o cansancios, aunque estos no dejen de existir. Tampoco nuestras miserias nos preocupan demasiado, porque sabemos que él acude en nuestra ayuda para curarnos y para convertirlas en fuente de vida, como fueron las manos llagadas y el costado abierto de Cristo.

Pero esto no significa que la vida de oración de san José no haya conocido dificultades. Sabemos que en una ocasión, de vuelta de Jerusalén, se perdió Jesús adolescente (cfr. Lc 2,45). Podemos imaginar con qué angustia lo buscaría. Por su cabeza pasarían tantos recuerdos entrañables con una distinta tonalidad. Quizá se le escaparía alguna lágrima. Sin embargo, durante los tres días que duró su incertidumbre, no había dejado de perseverar interiormente «fijos los ojos en Jesús» (Hb 12,2). Su búsqueda exterior, otra vez, era el reflejo de su constante búsqueda interior. El santo Patriarca no comprendió la respuesta que le dio Jesús cuando por fin lo encontró en el templo, pero su vida ya se encontraba de tal modo en las manos de Dios, que incluso entonces se dejó guiar por él. Ahí radica la grandeza de la personalidad de san José y que le pedimos en el día de su fiesta: confiar plenamente en Dios. Y Dios nunca defrauda, porque sus sueños para nosotros, aunque a veces nos superan, son siempre buenos.

 


[1] Francisco, carta apostólica Patris corde, Introducción.

[2] San Juan Pablo II, Redemptoris custos, n. 25.

[3] San Josemaría, Apuntes de la predicación oral, 26-V-1974.

[4] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 52.

[5] Benedicto XVI, Discurso en los jardines vaticanos, 5-VII-2010.

[6] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 42.

[7] Francisco, carta apostólica Patris corde, n. 7.