- La Resurrección vuelve a encender la vida de las santas mujeres.
- Pedro y Juan corren hacia el sepulcro.
- Junto a santa María en la alegría de la Resurrección.
- Jesús resucitado sale al encuentro de las mujeres
- Las santas mujeres se convierten en apóstoles.
- La valentía que da encontrarse con Cristo resucitado.
- María Magdalena encuentra el sepulcro vacío.
- Jesús resucitado la llama por su nombre.
- La alegría del primer anuncio.
- Los discípulos de Emaús salen de Jerusalén.
- Jesús nos acompaña siempre en nuestro camino.
- Reconocer a Dios en el Pan y en la Palabra.
- «Paz» es la primera palabra del Resucitado.
- Jesús renueva la esperanza en nuestra vida.
- La misión de difundir la paz entre todas las personas.
- Jesús sorprende a sus discípulos desde la orilla.
- Juan y Pedro reconocen al Señor Resucitado.
- Todos estamos llamados a echar las redes.
- Jesús llama a todos a ser apóstoles.
- Dios cuenta connuestras fortalezas y con nuestras flaquezas.
- Encontrar fuerza en Cristo Resucitado.
- Tomás quiere tocar las llagas de Jesús.
- La misericordia de Dios aviva nuestra fe.
- Las llagas delResucitado nos introducen en su amor.

Domingo de Resurrección
- La Resurrección vuelve a encender la vida de las santas mujeres.
- Pedro y Juan corren hacia el sepulcro.
- Junto a santa María en la alegría de la Resurrección.
AMANECE en Jerusalén. La oscuridad llenaba todo hasta que el sol empezó a iluminar las murallas, el Templo, las torres de la fortaleza... María Magdalena y otras mujeres caminan hacia el noroeste de la ciudad, hacia donde está el Calvario. Las calles están vacías. Ellas tienen la impresión de que la muerte de Jesús ha oscurecido la tierra para siempre: el sol ya no brillará como cuando su maestro estaba con ellas. Sin embargo, no les importa la falta de luz, ni la guardia apostada allí por el sanedrín, ni que Cristo lleve ya tres días muerto. No saben quién les quitará la piedra que cierra el sepulcro, pero no están dispuestas a quedarse en casa. Vuelven a pasar por los lugares por los que caminó Jesús; sus corazones se estremecen de nuevo, pero no ceden ante el miedo.
«A mí me conmueve la fe de estas mujeres –decía san Josemaría–, y me trae a la memoria tantas cosas buenas de mi madre, como vosotros recordaréis también muchos detalles estupendos de la vuestra (...). Aquellas mujeres sabían de los soldados, sabían que el sepulcro estaba completamente cerrado: pero gastan su dinero, y al punto de la mañana van a ungir el cuerpo del Señor (...). ¡Hace falta ser valientes! (...). Cuando llegaron al sepulcro, repararon que la piedra estaba apartada. Esto pasa siempre. Cuando nos decidimos a hacer lo que tenemos que hacer, las dificultades se superan fácilmente»[1].
Les pedimos a ellas ese amor a Jesús, más fuerte que el tremendo sufrimiento de la pasión. En el corazón de aquellas mujeres, la hoguera que encendió el mismo Cristo no se había apagado del todo. Han madrugado y no ha sido en vano. Dios no puede resistirse a un amor así y les entrega la mejor noticia, la página definitiva en la que tienen cumplimiento todas las profecías: «“He resucitado y ahora estoy siempre contigo”, dice a cada uno de nosotros. Mi mano te sostiene. Dondequiera que tú caigas, caerás en mis manos. Estoy presente incluso a las puertas de la muerte. Donde nadie ya no puede acompañarte y donde tú no puedes llevar nada, allí te espero yo y para ti transformo las tinieblas en luz»[2].
CORREN ALEGRES, aunque todavía un poco confusas, hasta el Cenáculo para anunciar a los apóstoles lo que han visto. A ellos les parece una locura lo que escuchan de labios de estas mujeres que llegan jadeantes por la carrera. Sus palabras están mezcladas con lágrimas y manifestaciones de alegría por la tensión del momento. Pedro y Juan quieren conocer todo lo referente a su maestro, aunque quizá no estén convencidos de lo que escuchan, así que salen a la carrera: «Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corrió más aprisa que Pedro y llegó antes al sepulcro» (Jn 12,4). Nosotros queremos correr con ellos y ganar incluso a Juan. ¿Y si fuera verdad lo que dicen las mujeres? ¿Y si Jesús ha cumplido lo que había prometido? Al cruzar las calles, mientras el día se abre paso, va creciendo la esperanza en los corazones de estos dos apóstoles.
Podemos fijar nuestra mirada, por un momento, en san Pedro, que «no se quedó sentado a pensar, no se encerró en casa como los demás. No se dejó atrapar por la densa atmósfera de aquellos días, ni dominar por sus dudas; no se dejó hundir por los remordimientos, el miedo y las continuas habladurías que no llevan a nada. Buscó a Jesús, no a sí mismo. (...). Este fue el comienzo de la “resurrección” de Pedro, la resurrección de su corazón. Sin ceder a la tristeza o a la oscuridad, se abrió a la voz de la esperanza: dejó que la luz de Dios entrara en su corazón sin apagarla»[3].
Aunque, como Pedro, alguna vez hayamos negado a Jesús, también como Pedro queremos volver a estar cerca de él: «Es el momento de renovarse, hijos míos –decía san Josemaría–; la santidad es esto: cada día renacer, cada día recomenzar. No os preocupen vuestros errores, si tenéis la buena voluntad de empezar de nuevo (...). Esos obstáculos que surgen en tu carrera, ponlos a los pies de Jesucristo, para que él quede bien alto, para que triunfe: y tú, con él. No te preocupes nunca, rectifica, vuelve a empezar, prueba una y otra vez, que al final, si tú no puedes, el Señor te ayudará a saltar el parapeto; el parapeto de la santidad. Este es también un modo de renovarse, es un modo de vencerse: cada día una resurrección, que sea la seguridad de que llegamos al fin de nuestro camino, que es el amor»[4].
MARÍA, la madre de Jesús, no ha ido esta mañana al sepulcro. Se ha quedado en casa y quizá sonríe por dentro. Nadie, salvo ella, ha logrado aceptar realmente el plan de Dios Padre; los demás «no entendían aún la Escritura según la cual era preciso que resucitara de entre los muertos» (Jn 12,10). María estaba acostumbrada a guardar las palabras de Jesús en su corazón: desde aquel viernes de dolor, ella había tratado de concentrarse en las maravillas que Jesús había dicho y hecho. Vendrían posiblemente a su corazón aquellas palabras misteriosas hablando de la resurrección al tercer día. A ella, ya nada de su hijo le sorprendía.
Para nosotros, a más de dos mil años de los sucesos que estamos contemplando, el Viernes santo y la resurrección de Jesús siguen dando fuerza y sentido a nuestra vida . Por eso, «las cosas todas de la tierra tienen la importancia que les queramos dar. Todo lo que pase aquí abajo, si estamos endiosados, no nos turbará. Cuando, a causa de nuestra flaqueza y de nuestros errores, damos categoría a esas pequeñeces y sufrimos, es porque queremos. Pegados al Señor, estamos seguros. Unidos a la Cruz de Cristo, a la gloria de la Resurrección y al fuego de Pentecostés, todo se supera»[5].
A san Josemaría le gustaba saberse muy cerca de la Virgen, especialmente durante la alegría pascual, «siempre seguros en la victoria de la Resurrección»[6]. Al rezar el Regina Coeli podremos arrancar muchas sonrisas de nuestra Madre, santamente orgullosa de sus hijos recién nacidos, renovados por la Pascua. «Gózate, Virgen María», le diremos, con la ilusión de unirnos a ese gozo, sabiendo que Jesús se ha quedado con nosotros para siempre.
[1] San Josemaría, Meditación, 29-III-1959.
[2] Benedicto XVI, Homilía, 7-IV-2007.
[3] Francisco, Homilía, 26-III-2016.
[4] San Josemaría, Meditación, 29-III-1959.
[5] Ibíd.
[6] Ibíd.

Lunes - Octava de Pascua
- Jesús resucitado sale al encuentro de las mujeres
- Las santas mujeres se convierten en apóstoles.
- La valentía que da encontrarse con Cristo resucitado.
«EL SEÑOR ha resucitado de entre los muertos, como lo había dicho; alegrémonos y regocijémonos todos, porque reina para siempre. Aleluya». La Iglesia, con la antífona de entrada para la Misa de hoy, nos invita a todos a unirnos en coro a esta exclamación de alegría. El domingo de Resurrección es un misterio tan grande que la liturgia no solo le dedica un día, «sería demasiado poco para tanta alegría»[2-1], sino toda esta semana, formando la octava de Pascua. Estos ocho días son como un largo domingo, porque no es posible contener en veinticuatro horas el gozo de saber que Jesús, con sus llagas gloriosas, está vivo y nos dice: «¿Quién peleará contra mí? Yo soy el que venció la muerte, encadenó al enemigo, pisoteó el infierno, maniató al fuerte, llevó al hombre hasta lo más alto de los cielos; yo, en efecto, que soy Cristo»[2-2].
Las mujeres que seguían al Señor, impulsadas por su amor, habían ido a visitar la tumba de su maestro. Sin embargo, vuelven inmediatamente a casa, corriendo, para contar a los demás lo que les ha sucedido: la han descubierto vacía y se han encontrado con Jesús... ¡que está vivo! «Las mujeres partieron al instante del sepulcro –nos dice el evangelio– con temor y gran alegría, y corrieron a dar las noticias a los discípulos» (Mt 28,8). Es el mismo Cristo, resucitado, quien sale a su encuentro y las confirma en aquel propósito apostólico: «Id y anunciad a mis hermanos que vayan a Galilea: allí me verán» (Mt 28,10).
Ellas experimentan una alegría sorprendente, compatible también con cierta confusión, porque no es fácil olvidar las escenas de la pasión. No se cuestionan lo que han visto: no hay dudas de que es Jesús quien se ha cruzado con ellas en el camino; era su manera de mirar y su tono de voz. «Después de los ritos del Triduo Pascual, que nos han hecho revivir el misterio de la muerte y de la resurrección de nuestro Señor, ahora, con los ojos de la fe, lo contemplamos resucitado y vivo. También nosotros estamos llamados a encontrarlo personalmente y a convertirnos en sus anunciadores y testigos»[2-3].
MARÍA MAGDALENA y el resto de las mujeres que siguen a Jesús serán las encargadas de dar la noticia a los apóstoles. Jesús les confía a ellas el primer anuncio de la Resurrección, ellas serán «las primeras testigos de esta verdad. Quizá quiera premiar su delicadeza, su sensibilidad a su mensaje, su fortaleza, que las había impulsado hasta el Calvario»[2-4]. El corazón de estas mujeres arde en un intenso amor a Jesús, por eso no se separan del sepulcro. María Magdalena «buscaba al que no había hallado, lo buscaba llorando y encendida en el fuego del amor. Por ello –dice san Gregorio–, ella fue la única en verlo entonces, porque se había quedado buscándolo, pues lo que da fuerza a las buenas obras es la perseverancia en ellas»[2-5]. Aquellas mujeres se convierten en apóstoles de apóstoles. Serán ellas quienes impulsen a los discípulos a salir de una vez por todas de su escondite y a buscar también ellos al Señor.
La fuerza de su testimonio nace de un amor sincero por el Maestro. El motor de la evangelización en la Iglesia ha sido siempre la caridad. Así sucede en la vida de los santos que, movidos por el fuego de su amor al Señor, lo han anunciado con valentía. Como los ríos se desbordan de su cauce en la primavera, haciendo el campo más fértil, «el apostolado es amor de Dios, que se desborda, dándose a los demás. La vida interior supone crecimiento en la unión con Cristo, por el Pan y la Palabra. Y el afán de apostolado es la manifestación exacta, adecuada, necesaria, de la vida interior. Cuando se paladea el amor de Dios se siente el peso de las almas (...). Para el cristiano, el apostolado resulta connatural: no es algo añadido, yuxtapuesto, externo a su actividad diaria»[2-6].
Ahora sabemos que el Señor está vivo y nos ama; esta es la gran noticia que llena de esperanza nuestra vida. Por eso, deseamos que muchos puedan gozar también de ella. Jesús mismo sale a nuestro encuentro para confirmarnos en este anhelo nuestro y, a la vez, para transformarlo en la misión de sus discípulos a lo largo de todos los tiempos: «Id y anunciad». Parece decirnos a cada uno de nosotros: “Con tu vida, con tu palabra, con tu amistad, también tú puedes comunicar a tus hermanos los hombres la gran noticia de que la vida es más fuerte que la muerte, y el amor más fuerte que el odio”.
EN CONTRASTE con las santas mujeres, los guardias que custodiaban el sepulcro, al descubrir que estaba vacío, se llenaron de terror. Pensaron que alguien había robado el cuerpo. No supieron interpretar lo que había sucedido. Se asustaron porque se dieron cuenta de que sus vidas corrían peligro. Entraron en la ciudad y dieron parte a las autoridades judías. Los sumos sacerdotes y los ancianos compraron su silencio con una importante suma de dinero y les aseguraron protección en caso de que Pilato llegara a tener noticia de su negligencia.
Mientras en las mujeres renace la valentía al descubrir que Cristo vive, las autoridades hablan de un muerto al que temen. Mientras las santas mujeres se van del sepulcro llenas de alegría para comunicar la noticia a los demás, los soldados huyen de allí con la intención de ocultar lo sucedido. Ellas recuperan la paz; ellos, al contrario, sucumben al miedo y a la mentira. «Hoy el Resucitado nos repite a nosotros, como a aquellas mujeres, (...) que no tengamos miedo de convertirnos en mensajeros del anuncio de su resurrección. No tiene nada que temer quien se encuentra con Jesús resucitado y a él se encomienda dócilmente con renovada valentía. Este es el mensaje que los cristianos están llamados a difundir hasta los últimos confines de la tierra»[2-7]. Cada día «son muchas las ocasiones que tenemos para comunicar de modo sencillo y convencido nuestra fe a los demás; así, nuestro encuentro puede despertar en ellos la fe. Y es muy urgente que los hombres y las mujeres de nuestra época conozcan y se encuentren con Jesús y, también gracias a nuestro ejemplo, se dejen conquistar por él»[2-8].
Envueltos en el gozo pascual, podemos invocar a María para que nos convierta en testigos del amor de Jesucristo, en mensajeros de la esperanza que él nos ha conquistado con su victoria.
[2-1] Benedicto XVI, Regina coeli, 9-IV-07.
[2-2] Melitón de Sardes, Homilía sobre la Pascua (Oficio de lecturas).
[2-3] Francisco, Regina coeli, 22-IV-2019.
[2-4] San Juan Pablo II, Audiencia general, 22-II-1989.
[2-5] San Gregorio Magno, Homilía 25, 1-2. 4-5.
[2-6] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 122.
[2-7] Benedicto XVI, Regina Coeli, 9-IV-2007.
[2-8] Ibíd.

Martes - Octava de Pascua
- María Magdalena encuentra el sepulcro vacío.
- Jesús resucitado la llama por su nombre.
- La alegría del primer anuncio.
LA CIUDAD de Magdala estaba situada a orillas del lago de Genesaret. En ella pasó Jesús gratos momentos e hizo muchos milagros. De allí era María, una de las mujeres que seguían al Señor y que había sido liberada de siete demonios. Su fidelidad la empujó hasta el Calvario, en donde estuvo pegada a María, el viernes de la pasión. El domingo siguiente se levantó muy pronto, antes del amanecer, salió de la ciudad y se dirigió al sepulcro en el que habían dejado el cuerpo de Jesús. Su amor venció al miedo, ya que tenía la fuerza de quien ama y desea amar siempre más.
Nos la podemos imaginar caminando a paso ligero, con cierta inquietud para no ser descubierta en la puerta de la ciudad, llevando una bolsa con hierbas aromáticas y vendas para terminar de embalsamar al Señor. Va allí para ungir su cuerpo inerte. El camino pasa por delante del monte Calvario, lo que le hace revivir el dolor del viernes. Pero al llegar al sepulcro descubre, con sorpresa, que no hay soldados custodiando el lugar. Además, la piedra que tapaba la entrada se encuentra desplazada, a unos metros de distancia. Ve, entonces, ya entre lágrimas, que la tumba está vacía. «Mujer, ¿por qué lloras?» (Jn 20,13), le preguntan unos desconocidos –los ángeles– al verla desconsolada. Es conmovedora la respuesta de la Magdalena: «Se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto».
Le faltaba Jesús. No soporta perderle de vista. Las lágrimas de María son un ejemplo de valor y de ternura. Quien más quería en el mundo había muerto cruelmente y ahora su cadáver había desaparecido. No le quedaba ni siquiera el consuelo de ungir su cuerpo. Durante el sábado, su pensamiento había volado una y otra vez hasta el sepulcro. ¡Cuántos deseos de mostrarle su cariño con las primeras luces del domingo! Las lágrimas de la Magdalena nos enseñan que el verdadero temor de Dios es el miedo a perderle, a no darnos cuenta de su cercanía, a dejar pasar sus requerimientos y sus gracias. Como señaló muchas veces san Josemaría, «sin Jesús no estamos bien»[3-1]. Él lo es todo.
«¡EL SEPULCRO vacío! María Magdalena llora, hecha un mar de lágrimas. Necesita al Maestro. Había ido allí para consolarse un poco estando cerca de Él, para hacerle compañía, porque sin el Señor no merece la pena ninguna cosa –meditaba, en una ocasión, san Josemaría–. Persevera María en oración, le busca por todos los sitios, no piensa más que en Él. Hijos míos, frente a esa fidelidad, Dios no se resiste»[3-2].
«Mujer, ¿por qué lloras?, ¿a quién buscas?» (Jn 20,15), le preguntó también el mismo Cristo cuando la encontró poco después. En un primer momento, María lo confunde con el encargado del huerto en el que se encontraba el sepulcro. Entre la confusión y las lágrimas no era fácil prestar la suficiente atención a lo demás. Por eso contesta: «Si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré». En realidad, María Magdalena probablemente no hubiera podido cargar un cuerpo tan pesado, pero una vez más las dificultades no son un freno para su amor. «¡Pobre Magdalena! ¡Agotada por la fatiga del viernes santo, rendida por la angustia del sábado santo, con las fuerzas debilitadas al extremo, y todavía pensaba en “llevárselo”!»[3-3].
Solo cuando Jesús pronuncia su nombre –«¡María!» (Jn 20,16)–, con su peculiar entonación, ella descubre que tiene delante a Cristo, en cuerpo glorioso. «¡Qué bonito es pensar que la primera aparición del Resucitado sucedió de una forma tan personal! Que hay alguien que nos conoce, que ve nuestro sufrimiento y desilusión, que se conmueve por nosotros, y nos llama por nuestro nombre»[3-4]. La recompensa al amor fiel de la Magdalena es contemplar ahora la belleza del Resucitado. Se ha arriesgado por Jesús, le ha buscado con pasión, y el Señor se lo paga con creces. Presa de la emoción, se echa a sus pies y se aprieta junto a ellos. Es un gesto elocuente: no quiere volver a perder a Cristo. Ha sufrido demasiado al contemplar la humillación del Maestro, pensando que lo había perdido para siempre. Impresiona «la ternura con que Jesús trata a esta mujer, a la que tantos explotaban y todos juzgaban. Ella encontró, por fin, en Jesús, unos ojos puros, un corazón capaz de amar sin explotar. En la mirada y en el corazón de Jesús recibió la revelación de Dios Amor»[3-5].
EL ITINERARIO que recorre María Magdalena hasta encontrarse con Cristo glorioso es, en cierta manera, similar al de todos los cristianos: levantarse de las caídas con humildad; buscar al Señor sin detenerse en los momentos de desánimo; cuidar de los demás; acompañar a Jesús cuando aparece inesperadamente la cruz; no perder la esperanza aunque todo parezca oscuro porque Jesús está vivo.
Como le sucedió a ella, la voz de Jesús que pronuncia nuestro nombre con un acento personalísimo nos despierta y nos arranca del desaliento. Vivir atentos a su voz, pendientes de lo que Cristo quiere decirnos en cada momento, transforma la vida cotidiana en una constante ocasión de amor. «La humanidad necesita mujeres y hombres así: capaces de acudir sin cansancio a la misericordia divina, leales al pie de la Cruz, atentos a escuchar –en las tareas ordinarias de cada jornada– el propio nombre de los labios del Resucitado»[3-6]. María es la primera entre los discípulos que vio a Jesús resucitado. Sus lágrimas de dolor se convirtieron, en pocos segundos, en lágrimas de emoción. Jesús confía a esta mujer fiel el primer anuncio de la gran noticia: «No me retengas… anda, ve a mis hermanos y diles: subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro» (Jn 20,18). El luto de su corazón se ha convertido en una fiesta imposible de describir.
Ante nuestros ojos se hace grande la figura de esta mujer que entra corriendo en Jerusalén. Lleva en sus labios un mensaje de esperanza para los discípulos de Cristo y para el mundo entero: ¡el Señor vive! ¡Ha resucitado! En su corazón reina ahora la alegría vibrante de la Pascua, que nace de un sepulcro vacío e inunda el mundo entero. Junto a la madre de Jesús, la Magdalena es durante aquellos momentos la mujer más dichosa de la tierra.
[3-1] Cfr. J. Echevarría, “María Magdalena, cercana al Maestro”, en Alfa y Omega, 21-VII-2016
[3-2] San Josemaría, Meditación, 22-VII-1964.
[3-3] Venerable Fulton Sheen, La vida de Cristo, cap. 54.
[3-4] Francisco, Audiencia general, 17-V-2017.
[3-5] Benedicto XVI, Homilía, 17-VI-2007.
[3-6] J. Echevarría, “María Magdalena, cercana al Maestro”, en Alfa y Omega, 21-VII-2016.

Miércoles - Octava de Pascua
- Los discípulos de Emaús salen de Jerusalén.
- Jesús nos acompaña siempre en nuestro camino.
- Reconocer a Dios en el Pan y en la Palabra.
DOS DISCÍPULOS, desanimados y pensativos, vuelven a su casa al atardecer del domingo. La tristeza se refleja en su caminar cansino. Han salido, a media tarde, hacia la aldea de Emaús. En sus corazones queda la amargura de unos sueños rotos. Habían confiado sus vidas al Señor con entusiasmo, sin embargo, después de los acontecimientos de aquellos días, su esperanza había desaparecido. «Esa cruz izada en el Calvario era el signo más elocuente de una derrota que no habían pronosticado»[4-1]. Habían creído en sus palabras, le habían seguido por los caminos de Galilea y de Judea, pero ahora piensan que todo ha terminado.
Esa mañana habían recibido la noticia de que la tumba de Jesús estaba vacía. Nadie conocía el paradero de su cuerpo. Algunas mujeres dijeron que estaba vivo, pero ellos decidieron cerrar los oídos a ese testimonio. En lugar de animarse uno a otro para mantener viva la esperanza, se han contagiado mutuamente el desaliento. Han decidido irse de Jerusalén para olvidar y rehacer sus vidas, esta vez sin la ilusión del Mesías y lejos de los demás discípulos. Pero esta no ha sido una buena idea; la solución a la amargura difícilmente pasa por aislarse de los demás porque en el camino de la fe necesitamos unos de otros. Cuando el horizonte está oscuro y no encontramos soluciones adecuadas, la esperanza de los que tenemos cerca nos puede ofrecer consuelo. «Si viésemos que algunos andan sin esperanza, como los dos de Emaús, acerquémonos con fe –no en nombre propio, sino en nombre de Cristo–, para asegurarles que la promesa de Jesús no puede fallar»[4-2].
El Señor sabe lo que sucede en lo más profundo de aquellos corazones. No dejará de intentar llamar a su puerta, como lo hace con cada uno de nosotros. Cristo resucitado está a la espera del mejor momento para caminar a su lado y para hacerles saber que no les abandonará nunca más.
UN VIAJERO misterioso «se acercó y se puso a caminar con ellos» (Lc 24,13-35). Como sucede en otras ocasiones, los discípulos no descubrieron inicialmente al Resucitado, porque «sus ojos eran incapaces de reconocerle». Habían estado muchas veces con Jesús, quizás incluso habían sido del grupo de los setenta y dos, protagonistas de milagros y sucesos extraordinarios. Pero ahora notaban su ausencia y solo veían en el viajero a un anónimo desconocido. En realidad, Jesús no había dejado nunca de estar junto a ellos. «Me imagino la escena, ya bien entrada la tarde –comenta san Josemaría–. Sopla una brisa suave. Alrededor, campos sembrados de trigo ya crecido, y los olivos viejos, con las ramas plateadas por la luz tibia. Jesús, en el camino. ¡Señor, qué grande eres siempre! Pero me conmueves cuando te allanas a seguirnos, a buscarnos, en nuestro ajetreo diario. Señor, concédenos la ingenuidad de espíritu, la mirada limpia, la cabeza clara, que permiten entenderte cuando vienes sin ningún signo exterior de tu gloria»[4-3].
De alguna manera, «el camino que lleva a Emaús es el camino de todo cristiano, más aún, de todo hombre»[4-4]. Y en ese camino, Jesús es nuestro compañero de viaje. Ciertamente, en cada uno de nosotros hay un poco de estos dos discípulos, porque somos frágiles y a veces, cuando aparecen las dificultades, nos deslizamos hacia un cierto desaliento. Necesitamos avivar, entonces, la certeza de que Jesús «siempre está junto a nosotros para darnos esperanza, para encender nuestro corazón y decir: Ve adelante, yo estoy contigo»[4-5]. Jesús camina con nosotros «en los momentos más dolorosos, también en los momentos más feos, también en los momentos de la derrota: ahí está el Señor. Y esta es nuestra esperanza: vayamos adelante con esta esperanza, porque Él está junto a nosotros»[4-6].
La presencia de Dios es, sobre todo, saber que siempre somos mirados amorosamente por él. No es tanto un esfuerzo personal por hacer o decir cosas, que tampoco faltará; pero la presencia de Dios es, más bien, esa seguridad de que el Señor contempla nuestra vida como lo haría un padre o una madre si pudieran vivir, cada segundo, mirando a su querido hijo: viéndole crecer, alentándole, disfrutando de su personalidad y de su manera de comportarse con los demás.
CLEOFÁS y su compañero conversaban de lo que habían vivido en estos últimos días, los más dolorosos de sus vidas. Con delicadeza, el viajero inicia la conversación: «¿De qué veníais hablando entre vosotros por el camino?» (Lc 24,17). Les dejó hablar de su pérdida y de su enorme frustración. Cuando se han desahogado, el Señor «les interpretó en todas las Escrituras lo que a él se refería» (Lc 24,27). Las palabras del Dios hecho hombre hicieron «arder» de esperanza sus corazones. Los sacó del abatimiento y de la oscuridad.
«Quédate con nosotros, Señor», le dijeron, cuando Jesús «hizo ademán de seguir adelante». Ambos, sin saber aún con quién estaban, no quieren perder su compañía y le suplican que no se vaya. Jesús se quedó, entró con ellos en casa, se sentó a la mesa, «tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio» (Lc 24,30). Así solía hacerlo con sus discípulos y así lo había hecho también en la última cena. En ese momento se abrieron del todo sus ojos y lo reconocieron «en la fracción del pan». Quizás descubrieron por primera vez las heridas de sus manos, cubiertas por el manto. Entonces, Jesús desapareció de su vista, «dejándolos asombrados ante aquel pan partido, nuevo signo de su presencia»[4-7].
De alguna manera, vemos, detrás de esta escena, la imagen de una peculiar Eucaristía. En cada Misa, Jesús se hace presente para alimentarnos con los mismos alimentos que saciaron el hambre de los discípulos de Emaús: su Palabra y su Pan. «También hoy podemos entrar en diálogo con Jesús escuchando su palabra. También hoy, él parte el pan para nosotros y se entrega a sí mismo como nuestro pan»[4-8]. De esta manera nuestra fe «no se alimenta de ideas humanas, sino de la palabra de Dios y de su presencia real en la Eucaristía»[4-9], que nos rejuvenece día tras día en la fe, en la esperanza y en el amor. «Jesús se queda. Se abren nuestro ojos como los de Cleofás y su compañero, cuando Cristo parte el pan; y aunque Él vuelva a desaparecer de nuestra vista, seremos también capaces de emprender de nuevo la marcha –anochece–, para hablar a los demás de Él, porque tanta alegría no cabe en un pecho solo»[4-10].
Le pedimos a María que, viviendo con el oído atento mientras el Señor nos habla por el camino, sepamos reconocer a su Hijo en el acontecer de todos los días y en la Eucaristía.
[4-1] Francisco, Audiencia general, 24-V-2017.
[4-2] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 316.
[4-3] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 313.
[4-4] Benedicto XVI, Regina coeli, 6-IV-2008.
[4-5] Francisco, Audiencia general, 24-V-2017.
[4-6] Ibíd.
[4-7] Benedicto XVI, Regina coeli, 6-IV-2008.
[4-8] Ibíd.
[4-9] Ibíd.
[4-10] San Josemaría,Amigos de Dios, n. 314.

Jueves - Octava de Pascua
- «Paz» es la primera palabra del Resucitado.
- Jesús renueva la esperanza en nuestra vida.
- La misión de difundir la paz entre todas las personas.
DURANTE LA OCTAVA de Pascua, la liturgia de la Iglesia nos recuerda las principales apariciones del Señor resucitado. Todas tienen un denominador común: los discípulos no reconocen inmediatamente a Jesús en la persona que se les hace presente y les habla. Sus corazones no estaban aún preparados para esta experiencia. Es tanta la sorpresa al descubrirlo que algunos quedan aturdidos y confusos.
Así sucede en la aparición a los apóstoles reunidos en el Cenáculo, narrada por san Lucas (Lc 24,36-49). Los dos discípulos de Emaús han regresado para contar lo sucedido en el camino. Cuando llegan, se encuentran a los demás conversando de lo que Pedro ha visto y también de las noticias que llegan sobre la tumba vacía. Mientras «estaban hablando de estas cosas, Jesús se puso en medio y les dijo: La paz esté con vosotros» (Lc 24,36). Es importante notar que la primera palabra que el Señor pronuncia tras haber vencido a la muerte es «paz», porque la paz «es el primer don del Resucitado»[5-1]. No cabe duda de que era lo que los apóstoles necesitaban escuchar después de los temores que habían acumulado en esos días de traiciones y soledad.
El profeta Isaías anunciaba al Mesías como «Príncipe de Paz» (Is 9,6). El reino de Cristo es, en palabras de san Pablo, un reino de «paz y alegría» (Rm 14,17). Ambos, por inspiración divina, apuntaban al corazón de Jesús, fuente de la auténtica paz. Así había afirmado el Maestro a sus apóstoles, en el mismo Cenáculo, horas antes de su pasión: «La paz os dejo, mi paz os doy» (Jn 14,27). En cada Eucaristía escuchamos nuevamente de labios de Cristo sacerdote el deseo de que «la paz esté» con nosotros, sus discípulos. «Jesús desea para nosotros, en medio de las idas y venidas cotidianas, una auténtica paz, serenidad y descanso. Y nos muestra el camino: identificarnos cada vez más con él, con la humildad y mansedumbre de su corazón»[5-2].
EL MIEDO nublaba los ojos de los apóstoles; no reconocían a Jesús y pensaban que era un espíritu. El Señor les explicó, entonces, que su cuerpo era real: «Mirad mis manos y mis pies: soy yo mismo. Palpad y ved (...). Y dicho esto, les mostró las manos y los pies» (Lc 24,39-40). Aunque quedaron admirados al contemplar su Humanidad Santísima, no acababan de creer, quizá por la sorpresa de tanto gozo. Por ello, añadió: «¿Tenéis aquí algo que comer? Entonces ellos le ofrecieron un trozo de pez asado. Y lo tomó y se lo comió delante de ellos» (Lc 24,41-43). Jesús vivo nos sigue mostrando sus llagas y nos dice: «Soy yo». Cuando la presencia de Cristo se desdibuja en nuestra vida, por la fe podemos descubrir que no se ha ido lejos; los fracasos humanos, las contradicciones e incluso los defectos, mirados desde la luz que brota de las llagas gloriosas del Resucitado, no significan ya un drama imposible de resolver, ya no nos arrancan fácilmente la alegría.
Santo Tomás Moro escribía a su hija desde la Torre de Londres: «Hija queridísima, nunca se turbe tu alma por cualquier cosa que pueda ocurrirme en este mundo. Nada puede ocurrir sino lo que Dios quiere. Y yo estoy muy seguro de que, sea lo que sea, por muy malo que parezca, será de verdad lo mejor»[5-3]. La esperanza de Jesús Resucitado «infunde en el corazón la certeza de que Dios conduce todo hacia el bien, porque incluso hace salir vida de la tumba. El sepulcro es el lugar donde quien entra no sale. Pero Jesús salió por nosotros, resucitó por nosotros, para llevar vida donde había muerte, para comenzar una nueva historia que había sido clausurada, tapada con una piedra. Él, que quitó la roca de la entrada de la tumba, puede remover las piedras que sellan el corazón»[5-4].
NUESTRA MISIÓN apostólica consiste en llevar la paz de Cristo a quienes nos rodean. Cuando los setenta y dos discípulos fueron enviados a las aldeas de Galilea, el mensaje que tenían que llevar a cada familia era: «Paz a esta casa» (Lc 10,5-6). En la noche del domingo, Jesús les envía para «que se predique en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las gentes, comenzando desde Jerusalén» (Lc 24,47-48). Dios desea que se extienda por toda la tierra esa paz que él nos entrega. Nos ha encargado que la difundamos «en su nombre». En este sentido, decía un Padre de la Iglesia: «Debiéramos avergonzarnos al prescindir del saludo de la paz, que el Señor nos dejó cuando iba a salir del mundo. La paz es un nombre y una cosa sabrosa, que sabemos proviene de Dios»[5-5]. La paz será, desde aquel mandato de Jesús, una señal de identidad del cristiano.
«Busquemos lo que contribuye a la paz y a la edificación mutua» (Rm 14,19), animaba san Pablo a los Romanos. En la tarea evangelizadora, el cristiano imita el modo de hacer del Resucitado, que enseña sus llagas no para echar en cara a los discípulos su abandono, sino para mostrarles cuál es la fuente de la paz, para devolverles lo que habían perdido. «Pidamos al Señor, en nuestra oración, que nos dé un corazón como el suyo. Esto redundará en el descanso de nuestra alma y de las personas que están junto a nosotros»[5-6]. San Josemaría repetía como jaculatoria esta breve oración: «Cor Iesu sacratissimum et misericors, dona nobis pacem», «Corazón santísimo y misericordioso de Jesús, danos la paz». En nuestro anhelo por ser difusores de esa paz de Dios, encontraremos un especial ejemplo y poderosa intercesión en María, reina de la paz.
[5-1] San Pablo VI, Alocución, 9-IV-1975.
[5-2] Mons. Fernando Ocáriz, Mensaje, 19-VI-2020.
[5-3] Santo Tomás Moro, Un hombre solo: cartas desde la Torre, n. 7.
[5-4] Francisco, Homilía, 11-IV-2020.
[5-5] San Gregorio Nacianceno, en Catena Aurea, vol. VI, p. 545.
[5-6] Mons. Fernando Ocáriz, Mensaje, 19-VI-2020.

Viernes - Octava de Pascua
- Jesús sorprende a sus discípulos desde la orilla.
- Juan y Pedro reconocen al Señor Resucitado.
- Todos estamos llamados a echar las redes.
DESPUÉS de las primeras apariciones en Jerusalén, los apóstoles volvieron a su tierra. Las mujeres les habían transmitido un mensaje de Cristo resucitado: «Que vuelvan a Galilea, allí me verán» (Mt 28,10). En Cafarnaúm, años atrás, había comenzado la aventura de su vocación, y allí quería el Señor volver a reunirlos. Uno de aquellos días, varios discípulos salieron a pescar con Pedro y Juan en el mar de Tiberíades. Como había sucedido otras veces, al amanecer decidieron regresar a tierra con la red vacía, después de un esfuerzo estéril que había durado toda la noche. En esas circunstancias, cuando ya clareaba el sol, mientras hacían las maniobras para atracar en la playa, «se presentó Jesús en la orilla, pero sus discípulos no se dieron cuenta de que era Jesús» (Jn 21,1-13). «Cuando todo parecía acabado, nuevamente, como en el camino de Emaús, Jesús sale al encuentro de sus amigos. Esta vez los encuentra en el mar, lugar que hace pensar en las dificultades y las tribulaciones de la vida»[6-1].
Los discípulos, que no reconocen en ese momento al Señor, escuchan a un extraño que se dirige a ellos desde la orilla con una petición: «Muchachos, ¿tenéis algo de comer?» (Jn 21,5). «¡Qué cosa más humana! –observa san Josemaría–. Dios diciendo a las criaturas que le den de comer. Dios necesitando de nosotros. ¡Qué bonito, qué maravilla de las grandezas de Dios! Dios nos necesita. Ninguno hace falta (...) y, sin embargo, te digo a la vez que Dios nos necesita, a ti y a mí»[6-2]. Los pescadores, cansados de bregar y decepcionados después de una noche en la barca, responden negativamente, sin mirar apenas. Vino entonces Jesús, con su omnipotencia, para abrirles los ojos cargados de sueño, para empujar sus corazones a un pensamiento más profundo, más de Dios, con más visión sobrenatural. «Él les dijo: Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis» (Jn 21,6). Los discípulos se fiaron de Jesús, no sin cierto recelo, porque ya no les quedaban ganas de seguir pescando, querían llegar a la orilla e ir a descansar cuanto antes. La humildad de abrirse a las palabras de Jesús, siempre con una actitud nueva, dio paso al poder del Señor en la vida de aquellos pescadores; un poder que sobrepasará todos sus cálculos y esperanzas.
HACIENDO caso al forastero, echaron las redes a la derecha de la barca y enseguida sintieron el peso de la pesca, hasta el punto de que «no eran capaces de sacarla por la gran cantidad de peces» (Jn 21,6). En el corazón de Juan –«el discípulo a quien amaba Jesús»– se abrió paso, poco a poco, una gran esperanza. Es posible que recordara el día en el que Jesús le eligió, en aquel mismo escenario, después también de una noche de fatiga muy parecida a esta. Al reconocer quién había obrado el milagro, «le dijo a Pedro: ¡Es el Señor!» (Jn 21,17).
Juan es la mejor representación del amor. Supo estar en la cita del Calvario y ahora tiene los ojos preparados para descubrir al Señor que les mira desde la orilla. «La limpieza de aquel hombre, la entrega de aquel hombre, que se había siempre conservado limpio, que no había tenido una vacilación, que se había dado a Dios del todo desde la adolescencia, hace que conozca al Señor. Se necesita una especial sensibilidad para las cosas de Dios, una purificación. Cierto es que Dios también se ha hecho oír de pecadores: Saulo, Balaam... Sin embargo, de ordinario, Dios Nuestro Señor quiere que las criaturas, por la entrega, por el amor, tengan una especial capacidad, para conocer estas manifestaciones»[6-3].
En cuanto Simón Pedro oyó las palabras de Juan, se echó al mar para ir más deprisa al encuentro de Jesús. «Pedro es la fe. Y se lanza al mar, lleno de una audacia de maravilla. Con el amor de Juan y la fe de Pedro, ¿hasta dónde llegaremos nosotros?»[6-4], se preguntaba san Josemaría. Al Señor le agrada tanto el amor delicado de Juan, que saber ver, como la fe algo impetuosa de Pedro, que quiere llegar lo más rápido posible a la orilla. De la misma manera que a aquellos dos apóstoles, el Señor nos necesita para llegar a los corazones de los hombres, a cada uno con nuestro carácter, sin excluir ni siquiera nuestros defectos. Estos, a menudo, pesan mucho, y los soportamos con la impresión de que son un obstáculo para los deseos del Señor. Sin embargo, nuestros defectos son la ocasión que Dios necesita para obrar sus milagros de manera libre y gratuita. Ante ellos, Dios no nos acusa; su ternura nos acoge como somos y nos renueva e impulsa para la misión.
LA PESCA de aquella mañana fue abundante y selecta. El Señor les pidió que le trajeran algunos de los peces que habían pescado. Pedro, con la destreza del que conoce bien su oficio, sacó a tierra la red repleta, para dejar todo cerca del Señor. Es tal su emoción que, al terminar el desayuno que Jesús les había preparado, contaron uno por uno lo que habían sacado del lago: «Ciento cincuenta y tres peces grandes» (Jn 21,11). La generosidad del Señor no sabe de cálculos. Les había pasado ya en Caná, en la multiplicación de los panes y peces, y hoy sucede nuevamente: la cantidad es magnánima. El Señor no pone límites. Así lo señala después san Pablo a los cristianos de Roma, sabiendo que la entrega de la cruz es la más grande de todas: «El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con él todas las cosas?» (Rm 8,32).
«Echad la red... y encontraréis» (Jn 21,6). La pesca de Cristo necesita «pescadores de hombres» dispuestos a salir de noche para pescar, dispuestos a tirar la red siguiendo el mandato de su voz; pescadores que sepan fiarse más de Jesús que de sus cansancios y experiencias, que trabajen por el Evangelio con la certeza de que han sido enviados por él. Sin embargo, aunque el Señor desea que la pesca sea abundante, los frutos llegan cuando Dios quiere, en el modo y el tiempo que tenga dispuesto. «En los misteriosos designios de su sabiduría, Dios sabe cuándo es tiempo de intervenir. Y entonces, como la dócil adhesión a la palabra del Señor hizo que se llenara la red de los discípulos, así también en todos los tiempos, incluido el nuestro, el espíritu del Señor puede hacer eficaz la misión de la Iglesia en el mundo»[6-5].
Mientras tomaban los panes y los peces preparados a la brasa por Jesús, los discípulos no tuvieron el valor de preguntarle: «¿Tú quién eres? Pues sabían que era el Señor» (Jn 21,12). También la gente que nos rodea, movida por una profunda sed de Dios, pregunta a Dios en su interior: «Tú, Jesús, ¿quién eres? ¿Un hombre bueno, un maestro que dio a la humanidad lecciones preciosas de humanismo? ¿Eres sólo eso o, en realidad, eres el Hijo de Dios vivo?»[6-6]. En la tierra, nosotros somos sus discípulos, nosotros queremos surcar todos los mares. Con la ayuda de María, Reina de los Apóstoles, haremos siempre la pesca que quiere Dios, en servicio de la Iglesia y de todas las almas.
[6-1] Benedicto XVI, Homilía, 21-IV-2007.
[6-2] San Josemaría, Notas de una meditación, 25-VI-1958.
[6-3] Ibíd.
[6-4] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 266.
[6-5] Benedicto XVI, Homilía, 21-IV-2007.
[6-6] Francisco, Homilía, 14-IV-2013.

Sábado - Octava de Pascua
- Jesús llama a todos a ser apóstoles.
- Dios cuenta connuestras fortalezas y con nuestras flaquezas.
- Encontrar fuerza en Cristo Resucitado.
LA PRIMERA aparición del Resucitado fue a María Magdalena; así nos lo narra el evangelista Marcos. Jesús acompañó después a los discípulos de Emaús y, finalmente, se presentó a los once apóstoles (cfr. Mc 16,9-15). En todas aquellas apariciones, Jesús deseaba devolverles la paz, remover su fe y avivar la misión apostólica a la que estaban llamados. Es verdad que, cuando el Maestro más les necesitaba, sus discípulos se habían dejado llevar por la cobardía. Incluso después de la resurrección seguían confusos y llenos de dudas. Cristo, al presentarse ante los once, «les reprochó su incredulidad y dureza de corazón, porque no creyeron a los que lo habían visto resucitado» (Mc 16,14).
A pesar de todo, Jesús no dudó en confirmarlos en su vocación: habían sido elegidos para ser sus testigos, no deseaba sustituirlos por otros. Aquella visita termina con el encargo divino: «Id al mundo entero y predicad el Evangelio a todo lo creado» (Mc 16,15). El don de estar llamados a la misión apostólica recae sobre ellos, aunque no sean especialmente fuertes ni destaquen por una especial preparación. Así se entiende el revuelo causado por Pedro y Juan cuando, semanas después, curaron a un paralítico: como «sabían que eran hombres sin letras y sin cultura, estaban admirados» (Hch 4,13).
Los apóstoles, con sus dones y con sus defectos, serán «pescadores de hombres» enviados a todos los mares de la tierra. De esa manera todos se darán cuenta de que la salvación es obra de Dios. «Cada hombre y mujer es una misión, y esta es la razón por la que se encuentra viviendo en la tierra (...). El hecho de que estemos en este mundo sin una previa decisión nuestra nos hace intuir que hay una iniciativa que nos precede y nos llama a la existencia. Cada uno de nosotros está llamado a reflexionar sobre esta realidad: “Yo soy una misión en esta tierra, y para eso estoy en este mundo”»[7-1].
SAN PABLO comprendió bien lo que significa ser apóstol de Jesucristo y lo expresó con estas palabras: «Con sumo gusto me gloriaré más todavía en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo. Por lo cual me complazco en las flaquezas, en los oprobios, en las necesidades, en las persecuciones y angustias, por Cristo; pues cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Cor 12,9-10). La propia debilidad puede seruna fuerza para el discípulo, pues cuando nos encontramos desprovistos de recursos propios, descubrimos que poseemos el mayor don, que siempre permanece: Dios que se nos da por entero. Por esto el apóstol de las gentes se gloría en sus debilidades. «No se jacta de sus acciones sino de la actividad de Cristo, que actúa precisamente en su debilidad»[7-2].
Al anunciar el mensaje de Cristo, la experiencia de la propia vulnerabilidad no tiene por qué hacernos temblar, mientras tengamos una actitud humilde y de total confianza en la acción de Dios. La evangelización que realiza la Iglesia es de él y no nuestra. Nos sentimos, como san Pablo, «un recipiente de barro» (2 Cor 4,7) que Dios llena con el tesoro de su gracia recibiendo así en su interior, inmerecidamente, unas joyas que no tienen precio.
El Reino de Dios no se realiza gracias solo a una buena estrategia humana, ni se apoya únicamente en nuestra habilidad para afrontar retos nuevos. Aunque todo eso, ciertamente, pueda ser parte de nuestra colaboración, es en Dios donde encontramos la fuerza y el conocimiento para nuestra misión. El Señor nos asocia a su reinado, pues quiere contar con nosotros para extenderlo: esto es asombroso. «En la medida en que crece nuestra unión con el Señor y se intensifica nuestra oración, también nosotros vamos a lo esencial y comprendemos que no es el poder de nuestros medios, de nuestras virtudes, de nuestras capacidades, el que realiza el reino de Dios, sino que es Dios quien obra maravillas precisamente a través de nuestra debilidad, de nuestra inadecuación al encargo»[7-3].
«ID AL MUNDO entero y predicad el Evangelio» (Mc 16,15). Este es el mandato imperativo del Maestro. Se encontraban reunidos en la misma casa, quizá en torno a la misma mesa, en la que Jesús les había dado a comer su carne y a beber su sangre. Los apóstoles no se justificaron por su falta de fidelidad o de fortaleza. Tampoco se excusaron ante el Señor Resucitado, aunque seguramente pensaban que la misión era excesiva. ¿Cómo se sentirían al escuchar aquellas palabras de Jesús? Con certeza sintieron vértigo ante un mensaje tan ambicioso. ¿Vamos nosotros a llegar a todo el mundo –se preguntarían– cuando ni siquiera supimos dar la cara frente a los de nuestra ciudad?
Mirando solamente hacia sí mismos era fácil convencerse de que aquella misión era una utopía. Pero mirando al Resucitado todo cambiaba: se fijaron en las palmas de sus manos, en su costado, en su mirada; si Jesús quería que recorrieran el mundo entero, ellos lo harían en su nombre. Para aquella misión, san Josemaría proponía este itinerario: «Conocer a Jesucristo; hacerlo conocer; llevarlo a todos los sitios»[7-4]. Esta misión, que atañe a todos los bautizados, se realiza en primer lugar dejándonos atraer por él. «Dejaos amar por él y seréis los testigos que el mundo tanto necesita»[7-5]. Al igual que ocurrió con san Pedro, nuestra propia experiencia del amor del Señor es el punto de partida para atraer a otros a ese amor: «No podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído» (Hch 4, 20).
La fe crece mediante el testimonio personal, se fortalece en la misión. De esta manera, estamos seguros de que dar a conocer a Jesús es el regalo más precioso que podemos entregar. María nos alienta, como buena madre, para que con la gracia de Dios sepamos dar lo mejor de nosotros mismos.
[7-1] Francisco, Mensaje, 20-V-2018.
[7-2] Benedicto XVI, Audiencia general, 13-VI-2012.
[7-3] Ibíd.
[7-4] San Josemaría, citado en Pedro Casciaro, Soñad y os quedaréis cortos, Rialp, Madrid 1994, p. 39.
[7-5] Benedicto XVI, Mensaje para la JMJ, 18-X-2012.