
Este recurso recoge las meditaciones breves continuación de las de Adviento. Son los textos que se publican diariamente en la página web de la Obra. Puede utilizarse en la oración de la mañana como lectura alternativa al libro de Meditaciones. El índice de este recurso permite localizar los temas tratados para utilizar estos textos como guiones de posibles meditaciones.
1. Meditaciones: 25 de diciembre
- Contemplar con fe el misterio de la Navidad
- Dios ha querido necesitar de los hombres
- Nuestra contemplación ante el belén
2. Meditaciones: Sagrada Familia
- La familia en el plan de Dios
- Cuna de todo don
- Nuestro primer apostolado
3. Meditaciones: 26 de diciembre, martirio de san Esteban
- El martirio de san Esteban y nuestra misión
- La propuesta cristiana es siempre nueva
- Sembradores de paz y de alegría por la caridad
4. Meditaciones: 27 de diciembre, san Juan, apóstol y evangelista
- El discípulo que Jesús amaba
- La paciencia de Dios nos transforma
- Amar como Jesús ama
5. Meditaciones: 28 de diciembre, Santos Inocentes.
- Las circunstancias en las que vino Jesús
- San José actúa con fe y realismo
- Los Inocentes y el dolor de las madres
6. Meditaciones: 29 de diciembre
- La vocación de Simeón a la esperanza
- Encontrar a Jesús en la Eucaristía
- Una espada traspasará tu alma
7. Meditaciones: 30 de diciembre
- Ana, la profetisa, anuncia la llegada del Mesías
- Jesús crecía como un niño más
- Los tiempos de Dios
8. Meditaciones: 31 de diciembre
- El fin de año, ocasión para hacer balance
- Llevar al Señor lo que somos
- Gracias, perdón, ayúdame más
9. Meditaciones: 1 de enero María Madre de Dios
- Contemplar a María
- La maternidad de María
- Recibir a Jesús como hizo María
- La centralidad de Jesucristo: «Permaneced en mí»
- Unión con Cristo
- El Bautista, modelo de seguimiento del Señor
11. Meditaciones: II domingo del Tiempo de Navidad
- La Palabra se ha hecho carne para que podamos escucharla
- Vivir el evangelio de cada día
- Dedicar un momento del día a su lectura
12. Meditaciones: 3 de enero Ssmo nombre de Jesús
- El nombre de Jesús significa “Dios salva”
- Como óleo derramado
- Rezar en su nombre y llevarlo a todas partes
- Somos verdaderamente hijos de Dios
- La experiencia del encuentro con Jesús
- Oración de agradecimiento y petición
- Como Jesús, dar la vida por los demás
- Amar de verdad y con obras
- «Ven y verás»: es Jesús quien atrae a las almas
16. Meditaciones: Epifanía del Señor
- Los Magos representan a todas las naciones
- Llevar la Redención a todas las almas
- Iluminar con nuestra propia vida
17. Meditaciones: jueves después de Epifanía
- Llevados por el Espíritu Santo
- Enviados a anunciar la Buena Nueva
- Amor a Dios y al prójimo
18. Meditaciones: viernes después de Epifanía
- Nuestros deseos de curación personal
- Jesús, Médico divino, nos sana
- El diálogo con Él transforma nuestra vida
19. Meditaciones: sábado después de Epifanía
- El bautismo para la purificación de nuestros pecados
- Juan Bautista conduce a los suyos hacia Jesús
- Llevar las personas a Cristo
20. Meditaciones: Bautismo del Señor
- Como Juan, daremos testimonio de Cristo
- Un apostolado discreto, uno a uno
- Sembrar con nuestra amistad

1. Meditaciones: 25 de diciembre
- Contemplar con fe el misterio de la Navidad
- Dios ha querido necesitar de los hombres
- Nuestra contemplación ante el belén
«UN NIÑO nos ha nacido, un hijo se nos ha dado»[1-1]. Se han cumplido los anhelos que hemos tenido durante el Adviento: Dios se ha hecho hombre. El mundo ya no está a oscuras. Jesús ha venido, y «los confines de la tierra han contemplado la salvación de nuestro Dios»[1-2]. Un Niño sonríe ante nuestra silenciosa adoración. Nuestra mirada se cruza con la del recién nacido. Todo es luz y limpio mirar que se mete en nuestra alma y disipa las tinieblas del pecado.
San Josemaría recomendaba «mirar al Niño, Amor nuestro, en la cuna. Hemos de mirarlo, sabiendo que estamos delante de un misterio. Necesitamos aceptar el misterio por la fe y, también por la fe, ahondar en su contenido. Para esto, nos hacen falta las disposiciones humildes del alma cristiana: no querer reducir la grandeza de Dios a nuestros pobres conceptos, a nuestras explicaciones humanas, sino comprender que ese misterio, en su oscuridad, es una luz que guía la vida de los hombres»[1-3]. Los cielos y la tierra han sido creados por el Niño que yace en el pesebre. Él fundó la redondez del orbe y su plenitud. ¡Qué locura de amor la de Jesús! El que vive en los cielos está recostado sobre pajas; el que llena y sostiene todo con su presencia ha tomado carne como la nuestra. Podemos tomar en brazos a aquel que nos creó: este es el gran misterio que la Navidad pone delante de nuestra mirada.
Hay rumores de fiesta. Venid y veréis, nos han dicho; venid y veréis el prodigio. Pastores y reyes, ricos y pobres, poderosos y débiles se aprietan en torno a la cuna. También nosotros queremos acercarnos, postrarnos ante esta criatura indefensa, mirar a María y a José, que están cansados pero felices como quizá no ha habido nadie en la tierra. No nos cabe en la cabeza un misterio tan grande: Dios se ha revestido de nuestra carne.
CÓMO NOS gustaría agradecer que Dios se haya hecho cercano, tocable, vulnerable. Nos atrevemos a besar al Rey del universo, de quien no podían hacerse imágenes en la antigua alianza y, sin embargo, ahora se ha convertido en uno de los nuestros. Adeste, fideles… Venite, adoremus... Nuestro cantar de estos días es también invitación, llamada. A nosotros nos llamaron, hemos visto, y ahora nuestro corazón se goza: ahí está Dios Niño. «Reconoce, cristiano, tu dignidad –dice San León Magno–; has sido hecho partícipe de la naturaleza divina: no quieras degradarte con tu antigua vileza. Acuérdate de qué cabeza y de qué cuerpo eres miembro. Acuérdate de que, arrancado a la potestad de las tinieblas, has sido trasladado a la luz y al reino de Dios»[1-4]. El Dios todopoderoso se nos presenta como un niño recién nacido en la cueva de Belén; «ni siquiera nace en la casa de sus padres, sino en el camino, para mostrar en realidad que nacía como de prestado en esa humanidad suya que tomó»[1-5].
«Cuando llegan las Navidades –decía san Josemaría–, me gusta contemplar las imágenes del Niño Jesús. Esas figuras que nos muestran al Señor que se anonada, me recuerdan que Dios nos llama, que el Omnipotente ha querido presentarse desvalido, que ha querido necesitar de los hombres. Desde la cuna de Belén, Cristo me dice y te dice que nos necesita, nos urge a una vida cristiana sin componendas, a una vida de entrega, de trabajo, de alegría. No alcanzaremos jamás el verdadero buen humor, si no imitamos de verdad a Jesús; si no somos, como él, humildes. Insistiré de nuevo: ¿habéis visto dónde se esconde la grandeza de Dios? En un pesebre, en unos pañales, en una gruta. La eficacia redentora de nuestras vidas sólo puede actuarse con la humildad, dejando de pensar en nosotros mismos y sintiendo la responsabilidad de ayudar a los demás»[1-6].
A ESE DIOS escondido lo adoraremos estos días cada vez que nos acerquemos a besar y acariciar al Niño. Hecho pobre por nosotros, yace entre pajas; le daremos calor, le abrazaremos con cariño. ¡Quién no se acerca a Dios! ¡Quién no se aproxima al Niño, ahora que tiende sus brazos hacia nosotros, ahora que necesita de nuestro cuidado! En estos días, no tendremos ojos más que para ese nacimiento. Como los pastores, dejado el rebaño, nos acercamos humildes a la cuna.
Son días para vivir en familia, especialmente aptos para la contemplación. Podemos orar delante del pesebre y adorar a Dios en silencio. ¡Se purifican tantas cosas durante unos días en que los actos de amor son tan intensos! «Conservad en vuestra Navidad –decía san Pablo VI– el carácter de fiesta hogareña. Cristo al venir al mundo santificó la vida humana, en su primera edad, la infancia; santificó la familia, y en especial la maternidad; santificó el hogar humano, el nido de los afectos naturales más entrañables y universales (...). Procurad celebrar vuestra Navidad, a ser posible, con vuestros seres queridos, dad el regalo de vuestro afecto, de vuestra fidelidad a esa familia de la que habéis recibido la existencia»[1-7].
De frente al pesebre, junto a María y José, comprobamos que «Dios no te ama porque piensas correctamente y te comportas bien; Él te ama y basta. Su amor es incondicional, no depende de ti. Puede que tengas ideas equivocadas, que hayas hecho de las tuyas; sin embargo, el Señor no deja de amarte. ¿Cuántas veces pensamos que Dios es bueno si nosotros somos buenos, y que nos castiga si somos malos? Pero no es así. Aun en nuestros pecados continúa amándonos. Su amor no cambia, no es quisquilloso; es fiel, es paciente. Este es el regalo que encontramos en Navidad: descubrimos con asombro que el Señor es toda la gratuidad posible, toda la ternura posible. Su gloria no nos deslumbra, su presencia no nos asusta. Nació pobre de todo, para conquistarnos con la riqueza de su amor»[1-8]. La Virgen Santísima y san José son nuestra primera familia con la que queremos vivir esta nueva Navidad.
[1-1] Natividad del Señor, Misa del día, Antífona de entrada.
[1-2] Ibíd., Antífona de comunión.
[1-3] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 13.
[1-4] San León Magno, Sermón I en la Natividad del Señor, 3.
[1-5] San Gregorio Magno, Homilías sobre los evangelios, 8.
[1-6] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 18.
[1-7] San Pablo VI, Audiencia general, 18-XII-1963.
[1-8] Francisco, Homilía, 24-XII-2019.

2. Meditaciones: Sagrada Familia
- La familia en el plan de Dios
- Cuna de todo don
- Nuestro primer apostolado
«SU PADRE y su madre estaban admirados por las cosas que se decían de él» (Lc 2,33). Y así estamos también nosotros: asombrados de que Dios se haya hecho hijo, de que haya necesitado una familia. Allí aprendemos a dejarnos querer, a dejarnos ayudar, a dejarnos perdonar. Muchos antes de que podamos ser conscientes hemos recibido cariño y cuidado. Nunca seremos capaces de compensarlo y eso sucede generación tras generación. No es un peso que abruma, sino una realidad que nos llena de agradecimiento y nos impulsa a corresponder. ¡Gracias, Señor, por la familia que nos has dado a cada uno!
«Honra a tu padre con todo tu corazón y no te olvides de los dolores de tu madre.Recuerda que ellos te engendraron» (Si 7,29-30), dice la Sagrada Escritura. Tenemos un deber de gratitud con quienes nos han cuidado cuando ni siquiera podíamos agradecerlo. Es justo que nuestros padres sean partícipes de nuestra dicha. Ellos han sido, muchas veces, quienes han puesto en nuestra vida la semilla de la fe y de la piedad.
San Josemaría nos pone delante de la misión insustituible de cada familia: «Al pensar en los hogares cristianos, me gusta imaginarlos luminosos y alegres, como fue el de la Sagrada Familia. El mensaje de la Navidad resuena con toda fuerza: “Gloria a Dios en lo más alto de los cielos, y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad” (Lc 2,14). “Que la paz de Cristo triunfe en vuestros corazones”, escribe el apóstol (Col 3,15). La paz de sabernos amados por nuestro Padre Dios, incorporados a Cristo, protegidos por la Virgen Santa María, amparados por San José. Esa es la gran luz que ilumina nuestras vidas y que, entre las dificultades y miserias personales, nos impulsa a proseguir adelante animosos»[2-1].
LO IMPORTANTE en nuestra vida es sabernos queridos y aprender a querer. Y esto sucede, en primer lugar, dentro de la propia familia. Al mismo tiempo, es verdad que no todo es ideal. Todos estamos lejos de ser perfectos. Por eso podemos pedir ahora a Jesús, María y José que intercedan por todas las familias que atraviesan dificultades.
Se podría decir que este primer círculo social es la cuna de todo don. Ahí nos sentimos afirmados por ser quien somos, nos sentimos bendecidos y descubrimos que también nuestra vida es un don para los demás. Está inscrito en nuestro corazón que todos somos hijos. Algunos además son padres, otras son madres, puede que tengamos hermanas o hermanos... pero todos somos hija o hijo. La vida nos ha sido regalada y hay alguien que nos espera. Incluso en las situaciones más difíciles, la condición de hijo tiene tanta fuerza que habitualmente sigue siendo un camino privilegiado para encontrar a Dios Padre.
«La Navidad se considera la fiesta de la familia. El hecho de reunirse e intercambiarse regalos subraya el fuerte deseo de comunión recíproca y pone de relieve los valores más altos de la institución familiar. La familia se redescubre como comunión de amor entre personas, fundada en la verdad, en la caridad, en la fidelidad indisoluble de los esposos y en la acogida de la vida. A la luz de la Navidad, la familia comprende su vocación a ser una comunidad de proyectos, de solidaridad, de perdón y de fe donde la persona no pierde su identidad, sino que, aportando sus dones específicos, contribuye al crecimiento de todos. Así sucedió en la Sagrada Familia, que la fe presenta como inicio y modelo de las familias iluminadas por Cristo»[2-2].
EN BELÉN Dios se ha convertido en uno de nosotros. Quiere vivir nuestra historia, nuestro camino y nuestra libertad. «La familia es un signo cristológico, porque manifiesta la cercanía de Dios que comparte la vida del ser humano uniéndose a él en la Encarnación, en la Cruz y en la Resurrección»[2-3]. Es tal la fuerza de la familia que podemos llenarnos de esperanza. La capacidad de transformación y sanación que tiene el amor en la familia es capaz de superar todas las dificultades, por muy abrumadoras que parezcan. Nuestras familias son el lugar elegido por Dios para darnos todos sus dones: el primero de todos, la vida, y con él, la fe, la vocación, un nombre, la educación, el temperamento, la lengua, un lugar al que pertenecer... Este gran reto llevó a san Juan Pablo II a incluir una invocación a la Reina de la Familia en las letanías del Rosario. Desde entonces, millones de voces y corazones le han pedido a la Virgen que proteja a las familias del mundo entero, que todas ellas sean esa cuna en donde se renueva continuamente la humanidad.
Carne y sangre nuestra son nuestros padres y hermanos, y por ellos ha de empezar nuestra preocupación apostólica. Así comenzó el apostolado de los primeros discípulos de Cristo. Andrés, «encontró primero a su hermano Simón y le dijo: — hemos encontrado al Mesías — que significa: “Cristo”. Y lo llevó a Jesús» (Jn 1,41-42). Y Juan, que con Andrés fue el primero en acercarse al Señor, comunicó el hallazgo a su hermano Santiago y le preparó para cuando Jesucristo le encontrara en medio de las redes y le llamara a su servicio. Es lógico que san Josemaría haya llamado el dulcísimo precepto al mandamiento de Moisés sobre honrar a la propia familia.
Con María y con José queremos llenarnos de admiración. En Belén, Dios ha descendido a cada familia, sobre todo a las más heridas, para sanarnos, acompañarnos y descubrir con nosotros el papel decisivo que tiene para cada hijo y para Jesús.
[2-1] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 22.
[2-2] Juan Pablo II, Audiencia general, 29-XII-1999.
[2-3] Francisco, ex. ap. Amoris laetitia, n. 161.

3. Meditaciones: Martirio de san Esteban
- El martirio de san Esteban y nuestra misión
- La propuesta cristiana es siempre nueva
- Sembradores de paz y de alegría por la caridad
«ESTEBAN, lleno de gracia y poder, hacía grandes prodigios y señales entre el pueblo» (Hch 6,8). El número de los que creían en la doctrina de Jesucristo era cada vez mayor. Sin embargo, muchos –ya sea porque no conocían a Cristo o porque le conocían mal– no consideraron a Jesús como el salvador. «Se pusieron a discutir con Esteban; pero no lograban hacer frente a la sabiduría y al espíritu con que hablaba. Entonces indujeron a unos que asegurasen: “Le hemos oído proferir palabras blasfemas contra Moisés y contra Dios”» (Hch 6,9-11).
San Esteban fue el primer mártir del cristianismo. Murió lleno del Espíritu Santo, rezando por los que le apedreaban. «Ayer, Cristo fue envuelto en pañales por nosotros; hoy, cubre Él a Esteban con vestidura de inmortalidad. Ayer, la estrechez de un pesebre sostuvo a Cristo niño; hoy, la inmensidad del cielo ha recibido a Esteban triunfante. El Señor descendió para elevar a muchos; se humilló nuestro Rey, para exaltar a sus soldados»[3-1].También nosotros hemos recibido la apasionante misión de difundir el anuncio de Jesucristo con nuestras palabras y sobre todo con nuestra vida, mostrando la alegría del evangelio. Quizá san Pablo, presente en aquel suceso, quedaría removido por el testimonio de Esteban y, una vez ya cristiano, tomaría de allí fuerza para su propia misión.
«El bien siempre tiende a comunicarse. Toda experiencia auténtica de verdad y de belleza busca por sí misma su expansión, y cualquier persona que viva una profunda liberación adquiere mayor sensibilidad ante las necesidades de los demás (…). Recobremos y acrecentemos el fervor, la dulce y confortadora alegría de evangelizar, incluso cuando hay que sembrar entre lágrimas. Y ojalá el mundo actual –que busca a veces con angustia, a veces con esperanza– pueda así recibir la Buena Nueva, no a través de evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o ansiosos, sino a través (...) de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría de Cristo»[3-2].
«PRESENTARON testigos falsos que decían: “Este hombre no deja de proferir palabras contra el Lugar santo y contra la Ley”» (Hch 6,13). A pesar de que, hoy como en tiempos de san Esteban, alguna vez la doctrina cristiana pueda ser desfigurada, siempre podemos mostrar su eterna novedad a través de nuestra propia vida: «La propuesta cristiana nunca envejece (...). Cada vez que intentamos volver a la fuente y recuperar la frescura original del Evangelio, brotan nuevos caminos, métodos creativos, otras formas de expresión, signos más elocuentes, palabras cargadas de renovado significado para el mundo actual. En realidad, toda auténtica acción evangelizadora es siempre “nueva”»[3-3].
San Esteban afrontó la muerte en defensa de Cristo, lleno de misericordia y pidiendo por la salvación de los que le apedreaban. Dice una de las lecturas del oficio divino de hoy: «Nuestro Rey, siendo altísimo, bajó hasta nosotros en la humildad, pero no vino vacío a la tierra. Trajo a sus soldados un gran regalo, con el que no sólo los enriqueció copiosamente, sino que los confortó para una lucha invencible. Portó consigo el don de la caridad (...). La misma caridad que trajo a Cristo desde el Cielo a la tierra, elevó a Esteban de la tierra al Cielo. La misma caridad que se mostró primero en el Rey, relució después en el soldado»[3-4].
También nosotros queremos iluminar el mundo con la alegría del Evangelio, que da un sentido nuevo a los anhelos y preocupaciones de nuestro tiempo. Podemos aprovechar nuestro diálogo con el Señor para pedirle más sabiduría y audacia en nuestra misión. «En esto consiste el gran apostolado de la Obra: mostrar a esa multitud, que nos espera, cuál es la senda que lleva derecha hacia Dios. Por eso, hijos míos, os habéis de saber llamados a esa tarea divina de proclamar las misericordias del Señor: misericordias Domini in aeternum cantabo (Sal 87,2), cantaré eternamente las misericordias del Señor»[3-5].
ESTEBAN, «lleno de Espíritu Santo, miró fijamente al cielo y vio la gloria de Dios y a Jesús de pie a la diestra de Dios, y dijo: “Mirad, veo los cielos abiertos y al Hijo del Hombre de pie a la diestra de Dios”» (Hch 7,55-56). Hasta el último instante, el testimonio del primer mártir muestra la misericordia de Dios que busca nuestra conversión. Fue tal su identificación con el Maestro, que san Esteban murió rezando con palabras similares a las de Cristo: «Oraba diciendo: “Señor Jesús, recibe mi espíritu”. Luego, cayendo de rodillas y clamando con voz potente, dijo: “Señor, no les tengas en cuenta este pecado”. Y con estas palabras murió» (Hch 7,59-60). Nuestra misión apostólica también se fundamenta en la oración y en la penitencia: «Sin la oración, sin la presencia continua de Dios; sin la expiación, llevada a las pequeñas contradicciones de la vida cotidiana; sin todo eso, no hay, no puede haber acción personal de verdadero apostolado»[3-6].
San Esteban murió en oración, perdonando a sus enemigos. Siguió perfectamente el ejemplo de su Señor que, en el último momento, había hecho lo mismo con quienes le crucificaron. Por ese motivo es un modelo para nuestra misión apostólica, que puede resumirse en la aventura de «ahogar el mal en abundancia de bien»[3-7]. Si el ambiente en el que nos movemos tiende a crisparse en algún momento, los hijos de Dios recordaremos que nuestra misión es la de ser «sembradores de paz y de alegría, de la paz y de la alegría que Jesús nos ha traído»[3-8]: «No se trata de campañas negativas, ni de ser anti-nada –decía san Josemaría–. Al contrario: vivir de afirmación, llenos de optimismo, con juventud, alegría y paz; ver con comprensión a todos: a los que siguen a Cristo y a los que le abandonan o no le conocen»[3-9].
«Esteban tenía por arma la caridad y con ella vencía en todas partes. Por amor de Dios no se cruzó de brazos ante los enfurecidos judíos; por amor del prójimo intercedía por los que le lapidaban; por amor argüía a los que estaban en el error, para que se corrigiesen; por amor rezaba por los lapidadores, para que no fuesen castigados. Apoyado en la fuerza de la caridad, venció la violenta crueldad de Saulo, y mereció tener por compañero en el Cielo al que tuvo como perseguidor en la tierra»[3-10]. Acudamos a santa María, reina de los apóstoles: ella nos dará la caridad y la fortaleza del primero de los mártires.
[3-1] San Fulgencio de Ruspe, Sermón 3.
[3-2] Francisco, ex. ap. Evangelii gaudium, nn. 9-10.
[3-3] Ibíd., n. 11.
[3-4] San Fulgencio de Ruspe, Sermón 3.
[3-5] San Josemaría, Carta 24-III-1930, n. 3b.
[3-6] San Josemaría, Apuntes íntimos, n. 74, 21-VII-1930.
[3-7] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 72.
[3-8] Ibíd., n. 30.
[3-9] San Josemaría, Surco, n. 864.
[3-10] San Fulgencio de Ruspe, Sermón 3.

27 de diciembre, san Juan, apóstol y evangelista
- El discípulo que Jesús amaba
- La paciencia de Dios nos transforma
- Amar como Jesús ama.
PEDRO Y JUAN, tras haber escuchado el testimonio de María Magdalena, corren hacia el sepulcro vacío del Señor. En este pasaje del evangelio de hoy, el cuarto evangelista se presenta a sí mismo como el discípulo «al que Jesús amaba» (Jn 20,2). ¿Por qué Juan, cuya fiesta celebramos, fue el discípulo amado, el predilecto de Cristo? Quizá fue porque era el más joven, o quizá porque era el que más necesitaba ese cariño especial… Puede ser que por su carácter fogoso o, simplemente, porque Jesús así lo quiso. Lo que sí sabemos es que san Juan estaba convencido de ser depositario del cariño inconfundible con que el Señor le trataba.
Sin embargo, todos podemos decir que somos amados de una forma especial, única y exclusiva por Dios. Es parte del misterio de su amor por nosotros. La fe nos lo asegura, pero nuestro corazón a veces se resiste un poco a creerlo. De hecho, «la Navidad nos recuerda que Dios sigue amando a cada hombre. A mí, a ti, a cada uno de nosotros, Él nos dice hoy: “Te amo y siempre te amaré, eres precioso a mis ojos”»[4-1]. En efecto, al igual como lo hizo con san Juan, «el Señor desea que cada uno de nosotros sea un discípulo que viva una amistad personal con él. Para realizar esto no basta seguirlo y escucharlo exteriormente; también hay que vivir con él y como él. Esto solo es posible en el marco de una relación de gran familiaridad, impregnada del calor de una confianza total. Es lo que sucede entre amigos»[4-2].
JUAN ERA IMPETUOSO, y Jesús lo sabía perfectamente cuando lo eligió. Por ejemplo, cuando no les reciben en Samaría, el discípulo amado le pregunta: «¿Quieres que digamos que baje fuego del cielo y los consuma?» (Lc 9,54). En otra ocasión, seguro de sí mismo, le contó a Jesús que habían prohibido expulsar demonios a uno que no iba con ellos (cfr. Mc 9,38). Jesús siempre escucha con paciencia. Cuántas horas debieron de haber compartido para encauzar aquel fuego devorador y hacer crecer en su alma la semilla de la caridad auténtica. «A veces sucede que oponemos a la paciencia con la que Dios trabaja el terreno de la historia, y trabaja también el terreno de nuestros corazones, la impaciencia de quienes juzgan todo de modo inmediato: ahora o nunca, ahora, ahora, ahora. Y así perdemos aquella virtud, la “pequeña” pero la más hermosa: la esperanza»[4-3].
Juan aprendió bien las lecciones del Maestro porque se sabía querido. Los evangelios nos permiten rastrear el cambio que se fue operando en Juan. En la carrera al sepulcro que leemos hoy, por ejemplo, le vemos menos fogoso, tiene la deferencia de esperar a Pedro para entrar: «Entonces entró también el otro discípulo que había llegado antes al sepulcro, vio y creyó» (Jn 20,8). Al final de su vida, repetirá incansablemente a los primeros cristianos lo que constituye la esencia del mensaje evangélico: «Queridísimos: amémonos unos a otros, porque el amor procede de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios, y conoce a Dios» (1 Jn 4,7). San Jerónimo narra cómo los discípulos de san Juan le preguntaban, al final de su vida, por qué repetía tanto esto; y cuenta cómo respondía el evangelista: «Porque este es el precepto del Señor y su solo cumplimiento es más que suficiente»[4-4].
«QUEREOS mucho unos a otros –repetía san Josemaría–. Y al decir esto, os digo lo que está en la entraña del cristianismo: Deus caritas est (1 Jn 4,8), Dios es cariño. ¿Os acordáis de aquel Juan (…)?». Entonces, el fundador del Opus Dei recordaba lo que decía el apóstol cuando estaba ya «viejo, viejo, viejo, aunque él se debía sentir joven, joven»[4-5]: que el mensaje cristiano se resume «no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó primero y envió a su Hijo, como propiciación por nuestros pecados» (1 Jn 4,10). Por eso, a los ojos de un cristiano, todas las personas son destinatarias del cariño infinito de Dios.
«Dios nos ha precedido con el don de su Hijo. Una y otra vez, nos precede de manera inesperada (...). Él siempre vuelve a comenzar con nosotros. No obstante, espera que amemos con Él. Él nos ama para que nosotros podamos convertirnos en personas que aman junto con Él y así haya paz en la tierra»[4-6]. Después de haber deseado que una lluvia de fuego devorase la ciudad de Samaría, Juan relata la escena de Jesús y la samaritana. Es el único evangelista que lo hace. Quizá ese relato fue fruto de alguna de las tantas conversaciones con el Maestro, que quería explicarle por qué debía amar a todos, tal como Dios Padre los ama.
Juan es, finalmente, el discípulo que recibe de Jesús el dulce encargo de cuidar a la Virgen María. ¿Quién cuidó de quién? Seguramente ambos cumplieron su misión llenos de gozo y agradecimiento. María, que contempló a todas las personas a través de su hijo, amó a Juan cumpliendo la última voluntad de Jesús. Podemos acudir a ella y a san Juan para que Dios ponga en nuestro corazón ese amor que se hace fecundo en los demás.
[4-1] Francisco, Homilía, 24-XII-2019.
[4-2] Benedicto XVI, Audiencia, 5-VII-2016.
[4-3] Francisco, Homilía, 2-II-2021.
[4-4] San Jerónimo, Comentario sobre la Epístola a los Gálatas, 3, 6.
[4-5] San Josemaría, Notas tomadas en una reunión familiar, 19-III-1964.
[4-6] Benedicto XVI, Homilía 24-XII-2010.

5. Meditaciones: 28 de diciembre, santos Inocentes.
- Las circunstancias en las que vino Jesús
- San José actúa con fe y realismo
- Los Inocentes y el dolor de las madres
«LEVÁNTATE, toma al niño y a su madre, huye a Egipto y quédate allí hasta que yo te diga, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo» (Mt 2,13). Con estas pocas palabras el ángel despierta a José para que salve la vida del Niño Jesús. Quizá nos ha llamado la atención que esta vez el relato no comenzase por un consolador no temas; esta vez sí que hay motivos para temer porque lo que está a punto de suceder es dramático. Un rey, por envidia y miedo, busca a Cristo para matarle. Jesús encuentra enemigos siendo todavía un niño frágil.
José, sin embargo, no se deja dominar por miedo y despierta delicadamente a María. Ayer mismo han disfrutado de la visita de los Magos. El olor a incienso y el brillo del oro que les han regalado siguen llenando el lugar donde descansan. Y, sin embargo, ya es necesario escapar, salir sin llamar la atención.
Podemos aprender del contraste de esta escena evangélica, al no perder de vista las sufrientes circunstancias en las que Dios quiso hacerse Niño. «Contemplar el pesebre es también contemplar este llanto, es también aprender a escuchar lo que acontece a su alrededor y tener un corazón sensible y abierto al dolor del prójimo (...). Contemplar el pesebre aislándolo de la vida que lo circunda sería hacer de la Navidad una linda fábula que nos generaría buenos sentimientos pero nos privaría de la fuerza creadora de la Buena Noticia que el Verbo Encarnado nos quiere regalar. Y la tentación existe»[5-1].
EN EL CORAZÓN de María se empieza a hacer presente la profecía de Simeón: «A tu misma alma la traspasará una espada» (Lc 2,35). La madre de Cristo se está acostumbrando a salir enseguida, sin precipitación pero sin demoras innecesarias. Esta vez tampoco hay tiempo para despedirse. ¿Por qué Jesús es una amenaza para Herodes? María y José tal vez no lo entienden pero no juzgan los planes divinos. No se rebelan. Rezan antes de salir para que Dios les proteja y les bendiga en este nuevo viaje. Las dificultades no les nublan la vista, aunque temen por el Niño.
A José, quizá, una vez más, le asalta la misma incertidumbre que en ocasiones anteriores: ante el embarazo de María, cuando partieron hacia Belén a pocos días de dar a luz, la falta de lugar en la posada y ahora la necesidad de huir en medio de la noche. San Josemaría se impresionaba ante su reacción: «¿Habéis visto qué hombre de fe? (...) ¡Cómo obedece! “Toma al Niño y a su Madre y huye a Egipto”, le ordena el mensajero divino. Y lo hace.¡Cree en la obra del Espíritu Santo!»[5-2]. El padre terrenal de Jesús ha asumido su misión y sabe que un minuto de retraso puede ser perjudicial. Contempla a María absolutamente abandonada en Dios y en él, así que deciden partir en medio de la oscuridad.
«San José fue el primer invitado a custodiar la alegría de la Salvación. Frente a los crímenes atroces que estaban sucediendo, san José –testimonio del hombre obediente y fiel– fue capaz de escuchar la voz de Dios y la misión que el Padre le encomendaba. Y porque supo escuchar la voz de Dios y se dejó guiar por su voluntad, se volvió más sensible a lo que le rodeaba y supo leer los acontecimientos con realismo (...). Al igual que san José, necesitamos coraje para asumir esta realidad, para levantarnos y tomarla entre las manos»[5-3].
POR ORDEN de Herodes, un pelotón de soldados sale de Jerusalén para «matar a todos los niños que había en Belén y toda su comarca, de dos años para abajo, con arreglo al tiempo que cuidadosamente había averiguado de los Magos» (Mt 2,16). La entera ciudad de David se llena del quejido de unas criaturas inocentes y del dolor de sus madres. «Se cumplió entonces lo dicho por medio del profeta Jeremías: una voz se oyó en Ramá, llanto y lamento grande: es Raquel que llora por sus hijos, y no admite consuelo, porque ya no existen» (Mt 2,17-18).
¿Cómo puede despertar tanta violencia una criatura indefensa? Esos niños han dado la vida por Jesús[5-4]. Mueren sin saber siquiera que mueren. Sus madres ven truncadas aquellas vidas inocentes y no saben por qué. Aparentemente no hay explicación para este suceso; representa el sufrimiento a primera vista inútil e injusto de unos niños que sellan con sus vidas la verdad que aún no conocen. María quizá imagina a estas madres rotas por el dolor, sin lágrimas suficientes para llorar tanto sufrimiento. No lo entiende, pero sabe que tiene un sentido y posiblemente empieza a atisbar que los planes de Dios no saldrán adelante sin mucho sacrificio.
El lenguaje se queda mudo ante semejante sufrimiento. María lo acoge en su corazón y guardó ese recuerdo toda la vida. Aquellos Inocentes dieron testimonio de Cristo, «non loquendo sed moriendo»[5-5], no hablando, sino muriendo, como «primicias para Dios y para el Cordero» (Ap 14,4). Quizá, con el pasar de los años, María encontró a alguna de aquellas mujeres de Belén. No sería fácil consolarla, pero seguramente tendría palabras para serenar y curar esos corazones: las vidas de aquellos Santos Inocentes se unirían a la de su Hijo.
[5-1] Francisco, Carta a los Obispos en la Fiesta de los Santos Inocentes, 28-XII-2016.
[5-2] San Josemaría, En diálogo con el Señor, meditación “San José, nuestro Padre y Señor”, n. 3.
[5-3] Francisco, Carta a los Obispos en la Fiesta de los Santos Inocentes, 28-XII-2016.
[5-4] Cfr. San Agustín, Sermón 373 en la Epifanía.
[5-5] Oración Colecta de la Misa.

6. Meditaciones: 29 de diciembre
- La vocación de Simeón a la esperanza
- Encontrar a Jesús en la Eucaristía
- Una espada traspasará tu alma
EL ESPÍRITU SANTO ha revelado a Simeón que no morirá hasta haber visto al Mesías. No es fácil imaginar la manera mediante la cual se lo comunicó. Podemos decir que Simeón tiene una vocación a la esperanza y, en cierto sentido, también nosotros estamos llamados a ella. Todos esperamos ver las obras del Mesías: su gracia que sana, la alegría y el gozo de la redención ya en esta tierra. En Simeón, todos hemos recibido una promesa de salvación que se cumple aquí abajo, en esta tierra, para nuestros ojos y para nuestros oídos. El Mesías no está lejos; ha bajado, se ha hecho uno de nosotros, podemos tocarlo.
Tampoco sabemos cómo descubrió Simeón al Niño. No se habla en el evangelio de ningún signo exterior. Todo parece indicar que fue el mismo Espíritu el que impulsó a Simeón a encontrarlo. Allí estaban María y José con su primogénito. Era inaudito que Dios se hiciera un niño, era impensable que Dios fuera hijo de una joven aparentemente tan normal. Nada la diferenciaba de las otras mujeres que les rodeaban, que también acudirían con sus hijos primogénitos para purificarse. María, aunque no lo necesitaba, ahí estaba, como una más, cumpliendo por amor y no por obligación los mandatos del Señor. De la misma manera, su hijo, Jesús, tampoco tenía por qué pagar por los pecados de los hombres, pero cargó con nuestras debilidades.
Nos puede desconcertar la forma en que Dios se mostró y se nos muestra cada día. Podemos ceder a la dispersión y no descubrirlo cuando pasa cerca de nosotros. Muchos le confundieron con uno más de los habitantes de Nazaret, uno de tantos visitantes del templo. La venida del Mesías y su plan para salvar a todos los hombres son discretos, profundos y delicados. Dios no se impone y por eso ha querido tomar nuestra carne. Podemos pedir a Dios que, como Simeón, abramos los ojos para contemplar la redención que está en marcha.
«AHORA, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz, según tu palabra: porque mis ojos han visto tu salvación» (Lc 2,29-30). ¿Estamos atentos para descubrir la salvación de Dios, su acción escondida y silenciosa, en todo lo que nos rodea? En la Misa participamos de manera directa en la salvación llevada a cabo por Jesús. Tocamos su gracia y nos apropiamos de sus méritos. Comemos su cuerpo y bebemos su sangre, de la que «una sola gota puede liberar de todos los crímenes al mundo entero»[6-1].
Simeón vio solamente una vez al Niño. Toda una vida de espera mereció la pena por ese instante. A nosotros, en cambio, nos puede suceder que, como Dios ha querido venir tan cerca en la Eucaristía, nos hayamos acostumbrado a tocar la salvación. Nos parece demasiado normal, demasiado parecido cada día. A veces nos gustaría una puesta en escena más espectacular. Frente a esa tentación podemos imitar a los pastores que estaban en vela cerca de Belén. Eran «personas que estaban a la espera de Dios y que no se resignaban a su aparente lejanía de su vida cotidiana. A un corazón vigilante se le puede dirigir el mensaje de la gran alegría: en esta noche os ha nacido el Salvador. Sólo el corazón vigilante es capaz de creer en el mensaje. Sólo el corazón vigilante puede infundir el ánimo de encaminarse para encontrar a Dios en las condiciones de un niño en el establo»[6-2].
«¡Cuántos años comulgando a diario! –Otro sería santo –me has dicho–, y yo ¡siempre igual!»[6-3]. Estamos convencidos de que lo divino es arrollador, entusiasmante, y por eso nos puede causar dolor nuestra aparente frialdad. Pero Dios cuenta también con ello. Simeón, por ejemplo, se preparaba todos los días para recibir al Mesías; cada vez tenía más ganas de verlo, cada día podía ser decisivo. El santo cura de Ars nos prevenía ante la nostalgia de lo extraordinario: «Más dichosos que los santos del Antiguo Testamento, no solamente poseemos a Dios por la grandeza de su inmensidad, en virtud de la cual se halla en todas partes, sino que le tenemos con nosotros como estuvo en el seno de María durante nueve meses, como estuvo en la cruz. Más afortunados aún que los primeros cristianos, quienes hacían cincuenta o sesenta leguas de camino para tener la dicha de verle; nosotros le poseemos en cada parroquia, cada parroquia puede gozar a su gusto de tan dulce compañía. ¡Oh, pueblo feliz!»[6-4].
LA ESPADA clavada en el corazón de la Madre de Jesús es el contrapunto desgarrador en una escena donde todo rezuma alegría y esperanza. Es la sombra que pone de relieve lo real de la escena. «María, en cambio, ante la profecía de la espada que le atravesará el alma, no dice nada. Acoge en silencio, al igual que José, esas palabras misteriosas que hacen presagiar una prueba muy dolorosa y expresan el significado más auténtico de la presentación de Jesús en el templo. En efecto, según el plan divino, el sacrificio ofrecido entonces de “un par de tórtolas o dos pichones, conforme a lo que se dice en la Ley” (Lc 2, 24), era un preludio del sacrificio de Jesús»[6-5].
Nuestra vida también es un cuadro con luces y sombras, un entretejerse de esperanza y desánimo, de lucha y derrotas. Dios lo sabe y en esa aparente fragilidad es donde aparece más cercano. Dios rechaza decididamente la ficción de un mundo perfecto, acabado y sin problemas; se encuentra en la fragilidad de lo cotidiano, en lo que parece sin brillo. Esa apuesta divina por la normalidad puede extrañar a muchas almas pero es la consecuencia de su opción por la libertad. Dios no levanta la voz, no fuerza la entrada en nuestras vidas. La señal que nos ofrece la Navidad es «la humildad de Dios llevada hasta el extremo (...). Dios que nos mira con ojos llenos de afecto, que acepta nuestra miseria, Dios enamorado de nuestra pequeñez»[6-6].
La Virgen, nuestra Madre, también aprendió a descubrir a Dios en su hijo recién nacido. Sus lágrimas, su hambre y su sueño son divinos y son, por eso, nuestra redención. «A partir de la profecía de Simeón, María une de modo intenso y misterioso su vida a la misión dolorosa de Cristo: se convertirá en la fiel cooperadora de su Hijo para la salvación del género humano»[6-7].
[6-1] Himno Adoro te devote.
[6-2] Benedicto XVI, Homilía, 24-XII-2008.
[6-3] San Josemaría, Camino n. 554.
[6-4] Santo Cura de Ars, Sermón sobre el Corpus Christi.
[6-5] San Juan Pablo II, Audiencia general, 18-XII-1996.
[6-5] Francisco, Homilía, 24-XII-2014.
[6-7] San Juan Pablo II, Audiencia general, 18-XII-1996.

7. Meditaciones: 30 de diciembre
- Ana, la profetisa, anuncia la llegada del Mesías
- Jesús crecía como un niño más
- Los tiempos de Dios
«CUANDO un silencio apacible lo envolvía todo y la noche llegaba a la mitad de su carrera, tu Palabra omnipotente, Señor, se lanzó desde el cielo, desde el trono real» (Sb 18,14-15). Así arranca la antífona de entrada de la Misa de hoy. En esta Octava de Navidad queremos vivir de este hecho prodigioso: Dios nos ha enviado su Palabra, se ha hecho carne, es uno de nosotros. Nos gustaría agradecer a la Trinidad todo lo que ha sucedido. Nos unimos a la voz de los ángeles que cantan sin cesar la gloria de Dios, su felicidad, es decir, nuestra salvación. El cielo está de fiesta y la tierra se contagia de este gozo.
Hoy, en la lectura del evangelio, aparece Ana, viuda desde hace muchos años. San Lucas la describe como una profetisa. Es significativo que Dios haya elegido a una humilde viuda para comunicar su nacimiento, en lugar de algún personaje conocido o prestigioso del pueblo. Todos los testigos del nacimiento de Jesús son personas corrientes a quienes no era sencillo que la sociedad creyera.
Quizá algunos pensaron que Ana estaba un poco confundida a causa del sufrimiento y la soledad de tantos años de viudez, o por el rigor de sus ayunos y oraciones. No sabemos si le hicieron caso. Pero el Señor quiso servirse de ella para anunciar el nacimiento del Mesías: «Llegando en aquel mismo momento, alababa a Dios y hablaba de él a todos los que esperaban la redención de Jerusalén» (Lc 2,38). En ocasiones, Dios elige a testigos que son aparentemente poco creíbles. Algo similar sucede con los pastores o volverá a pasar años después con María Magdalena, a quien los discípulos no creyeron. «Solo los que tienen el corazón como los pequeños —la gente sencilla— son capaces de recibir esta revelación: el corazón humilde, manso, el que siente la necesidad de rezar, de abrirse a Dios, porque se siente pobre»[7-1].
DESPUÉS de relatar el encuentro con Ana, el evangelio de hoy continúa narrando que la Sagrada Familia, tras haber cumplido todo lo que prescribía la ley, toma el camino de vuelta a Nazaret. Y termina con un versículo breve pero lleno de contenido, porque resume en pocas palabras gran parte de la vida oculta de Jesús: «El niño iba creciendo y fortaleciéndose lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba en él» (Lc 2,40). Dios asume los tiempos del crecimiento normal de un niño; no tiene prisa, quiere hacer la redención de ese modo tan natural y discreto.
San Josemaría dirigiéndose a la Virgen de Guadalupe en México pedía que en nuestros corazones crecieran «rosas pequeñas, las de la vida ordinaria, corrientes, pero llenas del perfume del sacrificio y del amor. He dicho de intento rosas pequeñas, porque es lo que me va mejor, ya que en mi vida sólo he sabido ocuparme de cosas normales, corrientes, y, con frecuencia, ni siquiera las he sabido acabar; pero tengo la certeza de que en esa conducta habitual, en la de cada día, es donde tu Hijo y Tú me esperáis»[7-2].
Durante treinta años, vuelve a hacerse silencio en la vida de Jesús, como antes de que naciera en Belén. Pero ese silencio es muy elocuente porque allí se está cumpliendo nuestra redención. Luego muchos dirán: «¿No es éste el hijo del artesano? ¿No se llama su madre María y sus hermanos Santiago, José, Simón y Judas?» (Mt 13,55). La naturalidad de la vida ordinaria fue también el camino que recorrió Jesús durante su adolescencia, su juventud y su madurez. Y de ahí tomamos ejemplo para la santificación de nuestro trabajo y nuestras relaciones; de lo de cada día y lo más cercano.
HEMOS ESPERADO nueve meses para que naciera Dios y ahora vamos a esperar treinta años hasta que comience su vida pública. Sin embargo, sabemos que la redención se está haciendo desde el mismo momento de la Anunciación. El sí de nuestra Madre a los designios divinos de salvación de los hombres ha puesto en marcha el plan trazado desde la eternidad por Dios. Es imparable, pero no sigue nuestro compás. Va despacio pero no da ningún paso atrás. «El mundo es redimido por la paciencia de Dios y destruido por la impaciencia de los hombres»[7-3]. Con frecuencia, la rutina nos vence y no somos capaces de encontrar a Dios en lo corriente, en lo repetido un día y otro.
«Cuando oigamos hablar del nacimiento de Cristo, guardemos silencio y dejemos que ese Niño nos hable; grabemos en nuestro corazón sus palabras sin apartar la mirada de su rostro. Si lo tomamos en brazos y dejamos que nos abrace, nos dará la paz del corazón que no conoce ocaso. Este Niño nos enseña lo que es verdaderamente importante en nuestra vida. Nace en la pobreza del mundo, porque no hay un puesto en la posada para Él y su familia. Encuentra cobijo y amparo en un establo y viene recostado en un pesebre de animales. Y, sin embargo, de esta nada brota la luz de la gloria de Dios. Desde aquí, comienza para los hombres de corazón sencillo el camino de la verdadera liberación y del rescate perpetuo»[7-4]. Nuestra salvación ya ha comenzado y la fidelidad de Dios dura por siempre.
Ana esperó durante muchos años la manifestación del Mesías, haciendo en su alma un espacio para que el Señor pudiera hablar. Quizá a veces reprochamos a Dios su silencio y en realidad somos nosotros quienes nos envolvemos en ruido que no nos deja oírlo. En medio de la noche y del silencio, Dios ha enviado su Palabra y es definitiva. No se arrepentirá de su alianza. María fue la que custodió ese silencio, esa normalidad, durante los nueves meses y después: podemos pedirle a ella ayuda y compañía en nuestro silencio, porque tampoco queremos perdernos la manifestación de su Hijo.
[7-1] Francisco, Homilía, 2-XII-2014.
[7-2] San Josemaría, Oración personal ante la Virgen de Guadalupe, 20-V-1970.
[7-3] Benedicto XVI, Homilía, 24-IV-2005.
[7-4] Francisco, Homilía, 24-XII-2015.

8. Meditaciones: 31 de diciembre
- El fin de año, ocasión para hacer balance
- Llevar al Señor lo que somos
- Gracias, perdón, ayúdame más
EL PRÓLOGO del evangelio de san Juan que leemos en la Misa es como un resumen de la Navidad. Nos dice que mientras unas personas reciben al Hijo de Dios y se convierten en hijos adoptivos, otras le ignoran y se quedan en las tinieblas. Hoy, último día del año, queremos poner toda nuestra vida ante ese Niño que nos ha nacido, nuestro Salvador. Es un buen momento para recapitular, para hacer balance y, sobre todo, para agradecer a Dios que ha querido estar al lado nuestro en todo momento.
Cada año que pasa, nos aproxima un poco más al cielo. Podemos pedir al Espíritu Santo que nos ilumine para hacer un examen de conjunto de este tiempo que se fue y que nos acerca a Dios. Hemos podido crecer, como Jesús, «en sabiduría, en edad y en gracia delante de Dios y de los hombres» (Lc 2,52). Un años más en el que el Señor, en este último día, quiere decirnos a cada uno aquellas palabras del Evangelio: «Muy bien, siervo bueno y fiel; como has sido fiel en lo poco, yo te confiaré lo mucho: entra en la alegría de tu señor» (Mt 25,21).
Eso nos gustaría hoy: pasar nuestros días en Belén, con Jesús, María y José, para ver nuestra vida desde Dios; entrar en sus sentimientos, en su pensamiento y en su voluntad, y así llenar nuestro corazón de un agradecimiento sin fin. Deseamos poder decir, con palabras del evangelio de la Misa, que «el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros, y hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad (...). De su plenitud todos hemos recibido, gracia por gracia» (Jn 1,14.16).
«EL VERBO se hizo carne, y habitó entre nosotros» (Jn 1,14). Queremos acercarnos al portal como lo hicieron los pastores, con el corazón rendido ante la maravilla que tenían de frente a sus ojos: «Acerquémonos a Dios que se hace cercano, detengámonos a mirar el belén, imaginemos el nacimiento de Jesús: la luz y la paz, la pobreza absoluta y el rechazo. Entremos en la verdadera Navidad con los pastores, llevemos a Jesús lo que somos, nuestras marginaciones, nuestras heridas no curadas, nuestros pecados. Así, en Jesús, saborearemos el verdadero espíritu de Navidad: la belleza de ser amados por Dios. Con María y José quedémonos ante el pesebre, ante Jesús que nace como pan para mi vida. Contemplando su amor humilde e infinito, digámosle sencillamente gracias: gracias, porque has hecho todo esto por mí»[8-1].
Como los pastores, queremos llevar hoy a Belén todo lo que somos: todo lo que hemos hecho y dejado de hacer en este año que acaba. Seguramente habrá muchas cosas buenas y también otras que no lo son. Quizá nos hemos acercado un poco más a Dios, aunque de una manera poco medible. En todo caso, estamos seguros de que «todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios» (Rm 8,28). Por eso nos llenamos de agradecimiento. Dios nos ha cuidado; ha estado con nosotros y nos ha acompañado. Te Deum laudamus. Te alabamos, Señor, desde el fondo de nuestra alma, te damos gracias porque eres bueno. Y todos los días te bendecimos. Y alabamos tu nombre por los siglos de los siglos[8-2].
«GRACIAS, perdón y ayúdame más». Quizá esta jaculatoria, que repetía el beato Álvaro del Portillo, puede servirnos hoy para encauzar nuestro diálogo íntimo con Jesús. San Agustín recomendaba una actitud constante de gratitud como la mejor forma de vivir: «¿Qué cosa mejor podemos traer en el corazón, pronunciar con la boca, escribir con la pluma, que estas palabras, “Gracias a Dios”? No hay cosa que se pueda decir con mayor brevedad, ni oír con mayor alegría, ni sentirse con mayor elevación, ni hacer con mayor utilidad»[8-3].
«Hoy es el día adecuado para acercarse al sagrario, al belén, al pesebre, para agradecer. Acojamos el don que es Jesús, para luego transformarnos en don como Jesús. Convertirse en don es dar sentido a la vida y es la mejor manera de cambiar el mundo: cambiamos nosotros, cambia la Iglesia, cambia la historia cuando comenzamos a no querer cambiar a los otros, sino a nosotros mismos, haciendo de nuestra vida un don»[8-4].Tantos regalos de Dios, tantos dones, tantos motivos para hacer de nuestra vida un don… y, por contraste, vemos también en nuestra vida la falta de correspondencia. Podemos acompañar nuestra gratitud con una petición de perdón a Dios por las veces en que no hemos sido generosos o por tantas ocasiones en las que hemos estado, simplemente, distraídos. Sabemos bien que si nos llenamos de buenos deseos no nos faltará nunca su gracia, porque «a cuantos lo recibieron les dio poder de ser hijos de Dios» (Jn 1,12).
Un buen objetivo para este año que comienza puede ser el de dejarnos ayudar más por Dios. No queremos hacer las cosas solos. Quizá el año que termina ha sido testigo de muchos intentos nuestros de contar únicamente con nuestras fuerzas y hemos comprobado que esa fórmula no funciona. «¡Gracias, perdón, ayúdame! En estas palabras se expresa la tensión de una existencia centrada en Dios. De alguien que ha sido tocado por el Amor más grande y vive totalmente de ese amor»[8-5]. Con la ayuda de la Virgen, nuestra madre, nos ilusiona durante este año que comienza apoyarnos más y más en la gracia de su Hijo.
[8-1] Francisco, Homilía, 24-XII-2016.
[8-2] Cfr. Himno Te Deum.
[8-3] San Agustín, Epistola 72.
[8-4] Francisco, Homilía, 24-XII-2019.
[8-5] Francisco, Carta con motivo de la beatificación de Álvaro del Portillo, 16-VI-2014.

9. Meditaciones: 1 de enero, María Madre de Dios
- Contemplar a María
- La maternidad de María
- Recibir a Jesús como hizo María
EL EVANGELIO de la fiesta de hoy relata cómo los pastores acuden presurosos a encontrar al Niño y reconocen en él lo que les habían anunciado los ángeles. El texto está lleno de expresiones de admiración, asombro y sorpresa: maravillarse, glorificar, alabar, ponderar... La Navidad provoca en nosotros estos mismos sentimientos. Queremos aprovechar todo lo que sucede en el portal para disfrutar del amor de Dios que se quiere derramar en nuestros corazones. Hoy lo hacemos de la mano de la Madre de Dios, que es también nuestra madre.
«Virgen, Madre del Rey que gobierna cielo y tierra por los siglos de los siglos»[9-1]. La salvación del mundo ha comenzado. El Rey del universo ha elegido a María para hacerla su madre. Este misterio no cabe fácilmente en nuestras cabezas, ni en nuestros pobres esquemas: Dios ha querido contar con el sí de una mujer, de una adolescente. La Virgen no se pregunta por qué había sido elegida precisamente ella, le basta saber que Dios está detrás, que es su voluntad. Y san Josemaría convierte este hecho en oración suya: «Señora, Madre nuestra: el Señor ha querido que fueras tú, con tus manos, quien cuidara a Dios: ¡enséñame –enséñanos a todos– a tratar a tu Hijo!»[9-2].
María contagia a su alrededor, en los belenes de ayer y de hoy, esta actitud de admiración. Todo lo que ve le lleva a dar gracias. No se detiene nunca para fijarse en ella, en los problemas, en las dificultades. Disfruta de la visita de los pastores, del cariño de su esposo, de la noche estrellada que ha contemplado este misterio. Y a su alrededor todos viven esta atmósfera de alegría. María es la mejor muestra de lo que hace Dios en los hombres y en las mujeres que se dejan querer.
«OH, DIOS, que por la maternidad virginal de santa María entregaste a los hombres los bienes de la salvación eterna, concédenos experimentar la intercesión de aquella por quien hemos merecido recibir al autor de la vida»[9-3]. Así reza la Oración Colecta de la Misa de hoy. Y podemos preguntarnos: ¿qué significa para mí que María sea Madre de Dios? ¿Cómo lo experimento personalmente? San Josemaría decía que «la Madre del Redentor nos precede y continuamente nos confirma en la fe, en la vocación y en la misión. Con su ejemplo de humildad y de disponibilidad a la voluntad de Dios nos ayuda a traducir nuestra fe en un anuncio del Evangelio alegre y sin fronteras. De este modo nuestra misión será fecunda, porque está modelada sobre la maternidad de María»[9-4]. Nuestra relación con Dios toma ejemplo de la vida de oración que tuvo María. Y ella está muy dispuesta a ayudarnos, pues «la Trinidad Santísima, al haber elegido a María como Madre de Cristo, Hombre como nosotros, nos ha puesto a cada uno bajo su manto maternal. Es Madre de Dios y Madre nuestra»[9-5].
Nos podemos preguntar, llenos de estupor, cómo es posible que se nos ofrezca una santidad como la de quien fue Madre de Dios: «¿Cómo podemos amar a Dios con toda nuestra mente si apenas podemos encontrarlo con nuestra capacidad intelectual? ¿Cómo amarlo con todo nuestro corazón y nuestra alma si este corazón consigue sólo vislumbrarlo de lejos y siente tantas cosas contradictorias en el mundo que nos oscurecen su rostro? Él ya no está lejos. No es desconocido. No es inaccesible a nuestro corazón. Se ha hecho niño por nosotros y así ha disipado toda ambigüedad. Dios se ha hecho don por nosotros. Se ha dado a sí mismo. Navidad se ha convertido en la fiesta de los regalos para imitar a Dios que se ha dado a sí mismo»[9-6]. Si acogemos ese don, si dejamos que el Señor nos regale su vida, seremos también nosotros don para los demás. Nos convertiremos, entonces, en regalo para Dios y para quienes nos rodean.
LOS ÁNGELES cantan a voces esta maravilla. Se asombran ellos mismos de que una mujer haya dado a luz al Hijo de Dios. No salen de su sorpresa y cantan el primer villancico de la historia: «Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres en los que Él se complace» (Lc 2,14). Entonan este canto de júbilo y se deleitan mirando a María, al Niño y a Dios Padre embelesado. Nuestras almas se serenan en el portal y descubrimos allí lo que llena de complacencia a Dios, lo que le enamora, lo que le entusiasma. Hemos venido corriendo, pero vamos recuperando el aliento. El suave canto de los ángeles es como una canción de cuna para dormir a Jesús y para acogernos a nosotros.
Nuestra experiencia nos ha demostrado muchas veces que no somos capaces de cumplir siempre y en todo la voluntad de Dios. Sin embargo, con la ayuda de la Virgen sí que podemos guardar su Palabra y ponderarla en nuestro corazón. Eso está a nuestro alcance. Así podemos estar seguros de que se cumplirá todo lo que nos ha dicho el Señor, su Palabra se puede encarnar en nuestras vidas, su sangre correrá por nuestras venas. Así lo aseguraba san Bernardo: «Toda la Trinidad gloriosa, y la misma persona del Hijo recibe de ella la sustancia de la carne humana, a fin de que no haya quien se esconda de su calor»[9-7].
Nosotros queremos calentarnos en esta noche fría dentro del portal. Nos gustaría que la oscuridad y la humedad no entraran en nuestra alma. Deseamos recibir a Jesús con la misma pureza, humildad y devoción con que lo hizo nuestra Madre; acoger su Palabra con la misma gracia y con igual alegría para derramarla, como ella, por el mundo entero.
[9-1] Solemnidad de Santa María, Madre de Dios, Antífona de entrada.
[9-2] San Josemaría, Forja, n. 84.
[9-3] Oración Colecta.
[9-4] Francisco, Homilía, 1-I-2014.
[9-5] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 275.
[9-6] Benedicto XVI, Homilía, 24-XII-2006.
[9-7] San Bernardo, Homilía en la octava de la Asunción, 2.

10. Meditaciones: 2 de enero
- La centralidad de Jesucristo: «Permaneced en mí»
- Unión con Cristo
- El Bautista, modelo de seguimiento del Señor
HEMOS COMENZADO un nuevo año. Jesucristo es el Señor del tiempo, de la historia, y queremos que sea también el centro de nuestras vidas. Se abre una nueva etapa para amar, para servir, para recorrer el camino en su presencia. Nos ilusiona que también este año «todo gire cada vez más en torno a su Persona»[10-1]. La venida del Mesías «es el acontecimiento cualitativamente más importante de toda la historia, a la que confiere su sentido último y pleno»[10-2]. Él llena nuestras jornadas y la entera existencia del cristiano. En estos primeros días aprovechamos para confiar a su divina Providencia las ilusiones y esperanzas que tenemos depositadas en el año que iniciamos.
La centralidad de Jesucristo viene formulada por el mismo Jesús, en el evangelio de san Juan, con la expresión «permaneced en mí». El discípulo amado está presente en el cenáculo, junto al Señor, y allí escuchó esa expresión de sus labios: «El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto» (Jn 15,5). El más joven de los apóstoles escribe su evangelio en último lugar: ha tenido más tiempo para reflexionar y madurar el misterio de Cristo. Y después de muchos años, el eco de estas palabras aún le sigue conmoviendo. Por eso encontramos la misma expresión en la primera de sus cartas, que leemos hoy en la liturgia de la Palabra: «Si permanece en vosotros lo que habéis oído desde el principio, también vosotros permaneceréis en el Hijo y en el Padre» (1 Jn 2,24). Es lo que sucede entre la vid y los sarmientos: estos reciben de ella toda su vida, sin ella pierden poco a poco la fuerza.
Permanecer, «esa palabra tan querida por el Señor que la repetirá muchas veces… Si permaneces en el Señor, en la Palabra del Señor, en la vida del Señor, serás un discípulo»[10-13]. Jesús quiere unir su vida con la nuestra; más aún, fusionarla. Permanecer en Él es vivir por él, con él y en él. Decía san Ambrosio: «Recoge el agua de Cristo (...). Llena de esta agua tu interior, para que tu tierra quede bien humedecida (...); y una vez lleno, regarás a los demás»[10-14].
PARA EL CRISTIANO, «vivir es Cristo. Y si, a veces, por debilidad, cansancio, o por tantas circunstancias de la vida, perdemos de vista esta realidad, Él siempre nos está esperando»[10-15]. San Josemaría expresaba esta necesidad de unión con Cristo con estas palabras: «Seguir a Cristo –venite post me et faciam vos fieri piscatores hominum (Mt 4, 19)– es nuestra vocación. Y seguirle tan de cerca que vivamos con Él, como los primeros Doce; tan de cerca que nos identifiquemos con Él, que vivamos su Vida, hasta que llegue el momento, cuando no hemos puesto obstáculos, en el que podamos decir con San Pablo: “No vivo yo, sino que Cristo vive en mí” (Gal 2,20)»[10-6].
Durante los días de Navidad, al contemplar al Niño recostado en un pobre pesebre, rodeado por el cariño de María, José, y por el calor de unos pocos animales, le mostramos nuestros deseos de amor y de unión con él. Si volvemos los ojos hacia él, tan pequeño y al mismo tiempo Rey del universo, nos sentiremos dulcemente impulsados a perseverar con firmeza durante este nuevo año, durante toda la vida, en la tarea de identificarnos con él: «Amemos a Cristo, busquemos siempre su proximidad, y parecerá fácil todo lo difícil»[10-7].
Durante una Navidad, san Josemaría le mostraba al Señor sus deseos de unión y de amor: «¡Oh, Jesús –le diré– quiero ser una hoguera de locura de Amor! Quiero que mi presencia sola sea bastante para encender al mundo, en muchos kilómetros a la redonda, con incendio inextinguible. Quiero saber que soy tuyo (...). Sufrir y amar. Amar y sufrir. ¡Magnífico camino! Sufrir, amar y creer: fe y amor. Fe de Pedro. Amor de Juan. Celo de Pablo. Aún quedan al borrico tres minutos de endiosamiento, buen Jesús, y manda... que le des más Celo que a Pablo, más Amor que a Juan, más Fe que a Pedro: El último deseo: Jesús, que nunca me falte la Santa Cruz»[10-8].
JUAN BAUTISTA aparece de nuevo en el evangelio de hoy, como sucedió durante el Adviento. Las autoridades del Templo envían a la otra orilla del Jordán sacerdotes y levitas para interrogarlo: «¿Tú quién eres?» (Jn 1,19). Le importunan con muchas preguntas, con la intención de acorralarlo: ¿eres el Mesías, eres Elías, eres un profeta? «¿Qué dices de ti mismo?» (Jn 1,22). Las respuestas del Bautista nos hablan de alguien que tiene la voluntad de Dios como horizonte de la propia vida. «Yo soy la voz que grita en el desierto» (Jn 1,23). Mi única misión –viene a decirles– es preparar a Israel para que reciba de corazón al Redentor.
Permanecer en Jesucristo es estar en comunión con él: que Jesús esté presente en nuestra inteligencia, en nuestra voluntad, en nuestro corazón, en nuestras obras. La prueba más evidente de permanecer en Jesucristo es guardar sus palabras y sus mandamientos; él mismo nos ha dicho que quien lo hace «permanece en Dios y Dios en él» (1Jn 3,24). Le pedimos al Señor el don de que cada uno de nosotros y todos los cristianos respiremos con el Evangelio. «Ahora, delante de Jesús Niño, podemos continuar –al hilo de unas palabras de san Josemaría– nuestro examen personal: ¿estamos decididos a procurar que nuestra vida sirva de modelo y de enseñanza a nuestros hermanos, a nuestros iguales, los hombres? ¿Estamos decididos a ser otros Cristos? No basta decirlo con la boca. Tú –lo pregunto a cada uno de vosotros y me lo pregunto a mí mismo–, tú, que por ser cristiano estás llamado a ser otro Cristo, ¿mereces que se repita de ti que has venido, facere et docere, a hacer las cosas como un hijo de Dios, atento a la voluntad de su Padre, para que de esta manera puedas empujar a todas las almas a participar de las cosas buenas, nobles, divinas y humanas de la redención? ¿Estás viviendo la vida de Cristo, en tu vida ordinaria en medio del mundo?»[10-9].
Nos alegramos con la Virgen María, feliz al tener en sus brazos al Salvador, fruto de su fidelísima escucha a la Voluntad de Dios. Por ella «el Verbo se ha hecho carne y habitó entre nosotros»[10-10]. Le pedimos que no nos «falte la fe, ni la valentía, ni la audacia para cumplir la voluntad de nuestro Jesús»[10-11].
[10-1] Mons. Fernando Ocáriz, Carta, 14-II-2017, n. 8.
[10-2] Benedicto XVI, Homilía, 31-XII-2006.
[10-3] Francisco, Homilía, 1-IV-2020.
[10-4] San Ambrosio, Epístola 2, 4 (PL 16, 880).
[10-5] Mons. Fernando Ocáriz, Carta, 5-IV-2017.
[10-6] San Josemaría, En diálogo con el Señor, meditación “Vivir para la gloria de Dios”, 1b.
[10-7] San Jerónimo, Epístola 22, 39.
[10-8] San Josemaría, Apuntes íntimos, día de los Santos Inocentes, 28-XII-1931.
[10-9] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 21.
[10-10] Liturgia de las horas, Vísperas del 2 de enero, responsorio breve.
[10-11] San Josemaría, Camino, n. 497.

11. Meditaciones: II domingo del Tiempo de Navidad
- La Palabra se ha hecho carne para que podamos escucharla
- Vivir el evangelio de cada día
- Dedicar un momento del día a su lectura
«EN EL PRINCIPIO existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios» (Jn 1,1). Hoy la liturgia proclama nuevamente, durante la Misa, el prólogo del evangelio de san Juan: un texto tan rico que vale la pena meditar varias veces para ahondar en su significado.
«Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros, y hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14). Toda la grandeza de Dios se ha concentrado en un niño recién nacido. Dios nos ha hablado, nos ha mandado su Palabra, se ha dirigido a cada uno. Pero su gloria no nos deslumbra; es sencilla, humilde, discreta. Quien no quiera escucharla no necesita taparse los oídos porque el Niño apenas emite algún sonido. Nace en un establo escondido para que nadie se sienta obligado a acompañarlo. Lo hallarán solo quienes desean libremente acogerlo.
Nosotros podemos pedir a la Virgen María, a san José y a nuestro ángel de la guarda que aumente nuestro deseo de tratar a este Niño, de dejarnos querer por él y de escuchar su frágil voz. Queremos llenarnos de la gracia y la verdad que contiene esta Palabra. Se nos ha dirigido un mensaje que deseamos custodiar: Dios nos ama, nos salva y quiere contar con nosotros para que su amor llegue hasta el último rincón de la tierra. «Emprendamos la marcha, vayamos a Belén, hacia ese Dios que ha venido a nuestro encuentro. Sí, Dios se ha encaminado hacia nosotros. No podríamos llegar hasta Él sólo por nuestra cuenta. La senda supera nuestras fuerzas. Pero Dios se ha abajado. Viene a nuestro encuentro. Él ha hecho el tramo más largo del recorrido. Y ahora nos pide: Venid a ver cuánto os amo. Venid a ver que yo estoy aquí»[11-1].
«LA GRACIA y la verdad nos han llegado por medio de Jesucristo –continúa diciendo el evangelio de san Juan–. A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios unigénito, que está en el seno del Padre es quien lo ha dado a conocer» (Jn 1,17). En Cristo podemos conocer la verdad y la bondad de Dios. Y para acercarnos a Jesucristo, para contemplar su Humanidad santísima, tratarlo como a un amigo y seguir sus huellas, necesitamos leer y meditar el evangelio.
San Josemaría tuvo una experiencia sorprendente por las calles de Madrid; escribe, un día de 1931: «Ayer por la mañana, en la calle de Santa Engracia, cuando iba yo a casa de Romeo, leyendo el cap. segundo de San Lucas, que era el que me correspondía leer, encontré a un grupo de obreros. Aunque yo iba bastante metido en mi lectura, oí que se decían en voz alta algo, sin duda preguntando qué leería el cura. Y uno de aquellos hombres contestó también en voz alta: “la vida de Jesucristo”. Como mis evangelios están en un libro pequeño, que llevo siempre en el bolsillo, y las cubiertas forradas con tela, no pudo aquel obrero acertar en su respuesta, más que por casualidad, por providencia. Y pensé y pienso que ojalá fuera tal mi compostura y mi conversación que todos pudieran decir al verme o al oírme hablar: éste lee la vida de Jesucristo»[11-2].
Leer la vida de Jesucristo nos ayuda a entrar en sintonía con el querer de Dios. Es una Palabra que no deja indiferente; tiene un poder transformador infinito porque está viva. Si la recibimos, nos cambia. Si la acogemos, nos vivifica. San Josemaría aconsejaba leer el evangelio con una actitud activa, para facilitar que la Palabra de Dios vaya configurando cada vez más nuestra realidad cotidiana: «Al abrir el Santo Evangelio, piensa que lo que allí se narra –obras y dichos de Cristo– no sólo has de saberlo, sino que has de vivirlo. Todo, cada punto relatado, se ha recogido, detalle a detalle, para que lo encarnes en las circunstancias concretas de tu existencia. –El Señor nos ha llamado a los católicos para que le sigamos de cerca y, en ese Texto Santo, encuentras la Vida de Jesús; pero, además, debes encontrar tu propia vida»[11-3].
«EL VERBO era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre» (Jn 1,9). Impulsados por estas palabras de san Juan, hoy pedimos al Señor que el brillo de la verdad guíe nuestras vidas; que nos haga cada vez más capaces de reconocer, como dirigidas a cada uno, las palabras, gestos y acciones del Maestro; que aprendamos a meternos en las escenas de los evangelios para pasar el día con Jesús en su recorrido por Galilea y Judea. Queremos, así, ser testigos de sus milagros y curaciones; queremos escucharle hablar del amor incondicional e infinito de su Padre por nosotros.
Para entrar en la vida del Señor necesitamos dedicar un momento de nuestro día a leer el evangelio. Precisamente el Domingo de la Palabra de Dios ha sido instituido para que los cristianos recordemos, una vez más, el gran valor que esta Palabra ocupa en nuestra existencia cotidiana. «Hagamos espacio dentro de nosotros a la Palabra de Dios. Leamos algún versículo de la Biblia cada día. Comencemos por el Evangelio; mantengámoslo abierto en casa, en la mesita de noche, llevémoslo en nuestro bolsillo o en el bolso, veámoslo en la pantalla del teléfono, dejemos que nos inspire diariamente. Descubriremos que Dios está cerca de nosotros, que ilumina nuestra oscuridad y que nos guía con amor a lo largo de nuestra vida»[11-4]. Tal vez un buen propósito para este año que acaba de comenzar puede ser el de gustar y ver qué bueno es el Señor a través de las páginas del evangelio. Le pedimos al Espíritu Santo que aprendamos a escuchar allí el susurro divino que nos hace sentir acompañados, inspirados, comprendidos.
La Virgen María es la que mejor recibió esa Palabra y la hizo carne de su carne. En ella se cumplen a la perfección las palabras de san Juan: «A cuantos le recibieron les dio la potestad de ser hijos de Dios» (Jn 1,12). María ha entendido que esa Palabra era para ella: aquel día en que vino a verla el arcángel san Gabriel y cada día de su vida.
[11-1] Benedicto XVI, Homilía, 24-XII-2009.
[11-2] San Josemaría, Apuntes íntimos, Cuaderno V, n. 521 (30-XII-1931).
[11-3] San Josemaría, Forja, n. 754.
[11-4] Francisco, Homilía en el Domingo de la Palabra de Dios, 26-I-2020.

12. Meditaciones: 3 de enero Ssmo nombre de Jesús
- El nombre de Jesús significa “Dios salva”
- Como óleo derramado
- Rezar en su nombre y llevarlo a todas partes
LA IMPOSICIÓN del nombre tenía mucha importancia en las culturas semitas ya que subrayaba la misión para la que una persona era llamada. En Israel se imponía el nombre durante la circuncisión, el momento en que el niño era incorporado a la descendencia de Abrahán. Así sucedió con Jesús, a los ocho días de su nacimiento (cfr. Lc 2,21). Dios le comunica a José, por medio del ángel, el nombre que debía poner al hijo de María: «Dará a luz un Hijo y le pondrás por nombre Jesús, porque Él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,20-21). Hoy celebramos precisamente la fiesta dedicada al Santísimo Nombre del Señor. La antífona de la Misa resume bien el sentido de la celebración, cuando nos invita a adorar con reverencia al Niño que en estos días contemplamos recostado en un pesebre: «Al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: “Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre”»[12-1].
A algunas personas especialmente destacadas en la historia de la salvación Dios les cambia el nombre como símbolo del cometido que les confía. Así sucedió, por ejemplo, con Abram, que pasó a ser llamado Abraham, porque sería padre de una multitud de pueblos; Jacob recibió el nombre de Israel, porque había luchado con Dios y había vencido; y a Simón, Jesucristo mismo le llamará Cefas –Pedro–, porque será la roca sobre la que se edificará la Iglesia. En el caso de Jesús, Dios mismo interviene para que el nombre del Verbo Encarnado significase exactamente la misión redentora que venía a realizar: «Yahvé salva».
San Bernardino de Siena impulsó en su época la devoción al nombre de Jesús y, como fruto de su empeño, se lo añadió a las palabras de santa Isabel que repetimos en el avemaría. «El gran fundamento de la fe es el nombre de Jesús, que hace hijos de Dios», afirmaba el santo italiano. La fe «consiste en el conocimiento y la luz de Jesucristo, que es la luz del alma, la puerta de la vida, el fundamento de la salvación eterna»[12-2]. De ahí que recemos en la Oración colecta de la Misa de hoy: «Oh, Dios, que cimentaste en la encarnación de tu Verbo la salvación del género humano, concede a tu pueblo la misericordia que implora, para que todos sepan que no ha de ser invocado otro nombre que el de tu Unigénito».
«TU NOMBRE es como óleo derramado» (Ct 1,3), dice el Cantar de los Cantares refiriéndose al Esposo. El nombre de Jesús es, efectivamente, como un aroma que esparce su perfume por toda la casa. Continuando con esta comparación, san Bernardo de Claraval observa que el óleo posee tres cualidades que se pueden aplicar al nombre de Jesús: así como el aceite «es luz, comida y medicina», también el dulcísimo nombre de Jesús «brilla cuando es predicado, alimenta cuando es comido, unge y mitiga los males cuando es invocado»[12-3].
En primer lugar, Jesús es luz que resplandece en medio de las tinieblas, brillo que deseamos que reluzca en nuestro comportamiento. Para recibir esa luz de Cristo, hemos de abrir los ojos del alma y limpiarlos con el colirio de los sacramentos. «Ut videam, ut videamus, ut videant!», nos invitaba a repetir san Josemaría: que con nuestra mirada limpia hagamos limpias las vidas de muchos otros. En segundo lugar, Jesús es también alimento del alma. Al pronunciar su nombre, nuestro corazón se llena de gozo. «El leer me fastidia, si no leo el nombre de Jesús –continúa san Bernardo–. El hablar me disgusta, si no habla de Jesús. Jesús es miel en la boca, melodía en el oído, júbilo en el corazón»[12-4].
En último lugar, su precioso nombre es medicina para nuestra debilidad. «Nada hay más propio para detener el ímpetu de la ira, abatir la hinchazón del orgullo, curar las llagas de la envidia, contener los ataques de la lujuria, apagar el fuego de la concupiscencia, calmar la sed de la avaricia y desterrar todos los apetitos desordenados»[12-5]. Con ocasión de esta fiesta, podemos pedir al Espíritu Santo que derrame este óleo santo en nuestros corazones, en nuestros labios y en nuestras obras. Así, nos uniremos al salmista que en la liturgia de hoy aclama: «Señor, Señor nuestro, ¡qué admirable es tu nombre por toda la tierra!» (Sal 8,1).
«EN VERDAD, en verdad os digo: si pedís al Padre algo en mi nombre, os lo concederá. Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre; pedid y recibiréis, para que vuestra alegría sea completa» (Jn 16,23-24). De esta manera alentaba el Señor a sus apóstoles en la víspera de su pasión. Fiados en la palabra misma del Señor, podemos invocar frecuentemente su santo nombre. Como decía santa Teresa: «Miremos al glorioso san Pablo, que no parece se le caía de la boca siempre Jesús, como quien le tenía bien en el corazón»[12-6].
San Josemaría, a su vez, nos enseñó una jaculatoria estupenda: «Iesu, Iesu, esto mihi semper Iesus!»: Jesús, Jesús, sé para mí siempre Jesús. Si la repetimos con frecuencia nos pasmaremos de sus efectos, sobre todo cuando nos sintamos tristes, preocupados o cansados. «Yo le llamo Jesús, sin miedo, a solas», nos decía. «Aquí, junto al Sagrario, no me da vergüenza invocarle por su nombre. Hijo mío, dile tú también que le amas, que le amarás siempre. ¡Cada vez más!»[12-7]. Es misión nuestra –misión de cristianos corrientes– difundir la fragancia de este nombre a nuestro alrededor.
«Este nombre ha de ser publicado para que brille, no debe quedar escondido. Pero no puede ser predicado con un corazón manchado o una boca impura, sino que ha de ser colocado y mostrado en un vaso escogido»[12-8], continuaba san Bernardino. El sacerdocio real –sello divino del Bautismo y la Confirmación– «nos capacita para llevar el nombre de Cristo a todos los ambientes donde trabajan y viven los hombres. Pero no me olvidéis que el apostolado, para que sea verdaderamente eficaz, ha de fundamentarse en una unión profunda, habitual, diaria, con Jesucristo Señor Nuestro»[12-9]. ¡Con qué acento y ternura resonaría el nombre de Jesús en labios de su Madre y de san José! Les suplicamos con confianza que nos recuerden su nombre bendito para tenerlo permanentemente en nuestro corazón.
[12-1] Misa del Santísimo Nombre de Jesús, Antífona de entrada.
[12-2] San Bernardino de Siena, Sermón 49, Sobre el glorioso nombre de Jesucristo, cap. 1.
[12-3] San Bernardo, Sermón 15, Sobre el Cantar de los cantares, II, n. 4.
[12-4] San Bernardo, Sermón 15, Sobre el Cantar de los cantares, III, n. 6.
[12-5] Ibíd.
[12-6] Santa Teresa, Libro de su vida, cap. 22.
[12-7] San Josemaría, Notas de una meditación, 13-IV-1954.
[12-8] San Bernardino de Siena, Sermón 49, Sobre el glorioso nombre de Jesucristo, cap. 2.
[12-9] Beato Álvaro del Portillo, Carta, 1-IV-1985.

14. Meditaciones: 4 de enero
- Somos verdaderamente hijos de Dios
- La experiencia del encuentro con Jesús
- Oración de agradecimiento y petición
EN LA LITURGIA de la Palabra leemos, durante estos primeros días del nuevo año, la primera carta del apóstol Juan, escrita en Éfeso a la vuelta de su destierro en Patmos. El tema central de la carta, sobre el que san Juan vuelve una y otra vez, es la comunión del cristiano con Dios, que se da a través de la fe en Jesucristo y la caridad fraterna.
«Dios es amor», dice varias veces el apóstol a lo largo de la carta. También señala que Dios es es fuente de todo lo que existe y que el cristiano es constituido hijo de Dios por el amor. Somos sus hijos realmente y no en sentido figurado o poético (cfr. 1Jn 3,1). Y a raíz de esta filiación, podemos ser llamados propiamente nacidos de Dios. Así lo leemos hoy en la primera lectura: «Todo el que ha nacido de Dios no comete pecado, porque su germen permanece en él, y no puede pecar, porque ha nacido de Dios. En esto se reconocen los hijos de Dios» (1Jn 3,9-10).
«Nos sabemos hijos de Dios, hijos muy queridos de Dios», decía san Josemaría en la Nochebuena de 1967. «Esta noche el Señor, por su Madre, nos mandará tantas gracias nuevas: para que aumentemos en el amor y en la filiación divina (...). Mirad, hijos míos, mirad qué agradecimiento debemos rendir a ese Hermano nuestro, que nos hizo hijos del Padre. ¿Habéis visto a esos hermanitos vuestros, a esas pequeñas criaturas, hijas de vuestros parientes, que necesitan de todo y de todos? Así es el Niño Jesús. Es bueno considerarle así, inerme. Siendo el todopoderoso, siendo Dios, se ha hecho Niño desvalido, desamparado, necesitado de nuestro amor. Pero en aquella fría soledad, con su Madre y San José, lo que Jesús quiere, lo que le dará calor, es nuestro corazón. Por lo tanto ¡arranca del corazón todo lo que estorbe! Tú y yo, hijo mío, vamos a ver todo aquello que estorba en nuestro corazón... ¡Fuera! Pero de verdad. Lo repite San Juan en el capítulo primero: Quotquot autem receperunt eum dedit eis potestatem filios Dei fieri (Jn 1,12). Nos ha dado la potestad de ser hijos de Dios. Ha querido Dios que seamos hijos suyos»[14-1].
DOS PESCADORES de Cafarnaún, Juan y Andrés, seguían a Juan Bautista, al que consideraban un gran profeta. Un día pasó Jesús a su lado y el Bautista afirmó: «Este es el Cordero de Dios» (Jn 1,36). Sus discípulos, «al oírle hablar así, siguieron a Jesús» (Jn 1,37). A partir de ese encuentro, nada volverá a ser como antes. «Llenos de curiosidad, decidieron seguirle a distancia, casi tímidos y sin saber qué hacer, hasta que Él mismo, volviéndose, preguntó: “¿Qué buscáis?”, suscitando aquel diálogo que dio inicio a la aventura»[14-2]. Juan y Andrés siguieron a Jesús, le hicieron preguntas, «vieron dónde vivía y se quedaron con Él» (Jn 1,39): aquel día se convirtieron en apóstoles para siempre.
«Es Jesús quien toma la iniciativa. Cuando Él está en medio, la pregunta siempre se da la vuelta: de interrogantes se pasa a ser interrogados, de “buscadores” nos descubrimos “encontrados”; es Él, de hecho, quien desde siempre nos ha amado primero (cfr. 1Jn 4,10). Ésta es la dimensión fundamental del encuentro: no hay que tratar con algo, sino con Alguien, con “el que Vive”. Los cristianos no son discípulos de un sistema filosófico: son los hombres y las mujeres que han hecho, en la fe, la experiencia del encuentro con Cristo (cfr. 1Jn 1,1-4)»[14-3].
Los dos amigos, Juan y Andrés, no sabían con claridad quién era realmente Jesús. Necesitarán tiempo –años de convivencia y de escucha– para comprender el misterio del Hijo de Dios. Sin miedo, también nosotros atravesamos el umbral de su casa para hablar con el Maestro cara a cara, para escuchar y meditar su Palabra, para abrir nuestro corazón como se hace con un amigo. En el silencio de la oración aprendemos a conocer al Señor. La misma pregunta de los discípulos, insistente y audaz –«Maestro, ¿dónde vives?»– surge también en nuestra alma. «Aprended a escuchar de nuevo, en el silencio de la oración, la respuesta de Jesús: “Venid y veréis”»[14-4].
«HAGAMOS, por tanto, una oración de hijos y una oración continua –alentaba san Josemaría durante una Navidad–. “Oro coram te, hodie, nocte et die” (Ne 1,6); oro delante de ti noche y día. ¿No me lo habéis oído decir tantas veces: que somos contemplativos, de noche y de día, incluso durmiendo; que el sueño forma parte de la oración? Lo dijo el Señor: “Oportet semper orare, et non deficere” (Lc 18,1). Hemos de orar siempre, siempre. Hemos de sentir la necesidad de acudir a Dios, después de cada éxito y de cada fracaso en la vida interior. Especialmente en estos casos, volvamos con humildad, a decir al Señor: ¡a pesar de todo, soy hijo tuyo! Hagamos el papel del hijo pródigo.Como dice en otra parte la Escritura: orando siempre, no con largas oraciones vocales (cfr. Mt 6,7), sino con oración mental sin ruido de palabras, sin gesto externo. ¿Dónde oramos? “In angulis platearum…” (Mt 6,5). Cuando andamos por medio de las calles y de las plazas, debemos estar orando constantemente»[14-5].
Aquel día, san Josemaría sugería elevar acciones de gracias por la Navidad y alentaba a quienes le escuchaban a soñar en la oración, a pensar en grande, a pedir que se hiciera la voluntad de Dios en tantas almas. «¿Y cómo vamos a orar? Orar con acción de gracias. Demos gracias a Dios Padre, demos gracias a Jesús, que se hizo niño por nuestros pecados; que se abandonó, sufriendo en Belén y en la Cruz con los brazos abiertos, extendidos, con gesto de Sacerdote Eterno (...). Y también la petición. ¿Qué hemos de pedir? ¿Qué pide un niño a su padre? Papá..., ¡la luna!: cosas absurdas. Pedid y recibiréis, llamad y se os abrirá (Mt 7,7). ¿Qué no podemos pedir a Dios? A nuestros padres les hemos pedido todo. Pedid la luna y os la dará; pedidle sin miedo todo lo que queráis. Él siempre os lo dará, de una manera o de otra. Pedid con confianza»[14-6].
En la casa donde vive Jesús encontramos también la presencia dulce de María. A ella le pedimos que sepamos vivir como hijos nacidos de Dios e ir al encuentro de Jesús para habitar en su casa.
[14-1] San Josemaría, En diálogo con el Señor, meditación “Rezar sin interrupción, 1a-2b.
[14-2] San Juan Pablo II, Mensaje para la XII Jornada Mundial de la Juventud (París, 1997), 15-VIII-1996.
[14-3] Ibíd.
[14-4] Ibíd..
[14-5] San Josemaría, En diálogo con el Señor, meditación “Rezar sin interrupción”, 2c-2d.
[14-6] Ibíd., 3b-3c.

15. Meditaciones: 5 de enero
- Como Jesús, dar la vida por los demás
- Amar de verdad y con obras
- «Ven y verás»: es Jesús quien atrae a las almas
MAÑANA celebraremos la Epifanía. Los Magos de Oriente hacen un largo viaje buscando al Niño. Al encontrarle en Belén «le adoraron; abrieron sus tesoros y le ofrecieron presentes» (Mt 2,11). Los Magos entregan a María y José unos regalos que están cargados de significado. La Tradición ha interpretado que el oro simboliza la realeza del recién nacido, el incienso su divinidad y la mirra su muerte redentora: Rey, Dios y Salvador. Este Niño, encarnación del Creador, viene a morir por nosotros.
Desde la cuna está ya incoada la cruz. En cierto sentido se puede atisbar esa relación comparando unas palabras de san Lucas al inicio y al final de su evangelio. Ante el nacimiento, señala: «Y dio a luz a su hijo primogénito; lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el aposento» (Lc 2,7); y, en el momento de la muerte, escribe: «Lo descolgó, lo envolvió en una sábana y lo puso en un sepulcro excavado en la roca, donde nadie había sido colocado todavía» (Lc 23,53). El cuerpo de Jesús es recostado dos veces: en el pesebre y en el sepulcro. También en la primera carta de san Juan que estamos leyendo estos días en la Misa se expresa, de manera distinta, el mismo misterio: «En esto hemos conocido el amor: en que Él dio su vida por nosotros» (1Jn 3,16). Esta afirmación tiene la fuerza del testigo directo: Juan estuvo en el Gólgota, vio cómo el Maestro se abrazaba a la cruz, palpó de primera mano su amor hasta el último suspiro. Juan sabe que el amor de Cristo no son solo palabras.
«También nosotros debemos dar nuestra vida por los hermanos», añade, a continuación (1Jn, 3,16). Estas palabras de la liturgia de hoy señalan el camino que los discípulos de Jesús hemos de seguir. Nos confiaba san Josemaría: «¡Con cuánta insistencia el Apóstol San Juan predicaba el mandatum novum! –“¡Que os améis los unos a los otros!”–. Me pondría de rodillas, sin hacer comedia –me lo grita el corazón–, para pediros por amor de Dios que os queráis, que os ayudéis, que os deis la mano, que os sepáis perdonar. –Por lo tanto, a rechazar la soberbia, a ser compasivos, a tener caridad; a prestaros mutuamente el auxilio de la oración y de la amistad sincera»[15-1].
«HIJOS MÍOS, no amemos de palabra y de boca, sino de verdad y con obras. En esto conoceremos que somos de la verdad» (1 Jn 3,18), dice san Juan en su carta. «El amor no admite excusas: el que quiere amar como Jesús amó, ha de hacer suyo su ejemplo (...). El modo de amar del Hijo de Dios lo conocemos bien, y Juan lo recuerda con claridad. Se basa en dos pilares: Dios nos amó primero (cfr. 1Jn 4,10.19); y nos amó dando todo, incluso su propia vida (cfr. 1Jn 3,16). Un amor así no puede quedar sin respuesta. Aunque se dio de manera unilateral, es decir, sin pedir nada a cambio, sin embargo inflama de tal manera el corazón que cualquier persona se siente impulsada a corresponder, a pesar de sus limitaciones y pecados»[15-2].
Movidos por la fuerza del amor de Jesús, los primeros discípulos salen inmediatamente a contar a sus amigos y familiares el encuentro que han tenido. Así vemos a Andrés que, después de pasar un día en el Jordán en su compañía, llevó a su hermano Simón hasta donde estaba Cristo (cfr. Jn 1,42). El evangelio de hoy, por su parte, nos narra el encuentro de Felipe con Jesús y su reacción inmediata al tropezarse con su amigo Natanael. Felipe «le dice: Aquel de quien escribieron Moisés en la ley y los profetas, lo hemos encontrado: Jesús, hijo de José, de Nazaret» (Jn 1,45). Ante la indiferencia de Natanael, que considera Nazaret un pueblo insignificante, que no estaba ni siquiera citado en la Escritura, «Felipe le contestó: ven y verás» (Jn 1,43-51).
Llevar a las personas hacia su encuentro personal con Jesús es quizá la manifestación más grande de amor. Felipe no se puede contener después de haber escuchado de labios del Maestro la llamada: «Sígueme» (Jn 1,43). El fuego de su corazón le pide que hable, que anime, que comparta esa alegría que le llena. Necesita contarle a Natanael que –sin saber muy bien cómo, ni por qué motivo– le ha tocado inesperadamente el mayor de los regalos.
A SAN JOSEMARÍA le gustaba recordar que el Señor hace las cosas «antes, más y mejor» de lo que nosotros pensamos. Su bondad infinita supera nuestras expectativas y nuestros sueños. Sus discípulos partimos de esta seguridad a la hora de dar testimonio de nuestra fe. No hacemos una labor nuestra: las almas son suyas, nosotros sencillamente trabajamos para su viña. Felipe habla con su amigo porque está convencido de que Jesús no defrauda a nadie y esta es también nuestra certeza. Sabemos bien que es Jesús quien atrae a las almas, es la experiencia de la vida con el Señor la que transforma la vida. Del mismo modo que nos ha sucedido a nosotros, confiamos en que las personas que amamos también serán ganadas por Él. Esa es la esperanza que nos impulsa al apostolado.
Los discípulos «desde aquel día se transformaron en “testimonios” tan apresados por el amor (cf. Flp 3,12) hacia su Maestro y por la belleza seductora de su mensaje que se hallaron dispuestos a afrontar incluso la muerte, con tal de no traicionar el compromiso con Él (...). Cristo no sólo continúa dirigiendo a algunos la invitación al don total de sí con una palabra personal y secreta, que despierta ecos profundos en el corazón, sino que sale también al encuentro de todos los hombres, de cada uno de vosotros, para plantearle personalmente la pregunta que dirigió al joven ciego: “¿Crees en el Hijo del Hombre?” (Jn 9,35). A quien responde afirmativamente, Él da el encargo de hacerse testigo en el mundo de esta elección»[15-3].
Desde su cátedra de Belén, Dios Niño nos abre los ojos con una lección de entrega completa a los demás, haciéndose así de pequeño para atraer a todos. María es testigo de ese amor divino; lo tiene, de hecho, en sus manos.
[15-1] San Josemaría, Forja, n. 454.
[15-2] Francisco, Mensaje en la I Jornada mundial de los pobres, 19-XI-2017.
[15-3] San Pablo VI, Discurso a los estudiantes de Roma, 25-II-1978.

16. Meditaciones: Epifanía del Señor
- Los Magos representan a todas las naciones
- Llevar la Redención a todas las almas
- Iluminar con nuestra propia vida
«NO HACE mucho –decía san Josemaría–, he admirado un relieve en mármol, que representa la escena de la adoración de los Magos al Niño Dios. Enmarcando ese relieve, había otros cuatro ángeles, cada uno con un símbolo: una diadema, el mundo coronado por la cruz, una espada, un cetro. De esta manera plástica, utilizando signos conocidos, se ha ilustrado el acontecimiento que conmemoramos hoy: unos hombres sabios –la tradición dice que eran reyes– se postran ante un Niño, después de preguntar en Jerusalén: “¿dónde está el nacido rey de los judíos?” (Mt 2, 2)»[16-1].
Epifanía quiere decir aparición o manifestación. Celebramos llenos de alegría la manifestación del Señor a todas las naciones, representadas en estos Magos que llegan de Oriente. Después de los pastores, el Señor se da a conocer a estos misteriosos personajes. En la Epifanía, Dios presenta a su Hijo «a los pueblos gentiles por medio de una estrella»[16-2]. Se descubre «la hermosa realidad de la venida de Dios para todos: cada nación, lengua y población es acogida y amada por Él. El símbolo de esto es la luz, que alcanza e ilumina todo»[16-3]. El Niño recién nacido es el Mesías prometido a los israelitas pero su misión redentora se extiende a todos los pueblos de la tierra. «Celebramos a Cristo, meta de la peregrinación de los pueblos en búsqueda de la salvación»[16-4].
El evangelio nos cuenta que los Magos «entraron en la casa, vieron al niño con María, su madre, y cayendo de rodillas lo adoraron» (Mt 2,11). En su adoración vemos representadas a millones de personas de todos los rincones de la tierra que se ponen en camino, llamadas por Dios, para adorar a Jesucristo. Este es el sentido pleno de la profecía de Isaías: «¡Levántate, Jerusalén, resplandece!, que ya se alza tu luz y se levanta sobre ti la gloria del Señor» (Is 60,1). El profeta dirige su voz a la ciudad santa, figura de la Iglesia, la nueva Jerusalén, luz de las naciones. De todas partes vendrán reyes y pueblos, atraídos por los destellos de su gloria. Madre y maestra de todos los pueblos, la Iglesia los acoge en su seno y los presenta como preciada dote a Cristo.
HAN PASADO más de veinte siglos desde la adoración de los Magos y ese largo desfile de personas de todo el mundo no ha hecho más que comenzar. «Se acordarán y se convertirán al Señor los enteros confines de la tierra, se postrarán en su presencia todas las familias de las naciones» (Sal 21,28). La labor evangelizadora de los primeros cristianos fue muy honda, llegaron a extender la fe por todo el mundo conocido, sembraron a voleo y los frutos no se hicieron esperar. Desde entonces, nuevas gentes se acercaron –y continúan haciéndolo– hasta Jesús y María. Del mismo modo, llegamos también nosotros, de todas las latitudes, de todas las razas y lenguas. «Levanta la vista en torno, mira: todos esos se han reunido, vienen hacia ti; llegan tus hijos desde lejos» (Is 60,4).
«Es necesario repetir una y otra vez –utilizando unas palabras de san Josemaría– que Jesús no se dirigió a un grupo de privilegiados, sino que vino a revelarnos el amor universal de Dios. Todos los hombres son amados de Dios, de todos ellos espera amor. De todos, cualesquiera que sean sus condiciones personales, su posición social, su profesión u oficio. La vida corriente y ordinaria no es cosa de poco valor: todos los caminos de la tierra pueden ser ocasión de un encuentro con Cristo, que nos llama a identificarnos con Él, para realizar –en el lugar donde estamos– su misión divina. Dios nos llama a través de las incidencias de la vida de cada día, en el sufrimiento y en la alegría de las personas con las que convivimos, en los afanes humanos de nuestros compañeros, en las menudencias de la vida de familia. Dios nos llama también a través de los grandes problemas, conflictos y tareas que definen cada época histórica, atrayendo esfuerzos e ilusiones de gran parte de la humanidad»[16-5].
Nuestra misión es la misma que la de aquellos primeros cristianos: «Somos para la masa, hijos míos, para la multitud. No hay alma a la que no queramos amar y ayudar, haciéndonos todo para todos: “omnibus omnia factus sum” (1Cor 9,22). No podemos vivir de espaldas a ninguna inquietud, a ninguna necesidad de los hombres»[16-6]. Nosotros también hemos visto la estrella y el Señor desea llegar a todas las almas, a través de cada uno, para ofrecer su consuelo y su salvación.
EN EL PREFACIO de la Misa de hoy, rezaremos: «En Cristo, luz de los pueblos, has revelado a los pueblos el misterio de nuestra salvación». Nosotros deseamos colaborar en la tarea de la Redención; san Juan Pablo II nos hacía notar que «una mirada global a la humanidad demuestra que esta misión se halla todavía en los comienzos»[16-7]. Vivimos seguros en la esperanza de que ese Niño es la verdadera luz del mundo, una luz que brilla en la humildad. Y, de cierta manera, queremos parecernos a la estrella de los Magos para así mostrar el camino que conduce hasta Dios.
«¿Dónde está el Rey? –se preguntaba san Josemaría en la Epifanía de 1956–. ¿No será que Jesús desea reinar, antes que nada en el corazón, en tu corazón? Por eso se hace Niño, porque ¿quién no ama a una criatura pequeña? ¿Dónde está el Rey? ¿Dónde está el Cristo, que el Espíritu Santo procura formar en nuestra alma? No puede estar en la soberbia que nos separa de Dios, no puede estar en la falta de caridad que nos aísla. Ahí no puede estar Cristo; ahí el hombre se queda solo. A los pies de Jesús Niño, en el día de la Epifanía, ante un Rey sin señales exteriores de realeza, podéis decirle: Señor, quita la soberbia de mi vida; quebranta mi amor propio, este querer afirmarme yo e imponerme a los demás. Haz que el fundamento de mi personalidad sea la identificación contigo»[16-8].
En este día grande miramos con cariño a Belén, para aprender de aquellos hombres de Oriente postrados ante el Niño. Tomando por modelo a los Magos, le decimos a Jesús que, con su ayuda, no pondremos obstáculos a su querer redentor. Le suplicamos a María que nos enseñe a ser luz para nuestros familiares y amigos. También le pedimos humildad para que Cristo viva en nuestros corazones e, identificados con Él, atraer a muchos hacia su amor redentor.
[16-1] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 31.
[16-2] Epifanía del Señor, Misa del día, Oración colecta.
[16-3] Francisco, Homilía, 6-I-2019.
[16-4] Benedicto XVI, Homilía, 6-I-2007.
[16-5] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 110.
[16-6] San Josemaría, Carta 6-V-1945, n. 42.
[16-7] San Juan Pablo II, enc. Redemptoris missio, n. 1.
[16-8] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 31.

17. Meditaciones: Jueves después de Epifanía
- Llevados por el Espíritu Santo
- Enviados a anunciar la Buena Nueva
- Amor a Dios y al prójimo
CONTEMPLAMOS en estos días los comienzos del ministerio público del Señor. Después de superar las tentaciones en el desierto, regresó al lugar donde había crecido: «Jesús volvió a Galilea con la fuerza del Espíritu. Y su fama se extendió por toda la comarca» (Lc 4,14). El Evangelio resalta que lo hizo llevado por el Espíritu Santo ya que el Paráclito juega un papel insustituible en la obra de nuestra redención y santificación. Así nos lo enseña también san Cirilo en la liturgia de las horas de hoy: «Cuando el Creador del universo decidió restaurar todas las cosas en Cristo y devolver a su anterior estado la naturaleza del hombre, prometió que, al mismo tiempo que los restantes bienes, le otorgaría también ampliamente el Espíritu Santo. Determinó, por tanto, el tiempo en que habría de descender hasta nosotros y lo prometió al decir: En aquellos días –se refiere a los del Salvador– derramaré mi Espíritu sobre toda carne»[17-1].
Nos llama la atención que, explícitamente, la Escritura diga que Jesús fue al desierto llevado por el Espíritu Santo (cfr. Lc 4,1) y, al mismo tiempo, que «volvió a Galilea con la fuerza del Espíritu» (Lc 4,14). Si seguimos su ejemplo, nuestra fidelidad a Dios será más libre en cuanto más conscientes seamos de que se mueve al ritmo del Paráclito. «El discípulo se deja guiar por el Espíritu, por eso el discípulo es siempre un hombre de tradición y novedad, es un hombre libre. Libre. Nunca sujeto a ideologías, a doctrinas dentro de la vida cristiana, doctrinas que pueden discutirse... permanece en el Señor, es el Espíritu el que inspira»[17-2].
Una profunda libertad es el fruto de llenarnos del Espíritu Santo, que nos permite seguir a movernos en esta tierra como lo hizo Jesús. Por eso experimentamos «la necesidad de que Jesucristo se encuentre en el centro de nuestra vida. Para descubrir el sentido más profundo de la libertad, hemos de contemplarle a Él. Nos pasmamos ante la libertad de un Dios que, por puro amor, decide anonadarse tomando carne como la nuestra. Una libertad que se despliega ante nosotros, en su paso por la tierra hasta el sacrificio de la Cruz (…). Nuestra filiación divina hace que nuestra libertad pueda expandirse con toda la fuerza que Dios le ha conferido. No es emancipándonos de la casa del Padre como somos libres, sino abrazando nuestra condición de hijos»[17-3].
SAN LUCAS nos dice que Jesús «enseñaba en las sinagogas» (Lc 4,15). El Señor continúa su magisterio en la línea de lo que había revelado el Antiguo Testamento. Él es, al mismo tiempo, «mediador y plenitud de toda la revelación»[17-4], como declaró el Concilio Vaticano II. Por esa razón, sus enseñanzas llenaban de esperanza a las personas que le escuchaban «y todos lo alababan» (Lc 4,15).
Con ese telón de fondo, Jesucristo «fue a Nazaret, donde se había criado, entró en la sinagoga, como era su costumbre los sábados, y se puso en pie para hacer la lectura» (Lc 4,16). Jesús cumplía así el precepto sabático y se disponía a hacer la lectura de acuerdo con el ritmo litúrgico semanal, que incluía la lectura de un texto de la Torah o de los Profetas, seguida de un comentario. «Le entregaron el rollo del profeta Isaías y, desenrollándolo, encontró el pasaje donde estaba escrito: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista; a poner en libertad a los oprimidos; a proclamar el año de gracia del Señor”» (Lc 4,17-19).
Orígenes comenta que «no es casualidad que Él abriera el rollo y encontrara el capítulo de la lectura que profetiza sobre Él, sino que también esto fue obra de la providencia de Dios»[17-5]. Jesús comienza su predicación pública haciendo suya la voluntad del Padre expresada en el Antiguo Testamento, llevando adelante la misión de evangelizar, de anunciar la buena nueva del Reino. De la misma manera, nosotros también queremos ser fieles a las inspiraciones que Dios nos regala en la oración, en la lectura del evangelio, o en tantos momentos a lo largo de nuestra jornada.
«Y, ENROLLANDO el libro se lo devolvió al ministro y se sentó. Todos en la sinagoga tenían los ojos fijos en él. Y comenzó a decirles: “Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír”. Todos daban testimonio en favor de él y se maravillaban de las palabras de gracia que procedían de su boca» (Lc 4,20-22). «Jesús mismo es “el hoy” de la salvación en la historia, porque cumple la plenitud de la redención. (...) Este pasaje “hoy” nos interpela también a nosotros. En nuestro tiempo dispersivo y distraído, este Evangelio nos invita a interrogarnos sobre nuestra capacidad de escucha. Antes de poder hablar de Dios y con Dios, es necesario escucharle»[17-6].
Durante nuestros momentos de diálogo con el Señor queremos seguir su ejemplo de atención a la Palabra divina revelada en la Sagrada Escritura. Por ejemplo, podemos detener nuestra atención en el consejo del apóstol san Juan que recuerda la liturgia de hoy: «Nosotros amemos a Dios, porque él nos amó primero. Si alguno dice: “Amo a Dios”, y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve. Hemos recibido de él este mandamiento: quien ama a Dios, ame también a su hermano» (1Jn 4, 19-20).
Ese amor al prójimo debe notarse en manifestaciones concretas, como el mismo Jesús indicó en la última cena. «Lavar los pies los unos a los otros lleva consigo tantas cosas concretas, porque ese limpiar de que se habla nace del cariño; y el amor descubre mil formas de servir y de entregarse a quien se ama. En cristiano, lavar los pies significa, sin duda, rezar unos por otros, dar una mano con elegancia y discreción, facilitar el trabajo, adelantarse a las necesidades de los demás, ayudarse unos a otros a comportarse mejor, corregirse con cariño, tratarse con paciencia afectuosa y sencilla»[17-7]. A santa María le pedimos que nos ayude a acoger las inspiraciones divinas como llamadas de un Padre que solo quiere nuestra felicidad; y también que nos alcance del Señor la gracia de amar a nuestros hermanos como Jesús, movido por el Espíritu Santo, nos amó.
[17-1] San Cirilo de Alejandría, Sobre el evangelio de san Juan, 5, 2.
[17-2] Francisco, Homilía, 1-IV-2020.
[17-3] Mons. Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 9-I-2018, nn. 3-4.
[17-4] Constitución dogmática Dei Verbum, n. 2.
[17-5] Orígenes, Homilías sobre el Evangelio de Lucas, 32, 3.
[17-6] Benedicto XVI, Ángelus, 27-I-2013.
[17-7] Javier Echevarría, Eucaristía y vida cristiana, Rialp, Madrid 2005, p. 67.

18. Meditaciones: Viernes después de Epifanía
- Nuestros deseos de curación personal
- Jesús, Médico divino, nos sana
- El diálogo con Él transforma nuestra vida
LA LITURGIA ahora que comienza el año nos ayuda a considerar las principales manifestaciones del Señor. Después de haber meditado sobre los inicios de la vida pública de Jesús en la sinagoga de Nazaret, hoy leemos el relato de un milagro cargado de significación teológica. «Sucedió que, estando él en una de las ciudades, se presentó un hombre lleno de lepra» (Lc 5,12). Padecer esta enfermedad en aquel tiempo era una verdadera calamidad: las personas que la sufrían estaban obligadas a apartarse de la ciudad y a portar campanas que anunciaban su cercanía; de esa manera, los sanos, al oírlas, se podían alejar del peligro de contagio.
Sin embargo, en este caso, unleproso se presenta con audacia ante el Señor y le dirige una petición llena de fe: «Al ver a Jesús, cayendo sobre su rostro, le suplicó, diciendo: “Señor, si quieres, puedes limpiarme”» (Lc 5,12). Con sus gestos corporales y con la convicción de su ruego confiesa la divinidad y omnipotencia de Jesús. Los Padres de la Iglesia ven la lepra como una representación del pecado y, así, la actitud del leproso se convierte para nosotros en un modelo de actuación. En nuestro examen personal nos damos cuenta de que permanentemente estamos necesitados de la curación del Médico divino. «La súplica del leproso muestra que, cuando nos presentamos ante Jesús, no es necesario hacer largos discursos. Son suficientes pocas palabras, siempre que vayan acompañadas por la plena confianza en su omnipotencia y en su bondad. Confiar en la voluntad de Dios significa, en efecto, situarnos ante su infinita misericordia»[18-1].
«Señor, si quieres, puedes limpiarme». Podemos repetir esta jaculatoria con la fe del leproso, conscientes de que el Señor nos ha redimido y está dispuesto a darnos su fuerza para ayudarnos a ser buenos hijos suyos.
LA LITURGIA de los últimos días de Navidad enlaza los relatos de los primeros días de Jesús con el misterio pascual, que es el desenlace hacia el que se dirige la Encarnación. Por ese motivo, consideramos ahora el poder con el que Jesús curaba las enfermedades, manifestación anticipada de la redención de nuestros pecados. «Y extendiendo la mano, lo tocó diciendo: “Quiero, queda limpio”. Y enseguida la lepra se le quitó» (Lc 5,13). Jesucristo no solo no rehúye el diálogo con el leproso, sino que lo toca. No teme contagiarse, no rechaza el contacto con nuestras miserias. El enfermo experimenta la misericordia y la eficacia divina del Maestro cuando escucha aquellas palabras que resuenan siempre detrás del sacramento de la Penitencia: «Quiero, queda limpio».
«Es Médico y cura nuestro egoísmo si dejamos que su gracia penetre hasta el fondo del alma. Jesús nos ha advertido que la peor enfermedad es la hipocresía, el orgullo que lleva a disimular los propios pecados. Con el Médico es imprescindible una sinceridad absoluta, explicar enteramente la verdad y decir: Señor, si quieres –y Tú quieres siempre–, puedes curarme. Tú conoces mi flaqueza; siento estos síntomas, padezco estas otras debilidades. Y le mostramos sencillamente las llagas; y el pus, si hay pus. Señor, Tú, que has curado a tantas almas, haz que, al tenerte en mi pecho o al contemplarte en el Sagrario, te reconozca como Médico divino»[18-2] .
Continúa el evangelio de san Lucas: «Y él le ordenó no comunicarlo a nadie; y le dijo: “Ve, preséntate al sacerdote y ofrece por tu purificación según mandó Moisés, para que les sirva de testimonio”» (Lc 5,14). A lo largo de los tres años que los discípulos convivieron con Jesús pudieron observar –siguiendo unas palabras de san Josemaría– que «el abismo de malicia, que el pecado lleva consigo, ha sido salvado por una Caridad infinita. Dios no abandona a los hombres (...). Este fuego, este deseo de cumplir el decreto salvador de Dios Padre, llena toda la vida de Cristo, desde su mismo nacimiento en Belén»[18-3]. También nosotros podemos ser testimonios de cómo el Señor nos ha curado con su caridad infinita.
DESPUÉS de ese milagro tan palmario, el prestigio de Jesús se difundió por toda la región: «Se hablaba de él cada vez más, y acudía mucha gente a oírlo y a que los curara de sus enfermedades» (Lc 5,15). Sin embargo, Jesús no se entregó a la popularidad ni a dirigir hacia sí mismo el fruto de aquellas acciones milagrosas. «Él, por su parte, solía retirarse a despoblado y se entregaba a la oración» (Lc 5,16). Retirarse y orar. Tras una jornada apostólica, en medio del fragor del cansancio por el trabajo, Jesús nos enseña que la oración es el alma de nuestro obrar. «Hemos de ser almas contemplativas, y para eso no podemos dejar la meditación –decía san Josemaría– (...). Ahora parece que tenemos más obligación de ser verdaderamente almas de oración, ofreciendo al Señor con generosidad todo lo que nos ocupa y no abandonando jamás nuestra conversación con Él, pase lo que pase. Si os comportáis de esta manera, viviréis pendientes de Dios durante todo el día»[18-4].
Consolados por la misericordia con que Jesús cura al leproso, podemos acercarnos a los sacramentos y a nuestros ratos de oración mental con mucha confianza. «Gracias a esos ratos de meditación, a las oraciones vocales, a las jaculatorias, sabremos convertir nuestra jornada, con naturalidad y sin espectáculo, en una alabanza continua a Dios. Nos mantendremos en su presencia, como los enamorados dirigen continuamente su pensamiento a la persona que aman, y todas nuestras acciones –aun las más pequeñas– se llenarán de eficacia espiritual»[18-5].
Podemos aprovechar este rato de diálogo con el Señor para pedirle que nos dé una oración que transforme nuestra vida, de la misma manera en que Jesús transformó la del leproso del relato evangélico. La santísima Virgen nos abrirá la puerta del diálogo contemplativo con la Trinidad mientras pedimos: «Señor, si quieres, puedes limpiarme».
[18-1] Francisco, Audiencia, 22-VI-2016.
[18-2] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 93.
[18-3] Ibíd., n. 95.
[18-4] San Josemaría, Notas de una reunión familiar, IX-1973.
[18-5] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 119.

19. Meditaciones: Sábado después de Epifanía
- El bautismo para la purificación de nuestros pecados
- Juan Bautista conduce a los suyos hacia Jesús
- Llevar las personas a Cristo
EN EL EVANGELIO de hoy contemplamos a Jesús que estaba en Jerusalén con sus discípulos «y bautizaba» (Jn 3, 22). El bautismo como rito de purificación de los pecados estaba prefigurado en el Antiguo Testamento por medio de signos: el arca de Noé, el paso del mar Rojo, el cruce del Jordán... Jesús mismo había acudido a aquel río para manifestar su solidaridad redentora, aunque no lo necesitaba: «Al que no conocía el pecado, lo hizo pecado en favor nuestro, para que nosotros llegáramos a ser justicia de Dios en él» (2Co 5,21).
San Pablo relaciona el bautismo de Jesús con la muerte del Señor: «Cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús fuimos bautizados en su muerte» (Rm 6,3). De hecho, así lo representan el arte y la espiritualidad oriental: «El icono del bautismo de Jesús muestra el agua como un sepulcro líquido que tiene la forma de una cueva oscura, que a su vez es la representación iconográfica del Hades, el inframundo, el infierno. El descenso de Jesús a este sepulcro líquido, a este infierno que le envuelve por completo, es la representación del descenso al infierno»[19-1]. Nosotros también estamos invitados a revivir ese bautismo en la muerte de Cristo, a cargar con la cruz de cada día para después resucitar con él. Ese es el sentido de la expiación que purifica las huellas del pecado en nuestra vida.
Y san Josemaría nos recuerda que no debemos buscar necesariamente esa purificación en cosas extraordinarias: «Penitencia es el cumplimiento exacto del horario que te has fijado, aunque el cuerpo se resista o la mente pretenda evadirse con ensueños quiméricos. Penitencia es levantarse a la hora. Y también, no dejar para más tarde, sin un motivo justificado, esa tarea que te resulta más difícil o costosa. La penitencia está en saber compaginar tus obligaciones con Dios, con los demás y contigo mismo, exigiéndote de modo que logres encontrar el tiempo que cada cosa necesita. Eres penitente cuando te sujetas amorosamente a tu plan de oración, a pesar de que estés rendido, desganado o frío. Penitencia es tratar siempre con la máxima caridad a los otros, empezando por los tuyos. Es atender con la mayor delicadeza a los que sufren, a los enfermos, a los que padecen»[19-2].
«SE ORIGINÓ entonces una discusión entre un judío y los discípulos de Juan acerca de la purificación; ellos fueron a Juan y le dijeron: “Rabí, el que estaba contigo en la otra orilla del Jordán, de quien tú has dado testimonio, ese está bautizando, y todo el mundo acude a él”» (Jn 3,25-26). Los discípulos de Juan Bautista sienten preocupación, comprensible por el cariño y admiración que tenían por su maestro, al ver que su prestigio decaía a expensas de la popularidad de Jesús. Surge de modo natural la comparación entre los dos bautismos, que es, en el fondo, una pregunta sobre la identidad de Juan y la de Jesús.
«Contestó Juan: “Nadie puede tomarse algo para sí si no se lo dan desde el cielo. Vosotros mismos sois testigos de que yo dije: “Yo no soy el Mesías, sino que he sido enviado delante de él”» (Jn 3,27-28). Juan corrige el celo de sus discípulos al recordarles su propia enseñanza, la naturaleza de su misión. Él era la voz que anunciaba la llegada del Verbo, como el amigo del novio proclama la presencia del esposo: «El que tiene la esposa es el esposo; en cambio, el amigo del esposo, que asiste y lo oye, se alegra con la voz del esposo; pues esta alegría mía está colmada”» (Jn 3,29).
«Juan fue un gran educador de sus discípulos, porque los condujo al encuentro con Jesús, del cual dio testimonio. No se exaltó a sí mismo, no quiso tener a sus discípulos vinculados a sí mismo. Y sin embargo Juan era un gran profeta, y su fama era muy grande. Cuando llegó Jesús, retrocedió y lo señaló: «Detrás de mí viene el que es más fuerte que yo... Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo» (Mc 1,7-8). El verdadero educador no vincula a las personas a sí, no es posesivo. Quiere que su hijo, o su discípulo, aprenda a conocer la verdad, y entable con ella una relación personal. El educador cumple su deber a fondo, mantiene una presencia atenta y fiel; pero su objetivo es que el educando escuche la voz de la verdad que habla a su corazón y la siga en un camino personal»[19-3].
EL EVANGELIO de hoy concluye con una afirmación rotunda de san Juan Bautista, que se convirtió en lema para los cristianos a lo largo de la historia: «Es necesario que Él crezca y que yo disminuya» (Jn 3,30). Si la causa del pecado original fue la soberbia de Adán y Eva, Jesucristo nos redimió aceptando con humildad la voluntad del Padre. Su ejemplo es el camino para nuestro andar en la tierra, y el lema del Bautista es una manera concreta de llevar a la práctica la aspiración que revela san Pablo: «No soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20).
San Josemaría incorporó a su vida esta actitud y por eso repetía con frecuencia que lo suyo era ocultarse y desaparecer, que era Jesús quien debía lucir: «He sentido en mi alma, desde que me determiné a escuchar la voz de Dios –al barruntar el amor de Jesús–, un afán de ocultarme y desaparecer; un vivir aquel illum oportet crescere, me autem minui (Jn 3, 30); conviene que crezca la gloria del Señor, y que a mí no se me vea»[19-4]. «Es la regla de la santidad: nuestra humillación, para que el Señor crezca (...). La diferencia entre los héroes y los santos es el testimonio, la imitación de Jesucristo. Ir por el camino de Jesucristo, el de la cruz. Muchos santos acabaron tan humildemente. ¡Los grandes santos! (...). Y también es el camino de nuestra santidad. Si no nos dejamos convertir el corazón por esa senda de Jesús –llevar la cruz todos los días, la cruz ordinaria, la cruz sencilla– y dejar que Jesús crezca; si no vamos por ese camino, no seremos santos. Pero si vamos por esa vía, todos daremos testimonio de Jesucristo»[19-5].
Al comenzar un nuevo año, pedimos al Señor que nos ayude a avanzar por este camino de servicio y de humildad, por esta nueva conversión para imitar a Cristo. La Virgen santa dijo de sí misma que el Señor se había fijado en su humildad. Pidámosle que nos ayude a que Cristo crezca en nosotros, con la Oración colecta de la Misa de hoy: «Concédenos, por tu gracia, ser semejantes a aquel en quien nuestra naturaleza está unida a la tuya»[19-6].
[19-1] Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Planeta, Barcelona, 2007, p. 42.
[19-1] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 138.
[19-2] Benedicto XVI, Homilía, 8-I-2012.
[19-3] San Josemaría, Carta 29-XII-1947, n. 16.
[19-4] Francisco, Homilía, 9-V-2014.
[19-5] Misa del Sábado de la II semana de Navidad, Oración colecta.

20. Meditaciones: Bautismo del Señor
- Como Juan, daremos testimonio de Cristo
- Un apostolado discreto, uno a uno
- Sembrar con nuestra amistad
«AL DÍA siguiente, Juan vio a Jesús que venía hacia él» (Jn 1,29). Nuestro Señor va al encuentro del Bautista como uno más, mezclado entre aquellos miles de personas que acudían de todas partes. «Jesucristo, que es Juez de los pecadores, viene a bautizarse entre los esclavos»[20-1]. Para toda aquella multitud, el carpintero de Nazaret era uno de tantos. Pero la mirada del Bautista descubrió en aquel peregrino al Hijo de Dios y se resistía a bautizarle. «Soy yo el que necesito que tú me bautices, ¿y tú acudes a mí?» (Mt 3,14). Jesucristo insistió y Juan, al fin, tuvo que transigir.
«Apenas se bautizó Jesús, salió del agua; se abrieron los cielos y vio que el Espíritu de Dios bajaba como una paloma y se posaba sobre él. Y vino una voz de los cielos que decía: “Este es mi Hijo amado, en quien me complazco”» (Mt 3,14). Dice san Juan Pablo II que «la predicación de Juan concluía la larga preparación, que había recorrido toda la Antigua Alianza y, se podría decir, toda la historia humana, narrada por las Sagradas Escrituras. Juan sentía la grandeza de aquel momento decisivo, que interpretaba como el inicio de una nueva creación, en la que descubría la presencia del Espíritu que aleteaba por encima de la primera creación (cf. Jn 1,32; Gn 1,2). Él sabía y confesaba que era un simple heraldo, precursor y ministro de Aquel que habría de venir a “bautizar con Espíritu Santo”»[20-2].
Pocos días después Juan recibió una embajada singular. «¿Os acordáis –preguntaba san Josemaría– de aquellas escenas que nos cuenta el Evangelio, narrando la predicación de Juan el Bautista? ¡Buen murmullo se había organizado! ¿Será el Cristo, será Elías, será un Profeta? Tanto ruido se armó que “los judíos le enviaron desde Jerusalén sacerdotes y levitas, para preguntarle: ¿tú quién eres?” (Jn 1,19). A lo que Juan respondió: «Yo bautizo con agua; en medio de vosotros hay uno que no conocéis, el que viene detrás de mí, y al que no soy digno de desatar la correa de la sandalia» (Jn 1,26-27).
A nosotros también se nos descubrió el Señor cuando nos hizo ver, con la luz del Espíritu Santo, que estaba a nuestro lado en el camino de la vida. Entonces, como a Juan, nos pidió que diéramos testimonio de Él.
TODA la vida del Bautista se ha gastado en la espera, en el esfuerzo por preparar su corazón y el de los demás para la llegada del Redentor. Suya ha sido la voz que clamaba en el desierto: «Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos» (Mt 3,3). Hoy la alegría de Juan es grande porque el Señor ha llegado; ahora puede exclamar: «Este es aquel de quien yo dije: “Tras de mí viene un hombre que está por delante de mí, porque existía antes que yo”» (Jn 1,30). Nuestra tarea no es muy distinta a la del Bautista; «¡Cuántas veces se podrían decir (…) aquellas palabras del Santo Evangelio: “En medio de vosotros está el que vosotros no conocéis: Jesucristo” (Jn 1,26). Sin espectáculo, con una sobrenatural naturalidad, Cristo se hace presente en vuestra vida y en vuestra palabra, para atraer a la fe y al amor a quienes nada o muy poco saben de la Fe y del Amor»[20-3].
Juan da testimonio de Jesús; días atrás había anunciado públicamente que él no era el Mesías, que el Cristo vendría después. Luego, en el círculo íntimo de sus discípulos, Juan descubrió dónde estaba el Señor: «Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29). Era un apostolado de persona a persona que preparaba el ánimo de sus oyentes para la llamada divina. En otra ocasión, de manera más directa, el Bautista lo señaló a Juan y a Andrés: «Al día siguiente, estaba Juan con dos de sus discípulos y, fijándose en Jesús que pasaba, dice: “Este es el Cordero de Dios”. Los dos discípulos oyeron sus palabras y siguieron a Jesús» (Jn 1,35-37). ¡Qué eficacia! La palabra del Bautista dispuso las dos primeras vocaciones de apóstoles. Después, Andrés y Juan traerían a otros.
Es fácil que nos vengan a la mente unas palabras de san Josemaría sobre el apostolado de los cristianos en medio del mundo: «No se os conoce, pero en todos los rincones de la tierra hay compañeros de trabajo y amigos que están descubriendo en vuestros hermanos, en vosotros, a Cristo; y ellos luego llevan también a Cristo a otros corazones, a otras inteligencias. Sois Cristo que pasa en medio de la calle; pero debéis pisar donde Él pisó»[20-4].
ACUDÍAN muchos al Jordán a escuchar y recibir el bautismo de Juan. Para todos había, en labios del profeta, palabras de luz, y a todos preparaba para recibir al Señor. Pero tenía además un grupo reducido de discípulos, a los que formaba al calor de la conversación directa. Y es precisamente de ese grupo de donde surgieron los primeros seguidores del Señor.
Cada uno de nosotros conoce a numerosas personas y quizá, en ocasiones, puede difundir el mensaje de Cristo entre un auditorio muy amplio a través de diversos medios. Pero particularmente adecuado para la difusión del mensaje cristiano es el apostolado que san Josemaría llamaba de amistad y confidencia. Lo describía así: «Habéis de acercar las almas a Dios con la palabra conveniente, que despierta horizontes de apostolado, con el consejo discreto, que ayuda a enfocar cristianamente un problema; con la conversación amable, que enseña a vivir la caridad (…). Pero habéis de atraer sobre todo con el ejemplo de la integridad de vuestras vidas, con la afirmación –humilde y audaz a un tiempo– de vivir cristianamente entre vuestros iguales, con una manera ordinaria, pero coherente, manifestando, en nuestras obras, nuestra fe: ésa será, con la ayuda de Dios, la razón de nuestra eficacia»[20-5].
El apostolado cristiano es servicio, difusión del bien, amistad; preocupación sincera por los demás, informada por la caridad, que nos lleva a transmitir lo que llena de alegría nuestra vida. Los laicos, de manera particular, están llamados a «la acción libre y responsable en el seno de las estructuras temporales, llevando allí el fermento del mensaje cristiano»[20-6]. El panorama es inmenso.
Podemos poner bajo la protección maternal de la Virgen a esas personas que tenemos más cerca; a ella le pedimos que nos alcance la gracia necesaria para avivar nuestras ansias de sembrar la palabra divina a través de nuestra amistad. «Sembrad, pues –decía san Josemaría–: yo os aseguro, en nombre del Amo de la mies, que habrá cosecha»[20-7].
[20-1] San Juan Crisóstomo, Homilías sobre el evangelio de san Mateo, 12, 1.
[20-2] San Juan Pablo II, Audiencia general, 11-VII-1990.
[20-3] San Josemaría, Carta 15-VIII-1953, n. 11.
[20-4] San Josemaría, Notas de una reunión familiar, 9-I-1969.
[20-5] San Josemaría, Carta 24-III-1930, n. 11.
[20-6] San Josemaría, Conversaciones, n. 59.
[20-7] San Josemaría, Carta Circular, 24-III-1939.