Nociones de antropología cristiana y teología espiritual

Autor
AA.VV
Publicación
Collationes.org

Nociones de antropología cristiana y teología espiritual

 

1. Visión integral de la persona

2. La libertad humana (I): descubrir y amar el bien

3. La libertad humana (II): las virtudes

4. Virtud de la prudencia

5. La vocación

6. Amistad y fraternidad

7. Sentido de la sexualidad humana

 

 

1. Visión integral de la persona

- El lugar de los sentimientos

- El lugar del entendimiento

- El lugar de la voluntad

- Las relaciones personales

- Bibliografía

1. Al ayudar a otros a conocerse y amarse a sí mismos como son amados por Dios, resulta fundamental contar con el tiempo y con las fases de maduración de la persona, durante las cuales crece la comprensión de la unidad interior, que ha de ser conquistada con esfuerzo y esperanza. La unidad de vida, que se funda en la unión de cuerpo, psique y espíritu, es el resultado de la integración de todo lo que la persona es: inclinaciones, afectos, inteligencia, voluntad y relaciones; así como también en la asimilación de las experiencias y formación recibidas y, sobre todo, en el poder transformador y sanador de la gracia.

Los desajustes y quiebras que se presentan en esa unidad se deben a faltas, más o menos grandes, de integración. En cambio hay armonía cuando se produce la integración personal con la ayuda de la gracia:las decisiones, las acciones humanas y las relaciones pueden alcanzar su sentido último.

El lugar de los sentimientos

2. Un primer paso en esta tarea es entender el papel que juegan nuestras inclinaciones y sentimientos. Las inclinaciones representan la manera en que nos relacionamos con el mundo y con los otros por medio de nuestras necesidades y deseos. Los sentimientos nos hablan de cómo juzgamos espontáneamente esas mismas relaciones: como algo agradable o desagradable, favorable o contrario. Cada sentimiento es el juicio de esa relación concreta; por eso, en el sentimiento percibo lo que esa realidad está diciendo a mi subjetividad, la manera peculiar en la que me afecta, lo que significa para mí.

El sentimiento posee un significado que debo interpretar y valorar, para luego aceptarlo o rechazarlo como motivo de mi acción. Por otro lado, ese sentimiento me indica en qué situación se halla mi subjetividad, cómo y por qué esa realidad sintoniza conmigo, qué resonancias provoca en mi interior, etc. Por eso, el sentimiento reclama entender qué está pasando en mi interior, comprender a qué responde y qué hay en mi subjetividad que pueda haber propiciado esa reacción afectiva.

3. En la medida en que se sabe escuchar y se procura comprender lo que está pasando en la subjetividad propia y ajena, es posible ayudar a las personas a entender mejor sus propios sentimientos y alcance que estos tienen. Con tiempo, se pueden orientar e ir transformando para que ayuden a la persona a percibir y sentir según su bien.

Invocar un deber o una verdad general para rechazar un sentimiento resulta un recurso no muy acertado, poco útil a medio y largo plazo porque lleva a enfrentar la afectividad a la razón y la voluntad; la persona piensa que sus afectos son un estorbo para el cumplimiento de sus obligaciones, una realidad caprichosa a la que no habría que hacer mucho caso, y —tarde o temprano— lleva a la insensibilidad y a la sequedad interior. En cambio, basarse únicamente en un sentimiento continuo e intenso para justificar un modo de actuar, ya sea correcto o erróneo, también desemboca en un desequilibrio en la persona y, a la larga, puede provocar el desencanto y la perdida de sentido en el propio quehacer.

El lugar del entendimiento

4. Sin la capacidad de leer en nuestros propios sentimientos, estos permanecerían en estado embrionario y, sobre todo, no podríamos integrarlos. De este modo, vamos realizando así una tarea de “ajuste interno”. No te digo que me quites los afectos, Señor, porque con ellos puedo servirte, sino que los acrisoles (Forja, n. 750). Para madurar personalmente necesitamos, pues, entenderlos.

Como nuestras experiencias afectivas no son inicialmente racionales, siempre cabe la duda de si corresponden verdaderamente a la realidad, o de si no nos estaremos engañando, exagerando o quedándonos cortos. Por eso necesitamos espejos donde poder ver reflejado objetivamente lo que nos pasa. La vida y la narración nos ofrecen esos espejos (la vida de otras personas, las historias del pasado, la literatura, el cine, etc.) donde encontrar resonancias de nuestra propia experiencia para poder así desvelar su sentido.

Al mismo tiempo, necesitamos recurrir a personas de confianza y con experiencia, que nos ayuden a comprendernos mejor, para poder reconocer con mayor nitidez la verdad sobre nosotros mismos. A través del diálogo podemos reflexionar si lo que sentimos corresponde a la realidad y a lo que verdaderamente queremos.

El lugar de la voluntad

6. Si los sentimientos nos permiten darnos cuenta de la relación de nuestra subjetividad con el mundo y las personas, y si la razón sitúa esa relación en el marco de nuestra vida, la voluntad nos permite que esos deseos se realicen.

Decidirse por algo es, por eso, consentir a los motivos que me presenta la razón y que, en gran medida, vienen de nuestra afectividad, aunque también pueden proceder del propio querer. Decidirse va configurando nuestro modo de ser. Esto nos lleva a considerar que la voluntad para tomar decisiones necesita una motivación y una luz, que ilumina y, en ocasiones, hace arder el corazón. De ahí que la indecisión, o la falta de fuerza de voluntad para afrontar las dificultades, se debe a menudo a una falta de motivación y, en definitiva, a una afectividad no integrada. Sin esta motivación y luz, se corre el peligro de caer en un racionalismo frío o en un voluntarismo ciego, que va disecando la vida interior y agostando las energías de la persona. En cambio, cuando la decisión está impulsada por una motivación que hace arder el corazón, se dispone de una energía que empuja de manera estable.

7. Por eso, para conseguir que “el alma quiera”, es necesario ir despertando los sentimientos, los deseos, los pensamientos y acciones adecuadas, es decir, todo aquello que, en el caso de un cristiano, se encuentra en el Corazón de Jesús: el amor a Dios y a los demás, la alegría ante el bien, y la tristeza y aversión ante el pecado, etc.

Es decir, se debe ir educando la vida interior, despertándola y dirigiéndola progresivamente hacia todo lo que es bueno, verdadero y hermoso. En esta tarea, el entendimiento y la voluntad actúan indirectamente: dejándose atraer, iluminar, llenar de lo bueno. Solo entonces las razones, los propósitos y las decisiones comienzan a transformar la propia vida y a convertirse en convicciones firmes, mientras que la voluntad encuentra en el bien que realiza su motivación más profunda para crecer en la persecución del bien.

Pero se trata de despertar, no de falsificar o imponer. Esto es especialmente importante con respecto a nuestros sentimientos, ya que no se pueden forzar, no pueden producirse voluntariamente (el sentimiento tiene una prioridad cronológica respecto de la razón y de la voluntad: ese es su estatuto antropológico); pero sí podemos despertarlos, desarrollarlos y afinarlos.

8. Esta integración no es nunca perfecta, puede haber períodos, a veces muy largos, en que parece que los sentimientos y el querer vuelven a no estar de acuerdo. En lugar de ponerse nerviosos o pensar que se vuelve a las andadas, es el momento de mantenerse tranquilos, de frenar el impulso inmediato de la emoción del momento para intentar que, con la reflexión, la oración y la ayuda de la gracia, la razón vuelva a proporcionarnos una perspectiva bien enfocada, que nos haga descubrir el sentido divino de esa situación ardua, difícil o dolorosa. Obrando de este modo, lejos de ahogar la propia afectividad, se la purifica y encauza.

Por eso, la decisión no es, normalmente, el fruto de un instante, sino que requiere el tiempo necesario hasta lograr las razones necesarias, de ese modo sabremos por qué hacemos algo, pues sólo de esta manera somos y nos sentimos responsables, es decir, podemos explicar a otros y a nosotros mismos por qué lo hacemos. En cambio, cuando desconocemos el por qué, o nos excusamos aduciendo factores externos a nuestra voluntad, es señal de que no se ha tratado de una decisión madura y, por consiguiente, que esos actos, si bien son nuestros, son poco personales.

Las relaciones personales

9. Nuestras inclinaciones, sentimientos, entendimiento y voluntad deben integrarse no sólo para alcanzar una personalidad equilibrada, armónica y madura, sino sobre todo para poder establecer relaciones personales verdaderas y profundas, capaces ayudarnos a mejorar.

Las relaciones personales configuran, a través del otro, la propia identidad y, por consiguiente, lo que se siente, desea, piensa y ama. Sin relaciones no nos conoceríamos a nosotros mismos y, por consiguiente, nuestra vida no sería vivida personalmente, pues la persona no existe singularmente, sino en plural. De ahí la importancia de las relaciones, tanto de las que hemos recibido sin quererlas inicialmente, como de las que desde el principio establecemos de forma libre y responsable. Para relacionarse bien es preciso, además de conocer bien a las personas y a nosotros mismos, aceptar y amar a cada una tal como es, como alguien irrepetible, pues, aunque no existe “la persona” sino personas, cada una es única. Conocimiento y amor constituyen, pues, la esencia de toda relación personal.

Bibliografía

– Antonio Malo, Antropología de la afectividad, EUNSA Pamplona, 2004 (especialmente el capítulo 5).

– Rollo May, Amor y voluntad, Gedisa Barcelona, 1985 (especialmente el capítulo 3).

– Robert Spaemann, Felicidad y benevolencia, Rialp Madrid, 1991 (especialmente la segunda parte).

 

 

2. La libertad humana (I): descubrir y amar el bien

- El alcance de la libertad humana

- Libertad y obediencia

- Amar la libertad

- Bibliografía

1. La libertad tiene un papel central en la visión cristiana del hombre y de la realidad. En todos los misterios de nuestra fe católica aletea ese canto a la libertad. La Trinidad Beatísima saca de la nada el mundo y el hombre, en un libre derroche de amor. El Verbo baja del Cielo y toma nuestra carne con este sello estupendo de la libertad en el sometimiento[1]. La libertad de los hijos de Dios, que Cristo nos ha conquistado, se nos ofrece como don, no es algo que nos obligue a ser buenos hijos, sino que nos da la posibilidad de amar y ser amados, de orientar la propia existencia hacia un fin.

“La libertad se mide por aquello a lo cual nos dirigimos. Cuanto más grandes son las aspiraciones, más grande es la libertad. Lo importante son los sueños que pueden hacerse realidad, el blanco al que apuntan las trayectorias, las verdades que inspiran mi vida, los bienes arduos, difíciles, pero apasionantes, que me he propuesto conseguir. Es importante apuntar muy alto para engrandecer el corazón y movilizar las energías”[2]. Y la aspiración más alta es el amor, hasta el amor más grande que manifiesta Jesús: nadie tiene amor más grande, que el que da la vida para por sus amigos (Jn 15, 13).

El alcance de la libertad humana

2. Todo don requiere ser, en primer lugar, acogido, agradecido, disfrutado, y en este caso, también comprendido y conquistado, porque la libertad no es un don absoluto, estático, se encuentra condicionado por muchos elementos externos y también por otros internos. El ser libres requiere superar la ignorancia, que reduce el conocimiento de lo que es amar, impidiendo así saber cuál es la amplitud de nuestra meta.

La libertad puede crecer o menguar. El miedo, por ejemplo, la hace disminuir. Al actuar por miedo nuestra alma se encoge: «qué importante es, pues, formarnos en la necesidad de vivir sin miedo a equivocarnos, sin miedo a no estar a la altura, sin miedo a un ambiente adverso; y, con visión sobrenatural, implicarnos —con prudencia y decisión— en el propio ambiente social y profesional»[3].

El ambiente es otro factor que incide en nuestra libertad, tenemos tendencia al gregarismo, a las modas, a lo políticamente correcto. Estas actitudes resultan seductoras porque permiten formar parte de un grupo, otorgan reconocimiento y seguridad y descargan de la propia responsabilidad, que a menudo puede resultar costosa y exige desarrollar las virtudes. Es una tentación que se presenta con facilidad, también en ambientes positivos y no contribuye al crecimiento en libertad.

Con todo, siempre es muy liberador recordar que “la persona a la que Dios ama con el cariño de un Padre… no es la que a mí me gustaría ser o la que debería ser; es, sencillamente, la que soy. Dios no ama personas ideales o seres virtuales; el amor sólo se da hacia seres reales y concretos” [4]. La confianza en el amor incondicional de Dios verdaderamente nos libera de nuestras tristezas, inseguridades y frustraciones, redime nuestras vulnerabilidades y nos lanza a la aventura de ejercitar nuestra libertad.

Libertad y obediencia

3. La obediencia, lejos de ser contraria a la libertad, la presupone. Obedecer libremente implica que estamos abiertos a mejorar nuestra visión sobre las cosas, acontecimientos y personas mediante lo que los otros nos aportan, porque entendemos que allí hay un bien. También implica que somos capaces de aprender atendiendo a lo que nos aconsejan o sugieren y, sobre todo, que deseamos ser dóciles al soplo del Espíritu Santo.

Con otras palabras, se podría decir que la libertad adquiere su verdadero sentido en la obediencia, “cuando se ejercita en servicio de la verdad que rescata, cuando se gasta en buscar el Amor infinito de Dios, que nos desata de todas las servidumbres”[5]. Libertad y obediencia que equivale a libertad interior.

Es muy importante comprender y desear sinceramente el bien que hay implicado en cualquier situación; de otro modo la voluntad no se mueve de modo auténticamente libre. Por otro lado, no hay que olvidar que «una persona en tanto sirve a otra en cuanto le ama, y no más; cuanto falta el amor, cesa el servicio; y el amor dura mientras uno se ve amado. Así, pues, el amor procede del verse amado; el amor es lo que te hace perseverar»[6].

Amar la libertad

4. Una manifestación clara de que procuramos vivir la caridad es reconocer y respetar la libertad de cada uno, pues solo si somos libres podemos amar. «Reconocer la libertad de cada mujer y de cada hombre significa reconocer que son personas: dueños y responsables de sus propios actos, con la posibilidad de orientar su propia existencia»[7]. No respeta esta libertad quien pretende solamente que los demás se comporten del modo que él dice, pues los trata, no como a personas, sino simplemente como medios. El bien que buscamos los cristianos no puede nacer de la coacción, pues Dios nos ha creado libres para amarlo.

5. El buen gobernante sabe que su potestad se legitima por el servicio que presta a los demás. Esto implica actitudes tan concretas como la de dar a conocer las razones por las que se requiere algo, para hacer de este modo más fácil una obediencia inteligente, así como también debe estar dispuesto a escuchar a quienes tienen que llevar a cabo las diferentes tareas. El resultado de esta finura en el que gobierna es la confianza de las personas que son gobernadas.

Consecuencia del amor a la libertad será también un sano pluralismo: Que haya siempre variedad, aire libre, entre nosotros y en nuestras casas, porque es fundamental para que pueda darse la confianza mutua, una comprensión sincera y una disciplina libremente aceptada. Con rigideces nada se consigue: se pierde la espontaneidad y la iniciativa y se da lugar a que surjan espíritus retorcidos: hombres que, por no formarse en la verdad, acaban yendo contra su conciencia con pecados barrocos, complicados[8].

6. Si reconocemos la libertad de los demás –y la propia– seremos conscientes de que solo Dios puede intervenir en el santuario de la persona, que es la conciencia. Al mismo tiempo, Dios también puede servirse de nosotros para formar parte de su providencia ordinaria: para aportar luz con que hacer que las personas descubran su bondad y misericordia. En este sentido, ayuda de un modo particular el ejemplo de una vida entregada, que busca amar.

Bibliografía

– San Josemaría, La libertad, don de Dios, en Amigos de Dios.

– Del Padre, Carta, 9-I-2018.

 

 

 

3. La libertad humana (II): las virtudes

- Adquirir virtudes

- Las virtudes nos permiten amar

- Contar con Dios y con los demás

- Bibliografía

1. Las virtudes mejoran nuestra capacidad de actuar y adecuan nuestras tendencias y nuestras acciones a lo bueno. De este modo nos facilitan escoger, y por esto nos hacen más libres. Las virtudes, en la medida en que nos acercan al bien nos aproximan a Dios, fuente de todo bien y destino de todos los seres humanos, también de manera inconsciente. En este mundo, muchos no tratan a Dios; son criaturas que quizá no han tenido ocasión de escuchar la palabra divina o que la han olvidado. Pero sus disposiciones son humanamente sinceras, leales, compasivas, honradas. Y yo me atrevo a afirmar que quien reúne esas condiciones está a punto de ser generoso con Dios, porque las virtudes humanas componen el fundamento de las sobrenaturales[9].

Adquirir virtudes

2. Su aprendizaje no consiste solo en adquirir una colección de capacidades, ya que estas, por sí solas, pueden dar lugar a conductas repetitivas y automáticas, mientras que las virtudes suponen –tras detectar un bien que se desea alcanzar– saber adaptarse con flexibilidad a los fines que nos proponemos y al contexto en que los perseguimos. Por eso no son rutinas, sino disposiciones para obrar adecuadamente, y que permiten realizar el bien con prontitud, facilidad y gusto.

Por esta razón, la virtud no se alcanza sin más repitiendo actos, sino que es preciso que esos actos se hagan por la razón adecuada y con la intención y la atención precisa. Dependiendo de la convicción e intensidad con que se hace el bien, la virtud arraiga más o menos en el alma.

El crecimiento de las virtudes comienza por la búsqueda de la verdad y del bien, y por la decisión libre de realizarlos. Solo contando con esa iniciativa interior se puede hacer el bien en sentido estricto e ir desarrollando de modo armónico las virtudes, adquiriendo así un gusto por lo bueno.

3. Por otra parte, una virtud no se puede dar nunca por adquirida del todo. En otras palabras, ninguna virtud moral puede ser definitivamente alcanzada en esta vida, pues esto implicaría, no solo que ya no es posible perderla, sino también que no se puede crecer más. Siempre puede aumentar el deseo y la disposición hacia el bien. «Es, pues, necesario, para andar este camino, tener sed, porque solamente son convidados los que la tienen, tal como mi Verdad dijo: El que tenga sed, venga a mí y beba. El que no tiene sed no persevera en su camino. Porque, o se detiene por la fatiga, o por culpa del placer. No se preocupa de llevar el vaso con que puede sacar el agua»[10].

Por eso resulta sabio considerar ante todo la sinceridad en el empeño por hacer el bien, y no tanto los logros ya adquiridos. La lucha esperanzada, alegre y renovada es la mejor manifestación de nuestro amor a Dios y al prójimo, que es lo más importante que tenemos que cultivar. Por otra parte, la expresión de san Josemaría, comenzar y recomenzar, que le llevaba a no dejarse limitar por la experiencia negativa del pasado y pronunciar una y otra vez ¡ahora comienzo!, es una manifestación de apertura al bien.

4. Las acciones contrarias a la virtud crean también una disposición, en este caso desordenada: el vicio. El vicio desintegra la interioridad de las personas: desvincula las tendencias, los afectos, deseos y las acciones de las prescripciones de la recta razón –de aquello que es bueno hacer– y desvía de la búsqueda de Dios. El vicio limita la libertad porque hace más difícil descubrir la verdad sobre el bien, resta gusto por él y fuerzas para realizarlo.

Las virtudes nos permiten amar

5. Las virtudes permiten que la persona sea capaz de darse a Dios y a los demás. En ese servicio, entran en juego todas las virtudes, pues todas ellas forman una unidad, se encuentran conectadas. En virtud de esta conexión, el crecimiento en cada una de las virtudes nos mejora y hace crecer en las otras: No consiste en practicar una o unas cuantas virtudes: es preciso luchar por adquirirlas y practicarlas todas. Cada una se entrelaza con las demás, y así, el esfuerzo por ser sinceros, nos hace justos, alegres, prudentes, serenos[11]. De todos modos, cada virtud tiene también su propia lógica y debe arraigar en los diversos temperamentos y situaciones por las que se pasa en la vida.

Por otro lado, en la expresión amar al prójimo como a nosotros mismos se presupone que el amor a sí mismo es un criterio para juzgar el amor que debemos a los demás. Por eso, es importante cultivarlo adecuadamente. Es un error tomar expresiones como “odio a sí mismo” y “olvido de sí” como si presentaran una oposición entre el amor a Dios y a los demás, y el amor a nosotros mismos.

Contar con Dios y con los demás

6. Para crecer en la virtud, necesitamos la ayuda de otros. En primer lugar, porque la prudencia, que es la capacidad de determinar cuáles son las acciones correctas, depende de la deliberación y esta puede ser ayudada por la perspectiva y experiencia de otros.

Por otra parte, porque la lucha solo es posible si estamos convencidos de que, con la ayuda de Dios y de los demás, y con nuestro querer, podemos mejorar. Como se manifiesta en la Sagrada Escritura, Dios no abandona nunca a sus criaturas y siempre nos ofrece la ayuda y el consejo para caminar en su presencia y obrar el bien.

Bibliografía

– San Josemaría, Virtudes humanas, en Amigos de Dios.

– “Muy humanos, muy divinos”, ebook sobre las virtudes en www.opusdei.org.

 

 

4. Virtud de la prudencia

- ¿En qué consiste la prudencia como virtud?

- Dirección espiritual y prudencia personal

- Los medios en el camino de la santidad

- Las “imprudencias providenciales” de la juventud

- Bibliografía

1. La palabra “prudencia”, tal como se utiliza en castellano como en otros idiomas, se centra habitualmente en uno de sus aspectos: la prevención, cautela o cuidado ante situaciones de riesgo. Por eso es bueno recordar que la prudencia no implica solo un juicio ponderado sobre lo que se ha de hacer, sino que el acto principal de esta virtud práctica es el actus imperandi, el imperio que pone en funcionamiento todas las energías para ejecutar aquello que se ve con claridad que es voluntad de Dios[12].

¿En qué consiste la prudencia como virtud?

2. En el esquema clásico de las cuatro virtudes –prudencia, justicia, fortaleza y templanza–, la prudencia es la virtud que perfecciona la razón práctica, es decir, actúa cuando la razón piensa en cómo obrar. El hábito de la prudencia es, en definitiva, el hábito de deliberar y decidir bien, de orientarse bien, de gobernarse bien. Por eso, se puede sustituir por “sabiduría práctica”, sentido común o sensatez.

Para juzgar con la razón se necesitan conocimientos de varios niveles: conocimientos teóricos sobre lo que está en juego, experiencia práctica sobre el modo posible de ser de cada uno y conocimiento de la situación concreta que se debe juzgar. En cuestiones complejas, es habitual —y forma parte de la prudencia— pedir consejo para tener suficientes elementos de juicio.

Dirección espiritual y prudencia personal

3. La dirección espiritual personal en la Obra es acompañamiento, aliento y consejo. Es normal que, sobre todo al empezar, la diferencia de conocimientos o de práctica, otorgue al que aconseja una gran autoridad moral. Esto es una ayuda al principio, pero a la larga podría convertirse en un obstáculo, si limita, en lugar de cultivar, la libertad de quien se acerca a recibirla. La dirección espiritual va dirigida a que las personas crezcan, a que se sitúen como cristianos fieles, responsables y maduros delante de Dios, de la sociedad y sus familias, a que desarrollen su vida de oración y, por tanto, a que perciban lo que Dios les pide.

Los medios en el camino de la santidad

4. El espíritu de la Obra propone unos medios de santificación propios de quien busca a Dios en la vida ordinaria. Estos medios, con la ayuda prudente de la dirección espiritual, están al servicio del bien de la persona; por eso tienen que ser utilizados de modo progresivo y en cuanto que mantienen esa tendencia al bien en las situaciones concretas. Por eso, una dirección espiritual que se limitara solo a valorar el cumplimiento del plan de vida, sería insuficiente. La vida espiritual se ordena al amor entregado a Dios y al prójimo. La dirección espiritual ayuda a discernir cómo aplicar los medios –conocidos y probados– a las circunstancias de cada persona.

5. Las dificultades que una persona encuentra forman parte de su vocación y han de estar integradas en el camino de la santidad. Cómo hacerlo es ejercicio de sabiduría y un gran servicio que presta la dirección espiritual. Puede darse el caso de que algunos medios no se puedan vivir o haya que adaptarlos. Son especialmente duras en la vida de las personas, y a veces también de los que les rodean, las enfermedades y limitaciones psíquicas. A veces no es fácil juzgar la capacidad real que una persona tiene para obrar y lo que puede realmente hacer o no. Sin embargo, siempre se debe apelar a ese fondo de disposiciones donde lo que se busca es amar a Dios y al prójimo, que es posible en todas las circunstancias de la vida, por duras que sean. En esos momentos, el desafío está en descubrir –con extremada delicadeza y gran respeto a las posibilidades de la persona– el modo en que Dios le pide manifestar su capacidad de amar.

Las “imprudencias providenciales” de la juventud

6. En un brevísimo texto de Camino, san Josemaría escribió: Encaucemos las “imprudencias providenciales” de la juventud [13]. Sabía, por experiencia personal y pastoral que, en una edad joven, plantear como modelo la sensatez y la prudencia puede carecer de atractivo. A fin de cuentas, va en contra de su natural tendencia a tomar riesgos y aventurarse… Lo verdaderamente prudente en la edad juvenil es enamorarse y orientar el corazón hacia cosas que valgan la pena. De ahí les vendrá la fuerza para ordenar el resto de su conducta a lo largo de la vida. Por eso, a los jóvenes es necesario hablarles de ideales. Eso es lo más urgente. Se entusiasman con el ejemplo, con modelos y referencias que espontáneamente admiran e imitan. Una vez situado el fin, los ideales de la vida, tiene sentido desarrollar la prudencia para poner los medios. Así podrán conquistar su propia libertad, precisamente haciendo bien —ordenado a un fin que realmente valga la pena— el acto libre, que es un acto deseado y deliberado.

Bibliografía

 

– San Josemaría, Virtudes humanas, en Amigos de Dios.

– “Muy humanos, muy divinos”, ebook sobre las virtudes en www.opusdei.org.

 

 

5. La vocación

- La llamada de Dios en la Escritura y en la historia

- Reconocer la llamada divina

- Al paso de Dios

- Bibliografía

1. La palabra “vocación” viene del latín vocare, que significa “llamar”. Y expresa la experiencia humana de sentirse o saberse llamado a realizar una tarea, una misión, a la que se entrega y dedica la vida o una parte importante de ella. Se suele hablar de “vocación profesional” cuando alguien se ha sentido llamado o atraído para desempeñar un oficio o rol social, que acaba definiendo de manera significativa a las personas. En este sentido, son muy ilustrativas las palabras de San Josemaría: «Si me preguntáis cómo se nota la llamada divina, cómo se da uno cuenta, os diré que es una visión nueva de la vida. Es como si se encendiera una luz dentro de nosotros; es un impulso misterioso, que empuja al hombre a dedicar sus más nobles energías a una actividad que, con la práctica, llega a tomar cuerpo de oficio. Esa fuerza vital, que tiene algo de alud arrollador, es lo que otros llaman vocación»[14].

La llamada de Dios en la Escritura y en la historia

2. La Sagrada Escritura muestra vocaciones con que Dios llama muy directamente para una tarea, como se ve en el Antiguo Testamento (Abraham, Moisés, los profetas de Israel…) y en el Nuevo (Juan Bautista, María, los Apóstoles, san Pablo…). En la historia de la Iglesia hay también muchos cristianos que se sienten llamados a una misión.

En otro nivel, está la experiencia común de tantas personas que se han sentido llamadas a uno de los muchos modos de vivir la vocación cristiana en la Iglesia. Y aquí aparecen matices nuevos. Con frecuencia, el medio del que Dios se sirve para llamar suele ser sentirse atraído por un mensaje, un modo de vivir la fe, o la vida de otros cristianos entregados. Sin embargo, eso no es suficiente; hace falta la idoneidad del interesado y el juicio de la Iglesia, sobre sies posible esa vocación. Con la luz fundacional del Opus Dei, san Josemaría habló de vocación universal a la santidad: una llamada dirigida a todos y que alcanzaba todas las actividades humanas nobles, en particular las que corresponden a la vida ordinaria.

Reconocer la llamada divina

3. ¿Cómo se da cuenta un cristiano de lo que Dios le pide en cada momento? En primer lugar, está la voz de la conciencia, pues cuando una persona sigue el dictamen de su conciencia recta, cumple la voluntad de Dios. También pertenece a la vida ordinaria del cristiano recibir, por la acción de Espíritu Santo, luces y mociones de fe, esperanza y caridad, que debe seguir. Así, los acontecimientos de la vida y los contactos con otras personas presentan, en cada momento, llamadas de Dios, pequeñas y grandes.

4. Precisamente porque saben que Dios está en el fondo de su conciencia y actúa misteriosamente en la historia, los cristianos procuran considerar todo delante de Dios. Tanto para juzgar lo que les ha pasado o tienen que hacer, como al considerar el conjunto de su existencia. Saben “leer” o “ver” en el conjunto de su vida la acción providente de Dios, que actúa de manera ordinaria, y se sienten agradecidos. En el fondo late la convicción expresada por san Pablo: «Para los que aman a Dios, todas las cosas son para bien» (Rm 8,28). También saben descubrir en su interior lo que “resuena” de modo especial: un deseo de bien, de servicio, de perdón (o de ser perdonado), de mejorar el mundo (el lugar de trabajo, el hogar, la propia ciudad o el país…).

Esto da una dimensión mucho más profunda y amplia a la idea de “vocación”. La existencia humana es ya una llamada, una vocación. La creación de Dios es un acto de voluntad y de amor de Dios: cada persona procede del querer divino, es querida “personalmente” por Dios y está destinada a la unión con él.

Al mismo tiempo, ese mensaje de salvación de Dios se ha introducido en la historia humana en unos acontecimientos siempre nuevos, insospechados: primero en la vocación de Israel y, después, con la plenitud de Cristo, en la Iglesia. Todas las personas son convocadas a unirse al Cuerpo de Cristo que es la Iglesia. De modo análogo, Dios entra en nuestra vida abriéndonos horizontes de sentido y de entrega que pueden dar forma a nuestra existencia.

Al paso de Dios

5. San Pablo dice que hemos sido elegidos «antes de la creación del mundo», y que Dios «nos predestinó a ser sus hijos adoptivos por Jesucristo» (Ef 1,4-5). Sin embargo, sería equivocado concluir a partir de esto que a nosotros solo nos corresponde esperar a que ese designio se manifieste. Ordinariamente, el plan de Dios para cada persona se realiza paso a paso, como se confecciona una tela, trenzando dos hilos, vertical y horizontal. Dios cuenta con nuestra libertad para poner el hilo que nos corresponde. Y esto implica que busquemos, aunque sea solo tanteando, cuál puede ser nuestra misión en la Iglesia y en el mundo. Conviene pedir luces al Señor y poner los medios que tenemos a nuestro alcance.

Por otra parte, es preciso respetar los tiempos y procesos que cada persona necesita para madurar libremente, en la presencia de Dios, las decisiones que van a dar forma a su vida. Es un ejercicio de prudencia y discernimiento cristiano para todos, tanto para el sujeto interesado como para los que deben acompañarle. Precisamente porque se trata de un proceso importante –en el que es preciso evidenciar una cierta idoneidad– y porque el hombre es un ser histórico que se desarrolla en el tiempo, las vocaciones en la Iglesia tienen unos tiempos y fases de incorporación. Y aun cuando la primera respuesta a la vocación se da con el deseo de una entrega plena y para toda la vida, se asume que ha de haber un periodo de crecimiento y comprobación.

Bibliografía

– “Algo grande y que sea amor”, ebook sobre la vocación cristiana en www.opusdei.org.

 

 

6. Amistad y fraternidad

- Cultivar la amistad

- Amistad y fraternidad

- Bibliografía

1. La persona existe en relación. Todo lo que nos viene de Dios pasa también por las relaciones que tenemos con otras personas; esto significa que somos interdependientes. Con frecuencia lo vemos de manera especial por la relación con nuestra familia, porque es en ella donde hemos experimentado en primer lugar un amor desinteresado. En todo caso, lo vemos también en aquellas personas que más han influido en nuestra vida.

Nuestra vocación nos lleva a establecer muchas relaciones personales —familiares y profesionales, de amistad y de fraternidad— y subraya en nosotros esta dimensión relacional del ser humano. Además, nuestro apostolado es de amistad y confidencia: cumplimos nuestra misión apostólica cultivando la amistad. Por eso, tenemos una visión profunda de la amistad, que debemos vivir en todos sus aspectos.

Cultivar la amistad

2. La amistad es «una forma de amor recíproco entre dos personas, que se edifica sobre el mutuo conocimiento y la comunicación»[15]. Al mismo tiempo, puede ser un amor elevado por la caridad, que la convierte en una forma de hacerse presente en el mundo el Amor que Dios nos tiene.

El conocimiento y el afecto que nos unen a nuestros amigos son una luz y un impulso que nos animan mutuamente a avanzar en la vida, a procurar ser mejores. Y esto es algo mutuo, pues necesitamos también del conocimiento y del afecto de nuestros amigos. En ese sentido, es importante no caer en una visión unidireccional de la ayuda que se presta a los demás, porque la amistad implica cierta igualdad, estar y sentirse a la misma altura.

3. Aunque se trata de una realidad humana fundamental, es preciso aprender a vivir la amistad en toda su hondura y respetando plenamente su naturaleza propia. Esto nos lleva a cuidar una serie de actitudes, de virtudes y de manifestaciones. «Resultan de gran importancia algunas virtudes: junto a la humildad, la alegría y la generosidad; y se hace necesario un sincero interés por los demás, en forma de comprensión, respeto y aprecio de las distintas opiniones»[16].

Por otra parte, la amistad requiere dedicar tiempo a los amigos. La intimidad de cada uno, que va saliendo a la luz en el abrirse mutuo, precisa muchas horas de conversación, de compartir proyectos, aficiones, diversiones.

4. En la dirección espiritual se podrá preguntar, alentar, para que se viva esa amistad con más generosidad y dedicación. En todo caso, habrá que tener en cuenta que la amistad no se puede forzar ni programar.

Esto tiene que ver con que una cualidad básica de la amistad es que resulta desinteresada. Queremos ofrecer al amigo lo mejor que tenemos y esto se tiene que notar en nuestras conversaciones. También en la acción apostólica —mejor: principalmente en la acción apostólica—, queremos que no haya ni el menor asomo de coacción. Dios quiere que se le sirva en libertad y, por tanto, no sería recto un apostolado que no respetase la libertad de las conciencias[17].

Amistad y fraternidad

5. También la vivencia de la fraternidad puede quedar enriquecida si se cultivan las virtudes y las actitudes de la amistad.

Aquí se plantea una distinción. Así como la amistad surge por una afinidad y por una conexión que luego vamos alimentando y desarrollando, en las relaciones que surgen de la fraternidad esta afinidad no tiene por qué darse desde el comienzo. Nosotros vamos eligiendo a nuestros amigos, y por eso entran en el ámbito de nuestra libertad e iniciativa; pero a nuestros hermanos no los elegimos: forman parte de nuestra familia por sí mismos, y así es como entran en el ámbito de lo familiar (es decir, en una relación que tiene un carácter originario). Al mismo tiempo, la relación con nuestros hermanos puede crecer y hacerse más honda: «la fraternidad, de simple relación fundamentada en la común filiación, se hace amistad por el cariño entre hermanos, con lo que comporta de interés mutuo, comprensión, comunicación, servicio atento y delicado, ayuda material, etc.»[18].

6. La fraternidad nos lleva a cultivar en nuestro interior, superando muchos obstáculos de disparidad (de caracteres, de gustos, de personalidad), un cariño profundo y real a cada uno, con todas sus peculiaridades. En este ejercicio de aprender a querer de verdad a personas distintas, alcanzamos una manera de amar que se asemeja al amor de Dios: querer no por nuestros gustos ni porque los demás sean como nosotros queremos, sino porque son nuestros hermanos. Uno aprende, primero, a descubrir en ellos personas igualmente amadas por Dios, llamadas a seguirle, que han entregado su vida y que, al mismo tiempo, son falibles y tienen miserias. Es esta una visión de fe sobre los demás, que nos permite abrir progresivamente nuestro corazón y apreciar el modo de ser de cada uno. Después, aprenderemos también a adaptarnos a los demás y ayudarles a mejorar en algún aspecto, cuando sea preciso. Así, ejercitamos la amistad de una manera más elevada con nuestros hermanos, lo cual nos ayuda a aprender a querer mejor también a nuestros amigos.

Bibliografía

– Carta del Padre 1-XI-2019, nn. 14-17.

– “Os he llamado amigos”, ebook sobre la amistad en www.opusdei.org.

 

 

7. Sentido de la sexualidad humana

-Hombre y mujer como modos de ser persona

-Sexualidad humana y matrimonio

- Sexualidad humana y celibato

- Bibliografía

Hombre y mujer como modos de ser persona

Dios creó a las personas humanas a su imagen y semejanza. Por eso, la persona encuentra su plenitud en donarse a los demás por amor. La lógica del don de sí está inscrita en el modo de ser de las personas. Hay dos modos complementarios de ser persona: como hombre o como mujer. Un hombre es una persona humana que puede llegar a ser padre; una mujer es una persona humana que puede llegar a ser madre.

Es importante notar que esa diferenciación no es, como en los otros animales, solo sexual, sino sobre todo personal. La integración de la sexualidad en una estructura de mayor alcance y trascendencia —la persona entera— lleva al hombre y a la mujer a poder realizar su vocación al amor de distintas maneras.

Como enseña el Catecismo, «la sexualidad abraza todos los aspectos de la persona humana, en la unidad de su cuerpo y de su alma. Concierne particularmente a la afectividad, a la capacidad de amar y de procrear y, de manera más general, a la aptitud para establecer vínculos de comunión con otro»[19].

Sexualidad humana y matrimonio

1. La mayoría de las personas responden a su vocación de amor en el matrimonio, desarrollando su maternidad o paternidad en ese contexto familiar: “la unión del hombre y de la mujer en el matrimonio es una manera de imitar en la carne la generosidad y la fecundidad del Creador”[20]. “La diferencia y la complementariedad físicas, morales y espirituales, están orientadas a los bienes del matrimonio y al desarrollo de la vida familiar. La armonía de la pareja humana y de la sociedad depende en parte de la manera en que son vividas entre los sexos la complementariedad, la necesidad y el apoyo mutuos»[21].

Sexualidad humana y celibato

1. Otras personas realizan la propia paternidad o maternidad en el celibato apostólico. Una muestra de madurez personal es el haber alcanzado la autonomía y entrega suficientes para ser padre/madre, y esto es posible tanto en el matrimonio como en el celibato. Por eso, estas dos situaciones existenciales se hallan abiertas a la generación; en el caso del matrimonio, también desde un punto de vista corporal. En el caso de los célibes, la generación de la que se habla es puramente espiritual, es decir, se refiere al cuidado, educación y servicio de quienes dependen de esa persona o se hallan más necesitados de ayuda. Por tanto, el don de sí se encuentra en el origen de la paternidad y de la maternidad y, en un sentido amplio, de todas las relaciones humanas, comenzando por aquellas que constituyen la familia, la comunidad y la sociedad. 

2. El celibato apostólico un don que requiere una integración de la sexualidad en la persona, para ordenarla a su especial vocación de amor, que es universal –abierto a todos– y exclusivo –se puede hacer un don de sí total a cada persona, porque se ha entregado en primer lugar a Dios.

Por eso, el celibato se opondría a la integración de la sexualidad y perdería sentido si la persona se encerrase en sí misma. Pues lo que se opone a la capacidad de amar y la madurez es la incapacidad para establecer relaciones personales adecuadas.

Bibliografía

– Editoriales “Algo grande y que sea amor”: capítulo 6 (Carlos Villar, Quien da la vida por sus amigos: La vocación al celibato) y capítulo 7 (Carlos Ayxelà, Respondiendo al amor: La vocación matrimonial);

– Artículo “Comprender y amar el celibato como estilo de vida” en madurezpsicologica.com; publicado también en collationes.org con el título “FAQ sobre el celibato apostólico”.

 

 

 


[1] Amigos de Dios, n. 25

[2] Jutta Burggraft, Libertad vivida con la fuerza de la fe, capítulo III, 1.

[3] Del Padre, Carta, 9-I-2018, n. 12.

[4] Jacques Philippe, La libertad interior, p. 34.

[5] Amigos de Dios, n. 27.

[6] Santa Catalina de Siena, Carta 47.

[7] Del Padre, Carta, 9-I-2018, n. 1.

[8] Carta 29-IX-1957, n. 55.

[9] Amigos de Dios, n. 74.

[10] Santa Catalina de Siena, El diálogo, parte II, capítulo IV.

[11] Amigos de Dios, n. 76.

[12] Carta 29-IX-1957, n. 50.

[13] Camino, n. 851.

[14] Carta 9-I-1932, n. 9.

[15] Del Padre, Carta, 9-I-2018, n. 4, cfr. Santo Tomás, S.Th. II-II, q. 23, a. 1, c.

[16] Del Padre, Carta, 14-II-2017, n. 11.

[17] Carta 9-I-1932, n. 66.

[18] Del Padre, Carta 9-I-2018, n. 14.

[19] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2332.

[20] Ibidem, n. 2335

[21] Ibidem, n. 2333.​