Comentarios al Evangelio en la Web [Tiempo de Pascua]

Autor
AA.VV.
Publicación
OpusDei.org

En este recurso se han recogido los comentarios al Evangelio de la Web. Se copian en Collationes estos textos para facilitar los enlaces y el acceso a los mismos. Poco a poco se irán elaborando índices temáticos, escriturísticos, etc. así como enlaces a diversos comentarios al mismo texto. [Nota: los comentarios faltantes se irán introduciendo a medida en que sean readactados]

Octava de Pascua | 2ª semana de Pascua | 3ª semana de Pascua | 4ª semana de Pascua | 5ª semana de Pascua | 6ª semana de Pascua | Ascensión del Señor | 7ª semana de Pascua | Pentecostés |

 

cruz

Semana de Pascua

Domingo de Pascua (Jn 20,1-9). Cristo vive. "Entonces entró también el otro discípulo que había llegado antes al sepulcro, vio y creyó". El amor de María Magdalena, Juan y Pedro por el maestro no ha desaparecido después de su muerte. Su fe y su fidelidad son recompensadas con una alegría que los acompañará por siempre.
Lunes de Pascua (Mt 28,8-15): sin miedo “No tengáis miedo; id a anunciar a mis hermanos que vayan a Galilea: allí me verán”. Las santas mujeres, reconfortadas por haber visto a Jesús, vencieron el temor, y fueron las primeras en cumplir el mandato apostólico.
Martes de Pascua (Jn 20,11-18): bienaventurados los que lloran. “Suéltame, que aún no he subido a mi Padre; pero vete donde están mis hermanos y diles: «Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios»”. La Magdalena ha visto al Señor, porque nunca dejó de amarle. Por eso, está preparada para la misión apostólica. Ha merecido ser llamada “apóstola de los apóstoles”.
Miércoles de Pascua (Lc 24,13-35): al partir el pan. “¿No es verdad que ardía nuestro corazón dentro de nosotros, mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?”. El mismo Jesús que explicó las Escrituras a los discípulos camino de Emaús nos habla cuando escuchamos bajo la luz del Espíritu Santo las palabras del Evangelio.
Jueves de Pascua (Lc 24,35-48): llagas gloriosas. “Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona”. Jesús resucitado nos invita a contemplar las llagas gloriosas de sus manos y sus pies. Él no desea que nos olvidemos jamás de cuánto nos ha amado, pues en sus llagas hemos sido curados.
Viernes de Pascua (Jn 21, 1-14): pesca milagrosa. “La echaron, y no tenían fuerzas para sacarla, por la multitud de peces”. Después de una noche de fatiga aparentemente inútil, pues regresan con las redes vacías, basta un instante a Dios para regalar a los discípulos mucho más de lo que podían esperar. Dios es el autor de la gracia.
Sábado de Pascua (Mc 16,9-15): apóstoles con goteras. “Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura”. La falta de fe de los apóstoles no es obstáculo para que Jesús les encargue semejante misión. Pidamos al Espíritu Santo que transforme las carencias y debilidades personales en ocasión de amar más al Señor y a los demás.

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Domingo de Pascua (Jn 20,1-9). Cristo vive. "Entonces entró también el otro discípulo que había llegado antes al sepulcro, vio y creyó". El amor de María Magdalena, Juan y Pedro por el maestro no ha desaparecido después de su muerte. Su fe y su fidelidad son recompensadas con una alegría que los acompañará por siempre.

Evangelio (Jn 20,1-9)

El día siguiente al sábado, muy temprano, cuando todavía estaba oscuro, fue María Magdalena al sepulcro y vio quitada la piedra del sepulcro. Entonces echó a correr, llegó hasta donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, el que Jesús amaba, y les dijo:
— Se han llevado al Señor del sepulcro y no sabemos dónde lo han puesto.
Salió Pedro con el otro discípulo y fueron al sepulcro.
Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corrió más aprisa que Pedro y llegó antes al sepulcro. Se inclinó y vio allí los lienzos plegados, pero no entró. Llegó tras él Simón Pedro, entró en el sepulcro y vio los lienzos plegados, y el sudario que había sido puesto en su cabeza, no plegado junto con los lienzos, sino aparte, todavía enrollado, en un sitio. Entonces entró también el otro discípulo que había llegado antes al sepulcro, vio y creyó. No entendían aún la Escritura según la cual era preciso que resucitara de entre los muertos.

Comentario

María Magdalena fue temprano al sepulcro el primer día de la semana. Llevada de su amor y fidelidad a Jesús, se dirigió con prontitud a terminar de embalsamar su cadáver. El Papa Francisco observa que “no era una mujer de entusiasmos fáciles. De hecho, después de la primera visita al sepulcro, ella vuelve decepcionada al lugar donde los discípulos se escondían; cuenta que la piedra fue movida de la entrada al sepulcro, y su primera hipótesis es la más sencilla que se puede formular: alguien ha robado el cuerpo de Jesús. Así el primer anuncio que María lleva no es el de la resurrección, sino un robo que alguien desconocido ha perpetrado, mientras toda Jerusalén dormía”[1]. En cuanto Pedro y Juan oyeron lo que María les contaba, fueron corriendo al sepulcro para hacerse cargo de qué había pasado. Lo que realmente había sucedido excedía con mucho lo que pudieran haber imaginado.

Las palabras que utiliza el evangelista para describir lo que encontraron en el sepulcro expresan con vivo realismo la impresión que les causó lo que vieron allí. Para comenzar, ahí estaban los lienzos que lo habían amortajado. Si alguien hubiera entrado para robar el cadáver, ¿se habría entretenido en quitárselos para llevarse sólo el cuerpo? No parece lógico. Además, los lienzos permanecían como habían sido colocados envolviendo el cuerpo de Jesús, pero ahora no envolvían nada, y por eso estaban planos, como si el cuerpo de Jesús se hubiera esfumado y hubiese salido sin tocarlos, pasando a través de ellos. De otra parte, cuando se amortajaba el cadáver, primero se enrollaba el sudario a la cabeza, y después, todo el cuerpo y también la cabeza se envolvían en los lienzos. El relato de Juan especifica que el sudario permanecía “todavía enrollado”, esto es, conservando la misma disposición que había tenido cuando estaba allí el cuerpo de Jesús.

Tenían ante sus ojos los lienzos y el sudario, tal y como estaban cuando habían dejado allí el cuerpo de Jesús, en la tarde del viernes, pero el cuerpo ya no estaba. Hasta tal punto fueron significativos los vestigios que encontra­ron en aquel lugar que, lejos de ratificarles en lo que pensaban cuando fueron al sepulcro, que habían robado el cadáver, les hicieron caer en la cuenta de que Jesús había resucitado, pues el evangelista dice que él “vio y creyó”.

“¿Qué pasó allí? Para los testigos que habían encontrado al Resucitado esto no era ciertamente nada fácil de expresar. Se encontraron –comenta Benedicto XVI– ante un fenómeno totalmente nuevo para ellos, pues superaba el horizonte de su propia experiencia”[2]. Lo sucedido no había podido ser obra humana: Jesús no había vuelto a una vida terrena como Lázaro. Había sucedido algo de una dimensión superior. “Los testimonios del Nuevo Testamento no dejan duda alguna de que en la “resurrección del Hijo del hombre” ha ocurrido algo completamente diferente. La resurrección de Jesús ha consistido en un romper las cadenas para ir hacia un tipo de vida totalmente nuevo, a una vida que ya no está sujeta a la ley del devenir y de la muerte, sino que está más allá de eso. (…) Él ha entrado en una vida distinta, nueva; en la inmensidad de Dios y, desde allí, Él se manifiesta a los suyos”[3]. La muerte no pudo retenerlo. Jesucristo está vivo.

“Cristo vive. Esta es la gran verdad que llena de contenido nuestra fe. Jesús, que murió en la cruz, ha resucitado, ha triunfado de la muerte, del poder de las tinieblas, del dolor y de la angustia -exclamaba con gozo san Josemaría, expresando la fe de la Iglesia–. (…) Cristo no es una figura que pasó, que existió en un tiempo y que se fue, dejándonos un recuerdo y un ejemplo maravillosos. No: Cristo vive. Jesús es el Emmanuel: Dios con nosotros. Su Resurrección nos revela que Dios no abandona a los suyos”[4].

[1] Papa Francisco, Audiencia general, Miércoles 17-V-2017.
[2] Joseph Ratzinger - Benedicto XVI, Jesús de Nazaret. Desde la Entrada en Jerusalén hasta la Resurrección (Encuentro, Madrid 2011), cap. 9.
[3] Ibídem
[4] S. Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 102.

           Francisco Varo

 

Lunes de Pascua (Mt 28,8-15): sin miedo “No tengáis miedo; id a anunciar a mis hermanos que vayan a Galilea: allí me verán”. Las santas mujeres, reconfortadas por haber visto a Jesús, vencieron el temor, y fueron las primeras en cumplir el mandato apostólico.

Evangelio (Mt 28,8-15)

En aquel tiempo:
Ellas partieron al instante del sepulcro con temor y una gran alegría, y corrieron a dar la noticia a los discípulos.
De pronto Jesús les salió al encuentro y las saludó. Ellas se acercaron, abrazaron sus pies y le adoraron. Entonces Jesús les dijo:
— No tengáis miedo; id a anunciar a mis hermanos que vayan a Galilea: allí me verán.
Mientras ellas se iban, algunos de la guardia fueron a la ciudad y comunicaron a los príncipes de los sacerdotes todo lo sucedido. Se reunieron con los ancianos, se pusieron de acuerdo y dieron una buena suma de dinero a los soldados diciéndoles:
— Tenéis que decir: «Sus discípulos han venido de noche y lo robaron mientras nosotros estábamos dormidos». Y en el caso de que esto llegue a oídos del procurador, nosotros le calmaremos y nos encargaremos de vuestra seguridad.
Ellos aceptaron el dinero y actuaron según las instrucciones recibidas. Así se divulgó este rumor entre los judíos hasta el día de hoy.

Comentario

En este lunes de Pascua la alegría por la resurrección de Jesús nos sigue desbordando, como les ocurrió a aquellas mujeres, “María de Magdala y la otra María”, al ver el sepulcro vacío y escuchar la noticia del ángel. Quedaron atemorizadas, pero no paralizadas. Sin ver a Jesús, obedecieron presurosas al mandato del ángel de anunciar la resurrección. Entre el temor y la alegría venció la alegría, porque creyeron, y por su fe, obedecieron. Todo sostenido por el amor incondicional al Maestro. Y enseguida fueron recompensadas: les salió al encuentro el mismo Jesús resucitado. Aquellas mujeres creyentes, alegres y obedientes, merecían un saludo del propio Jesús para recibir de él la serenidad. Ya les dijo el ángel: “no tengáis miedo”. Pero seguían atemorizadas. Por eso reciben por segunda vez el mismo anuncio, pero esta vez de labios del mismo Jesús. Y el amor les empuja a abrazarse a sus pies: “En el amor no hay temor, sino que el amor perfecto echa fuera el temor” (1 Juan 4,18).

A los guardianes del sepulcro no se les anunció nada: no era necesario, pues lo vieron todo. Y aunque parecían haber quedado como muertos, se levantaron para contar todo lo sucedido. En su anuncio no hubo alegría, solo miedo. La calma les llegó por el dinero recibido a cambio de no decir nada a nadie. ¿Que pudo ser de aquellos soldados amordazados por el soborno pero testigos de la Verdad?

Hoy nos enfrentamos ante estas dos reacciones: fe en Jesús resucitado y audacia para anunciarlo, o silencio a causa de la avaricia, “raíz de todos los males” (1 Timoteo 6,10). En los soldados se cumplió lo dicho por Jesús en la parábola del sembrador: “Lo sembrado entre espinos es el que oye la palabra, pero las preocupaciones de este mundo y la seducción de las riquezas ahogan la palabra y queda estéril” (Mateo 13,22). En las mujeres, ocurrió lo contrario: “Y lo sembrado en buena tierra es el que oye la palabra y la entiende, y fructifica y produce el ciento, o el sesenta, o el treinta” (Mateo 13,23). A otra María, la Madre del resucitado, le pedimos la fe y la audacia de aquellas mujeres, para “anunciar las obras del Señor” (Sal 118,17).

                 Josep Boira

 

Martes de Pascua (Jn 20,11-18): bienaventurados los que lloran. “Suéltame, que aún no he subido a mi Padre; pero vete donde están mis hermanos y diles: «Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios»”. La Magdalena ha visto al Señor, porque nunca dejó de amarle. Por eso, está preparada para la misión apostólica. Ha merecido ser llamada “apóstola de los apóstoles”.

Evangelio (Jn 20,11-18)

En aquel tiempo:
María estaba fuera, llorando junto al sepulcro. Mientras lloraba se inclinó hacia el sepulcro, y vio a dos ángeles de blanco, sentados uno a la cabecera y otro a los pies, donde había sido colocado el cuerpo de Jesús. Ellos dijeron:
—Mujer, ¿por qué lloras?
—Se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto — les respondió.
Dicho esto, se volvió hacia atrás y vio a Jesús de pie, pero no sabía que era Jesús. Le dijo Jesús:
—Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?
Ella, pensando que era el hortelano, le dijo:
—Señor, si te lo has llevado tú, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré.
Jesús le dijo:
—¡María!
Ella, volviéndose, exclamó en hebreo: — ¡ Rabbuni ! — que quiere decir: «Maestro».
Jesús le dijo:
—Suéltame, que aún no he subido a mi Padre; pero vete donde están mis hermanos y diles: «Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios».
Fue María Magdalena y anunció a los discípulos:
—¡He visto al Señor!, y me ha dicho estas cosas.

Comentario

Permanecemos muy atentos a esta escena evangélica. Respetamos la soledad y la tristeza de María de Magdala, pues intuimos que algo grande va a ocurrir. Ella ya había visto el sepulcro vacío y, pensando que se habían llevado el cuerpo del Señor, anunció la triste noticia a Pedro y al discípulo amado. Ellos acudieron, y luego se fueron; pero María permaneció junto al sepulcro vacío y estalló en llantos: no podía soportar haber perdido el cuerpo sin vida de su Señor. Tampoco reconoce a los ángeles como mensajeros de una gran noticia. Es tal su tristeza, que ni siquiera distingue la voz del Maestro que le interroga.

Pero el presunto “hortelano” insiste, esta vez llamando a la mujer por su nombre: “María”. La reacción es inmediata: “¡Maestro!”. Jesús había sido para María el Médico divino que la liberó de los siete demonios (cf. Lucas 8,2). Desde entonces fue su Maestro. Ahora, junto al sepulcro, es su Buen Pastor, el que “llama a sus propias ovejas por su nombre y las conduce fuera (...) y conocen su voz” (Juan 10,3.4). ¡Bienaventurada María que lloraba porque ha sido consolada! (cf. Mateo 5,4). Hasta el mismo Jesús tiene que frenar la fuerza de María que no quiere soltarle. Es más, tiene que irse para anunciar la gran noticia a los “hermanos” de Jesús. Antes había anunciado la falsa noticia del robo del cadáver de Cristo. Ahora ha de anunciar la verdad: ¡Ha visto al Señor vivo y le ha dicho que sube al Padre!

María es ejemplo de quien busca al Señor con afán, como la amada del Cantar: “En mi lecho, por las noches, busqué al que ama mi alma, y no lo encontré”. Pero superada la prueba, “encontré al que ama mi alma. Lo abracé y no lo soltaré” (Cantar de los cantares, 3,1.4). En un mundo en el que parece oculta la presencia de Dios, la actitud de María, perseverante en su búsqueda, es ejemplo para no desfallecer en las buenas obras de cada día, donde Jesús nos espera y nos llama, vivo y resucitado. Y así, con una fe renovada, somos, como la Magdalena, apóstoles. Ella fue la primera en anunciar la resurrección, verdad siempre nueva que ha de ser anunciada al mundo entero.

                 Josep Boira

 

Miércoles de Pascua (Lc 24,13-35): al partir el pan. “¿No es verdad que ardía nuestro corazón dentro de nosotros, mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?”. El mismo Jesús que explicó las Escrituras a los discípulos camino de Emaús nos habla cuando escuchamos bajo la luz del Espíritu Santo las palabras del Evangelio.

Evangelio (Lc 24,13-35)

Ese mismo día, dos de ellos se dirigían a una aldea llamada Emaús, que distaba de Jerusalén sesenta estadios. Iban conversando entre sí de todo lo que había acontecido. Y mientras comentaban y discutían, el propio Jesús se acercó y se puso a caminar con ellos, aunque sus ojos eran incapaces de reconocerle. Y les dijo:
— ¿De qué veníais hablando entre vosotros por el camino?
Y se detuvieron entristecidos. Uno de ellos, que se llamaba Cleofás, le respondió:
— ¿Eres tú el único forastero en Jerusalén que no sabe lo que ha pasado allí estos días?
Él les dijo:
— ¿Qué ha pasado?
Y le contestaron:
— Lo de Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras delante de Dios y ante todo el pueblo: cómo los príncipes de los sacerdotes y nuestros magistrados lo entregaron para ser condenado a muerte y lo crucificaron. Sin embargo nosotros esperábamos que él sería quien redimiera a Israel. Pero con todo, es ya el tercer día desde que han pasado estas cosas. Bien es verdad que algunas mujeres de las que están con nosotros nos han sobresaltado, porque fueron al sepulcro de madrugada y, como no encontraron su cuerpo, vinieron diciendo que habían tenido una visión de ángeles, que les dijeron que está vivo. Después fueron algunos de los nuestros al sepulcro y lo hallaron tal como dijeron las mujeres, pero a él no le vieron.
Entonces Jesús les dijo:
— ¡Necios y torpes de corazón para creer todo lo que anunciaron los Profetas! ¿No era preciso que el Cristo padeciera estas cosas y así entrara en su gloria?
Y comenzando por Moisés y por todos los Profetas les interpretó en todas las Escrituras lo que se refería a él. Llegaron cerca de la aldea adonde iban, y él hizo ademán de continuar adelante. Pero le retuvieron diciéndole:
— Quédate con nosotros, porque se hace tarde y está ya anocheciendo.
Y entró para quedarse con ellos. Y cuando estaban juntos a la mesa tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio. Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron, pero él desapareció de su presencia. Y se dijeron uno a otro:
— ¿No es verdad que ardía nuestro corazón dentro de nosotros, mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?
Y al instante se levantaron y regresaron a Jerusalén, y encontraron reunidos a los once y a los que estaban con ellos, que decían:
— El Señor ha resucitado realmente y se ha aparecido a Simón.
Y ellos se pusieron a contar lo que había pasado en el camino, y cómo le habían reconocido en la fracción del pan.

Comentario

Mientras celebramos la Pascua, contemplamos de nuevo el camino hacia Emaús, acompañando a Cleofás y al otro discípulo, que dialogan con su incógnito compañero. La viveza del relato nos facilita unirnos a la comitiva, y descubrimos que cada uno de nosotros ha sido alguna vez Cleofás. La experiencia de un pasado mejor, unas esperanzas que no se han cumplido nos encaminan hacia la nostalgia, la tristeza y la derrota. No habíamos contado con el autor de la Vida, que da sentido a la nuestra.

Y Jesús sale a nuestro encuentro, como el pastor que va en busca de la oveja perdida (cf. Mateo 18,12). Él ha dado la vida por sus ovejas, nos considera sus amigos; de hecho su Palabra nos ha llenado, hemos creído en sus obras, incluso con humildad hemos aceptado sus reproches. Él quiere a toda costa salvarnos, porque “esta es la voluntad de Aquel que me ha enviado: que no pierda nada de lo que Él me ha dado, sino que lo resucite en el último día” (Juan 6,39).

Maravilla el modo sencillo como Jesús irrumpe en la escena: de incógnito, preguntando y escuchando el motivo de aquella triste discusión. Luego son los discípulos quienes le escuchan. Y las cosas empiezan a cambiar. De la tristeza pasan al ardor, de considerarlo un extranjero a querer que se quede con ellos y reconocerlo vivo cuando partió el Pan. Jesús se hizo para sus discípulos Camino, Verdad y Vida (cf. Juan 14,6). Así desea seguir irrumpiendo el Maestro en nuestra vida diaria, cuando nos perdemos en nuestras tristezas y desilusiones. Y así quiere que hagamos también nosotros con nuestros amigos. Gustaba a San Josemaría, al meditar esta escena, considerar que el cristiano es también Cristo que pasa: “Cada cristiano debe hacer presente a Cristo entre los hombres; debe obrar de tal manera que quienes le traten perciban el bonus odor Christi (2 Corintios 2,15), el buen olor de Cristo; debe actuar de modo que, a través de las acciones del discípulo, pueda descubrirse el rostro del Maestro”[1].

[1] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 105; homilía “Cristo presente en los cristianos”.

                   Josep Boira

 

Jueves de Pascua (Lc 24,35-48): llagas gloriosas. “Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona”. Jesús resucitado nos invita a contemplar las llagas gloriosas de sus manos y sus pies. Él no desea que nos olvidemos jamás de cuánto nos ha amado, pues en sus llagas hemos sido curados.

Evangelio (Lc 24,35-48)

En aquel tiempo, contaban los discípulos lo que les había pasado por el camino y cómo habían reconocido a Jesús al partir el pan.
Estaban hablando de estas cosas, cuando se presenta Jesús en medio de ellos y les dice:
—«Paz a vosotros.»
Llenos de miedo por la sorpresa, creían ver un fantasma. Él les dijo:
—«¿Por qué os alarmáis?, ¿por qué surgen dudas en vuestro interior? Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona. Palpadme y daos cuenta de que un fantasma no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo.
Dicho esto, les mostró las manos y los pies. Y como no acababan de creer por la alegría, y seguían atónitos, les dijo:
—«¿Tenéis ahí algo de comer?»
Ellos le ofrecieron un trozo de pez asado. Él lo tomó y comió delante de ellos. Y les dijo:
—«Esto es lo que os decía mientras estaba con vosotros: que todo lo escrito en la ley de Moisés y en los profetas y salmos acerca de mí tenía que cumplirse.»
Entonces les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras. Y añadió:
—«Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de esto.»

Comentario

Jesús muestra sus heridas. Jesús desea ser reconocido en sus llagas gloriosas. Ellas son el sello que el amor ha dejado impreso para siempre en su cuerpo glorioso. En sus manos, en sus pies y en su costado.

Esta sencilla manifestación expresa el maravilloso significado de la Cruz. Las señales del amor de Jesucristo por la humanidad no se quedan en el Calvario, sino que han subido al Cielo. Han subido a la gloria. Es cierto que ya no sangran, pero siguen diciendo lo mismo que expresaron en el Calvario.

Jesús nos enseña con sus llagas gloriosas que no debo tener miedo a las heridas. Que el sufrimiento es la manifestación más sublime del amor. Y que las heridas del amor no hay por qué esconderlas. Y también nos enseña que para vivir como resucitado debo vivir como crucificado.

Nosotros, con nuestra lógica mundana, evitamos cualquier señal y recuerdo de sufrimiento humano. Todo recuerdo de la muerte es eliminado de la vida pública, de la conversación cotidiana… Pero Jesús, con su lógica divina, publica y eterniza su pasión y su muerte. Él no quiere olvidar lo que hizo, por eso sus llagas son como el tatuaje del amor por nosotros.

Y, sobre todo, no quiere que nosotros nos olvidemos de lo que Él hizo. De lo que sigue haciendo cada día de modo incruento en el sacrificio de la santa Misa.

Tú y yo y todos deseamos acercarnos a esas señales del amor divino y besarlas con la misma devoción y ternura con que María las besa en el Cielo. Llagas que ya no sangran pero que regalan vida sobrenatural. Tú y yo y todos deseamos comulgar pura y humildemente con su cuerpo glorioso.

                José María García Castro

 

Viernes de Pascua (Jn 21, 1-14): pesca milagrosa. “La echaron, y no tenían fuerzas para sacarla, por la multitud de peces”. Después de una noche de fatiga aparentemente inútil, pues regresan con las redes vacías, basta un instante a Dios para regalar a los discípulos mucho más de lo que podían esperar. Dios es el autor de la gracia.

Evangelio (Jn 21, 1-14)

En aquel tiempo, Jesús se apareció otra vez a los discípulos junto al lago de Tiberíades. Y se apareció de esta manera:
Estaban juntos Simón Pedro, Tomás apodado el Mellizo, Natanael el de Caná de Galilea, los Zebedeos y otros dos discípulos suyos.
Simón Pedro les dice:
—Me voy a pescar.
Ellos contestaban:
—Vamos también nosotros contigo.
Salieron y se embarcaron; y aquella noche no cogieron nada. Estaba ya amaneciendo, cuando Jesús se presentó en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús.
Jesús les dice:
—Muchachos, ¿tenéis pescado?
Ellos contestaron:
—No.
El les dice:
—Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis.
La echaron, y no tenían fuerzas para sacarla, por la multitud de peces. Y aquel discípulo que Jesús tanto quería le dice a Pedro:
—Es el Señor.
Al oír que era el Señor, Simón Pedro, que estaba desnudo, se ató la túnica y se echó al agua. Los demás discípulos se acercaron en la barca, porque no distaban de tierra más que unos cien metros, remolcando la red con los peces.
Al saltar a tierra, ven unas brasas con un pescado puesto encima y pan. Jesús les dice:
—Traed de los peces que acabáis de coger.
Simón Pedro subió a la barca y arrastró hasta la orilla la red repleta de peces grandes: ciento cincuenta y tres. Y aunque eran tantos, no se rompió la red.
Jesús les dice:
-—Vamos, almorzad.
Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor.
Jesús se acerca, toma el pan y se lo da; y lo mismo el pescado. Esta fue la tercera vez que Jesús se apareció a los discípulos, después de resucitar de entre los muertos.

Comentario

Pedro y los discípulos parece que se han agotado inútilmente. Después de una noche de trabajo no han conseguido pescar nada. Ya amanece y es tiempo de abandonar la faena, recoger los bártulos y esperar otras jornadas mejores.

Nada nos dice el relato evangélico sobre la posible frustración y el enfado que se pudo apoderar de estos discípulos, pero es fácil imaginar que así fue… nadie que trabaja durante una noche entera permanece impertérrito ante un fracaso tan sonoro.

Sin embargo, nada fue en vano. Posiblemente fueron los minutos mejor invertidos en el oficio de la pesca por parte de Pedro, Tomás, Natanael y todos los demás.

La barca regresa totalmente vacía por expresa voluntad divina. Porque la barca, cuanto más vacía se encuentre, más predispuesta se halla para recibir el milagro generoso de Jesucristo resucitado. A los primeros discípulos les debe de quedar claro que es Dios quien provee. Que ellos no pueden hacer nada por sí solos… Jesús ya se lo había dicho: “Sin mí, no podéis hacer nada”, pero ahora se lo recuerda de un modo plástico, real.

Toda una noche de fatiga para conseguir… nada y, basta simplemente cumplir una sencilla indicación del Maestro: “Echad la red a la derecha”, para que las redes se llenen de 153 peces grandes.

Nosotros debemos presentarnos con nuestra barca también vacía. Vacía de nuestro orgullo. Así, nuestro buen Dios derramará abundantemente su gracia. Es cierto que conseguir una barca vacía supone generalmente fatigas y humillaciones. Pero vale la pena.

             José María García Castro

 

Sábado de Pascua (Mc 16,9-15): apóstoles con goteras. “Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura”. La falta de fe de los apóstoles no es obstáculo para que Jesús les encargue semejante misión. Pidamos al Espíritu Santo que transforme las carencias y debilidades personales en ocasión de amar más al Señor y a los demás.

Evangelio (Mc 16,9-15)

En aquel tiempo, Jesús, después de resucitar al amanecer del primer día de la semana, se apareció en primer lugar a María Magdalena, de la que había expulsado siete demonios. Ella fue a anunciarlo a los que habían estado con él, que se encontraban tristes y llorosos. Pero ellos, al oír que estaba vivo y que ella lo había visto, no lo creyeron.
Después de esto se apareció, bajo distinta figura, a dos de ellos que iban de camino a una aldea; también ellos regresaron y lo comunicaron a los demás, pero tampoco les creyeron.
Por último, se apareció a los once cuando estaban a la mesa y les reprochó su incredulidad y dureza de corazón, porque no creyeron a los que lo habían visto resucitado.
Y les dijo: — Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura.

Comentario

En el evangelio de san Marcos que la Iglesia nos invita a considerar hoy, llama poderosamente la atención el contraste entre la incredulidad de los apóstoles ante las noticias que van recibiendo de la resurrección de Jesús, frente a la confianza que el Señor vuelve a depositar en ellos encargándoles el mandato misionero: “Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura”.

Esta falta de fe de los discípulos no es algo querido por el Señor, que, de hecho, les reprocha “su incredulidad y dureza de corazón”, pero tampoco es un obstáculo insalvable para hacer de ellos los instrumentos de difusión del Evangelio por todo el mundo.

Tampoco es nueva esta falta de fe en los once, pero Jesús siempre da una oportunidad más para volver a empezar y vuelve a confiar en ellos.

Resulta conmovedor ver cómo el Señor no solo olvida e incluso perdona estas faltas, sino que, además, pone en sus manos una misión todavía mayor: anunciar la obra de la Salvación a todos los hombres.

Jesús, cuando nos invita a ser sus apóstoles –y recordemos que todos los cristianos recibimos esta llamada con el Bautismo–, no se fija en lo que no tenemos o en lo que flaqueamos, sino que nos proyecta hacia el futuro con una confianza infinita en la obra que el Espíritu Santo hará en cada uno de nosotros, si luchamos por dejarle hacer en nuestra vida.

Ojalá sepamos nosotros también confiar en las personas que tenemos a nuestro alrededor, viendo, con los ojos de Cristo, toda la potencialidad para hacer el Bien que tiene cada hijo de Dios.

             Pablo Erdozáin

 

 

 

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2ª semana de Pascua

Domingo de la Divina Misericordia (Ciclo B: Jn 20,19-31). “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les son perdonados”. Dios misericordioso nos ha hecho capaces de ser misericordiosos con los demás.
Domingo de la Divina Misericordia (Ciclo C: Jn 20,19-31) “¡Hemos visto al Señor!”
Lunes de la 2.° semana de Pascua (Juan 3, 1-8): acostumbrarse a la lógica de Dios “Rabbí, sabemos que has venido de parte de Dios como Maestro, pues nadie puede hacer los signos que tú haces si Dios no está con él”. Jesús aprovecha la curiosidad de Nicodemo, judío influyente, para invitarlo a abandonar sus esquemas de pensamiento y aprender la lógica divina, caracterizada por una vida atenta a las inspiraciones que el Espíritu Santo quiere comunicarnos.
Martes de la 2° semana de Pascua (Juan 3, 5a. 7b-15): la serpiente de Moisés y la Cruz de Jesús “Igual que Moisés levantó la serpiente en el desierto, así debe ser levantado el Hijo del Hombre, para que todo el que crea tenga vida eterna en él”. La liturgia, en continuidad con el día de ayer, nos presenta la segunda parte de la conversación entre Nicodemo y Jesús. El Señor nos recuerda que la Cruz será un momento crucial en su misión de donarnos la vida eterna.
Miércoles de la 2° semana de Pascua (Juan 3, 16-21): mantener limpios los ojos de la fe.  “Vino la luz al mundo y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas”. Jesús nos invita hoy a reflexionar sobre la importancia de estar preparados para el encuentro con la luz de Dios. Las buenas obras mantienen limpios los ojos de la fe y nos permiten apreciar y agradecer el amor que Dios tiene por cada uno de nosotros.
Jueves de la 2° semana de Pascua (Jn 3,31-36): un cambio de perspectiva “El que viene de lo alto está sobre todos”. Jesucristo clavado en la Cruz nos da la perspectiva necesaria para que todas nuestras obras reflejen el amor del Padre por cada uno. Pidamos al Paráclito que nos conceda el don de Fortaleza para no huir de la cruz de cada día.
Viernes de la 2° semana de Pascua (Jn 6,1-15): quedarse sin reservas “¿Qué es eso para tantos?” Cinco panes y dos peces son muy poco para alimentar a una multitud. Pero para Jesús fue suficiente. Pidamos al Señor que nos haga generosos para no guardarnos "ese poco", con el que Él puede obrar grandes milagros.
Sábado de la 2° semana de Pascua (Jn 6,16-21): la barca no se hundirá  “Soy yo, no temáis”. Caminando sobre las aguas, Jesús sale al encuentro de los apóstoles para tranquilizarles y enseñarles que su barca no sucumbirá ante ninguna tempestad. Pidámosle que nos aumente la fe para acudir a Él en cualquier circunstancia.

 

Domingo de la Divina Misericordia (Ciclo B: Jn 20,19-31). “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les son perdonados”. Dios misericordioso nos ha hecho capaces de ser misericordiosos con los demás.

Evangelio (Jn 20,19-31)

Al atardecer de aquel día, el siguiente al sábado, con las puertas del lugar donde se habían reunido los discípulos cerradas por miedo a los judíos, vino Jesús, se presentó en medio de ellos y les dijo:
– La paz esté con vosotros.
Y dicho esto les mostró las manos y el costado.
Al ver al Señor, los discípulos se alegraron. Les repitió:
– La paz esté con vosotros. Como el Padre me envió, así os envío yo.
Dicho esto sopló sobre ellos y les dijo:
– Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les son perdonados; a quienes se los retengáis, les son retenidos.
Tomás, uno de los doce, llamado Dídimo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Los otros discípulos le dijeron:
– ¡Hemos visto al Señor!
Pero él les respondió:
– Si no le veo en las manos la marca de los clavos, y no meto mi dedo en esa marca de los clavos y meto mi mano en el costado, no creeré.
A los ocho días, estaban otra vez dentro sus discípulos y Tomás con ellos. Aunque estaban las puertas cerradas, vino Jesús, se presentó en medio y dijo:
– La paz esté con vosotros.
Después le dijo a Tomás:
– Trae aquí tu dedo y mira mis manos, y trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente.
Respondió Tomás y le dijo:
– ¡Señor mío y Dios mío!
Jesús contestó:
– Porque me has visto has creído; bienaventurados los que sin haber visto hayan creído.
Muchos otros signos hizo también Jesús en presencia de sus discípulos, que no han sido escritos en este libro. Sin embargo, éstos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre.

Comentario

El Evangelio de este segundo domingo del Tiempo de Pascua, también llamado domingo de la Divina Misericordia, cuenta dos apariciones del Señor a sus discípulos. El día de la resurrección, bajo la doble señal de la paz y de la alegría, Jesucristo sopla sobre ellos, recordando así el soplo creador, y les da el Espíritu Santo cuyo poder les permitirá perdonar los pecados. Sólo Dios puede perdonar los pecados, y lo hace porque tiene entrañas de misericordia. La omnipotencia de Dios se manifiesta en ese amor íntimo que nos limpia para hacernos entrar en su vida.

“Y yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. La fórmula de absolución en el sacramento de la penitencia parece tan rápida, pero en ella se condensa todo el poder de los méritos de la vida, pasión, muerte y resurrección de Jesús.[1] Cada vez que nos confesamos, por la comunión de los santos estamos ayudando a otros fieles a pedir perdón a Dios. Cuando ayudamos a los demás, con el ejemplo y la palabra, a recibir el sacramento de la reconciliación, hacemos un acto de misericordia: es el caso, por ejemplo, de un padre o una madre de familia que lleva a sus hijas e hijos a confesar, confesándose primero los padres.

Tomás no estaba en la aparición del día de la resurrección. El domingo siguiente, Jesús se hizo de nuevo presente en su cuerpo glorioso en medio de sus discípulos. Se dirigió a Tomás, invitándole a tocar sus llagas. Tomás, incrédulo hasta entonces, hace una profesión de fe: “¡Señor mío y Dios mío!”. Es la más alta confesión cristológica del Evangelio. La podemos repetir, manifestando así nuestra fe en Cristo, Dios y Hombre verdadero, Hijo eterno del Padre (cf. Jn 5,1-6).

“Bienaventurados los que sin haber visto hayan creído”: el Señor nos bendice; a la vez, le pedimos que aumente nuestra fe en el amor que, en el Espíritu, Dios Padre tiene por nosotros, sus hijos e hijas en Cristo. El Señor ha hecho de nosotros no sólo objetos de su misericordia, sino sujetos que la comparten con los demás. “Es eterna su misericordia” (Ps 118[117],2).

Con esa fe, bajo la protección de la Virgen, Madre de Misericordia, aprenderemos a ayudar al prójimo en sus necesidades espirituales y materiales, cumpliendo las obras de misericordia, espirituales – instruir, aconsejar, consolar, confortar, perdonar y sufrir con paciencia – y corporales – dar de comer al hambriento, dar techo a quien no lo tiene, vestir al desnudo, visitar a los enfermos y a los presos, enterrar a los muertos, dar limosna a los pobres.[2] Así nos describen los Hechos de los Apóstoles a los primeros cristianos (cf. Hch 4,32-35). La Pascua del Señor les da la divina Misericordia y les habilita a compartirla.

[1] Cf. Fernando Ocáriz, A la luz del Evangelio. Textos para la meditación, p. 103.
[2] Cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 2447.

                Guillaume Derville

 

Domingo de la Divina Misericordia (Ciclo C: Jn 20,19-31) “¡Hemos visto al Señor!”

Evangelio (Jn 20,19-31)

Al atardecer de aquel día, el siguiente al sábado, con las puertas del lugar donde se habían reunido los discípulos cerradas por miedo a los judíos, vino Jesús, se presentó en medio de ellos y les dijo:
– La paz esté con vosotros.
Y dicho esto les mostró las manos y el costado.
Al ver al Señor, los discípulos se alegraron. Les repitió:
– La paz esté con vosotros. Como el Padre me envió, así os envío yo.
Dicho esto sopló sobre ellos y les dijo:
– Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les son perdonados; a quienes se los retengáis, les son retenidos.
Tomás, uno de los doce, llamado Dídimo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Los otros discípulos le dijeron:
– ¡Hemos visto al Señor!
Pero él les respondió:
– Si no le veo en las manos la marca de los clavos, y no meto mi dedo en esa marca de los clavos y meto mi mano en el costado, no creeré.
A los ocho días, estaban otra vez dentro sus discípulos y Tomás con ellos. Aunque estaban las puertas cerradas, vino Jesús, se presentó en medio y dijo:
– La paz esté con vosotros.
Después le dijo a Tomás:
– Trae aquí tu dedo y mira mis manos, y trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente.
Respondió Tomás y le dijo:
– ¡Señor mío y Dios mío!
Jesús contestó:
– Porque me has visto has creído; bienaventurados los que sin haber visto hayan creído.
Muchos otros signos hizo también Jesús en presencia de sus discípulos, que no han sido escritos en este libro. Sin embargo, éstos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre.

Comentario

El domingo de Resurrección Jesús se manifestó a los discípulos, que estaban recluidos por temor, para llenarlos de alegría y enviarlos a anunciar la Buena Noticia como el Padre lo envío a Él. El Señor les muestra sus llagas gloriosas como pruebas palpables de su triunfo y les desea la paz, que es “el don precioso que Cristo ofrece a sus discípulos después de haber pasado a través de la muerte y los infiernos –explica el Papa Francisco−. Es el fruto de la victoria del amor de Dios sobre el mal, es el fruto del perdón”[1].

Nos cuenta el evangelio que el discípulo Tomás no estaba con los otros en aquella ocasión. Cuando regresa, no cree en el testimonio jubiloso de todos: “¡Hemos visto al Señor!”. Lo achaca quizá a una experiencia interna o a un desvarío colectivo. Tomás exige algo más que el testimonio apostólico y pide signos evidentes para creer y cambiar de vida. Al domingo siguiente, Jesús volvió a mostrarse. “Quizá tú también escuches en este momento el reproche dirigido a Tomás –escribió san Josemaría−: mete aquí tu dedo, y registra mis manos; y trae tu mano, y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino fiel; y, con el Apóstol, saldrá de tu alma, con sincera contrición, aquel grito: ¡Señor mío y Dios mío!, te reconozco definitivamente por Maestro, y ya para siempre —con tu auxilio— voy a atesorar tus enseñanzas y me esforzaré en seguirlas con lealtad”[2].

Hoy, Domingo de la Misericordia, “entrando en el misterio de Dios a través de las llagas –comenta el Papa Francisco−, comprendemos que la misericordia no es una entre otras cualidades suyas, sino el latido mismo de su corazón. Y entonces, como Tomás, no vivimos más como discípulos inseguros, devotos pero vacilantes, sino que nos convertimos también en verdaderos enamorados del Señor”[3].

Es natural que sintamos el anhelo de Tomás −querer ver y palpar a Jesús−, porque conocemos a través de nuestros sentidos corporales. Por eso nos preguntamos con el Papa, “¿cómo saborear este amor, cómo tocar hoy con la mano la misericordia de Jesús? Nos lo sugiere el Evangelio, cuando pone en evidencia que la misma noche de Pascua (cf. v. 19), lo primero que hizo Jesús apenas resucitado fue dar el Espíritu para perdonar los pecados. Para experimentar el amor hay que pasar por allí: dejarse perdonar”[4].

También podemos sentir como dirigida a nosotros la última bienaventuranza que pronunció Jesús en la tierra, provocada por el desconfiado Tomás: “Bienaventurados los que sin haber visto hayan creído”. La fe, la confianza en Dios sin pruebas llamativas, es una dicha, un don que hemos de pedir humildemente: “¡auméntanos la fe!” (Lc 17,5). Es un regalo que hemos de cultivar y practicar con obras diarias, porque “el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y las hará mayores que éstas porque yo voy al Padre. Y lo que pidáis en mi nombre eso haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo” (Jn 14,12-14). Por eso decía san Josemaría, “Dios es el de siempre. −Hombres de fe hacen falta: y se renovarán los prodigios que leemos en la Santa Escritura”[5].

[1] Papa Francisco, Regina Coeli, II Domingo de Pascua 2013.
[2] San Josemaría, Amigos de Dios, 145.
[3] Papa Francisco, Homilía, Misa 2 Domingo de Pascua 2018.
[4] Ibidem.
[5] San Josemaría, Camino, 586.

                 Pablo M. Edo

 

 

Lunes de la 2.° semana de Pascua (Juan 3, 1-8): acostumbrarse a la lógica de Dios “Rabbí, sabemos que has venido de parte de Dios como Maestro, pues nadie puede hacer los signos que tú haces si Dios no está con él”. Jesús aprovecha la curiosidad de Nicodemo, judío influyente, para invitarlo a abandonar sus esquemas de pensamiento y aprender la lógica divina, caracterizada por una vida atenta a las inspiraciones que el Espíritu Santo quiere comunicarnos.

 

Evangelio (Juan 3, 1-8)

Había entre los fariseos un hombre que se llamaba Nicodemo, judío influyente. Éste vino a él de noche y le dijo:
—Rabbí, sabemos que has venido de parte de Dios como Maestro, pues nadie puede hacer los signos que tú haces si Dios no está con él.
Contestó Jesús y le dijo:
—En verdad, en verdad te digo que si uno no nace de lo alto no puede ver el Reino de Dios.
Nicodemo le respondió:
—¿Cómo puede un hombre nacer siendo viejo?¿Acaso puede entrar otra vez en el seno de su madre y nacer?
Jesús contestó:
—En verdad, en verdad te digo que si uno no nace del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios. Lo nacido de la carne, carne es; y lo nacido del Espíritu, espíritu es. No te sorprendas de que te haya dicho que debéis nacer de nuevo. El viento sopla donde quiere y oyes su voz pero no sabes de dónde viene ni adónde va. Así es todo el que ha nacido del Espíritu.

Comentario

El evangelio de hoy nos presenta el diálogo de Jesús con Nicodemo. Nos dice san Juan que Nicodemo era un judío influyente, del grupo de los fariseos. Esta posición social quizá explique que haya ido de noche a buscar a Jesús. No quería ser visto por sus compañeros, que se habían enfrentado en numerosas ocasiones con el nuevo maestro de Galilea.

Nicodemo estaba asombrado por los signos que estaba realizando Jesús y quería saber más, encontrarlo personalmente. No tiene problemas en manifestar su admiración, y le dice llanamente “nadie puede hacer los prodigios que tú haces si Dios no está con él” (v. 2). Esta curiosidad es ocasión para que Jesús lo introduzca en una lógica nueva, la lógica del Reino de Dios, que va a desconcertar a Nicodemo.

Jesús empieza a hablarle del nuevo Reino y como hacer para entrar en él. Para nosotros, cristianos acostumbrados al lenguaje de la fe, quizá no nos choquen las ideas de Jesús. Para Nicodemo en cambio resultaba misterioso ¿Cómo puede un hombre nacer siendo viejo? ¿Acaso puede entrar otra vez en el seno de su madre y nacer? (v. 4).

Jesús invita a este fariseo influyente a pensar que la cosa verdaderamente decisiva no es tanto los signos que ha visto sino el nuevo nacimiento que el Espíritu Santo genera en nuestro interior. Es la acción de Dios que nos hace dejar una vida según la carne para pasar a una vida según el espíritu. Con otras palabras, el Espíritu Santo nos empuja a abandonar el pecado, una vida centrada en nuestras cosas, en nuestro “yo”, para pasar a una vida de comunión con Dios y con los demás.

El contraste entre las dos mentalidades nos puede servir para pensar en nuestro modo de afrontar la vida cotidiana. La liturgia nos vuelve a poner delante esta famosa conversación para recordarnos que Dios actúa con otra lógica y que tantas veces nuestros modos de pensar y reaccionar no tienen en cuenta el punto de vista sobrenatural, son demasiado “humanos”. Jesús al prometer el don del Espíritu Santo viene a instaurar una nueva música, que como el viento no sabemos ni de dónde viene ni adónde va, y requiere de instrumentos dóciles, que estén dispuestos a seguir el ritmo Divino y aprender a bailar “al paso de Dios”.

         Martín Luque

 

Martes de la 2° semana de Pascua (Juan 3, 5a. 7b-15): la serpiente de Moisés y la Cruz de Jesús “Igual que Moisés levantó la serpiente en el desierto, así debe ser levantado el Hijo del Hombre, para que todo el que crea tenga vida eterna en él”. La liturgia, en continuidad con el día de ayer, nos presenta la segunda parte de la conversación entre Nicodemo y Jesús. El Señor nos recuerda que la Cruz será un momento crucial en su misión de donarnos la vida eterna.

Evangelio (Juan 3, 5a. 7b-15)

Jesús contestó [a Nicodemo]:
— Debéis nacer de nuevo. El viento sopla donde quiere y oyes su voz pero no sabes de dónde viene ni adónde va. Así es todo el que ha nacido del Espíritu.
Respondió Nicodemo y le dijo:
—¿Y eso cómo puede ser?
Contestó Jesús:
—¿Tú eres maestro en Israel y lo ignoras? En verdad, en verdad te digo que hablamos de lo que sabemos, y damos testimonio de lo que hemos visto, pero no recibís nuestro testimonio. Si os he hablado de cosas terrenas y no creéis ¿cómo ibais a creer si os hablara de cosas celestiales? Pues nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo, el Hijo del Hombre. Igual que Moisés levantó la serpiente en el desierto, así debe ser levantado el Hijo del Hombre, para que todo el que crea tenga vida eterna en él.

Comentario

La liturgia, en continuidad con el día de ayer, nos presenta la segunda parte de la conversación entre Nicodemo y Jesús. El Señor está invitando a este judío influyente a abandonar sus esquemas de pensamiento y a acoger el mensaje sobre un nuevo tipo de vida “según el espíritu”. Estas palabras, sin embargo, dejaron bastante desconcertado a Nicodemo y no puede más que preguntar: ¿y eso cómo puede ser?

Quizá con un poco de ironía, Jesús le responde que resulta curioso que un “maestro de Israel” quede tan desconcertado ante las cosas de Dios, que se supone son de su competencia. Pero no lo deja en la oscuridad y pasa a revelarle un gran misterio. En la primera parte de su conversación, Jesús señaló que la nueva Vida vendría a través del Espíritu Santo (cf. Jn 3,5). Ahora le enseña que esta Vida nos será donada también gracias a Él. Para mostrarle de qué modo sucedería esto, Jesús hace un paralelismo con la historia de Moisés y la serpiente de bronce (cf. Núm 21, 4-9).

En aquella ocasión, el pueblo, notando el peso de su peregrinar por el desierto, comenzó a sentir nostalgia de sus días en Egipto y a maldecir a Dios y a Moisés por su situación. Dios, en castigo por su ingratitud, envío unas serpientes venenosas que generaron un gran estrago en el pueblo. Pero Moisés intercedió por la gente ante el Señor, que le mandó hacer una serpiente de bronce y ponerla en alto a la vez que le indicaba: “todo el que haya sido mordido y la mire, vivirá” (Núm 21,8).

Este misterioso símbolo es retomado por Jesús para mostrar, pues, de qué modo Él nos daría la Vida Divina. Al igual que la Serpiente de bronce sanaba a los que se encontraban en el lecho de muerte por la mordedura de serpiente -evocando el drama del pecado de nuestros primeros padres- de igual modo daría Jesús la vida a todos aquellos que “mirasen al que traspasaron” en la Cruz (cf. Jn 19, 37).

El mensaje que Jesús anuncia a Nicodemo es una invitación a acoger la vida que Dios nos ofrece y, al igual que los Israelitas en el desierto, quedar curados de nuestras heridas y miserias. Para esto, es interesante entonces escuchar lo que el Señor nos enseña hoy: que la Vida con mayúscula es posible si miramos y tenemos puesto nuestro corazón en Jesús Crucificado.

            Martín Luque

 

Miércoles de la 2° semana de Pascua (Juan 3, 16-21): mantener limpios los ojos de la fe.  “Vino la luz al mundo y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas”. Jesús nos invita hoy a reflexionar sobre la importancia de estar preparados para el encuentro con la luz de Dios. Las buenas obras mantienen limpios los ojos de la fe y nos permiten apreciar y agradecer el amor que Dios tiene por cada uno de nosotros.

Evangelio (Juan 3, 16-21)

Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Pues Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no es juzgado; pero quien no cree ya está juzgado, porque no cree en el nombre del Hijo Unigénito de Dios. Éste es el juicio: que vino la luz al mundo y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra mal odia la luz y no viene a la luz, para que sus obras no le acusen. Pero el que obra según la verdad viene a la luz, para que sus obras se pongan de manifiesto, porque han sido hechas según Dios.

Comentario

En la liturgia de hoy escuchamos la última parte de la conversación de Jesús con Nicodemo. En las partes anteriores, hemos oído que lo que el Maestro anuncia tiene que ver con la nueva Vida que nos darían el Espíritu Santo y la muerte de Jesús en la Cruz. Hoy se nos recuerda que todo este mensaje de salvación nace del amor de Dios Padre por sus hijos e hijas.

Al mismo tiempo, Jesús aprovecha para recordarle a Nicodemo -y a todos nosotros- que, si queremos vivir la Vida de Dios y ser iluminados por él, debemos alejarnos de las malas obras y no quedarnos atrapados por ellas ya que oscurecen nuestra visión sobrenatural “Todo el que obra mal odia la luz y no viene a la luz, para que sus obras no le acusen” (v. 20).

El Señor recuerda así a Nicodemo que nuestras acciones influyen en la capacidad que tenemos de reconocer a Dios cuando pasa por nuestra vida. De hecho, Jesús señala que las acciones buenas nos acercan a la luz de Dios y las malas en cambio nos arrojan a las tinieblas (cf. v. 21). No es indiferente, pues, para nuestra relación con Dios el modo en que nos comportemos. De esto depende la limpieza de nuestros ojos y la sensibilidad que tengamos para reconocerlo.

Lo que debemos ver es que el amor de Dios está siempre ahí, al punto que tanto ha amado al mundo que entregó a su Hijo por nosotros (cf. v. 16). Queda en cada uno saber reconocerlo. Hoy Jesús nos enseña cuál es nuestra tarea: esforzarnos por mantener limpios los ojos de la fe a través de las buenas obras, para poder con alegría reconocer el tierno amor que Dios tiene por cada uno de nosotros.

         Martín Luque

 

Jueves de la 2° semana de Pascua (Jn 3,31-36): un cambio de perspectiva “El que viene de lo alto está sobre todos”. Jesucristo clavado en la Cruz nos da la perspectiva necesaria para que todas nuestras obras reflejen el amor del Padre por cada uno. Pidamos al Paráclito que nos conceda el don de Fortaleza para no huir de la cruz de cada día.

Evangelio (Jn 3,31-36)

El que viene de lo alto está sobre todos. El que es de la tierra, de la tierra es y de la tierra habla. El que viene del cielo está sobre todos, y da testimonio de lo que ha visto y oído, pero nadie recibe su testimonio. El que recibe su testimonio confirma que Dios es veraz; pues aquel a quien Dios ha enviado habla las palabras de Dios, porque da el Espíritu sin medida. El Padre ama al Hijo y todo lo ha puesto en sus manos. El que cree en el Hijo tiene vida eterna, pero quien rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios pesa sobre él.

Comentario

En este breve pasaje, puesto en boca de San Juan Bautista, se nos ofrece un resumen de la revelación de Jesús, a través del testimonio del Espíritu.

El tema principal es la relación entre el Padre y el Hijo y el testimonio tan especial que "el que viene de lo alto", Cristo, nos ofrece del Padre.

Todos los profetas –también Juan Bautista, como el último de ellos– dieron testimonio de la luz, pero no eran la luz (cfr. Jn 1,7-8). Jesucristo es la luz del mundo no porque hable las palabras de Dios, sino porque es propiamente la Palabra de Dios.

Ganar altura implica alcanzar una mayor perspectiva. La superioridad de Jesús es aquella de quien está en lo alto, de quien viene del cielo y ha visto las cosas como realmente son.

Hace unos días, durante la Semana Santa, contemplamos a Jesús colgando del madero en el Calvario, un lugar elevado. Desde esa altura, tendría más perspectiva que los que estaban abajo.

Por eso, muchas veces los que sufren entienden la vida de una manera más profunda. Quien está clavado en una cruz tiene la oportunidad de observar la realidad como Dios la mira desde el cielo. Pero depende siempre de si la acepta o la rehúye.

A veces es difícil de aceptar, pero la superioridad de la que habla Jesús no se consigue dominando, sino cargando nuestra cruz hasta nuestro calvario personal. Creer en el Hijo de Dios significa seguirle hasta el final.

"Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga" (Mc 8,34). En este seguimiento de Cristo nos jugamos nuestro creer. Por eso, en cierta manera, la fe es un cambio de perspectiva, que no depende tanto de cómo lo vemos nosotros, sino de la altura que dejamos que Cristo alcance en nuestro interior.
Pablo Erdozáin

 

Viernes de la 2° semana de Pascua (Jn 6,1-15): quedarse sin reservas “¿Qué es eso para tantos?” Cinco panes y dos peces son muy poco para alimentar a una multitud. Pero para Jesús fue suficiente. Pidamos al Señor que nos haga generosos para no guardarnos "ese poco", con el que Él puede obrar grandes milagros.

Evangelio (Jn 6,1-15)

En aquel tiempo, Jesús se marchó a la otra parte del mar de Galilea, o de Tiberíades. Lo seguía mucha gente, porque habían visto los signos que hacía con los enfermos. Subió Jesús entonces a la montaña y se sentó allí con sus discípulos. Estaba cerca la Pascua, la fiesta de los judíos. Jesús entonces levantó los ojos y, al ver que acudía mucha gente, dice a Felipe:
—¿Con qué compraremos panes para que coman estos?
Lo decía para probarlo, pues bien sabía él lo que iba a hacer.
Felipe le contestó:
—Doscientos denarios de pan no bastan para que a cada uno le toque un pedazo.
Uno de sus discípulos, Andrés, el hermano de Simón Pedro, le dice:
—Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces; pero ¿qué es eso para tantos?
Jesús dijo:
—Decid a la gente que se siente en el suelo.
Había mucha hierba en aquel sitio. Se sentaron; solo los hombres eran unos cinco mil. Jesús tomó los panes, dijo la acción de gracias y los repartió a los que estaban sentados, y lo mismo todo lo que quisieron del pescado. Cuando se saciaron, dice a sus discípulos:
—Recoged los pedazos que han sobrado; que nada se pierda.
Los recogieron y llenaron doce canastos con los pedazos de los cinco panes de cebada que sobraron a los que habían comido. La gente entonces, al ver el signo que había hecho, decía:
—Este es verdaderamente el Profeta que va a venir al mundo.
Jesús, sabiendo que iban a llevárselo para proclamarlo rey, se retiró otra vez a la montaña él solo.

Comentario

Después de otro día intenso de predicación y curaciones, Jesús sintió compasión de la muchedumbre porque iba a volverse a casa con el estómago vacío y pidió a los apóstoles que les dieran ellos mismos de comer.

Esta petición del Señor quizá no entraría demasiado bien a los discípulos, ya que también ellos estarían agotados de la jornada y soñarían con quedarse a solas con el Maestro para retirarse a un lugar tranquilo y descansar con Él.

Jesús se daba perfecta cuenta de la dificultad de lo que les pedía, pero aun así lo hizo. También a nosotros el Señor nos pide cosas que muchas veces nos parecen imposibles de cumplir y sacar adelante: un mandamiento que no logramos vivir, una relación difícil, un amigo del que nos estamos distanciando, una virtud en la que llevamos tiempo luchando pero que no nos sale…

En el fondo, lo que el Señor quiere con ese “dadles vosotros de comer” es que los apóstoles confíen en Él y no tanto en lo que tienen o en lo que pueden conseguir.

Después de ponerse manos a la obra para lograr amontonar toda la comida posible, el resultado es muy escaso. ¿Qué son cinco panes y dos peces para que coma una multitud? Ciertamente, nada. Mejor dicho: casi nada. Pero ese “casi” es lo que posibilita el milagro tan grandioso que realiza el Señor.

Jesús, con ese “casi”, hace que coman todos y, aún sobraron doce canastos llenos. Jesús no regatea esfuerzos, lo da todo, se da por entero. Y lo hace para que nosotros tengamos vida, y la tengamos en abundancia (cfr. Jn 10,10).

         Pablo Erdozáin

 

Sábado de la 2° semana de Pascua (Jn 6,16-21): la barca no se hundirá  “Soy yo, no temáis”. Caminando sobre las aguas, Jesús sale al encuentro de los apóstoles para tranquilizarles y enseñarles que su barca no sucumbirá ante ninguna tempestad. Pidámosle que nos aumente la fe para acudir a Él en cualquier circunstancia.

Evangelio (Jn 6,16-21)

Cuando estaba atardeciendo, bajaron sus discípulos al mar, embarcaron y pusieron rumbo a la otra orilla, hacia Cafarnaún. Ya había oscurecido y Jesús aún no se había reunido con ellos. El mar estaba agitado a causa del fuerte viento que soplaba. Después de remar unos veinticinco o treinta estadios, vieron a Jesús que andaba sobre el mar y se acercaba hacia la barca, y les entró miedo. Pero él les dijo:
—Soy yo, no temáis.
Entonces ellos quisieron que subiera a la barca; y al instante la barca llegó a tierra, al lugar adonde iban.

Comentario

Después de considerar ayer el milagro de la multiplicación de los panes y de los peces, la Liturgia nos propone hoy otro prodigio sublime: Jesús que sale al encuentro de los discípulos en mitad de una tempestad caminando sobre las aguas.

Esta acción asombrosa del Señor refleja una vez más su poder, que domina la naturaleza, y que vuelve a sorprender a la fe, todavía pequeña, de los apóstoles.

Si en el libro del Éxodo se narra la salida del pueblo de Israel de Egipto, atravesando el mar Rojo a pie, gracias a la acción de Dios por mediación de Moisés, en este episodio Jesús se muestra más grande que el “mayor de los profetas”, puesto que ni siquiera necesita separar las aguas para poder acercarse a la barca que andaba en apuros.

Del mismo modo, la expresión que utiliza Jesús para que le reconocieran: “Soy yo”, es la misma que empleó Dios para darse a conocer a Moisés en el episodio de la zarza ardiente (Cfr. Ex 3,8).

Los cristianos de todos los tiempos, precedidos y también representados por los discípulos que se encontraban atemorizados en la barca, necesitamos del poder de Dios para no sucumbir ante la tempestad. Decía santo Tomás, comentando un texto de san Agustín, que si tenemos una fe grande en la acción de Dios «el viento, la tempestad, las olas y las tinieblas no conseguirán que la nave se aparte de su rumbo y quede destrozada».

Esa barca que representa a la Iglesia, aparentemente débil ante semejante temporal, siempre saldrá a flote porque el que la guía es, en última instancia, el mismo Jesucristo.

                Pablo Erdozáin

 

 

cruz

 

 

3ª semana de Pascua


Domingo de la 3º semana de Pascua (Ciclo A: Lc 24,13-35) Camino de Emaús
Domingo de la 3.°semana de Pascua (Ciclo B: Lc 24, 35-48): comprender las Escrituras.  “Es necesario que se cumpla todo lo que está escrito”: las cosas fueron escritas porque se iban a cumplir. Leamos y estudiemos con pasión la Sagrada Escritura, que es crecer en amor y conocimiento de Jesucristo.
Domingo de la 3.° semana de Pascua(Ciclo C: Jn 21,1-19): Tú sabes que te quiero
Lunes de la 3° semana de Pascua (Jn 6, 22-29): para saborear la Eucaristía.  "Obrad no por el alimento que se consume sino por el que perdura hasta la vida eterna, el que os dará el Hijo del Hombre, pues a éste lo confirmó Dios Padre con su sello". La Eucaristía puede transformar nuestras vidas y hacerlas divinas si procuramos acercarnos a ella con una fe encendida.
Martes de la 3° semana de Pascua (Jn 6, 30-35): la Eucaristía nos llena de vida. “Jesús les respondió: Yo soy el pan de vida”. Jesús resucitado nos espera en la Eucaristía para darnos su vida y llenarnos de esa energía con la que transformamos el mundo.
Miércoles de la 3° semana de Pascua (Jn 6, 35-40): donde está la vida definitiva. "Ésta es la voluntad de Aquel que me ha enviado: que no pierda nada de lo que Él me ha dado, sino que lo resucite en el último día". Jesús se queda en la Eucaristía para que, mientras caminamos en la tierra, nuestro corazón esté bien seguro, con la mirada puesta en el cielo.
Jueves de la 3° semana de Pascua (Jn 6,44-51): Jesucristo, Camino y Puerta al Padre. "Nadie puede venir a mí si no le atrae el Padre que me ha enviado". Dios es la fuente de la Vida, y a esa fuente solo podemos llegar a través del Hijo. De ahí la necesidad de buscarle y escucharle con el corazón abierto, y de implicarnos en un diálogo de amor que conforme toda nuestra existencia.
Viernes de la 3° semana de Pascua (Jn 6,52-59): Eucaristía, alimento de vida eterna. "El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna". La vida es siempre un don que se nos ofrece a través del alimento. La Eucaristía nos recuerda nuestra indigencia y, al mismo tiempo, el amor de un Dios que nos llama a una vida que no pasa.
Sábado de la 3° semana de Pascua (Jn 6,60-69): la fe, luz del corazón. "Es dura esta enseñanza, ¿quién puede escucharla?".La aceptación o rechazo de las palabras de Jesús se levantan sobre una actitud previa de buenas o malas disposiciones. Cuando el alma está dispuesta a hacerlo, entonces, en el corazón se abre una puerta por la que puede entrar la luz que nos permite ver con los ojos de Cristo.

***

 

 

Domingo de la 3º semana de Pascua (Ciclo A: Lc 24,13-35) Camino de Emaús

 

Evangelio (Lc 24,13-35)

Ese mismo día, dos de ellos se dirigían a una aldea llamada Emaús, que distaba de Jerusalén sesenta estadios. Iban conversando entre sí de todo lo que había acontecido. Y mientras comentaban y discutían, el propio Jesús se acercó y comenzó a caminar con ellos, aunque sus ojos eran incapaces de reconocerle. Y les dijo:
—¿De qué veníais hablando entre vosotros por el camino?
Y se detuvieron entristecidos. Uno de ellos, que se llamaba Cleofás, le respondió:
—¿Eres tú el único forastero en Jerusalén que no sabe lo que ha pasado allí estos días?
Él les dijo:
—¿Qué ha pasado?
Y le contestaron:
—Lo de Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras delante de Dios y ante todo el pueblo: cómo los príncipes de los sacerdotes y nuestros magistrados lo entregaron para que lo condenaran a muerte y lo crucificaron. Sin embargo nosotros esperábamos que él sería quien redimiera a Israel. Pero con todo, es ya el tercer día desde que han pasado estas cosas. Bien es verdad que algunas mujeres de las que están con nosotros nos han sobresaltado, porque fueron al sepulcro de madrugada y, como no encontraron su cuerpo, vinieron diciendo que habían tenido una visión de ángeles, que les dijeron que está vivo. Después fueron algunos de los nuestros al sepulcro y lo hallaron tal como dijeron las mujeres, pero a él no le vieron.
Entonces Jesús les dijo:
—¡Necios y tardos de corazón para creer todo lo que anunciaron los profetas! ¿No era preciso que el Cristo padeciera estas cosas y así entrara en su gloria?
Y comenzando por Moisés y por todos los Profetas les interpretó en todas las Escrituras lo que se refería a él. Llegaron cerca de la aldea adonde iban, y él hizo ademán de continuar adelante. Pero le retuvieron diciéndole:
—Quédate con nosotros, porque se hace tarde y está ya anocheciendo.
Y entró para quedarse con ellos. Y cuando estaban juntos a la mesa tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio. Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron, pero él desapareció de su presencia. Y se dijeron uno a otro:
—¿No es verdad que ardía nuestro corazón dentro de nosotros, mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?
Y al instante se levantaron y regresaron a Jerusalén, y encontraron reunidos a los Once y a los que estaban con ellos, que decían:
—El Señor ha resucitado realmente y se ha aparecido a Simón.
Y ellos contaban lo que había pasado en el camino, y cómo le habían reconocido en la fracción del pan.

Comentario

Cuenta san Lucas, que el domingo de resurrección dos discípulos de Jesús se marcharon de Jerusalén hacia Emaús. Iban cargados de incertidumbre, pues ya habían oído el anuncio angélico de que Jesús vivía, (v. 22s) pero todavía dudaban de la resurrección. Iban discutiendo entre sí (v. 15). Y estaban tan centrados en la propia tristeza, que eran incapaces de reconocer a Jesucristo en aquel personaje que caminaba junto a ellos; les parecía un mero forastero (v. 18). Sin embargo, el Resucitado les explica las Escrituras lleno de compasión y parte para ellos el pan. Así enciende sus corazones y abre sus ojos para que puedan reconocerlo. Entonces regresan con Pedro y los demás, llenos de alegría y seguridad.

Dice el relato que Emaús distaba de Jerusalén unos 60 estadios (12 km). Los expertos debaten la localización exacta de dicha aldea, pero la tradición suele identificar el lugar con Emaús Nicópolis[1], que dista de Jerusalén unos 25 km, es decir, 160 estadios, como recogen muchos manuscritos del evangelio de Lucas. En cualquier caso, aquel día los discípulos debieron caminar bastantes horas. Y alejarse de Jerusalén es como dejar atrás su fe en Jesús. Pero el Resucitado sale a caminar con ellos para transformarlos.

Con gran pedagogía, Jesús les hace contar sus penas para disiparlas. La escena enamoraba a san Josemaría, que sabía traerla al día a día en su meditación personal: “con naturalidad, se les aparece Jesús, y anda con ellos, con una conversación que disminuye la fatiga. Me imagino la escena, ya bien entrada la tarde. Sopla una brisa suave. Alrededor, campos sembrados de trigo ya crecido, y los olivos viejos, con las ramas plateadas por la luz tibia. Jesús, en el camino. ¡Señor, qué grande eres siempre! Pero me conmueves cuando te allanas a seguirnos, a buscarnos, en nuestro ajetreo diario. Señor, concédenos la ingenuidad de espíritu, la mirada limpia, la cabeza clara, que permiten entenderte cuando vienes sin ningún signo exterior de tu gloria”[2].

Jesús siempre sale al encuentro de los suyos en su andar abatido y sin perspectiva. Y el evangelio nos enseña a reconocerlo: Jesús no es un forastero en nuestro caminar, sino el crucificado que ha resucitado; y nos conoce, nos ama y nos busca. “El camino de Emaús se convierte así en símbolo de nuestro camino de fe —comentaba el Papa Francisco en una ocasión—: las Escrituras y la Eucaristía son los elementos indispensables para el encuentro con el Señor. (…) Recordadlo bien: leer cada día un pasaje del Evangelio, y los domingos ir a recibir la comunión, recibir a Jesús. Así sucedió con los discípulos de Emaús: acogieron la Palabra; compartieron la fracción del pan, y, de tristes y derrotados como se sentían, pasaron a estar alegres. Siempre, queridos hermanos y hermanas, la Palabra de Dios y la Eucaristía nos llenan de alegría”[3].

Sentimos cercano a Jesús cuando leemos la Escritura y frecuentamos la Eucaristía. Porque, como decía Benedicto XVI citando a san Jerónimo, “ignorar la Escritura es ignorar a Cristo. Por eso es importante que todo cristiano viva en contacto y diálogo personal con la Palabra de Dios, que se nos entrega en la Sagrada Escritura (…) Y el lugar privilegiado de la lectura y la escucha de la Palabra de Dios es la liturgia, en la que, celebrando la Palabra y haciendo presente en el sacramento el Cuerpo de Cristo, actualizamos la Palabra en nuestra vida y la hacemos presente entre nosotros”[4].

[1] “Emaús, de donde era originario Cleofás, mencionado en el Evangelio de Lucas, es Nicópolis, una ciudad célebre de Palestina” (Eusebio de Cesarea, Onomasticon 90, 15-17).
[2] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 313.
[3] Papa Francisco, Regina coeli, 4 de mayo de 2014.
[4] Benedicto XVI, Audiencia general, 7 de noviembre de 2007.

             Pablo M. Edo

 

Domingo de la 3.°semana de Pascua (Ciclo B: Lc 24, 35-48): comprender las Escrituras.  “Es necesario que se cumpla todo lo que está escrito”: las cosas fueron escritas porque se iban a cumplir. Leamos y estudiemos con pasión la Sagrada Escritura, que es crecer en amor y conocimiento de Jesucristo.

Evangelio (Lc 24, 35-48)

Y ellos se pusieron a contar lo que había pasado en el camino, y cómo le habían reconocido en la fracción del pan. Mientras ellos estaban hablando de estas cosas, Jesús se puso en medio y les dijo:
—La paz esté con vosotros.
Se llenaron de espanto y de miedo, pensando que veían un espíritu. Y les dijo:
—¿Por qué os asustáis, y por qué admitís esos pensamientos en vuestros corazones? Mirad mis manos y mis pies: soy yo mismo. Palpadme y comprended que un espíritu no tiene carne ni huesos como veis que yo tengo.
Y dicho esto, les mostró las manos y los pies. Como no acababan de creer por la alegría y estaban llenos de admiración, les dijo:
—¿Tenéis aquí algo que comer?
Entonces ellos le ofrecieron un trozo de pez asado. Y lo tomó y se lo comió delante de ellos.
Y les dijo:
—Esto es lo que os decía cuando aún estaba con vosotros: es necesario que se cumpla todo lo que está escrito en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos acerca de mí.
Entonces les abrió el entendimiento para que comprendiesen las Escrituras. Y les dijo:
—Así está escrito: que el Cristo tiene que padecer y resucitar de entre los muertos al tercer día, y que se predique en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las gentes, comenzando desde Jerusalén. Vosotros sois testigos de estas cosas.

Comentario

Es la tarde del día de la resurrección. Los discípulos de Emaús tienen el corazón ardiente. La noticia de la resurrección es tan extraordinaria que se apresuran a compartirla con los Once apóstoles. Estos se adelantan diciéndoles que Jesús ya se había aparecido a Simón Pedro.

Durante este intercambio de experiencias inéditas, el Señor Jesús se hace presente en medio de ellos. Les invita a fortalecer su fe, todavía vacilante. Les dice que miren sus manos y sus pies, que lo toquen: ¡es realmente Él! Estaban alegres, pero asombrados; les costaba creer que Jesús estuviera realmente allí. Se necesita fe para reconocerlo en su cuerpo glorioso. Así que Jesús come un poco de pescado asado ante ellos. Al informarnos de esto, san Lucas insiste en la realidad de la aparición del Señor, que tiene carne y huesos (cf. v. 39).

Jesús muestra sus pies y sus manos llagadas a los Once: efectivamente, es Él, Jesucristo, "uno y el mismo", como dirá la Tradición de la Iglesia, quien fue crucificado, muerto y enterrado, y que ahora está ahí, ante ellos, vivo y sano. Ha resucitado de verdad. Su cuerpo que permaneció unido a la divinidad después de la resurrección, pero que estaba muerto, separado de su alma humana, este cuerpo ha resucitado. Este gran misterio es el fundamento de nuestra fe.

El Señor invita entonces a sus discípulos a creer y les explica que es de Él de quien habla la Escritura. “Es necesario que se cumpla todo lo que está escrito” (v.44): las cosas fueron escritas porque se iban a cumplir. Entendemos que la Ley de Moisés, los Profetas y los Salmos –parte de los llamados “Escritos” de la Biblia hebrea – constituyen la preparación al Evangelio: ya daban testimonio del misterio de Cristo. ¡Ojalá tengamos nosotros pasión por la Sagrada Escritura, Antiguo y Nuevo Testamentos, que es pasión por Jesucristo! Leamos y estudiemos con pasión la Sagrada Escritura, para crecer en amor y conocimiento del Verbo encarnado y, en Él, entrar en la corriente trinitaria de Amor.

Desde entonces a los discípulos les tocará ser testigos de Cristo, predicar la conversión para el perdón de los pecados a los judíos y a todas las naciones. Para ello, Cristo les promete la asistencia del Espíritu Santo (v. 49). La primera lectura muestra a Pedro cumpliendo, ante los judíos, la misión recibida de Jesús (cf. Hch 3,13-19). En la segunda lectura, san Juan nos invita a guardar la Palabra del Señor, a observar los mandamientos y a vivir así del amor de Dios (1 Jn 2,5): sin duda, habrá visto como la Virgen Santísima lo hacía.

La alegría presente esa noche (v. 41) acompaña toda la vida del cristiano, como una misteriosa presencia del Espíritu Santo. Es una alegría que estamos llamados a transmitir. Cristo sólo piensa en hacer de nosotros hijos e hijas del Padre eterno, pues está lleno del Espíritu: "Esta alegría, en el olvido de sí mismo, es la mejor prueba de amor".

Lo que pedimos al Señor con el Salmo de la liturgia de la palabra de hoy se cumple con la resurrección: "Alza sobre nosotros, Señor, la luz de tu rostro" (Sal 4,9).

                     Guillaume Derville

 

Domingo de la 3.° semana de Pascua (Ciclo C: Jn 21,1-19): Tú sabes que te quiero

Evangelio (Jn 21,1-19)

Después volvió a aparecerse Jesús a sus discípulos a orillas del mar de Tiberíades. Se apareció así: estaban juntos Simón Pedro y Tomás — el llamado Dídimo — , Natanael — que era de Caná de Galilea — , los hijos de Zebedeo y otros dos de sus discípulos. Les dijo Simón Pedro:
— Voy a pescar.
Le contestaron:
— Nosotros también vamos contigo.
Salieron y subieron a la barca. Pero aquella noche no pescaron nada.
Cuando ya amaneció, se presentó Jesús en la orilla, pero sus discípulos no se dieron cuenta de que era Jesús. Les dijo Jesús:
— Muchachos, ¿tenéis algo de comer?
— No — le contestaron.
Él les dijo:
— Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis.
La echaron, y casi no eran capaces de sacarla por la gran cantidad de peces. Aquel discípulo a quien amaba Jesús le dijo a Pedro:
— ¡Es el Señor!
Al oír Simón Pedro que era el Señor se ató la túnica, porque estaba desnudo, y se echó al mar. Los otros discípulos vinieron en la barca, pues no estaban lejos de tierra, sino a unos doscientos codos, arrastrando la red con los peces.
Cuando descendieron a tierra vieron unas brasas preparadas, un pez encima y pan. Jesús les dijo:
— Traed algunos de los peces que habéis pescado ahora.
Subió Simón Pedro y sacó a tierra la red llena de ciento cincuenta y tres peces grandes. Y a pesar de ser tantos no se rompió la red. Jesús les dijo:
— Venid a comer.
Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: «¿Tú quién eres?», pues sabían que era el Señor.
Vino Jesús, tomó el pan y lo distribuyó entre ellos, y lo mismo el pez. Ésta fue la tercera vez que Jesús se apareció a sus discípulos, después de resucitar de entre los muertos.
Cuando acabaron de comer, le dijo Jesús a Simón Pedro:
— Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?
Le respondió:
— Sí, Señor, tú sabes que te quiero.
Le dijo:
— Apacienta mis corderos.
Volvió a preguntarle por segunda vez:
— Simón, hijo de Juan, ¿me amas?
Le respondió:
— Sí, Señor, tú sabes que te quiero.
Le dijo:
— Pastorea mis ovejas.
Le preguntó por tercera vez:
— Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?
Pedro se entristeció porque le preguntó por tercera vez: «¿Me quieres?», y le respondió:
— Señor, tú lo sabes todo. Tú sabes que te quiero.
Le dijo Jesús:
— Apacienta mis ovejas. En verdad, en verdad te digo: cuando eras más joven te ceñías tú mismo y te ibas adonde querías; pero cuando envejezcas extenderás tus manos y otro te ceñirá y llevará adonde no quieras — esto lo dijo indicando con qué muerte había de glorificar a Dios.
Y dicho esto, añadió:
— Sígueme.

Comentario

La escena evoca aquella otra pesca milagrosa, tras la cual Jesús dijo a Pedro que habría de ser pescador de hombres (Lc 5,1-11). Este nuevo relato (21,1-14) prefigura la multitud de pueblos que el apostolado de la Iglesia ganará para Cristo; y en esta dimensión eclesiológica se inserta el pasaje siguiente, que narra la entrega del primado de la Iglesia a San Pedro (21,15-19).

Después de la resurrección de Jesús, los Apóstoles marchan a Galilea según les había indicado (cf. Mt 28,10), y Pedro retoma su trabajo profesional. “Antes de ser apóstol, pescador. Después de apóstol, pescador. La misma profesión que antes, después -observa San Josemaría-. ¿Qué cambia entonces? Cambia que en el alma -porque en ella ha entrado Cristo, como subió a la barca de Pedro- se presentan horizontes más amplios, más ambición de servicio”[1].

Mientras están bregando en el mar, sin conseguir nada, alguien, a quien los discípulos no reconocen en un principio, les dice desde la orilla que echen las redes a la derecha. Lo hacen y quedan asombrados de la cantidad y calidad de los peces que capturan. El primero que se da cuenta de que es el Señor es “el discípulo a quien amaba Jesús” (21,7), y esto es así, comentará San Gregorio de Nisa, porque “Dios se deja contemplar por los que tienen el corazón puro”[2].

La pesca fue muy abundante: “ciento cincuenta y tres peces grandes” (21,11). San Jerónimo dice que los zoólogos griegos habían clasificado 153 especies de peces en ese mar; al citar esta cifra, Juan aludiría simbólicamente a la totalidad y a la diversidad de la pesca de los discípulos, anticipando así los resultados de la misión cristiana, que habría de llegar a todo tipo de personas[3].

Al descender de la barca estaba Jesús allí y, junto a él, “vieron unas brasas preparadas, un pez encima y pan” (21,9). Además de en este episodio, la única vez que aparecen unas brasas en el evangelio de Juan, es en casa de Caifás, y junto a ellas tuvo lugar una negación de Pedro (Jn 18,18). Sin duda, cuando Jesús le pregunte poco después si lo ama, las brasas le traerían el recuerdo de sus infidelidades, pero también la confianza de comprobar que, a pesar de que Jesús conoce su debilidad, vuelve a confiar en él.

En contraste con aquellas tres negaciones de Pedro durante la pasión, Jesús, como Buen Pastor, cura sus heridas ofreciéndole tres nuevas oportunidades de decirle: “tú sabes que te quiero” (21,15.16.17).

Esta segunda escena cambia bruscamente el simbolismo de la primera cuando, se deja de hablar de peces, y Jesús le habla sobre las ovejas que ha de cuidar. De este modo se completa el retrato de la figura de Pedro: además de apóstol misionero (pescador), Pedro está llamado a ser también modelo y responsable del cuidado pastoral (cfr. 1 P 5,1-4; Hch 20,28). Jesús es el único pastor y la tarea de Pedro está en continuidad con la de Cristo: el pastoreo de Pedro nace de su amor por Jesús. El rebaño pertenece a Jesús, no a Pedro, por eso Cristo le pide: “apacienta mis corderos” (21,15), “pastorea mis ovejas” (21,16), “apacienta mis ovejas” (21,17), y Pedro acepta dar la vida por ellas.

Cuando Jesús le dice que “cuando envejezcas extenderás tus manos y otro te ceñirá y llevará adonde no quieras” (21,18) está aludiendo al martirio de San Pedro, que también moriría en la cruz como el Maestro.

[1] S. Josemaría, Amigos de Dios, nn. 264-265.
[2] S. Gregorio de Nisa, De beatitudinibus 6.
[3] S. Jerónimo, Comen­tario a Ez 47,6-12 (PL 25,474C).

          Francisco Varo

 

Lunes de la 3° semana de Pascua (Jn 6, 22-29): para saborear la Eucaristía.  "Obrad no por el alimento que se consume sino por el que perdura hasta la vida eterna, el que os dará el Hijo del Hombre, pues a éste lo confirmó Dios Padre con su sello". La Eucaristía puede transformar nuestras vidas y hacerlas divinas si procuramos acercarnos a ella con una fe encendida.

Evangelio (Jn 6, 22-29)

Al día siguiente, la multitud que estaba al otro lado del mar vio que no había allí más que una sola barca, y que Jesús no había subido a ella con sus discípulos, sino que éstos se habían marchado solos. De Tiberíades otras barcas llegaron cerca del lugar donde habían comido el pan después de que el Señor diera gracias. Cuando la multitud vio que ni Jesús ni sus discípulos estaban allí, subieron a las barcas y fueron a Cafarnaún buscando a Jesús. Y al encontrarle en la otra orilla del mar, le preguntaron:
—Maestro, ¿cuándo has llegado aquí?
Jesús les respondió:
—En verdad, en verdad os digo que vosotros me buscáis no por haber visto los signos, sino porque habéis comido los panes y os habéis saciado. Obrad no por el alimento que se consume sino por el que perdura hasta la vida eterna, el que os dará el Hijo del Hombre, pues a éste lo confirmó Dios Padre con su sello.
Ellos le preguntaron: —¿Qué debemos hacer para realizar las obras de Dios? Jesús les respondió: —Ésta es la obra de Dios: que creáis en quien Él ha enviado.

Comentario

El día anterior, Jesús había saciado de pan a la multitud que lo seguía. Los que se beneficiaron del milagro están ahora entusiasmados y buscan con insistencia a Jesús. Están dispuestos a ir de aquí para allá, a atravesar el lago, a seguir la pista de aquel que era capaz de sacar pan sin el menor esfuerzo y darlo a la muchedumbre. Llaman a Jesús Maestro, y en el fondo lo quieren proclamar rey, porque piensan que finalmente ha llegado alguien que va a resolver de verdad sus problemas. Creen que con Él van a tener asegurado el pan y quién sabe cuántas cosas más.

Jesús, que conoce el fondo de los corazones, no se deja encandilar por el éxito aparente. Quiere elevar a sus oyentes hacia el verdadero sentido del milagro de la multiplicación de los panes: es un signo, que anuncia algo mejor. Jesús les dice: «Obrad no por el alimento que se consume sino por el que perdura hasta la vida eterna, el que os dará el Hijo del Hombre». La muchedumbre responde: «¿Qué debemos hacer para realizar las obras de Dios?» No se dan cuenta de todas las implicaciones de sus palabras.

Quizás estos personajes piensan en hacer una especie de intercambio: haremos las obras que Dios nos pide y a cambio recibiremos diariamente nuestro pan. El Señor, sin embargo, les quiere dar algo más grande, desea entregarles su propio Cuerpo como alimento. Pero para poder apreciarlo hace falta prepararse bien: «Ésta es la obra de Dios: que creáis en quien Él ha enviado».

El Evangelio de hoy nos invita a preguntarnos si ponemos empeño en buscar el verdadero alimento que es la Eucaristía. También nos recuerda que para poder saborear la Eucaristía necesitamos acercarnos a ella con fe. Cuánto nos sirve, por ejemplo, preparar esos encuentros con el Señor con comuniones espirituales, que son momentos para encender la fe en nuestros corazones. Entonces, recibir la Eucaristía realmente nos transformará, nos hará realizar las obras de Dios en nuestras vidas, divinizará nuestro trabajo de cada día.

                    Rodolfo Valdés

 

Martes de la 3° semana de Pascua (Jn 6, 30-35): la Eucaristía nos llena de vida. “Jesús les respondió: Yo soy el pan de vida”. Jesús resucitado nos espera en la Eucaristía para darnos su vida y llenarnos de esa energía con la que transformamos el mundo.

Evangelio (Jn 6, 30-35)

Le dijeron:
—¿Y qué signo haces tú, para que lo veamos y te creamos? ¿Qué obras realizas tú? Nuestros padres comieron en el desierto el maná, como está escrito: Les dio a comer pan del cielo.
Les respondió Jesús:
—En verdad, en verdad os digo que Moisés no os dio el pan del cielo, sino que mi Padre os da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es el que ha bajado del cielo y da la vida al mundo.
—Señor, danos siempre de este pan —le dijeron ellos.
Jesús les respondió:
—Yo soy el pan de vida; el que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá nunca sed.

Comentario

En el Evangelio de la Misa de hoy, Jesús se presenta como el pan que da la vida al mundo. Al leer este pasaje en el tiempo pascual, podemos recordar que Cristo vive y que en Él está la fuente de la vida. Todo lo grande y bello que hay en nuestro mundo, todo lo que nos llena de energía y nos hace experimentar que vale la pena vivir, está de algún modo conectado con Jesús. Dice san Juan que: «Todo se hizo por Él, y sin Él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho. En Él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres» (Juan 1, 3-4).

En Jesús lo tenemos todo. Por eso, podemos decir con los personajes del Evangelio: «Señor, danos siempre de este pan». Cuando en nuestro corazón notamos algo de vacío o sentimos que nos faltan las fuerzas para enfrentar nuestra labor diaria… ¡qué gran remedio tenemos en la participación en la Eucaristía! Ahí encendemos de nuevo nuestra pasión por vivir y llevar al mundo la alegría de saberse amados por Dios.

La Misa es el momento de dejarnos renovar por el Señor. San Josemaría confiaba su propia experiencia: «al rezar al pie del altar al Dios que llena de alegría mi juventud, me siento muy joven y sé que nunca llegaré a considerarme viejo; porque, si permanezco fiel a mi Dios, el Amor me vivificará continuamente: se renovará, como la del águila, mi juventud» (Amigos de Dios, n. 31).

Queremos, además, que esta vitalidad que el Señor nos da no se quede encerrada en nosotros, sino que se desborde en nuestras actividades diarias y en la gente que encontramos durante la jornada. Nos servirá para esto dejar sobre el altar aquello que tenemos entre manos: proyectos, ilusiones, preocupaciones. El Señor lo tomará y lo hará propio. Dejará de ser algo meramente humano para transformarse, por la acción de la gracia, en un alimento que da vida al mundo.

            Rodolfo Valdés

 

Miércoles de la 3° semana de Pascua (Jn 6, 35-40): donde está la vida definitiva. "Ésta es la voluntad de Aquel que me ha enviado: que no pierda nada de lo que Él me ha dado, sino que lo resucite en el último día". Jesús se queda en la Eucaristía para que, mientras caminamos en la tierra, nuestro corazón esté bien seguro, con la mirada puesta en el cielo.

Evangelio (Jn 6, 35-40)

Jesús les respondió:
—Yo soy el pan de vida; el que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá nunca sed. Pero os lo he dicho: me habéis visto y no creéis. Todo lo que me da el Padre vendrá a mí, y al que viene a mí no lo echaré fuera, porque he bajado del cielo no para hacer mi voluntad sino la voluntad de Aquel que me ha enviado. Ésta es la voluntad de Aquel que me ha enviado: que no pierda nada de lo que Él me ha dado, sino que lo resucite en el último día. Porque ésta es la voluntad de mi Padre: que todo el que ve al Hijo y cree en él tenga vida eterna, y yo le resucitaré en el último día.

Comentario

En esta parte del discurso sobre el pan de vida, Jesús intenta que sus oyentes den un salto de fe. Los ha saciado con el pan terreno y ahora quiere que tengan hambre del pan celestial.

El Maestro quiere dirigir la atención de la muchedumbre hacia lo definitivo, hacia la vida eterna. Ellos querían que Jesús les garantizara el pan diario, pero Él les hace ver que la auténtica seguridad está en poner nuestra existencia en sus manos y dejarnos llevar hacia la eternidad: «Ésta es la voluntad de Aquel que me ha enviado: que no pierda nada de lo que Él me ha dado, sino que lo resucite en el último día».

¡Cuánto empeño ponemos en conseguir seguridades terrenas! Muchas veces descubrimos, sin embargo, que estas son frágiles. Lo ganado con mucho sacrificio se puede perder por un golpe de mala fortuna y, lo que es peor, nosotros mismos podemos derrumbarnos al ver que se desvanece lo que tanto esfuerzo nos había costado conseguir.

Jesús no quiere que perdamos el ánimo ante los reveses de la vida. Por eso se queda en la Eucaristía, para que nuestro corazón repose en Él y esté bien seguro, con la mirada puesta en el cielo mientras caminamos en la tierra.

La Iglesia llama a la Eucaristía la “prenda de la gloria futura” (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1402). Jesús mismo se obliga, por así decir, a abrirnos las puertas del cielo si lo hemos recibido con devoción durante nuestros años de vida. Y esto es lo que al final de cuentas vale más la pena: nuestros éxitos o fracasos, los cambios de planes, etc., son todos relativos. En la Eucaristía, en cambio, está la vida definitiva.

            Rodolfo Valdés

 

Jueves de la 3° semana de Pascua (Jn 6,44-51): Jesucristo, Camino y Puerta al Padre. "Nadie puede venir a mí si no le atrae el Padre que me ha enviado". Dios es la fuente de la Vida, y a esa fuente solo podemos llegar a través del Hijo. De ahí la necesidad de buscarle y escucharle con el corazón abierto, y de implicarnos en un diálogo de amor que conforme toda nuestra existencia.

Evangelio (Jn 6,44-51)

Nadie puede venir a mí si no le atrae el Padre que me ha enviado, y yo le resucitaré en el último día. Está escrito en los Profetas: Y serán todos enseñados por Dios. Todo el que ha escuchado al que viene del Padre, y ha aprendido, viene a mí. No es que alguien haya visto al Padre, sino que aquel que procede de Dios, ése ha visto al Padre. En verdad, en verdad os digo que el que cree tiene vida eterna.
Yo soy el pan de vida. Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron. Éste es el pan que baja del cielo, para que si alguien lo come no muera. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo. Si alguno come este pan vivirá eternamente; y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.

Comentario

El Evangelio según San Juan nos ha transmitido como ningún otro Evangelio los discursos de Jesús en los que habla de su relación con el Padre. Estos días la liturgia nos recuerda las palabras que encontramos en el capítulo sexto, concretamente en el Discurso del Pan de Vida. Las personas que seguían al Señor buscaban en él la vida. Y, sí, Jesús se ofrecía como Pan de Vida, pero de una Vida como ellos no podían imaginar. El alimento que estaba ofreciendo no era simplemente para el cuerpo.

Con las palabras del evangelio de hoy se nos está animando a no desistir de buscar, encontrar y amar a Jesús (cfr. Camino, 382). Para ello, es necesaria una actitud abierta del corazón, de escucha confiada y agradecida, que responda implicándose en un diálogo de amor con la propia existencia. Esto es: una verdadera escucha en la que nos dejemos tocar en lo más profundo de nuestro ser y, fruto de ello, conformemos nuestra vida según lo recibido. Cristo nos quiere dar la mano, iluminar nuestra inteligencia, fortalecer nuestra voluntad y acompañarnos en el camino hacia el Padre. Dios es la fuente de la Vida, y a esa fuente nos quiere llevar. ¿Cómo lo hace?: dejándonos ejemplo para que sigamos sus huellas (cfr. 1 P 2,21). Esto es la fe: identificación con aquel en quien se cree.

En una de las lecturas de la Vigilia Pascual leímos estas palabras: ¡Todos los sedientos, venid a las aguas! Y los que no tengáis dinero, ¡venid! Comprad y comed. Venid. Comprad, sin dinero y sin nada a cambio, vino y leche. ¿Por qué gastáis dinero en lo que no es pan, y vuestros salarios en lo que no sacia? Escuchadme con atención y comeréis cosa buena, y os deleitaréis con manjares substanciosos (Is 55,1-2). ¡Cuántas veces habremos usado la palabra “saciar” sin saber realmente lo que significa estar saciados! Porque el profeta está hablando de algo que llena y ya no se pierde. Ahí es donde merece la pena invertir: en alimentarnos de Cristo, en convertir toda nuestra existencia en un diálogo con él, trabajando con él, descansando con él, cuidando las amistades con su amor, anhelando ver a un Padre cuyo rostro solo él ha contemplado y que nos ha mostrado y nos muestra en la medida en que le dejemos vivir en nosotros.

          Juan Luis Caballero

 

Viernes de la 3° semana de Pascua (Jn 6,52-59): Eucaristía, alimento de vida eterna. "El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna". La vida es siempre un don que se nos ofrece a través del alimento. La Eucaristía nos recuerda nuestra indigencia y, al mismo tiempo, el amor de un Dios que nos llama a una vida que no pasa.

Evangelio (Jn 6,52-59)

Los judíos se pusieron a discutir entre ellos:
— ¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?
Jesús les dijo:
—En verdad, en verdad os digo que si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo le resucitaré en el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él. Igual que el Padre que me envió vive y yo vivo por el Padre, así, aquel que me come vivirá por mí. Éste es el pan que ha bajado del cielo, no como el que comieron los padres y murieron: quien come este pan vivirá eternamente.
Estas cosas dijo en la sinagoga, enseñando en Cafarnaún.

Comentario

Las palabras que nos transmite el evangelio de la misa de hoy fueron escuchadas con gran sorpresa por parte del auditorio y fueron motivo de escándalo para no pocos: ¡Jesús invitando a comer su carne y a beber su sangre, y relacionando esto con la vida eterna! Si nosotros hubiéramos estado allí entonces, ¿no hubiéramos quedado también desconcertados? Ciertamente el amor a Jesús mantuvo a unos pocos cerca de él. No es difícil entender que las palabras de Jesús sean verdadero alimento. Pero, si se nos habla de la realidad del cuerpo y de la sangre de una persona que se ofrecen como alimento, ¿cómo es eso posible?

La Eucaristía es un maravilloso Misterio de Amor con el que se nos dicen muchas cosas. Cualquiera de nosotros puede admitir que necesita alimento para vivir, y que el alimento le viene de fuera, o sea, que nadie es fuente de vida para sí mismo. Desde este punto de vista, todo ser humano es indigente, y la experiencia del hambre y la sed revelan en nosotros el deseo de la vida. Ante la Eucaristía consideramos de nuevo que la vida es un regalo, es un don, pero que esa vida no se reduce a la vida del cuerpo, que tarde o temprano languidece y se apaga, sino que hay una aspiración a una vida que perdura. Y para poder hacernos acreedor de ella, lo que se nos ofrece es alimentarnos de la Vida misma, del Cuerpo y la Sangre de Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre.

Todos sabemos que, de algún modo, uno se transforma en aquello de lo que se alimenta: si ha leído determinadas cosas, esas han conformado su corazón y su cabeza; si ha cultivado determinada música o ha contemplado tal aspecto de la naturaleza, su sensibilidad se ha conformado con lo que ha experimentado. Determinado alimento da una vitalidad concreta al cuerpo. Y así, Dios ha querido morar en nosotros transformándonos por medio del Cuerpo y la Sangre de Cristo: ¡y hacernos así partícipes de su naturaleza divina! (2 P 1,4). Conscientes de esto, nos acercamos a este sacramento con todo el agradecimiento y reverencia de que somos capaces, con la firme convicción de que cada vez que comulgamos dejamos a Cristo que se implique de una forma más íntima y estrecha en toda nuestra existencia.

                Juan Luis Caballero

 

Sábado de la 3° semana de Pascua (Jn 6,60-69): la fe, luz del corazón. "Es dura esta enseñanza, ¿quién puede escucharla?".La aceptación o rechazo de las palabras de Jesús se levantan sobre una actitud previa de buenas o malas disposiciones. Cuando el alma está dispuesta a hacerlo, entonces, en el corazón se abre una puerta por la que puede entrar la luz que nos permite ver con los ojos de Cristo.

Evangelio (Jn 6,60-69)

Al oír esto, muchos de sus discípulos dijeron:
—Es dura esta enseñanza, ¿quién puede escucharla?
Jesús, conociendo en su interior que sus discípulos estaban murmurando de esto, les dijo:
—¿Esto os escandaliza? Pues, ¿si vierais al Hijo del Hombre subir adonde estaba antes? El espíritu es el que da vida, la carne no sirve de nada: las palabras que os he hablado son espíritu y son vida. Sin embargo, hay algunos de vosotros que no creen.
En efecto, Jesús sabía desde el principio quiénes eran los que no creían y quién era el que le iba a entregar.
Y añadía:
—Por eso os he dicho que ninguno puede venir a mí si no se lo ha concedido el Padre.
Desde ese momento muchos discípulos se echaron atrás y ya no andaban con él.
Entonces Jesús les dijo a los doce:
—¿También vosotros queréis marcharos?
Le respondió Simón Pedro:
—Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros hemos creído y conocido que tú eres el Santo de Dios.

Comentario

Las palabras de Jesús no dejan indiferente a nadie: o hay acogida, aunque no se entiendan del todo, o hay rechazo. Pero el rechazo no es porque Jesús diga cosas que no se puedan aceptar. Eso a menudo suena a excusa. Hay algo previo: una negativa a creer. Cuando vamos a plantar una semilla, preparamos la tierra. Cuando vamos a cantar, hacemos ejercicios con las cuerdas vocales. Cuando vamos a cocinar, calentamos primero el horno. Experimentamos en esta vida que lo grande y lo pequeño, la manual y lo intelectual, todo necesita una preparación previa. Y esto afecta también a la fe. Quien no quiere creer, no puede creer. Es necesario un mínimo de buenas disposiciones, de apertura del corazón. Esta es la preparación para la fe.

¿Por qué algunas personas rechazan a Jesús, incluso sin haber llegado a intentar vivir de su palabra? Podríamos decir que, cuando el horizonte de la propia vida se ha hecho demasiado pequeño, cuando uno se ha acostumbrado a vivir de lo inmediato o de lo que consuela aquí y ahora, aunque ese consuelo no dure mucho, cualquier palabra que nos invite a vivir de otro modo es vista como una injerencia o agresión inexcusable. Pero Jesús no ha venido a condenar sino a salvar, no ha venido a esclavizar sino a liberar. Y esto nos ayuda a comprender que cuando uno no tiene preparado el corazón, no es capaz de valorar y aceptar el amor que se le ofrece.

Dice Juan evangelista que muchos de los que seguían a Jesús no creían y que incluso uno le iba a entregar. ¿Cómo es posible llegar a esa situación? ¿Qué tipo de expectativas tenían? ¿Qué tipo de expectativas tenemos nosotros cuando nos acercamos al Señor? Podemos recordar estas palabras del mismo Jesús: “Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc 22,42). Las podríamos traducir así: “Señor, esta es mi visión de la vida, pero Tú sabes mucho más que yo, ayúdame a abrirte mi corazón y ver con tus ojos”. El caso es que a veces intuimos que, si vemos con los ojos de Cristo, algo de nuestra vida debería cambiar, y quizá no queremos hacerlo. Es entonces, más que nunca, cuando experimentamos la verdad de esas palabras: Si Dios no nos ayuda, no podemos acercarnos a Él. Pero, ¿qué sentido tiene una vida lejos de Dios? Por eso, qué buena oración es esta: “¡Que vea con tus ojos, Cristo mío, Jesús de mi alma!” (San Josemaría, 19 marzo 1975).

              Juan Luis Caballero

 

cruz

Domingo de la 4º semana de Pascua (Ciclo A: Jn 10,1-10). La puerta de las ovejas.
Domingo de la 4º semana de Pascua (Ciclo B:Jn 10, 11-18). La alegría que cambia el mundo.  “«Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por sus ovejas»”. Así es Jesucristo y así quiere que seamos nosotros. Solo así experimentamos la verdadera libertad. La libertad de los hijos de Dios, la libertad de Cristo Jesús, la libertad de la entrega generosa. Jesucristo, alegre, cambia el mundo con su entrega. Nosotros, en su entrega, tenemos la alegría que cambia el mundo.
Domingo de la 4º semana de Pascua (Ciclo C: Jn 10, 27-30). El amor de Jesús es invencible.
Lunes de la 4° semana de Pascua (Jn 10,1-10): La puerta de las ovejas. "Yo soy la puerta; si alguno entra a través de mí, se salvará". Recemos por la santidad de los sacerdotes y para que nunca falten los buenos pastores en la Iglesia.
Martes de la 4° semana de Pascua (Jn 10, 22-30). Fiesta de la Dedicación. “Os lo he dicho y no lo creéis”, Es necesaria la fe para acoger a Jesús. La fe es un don que Dios está dispuesto a concedernos y que espera que se lo pidamos. Por la fe alcanzamos la vida eterna.
Miércoles de la 4° semana de Pascua (Jn 12, 44-50): la necesidad de la fe en Dios. “El que me ve a mí, ve al que me ha enviado”. Jesús es el rostro del Padre. Quien conoce a Jesús conoce al Padre. Jesús nos revela a Dios como un Padre misericordioso que espera nuestra correspondencia y se adelanta con su gracia para que seamos capaces de corresponder.
Jueves 4.ª semana de Pascua (Jn 13,16-20): en los planes de Dios.  "Os lo digo desde ahora, antes de que suceda, para que cuando ocurra creáis que yo soy". Dios está siempre junto a nosotros como un Padre amoroso. En los momentos difíciles recordemos que “Él es nuestra paz”.
Viernes de la 4° semana de Pascua (Jn 14,1-6). Jesús, camino y modelo del caminante.   “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida; nadie va al Padre, si no es a través de mí.” Jesús ha abierto el camino que conduce al cielo y nos ha preparado un lugar allí. Incluso nos acompañará por el camino.
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Domingo de la 4º semana de Pascua (Ciclo A: Jn 10,1-10). La puerta de las ovejas.

Evangelio (Jn 10,1-10)

En verdad, en verdad os digo: el que no entra por la puerta del redil de las ovejas, sino que salta por otra parte, ése es un ladrón y un salteador. Pero el que entra por la puerta es pastor de las ovejas. A éste le abre el portero y las ovejas atienden a su voz, llama a sus propias ovejas por su nombre y las conduce fuera. Cuando las ha sacado todas, va delante de ellas y las ovejas le siguen porque conocen su voz. Pero a un extraño no le seguirán, sino que huirán de él porque no conocen la voz de los extraños.
Jesús les propuso esta comparación, pero ellos no entendieron qué era lo que les decía.
Entonces volvió a decir Jesús:
— En verdad, en verdad os digo: yo soy la puerta de las ovejas. Todos cuantos han venido antes que yo son ladrones y salteadores, pero las ovejas no les escucharon. Yo soy la puerta; si alguno entra a través de mí, se salvará; y entrará y saldrá y encontrará pastos. El ladrón no viene sino para robar, matar y destruir. Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia.

Comentario

Jesús utiliza una alegoría bien conocida en los textos bíblicos del Antiguo Testamento. Es la del pastor que cuida de su ganado. Pero ahora llama la atención el hecho de que antes de presentarse como Buen Pastor, diga de sí mismo que “yo soy la puerta de las ovejas” (v.7).

Al igual que Dios había hecho con el pueblo de Israel, también en la Iglesia se servirá de “pastores” que cuiden de sus “ovejas”. Ahora bien, les deja algo claro a todos: sólo es “buen pastor” el que conduce a las ovejas hacia la única “puerta” que es Cristo. El que intenta llevarlas a otro lugar es un farsante al que no hay que seguir porque “el que no entra por la puerta del redil de las ovejas, sino que salta por otra parte, ése es un ladrón y un salteador” (v.1).

De modo muy gráfico dice Jesús que el mal pastor “salta” por otra parte, utilizando un verbo que evoca la acción de quien trepa para llegar a un sitio donde no debería estar. Previene así del peligro de servirse de la Iglesia, e incluso del puesto que se ocupa en ella, para el propio provecho personal. El profeta Ezequiel ya había denunciado en su tiempo esa actitud: “¡Ay de los pastores de Israel, que se apacientan a sí mismos: ¿no son los rebaños lo que deben apacentar los pastores? Os alimentáis de su leche, os cubrís con su lana y matáis las reses más cebadas, pero no apacentáis el rebaño. No habéis robustecido a las débiles ni sanado a las enfermas. No habéis vendado a la herida ni habéis recogido a la descarriada. No habéis buscado a la que se había perdido” (Ez 34,2-4).

Benedicto XVI, en una homilía pronunciada en 2009 durante la inauguración del año sacerdotal, decía: “¿Cómo olvidar que nada hace sufrir más a la Iglesia, Cuerpo de Cristo, que los pecados de sus pastores, sobre todo de aquellos que se convierten en ‘ladrones de las ovejas’, ya sea porque las desvían con sus doctrinas privadas, ya sea porque las atan con lazos de pecado y de muerte? También se dirige a nosotros, queridos sacerdotes, el llamamiento a la conversión y a recurrir a la Misericordia divina; asimismo, debemos dirigir con humildad una súplica apremiante e incesante al Corazón de Jesús para que nos preserve del terrible peligro de dañar a aquellos a quienes debemos salvar”[1]. De ahí la importancia de que todos recemos por la santidad de los sacerdotes y para que nunca falten los buenos pastores en la Iglesia.

Por su parte, “Cristo, Buen Pastor, se ha convertido en la puerta de la salvación de la humanidad, porque ha ofrecido la vida por sus ovejas. Jesús, pastor bueno y puerta de las ovejas, es un jefe cuya autoridad se expresa en el servicio, un jefe que para mandar dona la vida y no pide a los otros que la sacrifiquen. De un jefe así podemos fiarnos -decía el Papa Francisco-, como las ovejas que escuchan la voz de su pastor porque saben que con él se va a pastos buenos y abundantes. Basta una señal, un reclamo y ellas siguen, obedecen, se ponen en camino guiadas por la voz de aquel que escuchan como presencia amiga, fuerte y dulce a la vez, que guía, protege, consuela y sana”[2].

El buen pastor es el que, a ejemplo de Cristo, se sabe humildemente al servicio de los demás, y no busca nada para sí mismo. “Permitidme un consejo -propone San Josemaría-: si alguna vez perdéis la claridad de la luz, recurrid siempre al buen pastor. ¿Quién es el buen pastor? El que entra por la puerta de la fidelidad a la doctrina de la Iglesia; el que no se comporta como el mercenario que viendo venir el lobo, desampara las ovejas y huye; y el lobo las arrebata y dispersa el rebaño. Mirad que la palabra divina no es vana; y la insistencia de Cristo –¿no veis con qué cariño habla de pastores y de ovejas, del redil y del rebaño?– es una demostración práctica de la necesidad de un buen guía para nuestra alma”[3].

[1] Benedicto XVI, Homilía en las segundas vísperas del Sagrado Corazón de Jesús, Viernes 19 de junio de 2009.
[2] Papa Francisco, Regina coeli 7 de mayo de 2017.
[3] San Josemaría, Es Cristo que pasa, 34.

                 Francisco Varo

 

Domingo de la 4º semana de Pascua (Ciclo B: Jn 10, 11-18). La alegría que cambia el mundo.  “«Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por sus ovejas»”. Así es Jesucristo y así quiere que seamos nosotros. Solo así experimentamos la verdadera libertad. La libertad de los hijos de Dios, la libertad de Cristo Jesús, la libertad de la entrega generosa. Jesucristo, alegre, cambia el mundo con su entrega. Nosotros, en su entrega, tenemos la alegría que cambia el mundo.

Evangelio (Jn 10, 11-18)

«Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por sus ovejas. El asalariado, el que no es pastor y al que no le pertenecen las ovejas, ve venir el lobo, abandona las ovejas y huye —y el lobo las arrebata y las dispersa—, porque es asalariado y no le importan las ovejas. Yo soy el buen pastor, conozco las mías y las mías me conocen. Como el Padre me conoce a mí, así yo conozco al Padre, y doy mi vida por las ovejas. Tengo otras ovejas que no son de este redil, a ésas también es necesario que las traiga, y oirán mi voz y formarán un solo rebaño, con un solo pastor. Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie me la quita, sino que yo la doy libremente. Tengo potestad para darla y tengo potestad para recuperarla. Éste es el mandato que he recibido de mi Padre».

Comentario

La imagen del buen pastor era bien conocida por los oyentes de Jesús. En el Antiguo Testamento, Moisés y David, antes de que Dios los eligiese para ser pastores de su pueblo, habían sido pastores de rebaños. Posteriormente, durante el exilio, Ezequiel había hablado de Dios mismo como pastor de su pueblo: “como un pastor vela por su rebaño (...), así velaré yo por mis ovejas. Las reuniré de todos los lugares donde se habían dispersado en día de nubes y brumas” (Ez 34, 12).

Jesús anuncia que ese día ha llegado.

Él mismo se presenta como el buen Pastor.

Él es el Dios-hecho-hombre que vela por los hombres, que los reúne en una familia, la familia de los hijos de Dios, y les alimenta con su propio cuerpo, para que tengan vida eterna.

En este discurso del buen pastor, Jesucristo nos dice cómo es Él, pero también a dónde nos quiere llevar. Quiere convertirnos en buenos pastores en nuestra vida cotidiana.

Jesús dice tres cosas sobre el verdadero pastor: da su vida por las ovejas; las conoce y ellas lo conocen a él; y sale a por ellas para que vivan en un mismo rebaño, en una misma familia[1].

En primer lugar, el pastor da su vida por sus ovejas.

El misterio de la Cruz está en el centro de la vida de Jesucristo.

Cristo se despoja de su rango, de su gloria divina, se pone nuestros vestidos -el vestido de la humanidad, del dolor, del sufrimiento, de la soledad, del abandono, semejante en todo a nosotros, menos en el pecado-, se deja humillar hasta la muerte en la Cruz y así se entrega a cada uno de nosotros.

Y en cada Eucaristía le encontramos a Él, Cristo el buen pastor. Se hace totalmente presente, nos coge entre sus manos llagadas, nos bendice, nos levanta, nos lleva de nuevo, se nos da a sí mismo como alimento.

Y lo hace por nosotros, para tocar lo más íntimo de nuestra realidad humana, para experimentar toda nuestra existencia y sanarla.

En cada Eucaristía nos da su cuerpo que se entrega, su sangre que se derrama. Nos da esa fuerza suya de la entrega hasta el final. La Eucaristía no termina con la comunión. Quiere que vivamos eucarísticamente cada día, con el corazón en carne viva: que demos la vida por los demás.

En segundo lugar, el pastor conoce a las ovejas, y éstas le conocen a él.

Pero el conocimiento de Jesucristo no es un conocimiento formal.La relación que quiere tener con nosotros no es una relación rutinaria, impersonal, reseca. Es una relación de amor. Es un conocimiento desde el corazón.

Jesucristo nos conoce: nos lleva en su corazón. Un corazón llagado, traspasado de amor.Que nos grita: “no te escondas, ven a mí, no te canses, tócame, te amo”.

Y al acercarnos a Él, al entrar en su corazón, nos da el suyo, para que podamos sentir con su corazón.

Él nos pide que también amemos como Él, que conozcamos a los demás como Él: desde el corazón. En la Eucaristía nos da su cuerpo para que podamos amar desde su corazón.

Finalmente, el pastor busca la unidad.

Cristo no murió por unos pocos, murió por todos los hombres de todos los tiempos.

Los sigue buscando cada día y nos necesita. En medio de nuestra vida, de nuestras calles y plazas, de nuestros trabajos y descansos, de nuestras familias y amistades, de nuestros dolores y enfermedades, de nuestros éxitos y fracasos, de nuestras idas y venidas. Allí donde vivimos: vivir desde el corazón de Jesucristo.

En cada Eucaristía, nos mete en su corazón sacerdotal, para que hagamos nuestra su alabanza, gratitud, reparación y petición. Nos da un corazón católico, universal.

El buen pastor da la vida, conoce desde el corazón, busca la unidad.

Así es Jesucristo y así quiere que seamos nosotros. Solo así experimentamos la verdadera libertad. La libertad de los hijos de Dios, la libertad de Cristo Jesús, la libertad de la entrega generosa.

Jesucristo, alegre, cambia el mundo con su entrega.

Nosotros, en su entrega, tenemos la alegría que cambia el mundo.

[1] Cfr. Benedicto XVI, Homilía en la Santa Misa de Ordenación Sacerdotal, 7 de mayo de 2006.

           Luis Cruz

 

Domingo de la 4º semana de Pascua (Ciclo C: Jn 10, 27-30). El amor de Jesús es invencible.

Evangelio (Jn 10,27-30)

En aquel tiempo dijo Jesús:
Mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y me siguen. Yo les doy vida eterna; no perecerán jamás y nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre, que me las dio, es mayor que todos; y nadie puede arrebatarlas de la mano del Padre. Yo y el Padre somos uno.

Comentario

El cuarto domingo de Pascua es conocido como el “domingo del Buen Pastor”. El evangelio de este día contiene en todos los ciclos litúrgicos alguna parte del pasaje de Juan 10,1-30, un conjunto de discursos de Jesús en torno a la imagen del pastor y las ovejas. En el pasaje de este domingo Jesús se refiere a la protección que Dios ejerce sobre los hombres que se acogen a Él.

La imagen del pastor y las ovejas tiene mucha raigambre bíblica. Personajes importantes de la historia de Israel fueron pastores. Así por ejemplo Abel (Gn 4,2), Moisés (Ex 3,1ss.) o David (1 S 16,11-13). El propio David y sus descendientes serían, como lo fue Josué (Nm 27, 17 s.), pastores de su pueblo. Sin embargo, es a Dios a quien se atribuye muchas veces la función del pastor que cuida de “sus ovejas” los hombres (cfr. Gn 49,15; Is 40,11; Ez 34,5; Sal 23,1; Si 18,13).

El hecho de que los discursos de Jesús sobre el buen pastor sean presentados durante la Pascua tiene por tanto un significado muy profundo que, como explicaba Benedicto XVI, “nos conduce inmediatamente al centro, al culmen de la revelación de Dios como pastor de su pueblo; este centro y culmen es Jesús, precisamente Jesús que muere en la cruz y resucita del sepulcro al tercer día, resucita con toda su humanidad, y de este modo nos involucra, a cada hombre, en su paso de la muerte a la vida”[1].

El evangelio según san Juan señala que Jesús pronunció las palabras de este domingo durante la fiesta judía de la Dedicación del Templo. Esta fiesta conmemoraba la purificación del lugar y la dedicación del altar de los sacrificios durante la época de los macabeos, quienes fortificaron las murallas para proteger el recinto sagrado de profanaciones similares a la que hizo Antíoco IV Epífanes (cfr. I Ma 4,52-61 y 2 Ma 10,1-9). Jesús se encontraba además en llamado pórtico de Salomón. Quizá este recinto amurallado y de recias columnas justifique la referencia que hace Jesús a la protección que ejerce sobre sus ovejas.

Como señalaba el Papa Francisco, las palabras de Jesús de este domingo “nos comunican un sentido de absoluta seguridad y de inmensa ternura. Nuestra vida está totalmente segura en las manos de Jesús y del Padre, que son una sola cosa: un único amor, una única misericordia, reveladas de una vez y para siempre en el sacrificio de la cruz (…). Por esto no tenemos más miedo: nuestra vida ya se ha salvado de la perdición. Nada ni nadie podrá arrancarnos de las manos de Jesús, porque nada ni nadie puede vencer su amor. ¡El amor de Jesús es invencible!”[2].

Esta intimidad protectora de Jesús con sus ovejas nos llevará también a vivir con gran esperanza nuestra vida y nuestra lucha por agradar a Dios. San Josemaría lo explicaba así: “la virtud de la esperanza —seguridad de que Dios nos gobierna con su providente omnipotencia, que nos da los medios necesarios— nos habla de esa continua bondad del Señor con los hombres, contigo, conmigo, siempre dispuesto a oírnos, porque jamás se cansa de escuchar. Le interesan tus alegrías, tus éxitos, tu amor, y también tus apuros, tu dolor, tus fracasos. Por eso, no esperes en El sólo cuando tropieces con tu debilidad; dirígete a tu Padre del Cielo en las circunstancias favorables y en las adversas, acogiéndote a su misericordiosa protección. Y la certeza de nuestra nulidad personal —no se requiere una gran humildad para reconocer esta realidad: somos una auténtica multitud de ceros— se trocará en una fortaleza irresistible, porque a la izquierda de nuestro yo estará Cristo, y ¡qué cifra inconmensurable resulta!: el Señor es mi fortaleza y mi refugio, ¿a quién temeré?[3].

[1] Benedicto XVI, Homilía, 29 de abril de 2012.
[2] Papa Francisco, Regina Coeli, 17 de abril de 2016.
[3] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 218.

                    Pablo M. Edo

 

Lunes de la 4° semana de Pascua (Jn 10,1-10): La puerta de las ovejas. "Yo soy la puerta; si alguno entra a través de mí, se salvará". Recemos por la santidad de los sacerdotes y para que nunca falten los buenos pastores en la Iglesia.

Evangelio (Jn 10,1-10)

En verdad, en verdad os digo: el que no entra por la puerta del redil de las ovejas, sino que salta por otra parte, ése es un ladrón y un salteador. Pero el que entra por la puerta es pastor de las ovejas. A éste le abre el portero y las ovejas atienden a su voz, llama a sus propias ovejas por su nombre y las conduce fuera. Cuando las ha sacado todas, va delante de ellas y las ovejas le siguen porque conocen su voz. Pero a un extraño no le seguirán, sino que huirán de él porque no conocen la voz de los extraños.

Jesús les propuso esta comparación, pero ellos no entendieron qué era lo que les decía.

Entonces volvió a decir Jesús:

— En verdad, en verdad os digo: yo soy la puerta de las ovejas. Todos cuantos han venido antes que yo son ladrones y salteadores, pero las ovejas no les escucharon. Yo soy la puerta; si alguno entra a través de mí, se salvará; y entrará y saldrá y encontrará pastos. El ladrón no viene sino para robar, matar y destruir. Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia.
Comentario

Jesús utiliza una alegoría bien conocida en los textos bíblicos del Antiguo Testamento. Es la del pastor que cuida de su ganado. Pero ahora llama la atención el hecho de que antes de presentarse como Buen Pastor, diga de sí mismo que “yo soy la puerta de las ovejas” (v.7).

Al igual que Dios había hecho con el pueblo de Israel, también en la Iglesia se servirá de “pastores” que cuiden de sus “ovejas”. Ahora bien, les deja algo claro a todos: sólo es “buen pastor” el que conduce a las ovejas hacia la única “puerta” que es Cristo. El que intenta llevarlas a otro lugar es un farsante del que hay que cuidarse para no salir malparado porque “el que no entra por la puerta del redil de las ovejas, sino que salta por otra parte, ése es un ladrón y un salteador” (v.1).

De modo muy gráfico dice Jesús que el mal pastor “salta” por otra parte, utilizando un verbo que evoca la acción de quien trepa para llegar a un sitio donde legalmente no podría estar. Previene así del peligro del arribismo, del servirse de la Iglesia, e incluso del puesto que se ocupa en ella, para el propio provecho personal. El profeta Ezequiel ya había denunciado en su tiempo la actitud de tales malvados: “¡Ay de los pastores de Israel, que se apacientan a sí mismos: ¿no son los rebaños lo que deben apacentar los pastores? Os alimentáis de su leche, os cubrís con su lana y matáis las reses más cebadas, pero no apacentáis el rebaño. No habéis robustecido a las débiles ni sanado a las enfermas. No habéis vendado a la herida ni habéis recogido a la descarriada. No habéis buscado a la que se había perdido” (Ez 34,2-4).

Benedicto XVI, en una homilía pronunciada en 2009 durante la inauguración del año sacerdotal, decía: “¿Cómo olvidar que nada hace sufrir más a la Iglesia, Cuerpo de Cristo, que los pecados de sus pastores, sobre todo de aquellos que se convierten en ‘ladrones de las ovejas’, ya sea porque las desvían con sus doctrinas privadas, ya sea porque las atan con lazos de pecado y de muerte? También se dirige a nosotros, queridos sacerdotes, el llamamiento a la conversión y a recurrir a la Misericordia divina; asimismo, debemos dirigir con humildad una súplica apremiante e incesante al Corazón de Jesús para que nos preserve del terrible peligro de dañar a aquellos a quienes debemos salvar”[1]. De ahí la importancia de que todos recemos por la santidad de los sacerdotes y para que nunca falten los buenos pastores en la Iglesia.

Por su parte, “Cristo, Buen Pastor, se ha convertido en la puerta de la salvación de la humanidad, porque ha ofrecido la vida por sus ovejas. Jesús, pastor bueno y puerta de las ovejas, es un jefe cuya autoridad se expresa en el servicio, un jefe que para mandar dona la vida y no pide a los otros que la sacrifiquen. De un jefe así podemos fiarnos -decía el Papa Francisco-, como las ovejas que escuchan la voz de su pastor porque saben que con él se va a pastos buenos y abundantes. Basta una señal, un reclamo y ellas siguen, obedecen, se ponen en camino guiadas por la voz de aquel que escuchan como presencia amiga, fuerte y dulce a la vez, que guía, protege, consuela y sana”[2].

El buen pastor es el que, a ejemplo de Cristo, se sabe humildemente al servicio de los demás, y no busca nada para sí mismo. “Permitidme un consejo -propone San Josemaría-: si alguna vez perdéis la claridad de la luz, recurrid siempre al buen pastor. ¿Quién es el buen pastor? El que entra por la puerta de la fidelidad a la doctrina de la Iglesia; el que no se comporta como el mercenario que viendo venir el lobo, desampara las ovejas y huye; y el lobo las arrebata y dispersa el rebaño. Mirad que la palabra divina no es vana; y la insistencia de Cristo –¿no veis con qué cariño habla de pastores y de ovejas, del redil y del rebaño?– es una demostración práctica de la necesidad de un buen guía para nuestra alma”[3].

[1] Benedicto XVI, Homilía en las segundas vísperas del Sagrado Corazón de Jesús, Viernes 19 de junio de 2009.
[2] Papa Francisco, Regina coeli 7 de mayo de 2017.
[3] San Josemaría, Es Cristo que pasa, 34.

                 Francisco Varo

 

 

Martes de la 4° semana de Pascua (Jn 10, 22-30). Fiesta de la Dedicación. “Os lo he dicho y no lo creéis”, Es necesaria la fe para acoger a Jesús. La fe es un don que Dios está dispuesto a concedernos y que espera que se lo pidamos. Por la fe alcanzamos la vida eterna.

 

Evangelio (Jn 10, 22-30)

Se celebraba por aquel tiempo en Jerusalén la fiesta de la Dedicación. Era invierno. Paseaba Jesús por el Templo, en el pórtico de Salomón. Entonces le rodearon los judíos y comenzaron a decirle: —¿Hasta cuándo nos vas a tener en vilo? Si tú eres el Cristo, dínoslo claramente.

Les respondió Jesús: —Os lo he dicho y no lo creéis; las obras que hago en nombre de mi Padre son las que dan testimonio de mí. Pero vosotros no creéis porque no sois de mis ovejas. Mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y me siguen. Yo les doy vida eterna; no perecerán jamás y nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre, que me las dio, es mayor que todos; y nadie puede arrebatarlas de la mano del Padre. Yo y el Padre somos uno.

Comentario

La escena que escuchamos hoy en el Evangelio tiene lugar alrededor de la fiesta de la Dedicación que se celebraba el 25 de Kasleu (noviembre-diciembre).

Con esta fiesta se conmemoraba anualmente la purificación del Templo por Judas Macabeo en el año 148 de los Seléucidas que corresponde al 165 a. C., después de la profanación que había realizado Antíoco IV Epífanes (1 M 4, 36-59; 2 M 1, 2-19; 2 M 10, 1-8). La fiesta duraba ocho días.

Jesús se pasea por el pórtico de Salomón. “Era invierno”. Con esta referencia se indica a los gentiles la época del año en la que tiene lugar la escena y, por otro lado, que era un lugar acogedor en ese tiempo.

Jesús está tranquilo, y, de repente se le acercan unos judíos: “¿Hasta cuándo nos vas a tener en vilo? Si tú eres el Cristo, dínoslo claramente”.

Realmente, como ocurre casi siempre, no se acercan con buena intención. Tienen el corazón cerrado por la soberbia y no son capaces de escuchar. Jesús, que lee en sus corazones, les trata con una enorme delicadeza y les dice las cosas con claridad. Si no ven en Él al Mesías es porque no quieren creer. “Os lo he dicho y no lo creéis, las obras que hago en nombre de mi Padre son las que dan testimonio de mí”.

Y todavía les dice más: “no creéis porque no sois de mis ovejas”. Que era como decirles que si le abrieran el corazón, que si quisieran creer él mismo les ayudaría a creer. Jesús necesita un mínimo de apertura del corazón para actuar en el corazón de las personas porque la soberbia ciega. Como decía san Josemaría: “Por eso demuestra tanto interés el diablo en cegar nuestras inteligencias con la soberbia, que enmudece: sabe que, apenas abrimos el alma, Dios se vuelca con sus dones”.

A algunos de estos dones se refiere el Señor: “escuchan mi voz”, “me siguen”. “les doy la vida eterna” y “nadie me las arrebatará de mi mano”.

Escuchamos este Evangelio celebrando la Resurrección de Cristo. Jesús nos sostiene con su Amor y nos promete reinar con Él eternamente. La verdad es que no nos podría ofrecer nada más grande: vivir en su amistad en la tierra y por toda la eternidad. Y crece la confianza y la seguridad de las ovejas porque van con el buen Pastor.

                 Javier Massa

 

Miércoles de la 4° semana de Pascua (Jn 12, 44-50): la necesidad de la fe en Dios. “El que me ve a mí, ve al que me ha enviado”. Jesús es el rostro del Padre. Quien conoce a Jesús conoce al Padre. Jesús nos revela a Dios como un Padre misericordioso que espera nuestra correspondencia y se adelanta con su gracia para que seamos capaces de corresponder.

Evangelio (Jn 12, 44-50)

Jesús clamó y dijo: —El que cree en mí, no cree en mí, sino en Aquél que me ha enviado; y el que me ve a mí, ve al que me ha enviado. Yo soy la luz que ha venido al mundo para que todo el que cree en mí no permanezca en tinieblas. Y si alguien escucha mis palabras y no las guarda, yo no le juzgo, porque no he venido a juzgar al mundo, sino a salvar al mundo. Quien me desprecia y no recibe mis palabras tiene quien le juzgue: la palabra que he hablado, ésa le juzgará en el último día. Porque yo no he hablado por mí mismo, sino que el Padre que me envió, Él me ha ordenado lo que tengo que decir y hablar. Y sé que su mandato es vida eterna; por tanto, lo que yo hablo, según me lo ha dicho el Padre, así lo hablo.

Comentario

“El que cree en mí, no cree en mí, sino en Aquél que me ha enviado; y el que me ve a mí, ve al que me ha enviado”. Estas palabras de Jesús son un resumen de muchas de sus enseñanzas a lo largo de toda su vida pública.

Jesús manifiesta la necesidad de la fe en Él para recibir la vida nueva que nos ha traído. Creer en Él es creer en quien le ha enviado, en el Padre. Muchas veces reprocha a sus discípulos por la falta de fe, como a Pedro cuando le dice en medio del lago: “¡Hombre de poca fe! ¿Por qué has dudado?” (Mt 14, 31). Otras veces alaba a quienes se encuentran con Él por su fe, como a la mujer sirofenicia a quien le dice: “¡Mujer, qué grande es tu fe!” (Mt 15, 28). Otros le piden, cuando se encuentran con Él, que les aumente la fe como los Apóstoles: “le dijeron al Señor: «Auméntanos la fe” (Lc 17. 31).

Creer en Jesús es creer en el Padre. Y vivir en la luz de Dios: “Yo soy la luz que ha venido al mundo”. Vivir en esta luz es vivir lejos de las tinieblas. Es vivir en el pleno sentido de la existencia y encontrar lo que verdaderamente anhela la persona: una existencia anclada en el Amor. En el Amor de verdad que es el Amor de Dios por cada uno de nosotros. La luz para encontrar ese Amor auténtico es Jesús.

Jesús ofrece a todos este Amor auténtico que cada uno puede encontrar en lo más profundo de su ser y que estamos llamados a descubrir. En esta búsqueda tiene lugar la sinceridad de nuestra vida y seremos juzgados por ello. Por cómo nos hayamos abierto al Amor o por cómo nos hayamos resistido al Amor que nos busca constantemente.

Y, una vez más, Jesús remite a la vida eterna: “y sé que su mandato es vida eterna”. Esta vida eterna es la que ha traído nuestro Señor Jesucristo con su muerte y su resurrección y es la que vamos buscando cuando nos abrimos al Amor.

Estos días de Pascua son un tiempo maravilloso para ver la vida con perspectiva de eternidad. Desligarnos de los lazos caducos de tiempo y de espacio y pensar en lo que nos espera si vivimos fieles a Jesucristo, fieles al Amor de Dios que se nos da en Jesucristo. En definitiva, luchando por vivir como Cristo que vive identificado con la voluntad de su Padre. Así, con su ejemplo, nos enseña a vivir en sintonía con el Padre.

        Javier Massa

 

Jueves 4.ª semana de Pascua (Jn 13,16-20): en los planes de Dios.   "Os lo digo desde ahora, antes de que suceda, para que cuando ocurra creáis que yo soy". Dios está siempre junto a nosotros como un Padre amoroso. En los momentos difíciles recordemos que “Él es nuestra paz”.

Evangelio (Jn 13,16-20)

 

Cuando Jesús terminó de lavar los pies a sus discípulos les dijo: “En verdad, en verdad os digo: no es el siervo más que su señor, ni el enviado más que quien le envió. Si comprendéis esto y lo hacéis, seréis bienaventurados. No lo digo por todos vosotros: yo sé a quienes elegí; sino para que se cumpla la Escritura: ‘El que come mi pan levantó contra mí su talón’. Os lo digo desde ahora, antes de que suceda, para que cuando ocurra creáis que yo soy. En verdad, en verdad os digo: quien recibe al que yo envíe, a mí me recibe; y quien a mí me recibe, recibe al que me ha enviado.”
Comentario

"El que come mi pan levantó contra mí su talón". Jesús advierte a sus apóstoles que un amigo íntimo -sólo puede ser uno de ellos- le traicionará. Sin embargo, ante esa inesperada conmoción, no deben tener miedo. De hecho, esta traición, cuando se produzca, será una señal para ellos, para que "creáis que yo soy": la frase "yo soy" es una afirmación velada de su divinidad. Así que el acontecimiento confirmará a los apóstoles en su fe. Se les pide que se aferren a su creencia en Él como Hijo de Dios, incluso cuando lo vean crucificado en la Cruz. Sabemos que los apóstoles huyeron, pero habrían recordado de antemano la advertencia de Nuestro Señor, y aunque sin duda estaban muy sacudidos, se habían reunido de nuevo como grupo en el momento de la Resurrección.

En la vida nos encontramos con muchas sorpresas, y algunas de ellas no las esperamos. Incluso podemos sufrir un revés que parece desastroso. Pero este descalabro no debe desconcertarnos; "no es el siervo más que su señor", dice Jesús, y ciertamente esas decepciones también nos ocurrirán a nosotros. Cada vez que la Cruz aparece en nuestra vida, debemos recordar las palabras de Nuestro Señor y reafirmar nuestra fe como discípulos suyos. Incluso podemos identificarnos con Él cuando somos defraudados por otros.

Inmediatamente antes de este episodio, Jesús había lavado los pies de sus discípulos, una tarea muy servicial, pero que solo realizaban los siervos en aquella época. También había ordenado que los apóstoles se sirvieran siempre unos a otros como le habían visto hacer. Hay que tratar de imaginar a Jesús arrodillado y tomando con cariño el talón del pie de Judas para lavarlo. Entonces las palabras del Salmo citado por Nuestro Señor, "el que de mi pan comía, alzó contra mí el calcañar" (Sal 41,9), adquieren un significado adicional más allá de lo metafórico. Es otra prueba y recordatorio de que nada queda fuera de los planes de Dios. Jesús sabía desde el principio lo que iba a suceder, y que era para la realización de nuestra salvación. Pase lo que pase en nuestras vidas, podemos estar seguros de que Dios convertirá todas las cosas en algo bueno para los que le aman (cf. Rm 8,28).
 Andrew Soane

 

Viernes de la 4° semana de Pascua (Jn 14,1-6). Jesús, camino y modelo del caminante.   “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida; nadie va al Padre, si no es a través de mí.” Jesús ha abierto el camino que conduce al cielo y nos ha preparado un lugar allí. Incluso nos acompañará por el camino.

 

Evangelio (Jn 14,1-6)

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios, creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas. De lo contrario, ¿os hubiera dicho que voy a prepararos un lugar? Cuando me haya marchado y os haya preparado un lugar, de nuevo vendré y os llevaré junto a mí, para que, donde yo estoy, estéis también vosotros. Y adonde yo voy, ya sabéis el camino.” Tomás le dijo: “Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podremos saber el camino?” “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” -le respondió Jesús- “nadie va al Padre si no es a través de mí.”
Comentario

"No se turbe vuestro corazón". Cuando Jesús dijo estas palabras a los apóstoles poco antes de su arresto, sabía exactamente lo que las próximas horas y días traerían, y la incertidumbre que significaría para los discípulos. Jesús pidió a los apóstoles que tuvieran fe en Él, y a través del texto inspirado nos pide también esta profunda confianza. La confianza en Nuestro Señor es el verdadero remedio para la preocupación y la ansiedad.

Jesús continúa: "En la casa de mi Padre hay muchas moradas". Se está refiriendo claramente al Cielo, y añade palabras que deben animarnos: "Os haya preparado un lugar". Hay un lugar designado para cada uno de nosotros. ¿No es ese un pensamiento tranquilizador, que el lugar ya está allí, si sólo ponemos nuestra confianza en Él y seguimos sus caminos?

Porque eso es lo siguiente que dice Jesús: "Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida; nadie va al Padre, si no es a través de mí". Todos estamos en un camino, el camino de la vida. Hay muchos desvíos y muchas calles laterales. Pero no hay que confundirse ni perderse, porque Jesús mismo es el verdadero camino que lleva al Padre, y a la vida eterna.

Puesto que Jesús mismo es el camino, llegaremos al destino siempre que nos mantengamos en él y avancemos, lo que significa identificarnos verdaderamente con las enseñanzas y el modo de vida que Nuestro Señor establece para sus seguidores. De hecho, los primeros cristianos eran conocidos como “seguidores del Camino" (cf. Hch 9,2; 19,23; 24,14 y 22).

Como escribe Santo Tomás de Aquino: "Si buscas por dónde has de ir, acoge en ti a Cristo, porque él es el camino (...) Es mejor andar por el camino, aunque sea cojeando, que caminar rápidamente fuera de camino. Porque el que va cojeando por el camino, aunque adelante poco, se va acercando a la meta" (Santo Tomás, Comentario al Evangelio de san Juan, cap. 14, lec. 2). Cada vez que tratamos de imitar a Nuestro Señor, lo estamos tomando como camino.

Además, al ir al Padre, nos envía el Espíritu Santo, que permanece con nosotros y nos guía, hasta el día en que iremos donde Él ha ido, y nos reuniremos con Él en la casa del Padre.

              Andrew Soane
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5 Semana de pascua

Domingo de la 5º semana de Pascua (Ciclo A: Jn 14,1-12) Yo soy el Camino
Domingo de la 5º semana de Pascua (Ciclo B: Jn 15, 1-8). Yo soy el Camino vivir la vida de Cristo.  “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada”. Cristo mismo quiere podarnos, para que vivamos su propia vida: pensar como Él, actuar como Él, ver el mundo y las cosas con los ojos de Jesús.
Domingo de la 5º semana de Pascua (Ciclo C: Jn 13, 31-33a. 34-35). Un mandamiento nuevo.
Lunes de la 5.ª semana de Pascua (Jn 14,21-26): mi alma es morada de Dios. “Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él”. Cuando nos esforzamos por seguir dócilmente la voz del Espíritu Santo, nuestra alma se llena de paz y de alegría.
Martes de la 5° semana de Pascua (Jn 14, 27-31a): la fe como fuente de paz. “La paz os dejo, mi paz os doy”. La fe es fuente de paz. Pero tener fe no es equivalente a pensar que todo es color de rosa, no es un optimismo dulzón: es tomarse en serio las consecuencias de la Cruz del Señor.
Miércoles de la 5.ª semana de Pascua (Jn 15, 1-18): ¿cuál es la gloria del Padre? “En esto es glorificado mi Padre, en que deis mucho fruto y seáis discípulos míos”. La gloria de Dios es que unas pobres criaturas den fruto.Y para dar fruto, hemos de buscar que Jesús no solo sea el fin de nuestras acciones, sino también el principio.
Jueves de la 5° semana de Pascua (Jn 15,9-11). obedecer es amar. “Os he dicho esto para que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría sea completa”. Jesús no se deja ganar en generosidad cuando ve nuestra determinación en obedecerle tal como Él obedeció al Padre.
Viernes de la 5° semana de Pascua (Jn 15,12-17). Amigos de todos. “No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros y os he destinado para que vayáis y deis fruto”. Jesús, al llamarnos, nos ha amado primero, para que llevemos el amor divino a nuestros iguales.
Sábado de la 5° semana de Pascua (Jn 15,18-21): no es el siervo más que su señor.   “Acordaos de las palabras que os he dicho: no es el siervo más que su señor”. En estos días santos, contemplamos al Señor, que se hace siervo de los hombres, y nos sentimos impulsados a seguirle incondicionalmente, sin miedo a la Cruz, participando de su Amor por toda la humanidad.

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Domingo de la 5º semana de Pascua (Ciclo A: Jn 14,1-12) Yo soy el Camino

 

Evangelio (Jn 14,1-12)

No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios, creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas. De lo contrario, ¿os hubiera dicho que voy a prepararos un lugar? Cuando me haya marchado y os haya preparado un lugar, de nuevo vendré y os llevaré junto a mí, para que, donde yo estoy, estéis también vosotros; adonde yo voy, sabéis el camino.
Tomás le dijo:
—Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podremos saber el camino?
—Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida —le respondió Jesús—; nadie va al Padre si no es a través de mí. Si me habéis conocido a mí, conoceréis también a mi Padre; desde ahora le conocéis y le habéis visto.
Felipe le dijo:
—Señor, muéstranos al Padre y nos basta.
—Felipe —le contestó Jesús—, ¿tanto tiempo como llevo con vosotros y no me has conocido? El que me ha visto a mí ha visto al Padre; ¿cómo dices tú: «Muéstranos al Padre»? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí? Las palabras que yo os digo no las hablo por mí mismo. El Padre, que está en mí, realiza sus obras. Creedme: Yo estoy en el Padre y el Padre en mí; y si no, creed por las obras mismas. En verdad, en verdad os digo: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y las hará mayores que éstas porque yo voy al Padre.

Comentario

El evangelio de este quinto domingo de Pascua recoge un fragmento del discurso de Jesús durante la Última Cena. Los discípulos están entristecidos por la inminente marcha del Maestro. Para consolarlos, el Señor les revela profundas verdades de fe que podemos meditar, mientras nos vamos acercando a la fiesta de Pentecostés.

En primer lugar, Jesús pide a los suyos que no se turben, que tengan fe, confíen en Él y en sus obras. Les habla entonces de lo que Él llama la “casa de mi Padre” en la que “voy a preparar un lugar para vosotros” (v. 2). No es malo pensar en el Cielo en medio de la tribulación. De hecho, “frecuentemente nos habla el Señor del premio que nos ha ganado con su Muerte y Resurrección –comenta san Josemaría a propósito de este pasaje–. El Cielo es la meta de nuestra senda terrena. Jesucristo nos ha precedido y allí, en compañía de la Virgen y de San José, a quien tanto venero, de los Ángeles y de los Santos, aguarda nuestra llegada”[1].

Con motivo de la pregunta de Tomás sobre cómo seguir a Jesús hacia donde Él va, el Maestro revela a sus discípulos que Él es “el Camino, la Verdad y la Vida” (v. 6). Sobre esta expresión misteriosa comentaba san Agustín que es como si Jesús le dijera a Tomás: “¿Por dónde quieres ir? Yo soy el Camino. ¿Adónde quieres ir? Yo soy la Verdad. ¿Dónde quieres permanecer? Yo soy la Vida. (…) Los sabios del mundo comprenden que Dios es vida eterna y verdad cognoscible; pero el Verbo de Dios, que es Verdad y Vida junto al Padre, se ha hecho Camino asumiendo la naturaleza humana”[2].

Por tanto, seguir a Jesús supone comprender el misterio de su Persona y su Misión. De hecho, el Papa Francisco decía que “el conocimiento de Jesús es el trabajo más importante de nuestra vida”[3]. Es necesario descubrir la íntima unión que existe entre el Hijo y el Padre. Esta verdad esencial es la que explica Jesús a Felipe: “Felipe, quien me ha visto a mí ha visto al Padre” (v. 9). Jesús es el camino porque todo en Él revela al Padre y nos une al Padre. Jesús ha hecho visible al Dios invisible y lo ha revelado a los hombres con todas sus obras y palabras[4]. Y lo hace con un rostro humano y cercano, que nos mira con amor y nos llama amigos, para que nos sea fácil conocerle, amarle y unirnos a Él.

Por último, podemos fijarnos en que Jesús une el conocimiento de su Persona a la verdad cuando dice “yo soy la verdad” (v. 6). Sobre este hecho el papa Francisco hacía una importante consideración: “Jesús es precisamente esto: la Verdad, que, en la plenitud de los tiempos, “se hizo carne” (Jn 1, 1.14), vino en medio de nosotros para que la conociéramos. La verdad no se aferra como una cosa, la verdad se encuentra. No es una posesión, es un encuentro con una Persona”[5].

Es como si Jesús nos dijera con todo este pasaje que en la casa de su Padre se verán colmados todos nuestros anhelos vitales y de conocimiento (vida y verdad), no porque lleguen a ser objetos de conquista y posesión propias, sino porque comprenderemos que la verdad y la vida confluyen en una Persona a la que se conoce y se ama. En la medida en que comprendemos y vivimos esto, avanzamos en el camino hacia el Padre por la identificación con su Hijo, hasta hacer sus mismas obras e “incluso mayores que estas”.

[1] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 220.
[2] San Agustín, Sermones 141-142.
[3] Papa Francisco, Homilía, 16 de mayo de 2014.
[4] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 516.
[5] Papa Francisco, Audiencia, 15 de mayo de 2013.

                Pablo M. Edo

 

Domingo de la 5º semana de Pascua (Ciclo B: Jn 15, 1-8). Yo soy el Camino vivir la vida de Cristo.  “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada”. Cristo mismo quiere podarnos, para que vivamos su propia vida: pensar como Él, actuar como Él, ver el mundo y las cosas con los ojos de Jesús.

Evangelio (Jn 15, 1-8)

«Yo soy la vid verdadera y mi Padre es el labrador. Todo sarmiento que en mí no da fruto lo corta, y todo el que da fruto lo poda para que dé más fruto. Vosotros ya estáis limpios por la palabra que os he hablado. Permaneced en mí y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo si no permanece en la vid, así tampoco vosotros si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada. Si alguno no permanece en mí es arrojado fuera, como los sarmientos, y se seca; luego los recogen, los arrojan al fuego y arden. Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queráis y se os concederá. En esto es glorificado mi Padre, en que deis mucho fruto y seáis discípulos míos».

Comentario

Jesucristo se está despidiendo de sus amigos íntimos. Le cuesta abandonar a los suyos.

Rodeado de los doce apóstoles, en la última cena, va desgranando las horas en un clima de gran intimidad. Les abre su corazón y les muestra la profundidad de su amor.

En otras ocasiones, les había hablado del Reino de los Cielos comparándolo con una viña que es arrendada a unos labradores. Ahora, introduce una novedad. Él es la vid.

No dice: “vosotros sois la vid”, ni tampoco “vosotros sois los labradores de la viña”.

Sino, “yo soy la vid, vosotros los sarmientos”. El hijo mismo, que en la parábola de la viña era el heredero, ahora se identifica con la vid. Ha entrado en la viña, en el mundo, y se ha hecho vid. Se ha dejado plantar en la tierra.

Con ello, Jesucristo les está mostrando la profundidad del Amor de Dios. La vid ya no es una criatura a la que Dios mira con amor. Él mismo se ha hecho vid, se ha identificado para siempre con la vid, con los hombres, con la vida de cada uno de nosotros.

Y, por ello, la vid ya nunca podrá ser arrancada, no podrá ser abandonada a los ladrones y furtivos. Pertenece definitivamente a Dios, porque el Hijo de Dios mismo vive en ella.

La promesa hecha a Abrahán, Isaac, Jacob, Moisés, David, los profetas, se ha hecho definitiva. Con su Encarnación, Dios se ha comprometido a sí mismo, su amor es irrevocable.

Pero, al mismo tiempo, la imagen de la vid y de los sarmientos nos habla de una exigencia de ese amor. Se dirige a cada uno de nosotros, reclamando una respuesta. Es preciso, entrar en esa corriente de amor; quitar, podar, purificar todo aquello que impide que esa corriente llegue hasta el último rincón de este mundo.

El viñador toma las tijeras de labranza y poda los sarmientos para que tengan más sol y luz, para que den racimos de uva sabrosa. Cristo mismo quiere podarnos, para que vivamos su propia vida. Quiere introducirnos en su Pasión, que la incorporemos en nuestra propia vida, que la encarnemos.

De esa manera, recibimos un nuevo modo de ser. La vida de Cristo se vuelve también la nuestra: podemos pensar como Él, actuar como Él, ver el mundo y las cosas con los ojos de Jesús.

Y como consecuencia, podemos amar a los demás como él lo ha hecho: en su corazón, desde su corazón, con su corazón. Y llevar así al mundo frutos de bondad, de caridad y de paz.

Este es el deseo de Jesucristo: arrancar nuestro corazón de piedra, y darnos un corazón de carne, lleno de vida, un corazón compasivo y misericordioso. Y nos pide que nos pongamos en sus manos llagadas, para que pueda quitar de nuestra vida lo que estorba, lo que nos separa de Dios.

Las pequeñas mortificaciones son, precisamente, un modo de decirle al Señor que nos quite soberbias, avaricias, enfados, iras, perezas, envidias, egoísmos, vanidades, rencores, impurezas. Dejamos que el Espíritu Santo vaya podando todo lo que no es vivir en Cristo. Hace que nuestro corazón tenga la medida del corazón de Jesucristo.

Si permitimos que la acción de Dios entre en nuestra vida, entonces permanecemos en su amor, damos fruto verdadero. Con nuestras pequeñas mortificaciones y actos de penitencia le estamos diciendo a Dios: “quiero vivir en ti, por ti, contigo”; “quiero hacer presente la fuerza de tu amor allí donde estoy”.

Por ello, no se trata de hacer grandes mortificaciones, sino de hacerlas con amor, pidiéndole al Señor que nos cambie el corazón y lo pongamos en los demás.

Cristo nos da así una vida enamorada. Hacemos nuestra su vida y su muerte, de manera que Él puede vivir en nosotros por el amor. Y nos hace capaces de seguir sus pasos, corredimiendo a todas las almas, llevando su vida redentora a todos los lugares donde nos encontramos (cfr. San Josemaría, Via Crucis, XIV Estación).

 

 

Domingo de la 5º semana de Pascua (Ciclo C: Jn 13, 31-33a. 34-35). Un mandamiento nuevo.

Evangelio (Jn 13, 31-33a. 34-35)

Cuando salió [Judas del cenáculo], dijo Jesús:
— Ahora es glorificado el Hijo del Hombre y Dios es glorificado en él. Si Dios es glorificado en él, también Dios le glorificará a él en sí mismo; y pronto le glorificará. Hijos, todavía estoy un poco con vosotros. (…) Un mandamiento nuevo os doy: que os améis unos a otros. Como yo os he amado, amaos también unos a otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor unos a otros.

Comentario

Jesús habla en el cenáculo con sus discípulos durante la Última Cena. Acaba de marcharse Judas Iscariote. El Maestro les anuncia que en ese momento comienza su triunfo y, al mismo tiempo, la glorificación del Padre: “Ahora es glorificado el Hijo del Hombre y Dios es glorificado en él”. No dice que sería glorificado después de su pasión, por medio de la resurrección, sino que afirma que su glorificación comenzó precisamente con la pasión. Gloria y cruz son inseparables.

A continuación, se dirige a ellos de un modo desacostumbrado: “Hijos, todavía estoy un poco con vosotros”. Es la única vez en el evangelio en que los denomina “hijos”, tratándolos como un padre a sus pequeños. Puede llamarlos así con verdad ya que –como había dicho Jesús mismo– “Yo y el Padre somos uno” (Jn 10,30), y “el Padre está en mí y yo en el Padre” (Jn 10,38). San Buenaventura explica teológicamente esta realidad diciendo que “entre las Personas divinas reina una suma y perfecta circumincessio”, en cuanto que “uno está en el otro y viceversa”, algo que en sentido propio y perfecto solamente sucede en Dios, ya que sólo entre las tres Personas de la Santísima Trinidad “se da la más alta unidad con distinción, de manera que es posible hacer esta distinción sin mezcla y esta unidad sin separación”[1].

A la vez, parece sugerirles que, de modo análogo a lo que sucede en Él, también entre ellos debe haber una misteriosa participación en esas relaciones entre de las Personas divinas, en virtud de la cual han de tener sentimientos de paternidad hacia sus hermanos. Si Jesucristo, que es “primogénito entre muchos hermanos” (Rm 8, 29) los llama “hijos”, también ellos han de tener con respecto a sus hermanos un corazón de padre.

San Josemaría, siguiendo esta enseñanza de Jesús, proponía, con gran sentido práctico: “Siguiendo el ejemplo del Señor, comprended a vuestros hermanos con un corazón muy grande, que de nada se asuste, y queredlos de verdad (...). Al ser muy humanos, sabréis pasar por encima de pequeños defectos y ver siempre, con comprensión maternal, el lado bueno de las cosas. De una manera gráfica y bromeando, os he hecho notar la distinta impresión que se tiene de un mismo fenómeno, según se observe con cariño o sin él. Y os decía –y perdonadme, porque es muy gráfico– que, del niño que anda con el dedo en la nariz, comentan las visitas: ¡qué sucio!; mientras su madre dice: ¡va a ser investigador! (…) Mirad a vuestros hermanos con amor y llegaréis a la conclusión –llena de caridad– de que ¡todos somos investigadores!”[2].

En ese momento de especial intimidad, Jesús añade: “Un mandamiento nuevo os doy: que os améis unos a otros. Como yo os he amado, amaos también unos a otros”. En el Antiguo Testamento ya se había formulado el precepto de amar. Pero ahora se añade algo nuevo: Jesús se presenta como modelo y fuente de ese amor. El suyo es un amor sin límites, universal, capaz de transformar incluso el dolor y las circunstancias negativas en ocasiones de amar. Amar así es el signo distintivo de sus discípulos. ¡Cuánto camino debemos recorrer aún para vivir como Jesús nos enseña!

“Debemos pedir al Señor –recuerda el Papa Francisco– que nos haga comprender bien esta ley del amor. Cuán hermoso es amarnos los unos a los otros como hermanos auténticos. ¡Qué hermoso es! Hoy hagamos una cosa: tal vez todos tenemos simpatías y no simpatías; tal vez muchos de nosotros están un poco enfadados con alguien; entonces digamos al Señor: Señor, yo estoy enfadado con este o con esta; te pido por él o por ella. Rezar por aquellos con quienes estamos enfadados es un buen paso en esta ley del amor. ¿Lo hacemos? ¡Hagámoslo hoy!”[3].

[1] S. Buenaventura, Sent. I, d.19, p.1, q.4.
[2] S. Josemaría, Carta 29-IX-1957, 35. Citado en Ernst Burkhart - Javier López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría: estudio de teología espiritual, vol. 2, Madrid, Rialp, 2011, pp. 331-332.
[3] Papa Francisco, Audiencia general, miércoles 12 de junio de 2013.

Francisco Varo

 

Lunes de la 5.ª semana de Pascua (Jn 14,21-26): mi alma es morada de Dios. “Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él”. Cuando nos esforzamos por seguir dócilmente la voz del Espíritu Santo, nuestra alma se llena de paz y de alegría.

Evangelio (Jn 14,21-26)

El que acepta mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama. Y el que me ama será amado por mi Padre, y yo le amaré y yo mismo me manifestaré a él.
Judas, no el Iscariote, le dijo:
—Señor, ¿y qué ha pasado para que tú te vayas a manifestar a nosotros y no al mundo?
Jesús le respondió:
—Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él. El que no me ama, no guarda mis palabras; y la palabra que escucháis no es mía sino del Padre que me ha enviado. Os he hablado de todo esto estando con vosotros; pero el Paráclito, el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre, Él os enseñará todo y os recordará todas las cosas que os he dicho.

Comentario

En la intimidad de la Última Cena, Jesús ofreció a sus discípulos algunas enseñanzas con sabor a despedida y a testamento final.

Jesús se refiere al profundo misterio de la presencia de Dios en el alma. En el Antiguo Testamento el Señor se dio a conocer progresivamente al pueblo de Israel y prometió permanecer en medio de él. Esta presencia estaba especialmente significada en el Santo de los Santos, el lugar más sagrado del templo de Jerusalén. Ahora Jesús anuncia una nueva forma de presencia en cada persona, con tal de que ame y guarde sus palabras, para hacerse así templo en el que Dios habita, como recordaba san Pablo a los primeros cristianos: “vosotros sois el templo de Dios vivo, según dijo Dios: Yo habitaré y caminaré en medio de ellos, y seré su Dios y ellos serán mi pueblo” (2 Co 6,16).

Esta presencia de Dios en el alma ha fascinado siempre a los santos, que se han sentido urgidos a corresponder a tanto amor de Dios por sus criaturas. Como explica san Josemaría, “la Trinidad se ha enamorado del hombre, elevado al orden de la gracia y hecho a su imagen y semejanza; lo ha redimido del pecado (…) y desea vivamente morar en el alma nuestra”[1]. ¿Somos conscientes habitualmente de esta verdad profunda, de esta presencia de Dios en nuestra alma en gracia? ¿Sabemos corresponder cada día con agradecimiento, con gestos de cariño y adoración? San Agustín aconsejaba: “En realidad Dios no está lejos. Tú eres el que hace que esté lejos. Ámalo y se te acercará; ámalo y habitará en ti. El Señor está cerca. No os inquietéis por cosa alguna”[2].

La presencia de Dios en el alma no puede separarse de la acción eficaz del Espíritu Santo. Por eso Jesús se refiere aquí a Él y lo llama el Paráclito. Este término griego significa literalmente el que camina en paralelo, mientras habla, sugiere y avisa. Por eso puede traducirse como “abogado” y “consolador”. Abogado porque intercede ante la justicia divina para obtener el perdón de nuestros pecados gracias a la pasión de Jesús; y también como “consolador” porque alivia nuestras aflicciones con sus sugerencias.

Cuando de verdad nos esforzamos por seguir dócilmente las sugerencias del Espíritu Santo, nuestra alma se llena de paz y de alegría, señales ciertas de la presencia divina, incluso en medio de las dificultades. Ojalá sepamos nosotros acudir siempre a esa presencia de Dios en el alma como una fuente de agua viva donde calmar toda nuestra sed, como la fuente donde recuperar una y otra vez la alegría y la paz que debemos llevar a todas partes.

[1] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 84.

[2] San Agustín, Sermón 21.
Pablo M. Edo 

 

Martes de la 5° semana de Pascua (Jn 14, 27-31a): la fe como fuente de paz. “La paz os dejo, mi paz os doy”. La fe es fuente de paz. Pero tener fe no es equivalente a pensar que todo es color de rosa, no es un optimismo dulzón: es tomarse en serio las consecuencias de la Cruz del Señor.

Evangelio (Jn 14, 27-31a)

“La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo. No se turbe vuestro corazón ni se acobarde. Habéis escuchado que os he dicho: «Me voy y vuelvo a vosotros». Si me amarais os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es mayor que yo. Os lo he dicho ahora antes de que suceda, para que cuando ocurra creáis. Ya no hablaré mucho con vosotros, porque viene el príncipe del mundo; contra mí no puede nada, pero el mundo debe conocer que amo al Padre y que obro tal y como me ordenó”.

Comentario

Todos los días, en la Santa Misa, escuchamos estas palabras que el sacerdote le dirige directamente a la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, que en ese momento ya se ha hecho presente en la Hostia Consagrada: “Señor Jesucristo, que dijiste a tus apóstoles, la paz os dejo, mi paz os doy, no tengas en cuenta nuestros pecados sino la fe de tu Iglesia”.

Esas palabras, con las que estamos tan familiarizados, nos pueden ayudar a profundizar en el sentido de lo que el Señor quiere transmitirle a sus apóstoles, y con ellos, también a nosotros.

Jesús quiere ayudarnos a entender que la fe es una profunda fuente de paz. Pero también quiere dejarnos claro que la fe no es pensar que todo va a salir bien: de hecho, pocas horas después el Señor estará colgado del madero de la Cruz.

Jesús lo que quiere es que confiemos en que Él es “la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo” (Juan 1, 9). Pero creer en la luz implica asumir la existencia de la oscuridad. Por eso, la fe no es pensar que todo es color de rosa, no es un optimismo dulzón: es tomarse en serio las consecuencias de la Cruz del Señor y no perder de vista que ahí está la respuesta a todas nuestras preguntas y perplejidades.

Por eso, cuando escuchamos esas palabras de la Santa Misa, podemos aprovechar para preguntarnos: ¿cómo es mi fe, esa fe que le pido al Señor que mire en lugar de mis pecados? Afortunadamente, no es una petición individual: le pedimos al Señor que mire la fe de su Iglesia. Y la fe de la Iglesia se nutre fundamentalmente de la Eucaristía, de los sacramentos, de la oración personal y comunitaria.

El Señor se dirigió a los apóstoles con estas palabras: “Os lo he dicho ahora antes de que suceda, para que cuando ocurra creáis”. A nosotros nos pide fe en algo que ya ocurrió, pero que sigue iluminando todas las realidades humanas con la misma fuerza del primer día.

Por eso, cuando nuestra fe flaquee y en consecuencia nos falte la paz, podemos acudir a María, Maestra de fe y Reina de la Paz, para que recordemos que Cristo no nos quiere dar algo que pertenece a este mundo: nos quiere hacer partícipes del amor con el que se aman las Personas de la Santísima Trinidad.

Luis Miguel Bravo

 

Miércoles de la 5.ª semana de Pascua (Jn 15, 1-18): ¿cuál es la gloria del Padre? “En esto es glorificado mi Padre, en que deis mucho fruto y seáis discípulos míos”. La gloria de Dios es que unas pobres criaturas den fruto.Y para dar fruto, hemos de buscar que Jesús no solo sea el fin de nuestras acciones, sino también el principio.

Evangelio (Jn 15, 1-18)

 

“Yo soy la vid verdadera y mi Padre es el labrador. Todo sarmiento que en mí no da fruto lo corta, y todo el que da fruto lo poda para que dé más fruto. Vosotros ya estáis limpios por la palabra que os he hablado. Permaneced en mí y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo si no permanece en la vid, así tampoco vosotros si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada. Si alguno no permanece en mí es arrojado fuera, como los sarmientos, y se seca; luego los recogen, los arrojan al fuego y arden. Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queráis y se os concederá. En esto es glorificado mi Padre, en que deis mucho fruto y seáis discípulos míos”.
Comentario

Comencemos por el final: “en esto es glorificado mi Padre: en que deis mucho fruto y seáis discípulos míos”.

La gloria de todo un Dios, Omnipotente, Omnisciente, Eterno, es que unas pobres criaturas den fruto. Suena descabellado, pero lo dijo Dios mismo.

Esto es así porque Dios es Padre. Es más: de Él procede toda paternidad (cfr. Efesios 3, 15).

No olvidemos nunca que la paternidad de Dios no es una metáfora que utilizamos para explicar su forma de actuar, acudiendo a una palabra humana que nos evoca ternura y protección. Es exactamente al revés: la paternidad es una palabra divina que nosotros hemos decidido utilizar para denominar también a nuestros progenitores.

De ese modo, entendemos que la gloria del Padre es que demos mucho fruto: para un padre no hay mayor anhelo ni mayor orgullo que la fecundidad de sus hijos. Verlos crecer, cumplir sus sueños, acometer proyectos, dejar una huella. A los padres y madres se les llena el pecho y la boca de orgullo cuando hablan de los logros de sus hijos.

Pues nuevamente hemos de decir que eso no es más que una imagen de lo que le sucede a Dios: utilizando nuestro pobre lenguaje humano, podemos afirmar que el Padre Eterno tiene el pecho henchido de regocijo cada vez que piensa en nosotros. Es el labrador que se empeña por todos los medios para ver fructificar su campo: “¿Qué más se puede hacer por mi viña, que no haya hecho yo?” (Isaías 5, 4).

Pero dar fruto tiene una condición ineludible: reconocer en Cristo a la vid y estar unidos a Él. Que nuestros pensamientos, que nuestros anhelos, que nuestros miedos, que toda nuestra vida pasen por su Corazón. Que no haya ni un acierto ni un fallo que no pasemos por el crisol de su Amor. Que no haya en nuestra intención ni el más mínimo atisbo de vanagloria. Que Jesús, Alfa y Omega, no solo sea el fin de nuestras acciones, sino también el principio.

¿Cómo vivir así? La respuesta es clara: con la intervención del Espíritu Santo. Su misión es moldear en nosotros la imagen de Cristo, que es el Hijo Amado en quien se regocija plenamente el Padre. Ese es el sentido de nuestra vida: que Dios Padre, al mirarnos, vea a Jesús. Pero eso requiere saber que a todo el que da fruto, lo poda para que dé más fruto. Ser discípulo de Cristo implica compartir su destino: en nuestro caso, abrazando la Cruz en las modestas ocasiones que nos ofrece la vida ordinaria.
Luis Miguel Bravo

 

 

Jueves de la 5° semana de Pascua (Jn 15,9-11). obedecer es amar. “Os he dicho esto para que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría sea completa”. Jesús no se deja ganar en generosidad cuando ve nuestra determinación en obedecerle tal como Él obedeció al Padre.

 

Evangelio (Jn 15,9-11)

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
—Como el Padre me amó, así os he amado yo. Permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Os he dicho esto para que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría sea completa.
Comentario

Permanecemos muy atentos a estas palabras de Jesús, pronunciadas durante la Última Cena. Son como su testamento espiritual, dirigido a sus discípulos más cercanos. Imaginamos su mirada que acompaña las confidencias que salen de lo más hondo de su corazón, para que queden grabadas en el nuestro. Jesús nos ha hablado también de la unión total entre Él y el Padre; por eso, el Amor del Padre y el del Hijo es el mismo. Un Amor que ha sido derramado en nuestros corazones (cf. Romanos 5,5), para que sea correspondido, pues amar es desear el bien del amado. Jesús, con su Amor, desea nuestro bien y nosotros, con ese mismo Amor, deseamos también su bien. ¡Qué importante es no salirse de esa corriente de amor!

Para ello, nos comprometemos a guardar los mandamientos de Jesús, que Él mismo ha practicado antes de predicarlos: la oración continua, las buenas obras hechas cara a Dios, el perdón a los enemigos, la pureza de corazón, la mirada limpia, la atención a las necesidades del otro como si fueran propias, el desprendimiento de los bienes terrenos, etc. Practicar todas estas enseñanzas, que podemos encontrar resumidas en el sermón de la montaña (cf. Mt 5-7), es permanecer en el amor de Dios.

Podemos pensar que valemos poco, y menos todavía nos parece valer lo que podemos hacer por corresponder al amor divino. Así lo consideraba San Josemaría en Camino: ¡Qué poco es una vida para ofrecerla a Dios!1, pero Jesús no espera grandes hazañas. Es más, siente un amor de predilección por los pequeños, incapaces de casi nada por sí mismos. Por eso nos consuela la parábola de los talentos: “Muy bien, siervo bueno y fiel; porque has sido fiel en lo poco, yo te confiaré lo mucho: entra en la alegría de tu señor” (Mateo 25,21), en el gozo inefable del amor divino. Nunca nos faltará la gracia del Espíritu Santo para permanecer fieles, y poder así rezar con el salmista: “Me enseñas la senda de la vida, saciedad de gozo en tu presencia, dicha perpetua a tu derecha” (Sal 16,11).

[1] San Josemaría, Camino, n. 420.

                 Joseph Boira

 

 

Viernes de la 5° semana de Pascua (Jn 15,12-17). Amigos de todos. “No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros y os he destinado para que vayáis y deis fruto”. Jesús, al llamarnos, nos ha amado primero, para que llevemos el amor divino a nuestros iguales.

 

Evangelio (Jn 15,12-17)

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
—Éste es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; a vosotros, en cambio, os he llamado amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he hecho conocer. No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca, para que todo lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo conceda. Esto os mando: que os améis los unos a los otros.

Comentario

Hace años se preguntaba Benedicto XVI en su primera encíclica: “¿Se puede mandar el amor?”[1]. Tantos lo consideran hoy un sentimiento, quizá el más noble, pero sujeto al fin y al cabo a los vaivenes del corazón humano. Pero podemos considerar ese amor primero en Dios hacia nosotros: “En la historia de amor que nos narra la Biblia, Él sale a nuestro encuentro, trata de atraernos, llegando hasta la Última Cena, hasta el Corazón traspasado en la cruz, hasta las apariciones del Resucitado y las grandes obras mediante las que Él, por la acción de los Apóstoles, ha guiado el caminar de la Iglesia naciente”[2]. En verdad, Jesús se ha manifestado como nuestro mejor amigo. Él encarna el oráculo del profeta: “Con amor eterno te he amado” (Jeremías 31,3).

En Jesús el amor no es frágil ni efímero. Es eterno, más fuerte que la muerte (cf. Cantar de los cantares 8,6). La amistad que Él nos ha manifestado, además de ser el mismo Amor increado, es también humana, un ejemplo que, con la gracia de Dios, es capaz de arrastrarnos para lanzarnos también nosotros a dar la vida por los demás, en multitud de detalles: escuchar, servir, aconsejar, perdonar, cuidar, etc., “especialmente a los hermanos en la fe” (Gálatas 6,10). Pero también “a todos” (ibid.), porque, con el amor de Cristo, todos pueden llegar a ser amigos: no solo aquellos con quienes más congeniamos; también quienes piensan de modo distinto, o actúan no conforme a nuestras expectativas. Cuando Judas entregó al Maestro con un beso, este le respondió: “Amigo, haz lo que has venido a hacer” (Mateo 26,50).

El Amor es prerrogativa de Dios, podríamos decir que Él tiene la “patente”: “No hay más amor que el Amor”, escribe San Josemaría[3]. El discípulo de Cristo, elegido por Dios con vocación divina, tiene esta hermosa carga: mientras va transformando su corazón a la medida del corazón del Maestro, aprende a querer a los demás y va produciendo los frutos sabrosos y duraderos del Amor de Dios en los demás.

[1] Benedicto XVI, Deus caritas est, n. 16.
[2] Ibid, n. 17.
[3] San Josemaría, Camino, n. 417.

                 Josep Boira

 

Sábado de la 5° semana de Pascua (Jn 15,18-21): no es el siervo más que su señor.   “Acordaos de las palabras que os he dicho: no es el siervo más que su señor”. En estos días santos, contemplamos al Señor, que se hace siervo de los hombres, y nos sentimos impulsados a seguirle incondicionalmente, sin miedo a la Cruz, participando de su Amor por toda la humanidad.

Evangelio (Jn 15,18-21)

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
—Si el mundo os odia, sabed que antes que a vosotros me ha odiado a mí. Si fuerais del mundo, el mundo os amaría como cosa suya; pero como no sois del mundo, sino que yo os escogí del mundo, por eso el mundo os odia. Acordaos de las palabras que os he dicho: no es el siervo más que su señor. Si me han perseguido a mí, también a vosotros os perseguirán. Si han guardado mi doctrina, también guardarán la vuestra. Pero os harán todas estas cosas a causa de mi nombre, porque no conocen al que me ha enviado.

Comentario

Hemos escuchado estos días a Jesús instruyendo a sus discípulos sobre el mandato del amor fraterno: ellos deben seguir el ejemplo que Él les ha dado, ejemplo que servirá para que el mundo conozca y acoja a Jesús y su mensaje salvador. Pero también les advierte de una fuerza contraria a ese amor, el odio, presente en el mundo. Jesús ha sido blanco de ese odio, y lo serán también sus discípulos. Pero no deben extrañarse ni atemorizarse. La persecución no es señal de maldición ni motivo para claudicar, más bien al contrario. Ya les había dicho el Maestro: “Bienaventurados cuando os injurien, os persigan y, mintiendo, digan contra vosotros todo tipo de maldad por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo” (Mateo 5,11).

El mundo, creado bueno por las manos amorosas de Dios, ha sufrido el influjo del maligno y de nuestros pecados y parece abocado al abismo. Pero por encima de todo, está la doctrina salvadora de Cristo: si los discípulos la proclaman fielmente, el mundo abandonará el camino del odio a su Creador y se salvará. Nos llenan de esperanza las palabras de Jesús a Nicodemo: “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en Él no perezca, sino que tenga vida eterna. Pues Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él” (Juan 3,16-17).

Ciertamente, como escribía San Josemaría, “el "non serviam" de Satanás ha sido demasiado fecundo”. Pero “–¿No sientes el impulso generoso de decir cada día, con voluntad de oración y de obras, un "serviam" –¡te serviré, te seré fiel!– que supere en fecundidad a aquel clamor de rebeldía?” (Camino, 413). Jesús nos invita a ser testigos suyos en medio del mundo, firmes en la fe, en la esperanza y en el amor. Y si en algún momento experimentamos rechazo al mensaje del Evangelio, recordemos las palabras del Maestro: “no es el siervo más que su señor”, y su firme promesa: “Al que venza le daré a comer del árbol de la vida que está en el paraíso de Dios” (Apocalipsis 2,7).

          Josep Boira

 

cruz

6 Semana de pascua

Domingo de la 6° después de Pascua (Ciclo A: Jn 14,15-21). Paráclito.
Domingo de la 6° después de Pascua (Ciclo B: Jn 15,9-17). Como Jesús nos ha amado. “Que os améis los unos a los otros como yo os he amado”. Solo en Cristo aprendemos lo que es el amor de verdad y solo de él obtenemos la capacitación para amarnos los unos a los otros. Permanecer en Cristo es abrirnos a él por la fe y modelar nuestra vida según la suya.
Domingo de la 6° después de Pascua(ciclo C: Jn 14,23-29) “Haremos morada en él”
Lunes de la 6° después de Pascua (Jn 15,26-27; 16,1-4): superar el miedo. “Cuando venga el Paráclito, que yo os enviaré desde el Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, Él dará testimonio de mí”. La promesa del envío del Espíritu Santo nos ayuda a superar cualquier miedo o dificultad que experimentemos al anunciar nuestra fe.
Martes de la 6° después de Pascua (Jn 16,5-11): ¿Por qué conviene que Jesús se vaya? “Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito”. Con el envío del Espíritu Santo, nos convertimos en templos del mismo Dios y podemos experimentar una relación íntima y maravillosa con Él.
Miércoles de la 6° después de Pascua (Jn 16,12-15): el Espíritu de Verdad. “Cuando venga Él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa”. El amor a la sagrada Escritura y el conocimiento de la fe de la Iglesia que nos muestra su sentido nos ayudará a conocer a Cristo con mayor profundidad.
Jueves de la 6° después de Pascua (Jn 16,16-20): siempre alegres. “Pero vuestra tristeza se convertirá en alegría”. Jesús resucitado sigue diciendo a los cristianos de hoy: ya no hay motivos para estar tristes. Alegres siempre en la esperanza.
Viernes de la 6° después de Pascua (Jn 16,20-23): la mujer que dio a luz la Vida.  “Pero os volveré a ver y se os alegrará el corazón, y nadie os quitará vuestra alegría”. Jesús, sentado a la derecha del Padre, nos mira continuamente, y nosotros, con un empeño renovado por estar siempre en su presencia, nos sabemos hijos de Dios, y, por eso, permanecemos siempre alegres.
Sábado de la 6° después de Pascua (Jn 16,23-28): en mi nombre. “Ese día pediréis en mi nombre”. Recemos con mayor fe el Padrenuestro, la oración del Señor para nosotros, pidiendo con fe a Dios, en nombre de Jesús, que siempre y en todo hagamos su voluntad.


***

 


Domingo de la 6° después de Pascua (Ciclo A: Jn 14,15-21). Paráclito.

Evangelio (Jn 14,15-21)

Si me amáis, guardaréis mis mandamientos; y yo rogaré al Padre y os dará otro Paráclito para que esté con vosotros siempre: el Espíritu de la verdad, al que el mundo no puede recibir porque no le ve ni le conoce; vosotros le conocéis porque permanece a vuestro lado y está en vosotros. No os dejaré huérfanos, yo volveré a vosotros. Todavía un poco más y el mundo ya no me verá, pero vosotros me veréis porque yo vivo y también vosotros viviréis. Ese día conoceréis que yo estoy en el Padre, y vosotros en mí y yo en vosotros. El que acepta mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama. Y el que me ama será amado por mi Padre, y yo le amaré y yo mismo me manifestaré a él.

Comentario

Estas palabras nos introducen en ese clima de intimidad con el que Jesús abría su corazón a los Apóstoles durante la última cena.

Comienza diciendo algo claro y exigente: “Si me amáis, guardaréis mis mandamientos” (v. 15). Dios no es veleidoso, ni sus mandamientos son ocurrencias arbitrarias para imponer su autoridad. Al contrario, son expresión del amor con el que un buen Padre enseña a sus hijos cómo comportarse para ser felices. Ciertamente, en algunas situaciones ajustarse a lo que Dios manda resulta costoso. De hecho, “en las discusiones sobre los nuevos y complejos problemas morales, puede parecer como si la moral cristiana fuese en sí misma demasiado difícil: ardua para ser comprendida y casi imposible de practicarse. Esto es falso –respondía San Juan Pablo II–, porque –en términos de sencillez evangélica– consiste fundamentalmente en el seguimiento de Jesucristo, en el abandonarse a él, en el dejarse transformar por su gracia y ser renovados por su misericordia (…). El seguimiento de Cristo clarificará progresivamente las características de la auténtica moralidad cristiana y dará, al mismo tiempo, la fuerza vital para su realización. (…) Quien ama a Cristo observa sus mandamientos”[1]. La justa correspondencia al amor que recibimos de Dios reclama dejarse querer, y eso no consiste en otra cosa que en guardar fielmente todo lo que ha mandado. Así lo dice Jesús confidencialmente a sus discípulos: “el que acepta mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama” (v. 21).

Jesús es consciente del esfuerzo que supone guardar sus mandamientos, pero nos asegura que contaremos con una ayuda inestimable: “yo rogaré al Padre y os dará otro Paráclito para que esté con vosotros siempre” (v. 16). La palabra Paráclito viene del griego parakletós, un término que significa uno llamado al lado para ayudar – un consolador, defensor o abogado. Es alguien invitado a caminar junto a nosotros, que nos acompaña, nos advierte de los obstáculos, nos defiende, pero, a la vez, va hablándonos suavemente, confortando, sugiriendo, animando… El Paráclito es un fiel compañero inseparable.

Jesús mismo no dejará nunca de ser nuestro parakletós, como lo prometió a los discípulos: “no os dejaré huérfanos, yo volveré a vosotros” (v. 18). Pero, además de él, promete “otro Paráclito para que esté con vosotros siempre” (v. 16). Se refiere al Espíritu Santo. “En efecto, el primer Paráclito -son palabras de Benedicto XVI- es el Hijo encarnado, que vino para defender al hombre del acusador por antonomasia, que es satanás. En el momento en que Cristo, cumplida su misión, vuelve al Padre, el Padre envía al Espíritu como Defensor y Consolador, para que permanezca para siempre con los creyentes, habitando dentro de ellos. Así, entre Dios Padre y los discípulos se entabla, gracias a la mediación del Hijo y del Espíritu Santo, una relación íntima de reciprocidad: ‘yo estoy en el Padre, y vosotros en mí y yo en vosotros’, dice Jesús (v. 20)[2]”.

“Meditando estas palabras de Jesús –nos dice el Papa Francisco–, nosotros hoy percibimos ser el Pueblo de Dios en comunión con el Padre y con Jesús mediante el Espíritu Santo. (…) El Señor hoy nos llama a corresponder generosamente a la llamada evangélica, al amor, poniendo a Dios en el centro de nuestra vida y dedicándonos al servicio de los hermanos, especialmente a los más necesitados de apoyo y consuelo”[3].

[1] S. Juan Pablo II, Enc. Veritatis splendor, n. 119.
[2] Benedicto XVI, Homilía, 27 abril de 2008.
[3] Papa Francisco, Regina coeli, 21 de mayo de 2017.

                Francisco Varo

 

Domingo de la 6° después de Pascua (Ciclo B: Jn 15,9-17). Como Jesús nos ha amado. “Que os améis los unos a los otros como yo os he amado”. Solo en Cristo aprendemos lo que es el amor de verdad y solo de él obtenemos la capacitación para amarnos los unos a los otros. Permanecer en Cristo es abrirnos a él por la fe y modelar nuestra vida según la suya.

Evangelio (Jn 15,9-17)

Como el Padre me amó, así os he amado yo. Permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Os he dicho esto para que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría sea completa. Éste es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; a vosotros, en cambio, os he llamado amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he hecho conocer. No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca, para que todo lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo conceda. Esto os mando: que os améis los unos a los otros.

Comentario

En el contexto de la Última Cena, Jesús profundiza en su enseñanza sobre la naturaleza del amor, al que, una y otra vez, pone en relación con la vida y la alegría. El pasaje de la misa de hoy está precedido por el de la vid y los sarmientos: estos, unidos a la vid, reciben de ella la vida y la capacidad de dar fruto. Quien pone en movimiento todo ese proceso es el labrador, que es el Padre. En Cristo, los sarmientos se unen al Padre y reciben del Padre. Estar unidos a la vid es estar unidos a Cristo, permanecer en él. Y permanecer en él significa permanecer en sus palabras: escucharlas activamente y hacerlas vida propia. De ahí surgirá un fruto abundante, motivo de alegría para el Padre, para el Hijo y para los unidos a Cristo; en todo ello será glorificado el Padre: el mundo podrá presenciarlo como amor y como vida.

¿Y cómo permanecemos unidos a Jesucristo? Por la fe y el amor. ¿Y qué pone en movimiento nuestro amor? El amor recibido. El que no ha sido amado no sabe qué es el amor, aunque ese amor esté en su interior, porque solo se despierta ante la experiencia del amor recibido. Del amor dirigido “a mí”. En Jesús vemos cómo ese amor de Dios, ya experimentado de algún modo en la naturaleza y en la historia de Israel, por ejemplo, aunque como un amor “más abstracto”, dirigido a toda la humanidad o a un pueblo concreto, ahora viene “a mí”. Cuando oramos con la vida de Jesús, experimentamos ese amor personal, ese amor extraordinario, que se acerca a todos y cada uno de nosotros, que se acerca a mí en concreto. Experimentamos su mirada amorosa. Así lo expresa San Pablo: “Vivo, pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí. Y la vida que vivo ahora en la carne la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Ga 2,20).

Ese amor es un cierto conocimiento, porque abre de par en par nuestro ser a la comprensión de que solo en él nos unimos a la fuente de la vida que es el Padre. Cristo, el Hijo, permanece en el amor del Padre, y no puede ser de otro modo, por la total apertura, aceptación y entrega –identificación de su voluntad–, que tiene con el Padre. En Cristo vemos que identificarse con la voluntad del Padre –amar al Padre– no es algo ajeno a lo que somos, sino que es precisamente el camino para ser realmente nosotros, para alcanzar nuestra plenitud. Las palabras de Jesús que nos ofrece el evangelio de hoy nos están diciendo que los mandamientos del Padre no son algo ajeno a nosotros, algo que viene de fuera, sino que son como nuestro ADN espiritual: nos recuerdan quiénes somos, de qué estamos hechos, aquello a lo que aspiramos.

En el corazón de ese ADN espiritual está el mandamiento del amor mutuo, pero de un amor cuya medida solo podemos captar mirando a Cristo. Hoy día se usa la palabra amor para muchas cosas y, en cierto modo, su sentido ha quedado diluido. El amor que hemos conocido y experimentado en Cristo es amor dádiva, amor don, amor entrega, amor servicio. Jesús nos ha mirado como el Padre nos mira, nos ha amado como el Padre nos ama. Nos ha llamado “amigos”. Ojalá tuviéramos ilusión por mirar así a quienes nos rodean, ilusión por profundizar en lo que significa esa “amistad”. Jesús quiere compartir con nosotros lo que él comparte con el Padre. Nos abre su corazón para derramar en el nuestro sus gracias. Como hace el Padre, él ha puesto su mirada en nosotros antes de que nosotros la hayamos puesto en él. Esto es un “amor primero”. Amor que se ha afincado en nuestros corazones por el bautismo.

¿Qué significa que él nos ha elegido? Significa que él se ha acercado a nosotros cuando nosotros estábamos lejos. Significa que ha venido a sanar nuestro corazón y a abrir lo que estaba cerrado. Éramos como una semilla incapaz de abrirse, de morir para dar paso a la planta e iniciar así un proceso de vida que ya no deja de crecer y expandirse. Para iniciar algo que permanece. Sólo en Cristo somos capaces de aprender lo que es el amor y de amarnos unos a otros, porque en él hemos tenido una luz que nos ha iluminado, nos ha abierto, nos ha empujado a ir, como él, al encuentro de los demás. Todo cristiano está llamado a ser emisario de ese amor primero, el amor de Cristo, para los que le rodean. Somos eslabón de la instauración del Reino de Dios en los corazones.
Juan Luis Caballero

 

Domingo de la 6° después de Pascua (ciclo C: Jn 14,23-29) “Haremos morada en él”

Evangelio (Jn 14,23-29)

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
—Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él. El que no me ama, no guarda mis palabras; y la palabra que escucháis no es mía sino del Padre que me ha enviado. Os he hablado de todo esto estando con vosotros; pero el Paráclito, el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre, Él os enseñará todo y os recordará todas las cosas que os he dicho.

La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo. No se turbe vuestro corazón ni se acobarde. Habéis escuchado que os he dicho: «Me voy y vuelvo a vosotros». Si me amarais os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es mayor que yo. Os lo he dicho ahora antes de que suceda, para que cuando suceda creáis.

Comentario

En la intimidad de la Última Cena, Jesús ofreció a sus discípulos algunas enseñanzas con sabor a despedida y a testamento final, como las que recoge el evangelio de este sexto domingo de Pascua.

En primer lugar, Jesús se refiere al profundo misterio de la presencia de Dios en el alma. En el Antiguo Testamento el Señor se dio a conocer progresivamente al pueblo de Israel y prometió permanecer en medio de él. Esta presencia estaba especialmente significada en el Santo de los Santos, el lugar más sagrado del templo de Jerusalén. Ahora Jesús anuncia una nueva forma de presencia en cada persona, con tal de que ame y guarde sus palabras, para hacerse así templo en el que Dios habita, como recordaba san Pablo a los primeros cristianos: “vosotros sois el templo de Dios vivo, según dijo Dios: Yo habitaré y caminaré en medio de ellos, y seré su Dios y ellos serán mi pueblo” (2 Co 6,16).

Esta presencia de Dios en el alma ha fascinado siempre a los santos, que se han sentido urgidos a corresponder a tanto amor de Dios por sus criaturas. Como explica san Josemaría, “la Trinidad se ha enamorado del hombre, elevado al orden de la gracia y hecho a su imagen y semejanza; lo ha redimido del pecado (…) y desea vivamente morar en el alma nuestra”[1]. ¿Somos conscientes habitualmente de esta verdad profunda, de esta presencia de Dios en nuestra alma en gracia? ¿Sabemos corresponder cada día con agradecimiento, con gestos de cariño y adoración? San Agustín aconsejaba: “En realidad Dios no está lejos. Tú eres el que hace que esté lejos. Ámalo y se te acercará; ámalo y habitará en ti. El Señor está cerca. No os inquietéis por cosa alguna”[2].

La presencia de Dios en el alma no puede separarse de la acción eficaz del Espíritu Santo. Por eso Jesús se refiere aquí a Él y lo llama el Paráclito. Este término griego significa literalmente el que camina en paralelo, mientras habla, sugiere y avisa. Por eso puede traducirse como “abogado” y “consolador”. Abogado porque intercede ante la justicia divina para obtener el perdón de nuestros pecados gracias a la pasión de Jesús; y también como “consolador” porque alivia nuestras aflicciones con sus sugerencias. A propósito de este pasaje, los Padres de la Iglesia explican que la ausencia física de Jesús ante nuestros ojos permite precisamente esta acción eficaz de su Espíritu en nuestros corazones. Allí el Paráclito nos “recordará” las palabras de Jesús, como Él mismo anuncia a sus discípulos, y nos sugerirá a la vez amarlas y seguirlas, “inspirando invisiblemente el Espíritu de la verdad la ciencia de lo divino en el entendimiento”[3].

Cuando de verdad nos esforzamos por seguir dócilmente las sugerencias del Espíritu Santo, nuestra alma se llena de paz y de alegría, señales ciertas de la presencia divina, incluso en medio de las dificultades. De aquí que Jesús se refiera también al fruto primerizo que obtendría con su pasión y con el que se presentó resucitado: la paz. No la paz que ofrece el mundo, la vida cómoda, sino la paz de Cristo, fruto de la cruz y de la lucha. Por eso, dice san Josemaría, “¡cuántas contrariedades desaparecen, cuando interiormente nos colocamos bien próximos a ese Dios nuestro, que nunca abandona! Se renueva, con distintos matices, ese amor de Jesús por los suyos, por los enfermos, por los tullidos, que pregunta: ¿qué te pasa? Me pasa... Y, en seguida, luz o, al menos, aceptación y paz”[4].. Ojalá sepamos nosotros acudir siempre a esa presencia de Dios en el alma como una fuente de agua viva donde calmar toda nuestra sed, como la fuente donde recuperar una y otra vez la alegría y la paz que debemos llevar a todas partes.

[1] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 84.

[2] San Agustín, Sermón 21.

[3] Dídimo, De Spiritu Sancto, en Catena áurea.

[4] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 249.
Pablo M. Edo

 

Lunes de la 6° después de Pascua (Jn 15,26-27; 16,1-4): superar el miedo. “Cuando venga el Paráclito, que yo os enviaré desde el Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, Él dará testimonio de mí”. La promesa del envío del Espíritu Santo nos ayuda a superar cualquier miedo o dificultad que experimentemos al anunciar nuestra fe.

Evangelio (Jn 15,26-27; 16,1-4)

En aquel tiempo, Jesús habló así a sus discípulos: «Cuando venga el Paráclito, que yo os enviaré desde el Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, Él dará testimonio de mí. Pero también vosotros daréis testimonio, porque estáis conmigo desde el principio. Os he dicho esto para que no os escandalicéis. Os expulsarán de las sinagogas. E incluso llegará la hora en que todo el que os mate piense que da culto a Dios. Y esto lo harán porque no han conocido ni al Padre ni a mí. Os he dicho esto para que, cuando llegue la hora, os acordéis de que ya os lo había dicho».

Comentario

En el Evangelio que la Iglesia nos propone considerar hoy, el Señor habla a sus discípulos con realismo de las dificultades a las que se tendrán que enfrentar por el hecho de ser sus testigos y de anunciar su palabra.

Como expresaba san Josemaría, «la enseñanza cristiana sobre el dolor no es un programa de consuelos fáciles. Es, en primer término, una doctrina de aceptación de ese padecimiento, que es de hecho inseparable de toda vida humana» [1].

En el mundo que nos ha tocado vivir -que no difiere tanto del que conocieron los primeros discípulos del Señor- a veces puede resultarnos complicado llevar una vida coherente con nuestra identidad de hijos de Dios que buscan poner a Cristo en la cumbre de toda actividad humana.

En ocasiones, incluso podemos sentir temor ante las consecuencias de nuestras decisiones por vivir nuestra fe: «los miedos son una fuerza incontrolada en nuestro interior (…) Generan tensión y angustia, nos quitan mucha libertad, nos encierran en la timidez y el retraimiento o, por el contrario, hacen situarnos a la defensiva y reaccionar con agresividad» [2].

Pero el Señor, frente al miedo que nos atenaza nos ofrece algo que lo supera con creces: el Consolador, el Espíritu Santo, aquel que da testimonio de Dios en todo momento, porque es el mismo Dios.

Acudamos con frecuencia al Espíritu Santo para que nos ayude a vencer estos temores y afrontar cada día con la esperanza de los hijos de Dios.

[1]. San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 186.
[2] Jutta Burgraff, La libertad vivida con la fuerza de la fe

                    Pablo Erdozáin

 

 

Martes de la 6° después de Pascua (Jn 16,5-11): ¿Por qué conviene que Jesús se vaya? “Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito”. Con el envío del Espíritu Santo, nos convertimos en templos del mismo Dios y podemos experimentar una relación íntima y maravillosa con Él.

 

Evangelio (Jn 16,5-11)

En aquel tiempo, Jesús habló así a sus discípulos: «Pero ahora me voy a Aquel que me ha enviado, y ninguno de vosotros me pregunta: ‘¿Adónde vas?’. Sino que por haberos dicho esto vuestros corazones se han llenado de tristeza. Pero yo os digo la verdad: Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré: y cuando Él venga, convencerá al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio; en lo referente al pecado, porque no creen en mí; en lo referente a la justicia porque me voy al Padre, y ya no me veréis; en lo referente al juicio, porque el Príncipe de este mundo está juzgado»

Comentario

En la intimidad de la Última Cena, el Señor, que sabe que sus discípulos le abandonarán durante su pasión y muerte en la Cruz, les ofrece la promesa del envío del Espíritu Santo, el Abogado y Consolador.

Puede sorprendernos un poco la firmeza con la que Jesús les dice que conviene que se vaya, porque si no, no vendrá el Espíritu a ellos (cfr. v. 7). No sabemos muy bien si los apóstoles entenderían ese “irse” del Señor como algo definitivo, en clara referencia a su muerte o a la posterior Ascensión, pero en cualquier caso no les agradaría la idea de “perder” para siempre a su Maestro.

Como los apóstoles, también nosotros en ocasiones no entendemos el modo de actuar de Dios en nuestra vida, en la de los demás o incluso en el mundo y en la Historia.

En esas ocasiones, podemos recordar la enseñanza de san Pablo: «todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios, de los que son llamados según su designio» (Rm 8,28). Y es que lo mejor para sus discípulos en ese momento era que viniera el Paráclito.

              Pablo Erdozáin

 

Miércoles de la 6° después de Pascua (Jn 16,12-15): el Espíritu de Verdad. “Cuando venga Él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa”. El amor a la sagrada Escritura y el conocimiento de la fe de la Iglesia que nos muestra su sentido nos ayudará a conocer a Cristo con mayor profundidad.

Evangelio (Jn 16,12-15)

En aquel tiempo, Jesús habló así a sus discípulos: «Mucho tengo todavía que deciros, pero ahora no podéis con ello. Cuando venga Él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa; pues no hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga, y os anunciará lo que ha de venir. Él me dará gloria, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso he dicho: Recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros».

Comentario

Los cuatro versículos que conforman el Evangelio de hoy poseen una gran carga teológica. En ellos -especialmente en los vv. 14-15-, se descubren algunos aspectos del misterio de la Santísima Trinidad, como la igualdad de las tres divinas personas, al decir que todo lo que tiene el Padre es del Hijo, que todo lo que tiene el Hijo es del Padre, y que el Espíritu Santo posee también aquello que es común al Padre y al Hijo, es decir, la esencia divina.

Por otro lado, el Señor se refiere al Espíritu Santo como aquel que les guiará hasta la verdad completa (v. 13).

Es verdad que los apóstoles conocían ya a Cristo e incluso habían sido enviados por Él para hablar y predicar en su nombre. También nosotros, cristianos, conocemos a Cristo, al menos a un cierto nivel.

Sin embargo, en ocasiones, como expresaba el papa Benedicto a los jóvenes reunidos en ocasión de la Jornada Mundial de la Juventud en Colonia, podemos tener la tentación de convertir la religión en un producto de consumo, en el que escogemos solo lo que nos gusta. Esa religión a la "medida de cada uno" a la postre no nos ayuda. Es cómoda, pero en el momento de crisis nos abandona a nuestra suerte [1]. Y esta misma frase del papa emérito no pierde sentido si hacemos el ejercicio de sustituir religión por Verdad...

[1]. Cfr. Benedicto XVI, Homilía, 21-VIII-2005.

                Pablo Erdozáin

 

Jueves de la 6° después de Pascua (Jn 16,16-20): siempre alegres. “Pero vuestra tristeza se convertirá en alegría”. Jesús resucitado sigue diciendo a los cristianos de hoy: ya no hay motivos para estar tristes. Alegres siempre en la esperanza.

Evangelio (Jn 16,16-20)

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
— Dentro de un poco ya no me veréis, y dentro de otro poco me volveréis a ver.
Sus discípulos se decían unos a otros:
— ¿Qué es esto que dice: “Dentro de un poco”? No sabemos a qué se refiere.
Jesús conoció que se lo querían preguntar y les dijo:
— Intentáis averiguar entre vosotros lo que he dicho: “Dentro de un poco no me veréis, y dentro de otro poco me volveréis a ver”. En verdad os digo que lloraréis y os lamentaréis, y en cambio el mundo se alegrará; vosotros estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría.

Comentario

Como en otras ocasiones, cuando se trata del misterio pascual de Jesús, los discípulos no entienden las palabras del Maestro, y tienen reparo en preguntarle abiertamente. Así se comportan en los anuncios explícitos de la pasión: “Pero ellos no entendían sus palabras y temían preguntarle” (Marcos 9,32). Más aún si las mismas palabras tienen ya algo de enigmático: “Dentro de un poco ya no veréis”. En verdad, los discípulos no quieren separarse del Maestro, ni se sienten preparados para esa ausencia; y se quedan inquietos y temerosos. Podrían gritar con el salmista: “Pero Tú, Señor, no te alejes. Fuerza mía, date prisa en socorrerme” (Salmo 22,20).

Pero Jesús, como siempre, se hace cargo de la debilidad de sus discípulos, que se manifestará en llanto, profunda tristeza, y lo que es peor, en ser blanco del desprecio. Hasta el mismo día de la resurrección, los discípulos, incrédulos ante el testimonio de las mujeres, permanecían encerrados, atenazados por el miedo. Por fin, “al ver al Señor, los discípulos se alegraron” (Juan 20,20). Se hace realidad en ellos, y de modo grandioso, lo que habían dicho muchas veces mientras rezaban con los salmos: “Has cambiado mi llanto en danza, has desatado mi saco y me has vestido de alegría” (Salmo 30,12). Una alegría que estará llena de valentía cuando reciban la fuerza del Espíritu Santo. Entonces serán capaces, incluso, de gloriarse en las tribulaciones (cf. Romanos 5,3), de alegrarse por sufrir ultrajes por causa del nombre de Jesús (cf. Hechos de los Apóstoles 5,41).

La resurrección del Señor es un hecho histórico que no ha perdido novedad. Somos los cristianos de hoy herederos de aquella primera alegría, de aquel primer impulso, y portadores de esa gran noticia. En nuestra vida corriente, aunque notemos a menudo el peso de las dificultades, tengamos siempre en nuestro horizonte la presencia viva del Hijo de Dios, que nos mantiene alegres en la esperanza. Como nos exhorta San Josemaría, “la alegría de un hombre de Dios, de una mujer de Dios, ha de ser desbordante: serena, contagiosa, con gancho...; en pocas palabras, ha de ser tan sobrenatural, tan pegadiza y tan natural, que arrastre a otros por los caminos cristianos [1].

[1]. San Josemaría, Surco, n. 60.

           Josep Boira

 

Viernes de la 6° después de Pascua (Jn 16,20-23): la mujer que dio a luz la Vida.  “Pero os volveré a ver y se os alegrará el corazón, y nadie os quitará vuestra alegría”. Jesús, sentado a la derecha del Padre, nos mira continuamente, y nosotros, con un empeño renovado por estar siempre en su presencia, nos sabemos hijos de Dios, y, por eso, permanecemos siempre alegres.

Evangelio (Jn 16,20-23)

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
— En verdad, en verdad os digo que lloraréis y os lamentaréis, y en cambio el mundo se alegrará; vosotros estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría. La mujer, cuando va a dar a luz, está triste porque ha llegado su hora, pero una vez que ha dado a luz un niño, ya no se acuerda del sufrimiento por la alegría de que ha nacido un hombre en el mundo. Así pues, también vosotros ahora os entristecéis, pero os volveré a ver y se os alegrará el corazón, y nadie os quitará vuestra alegría. Ese día no me preguntaréis nada.

Comentario

Jesús encarece a sus discípulos para que no se vengan abajo al experimentar la tristeza y el desprecio, pruebas por las que hay que pasar para llegar al gozo final. El mismo Pedro, que se acobardó por ser reconocido como discípulo del Maestro y luego lloró amargamente su pecado (cf. Lucas 22,54-62), alabará la actitud valiente de los primeros cristianos: “Por eso os alegráis, aunque ahora, durante algún tiempo, tengáis que estar afligidos por diversas pruebas” (1 Pedro 1,6).

La mujer que va a dar a luz asume su sufrimiento pues sabe que es camino para una nueva vida. Es bien expresiva esta imagen y tiene la fuerza de evocar momentos destacados de la historia de la salvación. Ya Dios había dicho a la primera mujer después del primer pecado: “Multiplicaré los dolores de tus embarazos; con dolor darás a luz tus hijos” (Génesis 3,16). Pero también Dios, en aquel trágico momento, dijo al instigador del pecado: “Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo” (Génesis 3,15). Y en la plenitud de los tiempos vino Jesús, nacido de mujer (cf. Ga 4,4). María, Madre y Virgen, lo dio a luz sin dolor. Pasado el tiempo, al pie de la Cruz, le llegó a María “su hora”: experimentó el dolor de ser Madre, haciendo suyo el dolor del Hijo. Pasó a ser así medianera de la Redención. No hubo dolor como su dolor (cf. Lamentaciones 1,12), pues estuvo colmado por un amor capaz de cooperar en dar a luz para la vida cristiana a millones y millones de hombres y mujeres de todas las razas, de todos los tiempos.

Llenos de fe, también nosotros nos sabemos mirados por Cristo resucitado, y renacidos por medio del Bautismo, vivimos la vida de los hijos de Dios. Podemos experimentar las pruebas del dolor y la aflicción, pero no queremos que nada ni nadie nos robe la alegría, como a menudo nos ha recordado el Papa Francisco. Vienen al caso las palabras con las que encabezaba su primera Exhortación apostólica: “La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús” [1].

[1]. Francisco, Evangelii gaudium, n. 1.

                Josep Boira

 

Sábado de la 6° después de Pascua (Jn 16,23-28): en mi nombre. “Ese día pediréis en mi nombre”. Recemos con mayor fe el Padrenuestro, la oración del Señor para nosotros, pidiendo con fe a Dios, en nombre de Jesús, que siempre y en todo hagamos su voluntad.

Evangelio (Jn 16,23-28)

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
— En verdad, en verdad os digo: si le pedís al Padre algo en mi nombre, os lo concederá. Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre; pedid y recibiréis, para que vuestra alegría sea completa. Os he dicho todo esto con comparaciones. Llega la hora en que ya no hablaré con comparaciones, sino que claramente os anunciaré las cosas acerca del Padre. Ese día pediréis en mi nombre, y no os digo que yo rogaré al Padre por vosotros, ya que el Padre mismo os ama, porque vosotros me habéis amado y habéis creído que yo salí de Dios. Salí del Padre y vine al mundo; de nuevo dejo el mundo y voy al Padre.

Comentario

Varias comparaciones empleó Jesús en su predicación para exhortar a la petición perseverante a Dios: la fe como un grano de mostaza, la parábola de la viuda y el juez injusto, la del amigo inoportuno... Ahora, sin comparaciones, revela que toda petición ha de ir dirigida al Padre en el nombre de Jesús. Sorprendidos se quedarían los discípulos al escuchar “en mi nombre”. Era como decirles: “Yo soy el Nombre de Dios”. En Él tienen al Hijo de Dios, que está en plena comunión con Dios Padre. Así lo enseñaba San Pablo a Timoteo: “Porque uno solo es Dios y uno solo también el mediador entre Dios y los hombres: Jesucristo hombre” (1 Timoteo 2,5).

Los discípulos, sobre todo en el rezo de los Salmos, ya pedían confiadamente a Dios, le alababan y le daban gracias, invocando el nombre del Señor: “Alabaré al Señor por su justicia, y cantaré al Nombre del Señor Altísimo” (Salmos 7,18). “Me alegro, me regocijo en Ti, y canto salmos a tu Nombre, ¡oh Altísimo! (Salmos 9,3). “Que el Señor te escuche el día de la angustia, que te proteja el Nombre del Dios de Jacob. (...) Unos confían en los carros, otros en los caballos; nosotros invocamos el Nombre del Señor, nuestro Dios”. (Salmos 20,2.8). Y habían aprendido de labios del mismo Jesús el mejor modo de orar: “Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu Nombre”. Ahora descubrían que ese Nombre del Señor es “Jesús”, quien les está hablando, en quien pueden depositar toda su confianza.

Toda nuestra oración ha de tener ese recorrido: al Padre, “por Jesucristo nuestro Señor”, como ya hacemos continuamente en la oración litúrgica. Quizá a menudo notamos que nos falta fe, y hacemos nuestra la petición de los Apóstoles: “Auméntanos la fe” (Lucas 17,5), y crece nuestra unión con Él, hasta rezar cada vez con mayor convicción: “hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”. San Josemaría rezaba a menudo, y dejó escrita con énfasis, esta primordial oración de petición: "Hágase, cúmplase, sea alabada y eternamente ensalzada la justísima y amabilísima Voluntad de Dios, sobre todas las cosas. –Amén. –Amén" [1].

[1]. San Josemaría, Camino, n. 691.

               Josep Boira

 

cruz

Ascensión

 

Solemnidad de la Ascensión  (Ciclo A: Mt 28,16-20) Id al mundo entero
Solemnidad de la Ascensión del Señor (Ciclo B: Mc 16, 15-20): la Ascensión del Señor. “Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura”. Al igual que a los discípulos que estuvieron con Jesucristo el día de su Ascensión, el Señor nos reúne cada día en su corazón. Y quiere servirse de cada uno para dar al mundo esa alegría verdadera que le falta. Quiere que seamos testigos de lo que hemos visto y oído, de sus llagas, de su Amor.
Solemnidad de la Ascensión del Señor (Ciclo C: Lc 24,46-53) La Ascensión

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Solemnidad de la Ascensión  (Ciclo A: Mt 28,16-20) Id al mundo entero

 

Evangelio (Mt 28,16-20)

Los once discípulos marcharon a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Y en cuanto le vieron le adoraron; pero otros dudaron. Y Jesús se acercó y les dijo:
—Se me ha dado toda potestad en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo cuanto os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo.

Comentario

Como broche final a su evangelio, san Mateo incluye el “mandato misionero” con el que Jesús envía a los discípulos a evangelizar y bautizar a todas las gentes, porque todos pueden ya beneficiarse de los frutos de la redención. Y en su última aparición, el Señor, “a la vista de ellos, fue elevado al cielo, hasta que una nube se lo quitó de sus ojos” (Hch 1,9), como narra la primera lectura en la liturgia de la solemnidad de hoy.

El mandato misionero del resucitado no va dirigido solo a los primeros discípulos, sino que es tarea y misión para todos: “A nosotros, los cristianos, nos corresponde anunciar en estos días, a ese mundo del que somos y en el que vivimos, el mensaje antiguo y nuevo del Evangelio”[1], recordaba san Josemaría.

Y decía también que la mayoría de los cristianos debemos “llevar a Cristo a todos los ámbitos donde se desarrollan las tareas humanas: a la fábrica, al laboratorio, al trabajo de la tierra, al taller del artesano, a las calles de las grandes ciudades ylos senderos de montaña”[2]. San Josemaría invitaba por eso a sentir el mandato misionero en primera persona: “Id, predicad el Evangelio… Yo estaré con vosotros…” —Esto ha dicho Jesús… y te lo ha dicho a ti”[3].

La fiesta de la Ascensión es una buena ocasión para renovar nuestro afán apostólico y el deseo de llevar almas al cielo, donde Jesús glorioso nos espera y que aprendemos de los primeros discípulos. Ellos se enfrentaban a la difícil tarea de cristianizar el mundo entero, plagado de civilizaciones que aún no conocían el evangelio y de ideologías y obstáculos de todo tipo. Pero lejos de desalentarse, los apóstoles estaban llenos de confianza en Jesús resucitado y victorioso, quien les dijo claramente: “se me ha dado toda potestad en el cielo y la tierra” (v. 18), “y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (v. 20).

Como decía el Papa Francisco, “la Ascensión nos recuerda esta asistencia de Jesús y de su Espíritu que da confianza, da seguridad a nuestro testimonio cristiano en el mundo. Nos desvela por qué existe la Iglesia: la Iglesia existe para anunciar el Evangelio. ¡Solo para eso! Y también, la alegría de la Iglesia es anunciar el Evangelio. La Iglesia somos todos nosotros bautizados. Hoy somos invitados a comprender mejor que Dios nos ha dado la gran dignidad y la responsabilidad de anunciarlo al mundo, de hacerlo accesible a la humanidad. Esta es nuestra dignidad, este es el honor más grande para cada uno de nosotros, ¡de todos los bautizados!”[4].

Por otro lado, nos dice el evangelio que cuando el Resucitado se mostró a los discípulos, “en cuanto le vieron, lo adoraron” (v. 17). Esta actitud reverencial ante el Señor será también nuestra fuerza en la tarea de la evangelización. Dice santo Tomás de Aquino que “lo que admiran mucho los hombres lo divulgan luego, porque de la abundancia del corazón habla la boca (Mt 12,34)”[5]. Si sabemos adorar al Señor con devoción y agradecimiento, si le damos al Resucitado el homenaje que merece, nuestro testimonio ante los hombres será más auténtico y eficaz, porque brotará de un corazón lleno de Dios, como el de los primeros discípulos y las santas mujeres.

[1] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 132.
[2] Ídem, n. 105.
[3] San Josemaría, Camino, n. 904.
[4] Papa Francisco, Regina coeli, 28 de mayo de 2017.
[5] Santo Tomás de Aquino, Catena áurea, Glosa in Mc 1,23-28.

                  Pablo M. Edo

 

Solemnidad de la Ascensión del Señor (Ciclo B: Mc 16, 15-20): la Ascensión del Señor. “Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura”. Al igual que a los discípulos que estuvieron con Jesucristo el día de su Ascensión, el Señor nos reúne cada día en su corazón. Y quiere servirse de cada uno para dar al mundo esa alegría verdadera que le falta. Quiere que seamos testigos de lo que hemos visto y oído, de sus llagas, de su Amor.

Evangelio (Mc 16, 15-20)

Y les dijo: — Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura. El que crea y sea bautizado se salvará; pero el que no crea se condenará. A los que crean acompañarán estos milagros: en mi nombre expulsarán demonios, hablarán lenguas nuevas, agarrarán serpientes con las manos y, si bebieran algún veneno, no les dañará; impondrán las manos sobre los enfermos y quedarán curados. El Señor, Jesús, después de hablarles, se elevó al cielo y está sentado a la derecha de Dios. Y ellos, partiendo de allí, predicaron por todas partes, y el Señor cooperaba y confirmaba la palabra con los milagros que la acompañaban.

Comentario

Cuarenta días después de la Resurrección, Jesucristo vuelve a reunirse con sus discípulos, los hombres y mujeres que le habían acompañado a lo largo de los tres últimos años, sus amigos íntimos.

Salen de Jerusalén camino de Betania. Atraviesan las calles y plazas de la ciudad y se dirigen al monte de los olivos.

En un momento dado, Jesús se para, los reúne en torno a él y les da un último mandato: “Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura”. Les mira y elevándose se despide bendiciéndoles.

Ellos, llenos de alegría, vuelven a la ciudad santa y desde allí comienzan a predicar la buena nueva por todo el mundo.

Ahora bien, ¿cómo es posible que unos hombres y mujeres atemorizados, sin grandes cualidades, se lancen a semejante aventura? ¿Cómo es posible que vuelvan a Jerusalén llenos de alegría, si Jesucristo acaba de despedirse de ellos?

Lo lógico hubiera sido que estuvieran más desconcertados y más tristes. El mundo en el que viven no ha cambiado, Jesús se ha ido definitivamente y además les ha encargado una tarea aparentemente irrealizable. Deben ser testigos del amor de Dios por los hombres, testigos de su pasión, muerte y resurrección. Empezando por Jerusalén, la ciudad que lo ha condenado a muerte, el lugar del fracaso. Hasta los confines del mundo. Ese mundo alejado de Dios.

Y sin embargo, todo eso no les llena ni de desconcierto ni de tristeza. Todo lo contrario.

¿Por qué para ellos es un orgullo ser discípulos de Cristo? ¿Por qué no es una carga esa tarea?

Porque Jesucristo es su amigo íntimo, porque saben que Él está con ellos, que Él es fiel a sus promesas. Han aprendido a fiarse de Él. No ponen su confianza en ellos, ni en sus fuerzas, ni en sus capacidades.

La Ascensión del Señor no es un “adiós”, un “hasta luego”, sino, paradójicamente, un “me quedo”. Ellos se fían de la promesa hecha por Jesucristo: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20). No dudan de su presencia en ellos y, de modo central, en la Eucaristía.

Ellos no se sienten gran cosa, conocedores de sus miserias, debilidades, falta de talento y capacidades. Pero saben que Cristo ha resucitado, que su Amor es más poderoso. Han aprendido que es Dios quien da el crecimiento. De ahí su alegría y entusiasmo.

Una alegría que se traduce en un abrirse en abanico para llevar ese Amor hasta el último rincón del mundo. Los discípulos del Señor eran hombres y mujeres a los que Dios confió todos los hombres. Y esa tarea les colmó de una alegría aún mayor.

Su vida estuvo llena de sufrimientos y dificultades. Pero siempre vivieron en la alegría del Señor. Reflejaban en su rostro la gloria del Señor: el brillo de su rostro enamorado.

Al igual que a los discípulos que estuvieron con Jesucristo el día de su Ascensión, Jesucristo nos reúne cada día en su corazón. Estamos bajo la protección de sus manos, en la inmensidad de su Amor. Y quiere servirse de cada uno para dar al mundo esa alegría verdadera que le falta. Quiere que seamos testigos de lo que hemos visto y oído, de sus llagas, de su Amor. Que con Él nada se pierde: trabajo, descanso, familia, amigos, pasado, presente, futuro, en Él todo adquiere eternidad.

También nos ha elegido y nos ha confiado a todos los hombres: a nuestros padres, hermanos, familiares, amigos, compañeros de trabajo, la humanidad entera.

El apostolado es una consecuencia lógica de la alegría de estar con Jesús. Como enseña san Josemaría, “el apostolado es amor de Dios, que se desborda, dándose a los demás. La vida interior supone crecimiento en la unión con Cristo, por el Pan y la Palabra. Y el afán de apostolado es la manifestación exacta, adecuada, necesaria, de la vida interior. Cuando se paladea el amor de Dios se siente el peso de las almas”[1].

Ellas nos necesitan. Necesitan de nuestra alegría para que, a través de ella, descubran a Jesús en sus vidas. En nuestro quehacer cotidiano, en nuestras miradas limpias, en nuestras conversaciones llenas de comprensión, en nuestros afanes por servir, comprender, animar y perdonar, Jesucristo resucitado se hace presente llenándolo todo de su alegría. Este mundo, no tan distinto del mundo de los hombres y mujeres que acompañaron al Señor, necesita de cristianos que lleven en su rostro ese brillo de un Dios enamorado.

[1] San Josemaría, “La Ascensión del Señor a los cielos”, Es Cristo que pasa, n. 122a.

                Luis Cruz

 


Solemnidad de la Ascensión del Señor (Ciclo C: Lc 24,46-53) La Ascensión

Evangelio (Lc 24,46-53)

Y [Jesús] les dijo:
— Así está escrito: que el Cristo tiene que padecer y resucitar de entre los muertos al tercer día, y que se predique en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las gentes, comenzando desde Jerusalén. Vosotros sois testigos de estas cosas. Y sabed que yo os envío al que mi Padre ha prometido. Vosotros permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de la fuerza de lo alto.
Los sacó hasta cerca de Betania y levantando sus manos los bendijo. Y mientras los bendecía, se alejó de ellos y comenzó a elevarse al cielo. Y ellos le adoraron y regresaron a Jerusalén con gran alegría. Y estaban continuamente en el Templo bendiciendo a Dios.

 

Comentario

En estas palabras de Jesús, con las que termina el Evangelio según san Lucas, se compendian los grandes temas que están en el corazón de la fe y la misión de la Iglesia: Cristo murió y venció la muerte, para que todos se salven. El «éxodo» del que Jesús hablaba con Moisés y Elías en la transfiguración (cf. Lc 9,31), se ha cumplido en Jerusalén. Desde allí envía a los apóstoles, revestidos con la fuerza de aquel «al que mi Padre ha prometido», es decir, el Espíritu Santo, a predicar en todo el mundo la conversión para el perdón de los pecados (vv. 46-49).

Ellos fueron testigos de «todas estas cosas» (v. 48), ya que vieron la crucifixión y a Jesús Resucitado, así que pueden entender las Escrituras que hablan del misterio de Cristo, del Hijo de Dios hecho hombre, muerto por nosotros y resucitado, vivo para siempre y garantía de nuestra vida eterna. «Este es el testimonio –hecho no sólo de palabras sino también con la vida cotidiana, dice el Papa Francisco–, el testimonio que cada domingo debería salir de nuestras iglesias para entrar durante la semana en las casas, en las oficinas, en la escuela, en los lugares de encuentro y de diversión, en los hospitales, en las cárceles, en las casas para ancianos, en los lugares llenos de inmigrantes, en las periferias de la ciudad... Este testimonio nosotros debemos llevarlo cada semana: ¡Cristo está con nosotros; Jesús subió al cielo, está con nosotros; Cristo está vivo!»[1].

«Los sacó hasta cerca de Betania y levantando sus manos los bendijo. Y mientras los bendecía, se alejó de ellos y comenzó a elevarse al cielo. Y ellos le adoraron y regresaron a Jerusalén con gran alegría» (vv. 50-52). La reacción de los Apóstoles es sorprendente, lo más lógico es que se sintieran desconcertados y abrumados, porque Jesús se estaba separando definitivamente de ellos y se quedaban solos en la tierra, con una tarea por delante que superaba por completo sus fuerzas y capacidades, y, a la vez, debiendo afrontar las mismas dificultades con las que se había encontrado el Maestro, Además, si todas las despedidas son penosas, el adiós definitivo de Jesús en este mundo, los debería haber llenado de tristeza. Sin embargo, ¿cómo es posible que «regresaran con gran alegría» (v. 52)?

Benedicto XVI hace notar que si los discípulos vuelven alegres es porque «no se sienten abandonados; no creen que Jesús se haya como disipado en un cielo inaccesible y lejano. Evidentemente, están seguros de una presencia nueva de Jesús. (…) La alegría de los discípulos después de la “ascensión” corrige nuestra imagen de este acontecimiento. La “ascensión” no es un marcharse a una zona lejana del cosmos, sino la permanente cercanía que los discípulos experimentan con tal fuerza que les produce una alegría duradera»[2].

A la vez, están alegres porque son conscientes del gran bien que esa Ascensión trae consigo para toda la humanidad que, en Cristo, está llamada a participar de la gloria de la divinidad. Por eso, dice San León Magno, «cuando el Señor subió al cielo, los apóstoles no sólo no experimentaron tristeza alguna, sino que se llenaron de gran gozo. Y es que en realidad fue motivo de una inmensa e inefable alegría el hecho de que la naturaleza humana, en presencia de una santa multitud, ascendiera por encima de la dignidad de todas las criaturas celestiales, (…) por encima de los mismos arcángeles, sin que ningún grado de elevación pudiera dar la medida de su exaltación, hasta ser recibida junto al Padre, entronizada y asociada a la gloria de aquel con cuya naturaleza divina se había unido en la persona del Hijo»[3]. Con la Ascensión de Jesús se alimenta nuestra esperanza de participar también en la plenitud de vida junto a Dios en la gloria celestial.

[1] Papa Francisco, Regina coeli, Domingo 8 de mayo de 2016.
[2] Joseph Ratzinger - Benedicto XVI, Jesús de Nazaret. Desde la Entrada en Jerusalén hasta la Resurrección (Encuentro, Madrid 2011), cap. 9.
[3] S. León Magno, Sermo 1 de ascensione Domini, 4.

                   Francisco Varo

 

cruz

Semana despúes de Ascensión 

Lunes de la 7° semana de Pascua (Jn 16, 29-33): luchar acompañados. “No estoy solo porque el Padre está conmigo”. Jesús nos invita a reflexionar sobre la importancia de sabernos acompañados siempre por Dios, especialmente cuando tengamos que luchar contra tentaciones, obstáculos y dificultades que puedan apartarnos del camino.
Martes de la 7° semana de Pascua (Jn 17,1-11a): los que guardan las palabras de Dios. “He manifestado tu nombre a los que me diste del mundo. Tuyos eran, Tú me los confiaste y ellos han guardado tu palabra”. Como los apóstoles, también nosotros queremos guardar las palabras de Dios y descubrir en ellas luz para nuestra vida, fuerza para nuestra labor diaria, protección en las dificultades.
Miércolesde la 7° semana de Pascua (Jn 17, 11-19): para que seamos uno. Guarda en tu nombre a aquellos que me has dado, para que sean uno como nosotros”. La Trinidad quiere convocarnos, a todos sin excepción, a participar de su mismo amor. El Señor nos pide que vivamos la caridad con todos, porque ese es el fruto sabroso de su Cruz.
Jueves de la 7° semana de Pascua (Jn 17,20-26): quiero que vengan conmigo. “Padre, los que tú me has dado, quiero que donde yo esté estén también conmigo”. Jesús manifiesta a su Padre el deseo de llevarnos con Él a gozar para siempre del Cielo. Pidámosle ser fieles a su Voluntad y no separarnos nunca de Él.
Viernes de la 7° semana de Pascua (Jn 21,15-19): participar del perdón de Dios.  “Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero”. Con estas palabras san Pedro renovó su amor y su decisión de ser un discípulo fiel del Señor. La fuerza del pecado y sus consecuencias destructivas no pudieron frente al amor incondicional del Señor y a su respuesta humilde y generosa.
Sábado de la 7° semana de Pascua (Jn 21,20-25): acudir a Cristo, la fuente inagotable de vida.   “Hay además otras muchas cosas que hizo Jesús. Si se escribieran una por una, pienso que ni todo el mundo bastaría para contener los libros que se escribieran”. Profundizar en la persona de Jesucristo hasta dejarle que se convierta en el centro de nuestra vida es una tarea gozosa a la que todo cristiano está llamado a llevar a cabo en su vida.

 

***

Lunes de la 7° semana de Pascua (Jn 16, 29-33): luchar acompañados. “No estoy solo porque el Padre está conmigo”. Jesús nos invita a reflexionar sobre la importancia de sabernos acompañados siempre por Dios, especialmente cuando tengamos que luchar contra tentaciones, obstáculos y dificultades que puedan apartarnos del camino.

Evangelio (Jn 16, 29-33)

En aquel tiempo, dijeron los discípulos a Jesús:
—Ahora sí que hablas con claridad y no usas ninguna comparación: ahora vemos que lo sabes todo, y no necesitas que nadie te pregunte; por eso creemos que has salido de Dios.
—¿Ahora creéis? —les dijo Jesús—. Mirad que llega la hora, y ya llegó, en que os dispersaréis cada uno por su lado, y me dejaréis solo, aunque no estoy solo porque el Padre está conmigo. Os he dicho esto para que tengáis paz en mi. En el mundo tendréis sufrimientos, pero confiad: yo he vencido al mundo.

Comentario

Nos encontramos en la última cena y los apóstoles están atentos a cada una de las palabras del Señor, aunque hacen grandes esfuerzos por captar su sentido. Esta comprensión a medias quizá explique la satisfacción que experimentan cuando finalmente creen entender lo que está diciendo Jesús “Ahora sí que hablas con claridad y no usas ninguna comparación” (v. 29).

Las palabras claras que oyen les permiten confiar y creer que Jesús venía de Dios. Pero el Señor quiere apartarlos de una comprensión de la fe superficial y les recuerda que aún no han superado todas las tentaciones: “¿Ahora creéis? —les dijo Jesús—. Mirad que llega la hora, y ya llegó, en que os dispersaréis cada uno por su lado, y me dejaréis solo” (v. 32). Y más adelante repite que en el mundo tendrán luchas y sufrimientos (cf. v. 33).

Las palabras de Jesús señalan una verdad que experimentamos casi a diario. Para conservar nuestra fe pura y fuerte es necesario luchar contra nuestras malas inclinaciones, contra las circunstancias que en ocasiones nos proponen valores distintos a los de Dios, contra las tentaciones del demonio, etc.

Sin embargo, junto con el problema, el evangelio de hoy nos ofrece la solución: Jesús nos recuerda que lo importante en la lucha es saberse acompañados realmente por nuestro Padre Dios. Muchas veces, lo más difícil no es tanto lo que nos toca sufrir sino el hecho de tener que hacerlo solos y con nuestras propias fuerzas.

La Presencia de Dios en nuestros corazones no cambiará siempre las dificultades en sí, sino nuestra actitud ante ellas. El Señor quiere hacerse presente en nuestras vidas para regalarnos una paz que solo Dios sabe dar. Por eso, en los momentos en que sintamos con más fuerza el peso de la tentación pueden servirnos las palabras que el mismo Jesús pronunció: “No estoy solo porque el Padre está conmigo” (v. 32).

                        Martín Luque

 

Martes de la 7° semana de Pascua (Jn 17,1-11a): los que guardan las palabras de Dios. “He manifestado tu nombre a los que me diste del mundo. Tuyos eran, Tú me los confiaste y ellos han guardado tu palabra”. Como los apóstoles, también nosotros queremos guardar las palabras de Dios y descubrir en ellas luz para nuestra vida, fuerza para nuestra labor diaria, protección en las dificultades.

Evangelio (Jn 17,1-11a)

Jesús, después de pronunciar estas palabras, elevó sus ojos al cielo y dijo:
—Padre, ha llegado la hora. Glorifica a tu Hijo para que tu Hijo te glorifique; ya que le diste potestad sobre toda carne, que él dé vida eterna a todos los que Tú le has dado. Ésta es la vida eterna: que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien Tú has enviado. Yo te he glorificado en la tierra: he terminado la obra que Tú me has encomendado que hiciera. Ahora, Padre, glorifícame Tú a tu lado con la gloria que tuve junto a Ti antes de que el mundo existiera.
»He manifestado tu nombre a los que me diste del mundo. Tuyos eran, Tú me los confiaste y ellos han guardado tu palabra. Ahora han conocido que todo lo que me has dado proviene de Ti, porque las palabras que me diste se las he dado, y ellos las han recibido y han conocido verdaderamente que yo salí de Ti, y han creído que Tú me enviaste. Yo ruego por ellos; no ruego por el mundo sino por los que me has dado, porque son tuyos. Todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío, y he sido glorificado en ellos.
»Ya no estoy en el mundo, pero ellos están en el mundo y yo voy a Ti.

Comentario

Al dirigirse al Padre, Jesús se refiere a sus discípulos como aquellos que “han guardado” la palabra de Dios (cfr. Juan 17, 6). En efecto, hacía ya tres años que los apóstoles habían empezado a oír las palabras divinas que venían de los labios de Jesús. «Sobre tu palabra echaré las redes» (Lucas 5,5) le dijo un día Pedro a Jesús, y gracias a esa confianza milagrosamente pudo sacar sus redes repletas de peces. Los apóstoles habían sido atraídos hacia el Maestro por la fuerza de su palabra y así se les abrió un mundo nuevo, lleno de esperanza.

Nosotros también queremos ser de esos que guardan la palabra de Dios. Aquellos que no se conforman con una visión superficial del mundo, del hombre y su destino. Cuidamos la palabra cuando meditamos sobre ella en nuestra oración personal y nos preguntamos: ¿qué me quiere decir Jesús con el pasaje de la Misa de hoy? ¿qué me dice con ese comentario que me hizo un amigo y que no me dejó indiferente? ¿qué me sugiere a través de las oportunidades y problemas que encuentro en mi familia?

Las palabras de Jesús también nos cuidan. Si dejamos que crezcan en nuestro corazón se convierten en un árbol cuya sombra nos ofrece refugio y descanso. Cada uno puede tener un elenco de frases de la Escritura que le gustan especialmente: frases de los Salmos, de los Evangelios, de las cartas de san Pablo, etc. Esas frases nos sirven para hacer nuestra oración personal, recobrar ánimo en medio de las dificultades, pedir luz para juzgar problemas, etc.

Si guardamos las palabras de Jesús podemos permanecer en el mundo sin miedo, porque sabemos que todo fue hecho por Él mismo, el Verbo Divino. Nos damos cuenta de que todo tiene un sentido, y que nuestro camino se dirige hacia «la libertad gloriosa de los hijos de Dios» (Romanos 8,21).

                         Rodolfo Valdés

 

Miércolesde la 7° semana de Pascua (Jn 17, 11-19): para que seamos uno. Guarda en tu nombre a aquellos que me has dado, para que sean uno como nosotros”. La Trinidad quiere convocarnos, a todos sin excepción, a participar de su mismo amor. El Señor nos pide que vivamos la caridad con todos, porque ese es el fruto sabroso de su Cruz.

Evangelio (Jn 17, 11-19)

En aquel tiempo, levantando los ojos al cielo, oró Jesús diciendo:
“Padre Santo, guarda en tu nombre a aquellos que me has dado, para que sean uno como nosotros. Cuando estaba con ellos yo los guardaba en tu nombre. He guardado a los que me diste y ninguno de ellos se ha perdido, excepto el hijo de la perdición, para que se cumpliera la Escritura. Pero ahora voy a Ti y digo estas cosas en el mundo, para que tengan mi alegría completa en sí mismos.
Yo les he dado tu palabra, y el mundo los ha odiado porque no son del mundo, lo mismo que yo no soy del mundo.
No pido que los saques del mundo, sino que los guardes del Maligno. No son del mundo lo mismo que yo no soy del mundo. Santifícalos en la verdad: tu palabra es la verdad. Lo mismo que Tú me enviaste al mundo, así los he enviado yo al mundo. Por ellos yo me santifico, para que también ellos sean santificados en la verdad”.

Comentario

Escuchamos hoy la continuación del pasaje de ayer: ese momento excelso, la llamada oración sacerdotal, en el cual Jesús abre de par en par las puertas de su Corazón y revela de un modo inédito la unión profundísima que hay entre Él y su Padre.

Pero, aunque eso es ya de por sí sublime, la revelación va más allá: la Trinidad quiere convocarnos, a todos sin excepción, a participar de ese mismo amor.

Estas palabras del Señor, recogidas en los versículos de hoy, son estremecedoras: “para que sean uno como nosotros”. La unidad, producto de la caridad entre los apóstoles, debe ser un reflejo del amor Trinitario.

Las consecuencias de que esto se viva bien no son menores. Mañana leeremos la continuación de este pasaje, donde encontramos una clave de lectura: “que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que Tú me has enviado” (Juan 17, 21). La unidad entre los apóstoles es una condición para que el mundo llegue a creer en Cristo. Y no es solamente por una cuestión de credibilidad exterior o de hacer más verosímil el mensaje: Cristo vino a dar la vida “por los hijos de Dios que estaban dispersos” (Juan 11, 52). Es decir, el Señor derramó su sangre para congregarnos, para unirnos, para que no haya más divisiones.

Por eso es tan importante el amor entre padres e hijos, esposos, hermanos, colegas, amigos. El Señor nos pide que vivamos la caridad con todos, porque ese es el fruto sabroso de su Cruz. Despreciar al hermano, dejarnos llevar por el orgullo en las relaciones humanas, equivale a dejar perder lo que Cristo nos ha ganado.

Es por eso por lo que san Juan, que nos transmite esas palabras vibrantes de Jesús en su evangelio, puede afirmar con convicción: “El que no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve” (1 Juan 4, 20).

No quiere decir que tengamos que tener el mismo grado de simpatía por todas las personas. Quiere decir que el Señor espera de nosotros que le permitamos iluminar cada una de nuestras relaciones y vínculos. Esa fue la experiencia de san Josemaría, que nos enseña que “amar en cristiano significa querer querer, decidirse en Cristo a buscar el bien de las almas sin discriminación de ningún género” (Amigos de Dios, 231). Por eso, “si amas al Señor, no habrá criatura que no encuentre sitio en tu corazón” (Camino, 316).
Luis Miguel Bravo

 

Jueves de la 7° semana de Pascua (Jn 17,20-26): quiero que vengan conmigo. “Padre, los que tú me has dado, quiero que donde yo esté estén también conmigo”. Jesús manifiesta a su Padre el deseo de llevarnos con Él a gozar para siempre del Cielo. Pidámosle ser fieles a su Voluntad y no separarnos nunca de Él.

Evangelio (Jn 17,20-26)

En aquel tiempo, Jesús, alzando los ojos al cielo, dijo: «Padre santo, no ruego sólo por éstos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí, para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado. Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno, y el mundo conozca que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí.

Padre, los que tú me has dado, quiero que donde yo esté estén también conmigo, para que contemplen mi gloria, la que me has dado, porque me has amado antes de la creación del mundo. Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero yo te he conocido y éstos han conocido que tú me has enviado. Yo les he dado a conocer tu Nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos».
Comentario

El Evangelio que la Iglesia nos invita a considerar hoy forma parte de la oración sacerdotal de Jesús durante la Última Cena. En el fragmento que hemos leído, Cristo pide de nuevo por la unidad entre todos los que creerán en Él a lo largo de la Historia.

Un padre de la Iglesia comentaba a este respecto que «todos nosotros, una vez recibido el único y mismo Espíritu, a saber, el Espíritu Santo, nos fundimos entre nosotros y con Dios. Pues aunque seamos muchos por separado, y Cristo haga que el Espíritu del Padre y suyo habite en cada uno de nosotros, ese Espíritu, único e indivisible, reduce por sí mismo a la unidad a quienes son distintos entre sí en cuanto subsisten en su respectiva singularidad y hace que todos aparezcan como una sola cosa en sí mismo»[1].

El primer fruto de esta unidad de la Iglesia es la fe de todos los bautizados en Cristo y en su misión divina (vv. 21.23).

El Señor concluye esta plegaria pidiendo para que todos le acompañemos en el Cielo y podamos gozar para siempre de su gloria. Para ello, esta vez no emplea el verbo “rogar” si no “querer”, con lo que queda de manifiesto que esta petición es la más importante y que coincide con la voluntad de su Padre: que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (cfr. 1 Tm 2,4).

A propósito de esta oración de Jesús pidiendo al Padre la unidad de los suyos en el amor, san Josemaría comentaba: "Qué bien pusieron en práctica los primeros cristianos esta caridad ardiente, que sobresalía con exceso más allá de las cimas de la simple solidaridad humana o de la benignidad de carácter. Se amaban entre sí, dulce y fuertemente, desde el Corazón de Cristo"[2]. Ojalá sepamos nosotros seguir poniendo en práctica el mismo grado de amor con quienes nos rodean.

[1] San Cirilo de Alejandría, Commentarium in Ioannem 11,11.
[2] Amigos de Dios, n. 225.

                Pablo Erdozáin

 

Viernes de la 7° semana de Pascua (Jn 21,15-19): participar del perdón de Dios.  “Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero”. Con estas palabras san Pedro renovó su amor y su decisión de ser un discípulo fiel del Señor. La fuerza del pecado y sus consecuencias destructivas no pudieron frente al amor incondicional del Señor y a su respuesta humilde y generosa.

Evangelio (Jn 21,15-19)

Habiéndose aparecido Jesús a sus discípulos y comiendo con ellos, dice Jesús a Simón Pedro: «Simón de Juan, ¿me amas más que éstos?» Le dice él: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero». Le dice Jesús: «Apacienta mis corderos». Vuelve a decirle por segunda vez: «Simón de Juan, ¿me amas?». Le dice él: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero». Le dice Jesús: «Apacienta mis ovejas».
Le dice por tercera vez: «Simón de Juan, ¿me quieres?». Se entristeció Pedro de que le preguntase por tercera vez: «¿Me quieres?» y le dijo: «Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero». Le dice Jesús: «Apacienta mis ovejas. En verdad, en verdad te digo: cuando eras joven, tú mismo te ceñías, e ibas a donde querías; pero cuando llegues a viejo, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará a donde tú no quieras». Con esto indicaba la clase de muerte con que iba a glorificar a Dios. Dicho esto, añadió: «Sígueme».

Comentario

Después de la gozosa resurrección del Maestro, podemos imaginar que san Pedro andaría con una mezcla intensa de emociones en su interior. Por un lado, el gozo indescriptible de volver a tener a su Señor junto a ellos después de haberlo visto sufrir lo indecible desde Getsemaní hasta el Gólgota; por el otro, el remordimiento interior enorme por su triple negación durante el interrogatorio en el palacio del sumo sacerdote.

Desde las primeras apariciones de Jesús resucitado, Simón Pedro andaría con unas ganas tremendas de poder estar a solas con el Señor y conversar con Él para explicarle lo sucedido y pedirle perdón. Él sabía que Jesús le perdonaría porque lo había visto hacer muchas veces y porque, además, durante la Última Cena, ya le había anunciado lo que iba a suceder.

Sin embargo, todavía no se había producido ese momento y san Pedro estaría lleno de ansia porque llegara. Ahora, por fin, Jesús se toma en un aparte a Simón y mantienen el maravilloso diálogo que describe el evangelio de hoy.

Jesús, con su particular pedagogía –tan divina y tan humana a la vez–, toma la delantera y le lanza una pregunta que luego repite otras dos veces: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas?”. El Señor, con esa triple insistencia, le está recordando a Pedro su triple negación, pero lo hace de un modo que permite a Pedro reconocerla gravedad de su pecado y, a la vez, saberse enteramente amado por Dios.

No hay resquicio para echar nada en cara, ni para la amargura, ni para una posible pérdida de confianza. Todo lo contrario: es un perdón que no solo cura la herida y limpia la mancha del pecado, si no que regenera, que fortalece, que da la Vida divina para que él pueda compartirla y ofrecerla a los demás.

Así es el perdón de Dios, del cual queremos participar, tanto recibiéndolo como ofreciéndolo a los demás.

             Pablo Erdozáin

 

Sábado de la 7° semana de Pascua (Jn 21,20-25): acudir a Cristo, la fuente inagotable de vida.   “Hay además otras muchas cosas que hizo Jesús. Si se escribieran una por una, pienso que ni todo el mundo bastaría para contener los libros que se escribieran”. Profundizar en la persona de Jesucristo hasta dejarle que se convierta en el centro de nuestra vida es una tarea gozosa a la que todo cristiano está llamado a llevar a cabo en su vida.

Evangelio (Jn 21,20-25)

En aquel tiempo, volviéndose Pedro vio que le seguía aquel discípulo a quién Jesús amaba, que además durante la cena se había recostado en su pecho y le había dicho: «Señor, ¿quién es el que te va a entregar?». Viéndole Pedro, dice a Jesús: «Señor, y éste, ¿qué?». Jesús le respondió: «Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿qué te importa? Tú, sígueme». Corrió, pues, entre los hermanos la voz de que este discípulo no moriría. Pero Jesús no había dicho a Pedro: «No morirá», sino: «Si quiero que se quede hasta que yo venga».
Este es el discípulo que da testimonio de estas cosas y que las ha escrito, y nosotros sabemos que su testimonio es verdadero. Hay además otras muchas cosas que hizo Jesús. Si se escribieran una por una, pienso que ni todo el mundo bastaría para contener los libros que se escribieran.

Comentario

Después de considerar ayer la figura de san Pedro y cómo el Señor le confirmó en la misión de apacentar sus ovejas (cfr. Jn 21,17), en continuidad con este mismo pasaje, la Iglesia nos invita a considerar hoy los últimos versículos del Evangelio de san Juan.

Y es que, ante la pregunta de san Pedro sobre qué será de Juan, Jesús le responde de un modo un tanto enigmático (vv. 21-22). Será el propio discípulo y evangelista quién aportará más luz a esas palabras del Señor, explicando su sentido (v. 23).

Sin embargo, hoy ponemos el foco en los dos últimos versículos del evangelio: en cómo se acude al testimonio de su propio autor, "el discípulo al que Jesús amaba (v.20), como garantía de que lo escrito en el evangelio es verdad.

San Juan escribió su evangelio, inspirado por el Espíritu Santo, para fortalecer nuestra fe en Jesucristo, en lo que hizo y en lo que nos enseñó.

Precisamente, esta profundización en la Persona de Jesucristo, hasta dejarle ser el centro de nuestra vida, es a la que nos invitaba Mons. Fernando Ocáriz en su primera carta pastoral[1], tras ser elegido prelado del Opus Dei. Este trato cada vez más profundo con Jesucristo siempre constituirá una fuente inagotable para la vida interior de las personas de todos los tiempos.

Así lo expresaba el beato Pablo VI: «cuando comienza uno a interesarse por Jesucristo ya no le puede dejar. Siempre queda algo que saber, algo que decir; queda lo más importante. San Juan Evangelista termina su Evangelio precisamente así (Jn 21,25). Es tan grande la riqueza de las cosas que se refieren a Cristo, tanta la profundidad que hemos de explorar y tratar de comprender (…), tanta la luz, la fuerza, la alegría, el anhelo que de Él brotan, tan reales son la experiencia y la vida que de Él nos viene, que parece inconveniente, anticientífico, irreverente, dar por terminada la reflexión que su venida al mundo, su presencia en la historia, en la cultura, y en la hipótesis, por no decir la realidad de su relación vital con nuestra propia conciencia, exigen honestamente de nosotros»[2].

[1] Cfr. F. Ocáriz, Carta pastoral 14-II-2017, n. 8.
[2] Beato Pablo VI, Audiencia general, 20-II-1974

                   Pablo Erdozáin

 

 

 

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Pentecostés

Pentecostés (Jn 20, 19-23). “Estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros».” Jesús no espera que sus apóstoles se conviertan en hombres valientes para enviarlos: los envía cuando están asustados, porque su paz y su fuerza no vendrán de las cualidades humanas o de las circunstancias favorables. Vendrán del Espíritu Santo.

Evangelio (Jn 20, 19-23)

Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros». Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo». Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos».

Comentario

Ha llegado Pentecostés: la fiesta por excelencia del Espíritu Santo. Hoy, la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, la Persona Divina que lleva a cabo su tarea santificadora de manera silenciosa y discreta, irrumpe con toda la fuerza de su poder para recordarnos que es Él el que hace la Iglesia.

La escena que nos presenta el evangelio de san Juan no deja de ser paradójica. Nos encontramos en el anochecer del Domingo de Resurrección. Por las narraciones de los cuatro evangelistas, sabemos que aquel día fue frenético: idas y venidas desde el sepulcro, personas que aseguran haber visto al Señor, los de Emaús que van desolados y vuelven jubilosos, llantos, abrazos, estupor. Y, sobre todo, alegría, mucha alegría. Los testimonios —La Magdalena, Pedro, Cleofás— son suficientes para que los discípulos incrédulos al menos duden de su incredulidad.

Y, sin embargo, a esas personas las encontramos ahora encerradas por miedo.

La historia de la humanidad ha cambiado para siempre: Cristo ha resucitado. No obstante, el cambio que se había de operar en los apóstoles estaba por hacerse: todavía conservaban los rezagos de ese temor que los hizo abandonarlo en el Calvario. Tiemblan ante la idea de correr la misma suerte.

Así, mientras en los corazones de los que ama se entremezclan esos sentimientos, Jesús Resucitado se aparece en medio de ellos.

Para nuestra vida cristiana, es muy importante que nos fijemos con atención en los gestos del Señor. En particular, esta escena es clave para comprender cómo responde Dios frente a nuestros miedos, que muchas veces son el obstáculo que nos impide corresponder a su gracia.

Jesús hace cuatro cosas: les da la paz, les pide que levanten la mirada para que contemplen sus llagas, les da la misión, y con ella, la posibilidad de perdonar los pecados.

Es maravilloso ver cómo el Señor responde frente al temor: con una vocación. La llamada de Dios, que incluye siempre el sentido de misión, es en sí misma la respuesta a nuestras propias debilidades y cobardías.

Jesús no espera que sus apóstoles se conviertan en hombres valientes para después enviarlos. Los envía justamente cuando están asustados: porque su paz y su fuerza no vendrán de las cualidades humanas o de las circunstancias favorables. Vendrán del Espíritu Santo que reciben en ese momento.

La Iglesia se hizo, se hace y se hará por la acción del Paráclito. Nuestra tarea no es otra que dejarnos guiar por Él. Por eso no caben ni las inhibiciones ni la vanagloria.

A partir de entonces, la vida de los apóstoles se resumirá en proclamar por todos los sitios que Jesús es el Señor. Pero como dice san Pablo en la segunda lectura, para poder afirmar eso necesitamos al Espíritu Santo (1 Corintios 12, 3). No podemos dar un solo paso en la vida espiritual, ni siquiera el más sencillo, sin la asistencia de la Tercera Persona de la Santísima Trinidad. Por eso decimos en la secuencia previa a la proclamación del Evangelio en la Misa de hoy: Mira el vacío del hombre, si Tú le faltas por dentro.

Esta Solemnidad es una ocasión estupenda para pedir con fe una renovación de nuestra vida espiritual y para interceder por los cristianos del mundo entero. Al convocar el Concilio Vaticano II, Juan XXIII pedía oraciones para lo que él llamó “un nuevo Pentecostés” en la Iglesia. Esa expresión, nuevo Pentecostés, podría servirnos como un anhelo que diariamente marque el paso de nuestro trato con el Espíritu Santo.

Para eso, podemos acudir a María, protagonista indispensable de lo que celebramos hoy, para que de Ella aprendamos a decir hágase a cada moción del Espíritu Santo. La Virgen también se turbó frente a la presencia y el anuncio del Ángel (cfr. Lucas 1, 29). Sin embargo, no fundamentó su respuesta en la inquietud que sentía: la fundamentó en la seguridad de que era Dios quien la llamaba.

Así se hace la Iglesia, así se han portado los santos, y así espera el Espíritu Santo que vivamos nosotros. Solos no podemos, pero con Él sí.

           Luis Miguel Bravo Álvarez