El interés por la verdad lleva a científicos y creyentes a encontrarse en zonas de coincidencia. Pueden ilustrarse mutuamente o contradecirse, pero en el fondo, no pueden ignorarse. Juan Arana, catedrático de Filosofía en la Universidad de Sevilla, plantea algunas cuestiones que hoy dominan ese diálogo en un capítulo de su reciente libro Ciencia y religión. ¿Enemigas o aliadas? (Senderos) [1]. Ofrecemos un extracto.
Voy a esbozar aquí un guión de los principales temas que centran el diálogo entre ciencia y fe en la actualidad. (…) La enumeración dista de ser exhaustiva o sistemática. Sólo voy a espigar algunas de las cuestiones que presumiblemente nos mantendrán ocupados durante los próximos años y tal vez decenios.
La relación Dios-mundo
La relación Dios-mundo es quizá la cuestión que de modo más reiterado se plantea cuando el hombre de fe y el hombre de ciencia se ponen a hablar, y la que con mayor frecuencia plantea roces. Es difícil evitar las discrepancias en este caso, porque es un punto en el que el creyente puede hacer pocas concesiones: para él, Dios es el Señor de la historia y dejaría de ser Quien es si tuviera que soportar cualquier tipo de cortapisas a la hora de manifestar su presencia en el universo. El único margen de maniobra que le queda es admitir, no que Dios no puede, sino que no quiere avasallar al mundo con su aliento, de manera que la autonomía del acontecer cósmico y la vigencia de leyes físicas forman parte de su inescrutable designio.
Con esto basta y sobra en realidad para que la ciencia tenga todo el espacio que precisa, pero aquí sus cultivadores se muestran especialmente quisquillosos. Diríase que tienden a confundir a Dios con un deus ex machina, es decir, con las intervenciones sobrenaturales que arreglaban in extremis las situaciones sin salida en que desembocaban antiguamente las comedias. Se puede entender que si abundaran las curaciones milagrosas los médicos acabarían por tirar a la basura sus fonendos.
Quizá no sea Dios la Presencia que objetiva la ciencia con una probabilidad rayana en la certeza, pero se le parece bastante
El error está sin embargo en presuponer una incompatibilidad mutua entre causas primeras y segundas, y pensar que no hay milagro donde interviene el bisturí, cuando aquél puede muy bien valerse de éste. Si se me permite cambiarlo un poco, lo diría con un refrán: “A Dios rogando y con el bisturí cortando”. En el fondo, tanta rigidez e intolerancia hay en quienes prohíben a Dios alterar los cánones admitidos por la física vigente, como en los que se niegan a que Dios pueda jugar a ser el gran Arquitecto o el gran Relojero si así le place. No corresponde al hombre –y léase aquí tanto homo scientificus como homo religiosus– definir a priori y en función de sus preferencias el modo y manera de encontrar a Dios en el mundo, sino estudiar con humildad, rigor y, ¿por qué no?, reverencia, cómo ocurren las cosas. Seguro que al final uno acaba por descubrirlo.
Leyes y excepciones
La amplitud de criterio es compatible con las apuestas heurísticas. Tengo entendido que Santa Teresa aconsejaba alimentarse mejor a las monjas que caían en raptos místicos con demasiada frecuencia. De la misma manera, los científicos opinan que antes de que ellos empezaran a explicar cómo suceden las cosas se producían demasiados portentos. Bien está que se muestren reacios a admitirlos, sobre todo si tenemos en cuenta que su trabajo consiste precisamente en explicar los casos que no son portentosos o, si se quiere, estudiar portentos que siguen pautas fijas. Toda la historia del universo se resume en portentos únicos y portentos reiterados. Unos y otros provienen de idéntica fuente y no hay conflicto de competencias entre ellos. Se comprende que si en el curso de la naturaleza se encuentran muy pocas excepciones (o incluso ninguna) a la vigencia de determinada regla se debe colegir que ha sido decretado así por la Causa primera; mientras que cuando no encontramos por mucho que la busquemos norma alguna que unifique una determinada categoría de fenómenos, cabe especular que no existe o que es demasiado compleja para ser descifrada por nuestro intelecto.
Pero sacar de este tipo de contingencias conclusiones acerca del talante del Creador, presumiendo que es de temperamento metódico o caprichoso, no deja de ser una temeridad. Aquí no dejaba de tener cierta razón Voltaire cuando nos comparaba con una convención de grillos que discuten en un rincón del jardín sobre el temperamento del hortelano. Si pudiésemos llegar a agotar el conocimiento de Dios a partir del estudio de su obra, no hubiera hecho falta que se nos revelara. En el mundo hay suficiente orden como para colegir que existen principios que lo unifican, y suficiente desorden para convencerse de que no se trata de una realidad monótona, mecánica, anónima. No creo que sea necesaria otra cosa para hacer viable y fructífero el diálogo entre ciencia y fe en lo que se refiere a la existencia y naturaleza de Dios.
Las vías para acceder a Dios
Hay dentro de este orden de consideraciones un punto que tiene especial relevancia, y que se refiere a las pruebas de la existencia de Dios. Cuando se abordan los argumentos cosmológicos de la mano de la metafísica, se llega con frecuencia a un punto muerto del que es difícil salir, porque muchos filósofos exigen certezas incontrovertibles que no suelen estar al alcance de la mano. Además, no hay modo de evitar en teología natural la noción de infinito actual, que desborda por todos lados nuestro limitado intelecto. El científico nunca osaría trasgredir estas barreras, pero ello no significa que las modestas verdades que alcanza carezcan de significado teológico.
Una vía de acceso a Dios es útil aunque nos deje todavía lejos de Él: basta con que nos lo acerque un poco. La ciencia no promete certezas apodícticas ni resuelve problemas a los que la experiencia no tiene ni tendrá nunca acceso. Jamás dirá que es positivamente infinito el poder y la sabiduría que se manifiestan en el universo. ¿Carecen no obstante de interés los enormes caudales de energía y el sofisticado entramado de leyes que descubre? Quizá, quizá, no sea Dios la Presencia que objetiva la ciencia con una probabilidad rayana en la certeza, pero hay que empeñarse mucho para negar que se le parece bastante.
Teología y teleología
Existen muchas otras cuestiones de teología natural que, aun escapando a la capacidad de resolución de la ciencia, pueden recibir de ésta un tratamiento menos crispado y controvertido que el dado por los filósofos. La relación entre teología y teleología es una de ellas. Pocas discusiones se han envenenado más a lo largo de la historia que la referida a la legitimidad del uso de las causas finales. Y de nuevo la culpa se reparte casi por igual entre todos los contendientes. Ver la bondad de la Providencia en las arrugas de la piel del rinoceronte o en las grietas longitudinales del melón resulta grotesco, como también lo es negarse en redondo a aceptar cualquier principio de unificación que esté colocado “después” de aquello que unifica, por el uso teológico a que podría dar lugar.
La figura del “relojero ciego” tan aireada por Dawkins como alternativa atea a la explicación teísta de la evolución, podría perfectamente ser utilizada para lo contrario
Aunque nunca haya estado del todo Iibre de prejuicios filosóficos y teológicos, el científico es un pragmático cuya prioridad dominante se cifra en unificar los fenómenos. Si no puede hacerlo con principios que actúen desde el pasado no dudará en echar mano de los que lo hagan desde el futuro. Ésa era la razón de que las explicaciones finalistas siempre han sido usadas y hoy más que nunca, especialmente en el campo de la biología. La revolución de Darwin estuvo en mostrar que las explicaciones finalistas no siempre implican la existencia de previsión inteligente: es lo que un autor contemporáneo ha resumido con la metáfora del “relojero ciego” (Dawkins, 1989). Así depuradas de connotaciones metafísicas indeseables, los materialistas siguieron utilizando este tipo de mecanismos sin mala conciencia.
Ocurre sin embargo que la previsión inteligente es sólo una forma particular de ejercer la causalidad final: es la modalidad que deberíamos llamar antropomórfica, porque el hombre opera actuando en el presente con la vista puesta en el porvenir. Pero la idea misma de finalidad no requiere tales idas y venidas entre futuro y presente. Basta con que la unidad formal no se actualice en plenitud antes sino después. Resulta paradójico, por supuesto, que un principio de unidad actúe cuando todavía no es, ya que por definición el futuro no es algo real hasta que deja de ser futuro para convertirse en presente. Por eso, cuando la ciencia utiliza explicaciones finalistas, como por ejemplo el principio antrópico, se le suele dar el estatuto de “ficción explicativa” y en definitiva todos se ponen a buscar el modo de sustituirlas o al menos explicarlas con causas eficientes, como hizo Darwin con la selección natural. Pero, ciego o vidente, el relojero sólo es relojero cuando finalmente el reloj que construye funciona.
Pasando ahora a considerar qué puede significar la causalidad final cuando es ejercida por Dios, lo único cierto es que en ningún caso Ia ejerce antropomórficamente, puesto que Dios no está en el tiempo sino en la eternidad, para la que pasado, presente y futuro son iguales. En este sentido, la figura del “relojero ciego” tan aireada por Dawkins como alternativa atea a la explicación teísta de la evolución, podría perfectamente ser utilizada para lo contrario. Lo que llama relojero ciego es la conjunción de tres elementos: primero, selección natural; segundo, variaciones azarosas en el ensamblaje de la materia; tercero (y más bien escamoteado por Dawkins), el inmenso espectro de posibles funciones bioquímicas inherentes a la materia. Se trata en definitiva de un complejo de causas segundas cuya génesis y articulación reclama una causa primera previsora actuante no “antes” o “después” sino “siempre”. Desde este punto de vista, cualquier adelanto científico, aunque se deba a materialistas y se le quiera dar una formulación atea, examinado en profundidad constituye un testimonio irrecusable del poder y sabiduría divinos. Solamente la inexistencia de leyes y principios organizativos, el puro caos, hubiera podido ser utilizado como un argumento en contra. Pero entonces no hubiésemos estado presentes para formularlo y apreciar su fuerza.
El cuerpo y el alma
Espigaré una última cuestión en la que el diálogo ciencia-fe tiene y previsiblemente seguirá teniendo en los decenios venideros una importancia crucial. No se refiere directamente a Dios, sino a quien en el universo ha sido creado a su imagen y semejanza. La relación materia-espíritu ha sido quizá la que mayor cantidad de conflicto ha suscitado entre científicos y filósofos y por ende también entre científicos y teólogos.
El hombre de ciencia nunca ha sabido qué hacer con el espíritu. En realidad, siempre ha preferido tenerlo que encontrarlo. Como un rey Midas de segunda división, el científico convierte en materia todo lo que toca, puesto que la materia es su tema, el objeto que dócilmente despliega las conexiones que sustentan sus leyes y las distribuciones azarosas de sus estadísticas. Es comprensible que sólo le interese la materia. Ello no tendría por qué generar ningún problema, pero al mismo tiempo es un curioso universal que se interesa por todo. Los dos factores unidos han conducido con frecuencia a la tesis de que “todo es materia”. En los siglos XVII y XVIII esto no dejaba de ser un sueño de la razón (por no decir mejor una fantasía de la mente cuando la razón dormía). Sin embargo, en los siglos XIX y XX se convirtió en un desafío que aún hoy hay que tomar muy en serio.
Se ha querido asimilar con demasiada precipitación ciencia y materialismo, con lo que se ha forzado artificialmente su capacidad explicativa
Frente al materialismo supuestamente aliado con la ciencia, los creyentes han presentado un frente muy dividido. (…) Muchos hombres de fe no tenían inconveniente en pactar con el materialismo cuando se ponían la bata. Hay que suponer que practicaban, aun sin reconocerlo, una teoría de la doble verdad. Su posición se basaba asimismo en la tesis de la separación radical, tesis cómoda para quien se escuda en una posición defensiva equivalente a un salomónico reparto de competencias que otorga a la ciencia el conocimiento y a la religión el sentido, el valor o algo parecido. No obstante, tiene que enfrentarse al inconveniente de que a la postre es imposible desligar lo que se atribuye a una y a otra. La tesis de la separación (…) no resuelve nada porque todas las distinciones dejan de funcionar satisfactoriamente cuando profundizamos y llegamos a los estratos básicos de la mente: inteligencia, voluntad, intuición, raciocinio, afecto, sentimiento, razón teórica y práctica, etc., son conceptos que poseen perfiles reconocibles cuando los ponemos sobre la mesa para diseccionarlos como si fueran cadáveres; pero cuando se devuelven a la unidad viva y palpitante que es el hombre empiezan a mezclarse unos con otros.
Con la distinción cuerpo/alma pasa tres cuartas partes de lo mismo. Hasta los albores de la Modernidad, los que trataron de pensar en cristiano con categorías filosóficas se inclinaron mayoritariamente por Aristóteles, que proponía el esquema hilemórfico para entender esta distinción. La gran virtualidad del hilemorfismo es que permite pensar la dualidad sin caer en el dualismo: alma y cuerpo, materia y espíritu son dimensiones que se reclaman entre sí: ambas resultan necesarias y hasta imprescindibles para comprender la totalidad humana. No obstante, a partir del siglo XVII y con la puesta en marcha de la nueva ciencia, los planteamientos sintéticos ceden protagonismo a los analíticos: lo que prima es el despiece del existente humano en partes que se dejen estudiar por separado. En este contexto Descartes recupera el dualismo de una tradición que arranca de Platón y había permanecido en el pensamiento cristiano como opción subsidiaria.
El dualismo sustancial tiene virtudes y defectos cuyo repaso voy a omitir en este momento. Deseo en cambio puntualizar que el diálogo ciencia-fe en lo relativo a la relación materia-espíritu ha estado condicionado por cierta confusión en quienes lo han conducido desde el punto de vista de la fe: el hilemorfismo aristotelizante ha seguido teniendo fuerza entre los que lo abordaban desde la filosofía y la teología, mientras que el dualismo platonizante ha predominado entre los autores más próximos a la mentalidad moderna. Esto no les ha permitido presentar un frente unido contra los que atacaban la noción de espíritu en nombre de la ciencia y también ha hecho que con mucha frecuencia no se entendieran entre sí. Es llamativa, por ejemplo, la ambigüedad que arrastra la misma noción de materia dentro de los propios pensadores cristianos: para unos designa un coprincipio de cierta categoría de sustancias; para otros se refiere simplemente a los entes corpóreos.
Incoherencias de las visiones monistas
Sería injusto, no obstante, achacar únicamente a los portavoces de Ia fe las dificultades que han surgido en este importante asunto. Por el otro lado, no siempre han sido científicos puros los que se han arrogado la representación de la ciencia. Se ha querido asimilar con demasiada precipitación ciencia y materialismo, con lo que se ha forzado artificialmente su capacidad explicativa y se le ha obligado a contraer hipotecas que luego ha sido imposible levantar. Esto explica los vaivenes de la investigación en este campo, caso insólito en el panorama del progreso científico: ningún otro tema ha conocido tantas salidas en falso, tantos anuncios desmentidos por la realidad de los hechos, tantos pronósticos fallidos, tantas rectificaciones.
Cualquier materialista hace de la materia un talismán que explica todo, pero que no puede ser explicado él mismo
A mayor abundamiento, la corriente filosófica que sostiene la supuesta opción preferente de la ciencia contra el espíritu dista a su vez de ser una posición coherente y homogénea. La mayor parte de los materialistas emplean más tiempo y energía en refutar escuelas materialistas rivales que en combatir el espiritualismo. También es proverbial su falta de capacidad para reconocer otro “espiritualismo” que el que ellos mismos han definido para su propia comodidad. (…) En general, nadie ha tenido menos claro que los materialistas el significado de la palabra materia. Así se explica que cuando en el siglo XVII los primeros científicos elaboraron una definición mecánica de materia, se dio la paradoja de que todos los que la usaron eran, filosóficamente hablando, espiritualistas; mientras que los materialistas de la llustración, los La Mettrie, Diderot, D’Holbach, etc., estaban al margen del movimiento científico y sostenían concepciones de la materia hilozoístas o vitalistas.
Esta situación no ha cambiado en los albores del siglo XXI. Cualquier materialista hace de la materia un talismán que explica todo, pero que no puede ser explicado él mismo y que sospechosamente da lugar a insólitas emergencias. Azar o autoorganización son algunos de los motivos que con más insistencia se han barajado, mientras ahora es de rigor bucear en los sótanos de la materia en búsqueda de inmensas reservas de energía y exóticas propiedades matemáticas. En último término y siempre en nombre de un malentendido antiespiritualismo, se acaba convirtiendo la materia en una fuente de infinita variedad formal, como puede comprobar cualquiera que se asome por ejemplo a versiones especulativas de las teorías cosmológicas inflacionarias. El escepticismo de los hombres de fe frente a estas artificiosas tramoyas gnósticas o panteístas ha sido en los últimos tiempos el mejor aliado de la ciencia para desembarazarla de tan peligrosas asimilaciones.
[1] Juan Arana, Ciencia y religión. ¿Enemigas o aliadas? Senderos. Sevilla (2020). 254 págs. 18 €.