La sed de profundidad y otras tendencias de 2021

Autor
Juan Meseguer
Publicación
Aceprensa

Si algo reflejan los reportajes que tratan de tomar el pulso al estado anímico de las sociedades en plena pandemia, son las ganas generalizadas de que “pase todo esto”. El tedio que muchos dicen estar experimentando no solo expresa cansancio con una situación que se prolonga en el tiempo, sino que también habla del deseo de algo distinto. Marian Salzman, que lleva años pronosticando tendencias culturales, señala 11 pistas de por dónde podría ir ese “apetito de cambio”.

A lo largo de su carrera como trendspotter, en la que combina su formación en sociología y en marketing, Salzman ha tenido aciertos notables. Por ejemplo, una de las tendencias que vislumbró para 2020 fue el auge de las mascarillas y su empleo como accesorios de moda, si bien atribuyó la causa a la contaminación, no al coronavirus. También anticipó el repunte de la “mentalidad de búnker”, que lleva a acaparar bienes esenciales, como ocurrió con el papel higiénico durante el confinamiento.

De todos modos, es en el ámbito de los estilos de vida donde mejor parece moverse. Más que tomar al pie de la letra sus predicciones, habría que verlas como grandes intuiciones sobre algunas transformaciones sociales en marcha.

Más reflexivos

En su informe para 2021, titulado Zoomsday predictions, ha detectado once tendencias, la mayoría relacionadas con la pandemia, aunque algunas revelan una insatisfacción más profunda con determinados hábitos de lo que llama “vida moderna”. En este sentido, iría la añoranza por la forma de vida más sencilla de nuestros mayores (como la que expresa Ana Iris Simón en Feria) o el deseo de desconectarse de internet para hacer “cosas reales”.

La primera tendencia apunta al deseo de cambiar la manera de mirar o, en palabras de Salzman, de hacer zoom “para ver más de cerca los aspectos esenciales de nuestra vida y para ver con más perspectiva” la realidad que nos rodea.

Detrás de esta metáfora hay una invitación a aprovechar la pandemia “para bajar la velocidad, reflexionar y reconsiderar nuestra satisfacción con el presente”. A fin de cuentas, dice, en el mundo precoronavirus tampoco eran tan ideales las cosas: al menos en las sociedades ricas, andábamos enganchados a las pantallas, a la crispación política, al hiperconsumismo…

Es posible que veamos menos Candy Crush y más reflexión, menos troleo y más conversaciones filosóficas

Para Salzman, ahora es el momento de imaginar un futuro distinto. “Hemos parado lo suficiente para considerar con más profundidad qué queremos en nuestras vidas y en el mundo”. Y ve indicios de que, en el momento actual, hay más gente dispuesta a hacer introspección, a adoptar cambios importantes y a tener “conversaciones sobre temas verdaderamente significativos”.

Más adelante, cuando habla del cansancio de algunos con las pantallas, vuelve a insistir. Seguiremos enganchados a lo virtual, dice, pero que no nos sorprenda si algunos empiezan a “digerir peor lo insustancial y a sentirse más atraídos por cultivar su mente”. Es un anhelo constante en la era digital, que podría acentuarse ahora: menos Candy Crush y más reflexión, menos troleo en redes y más conversaciones filosóficas en bares y cafeterías.

¿Twitter off?

Respecto al desencanto con algunos aspectos de la sociedad actual, destacan sobre todo tres tendencias. Frente al narcisismo que potencian las redes sociales, una de cuyas últimas expresiones es el fenómeno de los padres influencers que animan a los niños a construirse desde pequeños una marca personal, Salzman prevé “un retorno al nosotros” (tendencia n.º 3). En su vertiente positiva, se expresa en el deseo de formar parte de una comunidad o en el interés por apoyar iniciativas que aportan al bien común. Pero también podría derivar por derroteros menos saludables, como el repliegue en tribus.

Más definido parece el “regreso a lo real” (n.º 4). Si sigue calando la idea de las dietas digitales, 2021 podría ser el año en que más gente empiece a cerrar sus redes sociales, para salir al mundo de carne y hueso: más relaciones cara a cara, más contacto con la naturaleza, más aprecio por valores como la integridad o la autenticidad, más estima por las cosas hechas a mano…

Es cierto que esta pandemia ha resultado más llevadera gracias a la tecnología. Sin internet de alta velocidad, observa Salzman, muchos no habrían podido ganarse la vida desde casa, comunicarse con familiares y amigos, continuar con los estudios… Pero lo novedoso es que también somos más conscientes de los costes de la vida online (n.º 8), que es precisamente el mensaje de quienes cuestionan que la tecnología sea inocua: vemos con facilidad sus ventajas; reconozcamos también sus inconvenientes. “Es poco probable –dice Salzman– que todo el mundo tenga siempre en mente la relación coste-beneficio de la tecnología (…), pero cuanto más dependa la vida de lo digital y de internet, más aflorarán estas preocupaciones en los medios de comunicación y en la cultura popular”.

Gestionar la incertidumbre

Otras tendencias tienen que ver con la gestión de los posibles nuevos riesgos. El afán por estar preparado para la próxima pandemia o cualquier otra amenaza global (n.º 6) puede reforzar en algunos la mentalidad de búnker, a veces incluso en sentido literal, con la construcción de refugios de emergencia. Pero también cabe una deriva más positiva hacia la autosuficiencia: más personas preocupadas por aprender a hacer las cosas por sí mismas, por reparar en vez de desechar, por cultivar los propios alimentos…

Muchos buscarán formas de paliar la incertidumbre (n.º 11), invirtiendo en dispositivos de seguridad, “simplificando su estilo de vida y tomándose más en serio el ahorro”… Y también podríamos ver un repunte de la formación en capacidades nuevas: familias y escuelas se esforzarán por inculcar hábitos como la resiliencia, la tenacidad o la determinación, además de la creatividad y el pensamiento crítico; y será inevitable el reciclaje de quienes ven amenazados sus empleos por la automatización (n.º 5).

Público y privado, sin conflicto

La pandemia ha desordenado nuestra experiencia del tiempo (n.º 2), con confinamientos y cuarentenas imprevistos. Esto ha reforzado la demanda de flexibilidad, y cada vez más empresas están dispuestas a facilitarla. En el futuro, los empleados gozarán de más autonomía para diseñar su propia semana laboral y, aunque por ahora es una meta lejana, seguirán los experimentos de semanas de cuatro días.

Los “rígidos parámetros” temporales que hemos ido dando por supuesto no es lo único que saltará por los aires. A medida que las ciudades se vuelvan más verdes y acogedoras (n.º 10), la división campo-ciudad dejará de ser tan marcada. Y lo mismo podría ocurrir con la dialéctica público-privado. En efecto, la pandemia ha reforzado el papel de las empresas como agentes de cambio (n.º 9): mientras se acusaba a algunos gobiernos de lentitud e ineficacia, las empresas han aportado respiradores, equipos de protección, etc. Quizá no es exagerado hablar de “un desplazamiento de la responsabilidad y las expectativas de los Estados y las ONG a las grandes empresas”.

Esto, a su vez, abre la puerta a una nueva forma de participación ciudadana: “Como consumidores, podemos influir en el comportamiento de las empresas mucho más de lo que podemos cambiar el curso de los gobiernos”.

Sea por la vía que sea, de lo que no duda Salzman es de que la desigualdad –también la generacional– será uno de los debates que formarán parte de la conversación por “redefinir qué es lo esencial” (n.º 7).