Recientemente aparecieron en los medios algunos artículos de opinión relativos a la presuntamente escasa y poco significativa presencia de intelectuales confesionalmente cristianos en el mundo de hoy. He examinado los que firman Diego S. Garrocho, Miguel Ángel Quintana, José María Torralba, Ricardo Calleja y Fernando de Haro. Sin duda habrá más, pero no pretendo oficiar de entendido en este tipo de literatura.
Tengo que decir que al leerlos me he reconciliado con un género donde con tanta frecuencia se incurre en broncas e injurias más o menos graciosamente urdidas. No cabe duda de que el tema da de sí, de manera que sus relatores han ido relevándose: cada cual ampliaba, complementaba y matizaba a los otros, como si fueran conscientes de que no conviene empequeñecer la importancia del asunto con fruslerías ni personalismos. También yo quisiera poner mi granito de arena, ahora que me siento más instruido gracias a sus comentarios.
Como conviene ir directo al grano, empezaré aclarando que asumo la identidad cristiana e incluso católica. Dicho lo cual, partiré de una tesis problemática, lo reconozco, pero que me va a permitir evitar las medias tintas. Creo que, en efecto, hay en la actualidad pocos intelectuales reconocida y oficialmente cristianos y menos aún católicos. No estoy tan convencido de que eso sea algo catastrófico. Aunque lo fuera, no se trataría en todo caso de una catástrofe aislada, porque diría que la especie de intelectual a secas, sin apellidos, abunda menos que antaño. Por supuesto, me parece deseable que hubiera más, muchos más, de estos últimos. De los “católicos” tengo mis dudas.
Ejercer la inteligencia
Me explico: quizá el problema para los creyentes no sea que haya pocos intelectuales católicos, sino que escasean los intelectuales buenos. No pretendo con mi sospecha ofender a ningún colectivo, pero me parece que el problema radica en la profesionalización de la inteligencia, facultad que tal vez no debería ser patrimonializada por nadie. Todos debiéramos intentar actuar del modo más inteligente posible, y manifestarnos así en la medida que estuviera a nuestro alcance. Pero vivir de la inteligencia y no digamos acusar de intrusismo a quien la ejerza por libre resulta rechazable. Debiera ocurrir al respecto un poco lo que pasa con la poesía: muy pocos en su sano juicio pretenden vivir de ella. Es muy bonito (cuando se dice con sinceridad) aquello de “debéisme cuanto he escrito. A mi trabajo acudo, con mi dinero pago…” Aunque peque de idealista, defiendo que no debiera haber profesionales de la inteligencia, sino solamente (perdón por el neologismo) intelectófilos.
Pierre Duhem, que fue un científico de primera categoría a la vez que un católico ejemplar, escribió un famoso ensayo titulado Física de creyente, donde rechazaba tajantemente unir ambas adscripciones, consciente de que la fe no se demuestra como un teorema ni se verifica como un experimento. Del mismo modo rehusó la cátedra de historia de la ciencia que le ofrecieron en el Colegio de Francia, a lo mejor porque, aunque no tenía reparo alguno en ser contratado por el Estado como científico, no le gustaba tanto serlo para algo más claramente ligado el libre ejercicio del pensamiento. De la misma forma, Tolkien sostenía que El señor de los anillos era una novela católica, a pesar de que ni el nombre de Dios, ni mucho menos el de Jesucristo, aparece en ella ni una sola vez: el combate que allí se entabla por la belleza, el bien y la verdad es más que suficiente para quien sepa leer entre líneas (o sea: inteligentemente).
Son relativamente pocos los católicos “de a pie” a los que se les enseña y se les motiva para que ejerzan la actividad intelectual
Al margen de cualquier preocupación religiosa, Einstein defendía que los puestos de fareros y vigilantes nocturnos fueran reservados a los físicos y otros teóricos puros, porque consideraba indispensable que tuviesen por un lado pocas tentaciones crematísticas o de brillo social, mucho tiempo para pensar y completa libertad a la hora de hacerlo. Hoy en día tanto el control de los faros como la vigilancia la ejercen dispositivos electrónicos automáticos, pero hay millones de puestos de trabajo donde a los empleados se les hace dilapidar inútilmente el tiempo, un poco como ocurría con los soldados cuando el servicio militar era obligatorio. Bueno sería optimizar más eficientemente las funciones burocráticas y sembrar estímulos para que la ciudadanía dedicara más tiempo y esfuerzo a la nada funesta manía de pensar.
No son pocos
Por lo que respecta a la actividad intelectual en el horizonte social cristiano, lo malo del catolicismo actual no es que pueda exhibir pocos intelectuales de relumbrón. De hecho, creo que hay muchos científicos, escritores y pensadores cabales que, además, son católicos, pero con buen juicio se niegan a ser exhibidos como tales. Y no por modestia, timidez o pacatería, sino por un motivo bien sólido. Intuyen que, aunque su pensamiento esté inspirado y motivado por la religión, los resultados que alcanzan no forman parte del depósito de la fe, y por tanto no deben ser presentados, promocionados ni impuestos a nadie como un añadido necesario para configurar una supuesta identidad intelectual católica. Precisamente es misión del Papa, los obispos y demás ministros mantener libre de añadidos –no importa lo bien intencionados que sean– el depósito revelado. Muchas veces se cayó en el error (este sí, verdaderamente catastrófico) de darnos gato intelectual por liebre doctrinal. Así ocurrió cuando eran abrumadoramente mayoritarios los clérigos entre los “intelectuales” sedicentemente “católicos”.
Puesto a desbarrar un poco, diría que en mi opinión ningún colegio o universidad debería denominarse oficialmente “cristiano”, sino en todo caso inspirado u orientado por sus altos ideales. Como católicas, tales instituciones siempre se quedan demasiado cortas. Una universidad cumplidamente “católica” no pertenecería al planeta Tierra, sino a la Jerusalén celeste. A veces hay un trecho demasiado corto entre la expresión “servir a” y “servirse de” la Iglesia. La principal tentación a evitar por un intelectual que se confiese católico es creerse poseedor de la exclusiva fórmula válida para conjugar lo católico y lo intelectual. La Providencia no precisa mediadores únicos, por muy geniales que sean. Tampoco ha otorgado a nadie el monopolio de su favor. Ahora que felizmente el clericalismo está siendo superado, sería kafkiano que los laicos usurparan el nefasto papel de “intelectuales católicos oficiales”.
Intelectuales de a pie
Lo triste, y aquí Miguel Ángel Quintana ha puesto el dedo en una llaga particularmente dolorosa, es que son relativamente pocos los católicos de a pie a los que se les enseña y se les motiva para que ejerzan por libre –o sea: como debe ser– la actividad intelectual. Dos casos para ilustrarlo: un colega mío, catedrático de filosofía de universidad, se ofreció a impartir clases en una catequesis de confirmación. Muy pronto el responsable de la misma lo llamó a capítulo. “Pero, ¿qué me dicen que estás enseñando a los chavales?” “Pues… los misterios de la fe: Trinidad, Encarnación, Redención…” “No, no, ¡qué barbaridad! Lo que tienes que enseñarles es que Jesús los ama…” “Pero, padre, ¿se da cuenta usted que estos chicos ya saben resolver integrales y estudian biología molecular?” Imposible fue que entrara en razón. Mi amigo tuvo que dimitir de su cometido.
Segundo ejemplo: colaboraba yo con un editor que era un ilustrado hombre de izquierdas y le propuse publicar un libro de ensayo al que en parte se le veía el plumero teológico. Con alguna reticencia lo aceptó. A poco de salir, Alfa y Omega le dedicó una página laudatoria. Envié fotocopia a la editorial con la apostilla: “Como ves, Antonio, el público católico parece que reacciona favorablemente.” Su respuesta: “Sí, Juan, pero has de tener en cuenta que el público católico no compra otros libros que los piadosos o los de evasión.” No soy experto en el tema y me declaro incompetente para confirmar o desmentir el aserto, pero me preocupa seriamente que algo de verdad haya en él. De hecho, cada vez que me invitan a dar una charla digamos “intelectual” ante un público “confesional”, los organizadores me insisten en que no se me ocurra elevarme a mucha altura. Me tengo por un profesor amante de la claridad, pero mi frustrante experiencia es que a menudo basta con decir que “dos y dos son cuatro” para que alguien exclame desalentado: “¡Hala nivelazo!” Evidentemente exagero, pero estoy convencido de que en el catolicismo español tenemos mucha más necesidad de los pequeños intelectuales que de los grandes.
Juan Arana
de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas