Índice
– «Sin el domingo no podemos vivir».
– La misa es el momento privilegiado de estar con Jesús.
– La Eucaristía transfigura todo nuestro ser.
– La misa nos ayuda a amar al prójimo.
– Conocer los signos para vivir plenamente la misa.
– Disponerse a celebrar dignamente los santos misterios.
– «Gloria a Dios en el cielo».
– La Palabra de Dios penetra en los corazones abiertos.
– La Palabra de Jesús en el Evangelio está viva.
– «Creo Señor, ayuda mi poca fe».
– Las ofrendas del pueblo santo.
– Nadie es olvidado.
– Rezar como rezaba Jesús.
– «Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero».
– Salimos de la Iglesia para ir en paz.
«Sin el domingo no podemos vivir»
Audiencia general · 8 de noviembre de 2017
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Empezamos hoy una nueva serie de catequesis, que dirigirá la mirada hacia el «corazón» de la Iglesia, es decir la eucaristía. Es fundamental para nosotros cristianos comprender bien el valor y el significado de la Santa Misa, para vivir cada vez más plenamente nuestra relación con Dios.
No podemos olvidar el gran número de cristianos que, en el mundo entero, en dos mil años de historia, han resistido hasta la muerte por defender la eucaristía; y cuántos, todavía hoy, arriesgan la vida para participar en la misa dominical. En el año 304, durante las persecuciones de Diocleciano, un grupo de cristianos, del norte de África, fueron sorprendidos mientras celebraban misa en una casa y fueron arrestados. El procónsul romano, en el interrogatorio, les preguntó por qué lo hicieron, sabiendo que estaba absolutamente prohibido. Y respondieron: «Sin el domingo no podemos vivir», que quería decir: si no podemos celebrar la eucaristía, no podemos vivir, nuestra vida cristiana moriría.
De hecho, Jesús dijo a sus discípulos: «Si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día» (Juan 6, 53-54).
Estos cristianos del norte de África fueron asesinados porque celebraban la eucaristía. Han dejado el testimonio de que se puede renunciar a la vida terrena por la eucaristía, porque esta nos da la vida eterna, haciéndonos partícipes de la victoria de Cristo sobre la muerte. Un testimonio que nos interpela a todos y pide una respuesta sobre qué significa para cada uno de nosotros participar en el sacrificio de la misa y acercarnos a la mesa del Señor. ¿Estamos buscando esa fuente que «fluye agua viva» para la vida eterna, que hace de nuestra vida un sacrificio espiritual de alabanza y de agradecimiento y hace de nosotros un solo cuerpo con Cristo? Este es el sentido más profundo de la santa eucaristía, que significa «agradecimiento»: agradecimiento a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo que nos atrae y nos transforma en su comunión de amor.
En las próximas catequesis quisiera dar respuesta a algunas preguntas importantes sobre la eucaristía y la misa, para redescubrir o descubrir, cómo a través de este misterio de la fe resplandece el amor de Dios.
El Concilio Vaticano II fue fuertemente animado por el deseo de conducir a los cristianos a comprender la grandeza de la fe y la belleza del encuentro con Cristo. Por este motivo era necesario sobre todo realizar, con la guía del Espíritu Santo, una adecuada renovación de la Liturgia, porque la Iglesia continuamente vive de ella y se renueva gracias a ella.
Un tema central que los Padres conciliares subrayaron es la formación litúrgica de los fieles, indispensable para una verdadera renovación. Y es precisamente éste también el objetivo de este ciclo de catequesis que hoy empezamos: crecer en el conocimiento del gran don que Dios nos ha donado en la eucaristía.
La eucaristía es un suceso maravilloso en el cual Jesucristo, nuestra vida, se hace presente. Participar en la misa «es vivir otra vez la pasión y la muerte redentora del Señor. Es una teofanía: el Señor se hace presente en el altar para ser ofrecido al Padre por la salvación del mundo» (Homilía en la santa misa, Casa S. Marta, 10 de febrero de 2014). El Señor está ahí con nosotros, presente. Muchas veces nosotros vamos ahí, miramos las cosas, hablamos entre nosotros mientras el sacerdote celebra la eucaristía… y no celebramos cerca de Él. ¡Pero es el Señor! Si hoy viniera aquí el presidente de la República o alguna persona muy importante del mundo, seguro que todos estaríamos cerca de él, querríamos saludarlo. Pero pienso: cuando tú vas a misa, ¡ahí está el Señor! Y tú estas distraído. ¡Es el Señor! Debemos pensar en esto. «Padre, es que las misas son aburridas» —«pero ¿qué dices, el Señor es aburrido?» —«No, no, la misa no, los sacerdotes» —«Ah, que se conviertan los sacerdotes, ¡pero es el Señor quien está allí!». ¿Entendido? No lo olvidéis. «Participar en la misa es vivir otra vez la pasión y la muerte redentora del Señor».
Intentemos ahora plantearnos algunas preguntas sencillas. Por ejemplo, ¿por qué se hace la señal de la cruz y el acto penitencial al principio de la misa? Y aquí quisiera hacer un paréntesis. ¿Vosotros habéis visto cómo se hacen los niños la señal de la cruz? Tú no sabes qué hacen, si la señal de la cruz o un dibujo. Hacen así [hace un gesto confuso]. Es necesario enseñar a los niños a hacer bien la señal de la cruz. Así empieza la misa, así empieza la vida, así empieza la jornada. Esto quiere decir que nosotros somos redimidos con la cruz del Señor. Mirad a los niños y enseñadles a hacer bien la señal de la cruz. Y estas lecturas, en la misa, ¿por qué están ahí? ¿Por qué se leen el domingo tres lecturas y los otros días dos? ¿Por qué están ahí, qué significa la lectura de la misa? ¿Por qué se leen y qué tiene que ver? O ¿por qué en un determinado momento el sacerdote que preside la celebración dice: «levantemos el corazón»? No dice: «¡Levantemos nuestro móviles para hacer una fotografía!». ¡No, es algo feo! Y os digo que a mí me da mucha pena cuando celebro aquí en la plaza o en la basílica y veo muchos teléfonos levantados, no solo de los fieles, también de algunos sacerdotes y también obispos. ¡Pero por favor! La misa no es un espectáculo: es ir a encontrar la pasión y la resurrección del Señor. Por esto el sacerdote dice: «levantemos el corazón». ¿Qué quiere decir esto? Recordadlo: nada de teléfonos.
Es muy importante volver a los fundamentos, redescubrir lo que es esencial, a través de aquello que se toca y se ve en la celebración de los sacramentos. La pregunta del apóstol santo Tomas (cf.Juan 20, 2 5), de poder ver y tocar las heridas de los clavos en el cuerpo de Jesús, es el deseo de poder de alguna manera «tocar» a Dios para creerle. Lo que santo Tomás pide al Señor es lo que todos nosotros necesitamos: verlo, tocarlo para poder reconocer.
Los sacramentos satisfacen esta exigencia humana. Los sacramentos y la celebración eucarística de forma particular, son los signos del amor de Dios, los caminos privilegiados para encontrarnos con Él.
Así, a través de estas catequesis que hoy empezamos, quisiera redescubrir junto a vosotros la belleza que se esconde en la celebración eucarística, y que, una vez desvelada, da pleno sentido a la vida de cada uno. Que la Virgen nos acompañen en este nuevo tramo de camino. Gracias.
La misa es el momento privilegiado de estar con Jesús
Audiencia general · 15 de noviembre de 2017
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Continuamos con las catequesis sobre la santa misa. Para comprender la belleza de la celebración eucarística deseo empezar con un aspecto muy sencillo: la misa es oración, es más, es la oración por excelencia, la más alta, la más sublime, y el mismo tiempo la más «concreta». De hecho es el encuentro de amor con Dios mediante su Palabra y el Cuerpo y Sangre de Jesús. Es un encuentro con el Señor.
Pero primero debemos responder a una pregunta. ¿Qué es realmente la oración? Esta es sobre todo diálogo, relación personal con Dios. Y el hombre ha sido creado como ser en relación personal con Dios que encuentra su plena realización solamente en el encuentro con su creador. El camino de la vida es hacia el encuentro definitivo con Dios. El libro del Génesis afirma que el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, el cual es Padre e Hijo y Espíritu Santo, una relación perfecta de amor que es unidad. De esto podemos comprender que todos nosotros hemos sido creados para entrar en una relación perfecta de amor, en un continuo donarnos y recibirnos para poder encontrar así la plenitud de nuestro ser.
Cuando Moisés, frente a la zarza ardiente, recibe la llamada de Dios, le pregunta cuál es su nombre. ¿Y qué responde Dios? «Yo soy el que soy» (Éxodo 3, 14). Esta expresión, en su sentido original, expresa presencia y favor, y de hecho a continuación Dios añade: «Yahveh, el Dios de vuestros padres, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob» (v. 15). Así también Cristo, cuando llama a sus discípulos, les llama para que estén con Él. Esta por tanto es la gracia más grande: poder experimentar que la misa, la eucaristía, es el momento privilegiado de estar con Jesús, y, a través de Él, con Dios y con los hermanos.
Rezar, como todo verdadero diálogo, es también saber permanecer en silencio —en los diálogos hay momentos de silencio—, en silencio junto a Jesús. Y cuando nosotros vamos a misa, quizá llegamos cinco minutos antes y empezamos a hablar con este que está a nuestro lado. Pero no es el momento de hablar: es el momento del silencio para prepararnos al diálogo. Es el momento de recogerse en el corazón para prepararse al encuentro con Jesús. ¡El silencio es muy importante! Recordad lo que dije la semana pasada: no vamos a un espectáculo, vamos al encuentro con el Señor y el silencio nos prepara y nos acompaña. Permaneced en silencio junto a Jesús. Y del misterioso silencio de Dios brota su Palabra que resuena en nuestro corazón. Jesús mismo nos enseña cómo es realmente posible «estar» con el Padre y nos lo demuestra con su oración. Los Evangelios nos muestran a Jesús que se retira en lugares apartados a rezar; los discípulos, viendo esta íntima relación con el Padre, sienten el deseo de poder participar, y le preguntan: «Señor, enséñanos a orar» (Lucas 11, 1). Hemos escuchado en la primera lectura, al principio de la audiencia. Jesús responde que la primera cosa necesaria para rezar es saber decir «Padre». Estemos atentos: si yo no soy capaz de decir «Padre» a Dios, no soy capaz de rezar. Tenemos que aprender a decir «Padre», es decir ponerse en la presencia con confianza filial. Pero para poder aprender, es necesario reconocer humildemente que necesitamos ser instruidos, y decir con sencillez: Señor, enséñame a rezar.
Este es el primer punto: ser humildes, reconocerse hijos, descansar en el Padre, fiarse de Él. Para entrar en el Reino de los cielos es necesario hacerse pequeños como niños. En el sentido de que los niños saben fiarse, saben que alguien se preocupará por ellos, de lo que comerán, de lo que se pondrán, etc. (cf. Mateo 6, 25-32). Esta es la primera actitud: confianza y confidencia, como el niño hacia los padres; saber que Dios se acuerda de ti, cuida de ti, de ti, de mí, de todos.
La segunda predisposición, también propia de los niños, es dejarse sorprender. El niño hace siempre miles de preguntas porque desea descubrir el mundo; y se maravilla incluso de cosas pequeñas porque todo es nuevo para él. Para entrar en el Reino de los cielos es necesario dejarse maravillar. En nuestra relación con el Señor, en la oración —pregunto— ¿nos dejamos maravillar o pensamos que la oración es hablar a Dios como hacen los loros? No, es fiarse y abrir el corazón para dejarse maravillar. ¿Nos dejamos sorprender por Dios que es siempre el Dios de las sorpresas? Porque el encuentro con el Señor es siempre un encuentro vivo, no es un encuentro de museo. Es un encuentro vivo y nosotros vamos a la misa no a un museo. Vamos a un encuentro vivo con el Señor.
En el Evangelio se habla de un cierto Nicodemo (Juan 3, 1-21), un hombre anciano, una autoridad en Israel, que va donde Jesús para conocerlo; y el Señor nos habla de la necesidad de «renacer de lo alto» (cf.v. 3). ¿Pero qué significa? ¿Se puede «renacer»? ¿Volver a tener el gusto, la alegría, la maravilla de la vida, es posible, también delante de tantas tragedias? Esta es una pregunta fundamental de nuestra fe y este es el deseo de todo verdadero creyente: el deseo de renacer, la alegría de recomenzar. ¿Nosotros tenemos este deseo? ¿Cada uno de nosotros quiere renacer siempre para encontrar al Señor? ¿Tenéis este deseo vosotros? De hecho se puede perder fácilmente porque, a causa de tantas actividad, de tantos proyectos que realizar, al final nos queda poco tiempo y perdemos de vista lo que es fundamental: nuestra vida del corazón, nuestra vida espiritual, nuestra vida que es encuentro con el Señor en la oración.
En verdad, el Señor nos sorprende mostrándonos que Él nos ama también en nuestras debilidades. «Jesucristo […] es víctima de propiciación por nuestros pecados, no solo por los nuestros, sino también por los del mundo entero» (1 Juan 2, 2). Este don, fuente de verdadera consolación —pero el Señor nos perdona siempre— esto, consuela, es una verdadera consolación, es un don que se nos ha dado a través de la Eucaristía, ese banquete nupcial en el que el Esposo encuentra nuestra fragilidad. ¿Puedo decir que cuando hago la comunión en la misa, el Señor encuentra mi fragilidad? ¡Sí! ¡Podemos decirlo porque esto es verdad! El Señor encuentra nuestra fragilidad para llevarnos de nuevo a nuestra primera llamada: esa de ser imagen y semejanza de Dios. Este es el ambiente de la eucaristía, esto es la oración.
La Eucaristía transfigura todo nuestro ser
Audiencia general · 22 de noviembre de 2017
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Continuando con las Catequesis sobre la misa, podemos preguntarnos: ¿Qué es esencialmente la misa? La misa es el memorial del Misterio pascual de Cristo. Nos convierte en partícipes de su victoria sobre el pecado y la muerte y da significado pleno a nuestra vida.
Por esto, para comprender el valor de la misa debemos ante todo entender entonces el significado bíblico del «memorial». «En la celebración litúrgica, estos acontecimientos se hacen, en cierta forma, presentes y actuales. De esta manera Israel entiende su liberación de Egipto: cada vez que es celebrada la Pascua, los acontecimientos del Éxodo se hacen presentes a la memoria de los creyentes a fin de que conformen su vida a estos acontecimientos» Catecismo de la Iglesia Católica (1363). Jesucristo, con su pasión, muerte, resurrección y ascensión al cielo llevó a término la Pascua. Y la misa es el memorial de su Pascua, de su «éxodo», que cumplió por nosotros, para hacernos salir de la esclavitud e introducirnos en la tierra prometida de la vida eterna. No es solamente un recuerdo, no, es más: es hacer presente aquello que ha sucedido hace veinte siglos.
La eucaristía nos lleva siempre al vértice de las acciones de salvación de Dios: el Señor Jesús, haciéndose pan partido para nosotros, vierte sobre vosotros toda la misericordia y su amor, como hizo en la cruz, para renovar nuestro corazón, nuestra existencia y nuestro modo de relacionarnos con Él y con los hermanos. Dice el Concilio Vaticano II: «La obra de nuestra redención se efectúa cuantas veces se celebra en el altar el sacrificio de la cruz, por medio del cual “Cristo, que es nuestra Pascua, ha sido inmolado”» (Const. Dogm. Lumen gentium, 3).
Cada celebración de la eucaristía es un rayo de ese sol sin ocaso que es Jesús resucitado. Participar en la misa, en particular el domingo, significa entrar en la victoria del Resucitado, ser iluminados por su luz, calentados por su calor. A través de la celebración eucarística el Espíritu Santo nos hace partícipes de la vida divina que es capaz de transfigurar todo nuestro ser mortal. Y en su paso de la muerte a la vida, del tiempo a la eternidad, el Señor Jesús nos arrastra también a nosotros con Él para hacer la Pascua. En la misa se hace Pascua. Nosotros, en la misa, estamos con Jesús, muerto y resucitado y Él nos lleva adelante, a la vida eterna. En la misa nos unimos a Él. Es más, Cristo vive en nosotros y nosotros vivimos en Él: «Yo estoy crucificado con Cristo —dice san Pablo— y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí: la vida que sigo viviendo en la carne, la vivo en la fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí» (Gálatas 2, 19-20). Así pensaba Pablo.
Su sangre, de hecho, nos libera de la muerte y del miedo a la muerte. Nos libera no solo del dominio de la muerte física, sino de la muerte espiritual que es el mal, el pecado, que nos toma cada vez que caemos víctimas del pecado nuestro o de los demás. Y entonces nuestra vida se contamina, pierde belleza, pierde significado, se marchita.
Cristo, en cambio, nos devuelve la vida; Cristo es la plenitud de la vida, y cuando afrontó la muerte la derrota para siempre: «Resucitando destruyó la muerte y nos dio vida nueva». (Oración eucarística IV). La Pascua de Cristo es la victoria definitiva sobre la muerte, porque Él trasformó su muerte en un supremo acto de amor. ¡Murió por amor! Y en la eucaristía, Él quiere comunicarnos su amor pascual, victorioso. Si lo recibimos con fe, también nosotros podemos amar verdaderamente a Dios y al prójimo, podemos amar como Él nos ha amado, dando la vida.
Si el amor de Cristo está en mí, puedo darme plenamente al otro, en la certeza interior de que si incluso el otro me hiriera, yo no moriría; de otro modo, debería defenderme. Los mártires dieron la vida precisamente por esta certeza de la victoria de Cristo sobre la muerte. Solo si experimentamos este poder de Cristo, el poder de su amor, somos verdaderamente libres de darnos sin miedo. Esto es la misa: entrar en esta pasión, muerte, resurrección y ascensión de Jesús; cuando vamos a misa es si como fuéramos al calvario, lo mismo. Pero pensad vosotros: si nosotros en el momento de la misa vamos al calvario —pensemos con imaginación— y sabemos que aquel hombre allí es Jesús. Pero, ¿nos permitiremos charlar, hacer fotografías, hacer espectáculo? ¡No! ¡Porque es Jesús! Nosotros seguramente estaremos en silencio, en el llanto y también en la alegría de ser salvados. Cuando entramos en la iglesia para celebrar la misa pensemos esto: entro en el calvario, donde Jesús da su vida por mí. Y así desaparece el espectáculo, desaparecen las charlas, los comentarios y estas cosas que nos alejan de esto tan hermoso que es la misa, el triunfo de Jesús.
Creo que hoy está más claro cómo la Pascua se hace presente y operante cada vez que celebramos la misa, es decir, el sentido del memorial. La participación en la eucaristía nos hace entrar en el misterio pascual de Cristo, regalándonos pasar con Él de la muerte a la vida, es decir, allí en el calvario. La misa es rehacer el calvario, no es un espectáculo.
La misa nos ayuda a amar al prójimo
Audiencia general · 13 de diciembre de 2017
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Retomando el camino de catequesis sobre la misa, hoy nos preguntamos: ¿Por qué ir a misa el domingo?
La celebración dominical de la eucaristía está en el centro de la vida de la Iglesia (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n.2177). Nosotros cristianos vamos a misa el domingo para encontrar al Señor resucitado, o mejor, para dejarnos encontrar por Él, escuchar su palabra, alimentarnos en su mesa y así convertirnos en Iglesia, es decir, en su Cuerpo místico viviente en el mundo.
Lo entendieron, desde la primera hora, los discípulos de Jesús, los que celebraron el encuentro eucarístico con el Señor en el día de la semana que los hebreos llamaban «el primero de la semana» y los romanos «día del sol» porque en ese día Jesús había resucitado de entre los muertos y se había aparecido a los discípulos, hablando con ellos, comiendo con ellos y dándoles el Espíritu Santo (cf. Mateo 28, 1; Marcos 16, 9-14; Lucas 24, 1-13; Juan 20, 1-19), como hemos escuchado en la lectura bíblica. También la gran efusión del Espíritu Santo en Pentecostés sucede en domingo, el quincuagésimo día después de la resurrección de Jesús. Por estas razones, el domingo es un día santo para nosotros, santificado por la celebración eucarística, presencia viva del Señor entre nosotros y para nosotros. ¡Es la misa, por lo tanto, lo que hace el domingo cristiano! El domingo cristiano gira en torno a la misa. ¿Qué domingo es, para un cristiano, en el que falta el encuentro con el Señor?
Hay comunidades cristianas en las que, desafortunadamente, no pueden disfrutar de la misa cada domingo; sin embargo, también estas, en este día santo, están llamadas a recogerse en oración en el nombre del Señor, escuchando la palabra de Dios y manteniendo vivo el deseo de la eucaristía.
Algunas sociedades seculares han perdido el sentido cristiano del domingo iluminado por la eucaristía. ¡Es una lástima esto! En estos contextos es necesario reanimar esta conciencia, para recuperar el significado de la fiesta, el significado de la alegría, de la comunidad parroquial, de la solidaridad, del reposo que restaura el alma y el cuerpo (cf. Catecismo de la Iglesia católica nn. 2177-2188). De todos estos valores la eucaristía es la maestra, domingo tras domingo. Por eso, el Concilio Vaticano II quiso reafirmar que «el domingo es el día de fiesta primordial que debe ser propuesto e inculcado en la piedad de los fieles, de modo que se convierta también en día de alegría y abstención del trabajo» (Const. Sacrosanctum Concilium, 106).
La abstención dominical del trabajo no existía en los primeros siglos: es una aportación específica del cristianismo. Por tradición bíblica los judíos reposan el sábado, mientras que en la sociedad romana no estaba previsto un día semanal de abstención de los trabajos serviles. Fue el sentido cristiano de vivir como hijos y no como esclavos, animado por la eucaristía, el que hizo del domingo —casi universalmente— el día de reposo.
Sin Cristo estamos condenados a estar dominados por el cansancio de lo cotidiano, con sus preocupaciones y por el miedo al mañana. El encuentro dominical con el Señor nos da la fuerza para vivir el hoy con confianza y coraje y para ir adelante con esperanza. Por eso, nosotros cristianos vamos a encontrar al Señor el domingo en la celebración eucarística.
La comunión eucarística con Jesús, Resucitado y Vivo para siempre, anticipa el domingo sin atardecer, cuando ya no haya fatiga ni dolor, ni luto, ni lágrimas sino solo la alegría de vivir plenamente y para siempre con el Señor. También de este bendito reposo nos habla la misa del domingo, enseñándonos, en el fluir de la semana, a confiarnos a las manos del Padre que está en los cielos.
¿Qué podemos responder a quien dice que no hay que ir a misa, ni siquiera el domingo, porque lo importante es vivir bien y amar al prójimo? Es cierto que la calidad de la vida cristiana se mide por la capacidad de amar, como dijo Jesús: «En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros» (Juan 13, 35); ¿Pero cómo podemos practicar el Evangelio sin sacar la energía necesaria para hacerlo, un domingo después de otro, en la fuente inagotable de la eucaristía? No vamos a misa para dar algo a Dios, sino para recibir de Él aquello de lo que realmente tenemos necesidad. Lo recuerda la oración de la Iglesia, que así se dirige a Dios: «Tú no tienes necesidad de nuestra alabanza, pero por un regalo de tu amor llámanos para darte las gracias; nuestros himnos de bendición no aumentan tu grandeza, pero nos dan la gracia que nos salva» (Misal Romano, Prefacio común IV).
En conclusión, ¿por qué ir a misa el domingo? No es suficiente responder que es un precepto de la Iglesia; esto ayuda a preservar su valor, pero solo no es suficiente. Nosotros cristianos tenemos necesidad de participar en la misa dominical porque solo con la gracia de Jesús, con su presencia viva en nosotros y entre nosotros, podemos poner en práctica su mandamiento y así ser sus testigos creíbles.
Conocer los signos para vivir plenamente la misa
Audiencia general · 20 de diciembre de 2017
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy quisiera entrar en el vivo de la celebración eucarística. La misa está formada de dos partes, que son la Liturgia de la Palabra y la Liturgia eucarística, tan estrechamente unidas entre ellas que forman un único acto de culto (cf. Sacrosanctum Concilium, 56; Instrucción General del Misal Romano, 28). Introducida por algunos ritos preparatorios y concluida por otros, la celebración es por tanto un único cuerpo y no se puede separar, pero para una mejor comprensión trataré de explicar sus diferentes momentos, cada uno de los cuales es capaz de tocar e implicar una dimensión de nuestra unidad. Es necesario conocer estos santos signos para vivir plenamente la misa y saborear toda su belleza.
Cuando el pueblo está reunido, la celebración se abre con los ritos introductorios, incluidas la entrada de los celebrantes o del celebrante, el saludo —«El Señor esté con vosotros», «La paz esté con vosotros»—, el acto penitencial —«Yo confieso», donde nosotros pedimos perdón por nuestros pecados—, el Kyrie eleison, el himno del Gloria y la oración colecta: se llama «oración colecta» no porque allí se hace la colecta de las ofrendas: es la colecta de las intenciones de oración de todos los pueblos; y esa colecta de las intenciones de los pueblos sube al cielo como oración. Su fin —de estos ritos introductorios— es hacer «que los fieles reunidos en la unidad construyan la comunión y se dispongan debidamente a escuchar la Palabra de Dios y a celebrar dignamente la Eucaristía» (Instrucción General del Misal Romano, 46). No es una buena costumbre mirar el reloj y decir: «Voy bien de hora, llego después del sermón y con esto cumplo el precepto». La misa empieza con la señal de la cruz, con estos ritos introductorios, porque allí empezamos a adorar a Dios como comunidad. Y por esto es importante prever no llegar tarde, más bien antes, para preparar el corazón a este rito, a esta celebración de la comunidad.
Mientras normalmente tiene lugar el canto de ingreso, el sacerdote con los otros ministros llega en procesión al presbiterio, y aquí saluda el altar con una reverencia y, en signo de veneración, lo besa y, cuando hay incienso, lo inciensa. ¿Por qué? Porque el altar es Cristo: es figura de Cristo. Cuando nosotros miramos al altar, miramos donde está Cristo. El altar es Cristo. Estos gestos, que corren el riesgo de pasar inobservados, son muy significativos, porque expresan desde el principio que la misa es un encuentro de amor con Cristo, el cual «por la ofrenda de su Cuerpo realizada en la cruz […] se hizo por nosotros sacerdote, altar y víctima» (prefacio pascual V). El altar, de hecho, en cuanto signo de Cristo, «es el centro de la acción de gracias que se consuma en la Eucaristía» (Instrucción General del Misal Romano, 296), y toda la comunidad en torno al altar, que es Cristo; no por mirarse la cara, sino para mirar a Cristo, porque Cristo es el centro de la comunidad, no está lejos de ella.
Después está el signo de la cruz. El sacerdote que preside lo hace sobre sí y hacen lo mismo todos los miembros de la asamblea, conscientes de que el acto litúrgico se realiza «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo». Y aquí paso a otro tema pequeñísimo. ¿Vosotros habéis visto como se hacen los niños la señal de la cruz? No saben qué hacen: a veces hacen un gesto, que no es el gesto de la señal de la cruz. Por favor: mamá y papá, abuelos, enseñad a los niños, desde el principio —de pequeños— a hacer bien la señal de la cruz. Y explicadle qué es tener como protección la cruz de Jesús. Y la misa empieza con la señal de la cruz. Toda la oración se mueve, por así decir, en el espacio de la Santísima Trinidad —«En el nombre del Padre, del Hijo, y del Espíritu Santo»—, que es espacio de comunión infinita; tiene como origen y como fin el amor de Dios Uno y Trino, manifestado y donado a nosotros en la Cruz de Cristo. De hecho su misterio pascual es don de la Trinidad, y la eucaristía fluye siempre de su corazón atravesado. Marcándonos con la señal de la cruz, por tanto, no solo recordamos nuestro Bautismo, sino que afirmamos que la oración litúrgica es el encuentro con Dios en Cristo Jesús, que por nosotros se ha encarnado, ha muerto en la cruz y ha resucitado glorioso.
El sacerdote, por tanto, dirige un saludo litúrgico, con la expresión: «El Señor esté con vosotros» u otra parecida —hay varias—, y la asamblea responde: «Y con tu espíritu». Estamos en diálogo; estamos al principio de la misa y debemos pensar en el significado de todos estos gestos y palabras.
Estamos entrando en una «sinfonía», en la cual resuenan varias tonalidades de voces, incluido tiempos de silencio, para crear el «acuerdo» entre todos los participantes, es decir reconocerse animados por un único Espíritu y por un mismo fin. En efecto «con este saludo y con la respuesta del pueblo se manifiesta el misterio de la Iglesia congregada» (Instrucción General del Misal Romano, 50). Se expresa así la fe común y el deseo mutuo de estar con el Señor y vivir la unidad con toda la comunidad.
Y esta es una sinfonía orante, que se está creando y presenta enseguida un momento muy tocante, porque quien preside invita a todos a reconocer los propios pecados. Todos somos pecadores. No lo sé, quizá alguno de vosotros no es pecador… Si alguno no es pecador que levante la mano, por favor, así todos lo vemos. Pero no hay manos levantadas, va bien: ¡tenéis buena la fe! Todos somos pecadores; y por eso al inicio de la misa pedimos perdón. Y el acto penitencial. No se trata solamente de pensar en los pecados cometidos, sino mucho más: es la invitación a confesarse pecadores delante de Dios y delante de la comunidad, delante de los hermanos, con humildad y sinceridad, como el publicano en el templo. Si realmente la eucaristía hace presente el misterio pascual, es decir el pasaje de Cristo de la muerte a la vida, entonces lo primero que tenemos que hacer es reconocer cuáles son nuestras situaciones de muerte para poder resurgir con Él a la vida nueva. Esto nos hace comprender lo importante que es el acto penitencial. Y por esto retomaremos el argumento en la próxima catequesis.
Vamos paso a paso en la explicación de la misa. Pero os pido: ¡enseñad bien a los niños a hacer la señal de la cruz, ¡por favor!
Disponerse a celebrar dignamente los santos misterios
Audiencia general · 3 de enero de 2018
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Retomando las catequesis sobre la celebración eucarística, consideramos hoy, en nuestro contexto de los ritos de introducción, el acto penitencial. En su sobriedad, esto favorece la actitud con la que disponerse a celebrar dignamente los santos misterios, o sea, reconociendo delante de Dios y de los hermanos nuestros pecados, reconociendo que somos pecadores. La invitación del sacerdote, de hecho, está dirigida a toda la comunidad en oración, porque todos somos pecadores. ¿Qué puede donar el Señor a quien tiene ya el corazón lleno de sí, del propio éxito? Nada, porque el presuntuoso es incapaz de recibir perdón, lleno como está de su presunta justicia. Pensemos en la parábola del fariseo y del publicano, donde solamente el segundo —el publicano— vuelve a casa justificado, es decir perdonado (cf.Lucas 18, 9-14). Quien es consciente de las propias miserias y baja los ojos con humildad, siente posarse sobre sí la mirada misericordiosa de Dios. Sabemos por experiencia que solo quien sabe reconocer los errores y pedir perdón recibe la comprensión y el perdón de los otros. Escuchar en silencio la voz de la conciencia permite reconocer que nuestros pensamientos son distantes de los pensamientos divinos, que nuestras palabras y nuestras acciones son a menudo mundanas, guiadas por elecciones contrarias al Evangelio. Por eso, al principio de la misa, realizamos comunitariamente el acto penitencial mediante una fórmula de confesión general, pronunciada en primera persona del singular. Cada uno confiesa a Dios y a los hermanos «que ha pecado en pensamiento, palabras, obra y omisión». Sí, también en omisión, o sea, que he dejado de hacer el bien que habría podido hacer. A menudo nos sentimos buenos porque —decimos— «no he hecho mal a nadie». En realidad, no basta con hacer el mal al prójimo, es necesario elegir hacer el bien aprovechando las ocasiones para dar buen testimonio de que somos discípulos de Jesús. Está bien subrayar que confesamos tanto a Dios como a los hermanos ser pecadores: esto nos ayuda a comprender la dimensión del pecado que, mientras nos separa de Dios, nos divide también de nuestros hermanos, y viceversa. El pecado corta: corta la relación con Dios y corta la relación con los hermanos, la relación en la familia, en la sociedad, en la comunidad: El pecado corta siempre, separa, divide.
Las palabras que decimos con la boca están acompañadas del gesto de golpearse el pecho, reconociendo que he pecado precisamente por mi culpa, y no por la de otros. Sucede a menudo que, por miedo o vergüenza, señalamos con el dedo para acusar a otros. Cuesta admitir ser culpables, pero nos hace bien confesarlo con sinceridad. Confesar los propios pecados. Yo recuerdo una anécdota, que contaba un viejo misionero, de una mujer que fue a confesarse y empezó a decir los errores del marido; después pasó a contar los errores de la suegra y después los pecados de los vecinos. En un momento dado, el confesor dijo: «Pero, señora, dígame, ¿ha terminado? —Muy bien: usted ha terminado con los pecados de los demás. Ahora empiece a decir los suyos». ¡Decir los propios pecados!
Después de la confesión del pecado, suplicamos a la beata Virgen María, los ángeles y los santos que recen por nosotros ante el Señor. También en esto es valiosa la comunión de los santos: es decir, la intercesión de estos «amigos y modelos de vida» (Prefacio del 1 de noviembre) nos sostiene en el camino hacia la plena comunión con Dios, cuando el pecado será definitivamente anulado.
Además del «Yo confieso», se puede hacer el acto penitencial con otras fórmulas, por ejemplo: «Piedad de nosotros, Señor / Contra ti hemos pecado. / Muéstranos Señor, tu misericordia. / Y dónanos tu salvación» (cf. Salmo 123, 3; 85, 8; Jeremías 14, 20). Especialmente el domingo se puede realizar la bendición y la aspersión del agua en memoria del Bautismo (cf. OGMR, 51), que cancela todos los pecados. También es posible, como parte del acto penitencial, cantar el Kyrie eléison: con una antigua expresión griega, aclamamos al Señor —Kyrios— e imploramos su misericordia (ibid., 52).
La Sagrada escritura nos ofrece luminosos ejemplos de figuras «penitentes» que, volviendo a sí mismos después de haber cometido el pecado, encuentran la valentía de quitar la máscara y abrirse a la gracia que renueva el corazón. Pensemos en el rey David y a las palabras que se le atribuyen en el Salmo. «Tenme piedad, oh Dios, según tu amor, por tu inmensa ternura borra mi delito» (51, 3). Pensemos en el hijo pródigo que vuelve donde su padre; o en la invocación del publicano: «¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!» (Lucas 18, 13). Pensemos también en san Pedro, en Zaqueo, en la mujer samaritana. Medirse con la fragilidad de la arcilla de la que estamos hechos es una experiencia que nos fortalece: mientras que nos hace hacer cuentas con nuestra debilidad, nos abre el corazón a invocar la misericordia divina que transforma y convierte. Y esto es lo que hacemos en el acto penitencial al principio de la misa.
«Gloria a Dios en el cielo»
Audiencia general · 10 de enero de 2018
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En el recorrido de catequesis sobre la celebración eucarística hemos visto que el Acto penitencial nos ayuda a despojarnos de nuestras presunciones y a presentarnos a Dios como somos realmente, conscientes de ser pecadores, en la esperanza de ser perdonados. Precisamente del encuentro entre la miseria humana y la misericordia divina toma vida la gratitud expresada en el «Gloria», «un himno antiquísimo y venerable con el que la Iglesia, congregada en el Espíritu Santo, glorifica a Dios Padre y glorifica y le suplica al Cordero» (Ordenamiento General del Misal Romano, 53).
La introducción de este himno —«Gloria a Dios en el cielo»— retoma el canto de los ángeles en el nacimiento de Jesús en Belén, alegre anuncio del abrazo entre cielo y tierra. Este canto también nos involucra reunidos en la oración: «Gloria a Dios en el cielo y en la tierra, paz a los hombres que ama el Señor».
Después del «Gloria», o cuando este no está, inmediatamente después del Acto penitencial, la oración toma forma particular en la oración denominada «colecta», por medio de la cual se expresa el carácter propio de la celebración, variable según los días y los tiempos del año (cf.Ibíd., 54). Con la invitación «oremos», el sacerdote insta al pueblo a recogerse con él en un momento de silencio, con el fin de tomar conciencia de estar en presencia de Dios y hacer emerger, a cada uno en su corazón, las intenciones personales con las que participa en la misa (cf. Ibíd., 54). El sacerdote dice «oremos»; y después, viene un momento de silencio y cada uno piensa en las cosas que necesita, que quiere pedir en la oración.
El silencio no se reduce a la ausencia de palabras, sino a la disposición a escuchar otras voces: la de nuestro corazón y, sobre todo, la voz del Espíritu Santo. En la liturgia, la naturaleza del sagrado silencio depende del momento en el que tiene lugar: «Pues en el acto penitencial y después de la invitación a orar, cada uno se recoge en sí mismo; pero terminada la lectura o la homilía, todos meditan brevemente lo que escucharon; y después de la comunión, alaban a Dios en su corazón y oran» (Ibíd., 45). Por lo tanto, antes de la oración inicial, el silencio ayuda a recogerse en nosotros mismos y a pensar en por qué estamos allí. He ahí entonces la importancia de escuchar nuestro ánimo para abrirlo después al Señor. Tal vez venimos de días de cansancio, de alegría, de dolor, y queremos decírselo al Señor, invocar su ayuda, pedir que nos esté cercano; tenemos amigos o familiares enfermos o que atraviesan pruebas difíciles; deseamos confiar a Dios el destino de la Iglesia y del mundo. Y para esto sirve el breve silencio antes de que el sacerdote, recogiendo las intenciones de cada uno, exprese en voz alta a Dios, en nombre de todos, la oración común que concluye los ritos de introducción haciendo de hecho «la colecta» de las intenciones. Recomiendo vivamente a los sacerdotes observar este momento de silencio y no ir deprisa: «oremos» y que se haga el silencio. Recomiendo esto a los sacerdotes. Sin este silencio, corremos el riesgo de descuidar el recogimiento del alma. El sacerdote recita esta súplica, esta oración de colecta, con los brazos extendidos y la actitud del orante, asumida por los cristianos desde el final de los primeros siglos —como dan testimonio los frescos de las catacumbas romanas— para imitar al Cristo con los brazos abiertos sobre la madera de la cruz. Y allí, Cristo es el Orante y es también la oración. En el crucifijo reconocemos al Sacerdote que ofrece a Dios la oración que desea, es decir, la obediencia filial.
En el Rito Romano, las oraciones son concisas pero ricas de significado: se pueden hacer tantas meditaciones hermosas sobre estas oraciones. ¡Muy hermosas! Volver a meditar los textos, incluso fuera de la misa puede ayudarnos a aprender cómo dirigirnos a Dios, qué pedir, qué palabras usar. Que la liturgia pueda convertirse para todos nosotros en una verdadera escuela de oración.
La Palabra de Jesús en el Evangelio está viva
Audiencia general · 7 de febrero de 2018
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Continuamos con las catequesis sobre la santa misa. Habíamos llegado a las lecturas.
El diálogo entre Dios y su pueblo, desarrollado en la Liturgia de la Palabra de la misa, alcanza el culmen en la proclamación del Evangelio. Lo precede el canto del Aleluya —o, en cuaresma, otra aclamación— con la que «la asamblea de los fieles acoge y saluda al Señor, quien hablará en el Evangelio» (Instrucción general del misal romano, 62). Como los misterios de Cristo iluminan toda la revelación bíblica, así, en la Liturgia de la Palabra, el Evangelio constituye la luz para comprender el sentido de los textos bíblicos que lo preceden, tanto del Antiguo Testamento como del Nuevo Testamento. De hecho, «de toda la Escritura, como de toda la celebración litúrgica, Cristo es el centro y la plenitud» (Introducción al leccionario, 5). Siempre en el centro está Jesucristo, siempre.
Por eso, la misma liturgia distingue el Evangelio de las otras lecturas y lo rodea de particular honor y veneración (cf. IGMR, 60 y 134.). De hecho, su lectura está reservada al ministro ordenado, que termina besando el libro; se escucha de pie y se hace el signo de la cruz en la frente, sobre la boca y sobre el pecho; los cirios y el incienso honran a Cristo que, mediante la lectura evangélica, hace resonar su palabra eficaz. De estos signos la asamblea reconoce la presencia de Cristo que le dirige la «buena noticia» que convierte y transforma. Es un discurso directo el que sucede, como prueban las aclamaciones con las que se responde a la proclamación: «Gloria a ti, Señor Jesús» o «Te alabamos Señor». Nos levantamos para escuchar el Evangelio: es Cristo quien nos habla, allí. Y por esto nosotros estamos atentos, porque es un coloquio directo. Es el Señor que nos habla.
Por tanto, en la misa no leemos el Evangelio para saber cómo fueron las cosas, sino que escuchamos el Evangelio para tomar conciencia de lo que Jesús hizo y dijo una vez; y esa Palabra está viva, la Palabra de Jesús que está en el Evangelio está viva y llega a mi corazón. Por esto, escuchar el Evangelio es tan importante, con el corazón abierto, porque es Palabra viva. Escribe san Agustín que «la boca de Cristo es el Evangelio. Él reina en el cielo, pero no cesa de hablar en la tierra» (Sermón 85, 1: PL 38, 520; cf. Tratado sobre el Evangelio de san Juan, XXX, I: PL 35, 1632; CCL 36, 289). Si es verdad que en la liturgia «Cristo anuncia todavía el Evangelio» (Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 33), como consecuencia, participando en la misa, debemos darle una respuesta. Nosotros escuchamos el Evangelio y debemos dar una respuesta en nuestra vida.
Para hacer llegar su mensaje, Cristo se sirve también de la palabra del sacerdote que, después del Evangelio, da la homilía (cf. IGMR, 65-66; Introducción al leccionario, 24-27). Recomendada vivamente por el Concilio Vaticano II como parte de la misma liturgia (cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 52), la homilía no es un discurso de circunstancia —ni una catequesis como esta que estoy haciendo ahora—, ni una conferencia, ni una clase, la homilía es otra cosa. ¿Qué es la homilía? Es «retomar ese diálogo que ya está entablado entre el Señor y su pueblo» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 137.), para que encuentre realización en la vida. ¡La auténtica exégesis del Evangelio es nuestra vida santa! La palabra del Señor termina su recorrido haciéndose carne en nosotros, traduciéndose en obras, como sucedió en María y en los santos. Recordad lo que dije la última vez, la Palabra del Señor entra por las orejas, llega al corazón y va a las manos, a las buenas obras. Y también la homilía sigue la Palabra del Señor y hace también este recorrido para ayudarnos para que la Palabra del Señor llegue a las manos, pasando por el corazón.
Ya traté este argumento de la homilía en la exhortación Evangelii gaudium, donde recordaba que el contexto litúrgico «exige que la predicación oriente a la asamblea, y también al predicador, a una comunión con Cristo en la Eucaristía que transforme la vida» (Ibid., 138.).
Quien da la homilía debe cumplir bien su ministerio —aquel que predica, el sacerdote o el diácono o el obispo—, ofreciendo un servicio real a todos aquellos que participan en la misa, pero también cuantos la escuchan deben hacer su parte. Sobre todo prestando la debida atención, asumiendo las justas disposiciones interiores, sin pretextos subjetivos, sabiendo que todo predicador tiene méritos y límites. Si a veces hay motivos para aburrirse por la homilía larga o no centrada o incomprensible, otras veces sin embargo el obstáculo es el prejuicio. Y quien hace la homilía debe ser consciente de que no está haciendo algo propio, está predicando, dando voz a Jesús, está predicando la Palabra de Jesús. Y la homilía debe estar bien preparada, debe ser breve, ¡breve! Me decía un sacerdote que una vez había ido a otra ciudad donde vivían los padres y el padre le dijo: «¡Sabes, estoy contento, porque con mis amigos hemos encontrado una iglesia donde se hace la misa sin homilía!». Y cuántas veces vemos que en la homilía algunos se duermen, otros hablan o salen fuera a fumar un cigarrillo… Por esto, por favor, que sea breve, la homilía, pero que esté bien preparada. ¿Y cómo se prepara una homilía, queridos sacerdotes, diáconos, obispos? ¿Cómo se prepara? Con la oración, con el estudio de la Palabra de Dios y haciendo una síntesis clara y breve, no debe durar más de 10 minutos, por favor. Concluyendo podemos decir que en la Liturgia de la Palabra, a través del Evangelio y la homilía, Dios dialoga con su pueblo, el cual lo escucha con atención y veneración y, al mismo tiempo, lo reconoce presente y operante. Si, por tanto, nos ponemos a la escucha de la «buena noticia», seremos convertidos y transformados por ella, por tanto capaces de cambiarnos a nosotros mismos y al mundo. ¿Por qué? Porque la Buena Noticia, la Palabra de Dios entra por las orejas, va al corazón y llega a las manos para hacer buenas obras.
Las ofrendas del pueblo santo
Audiencia general · 28 de febrero de 2018
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Continuamos con la catequesis sobre la santa misa. En la liturgia de la Palabra —sobre la que me he detenido en las pasadas catequesis— sigue otra parte constitutiva de la misa, que es la liturgia eucarística. En ella, a través de los santos signos, la Iglesia hace continuamente presente el Sacrificio de la nueva alianza sellada por Jesús sobre el altar de la Cruz (cf. Concilio Vaticano II, Const. Sacrosanctum Concilium, 47). Fue el primer altar cristiano, el de la Cruz, y cuando nosotros nos acercamos al altar para celebrar la misa, nuestra memoria va al altar de la Cruz, donde se hizo el primer sacrificio. El sacerdote, que en la misa representa a Cristo, cumple lo que el Señor mismo hizo y confió a los discípulos en la Última Cena: tomó el pan y el cáliz, dio gracias, los pasó a sus discípulos diciendo: «Tomad, comed… bebed: esto es mi cuerpo… este es el cáliz de mi sangre. Haced esto en memoria mía».
Obediente al mandamiento de Jesús, la Iglesia ha dispuesto en la liturgia eucarística el momento que corresponde a las palabras y a los gestos cumplidos por Él en la vigilia de su Pasión. Así, en la preparación de los dones. son llevados al altar el pan y el vino, es decir los elementos que Cristo tomó en sus manos. En la Oración eucarística damos gracias a Dios por la obra de la redención y las ofrendas se convierten en el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo. Siguen la fracción del Pan y la Comunión, mediante la cual revivimos la experiencia de los Apóstoles que recibieron los dones eucarísticos de las manos de Cristo mismo (cf. Instrucción General del Misal Romano, 72).
Al primer gesto de Jesús: «tomó el pan y el cáliz del vino», corresponde por tanto la preparación de los dones. Es la primera parte de la Liturgia eucarística. Está bien que sean los fieles los que presenten el pan y el vino, porque estos representan la ofrenda espiritual de la Iglesia ahí recogida para la eucaristía. Es bonito que sean los propios fieles los que llevan al altar el pan y el vino. Aunque hoy «los fieles ya no traigan, de los suyos, el pan y el vino destinados para la liturgia, como se hacía antiguamente, sin embargo el rito de presentarlos conserva su fuerza y su significado espiritual» (ibíd., 73). Y al respecto es significativo que, al ordenar un nuevo presbítero, el obispo, cuando le entrega el pan y el vino dice: «Recibe las ofrendas del pueblo santo para el sacrificio eucarístico» (Pontifical Romano. Ordenación de los obispos, de los presbíteros y de los diáconos). ¡El Pueblo de Dios que lleva la ofrenda, el pan y el vino, la gran ofrenda para la misa! Por tanto, en los signos del pan y del vino el pueblo fiel pone la propia ofrenda en las manos del sacerdote, el cual la depone en el altar o mesa del Señor, «que es el centro de toda la Liturgia Eucarística» (IGMR, 73). Es decir, el centro de la misa es el altar, y el altar es Cristo; siempre es necesario mirar el altar que es el centro de la misa. En el «fruto de la tierra y del trabajo del hombre», se ofrece por tanto el compromiso de los fieles a hacer de sí mismos, obedientes a la divina Palabra, «sacrificio agradable a Dios, Padre todopoderoso», «por el bien de toda su santa Iglesia». Así «la vida de los fieles, su alabanza, su sufrimiento, su oración y su trabajo se unen a los de Cristo y a su total ofrenda, y adquieren así un valor nuevo» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1368).
Ciertamente, nuestra ofrenda es poca cosa, pero Cristo necesita de este poco. Nos pide poco, el Señor, y nos da tanto. Nos pide poco. Nos pide, en la vida ordinaria, buena voluntad; nos pide corazón abierto; nos pide ganas de ser mejores para acogerle a Él que se ofrece a sí mismo a nosotros en la eucaristía; nos pide estas ofrendas simbólicas que después se convertirán en su cuerpo y su sangre. Una imagen de este movimiento oblativo de oración se representa en el incienso que, consumido en el fuego, libera un humo perfumado que sube hacia lo alto: incensar las ofrendas, como se hace en los días de fiesta, incensar la cruz, el altar, el sacerdote y el pueblo sacerdotal manifiesta visiblemente el vínculo del ofertorio que une todas estas realidades al sacrificio de Cristo (cf. IGMR, 75). Y no olvidar: está el altar que es Cristo, pero siempre en referencia al primer altar que es la Cruz, y sobre el altar que es Cristo llevamos lo poco de nuestros dones, el pan y el vino que después se convertirán en el tanto: Jesús mismo que se da a nosotros. Y todo esto es cuanto expresa también la oración sobre las ofrendas. En ella el sacerdote pide a Dios aceptar los dones que la Iglesia les ofrece, invocando el fruto del admirable intercambio entre nuestra pobreza y su riqueza. En el pan y el vino le presentamos la ofrenda de nuestra vida, para que sea transformada por el Espíritu Santo en el sacrificio de Cristo y se convierta con Él en una sola ofrenda espiritual agradable al Padre. Mientras se concluye así la preparación de los dones, nos dispones a la Oración eucarística (cf. ibíd., 77).
Que la espiritualidad del don de sí, que este momento de la misa nos enseña, pueda iluminar nuestras jornadas, las relaciones con los otros, las cosas que hacemos, los sufrimientos que encontramos, ayudándonos a construir la ciudad terrena a la luz del Evangelio.
Rezar como rezaba Jesús
Audiencia general · 14 de marzo de 2018
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Continuamos con la catequesis sobre la santa misa. En la Última Cena, después de que Jesús tomó el pan y el cáliz del vino, y dio gracias a Dios, sabemos que «partió el pan». A esta acción corresponde, en la Liturgia Eucarística de la misa, la fracción del Pan, precedida por la oración que el Señor nos ha enseñado, es decir, por el «Padre Nuestro».
Y así comenzamos los ritos de la Comunión, prolongando la alabanza y la súplica de la Oración eucarística con el rezo comunitario del «Padre Nuestro». Esta no es una de las muchas oraciones cristianas, sino que es la oración de los hijos de Dios: es la gran oración que nos enseñó Jesús. De hecho, entregado el día de nuestro bautismo, el «Padre Nuestro» nos hace resonar en nosotros esos mismos sentimientos que estaban en Cristo Jesús. Cuando nosotros rezamos el «Padre Nuestro», rezamos como rezaba Jesús. Es la oración que hizo Jesús, y nos la enseñó a nosotros; cuando los discípulos le dijeron: «Maestro, enséñanos a rezar como tú rezas». Y Jesús rezaba así. ¡Es muy hermoso rezar como Jesús! Formados en su divina enseñanza, osamos dirigirnos a Dios llamándolo «Padre» porque hemos renacido como sus hijos a través del agua y el Espíritu Santo (cf. Efesios 1, 5). Ninguno, en realidad, podría llamarlo familiarmente «Abbà» —«Padre»— sin haber sido generado por Dios, sin la inspiración del Espíritu, como enseña san Pablo (cf. Romanos 8, 15). Debemos pensar: nadie puede llamarlo «Padre» sin la inspiración del Espíritu. Cuántas veces hay gente que dice «Padre Nuestro», pero no sabe qué dice. Porque sí, es el Padre, ¿pero tú sientes que cuando dices «Padre» Él es el Padre, tu Padre, el Padre de la humanidad, el Padre de Jesucristo? ¿Tú tienes una relación con ese Padre? Cuando rezamos el «Padre Nuestro», nos conectamos con el Padre que nos ama, pero es el Espíritu quien nos da ese vínculo, ese sentimiento de ser hijos de Dios. ¿Qué oración mejor que la enseñada por Jesús puede disponernos a la Comunión sacramental con Él? Más allá de en la misa, el «Padre Nuestro» debe rezarse por la mañana y por la noche, en los Laudes y en las Vísperas; de tal modo, el comportamiento filial hacia Dios y de fraternidad con el prójimo contribuyen a dar forma cristiana a nuestros días.
En la oración del Señor —en el «Padre nuestro»— pidamos el «pan cotidiano», en el que vemos una referencia particular al Pan Eucarístico, que necesitamos para vivir como hijos de Dios. Imploramos también el «perdón de nuestras ofensas» y para ser dignos de recibir el perdón de Dios nos comprometemos a perdonar a quien nos ha ofendido. Y esto no es fácil. Perdonar a las personas que nos han ofendido no es fácil; es una gracia que debemos pedir: «Señor, enséñame a perdonar como tú me has perdonado». Es una gracia. Con nuestras fuerzas nosotros no podemos: es una gracia del Espíritu Santo perdonar. Así, mientras nos abre el corazón a Dios, el «Padre nuestro» nos dispone también al amor fraternal. Finalmente, le pedimos nuevamente a Dios que nos «libre del mal» que nos separa de Él y nos separa de nuestros hermanos. Entendemos bien que estas son peticiones muy adecuadas para prepararnos para la Sagrada Comunión (cf. Instrucción General del Misal Romano, 81). De hecho, lo que pedimos en el «Padre nuestro» se prolonga con la oración del sacerdote que, en nombre de todos, suplica: «Líbranos, Señor, de todos los males, danos la paz en nuestros días». Y luego recibe una especie de sello en el rito de la paz: lo primero, se invoca por Cristo que el don de su paz (cf. Juan 14, 27) —tan diversa de la paz del mundo— haga crecer a la Iglesia en la unidad y en la paz, según su voluntad; por lo tanto, con el gesto concreto intercambiado entre nosotros, expresamos «la comunión eclesial y la mutua caridad, antes de la comunión sacramental» (IGMR, 82). En el rito romano, el intercambio de la señal de paz, situado desde la antigüedad antes de la comunión, está encaminado a la comunión eucarística. Según la advertencia de san Pablo, no es posible comunicarse con el único pan que nos hace un solo cuerpo en Cristo, sin reconocerse a sí mismos pacificados por el amor fraterno (cf. 1 Corintios 10, 16-17; 11, 29). La paz de Cristo no puede arraigarse en un corazón incapaz de vivir la fraternidad y de recomponerla después de haberla herido. La paz la da el Señor: Él nos da la gracia de perdonar a aquellos que nos han ofendido.
El gesto de la paz va seguido de la fracción del Pan, que desde el tiempo apostólico dio nombre a la entera celebración de la Eucaristía (cf. IGMR, 83; Catecismo de la Iglesia Católica, 1329). Cumplido por Jesús durante la Última Cena, el partir el Pan es el gesto revelador que permitió a los discípulos reconocerlo después de su resurrección. Recordemos a los discípulos de Emaús, los que, hablando del encuentro con el Resucitado, cuentan «cómo le habían conocido en la fracción del pan» (cf. Lucas 24, 30-31.35).
La fracción del Pan eucarístico está acompañada por la invocación del «Cordero de Dios», figura con la que Juan Bautista indicó en Jesús al «que quita el pecado del mundo» (Juan 1, 29). La imagen bíblica del cordero habla de la redención (cf. Esdras 12, 1-14; Isaías 53, 7; 1 Pedro 1, 19; Apocalipsis 7, 14). En el Pan eucarístico, partido por la vida del mundo, la asamblea orante reconoce al verdadero Cordero de Dios, es decir, el Cristo redentor y le suplica: «ten piedad de nosotros… danos la paz».
«Ten piedad de nosotros», «danos la paz» son invocaciones que, de la oración del «Padre nuestro» a la fracción del Pan, nos ayudan a disponer el ánimo a participar en el banquete eucarístico, fuente de comunión con Dios y con los hermanos. No olvidemos la gran oración: lo que Jesús enseñó, y que es la oración con la cual Él rezaba al Padre. Y esta oración nos prepara para la comunión.
Salimos de la Iglesia para ir en paz
Audiencia general · 4 de abril de 2018
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días y buena Pascua!
Vosotros veis que hoy hay flores: las flores dicen alegría. En ciertos lugares, la Pascua se llama también «Pascua florida», porque florece el Cristo resucitado: es la flor nueva; florece nuestra justificación; florece la santidad de la Iglesia. Por eso, muchas flores: es nuestra alegría. Toda la semana nosotros festejamos la Pascua, toda la semana. Y por eso, nos damos, una vez más, todos nosotros, el deseo de «Buena Pascua». Digamos juntos: «Buena Pascua», ¡todos! [responden: «Buena Pascua»]. Quisiera también que felicitáramos la Pascua —porque fue Obispo de Roma— al amado Papa Benedicto, que nos sigue por televisión. Al Papa Benedicto, todos deseamos Buena Pascua: [dicen: «¡Buena Pascua!»] Y un aplauso, fuerte.
Con esta catequesis concluimos el ciclo dedicado a la misa, que es precisamente la conmemoración, pero no solamente como memoria, se vive de nuevo la Pasión y la Resurrección de Jesús. La última vez llegamos hasta la Comunión y la oración después de la Comunión; después de esta oración, la misa se concluye con la bendición impartida por el sacerdote y la despedida del pueblo (cf. Instrucción General del Misal Romano, 90). Como se había iniciado con la señal de la cruz, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, se sella de nuevo en el nombre de la Trinidad la misa, es decir, la acción litúrgica.
Sin embargo, sabemos que mientras la misa finaliza, se abre el compromiso del testimonio cristiano. Los cristianos no van a misa para hacer una tarea semanal y después se olvidan, no. Los cristianos van a misa para participar en la Pasión y Resurrección del Señor y después vivir más como cristianos: se abre el compromiso del testimonio cristiano. Salimos de la iglesia para «ir en paz» y llevar la bendición de Dios a las actividades cotidianas, a nuestras casas, a los ambientes de trabajo, entre las ocupaciones de la ciudad terrenal, «glorificando al Señor con nuestra vida». Pero si nosotros salimos de la iglesia charlando y diciendo: «mira esto, mira aquello…», con la lengua larga, la misa no ha entrado en mi corazón. ¿Por qué? Porque no soy capaz de vivir el testimonio cristiano. Cada vez que salgo de la misa, debo salir mejor de como entré, con más vida, con más fuerza, con más ganas de dar testimonio cristiano. A través de la eucaristía el Señor Jesús entra en nosotros, en nuestro corazón y en nuestra carne, para que podamos «expresar en la vida el sacramento recibido en la fe» (Misal Romano. Colecta del lunes en la Octava Pascua).
De la celebración a la vida, por lo tanto, consciente de que la misa encuentra el término en las elecciones concretas de quien se hace involucrar en primera persona en los misterios de Cristo. No debemos olvidar que celebramos la eucaristía para aprender a convertirnos en hombres y mujeres eucarísticos. ¿Qué significa esto? Significa dejar actuar a Cristo en nuestras obras: que sus pensamientos sean nuestros pensamientos, sus sentimientos los nuestros, sus elecciones nuestras elecciones. Y esto es santidad: hacer como hizo Cristo es santidad cristiana. Lo expresa con precisión san Pablo, hablando de la propia asimilación con Jesús, y dice así: «Con Cristo estoy crucificado: y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Gálatas 2, 19-20). Este es el testimonio cristiano. La experiencia de Pablo nos ilumina también a nosotros: en la medida en la que mortificamos nuestro egoísmo, es decir, hacemos morir lo que se opone al Evangelio y al amor de Jesús, se crea dentro de nosotros un mayor espacio para la potencia de su Espíritu. Los cristianos son hombres y mujeres que se dejan agrandar el alma con la fuerza del Espíritu Santo, después de haber recibido el Cuerpo y la Sangre de Cristo. ¡Dejaos agrandar el alma! No estas almas tan estrechas y cerradas, pequeñas, egoístas, ¡no! Almas anchas, almas grandes, con grandes horizontes… dejaos alargar el alma con la fuerza del Espíritu, después de haber recibido el Cuerpo y la Sangre de Cristo.
Ya que la presencia real de Cristo en el Pan consagrado no termina con la misa (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1374), la eucaristía es custodiada en el tabernáculo para la comunión para los enfermos y para la adoración silenciosa del Señor en el Santísimo Sacramento; el culto eucarístico fuera de la misa, tanto de forma privada como comunitaria, nos ayuda de hecho a permanecer en Cristo (cf. ibíd., 1378-1380).
Los frutos de la misa, por tanto, están destinados a madurar en la vida de cada día. Podemos decir así, un poco forzando la imagen: la misa es como el grano, el grano de trigo que después en la vida ordinaria crece, crece y madura en las buenas obras, en las actitudes que nos hacen parecernos a Jesús. Los frutos de la misa, por tanto, están destinados a madurar en la vida de cada día. En verdad, aumentando nuestra unión con Cristo, la eucaristía actualiza la gracia que el Espíritu nos ha donado en el bautismo y en la confirmación, para que nuestro testimonio cristiano sea creíble (cf. ibíd., 1391-1392).
Entonces, encendiendo en nuestros corazones la caridad divina, ¿la eucaristía qué hace? Nos separa del pecado: «Cuanto más participamos en la vida de Cristo y más progresamos en su amistad, tanto más difícil se nos hará romper con Él por el pecado mortal» (ibíd., 1395).
El habitual acercarnos al Convite eucarístico renueva, fortalece y profundiza la unión con la comunidad cristiana a la que pertenecemos, según el principio que la eucaristía hace la Iglesia (cf. ibíd., 1396), nos une a todos.
Finalmente, participar en la eucaristía compromete en relación con los otros, especialmente con los pobres, educándonos a pasar de la carne de Cristo a la carne de los hermanos, en los que él espera ser reconocido por nosotros, servido, honrado, amado (cf. ibíd., 1397).
Llevando el tesoro de la unión con Cristo en vasijas de barro (cf. 2 Corintios 4, 7), necesitamos continuamente volver al santo altar, hasta cuando, en el paraíso, disfrutemos plenamente la bienaventuranza del banquete de bodas del Cordero (cf. Apocalipsis 19, 9).
Demos gracias al Señor por el camino de redescubrimiento de la santa misa que nos ha donado para realizar juntos, y dejémonos atraer con fe renovada a este encuentro real con Jesús, muerto y resucitado por nosotros, nuestro contemporáneo. Y que nuestra vida «florezca» siempre así, como la Pascua, con las flores de la esperanza, de la fe, de las buenas obras. Que nosotros encontremos siempre la fuerza para esto en la Eucaristía, en la unión con Jesús. ¡Buena Pascua a todos!