“Lo importante, es amar”, decimos a menudo. Esto es profundamente cierto, si es que el amor es verdadero.
“Errar y frustrarse en el amor es lo más terrible: es una pérdida eterna que ni el tiempo ni la eternidad pueden compensar”, decía Sören Kierkegaard. A veces parece que el relativismo contemporáneo “erra y se frustra en el amor”. Benedicto XVI lo reiteró en Caritas in Veritate: “Sin la verdad (...), el amor se convierte en una cáscara vacía que se puede llenar arbitrariamente. Este es el riesgo mortal que corre el amor en una cultura sin verdad. Es presa de las emociones y opiniones contingentes de los seres humanos; se convierte en un término abusado y distorsionado, hasta el punto de significar su contrario”. (n. 3).
El origen del amor
En el tema del amor, se puede caer en discursos frívolos o en debates estériles en los que chocan las ideologías. San Juan Pablo II, en su teología del cuerpo, procura evitar estos escollos. Para entender el amor, propone volver “al principio”, al Génesis, al momento de la creación del hombre. En esto imita al propio Jesús (cf. Mt 19,4; Mc 10,6). Este enfoque recuerda también la actitud de los físicos que, para comprender el universo, buscan en él el eco de su origen, del “big bang”.
Los tres primeros capítulos del Génesis revelan el “big bang” del amor, la “explosión original” del Amor divino en su obra creadora. Su eco resuena para siempre en el corazón humano. La teología del cuerpo lo analiza. Fue expuesta por Juan Pablo II en 129 catequesis de miércoles entre septiembre de 1979 y noviembre de 1984.
El pensamiento del Papa polaco se basa en una idea central, expresada en una célebre frase del Concilio Vaticano II, que condensa en pocas palabras el plan original de Dios: el hombre, dice la Gaudium et Spes (nº 24), es “la única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo, [y] no puede encontrar su plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo (…)”.
Ningún hombre se dio la vida a sí mismo: el ser humano es recibido como un don, fruto del amor de sus padres, una prolongación del amor de Dios, que infundió su cuerpo con un alma espiritual. Cada uno es el resultado de una iniciativa divina, de un Amor ilimitado que le precede y que tiene tal fuerza que “busca” difundirse creando seres capaces de compartirlo. No somos fruto del azar, del destino ciego, de un choque aleatorio de moléculas, de una mutación genética accidental.
Que Dios haya querido al hombre “por sí mismo” significa que, en la tierra, este ser es el único que puede conocer su Amor, aceptarlo y responder a él por la única razón de que lo quiere. En el corazón del misterio de la persona humana está la libertad, la capacidad de conocer el amor y de amarlo a su vez.
“Por sí mismo” significa también que Dios respeta la respuesta del hombre: su “sí” —amor correspondido— da gloria a Dios; su “no” —amor rechazado— ofende a Dios. El Creador permite que el “no” “bloquee” la omnipotencia de su Amor, hasta el punto de prever para la eternidad un lugar sin amor, donde se respete para siempre el “no” consciente, deliberado y persistente de la criatura. El infierno es sin duda la confirmación más paradójica del hecho de que Dios nos ama hasta el punto de respetar infinitamente nuestra libertad.
La cuestión antropológica
La cita de la Gaudium et Spes vincula el problema del amor con la cuestión antropológica, que es sin duda una de las más cruciales hoy en día. En la era del relativismo, la identidad del hombre se tambalea, oscilando entre el transhumanismo, que quiere ponernos al nivel de la máquina, el antiespecismo, que pretende reducirnos al rango del animal, la ideología de género, que nos convierte en demiurgos, la procreación asistida, que reduce la vida humana a un producto de fabricación (o de almacenamiento en nitrógeno líquido), el aborto y la eutanasia, en los que el ser humano es tratado como un residuo, la sexualidad desenfrenada, en la que es visto como un objeto de placer, etc.
La cuestión de la identidad del hombre está profundamente ligada a la cuestión del amor: “no podemos explicar filosóficamente la esencia del hombre hasta que no comprendamos la verdadera esencia del amor. Porque sólo en el amor el hombre despierta a la plenitud de su existencia personal, sólo en el amor realiza la plenitud de su esencia” (Dietrich Von Hildebrand). La cuestión de la identidad del hombre no se plantea, en primera instancia, como un problema intelectual. Surge ante todo como fruto de una experiencia, de la contemplación, del asombro ante el don recibido. En la contemplación, el protagonista no es el sujeto, sino la realidad contemplada, que se ofrece, que revela su esplendor, que sorprende, que atrae, que suscita el amor.
El amor de alianza
Al principio, fue la persona de Eva la que sorprendió y atrajo a Adán: “¡Esta vez es hueso de mis huesos y carne de mi carne! (...) Por eso el hombre dejará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se convertirán en una sola carne” (Gn 2,23-24). Dios quiso que la forma de responder a su plan de amor fuera a través del amor de alianza, el matrimonio. Es el signo original en el que Dios revela y comunica su propia imagen y semejanza (cf. Gn 1,26-27), cuando crea al hombre y a la mujer, cuando les invita a dejar a sus padres, a hacerse “una sola carne” y a ser fecundos (cf. Gn 1,28).
El matrimonio no es una invención humana, producto de una cultura o de una época. No es un OGM, un “organismo genéticamente modificable” porque, dice Juan Pablo II, es el “sacramento primordial”, el “signo que transmite (...) en el mundo visible el misterio invisible escondido en Dios desde toda la eternidad” (Audiencia 20-2-80). El matrimonio es la institución en la que Dios se revela como comunión de Personas y como don, como Amor creador, y revela al hombre su vocación al “don desinteresado de sí mismo”, al amor procreador.
En el matrimonio, compartimos todo lo que tenemos pero, sobre todo, damos todo lo que somos. El don del matrimonio es el don de toda la persona, de la persona en su cuerpo. Este regalo es exclusivo y definitivo. Exclusivo porque sólo puedes dar todo tu ser a una persona. Definitivo porque, como dicen los niños, “dar es dar y volver a tomar es robar”. Este don es un don de toda la persona y, por tanto, incluye la dimensión sexual.
El don de sí mismo
El don da sentido a la sexualidad, que es el lenguaje de la entrega, el lenguaje que permite al hombre dar a su mujer una dimensión esencial de su ser, a saber, su masculinidad, su potencial para ser padre y hacer de ella una madre, mientras que la mujer ofrece a su marido su feminidad, su potencial para ser madre y hacer de él un padre. El don de la persona sólo es posible entre un hombre y una mujer. El lenguaje de la sexualidad pertenece al matrimonio como consumación y celebración del don mutuo.
El amor es un don de sí mismo. Es una verdad primordial, constitutiva de la persona humana: el amor conyugal es entrega porque Dios lo revela en el Génesis, porque el eco de esta revelación resuena a lo largo de la historia, en todas las culturas y civilizaciones —salvo que sean bárbaras— en la poesía, el canto y la literatura. Es una entrega porque nuestra conciencia nos lo sugiere, porque nuestro corazón nos lo exige, porque vibramos de entusiasmo a la vista de los que se dan, porque tenemos la intuición de que no hay otro camino hacia la felicidad, y porque la experiencia nos lo confirma. Porque los santos nos lo enseñan: “Amar es darlo todo y darse a sí mismo” (Santa Teresa de Lisieux). Porque Dios envió a su único Hijo para confirmarnos en su carne que “no hay amor más grande que dar la vida por los que uno ama” (Juan 15,13) (Jesús evoca aquí la vocación universal a la entrega, en el matrimonio o en el celibato, que no excluye la llamada particular al sacrificio heroico de la propia vida por los demás, por la propia patria, por la propia fe, como en el martirio).
El don es “desinteresado”: esta dimensión del amor choca con el utilitarismo contemporáneo. En su célebre libro Amor y responsabilidad, Karol Wojtyla dedica decenas de páginas a desenmascarar la mentalidad utilitaria, que, por así decirlo, “se nos pega”. Es paradójico: nuestro mayor interés es aprender a ser desinteresados.
La verdadera libertad sexual
Hoy más que nunca, la sexualidad está expuesta a la mentalidad utilitarista, centrada en el interés, el cálculo y la experiencia fugaz y egocéntrica del placer sensual. Esto no deja de tener consecuencias dramáticas. En el acompañamiento espiritual, los corazones se abren y confían los sufrimientos ocultos de una sexualidad abandonada a sí misma: aislamiento, frustración, tristeza, irritabilidad, infidelidad, complejos, agresividad, apatía, trastornos compulsivos, alteración de la función sexual, con muchas consecuencias negativas en la vida familiar, social y profesional. Una sexualidad que niega el don acaba alienando a la persona, porque encuentra su identidad en la afirmación del don. Hay un gran silencio —una especie de omertà— en torno a este sufrimiento. Esto es aún más preocupante porque ya no se trata de dramas aislados, sino de un verdadero problema de salud pública. La adicción a la pornografía, por ejemplo, está adquiriendo proporciones aterradoras.
La verdadera libertad sexual se llama castidad, que es el arte de amar en el propio cuerpo, el arte de expresar el lenguaje del amor corporal, el arte de poseerse plenamente para poder darse, el arte de vivir la alegría de la entrega que, en la vida conyugal, se convierte en una profunda exultación de los corazones y de los cuerpos, el verdadero placer de toda la persona dada y recibida en la carne.
Para darse, hay que poseerse. Para poseerse, hay que recibirse. Es precisamente aquí —en el recibir a uno mismo como un don de Dios— donde la libertad encuentra sus raíces, donde nace la posibilidad de dominio, de soberanía sobre la esfera de nuestra personalidad: “¿Porque qué es tan propio de un rey como un espíritu sujeto a Dios que sabe gobernar su cuerpo?” (San León Magno).
En Cristo, ha surgido una nueva modalidad de la vocación universal a la entrega, cuya fecundidad espiritual se beneficia a todos: el celibato “por el Reino”, que es una gracia muy grande porque va más allá del “arquetipo del amor”, nombre dado por Benedicto XVI al matrimonio en Deus Caritas est. Uno no elige el celibato en la Iglesia por miedo al sexo opuesto o por egoísmo. Si el celibato no es un don, entonces no es una vocación, porque Dios tiene una vocación única para el hombre —el don desinteresado de sí mismo— que se presenta de dos formas: el matrimonio o el celibato por el Reino.
La institución del matrimonio, la comunión de amor entre el hombre y la mujer, revela la imagen y semejanza de Dios. El matrimonio no se puede suprimir, ni se puede pretender cambiar su naturaleza, “modificarlo genéticamente”: eso equivaldría a querer suprimir o cambiar a Dios. Esto haría inútil el don de Cristo en la Cruz y el don de su Cuerpo en la Eucaristía: es sobre este don, sobre esta “alianza nueva y eterna”, que los esposos se injertan en el sacramento del matrimonio. Este sacramento les permite amar con el mismo amor que une a Cristo con su Esposa, la Iglesia. Les da la gracia de amarse, de hablar el lenguaje del don, de entenderse y perdonarse.
“El amor conyugal no es amado”, dijo una vez Juan Pablo II a uno de sus colaboradores. Lo importante es amar, volver a amar de verdad.
*Stéphane Seminckx es sacerdote, doctor en medicina y en teología. Es autor del libro Si Tu Me Dices “Ven”. Una visión cristiana del éxito en el amor, publicado en España en la editorial Rialp.