Cómo se hace un santo
El Padre nunca fue amigo de los hechos extraordinarios: para creer me basta con los milagros del Evangelio, solía decir. Lo que inculcó siempre a sus hijos fue el amor a la vida corriente, el heroísmo de hacer versos heroicos, endecasílabos, de la prosa ordinaria de cada día. Nunca le oí contar a san Josemaría ningún hecho milagroso o que pudiera interpretarse así. El milagro que esperaba de sus hijos –y machacó su pensamiento hasta el cansancio– era el del cumplimiento acabado de los propios deberes religiosos, familiares, profesionales, sociales, por amor de Dios.
Una anécdota ilustra mejor este aspecto esencial de su espíritu. En 1966 había fallecido don José María Albareda, uno de sus hijos mayores, que fue un investigador científico de renombre internacional, destacado no sólo en su área de conocimiento –la edafología, o ciencia de los suelos– sino también porque desde su creación, en 1939, hasta que falleció, fue Secretario General del Consejo Superior de Investigaciones Científicas.
Don José María Albareda, ordenado sacerdote en 1960, era el Rector de la Universidad de Navarra cuando yo llegué a Pamplona. Era un hombre tan bueno como sabio, humilde, alegre, que tenía una sonrisa permanente en su rostro. Se fue de este mundo con fama de santidad.
Al poco tiempo de fallecer el profesor Albareda, el Padre comentó en una tertulia de familia, en Roma, la noticia que le había llegado:
- Dicen que José María Albareda está haciendo milagros...
Y agregó, manifestando una vez más su aversión a lo que se salía de la vida corriente:
- Parecería que este hijo me ha perdido el buen espíritu...
Entonces, con su habitual delicadeza, intervino en la conversación don Álvaro:
- Padre, ese es ahora su trabajo ordinario...
El Padre no respondió nada.
A partir del 26 de junio de 1975, san Josemaria comenzó su nuevo trabajo en el cielo. Los santos interceden delante de Dios para obtener de su bondad las gracias que pedimos. El Padre aseguraba que desde el cielo ayudaría mejor a sus hijos... y a todo el mundo, como lo había hecho siempre, sin poner ningún límite.
Hasta 1992, cuando fue beatificado por el Beato Juan Pablo II, en la Oficina de las Causas de los Santos de la Prelatura del Opus Dei, en Roma, se conservaban dos volúmenes, con un total de 1.200 páginas, con la documentación de veinte curaciones atribuidas a su intercesión. Estas curaciones, después de diversos estudios especializados, han sido declaradas "científicamente inexplicables".
Además de la documentación sobre estos hechos prodigiosos, y hasta la misma fecha, en la Oficina había 75.000 relaciones firmadas, procedentes de todo el mundo, que narran favores obtenidos gracias a su mediación.
La curación de Sor Concepción Boullón Rubio fue el milagro presentado a la Congregación para las Causas de los Santos en el transcurso del proceso de Beatificación de san Josemaría.
Durante siglos la santidad fue reconocida por el pueblo cristiano “por aclamación”. En nuestros días, gracias a la reforma de los procedimientos, iniciada por Pablo VI en 1969 con y proseguida por Juan Pablo II, en 1983, se ha hecho realidad el deseo del Concilio Vaticano II, de que se pudiera proponer a los fieles, como ejemplos de santidad, aquellas figuras que tuvieran una mayor actualidad y respondieran mejor a la sensibilidad contemporánea.
La agilización de los procedimientos no ha significado menor rigor en las investigaciones documentales, previstas para demostrar que quien es propuesto para ser declarado santo ha vivido heroicamente las virtudes cristianas y, comprobado por medio de un milagro indudablemente atribuido a su intercesión, que goza de la visión de Dios en el Cielo.
Todas las Causas de canonización siguen un itinerario en cuatro fases: una preliminar, dedicada a comprobar si se dan las condiciones indispensables para comenzar las investigaciones; una fase instructoria, para la recogida de las pruebas testificales y documentales; una fase de estudio, en las que las pruebas son examinadas por la Congregación pontificia competente, cuyo acto conclusivo es el decreto sobre la heroicidad de las virtudes; y, por último, la prueba del milagro, con una estructura análoga: fase instructoria, fase de estudio y decreto sobre el milagro.
La Causa del fundador del Opus Dei fue introducida el 19 de febrero de 1981, con una patente evidencia de su fama de santidad: 69 cardenales, 1.228 Obispos (más de un tercio del episcopado mundial) y 41 superiores generales de órdenes y congregaciones religiosas, eran algunos de los autores de las 6.000 cartas postulatorias, enviadas a la Santa Sede por personas de más de cien países, que pedían su comienzo.
La Postulación también presentó 1.500 narraciones firmadas, de favores atribuidos a la intercesión del Padre, que habían sido seleccionadas entre las casi 10.000 con las que se contaba en los primeros tres años después de su fallecimiento.
Después de la fase preliminar comenzó la fase instructoria del proceso, en la que se recogen las pruebas de testigos y las pruebas documentales. Toda la vida del fundador del Opus Dei, así como sus escritos – que suman 13.000 páginas, reunidas en 71 volúmenes –, fueron examinados en dos procesos simultáneos, uno en Roma y otro en Madrid, iniciados en mayo de 1981.
Los Teólogos Censores, después de terminar sus trabajos afirmaron:
“Escrivá posee la fuerza de los clásicos: el temple de un Padre de la Iglesia”.1
“El Fundador del Opus Dei aparece como una personalidad de profundísima hondura espiritual, destinada a dejar una huella imborrable en la vida y en la historia de la Iglesia”. 2
“Estos escritos constituyen ya un tesoro precioso para la Iglesia de Dios y pueden contarse entre los más elevados y fecundos. Y aunque su doctrina no se hubiese plasmado en la realidad eclesial del Opus Dei, tiene tal vigor de por sí, que se podría afirmar que ha abierto una nueva época en la Iglesia”. 3
“En nuestros días estos escritos constituyen una fuente inagotable de inspiración para una nueva aurora de la Iglesia de Dios en su presencia en el mundo”.4
En la tercera etapa –fase de estudio– se exponen sistemáticamente, como dijimos, las pruebas proporcionadas sobre la vida del Siervo de Dios, tanto en los procesos como en las investigaciones histórico-documentales.
Bajo la guía y el control del relator designado por la Santa Sede, el R. P. Ambrosio Eszer, O.P., un equipo de especialistas en Teología, Historia de la Iglesia y Derecho Canónico, coordinado por el Postulador, don Flavio Capucci, trabajó en la elaboración de la Positio, una tesis sobre la vida y las virtudes del Fundador: cuatro volúmenes con un total de 6.000 páginas, que fueron entregados a la Congregación para las Causas de los Santos en junio de 1988 y, a su vez, confiada al estudio de los Consultores Teólogos. Algunos de los comentarios que mereció la Positio fueron éstos:
“Se queda uno admirado ante la figura poliédrica y gigantesca del Siervo de Dios, y surge espontáneamente un acto de agradecimiento a la Providencia divina por haber reservado, para nuestro siglo que ahora termina, la presencia de un sacerdote y un Fundador que encarnase plenamente una de las enseñanzas del Concilio Vaticano II: la vocación universal a la santidad, de la cual él mismo fue un apóstol y un ejemplo incomparable”. 5
“Pienso que no nos equivocamos al afirmar que se trata de la Causa del mayor apóstol de nuestro siglo”. 6
“Creo que el Siervo de Dios constituye un gran don que Dios ha hecho a la Iglesia de nuestro tiempo. Veo en él a un gran maestro de la vida espiritual, no sólo para los laicos, para los que es un apóstol de la vocación universal a la santidad, sino también para el clero y los religiosos de esta época más bien crítica de la vida de la Iglesia”.7
“Es una figura espiritual que se alza (¿hace falta recordarlo?) con una grandeza verdaderamente gigantesca en el cielo de la Iglesia del siglo XX”. 8
El Santo Padre Juan Pablo II promulgó el Decreto sobre la heroicidad de las virtudes del fundador del Opus Dei, el 9 de abril de 1990. Fue un día de fiesta grande en todos los sitios donde se encontraban mujeres y hombres del Opus Dei, e innumerables personas que tenían experiencias vividas de la santidad de san Josemaría y de su intercesión paternal delante de Dios. El Decreto reconocía la prodigiosa difusión de la devoción privada hacia el Siervo de Dios, hasta el punto de afirmar que constituye “un verdadero fenómeno de piedad popular”. ¡Fue tan padre mientras estuvo en la tierra! Y sus cuidados de padre – tengo corazón de padre y de madre, solía decir con razón – llegaban ahora, desde el cielo, a los detalles más materiales y a las necesidades espirituales escondidas en los pliegues más íntimos de las almas.
Después del decreto de las virtudes heroicas, sólo faltaba que la Congregación para las Causas de los Santos aprobara el milagro de la curación de Sor Concepción Boullón Rubio, después de su examen médico y teológico. El 6 de julio de 1991, una vez cumplidos esos pasos, el Papa ordenó que se extendiese el Decreto sobre dicha curación prodigiosa. El 3 de octubre siguiente, el cardenal Felici, Prefecto de la Congregación, comunicó a don Flavio Capucci que el Papa Juan Pablo II celebraría la beatificación del Fundador del Opus Dei el 17 de mayo de 1992, en la Plaza de San Pedro de Roma.
¿Capricho o algo más serio?
Los aviones no están pensados para dormir, al menos en la clase turista, al menos para mí. Pero el 13 de mayo de 1992, mientras el vuelo 732 de Varig enfilaba hacia Roma, sólo necesitaba recordar y agradecer, imaginar lo que vendría y seguir dando gracias a Dios.
Desde el anuncio de la beatificación del Padre, no dejaban de sorprenderme los mil y un recursos que tiene el cariño: entre más de cuatrocientos uruguayos que viajaban en ese y en otros vuelos, se contaban por decenas los que habían hecho sacrificios económicos grandes para participar de la fiesta: empeños, créditos, venta de recuerdos de la familia... En otros casos, el cariño al futuro Beato les había hecho superar dificultades mayores que las económicas. La señora Chichita, y no era la única, de puro miedo nunca había viajado en avión; pero estaba ahí, pasillo por medio, sonriente y aparentemente serena. Le pregunté cómo se encontraba.
Una parte de los viajeros pertenecían a la Obra; otros muchos no, pero todos eran mujeres y hombres que se reconocían deudores del fundador del Opus Dei: en su espíritu habían encontrado un ideal de vida cristiana que reclamaba ir a Roma a agradecérselo.
Nadie sabía ni podía calcular cuántas personas nos encontraríamos en Roma. Las agencias de viaje, por el trabajo que les daba conseguir los alojamientos, aseguraban que "muchos miles"... El grupo en el que yo estaba no podía quejarse: el hotel “La Pergola”, en la zona de los Prati Fiscali, se encontraba a una hora de ómnibus de San Pedro. Comparado con otros, que debieron instalarse a cincuenta, a cien y más kilómetros de Roma, éramos afortunados.
"Yo tengo tantos hermanos..."
Desde el 26 de junio de 1975, los restos del Padre se encontraban en la cripta de la Iglesia prelaticia de Santa María de la Paz, a la que acudían a rezar diariamente centenares de personas. El 14 de mayo por la mañana fueron trasladados a la basílica de San Eugenio a Valle Giulia, templo de buena capacidad, cercano a Villa Tevere, que está atendido por sacerdotes de la Prelatura del Opus Dei. Desde entonces, hasta el día de la beatificación, el féretro estuvo cubierto con un velo, a la derecha del altar mayor.
A la mañana siguiente de llegar a Roma fui a San Eugenio. Encontré la basílica envuelta en un delicioso silencio, creado espontáneamente por cada uno de los que llenaban la iglesia hasta sus límites. Hacía 18 años que había estado por última vez con el Padre en Buenos Aires... y 22 que no había vuelto a Roma. Tenía mucho que conversar con él. Nunca me fue tan fácil hacer, en todos los tonos y con tantos matices, una oración de acción de gracias que florecía en el centro del alma.
El domingo 17 de mayo, a la hora exacta de despertarse, el sol romano se lavó la cara de nubes sin olvidarse de ninguna, y fue a instalarse esplendoroso en la Plaza de San Pedro. A las 8 de la mañana ya estaba alegrando con su luz al pacífico río de gente que, caminando a buen paso por la Via della Conciliazione, desembocaba como en un lago en la inmensa plaza.
Por las calles de Roma, en ómnibus, en el Metro, en taxis, en autos y a pie, una muchedumbre con aire de familia le daba vida a una milonga de Atahualpa Yupanqui, “Los hermanos”, que sentí no conocer cuando el Padre vivía: le habría encantado escucharla:
Yo tengo tantos hermanos que no los puedo contar
en el valle, en la montaña, en la pampa y en el mar
Mientras el autobús nos llevaba desde el hotel a la Plaza reconocí a campesinos peruanos, a mujeres escandinavas, a japoneses de edad indefinida, a nigerianos que, de tan negros, parecían azules.
Cada cual con su trabajo, con sus sueños cada cual
con la esperanza delante, con los recuerdos detrás
yo tengo tantos hermanos que no los puedo contar
Era el Padre quien nos había enseñado a cada uno a trabajar con esperanza, y a soñar con la seguridad de que nos quedaríamos cortos en nuestros sueños si éramos fieles a la vocación recibida.
Gente de mano caliente por eso de la amistad
con un lloro pa’ llorarla, con un rezo pa’ rezar
con un horizonte abierto que siempre está más allá
y esa fuerza pa’ lograrlo con tesón y voluntad...
En tantos años como llevaba en el Opus Dei había conocido a muchos de los primeros, de los que creyeron en San Josemaría cuando todo era fe y nada más o, mejor dicho, fe y oración y trabajo, tozudez santa para seguir adelante. No sé a cuántos abracé camino de San Pedro, a muchos...
Y así seguimos andando, curtidos de soledad
nos perdemos por el mundo, nos volvemos a encontrar
y así nos reconocemos, por el lejano mirar
por las coplas que cantamos, semillas de inmensidad...
En la Plaza de San Pedro, esperando el comienzo de la Santa Misa, la alegría se desbordaba en cantos. Era una familia grande la que cantaba, hombres y mujeres de todas las edades y ocupaciones, de todos los continentes. Al día siguiente, la prensa hablaba de 300.000 personas, sin caer en la cuenta de que esa multitud era un sueño del nuevo Beato hecho literalmente realidad.
En 1933 el Padre había empezado a dar unas charlas de formación a los muchachos que iba conociendo. A la primera de ellas, a la que había invitado a bastantes y que tuvo lugar en un cuarto de un asilo de Madrid, asistieron solamente tres estudiantes. No se desanimó ante un número tan pequeño. Al terminar, en la capilla del asilo les dio la bendición con el Santísimo y no vio a tres, según explicaba, sino a trescientos, tres mil, trescientos mil, tres millones...
El sol, cuando se emociona, lo demuestra a lo grande. Al empezar la Misa de la beatificación del fundador del Opus Dei y de la religiosa sudanesa Josefina Bakhita, la temperatura del ambiente correspondía a una fiesta en el ferragosto italiano.
Más de treinta cardenales y doscientos obispos asistieron a la concelebración que presidió el Santo Padre Juan Pablo II. Antes de empezar la Misa, a través de los altoparlantes se escuchó el nombre de los veinte concelebrantes: además del cardenal Vicario del Papa para la diócesis de Roma y de los Cardenales – Arzobispos de Madrid y de Dar-es-Salaam (Tanzania), se encontraba monseñor Álvaro del Portillo, Prelado del Opus Dei, ordenado obispo por Juan Pablo II en 1991; el Arzobispo de Zaragoza y el obispo de Barbastro, por ser ciudades en estrecha relación con la vida del Padre; los Arzobispos de Karthoum y de Lumumbasi; el Secretario de la Congregación para las Causas de los Santos; el Pro-Nuncio Apostólico en Sudán; los obispos de El Obeid (Egipto) y de Vicenza. Finalmente, el Superior General de los Canosianos, Congregación a la que pertenecía Sor Bakhita; monseñor Javier Echevarría; monseñor Francisco Vives, del Consejo General del Opus Dei; los Vicarios Regionales de España, Italia, Brasil y Japón; y Soichiro Nitta, el primer sacerdote japonés del Opus Dei.
El rito de la beatificación tuvo lugar apenas comenzada la Santa Misa. El cardenal Camillo Ruini, Vicario del Papa para la diócesis de Roma, y monseñor Pietro Nonis, obispo de Vicenza –ciudades donde murieron los nuevos beatos– se adelantaron hacia el altar. Después de leer un breve perfil biográfico del fundador del Opus Dei y de Sor Josefina Bakhita, solicitaron en nombre de la Iglesia que el Santo Padre procediera a su beatificación.
Juan Pablo II, hablando pausadamente en latín, pronunció la fórmula prevista por la liturgia de la Iglesia:
“Nos, acogiendo el deseo de nuestros hermanos Camillo Ruini, nuestro Vicario para la diócesis de Roma, y Pietro Giacomo Nonis, obispo de Vicenza, así como de muchos otros hermanos en el episcopado y de numerosos fieles, después de haber escuchado el parecer de la Congregación para las Causas de los Santos, con nuestra autoridad apostólica concedemos que los venerables Siervos de Dios Josemaría Escrivá de Balaguer, presbítero, fundador del Opus Dei, y Josefina Bakhita, virgen, Hija de la Caridad, Canosiana, de ahora en adelante puedan ser llamados beatos y se pueda celebrar su fiesta todos los años en los lugares y del modo establecido por el derecho el día de su tránsito al cielo: el 26 de junio, Josemaría Escrivá de Balaguer, y el 8 de febrero, Josefina Bakhita. En nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”.
Al terminar de hablar el Papa, se confundieron la Iglesia de la tierra y la del cielo. A sus palabras respondimos trescientas mil voces con un triple Amén, acompañadas por el sonido de una trompeta que llegaba hasta el más allá, tan cercano en ese instante. Entonces, dos grandes tapices velados, colgados de la fachada de la basílica de San Pedro, fueron descubiertos a la vista de todos: a la izquierda, el semblante del Beato Josemaría, con una difuminada aureola; a la derecha, la figura de Sor Josefina Bakhita. Oraciones y aplausos, hasta que las manos no podían golpear más de alegría. Desde el cielo se volcó en la plaza un tazón de felicidad.
El Papa incensó después las reliquias de los nuevos Beatos y la asamblea entonó vibrante el Christus vincit.
Al terminar las lecturas de la Misa, propias del quinto Domingo de Pascua, el Santo Padre va a pronunciar la homilía. Le escuchan trescientos mil corazones.
El Papa comienza citando unas palabras de los Hechos de los Apóstoles que son el resumen de la vida de los nuevos beatos: “Es necesario pasar muchas tribulaciones para entrar en el reino de Dios”. Un poco más adelante recuerda el mandamiento nuevo del Señor – "que os améis unos a otros como yo os he amado" (Jn XIII, 34) – y explica que este mandato del Señor "ocupó el centro de la vida de dos hijos ejemplares de la Iglesia, que hoy, en la alegría pascual, son proclamados beatos".
Hasta aquí el Papa habla en italiano. Cuando comienza a trazar un breve perfil biográfico del fundador del Opus Dei y a exponer su mensaje, lo hace en castellano. Es un momento único: el Vicario de Cristo se refiere a este sacerdote que "dio inicio a la misión fundacional a la que dedicaría cuarenta y siete años de amorosa e infatigable solicitud a favor de los sacerdotes y laicos de lo que hoy es la Prelatura del Opus Dei".
Recordó el Santo Padre que "la vida espiritual y apostólica del nuevo beato estuvo fundamentada en saberse, por la fe, hijo de Dios en Cristo. De esta fe se alimentaba su amor al Señor, su ímpetu evangelizador, su alegría constante, incluso en las grandes pruebas y dificultades que hubo de superar".
No es difícil adivinar qué pensaría don Álvaro Del Portillo –testigo inmediato, durante cuarenta años, de la alegría dolorosa del Padre sacando adelante el querer de Dios–, mientras hablaba Juan Pablo II y recordaba textualmente lo que muchas veces enseñó: Tener la Cruz es encontrar la felicidad, la alegría, tener la cruz es identificarse con Cristo, es ser Cristo y, por eso, ser hijo de Dios.
"Con sobrenatural intuición, continuó el Papa, el beato Josemaría predicó incansablemente la llamada universal a la santidad y al apostolado. Cristo convoca a todos a santificarse en la realidad de la vida cotidiana; por eso, el trabajo es también medio de santificación personal y de apostolado cuando se vive en unión con Jesucristo, pues el Hijo de Dios, al encarnarse, se ha unido en cierto modo a toda la realidad del hombre y a toda la creación".
Después de subrayar dos aspectos esenciales de su vida espiritual -"su gran amor a Cristo, por quien se siente fascinado", "su amor filial a la Virgen María"- Juan Pablo II afirmó: "la actualidad y trascendencia de su mensaje espiritual, profundamente enraizado en el Evangelio, son evidentes, como lo muestra también la fecundidad con la que Dios ha bendecido la vida y obra de Josemaría Escrivá".
Al final de la homilía, cuando ya conocemos el camino que ha recorrido Josefina Bakhita para alcanzar la santidad, el Papa dice de los dos nuevos beatos: "Ellos han amado a Dios con toda la fuerza de su corazón y han dado prueba de una caridad que han llevado hasta el heroísmo mediante las obras de servicio a los hombres, sus hermanos. Por eso la Iglesia los eleva hoy al honor de los altares y los presenta como ejemplos en la imitación de Cristo, que nos ha amado y se ha dado a sí mismo por cada uno de nosotros (cfr. Gal. II, 20). (...) Dice el Hijo del hombre: '¿No era necesario que... soportase estos sufrimientos para entrar en su gloria?' Estos son los que de generación en generación han seguido a Cristo: 'A través de muchas tribulaciones, ellos han entrado en el reino de Dios’”.
Siguió el canto del Credo, en latín, y la oración de los fieles: en polaco, francés, japonés, alemán, kiswahili y portugués. Después, la procesión de las ofrendas, llevadas por fieles de la Prelatura del Opus Dei y por varias religiosas canosianas. Mientras tanto, en la plaza se escucha el cántico, en diversos idiomas y al unísono, "Un solo Señor, una sola fe, un solo Bautismo". Una señora de religión ortodoxa, que había viajado desde Finlandia, escribiría luego a una amiga: "Piensa lo que era contemplar trescientas mil personas reunidas en un mismo lugar, rezando las mismas oraciones, entonando los mismos cantos... Si la fidelidad del fundador del Opus Dei consiguió esto, ¡lo que sería el mundo, si todos fuéramos fieles!”
Al día siguiente, una religiosa a la que encontré en la basílica de San Pedro me dijo:
Es fácil recogerse espiritualmente en una capilla, pero ¿cómo conseguir crear este ambiente entre centenares de miles de personas? No hay más fórmula posible que sumar el recogimiento personal de los participantes. Lo entendió perfectamente un cerimoniere pontificio que comentó al terminar la Misa:
- Estoy conmovido. ¡Cuánto me ha impresionado la actitud de piedad de la gente, antes, durante y después de la ceremonia! Se notaba que había algo que unía a todos, y ese lazo no puede ser sino el espíritu recibido del nuevo beato.
Para distribuir la Comunión, más de setecientos sacerdotes de la Prelatura nos distribuimos por los diversos pasillos, hasta llegar al final de la plaza y lugares adyacentes. Mientras tanto, los fieles cantaban un popular himno eucarístico, Cantemos al Amor de los amores.
El Santo Padre distribuyó la Eucaristía a varias decenas de personas. Había una amplia representación de la variedad de razas, edades y condición de los peregrinos congregados en Roma para esta solemnidad.
Una señora venida de Guatemala contó:
Antes de terminar la Misa, el Santo Padre dirigió de nuevo su palabra:
"Queridos hermanos y hermanas:
Ha llegado el momento de rezar la hermosa antífona del Regina Coeli, que expresa de forma magnífica la alegría de la Madre del Señor por la resurrección de su Hijo y, con ella y en ella, la alegría de la Iglesia y de todos nosotros.
Hoy, de modo especial, la Iglesia se alegra con María al ver elevados al honor de los altares al beato Josemaría Escrivá de Balaguer y a la beata Josefina Bakhita.
La Iglesia se alegra por ambos, por el hecho de que se han encontrado hoy para esta beatificación en la plaza de San Pedro. Es un encuentro muy significativo para nosotros y para todos el mundo.
Este hermano nuestro...”
(El Papa se vio obligado a hacer una pausa, para permitir que diéramos salida, con los aplausos, al entusiasmo contenido durante más de dos horas).
- “Este hermano nuestro y esta hermana nuestra en Cristo alimentaron constantemente su vida espiritual con una fervorosa y auténtica devoción a la Madre de Dios.
También en los últimos momentos de su vida terrena Monseñor Escrivá dirigió una intensa mirada al cuadro de la Virgen de Guadalupe, que tenía en su habitación, para encomendarse a su intercesión maternal y pedirle que lo acompañara hacia el encuentro con Dios. De la misma forma, las últimas palabras de sor Bakhita fueron una invocación estática a la Virgen: "¡La Virgen! ¡La Virgen!", exclamó, mientras la sonrisa le iluminaba el rostro. Por eso, su encuentro hoy para esta beatificación en la Plaza de San Pedro es tan significativo para la Iglesia.
También nosotros, a la luz de su ejemplo, estamos invitados a mirar e invocar a María, sobre todo en este mes consagrado a Ella, en especial rezando el Santo Rosario. En esta oración la Virgen guía nuestra meditación hacia los principales misterios de la Redención. Así, pues, la fe de María ha de ser también la nuestra; y su alegría debe ser igualmente la nuestra.
Y como Ella es causa de nuestra alegría, esforcémonos por ser también nosotros la alegría de María, a fin de alcanzar, con Ella, la Reina del cielo, la patria bienaventurada".
Cantamos con gran alegría el Regina Coeli. Cuando el Santo Padre da su Bendición Apostólica, le responde el triple Amén cantado que corona la ceremonia.
Ahora, bajo un sol implacable y sin ningún apuro, la Plaza de San Pedro irá desalojándose. El inmenso abrazo de la colonnata de Bernini recapitula los innumerables abrazos que cada uno da y recibe de amigos a los que hace veinte y más años que no veía; de compañeros de estudios y de ordenación sacerdotal que están desperdigados por este mundo de Dios.
Nos perdemos por el mundo, nos volvemos a encontrar...
Yo tengo tantos hermanos que no los puedo contar
Y el Padre de todos estos hijos empezó a multiplicarse como nunca para atender a sus hijos. Le encomendé encontrar enseguida de la Misa a monseñor Scarrone, obispo de Florida y Presidente de la Conferencia Episcopal Uruguaya, que había viajado para la beatificación, y con quien iba a almorzar. Nos localizamos mutuamente en un santiamén y fuimos a un restaurante, que estaba repleto, en la Piazza del Risorgimento. Tendríamos que esperar horas..., si el Padre no nos ayudaba. Apenas me asomo y se levantan de una mesa cuatro chicos del colegio Gaztelueta, de Bilbao:
Son detalles minúsculos... ¡pero fueron tantos! Un empresario italiano contaba:
- He tenido dos infartos y sufro mucho con el calor. En un momento de la ceremonia, una señora que estaba delante de mí se sintió mal, por lo que me acerqué enseguida a socorrerla. Sin embargo..., empecé a preocuparme de mi salud. Súbitamente advertí como una especial sensación de fresco a mi alrededor, y me encontré en perfectas condiciones. Durante el resto de la ceremonia me parecía estar en una salita, a pesar de ser una muchedumbre, en medio de un clima de familia, y con gran entusiasmo por el Papa. ¡Qué alegría incontenible sentí!
Un chico también narraba:
- Hablé con mi madre por teléfono y me dijo: una de las cosas que me preocupaban, al pensar en la beatificación, era el miedo a estar en medio de las multitudes: me dan auténtico pánico. Pues cuando llegué a la Plaza de San Pedro, el 17, no sólo no tuve miedo sino que me parecía estar en una habitación con una docena de personas.
Esto era lo propio del Padre: crear un ambiente de familia, como en el Teatro Coliseo, en Buenos Aires, entre cuatro mil personas. Ahora, desde el cielo, podía hacer mucho más, era imposible no verlo.
Un encuentro fuori norma
La primera Misa en honor del Beato Josemaría se celebró al día siguiente de la beatificación, en la misma Plaza de San Pedro, llena por completo, con el mismo sol de fiesta grande, que cooperó para que continuara la fiesta inolvidable. Presidida por don Álvaro del Portillo, concelebraron con él los Vicarios del Opus Dei procedentes de todo el mundo.
Don Álvaro estaba conmovido al leer su homilía, mientras recordaba la primera vez que el Beato Josemaría había ido a Roma y su emoción al divisar la cúpula de San Pedro y rezar el Credo. Aquella noche la transcurrió entera en vela de oración, con la mirada puesta en las ventanas de las habitaciones del Santo Padre, que se divisaban a poca distancia, desde la terraza de la casa donde nos alojábamos, en la cercana Piazza della Cittá Leonina. Ese espíritu de oración perseverante y penitente, ese amor a la Iglesia y al Romano Pontífice, es el que ha inculcado en multitud de almas y del que hoy, aquí, queremos ser una singular manifestación.
* * *
El 18 de mayo de 1992 el Santo Padre cumplía 72 años. Estoy seguro de que nadie esperaba poder expresarle el cariño de la manera en que pudimos hacerlo.
Habitualmente el Papa recibe a los peregrinos que van a una beatificación en el Aula Pablo VI. En esta ocasión, dado el extraordinario número de asistentes, el encuentro tendría lugar en la misma Plaza.
Cuando terminó la Misa en honor del Beato Josemaría, por los altavoces se anunció que Juan Pablo II recorrería las "calles" abiertas entre el público y, por lo tanto, que no sería necesario moverse para verlo. Como algunos periodistas subrayaron al día siguiente, por primera vez después del atentado de 1981, el Papa hizo el recorrido en un jeep descubierto.
Se veía a Juan Pablo II contento, al ver aquella muchedumbre que no era una multitud anónima, sino una familia numerosa que se estrechaba llena de alegría en torno su amadísimo Padre común. Se lo decíamos todos con la sonrisa y con las lágrimas, con el agitar de pañuelos blancos, con las aclamaciones y cantos. Uno de los coros entonó el tradicional Happy birthday, inmediatamente coreado por decenas de miles de personas; más adelante se transformó en la versión española Cumpleaños feliz, para terminar en el Sto lat, la felicitación polaca: ¡Que vivas cien años!
Cuando Juan Pablo II llegó a la escalinata, don Álvaro del Portillo se acercó a saludarlo. El Papa no le dejó poner la rodilla en tierra y besarle la mano: le dio un abrazo lleno de afecto.
El Prelado del Opus Dei dirigió al Santo Padre unas palabras de saludo, interrumpidas tres veces por los aplausos de la concurrencia, que quería así subrayar la identidad de sus sentimientos con los que Don Álvaro estaba expresando en voz alta: cuando agradeció al Papa la beatificación del fundador del Opus Dei; cuando afirmó que el único deseo de la Obra era servir a la Iglesia como la Iglesia quiere ser servida y al manifestar el amor incondicional de los fieles de la Prelatura al Santo Padre y su felicitación por el cumpleaños del Papa.
Juan Pablo II leyó su discurso en cuatro idiomas –italiano, castellano, francés e inglés –, animando a todos a vivir fielmente las enseñanzas del Beato Josemaría, cuya "fidelidad permitió al Espíritu Santo conducirlo a las cumbres de la unión personal con Dios, con la consecuencia de una fecundidad apostólica extraordinaria".
Antes de marcharse, el Santo Padre improvisó un saludo que nos hizo reír. Hablando en italiano dijo:
Cantamos con entusiasmo. Al final, el Papa, que siempre quiere darse un poco más, volvió a tomar la palabra:
A las dos y media de la tarde del domingo 17 de mayo, el féretro velado que contenía los sagrados restos del nuevo beato fue descubierto y, dentro de una urna con cristal, colocado delante del altar mayor de la basílica de San Eugenio. A partir de entonces y hasta el día 21, en que se trasladó solemnemente a la Iglesia prelaticia de Santa María de la Paz, desde la primera hora de la mañana hasta la noche, los peregrinos debimos formar una larga fila para entrar en la iglesia y rezar a vontade, como decía un brasileño, a gusto, aunque sólo fuera un ratito. Pude, una vez, concelebrar allí la Santa Misa. El cielo estaba al alcance de la mano.