Dirección espiritual (voz diccionario San Josemaría Escrivá)

Autor
Guillaume Derville
Publicación
DsJE

1. En la Iglesia como familia de los hijos de Dios en Cristo. 2. Hacia la santidad. 3. Libertad y responsabilidad.
Por dirección espiritual cabe entender el conjunto de ayudas que los fieles reciben en su camino hacia la santidad cristiana. Entre sus muchas modalidades, una se puede llamar colectiva, cuando la ejercen el Papa y los demás obispos mediante cartas pastorales, exhortaciones, homilías, etc., y los sacerdotes cuando predican la Palabra de Dios. La acepción más corriente es, sin embargo, la de dirección espiritual personal, que es aquella que se imparte de modo individual, de persona a persona, con orientaciones y consejos. San Josemaría la ejerció durante años y con todo tipo de gente. Dedica al tema el segundo capítulo de Camino, y vuelve sobre él al hablar de la sinceridad y de otras virtudes (cfr. AD, 15-17, 50-88). En bastantes ocasiones, al tratar del tema, se refiere a la misión del Opus Dei, que ofrece "fundamentalmente, una dirección espiritual a sus fieles y a las demás personas que la pidan" (ECHEVARRíA, Carta pastoral, 2-X-2011, n. 15). A la vez, desarrolla ideas sugerentes para la comprensión de la dirección espiritual en toda la Iglesia.
San Josemaría ve en quien ejerce una dirección espiritual personal un "instrumento" de Dios, que es quien da el crecimiento (cfr. 1 Co 3,7-9). Es el Espíritu Santo, quien "ha de santificar" (C, 57): "el modelo es Jesucristo; el modelador, el Espíritu Santo, por medio de la gracia" (Carta 8-VIII-1956, n. 37: AGP, serie A.3, 94-1-2). La terminología "acompañamiento espiritual", que se difundió en el siglo XX, refleja esa primacía de la gracia, aunque san Josemaría siguió usando el término tradicional. Hay que dejar "a la gracia de Dios y al Director que hagan su obra" para que aparezca "la imagen de Jesús, en que se convierte el hombre santo" (C, 56). Esa gracia es una participación en la vida de Jesucristo, que en la Eucaristía "nos hace cor unum et anima una (Hch 4, 32), un sólo corazón y una sola alma; y nos convierte en familia, en Iglesia" (CONV, 123).
San Josemaría entiende la dirección espiritual en el marco de la Iglesia como familia de los hijos de Dios, desde la perspectiva de la llamada universal a la santidad. Entre sus características esenciales está la de fomentar la libertad y la responsabilidad personales, en vista al crecimiento auténtico de la personalidad.
1. En la Iglesia como familia de los hijos de Dios en Cristo
La consideración de la Iglesia como familia es una de las claves de interpretación de la doctrina de san Josemaría sobre la dirección espiritual personal de las almas y entraña algunas consecuencias nacidas de su experiencia. Siendo joven sacerdote, desarrollaba una actividad pastoral centrada en la atención de los primeros fieles del Opus Dei y de la juventud en general: eran charlas y conversaciones de dirección espiritual, fuera de la confesión. Designaba estas charlas como "confidencia" y comentaba que habían nacido espontáneamente, sin esfuerzo, "con la naturalidad con que mana una fuente". En este ambiente de fraternidad cristiana, de familia, queriendo a las personas con el proverbial corazón de padre y de madre que le caracterizaba, ayudaba a cada uno a buscar, encontrar y amar a Cristo (cfr. C, 382). Comentaba san Josemaría que esto se había desarrollado en el Opus Dei no sin una particular asistencia del Espíritu Santo, a modo de fenómeno, a la vez existencial y carismático, coherente con la realidad de la Obra como "familia de hijos de Dios en su Iglesia" (CONV, 113), donde se transmite un espíritu de santificación del trabajo profesional y de las actividades de la vida cotidiana. Como es lógico, su doctrina sobre la dirección espiritual entronca con la que había aprendido y vivido en el seminario y, en sentido más amplio, con la tradición de la Iglesia, aunque reviviéndola según su experiencia personal, tanto cuando habla de ella en referencia a los fieles del Opus Dei como a todo tipo de cristianos.
La palabra "dirección" connota en sus escritos una función de orientación y consejo, pues no pertenece al régimen de gobierno, sino a otro orden: el de la fraternidad. De hecho, se puede enlazar con la dirección espiritual todo lo que implica "ayudar a otra alma para sostenerla en sus luchas, acostumbrarla a las prácticas de la oración y de la penitencia y al cumplimiento de los deberes de su estado: como lo hace un padre bueno y una madre cristiana con sus hijos; un amigo noble, con sus compañeros o una joven cristiana con sus amigas" (AH, p. 153). La autoridad de quien ejerce la dirección espiritual no implica una actuación de carácter jerárquico, ni una potestad, sino un ejercicio de fraternidad y paternidad cristianas.
Es propio del cristiano frecuentar los sacramentos, especialmente la Penitencia y la Eucaristía; y la vida de la Iglesia muestra que la Confesión se prolonga en la dirección espiritual. Ciertamente, dentro de la Penitencia, o unida a ese sacramento, del que es ministro, el sacerdote, además de la absolución sacramental, puede -y en ocasiones incluso debe- impartir una dirección espiritual (cfr. RP, 32). Y también lo hace en otros muchos momentos: la historia de la Iglesia está repleta de sacerdotes que han sido grandes directores de almas. De hecho, en Camino los puntos 61 y 66- 75 del capítulo "Dirección" se refieren al sacerdote.
Pero no sólo los sacerdotes pueden ejercer la dirección espiritual. Los religiosos que no son sacerdotes y las religiosas la han ejercido siempre en el interior de sus comunidades y con otras personas. En su estudio jurídico-histórico sobre la Abadesa de Las Huelgas (Burgos), san Josemaría señala cómo en diversas ocasiones personas que no tenían el sacerdocio ministerial han ejercido una dirección espiritual, y en otros momentos alude a san Ignacio de Loyola y a san Felipe Neri, también antes de su ordenación. "La historia de la espiritualidad cristiana muestra también que esta función de "director espiritual" no es atributo exclusivo de los sacerdotes. Corresponde también a todos los que toman parte de alguna manera en la educación cristiana de los bautizados", escribe Thils (1965, p. 537), quien pone como ejemplo a los padres y a los educadores en general, que pueden y deben ser consejeros morales de los hijos o de quienes han sido confiados a su cuidado.
Los laicos son, en efecto, "partícipes de la función sacerdotal, profética y real de Cristo" (AA, 2). El Catecismo de la Iglesia Católica recuerda esta realidad a propósito precisamente de la dirección espiritual: "El Espíritu Santo da a ciertos fieles dones de sabiduría, de fe y de discernimiento" (n. 2690; cfr. nn. 1435, 2695). Llevar la dirección espiritual de otras personas es uno de los modos en que los laicos pueden ejercer su sacerdocio común, que capacita "para ayudar a los hombres en su camino hacia Dios, con el testimonio de la palabra y del ejemplo, con la oración y con la expiación" (ECP, 120).
La dirección espiritual es por lo tanto una realidad con fundamento bautismal, como desarrollo del hecho de haber recibido el Bautismo, y un concreto apostolado. Se puede, en efecto, leer en clave de dirección espiritual (introduciendo los matices y las acomodaciones oportunas) lo que san Josemaría escribe en relación con el apostolado de amistad y confidencia; un apostolado que en la existencia laical presupone el testimonio de la vida cristiana dado con naturalidad a través de las situaciones ordinarias del vivir: "Y, al vernos iguales a ellos en todas las cosas, se sentirán los demás invitados a preguntarnos: ¿cómo se explica vuestra alegría?, ¿de dónde sacáis las fuerzas para vencer el egoísmo y la comodidad?, ¿quién os enseña a vivir la comprensión, la limpia convivencia y la entrega, el servicio a los demás? Es entonces el momento de descubrirles el secreto divino de la existencia cristiana: de hablarles de Dios, de Cristo, del Espíritu Santo, de María. El momento de procurar transmitir, a través de las pobres palabras nuestras, esa locura del amor de Dios que la gracia ha derramado en nuestros corazones" (ECP, 148).
Todo ello supone, ciertamente, que quien asume la tarea de dirigir espiritualmente a una persona reúna las condiciones debidas de madurez espiritual, de prudencia, de discreción, de afabilidad, etc., y de formación, ya que en la dirección espiritual no se trata de aconsejar desde las propias experiencias y opiniones, sino desde la fe de la Iglesia. Así lo advertía san Josemaría con texto fuerte y aludiendo a un caso extremo: "Por encima de los consejos privados, está la ley de Dios, contenida en la Sagrada Escritura, y que el magisterio de la Iglesia -asistida por el Espíritu Santo- custodia y propone. Cuando los consejos particulares contradicen a la Palabra de Dios tal como el Magisterio nos la enseña, hay que apartarse con decisión de aquellos pareceres erróneos" (CONV, 93).
2. Hacia la santidad
"Para ir hacia el Señor necesitamos siempre un guía, un diálogo. No podemos hacerlo solamente con nuestras reflexiones. Y este es también el sentido de la eclesialidad de nuestra fe, de encontrar este guía" (BENEDICTO XVI, Discurso, Audiencia general, 16-IX-2009; cfr. también PDV, 40). El Romano Pontífice recoge aquí una larga experiencia de la Iglesia, ratificada por el mensaje de muchos santos, como por ejemplo, san Jerónimo, san Agustín, san Basilio, san Juan de la Cruz y santa Teresa. También san Josemaría afirma la importancia de la dirección espiritual en el camino hacia la santidad. Compara su función a la de un arquitecto que dirige la tarea de alzar edificios (cfr. C, 60). "Os insisto en que os dejéis ayudar, guiar, por un director de almas, al que confiéis todas vuestras ilusiones santas y los problemas cotidianos que afecten a la vida interior, los descalabros que sufráis y las victorias" (AD, 15). En efecto, "el espíritu propio es mal consejero, mal piloto, para dirigir el alma en las borrascas y tempestades, entre los escollos de la vida interior" (C, 59). La prudencia y la humildad, comenta glosando a santo Tomás de Aquino, llevan a "pedir consejo, juzgar rectamente y decidir" (AD, 86).
El papel del "maestro" espiritual (C, 59) consiste en secundar la labor del Espíritu Santo en el alma y dar paz, en vista del don de sí y de la fecundidad apostólica (cfr. C, 62). Para eso es preciso enseñar a introducirse en el Evangelio, en el que "todo, cada punto relatado, se ha recogido, detalle a detalle, para que lo encarnes en las circunstancias concretas de tu existencia" (F, 754). La dirección espiritual ayuda a descubrir lo que el Evangelio dice a cada alma y a reaccionar con una respuesta de entrega. "Sigue siendo válida para todos - afirma Benedicto XVI- (...) la invitación a recurrir a los consejos de un buen padre espiritual, capaz de acompañar a cada uno en el conocimiento profundo de sí mismo, y conducirlo a la unión con el Señor, para que su existencia se conforme cada vez más al Evangelio" (BENEDICTO XVI, Discurso, Audiencia general, 16-IX-2009). La dirección espiritual bien recibida lleva a confrontar la propia vida con Cristo y con su mensaje de amor (cfr. Jn 13, 34), y a ver, a la luz de la Escritura y contando con la acción del Espíritu Santo, la mano de Dios en la propia existencia. Las perspectivas cristológicas y pneumatológicas de la dirección espiritual presuponen que se trata de "una labor mistagógica, es decir, no meramente ascética o ético-moral, sino teologal, de acercamiento al misterio de Dios y a la respuesta amorosa a su llamada" (ILLANES, 1997, p. 71).
"La función del director espiritual -enseña san Josemaría- es abrir horizontes, ayudar a la formación del criterio, seńalar los obstáculos, indicar los medios adecuados para vencerlos, corregir las deformaciones o desviaciones de la marcha, animar siempre: sin perder jamás el punto de mira sobrenatural, que es una afirmación optimista, porque cada cristiano puede decir que lo puede todo con la ayuda divina (cfr. Flp 4,13)" (Carta8-VIII-1956, n. 37: AGP, serie A.3, 94-1-2). Con el crecimiento de la fe, de la esperanza y de la caridad, se ayuda a tratar a Dios personal y continuamente, siguiendo un plan de vida, que san Josemaría consideró siempre un elemento importante en la vida espiritual (cfr. C, 76-78). De esa forma, la oración (vocal y mental), la confesión frecuente, la participación en la Eucaristía -verdadero centro de la vida cristiana-, la familiaridad con la Sagrada Escritura, llevan a profundizar en el sentido de la existencia y en el valor del sacrificio, y a mejorar en la capacidad de examen y en el apostolado.
San Josemaría aconseja tratar siempre, en la dirección espiritual, de tres puntos necesarios para un verdadero progreso espiritual: la fe, la pureza y la vocación (cfr. S, 84; AD, 187). Además de reflejar su experiencia de almas, quizá esta trilogía pueda relacionarse con lo que nos dicen los Hechos de los Apóstoles, describiendo la vida y la perseverancia de los primeros cristianos "en la doctrina de los apóstoles y en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones" (Hch 2, 42). La fe remite a la doctrina apostólica (cfr. CONV, 73). La pureza se vincula al Pan eucarístico: la Comunión frecuente protege el tesoro de la castidad (cfr. Statuta, 84). La oración, respuesta a la Palabra de Dios que llama, es esencial para ser fiel a la propia vocación (cfr. F, 297, 789).
"La fe y la vocación de cristianos afectan a toda nuestra existencia, y no sólo a una parte" (ECP, 46); dice por tanto relación a la vida familiar, al trabajo, al descanso, a la vida social, a la política, etc. Aunque la dirección espiritual no tiene como materia inmediata esos ámbitos en los que el cristiano goza de personal autonomía, debe no obstante -evitando toda injerencia en lo que no le es propio- ofrecer luces y consejos para que cada uno, con libertad y responsabilidad, seguro en la fe y en la moral católicas, tome las decisiones que considere oportunas con conocimiento de causa y dejando que la luz de Dios ilumine toda su vida. Desde esta perspectiva la dirección espiritual tiene como meta promover la "unidad de vida" (cfr. ECP; 10; GS, 43) que lleva a buscar y a amar a Dios en todo, y a vivir toda la existencia con conciencia de la misión que la vocación cristiana implica. La dirección espiritual debe aspirar, en suma, a acompañar el proceso de crecimiento de cada cristiano en su condición de hijo o de hija de Dios Padre en Cristo por el Espíritu; ayudando a descubrir con alegría la figura y el amor de Cristo y lo que reclama su seguimiento.
Con otras palabras, la dirección espiritual invita a hacer fructificar los talentos (cfr. Mt 25, 14 ss.). Y en consecuencia debe consistir "más que en quitar defectos, en adquirir virtudes" (Carta 8-VIII- 1956, n. 49: BURKHART - LóPEZ, II, 2011, p. 155). De este modo se contribuye a que la persona logre una plena armonía en los diversos aspectos del comportamiento, y se desarrolle libremente su personalidad humana y cristiana.
 
3. Libertad y responsabilidad
San Josemaría reiteró siempre que "en la dirección espiritual se debe evitar todo personalismo" (Carta 8-VIII-1956, n. 39: AGP, serie A.3, 94-1 -2). Y con palabras todavía más fuertes, poco antes había dicho: "Nadie es director espiritual propietario. El alma sólo es de Dios" (ibidem, n. 38).
La dirección espiritual, que presupone la libre manifestación por parte de quien la recibe del estado de su alma y de las disposiciones interiores con relación al progreso espiritual, reclama -y san Josemaría lo subraya- un exquisito respeto tanto de la intimidad de la persona como de su libertad. "La función del director espiritual es ayudar a que el alma quiera -a que le dé la gana- cumplir la voluntad de Dios. No mandéis, aconsejad" (ibidem, n. 38). El director ha de dar no solo un parecer "desinteresado y recto" (AD, 86), sino que ha de darlo de modo que respete la personalidad de aquel al que aconseje, sin suplantar su libertad y por tanto su responsabilidad. Como escribe santo Tomás de Aquino, "los hijos de Dios son movidos por el Espíritu Santo libremente, por amor; no servilmente, por temor" (Summa contra gentiles, IV, 22). Un concepto que san Josemaría condensa así: "Sólo cuando se ama se llega a a libertad más plena" (AD, 38). La persona humana es un misterio: "En cada alma hay un fondo delicado, en el que sólo Dios puede penetrar" (Carta 8-VIII-1956, n. 37: AGP, serie A.3, 94-1-2). Y a cada persona e toca secundar las inspiraciones que reciba del Espíritu Santo, pastor de nuestras almas (cfr. ECP, 174). Todo esto ha de ser tenido presente por quien asume la tarea de dirigir almas, sin imponer criterios o gustos personales pero, a la vez, sin de- ,ar de recordar, cuando el caso lo requiera, a doctrina de la Iglesia, o de ofrecer luces que ayuden a la persona a discernir con objetividad lo que Dios le pide.
Por esto, san Josemaría concibe la labor "de pastor de almas como una tarea encaminada a situar a cada uno frente a las exigencias completas de su vida, ayudándole a descubrir lo que Dios, en concreto, le pide, sin poner limitación alguna a esa independencia santa y a esa bendita responsabilidad individual, que son características de una conciencia cristiana. Ese modo de obrar y ese espíritu se basan en el respeto a la trascendencia de la verdad revelada, y en el amor a la libertad de la humana criatura. Podría ańadir que se basa también en la certeza de la indeterminación de la historia, abierta a múltiples posibilidades, que Dios no ha querido cerrar" (ECP, 99).
Nota también que "para conseguir la perfección cristiana en la profesión o en el oficio que cada uno tenga", los cristianos "necesitan estar formados de modo que sepan administrar la propia libertad: con presencia de Dios, con piedad sincera, con doctrina" (CONV, 53). Por eso, al ˇluminar la inteligencia, la dirección espiritual robustece la libertad, que depende de la verdad y pide fortaleza. "La verdadera finura y la verdadera caridad exigen llegar a la médula, aunque cueste" (AVP, II, p. 320): siempre con delicadeza y respetando los ritmos que sean propios de cada persona. San Josemaría llevaba a las almas como por un plano inclinado, y era por eso comprensivo y, a la vez, exigente: "Torpeza insigne es que el Director se conforme con que un alma dé cuatro, cuando puede dar doce" (AVP, I, p. 566; cfr. AVP, III, p. 441). Por otra parte, solía enseńar que quien abre su alma, también fuera del sacramento de la Penitencia, ha de ser correspondido por la reserva que guarda toda persona noble respecto a quienes han acudido y confiado en ella.
Situándonos ahora en la posición del que aspira a progresar en su vida interior, resulta necesario recordar que "la humildad es la verdad en el camino de la lucha ascética" (S, 259). Y que una de las manifestaciones más importantes de la humildad es la sinceridad que, en ocasiones, ha de ser "sinceridad salvaje" (F, 127), es decir, manifestación de lo que hay en el alma, sin adornos ni dulzuras (cfr. C, 64- 65; S, 323-336; AD, 15-17). La dirección espiritual debe tener los rasgos de una confidencia (cfr. C, 64), que está basada en la confianza. Por eso, así como la dirección debe proceder sin "encorsetar a nadie (...), respetando a cada alma tal como es, con sus propias características" (AD, 249), el que la recibe debe dejar "a la gracia de Dios y al Director que hagan su obra", ya que, si no se fundamenta así, "jamás aparecerá la escultura, imagen de Jesús, en que se convierte el hombre santo" (C, 56). Esto requiere una cierta regularidad en las conversaciones, que san Josemaría relaciona con la humildad (cfr. S, 270).
La dirección espiritual pide docilidad a la palabra oída que, delante de Dios, se reconoce como una luz del Espíritu Santo. Se puede, pues, hablar de obediencia a la dirección espiritual, pero teniendo presente que la obediencia no es un concepto unívoco (cfr. S.Th., Il-ll, q. 104). En la dirección espiritual, uno no hace caso al consejo de otra persona porque esté obligado ni tampoco porque reconozca su mayor experiencia o saber, sino porque advierte que a través de sus palabras, Dios le ilumina y aconseja. Le corresponde después a él ponderar lo escuchado y decidir con una resolución que, ciertamente, ha sido iluminada por el consejo, pero que dimana de sus deliberaciones y de su voluntad.
La libertad asumida como elección del bien es inseparable de la correlativa responsabilidad personal. "El consejo de otro cristiano y especialmente -en cuestiones morales o de fe- el consejo del sacerdote, es una ayuda poderosa para reconocer lo que Dios nos pide en una circunstancia determinada; pero el consejo no elimina la responsabilidad personal: somos nosotros, cada uno, los que hemos de decidir al fin, y habremos de dar personalmente cuenta a Dios de nuestras decisiones" (CONV, 93). De este modo la dirección espiritual forja personas auténticamente humanas.
No fabrica "criaturas que carecen de juicio propio, y que se limitan a ejecutar materialmente lo que otro les dice; por el contrario, la dirección espiritual debe tender a formar personas de criterio. Y el criterio supone madurez, firmeza de convicciones, conocimiento suficiente de la doctrina, delicadeza de espíritu, educación de la voluntad" (ibidem).
"Cada uno es como es, y hay que tratar a cada uno según lo ha hecho Dios y según lo lleva Dios. Omnibus omnia factus sum, ut omnes facerem salvos (1 Co 9, 22), hay que hacerse todo para todos. No existen panaceas. Es preciso educar, dedicar a cada alma el tiempo que necesite, con la paciencia de un monje del medioevo para miniar -hoja a hoja- un códice; hacer a la gente mayor de edad, formar la conciencia, que cada uno sienta su libertad personal y su consiguiente responsabilidad" (Carta 8-VIII-1956, n. 38: AGP, serie A.3, 94-1 -2). De este modo, la dirección espiritual, en un contexto de amistad y trato con Dios, orienta, da optimismo, abre a la esperanza, amplía horizontes y contribuye a que el alma sea capaz de cosas grandes.
Guillaume DERVILLE